Bruselas, 28
de diciembre de 1846
Mí querido
Sr. Annenkov:
Hace ya
mucho que hubiera recibido usted la respuesta a la suya del 1 de noviembre si
mi librero me hubiese mandado antes de la semana pasada la obra del señor
Proudhon: Filosofía de la Miseria. La he leído en dos días, a fin de comunicarle a
usted, sin perdida de tiempo, mi opinión. Por haberla leído con gran
apresuramiento, no puedo entrar en detalles, y me limito a hablarle de la
impresión general que me ha producido. Si usted lo desea, podré extenderme al
particular en otra carta.
Le confieso
francamente que el libro me ha parecido, en general, malo, muy malo. Usted
mismo ironiza en su carta refiriéndose al “jirón de la filosofía alemana” de
que alardea el señor Proudhon en esta obra informe y presuntuosa, pero usted
supone que el veneno de la filosofía no ha afectado a su argumentación
económica. Yo también estoy muy lejos de imputar a la filosofía del señor
Proudhon los errores de su argumentación económica. El señor Proudhon no nos
ofrece una crítica falsa de la economía política porque sea la suya una
filosofía ridícula; nos ofrece una filosofía ridícula porque no ha comprendido
la situación social de nuestros días en su engranaje (engrènement), si
usamos esta palabra, que, como otras muchas cosas, el señor Proudhon ha tornado
de Fourier.
¿Por qué el
señor Proudhon habla de Dios, de la razón universal, de la razón impersonal de
la humanidad, razón que nunca yerra, que siempre es igual a sí misma y de la
que basta tener clara conciencia para ser dueño de la verdad? ¿Por qué el señor
Proudhon recurre a un hegelianismo superficial para darse pisto de pensador
profundo?
El mismo
señor Proudhon nos da la clave del enigma. Para el señor Proudhon la historia
es una determinada serie de desarrollos sociales; ve en la historia la
realización del progreso; estima, finalmente, que los hombres, en tanto que
individuos, no sabían lo que hacían, que se imaginaban de modo erróneo su
propio movimiento, es decir, que su desarrollo social parece, a primera vista,
una cosa distinta, separada, independiente de su desarrollo individual. El
señor Proudhon no puede explicar estos hechos y recurre entonces a su hipótesis
—verdadero hallazgo— de la razón universal que se manifiesta. Nada más fácil
que inventar causas místicas, es decir, frases, cuando se carece de sentido
común.
Pero cuando
el señor Proudhon reconoce que no comprende en absoluto el desarrollo histórico
de la humanidad —como lo hace al emplear las palabras rimbombantes de razón universal, Dios, etc.—, ¿no
reconoce también implícita y necesariamente que es incapaz de comprender
el desarrollo económico?
¿Qué es la
sociedad, cualquiera que sea su forma? El producto de la acción reciproca de
los hombres. ¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella forma social?
Nada de eso. A un determinado nivel de desarrollo de las fuerzas productivas de
los hombres, corresponde una determinada forma de comercio y de consumo. A
determinadas fases de desarrollo de la producción, del comercio y del consumo,
corresponden determinadas formas de constitución social, una determinada
organización de la familia, de los estamentos o de las clases; en una palabra,
una determinada sociedad civil. A una determinada sociedad civil, corresponde
un determinado régimen político, que no es más que la expresión oficial de la
sociedad civil. Esto es lo que el señor Proudhon jamás llegara a comprender,
pues él cree que ha hecho una gran cosa apelando del Estado a la sociedad civil, es decir, del resumen oficial de la
sociedad a la sociedad oficial.
Huelga
añadir que los hombres no son libres de escoger sus fuerzas productivas
—base de toda su historia—, pues toda fuerza productiva es una fuerza
adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas
productivas son el resultado de la energía practica de los hombres, pero esta
misma energía se halla determinada por las condiciones en que los hombres se
encuentran colocados, por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma
social anterior a ellos, que ellos no han creado y que es producto de las
generaciones anteriores. El simple hecho de que cada generación posterior se
encuentre con fuerzas productivas adquiridas por las generaciones precedentes,
que be sirven de materia prima para la nueva producción, crea en la historia de
los hombres una conexión, crea una historia de la humanidad, que es tanto más
la historia de la humanidad por cuanto las fuerzas productivas de los hombres
y, por consiguiente, sus relaciones sociales han adquirido mayor desarrollo.
Consecuencia obligada: la historia social de los hombres no es nunca más que la
historia de su desarrollo individual, tengan o no ellos mismos la conciencia de
esto. Sus relaciones materiales forman la base de todas sus relaciones. Estas
relaciones materiales no son más que las formas necesarias bajo las cuales se realiza
su actividad material e individual.
El señor
Proudhon confunde las ideas y las cosas. Los hombres jamás renuncian a lo que
han conquistado, pero esto no quiere decir que no renuncien nunca a la forma
social bajo la cual han adquirido determinadas fuerzas productivas. Todo lo
contrario. Para no verse privados del resultado obtenido, para no perder los
frutos de la civilización, los hombres se ven constreñidos, desde el momento en
que el tipo de su comercio no corresponde ya a las fuerzas productivas adquiridas,
a cambiar todas sus formas sociales tradicionales. Hago use aquí de la
palabra comercio en su sentido más amplio, del mismo modo que
empleamos en alemán el vocablo Verkehr. Por ejemplo: los
privilegios, la institución de gremios y corporaciones, el régimen reglamentado
de la Edad Media, eran relaciones sociales que sólo correspondían a las fuerzas
productivas adquiridas y al estado social anterior, del que aquellas instituciones
habían brotado. Bajo la tutela del régimen de las corporaciones y las
ordenanzas, se acumularon capitales, se desarrolló el tráfico marítimo, se
fundaron colonias; y los hombres habrían perdido estos frutos de su actividad
si se hubiesen emperiado en conservar las formas a la sombra de las cuales
habían madurado aquellos frutos. Por eso estallaron dos truenos: la revolución
de 1640 y la de 1688. En Inglaterra fueron destruidos todas las viejas formas
económicas, las relaciones sociales con ellas congruentes y el régimen político
que era la expresión oficial de la vieja sociedad civil. Por tanto, las formas
de la economía bajo las que los hombres producen, consumen y cambian, son transitorias e históricas.
Al adquirir nuevas fuerzas productivas,
los hombres cambian su modo de producción, y con el modo de producción cambian
las relaciones económicas, que no eran más que las relaciones necesarias de
aquel modo concreto de producción.
Esto es lo
que el señor Proudhon no ha sabido comprender y menos aún demostrar. Incapaz de
seguir el movimiento real de la historia, el señor Proudhon nos ofrece una
fantasmagoría con pretensiones de dialéctica. No siente la necesidad de hablar
de los siglos XVII, XVIII y XIX, porque su historia discurre en el reino
nebuloso de la imaginación y se remonta muy por encima del tiempo y del
espacio. En una palabra, eso no es historia, sino antigualla hegeliana, no es
historia profana —la historia de los hombres—, sino historia sagrada: la
historia de las ideas. A su modo de ver, el hombre no es más que un instrumento
del que se vale la idea o la razón eterna para desarrollarse. Las evoluciones
de que habla el señor Proudhon son concebidas como evoluciones que se operan
dentro de la mística entraría de la idea absoluta. Si rasgamos el velo que
envuelve este lenguaje místico, resulta que el señor Proudhon nos ofrece el
orden en que las categorías económicas se hallan alineadas en su cabeza. No
hará falta que me esfuerce mucho para probarle que este es el orden de una
mente muy desordenada.
El señor
Proudhon inicia su libro con una disertación acerca del valor, que es su tema predilecto. En esta no entrare en
el análisis de dicha disertación.
La serie de
evoluciones económicas de la razón eterna comienza con la división del trabajo.
Para el señor Proudhon la división del trabajo es una cosa bien simple. Pero,
no fue el régimen de castas una determinada división del trabajo? ¿No fue el
régimen de las corporaciones otra división del trabajo? Y la división del
trabajo del régimen de la manufactura, que comenzó a mediados del siglo XVII y
terminó a fines del XVIII en Inglaterra, no difiere, acaso, totalmente de la
división del trabajo de la gran industria, de la industria moderna?
El señor
Proudhon se halla tan lejos de la verdad, que omite lo que ni siquiera los
economistas profanos dejan de tomar en cuenta. Cuando habla de la división del
trabajo, no siente la necesidad de hablar del mercado mundial.
Pues bien, acaso la división del trabajo en los siglos XIV y XV, cuando aún no
había colonias, cuando América todavía no existía para Europa y al Asía
Oriental sólo se podía llegar a través de Constantinopla, acaso la división del
trabajo no debía distinguirse esencialmente de lo que era en el siglo XVII,
cuando las colonias se hallaban ya desarrolladas?
Pero esto no
es todo. Toda la organización interior de los pueblos, todas sus relaciones
internacionales, son acaso otra cosa que la expresión de cierta división del
trabajo?, ¿no deben cambiar con los cambios de la división del trabajo?
El señor
Proudhon ha comprendido tan poca cosa en el problema de la división del
trabajo, que ni siquiera habla de la separación de la ciudad y del campo, que
en Alemania, por ejemplo, se operó del siglo IX al XII. Así, pues, esta
separación debe ser ley eterna para el señor Proudhon, ya que no conoce ni su
origen ni su desarrollo. En todo su libro habla como si esta creación de un
modo de producción determinado debiera existir hasta la consumación de los
siglos. Todo lo que el señor Proudhon dice respecto de la división del trabajo
es tan solo un resumen, por cierto muy superficial, muy incompleto, de lo
afirmado antes por Adam Smith y otros mil autores.
La segunda
evolución de la razón eterna son las máquinas. Para el señor
Proudhon la conexión entre la división del trabajo y las máquinas es
enteramente mística. Cada una de las formas de división del trabajo tiene sus
instrumentos de producción específicos. De mediados del siglo XVII a mediados del
siglo XVIII, por ejemplo, los hombres no lo hacían todo a mano. Poseían
instrumentos, e instrumentos muy complicados, como telares, buques, palancas,
etc., etc.
Así, pues,
nada más ridículo que derivar las máquinas de la división del trabajo en
general.
Señalare
también, de pasada, que si el señor Proudhon no ha alcanzado a comprender el
origen histórico de las máquinas, peor aún ha comprendido su desarrollo. Puede decirse que hasta 1825 —período de la primera crisis universal—
las necesidades del consumo, en general, crecieron más rápidamente que la
producción, y el desarrollo de las máquinas fue una consecuencia forzada de las
necesidades del mercado. A partir de 1825, la invención y la aplicación de las
máquinas no ha sido más que un resultado
de la guerra entre patronos y obreros. Pero esto solo puede decirse de
Inglaterra. En cuanto a las naciones europeas, se vieron obligadas a emplear
las máquinas por la competencia que les habían los ingleses, tanto en sus
propios mercados como en el mercado mundial. Por último, en Norteamérica la
introducción de la maquinaria se debió tanto a la competencia con otros países
como a la escasez de mano de obra, es decir, a la desproporción entre la
población del país y sus necesidades industriales. Por estos hechos puede usted
ver que sagacidad pone de manifiesto el señor Proudhon cuando conjura el
fantasma de la competencia como tercera evolución, ¡como antitesis de las
máquinas!
Finalmente,
es en general un verdadero absurdo hacer de las máquinas una
categoría económica al lado de la división del trabajo, de la competencia, del
crédito, etc.
La máquina tiene tanto de categoría
económica como el buey que tira del arado. La aplicación actual de las
máquinas es una de las relaciones de nuestro régimen económico presente, pero
el modo de explotar las máquinas es una cosa totalmente distinta de las propias
máquinas. La pólvora continua siendo pólvora, ya se emplee para causar heridas,
o bien para restañarlas.
El señor
Proudhon se supera a si mismo cuando permite que la competencia, el monopolio,
los impuestos o las pólizas, el balance comercial, el crédito y la propiedad se
desarrollen en el interior de su cabeza precisamente en el orden de mi
enumeración. Casi todas las instituciones
de crédito se habían desarrollado ya en Inglaterra a comienzos del siglo XVIII,
antes de la invención de las máquinas. El crédito público no era
más que una nueva manera de elevar los impuestos y de satisfacer las nuevas
demandas originadas por la llegada de la burguesía al poder. Finalmente, la propiedad constituye la
última categoría en el sistema del señor Proudhon. En el mundo real, por el
contrario, la división del trabajo y todas las demás categorías del señor
Proudhon son las relaciones sociales que en su conjunto forman lo que
actualmente se llama propiedad; fuera de esas relaciones, la propiedad burguesa no es sino una
ilusión metafísica o jurídica. La propiedad de otra época, la propiedad
feudal, se desarrolla en una serie de relaciones sociales completamente
distintas. Cuando establece la propiedad como una relación independiente, el
señor Proudhon comete algo más que un error de método: prueba claramente que no
ha aprehendido el vínculo que liga todas las formas de la producción burguesa,
que no ha comprendido el carácter histórico y transitorio de
las formas de la producción en una época determinada. El señor Proudhon sólo
puede hacer una crítica dogmática,
pues no concibe nuestras instituciones
sociales como productos históricos y no comprende ni su origen ni su
desarrollo.
Así, el señor
Proudhon se ve obligado a recurrir a una ficción para explicar
el desarrollo. Se imagina que la división
del trabajo, el crédito, las máquinas, etc., han sido inventadas para
servir a su idea fija, a la idea de la
igualdad. Su explicación es de una ingenuidad sublime. Esas cosas han sido
inventadas para la igualdad, pero, desgraciadamente, se han vuelto contra ella.
Este es todo su argumento. Con otras palabras: hace una suposición gratuita, y
como el desarrollo real y su ficción se contradicen a cada paso, concluye que
hay una contradicción. Oculta que la contradicción únicamente existe entre sus
ideas fijas y el movimiento real.
Así, pues,
el señor Proudhon, debido principalmente a su falta de conocimientos
históricos, no ha visto que los hombres, al desarrollar sus fuerzas
productivas, es decir, al vivir, desarrollan ciertas relaciones entre ellos, y
que el carácter de estas relaciones cambia necesariamente con la modificación y
el desarrollo de estas fuerzas productivas. No ha visto que las categorías
económicas no son más que abstracciones de estas relaciones reales y
que únicamente son verdades mientras esas relaciones subsisten. Por
consiguiente, incurre en el error de los
economistas burgueses, que ven en esas categorías económicas leyes eternas y no leyes históricas,
que lo son únicamente para cierto desarrollo histórico, para un desarrollo
determinado de las fuerzas productivas. Así, pues, en vez de considerar las categorías político-económicas como
abstracciones de relaciones sociales reales, transitorias, históricas, el
señor Proudhon, debido a una inversión mística, sólo ve en las relaciones
reales encarnaciones de esas abstracciones. Esas
abstracciones son ellas mismas fórmulas que han estado dormitando en el seno de
Dios padre desde el principio del mundo.
Pero, al
llegar a este punto, nuestro buen señor Proudhon se siente acometido de graves
convulsiones intelectuales. Si todas esas categorías económicas son emanaciones
del corazón de Dios, si constituyen la oculta y eterna existencia de los hombres,
¿cómo puede haber ocurrido, primero, que se hayan desarrollado, y segundo, que
el señor Proudhon no sea conservador? El señor Proudhon explica estas
contradicciones evidentes valiéndose de todo un sistema de antagonismos.
Para
esclarecer este sistema de antagonismos, tomemos un ejemplo,
El monopolio es
bueno, porque es una categoría económica y, por tanto, una emanación de Dios.
La competencia es buena, porque también es una categoría económica. Pero lo que
no es bueno es la realidad del monopolio y la realidad de la competencia. Y aun
es peor que el monopolio y la competencia se devoren mutuamente. ¿Qué se debe
hacer? Como estos dos pensamientos eternos de Dios se contradicen, al señor
Proudhon le parece evidente que también en el seno de Dios hay una síntesis de
ambos pensamientos, en la que los males del monopolio se yen equilibrados por
la competencia, y viceversa. Como resultado de la lucha entre las dos ideas,
sólo puede exteriorizarse su lado bueno. Hay que arrancar a Dios esta idea
secreta, aplicarla seguidamente y todo marchará a pedir de boca; hay que
revelar la fórmula sintética oculta en la noche de la razón impersonal de la
humanidad. El señor Proudhon se ofrece como revelador sin titubeo alguno.
Pero mire
usted por un segundo la vida real. En la vida económica de nuestros días no
sólo verá usted la competencia y el monopolio, sino también su síntesis, que no
es una fórmula, sino un movimiento. El monopolio
engendra la competencia, la competencia engendra el monopolio. Por lo tanto,
esta ecuación, lejos de eliminar las dificultades de la situación presente,
como se lo imaginan los economistas burgueses, tiene por resultado una
situación aún más difícil y más embrollada. Así, al cambiar la base sobre la
que descansan las relaciones económicas actuales, al aniquilar el modo actual
de producción, se aniquila no solo la competencia, el monopolio y su
antagonismo, sino también su unidad, su síntesis, el movimiento, que es el
equilibrio real de la competencia y del monopolio.
Ahora le
daré un ejemplo de la dialéctica del señor Proudhon.
La libertad
y la esclavitud forman un antagonismo. No hay necesidad de referirse a
los lados buenos y malos de la libertad. En cuanto a la esclavitud, huelga
hablar de sus lados malos. Lo único que debe ser explicado es el lado bueno de
la esclavitud. No se trata de la esclavitud indirecta, de la esclavitud del
proletario; se trata de la esclavitud
directa, de la esclavitud de los negros en Surinam, en el Brasil y en los
Estados meridionales de Norteamérica.
La esclavitud
directa es un pivote de nuestro industrialismo actual, lo mismo que las
máquinas, el crédito, etc. Sin la esclavitud, no habría algodón, y sin algodón,
no habría industria moderna. Es la
esclavitud lo que ha dado valor a las colonias, son las colonias las que han creado el comercio mundial, y el comercio
mundial es la condición necesaria de la gran industria mecanizada. Así,
antes de la trata de negros, las colonias no daban al mundo antiguo más que
unos pocos productos y no cambiaron visiblemente la faz de la tierra. La
esclavitud es, por tanto, una categoría económica de la más alta importancia.
Sin la esclavitud, Norteamérica, el país más desarrollado, se transformaría en
un país patriarcal. Si se borra a Norteamérica del mapa de las naciones, tendremos
la anarquía, la decadencia absoluta del comercio y de la civilización moderna.
Pero hacer desaparecer la esclavitud equivaldría a borrar a Norteamérica del
mapa de las naciones. La esclavitud es una categoría económica y por eso se
observa en todos los pueblos desde que el mundo es mundo. Los pueblos modernos
sólo han sabido encubrir la esclavitud en su propios países e importarla sin
ningún disimulo al nuevo mundo. ¿Qué hará nuestro buen señor Proudhon después
de estas consideraciones acerca de la esclavitud? Buscará la síntesis de la
libertad y de la esclavitud, el verdadero término medio o equilibrio entre la
esclavitud y la libertad.
El señor
Proudhon ha sabido ver muy bien que los hombres hacen el paño, el lienzo, la
seda; y es un gran mérito, en él, haber sabido ver estas cosas tan sencillas.
Lo que el señor Proudhon no ha sabido ver es que los hombres producen también, con arreglo a sus fuerzas productivas, las relaciones sociales en que producen el paño y el
lienzo. Y menos aún ha sabido ver que los
hombres que producen las relaciones sociales con arreglo a su producción
material, crean también las ideas, las categorías; es decir, las expresiones
ideales abstractas de esas mismas relaciones sociales. Por tanto, estas
categorías son tan poco eternas como las relaciones a las que sirven de
expresión. Son productos históricos y
transitorios. Para el señor Proudhon, en cambio, las abstracciones, las categorías son la causa primaria. A su juicio, son ellas y no los hombres
quienes hacen la historia. La abstracción, la categoría considerada
como tal, es decir, separada de los hombres y de su acción material, es
naturalmente, inmortal, inalterable, impasible; no es más que una modalidad de
la razón pura, lo cual quiere decir, simplemente, que la abstracción, considerada
como tal, es abstracta; ¡admirable tautología!
Por eso, las
relaciones económicas, vistas en forma de categorías, son para el señor
Proudhon fórmulas eternas que no conocen principio ni progreso.
En otros
términos: el señor Proudhon no afirma directamente que la vida burguesa sea
para él una verdad eterna; eso lo dice indirectamente, al divinizar las
categorías que expresan en forma de ideas las relaciones burguesas. Toma los
productos de la sociedad burguesa por seres eternos surgidos espontáneamente, y
dotados de vida propia, tan pronto como se los presenta en forma de
categorías. En forma de ideas. No ve, por tanto, más allá del horizonte
burgués. Como opera con ideas burguesas, suponiéndolas eternamente verdaderas,
pugna por encontrar la síntesis de estas ideas, su equilibrio, y no ve que su
modo actual de equilibrarse es el único posible.
En realidad,
hace lo que hacen todos los buenos burgueses. Todos ellos nos dicen que la
competencia, el monopolio, etc., en principio, es decir considerados como ideas
abstractas, son los únicos fundamentos de la vida, aunque en la práctica dejen
mucho que desear. Todos ellos quieren la competencia, sin sus funestos efectos.
Todos ellos quieren lo imposible, a saber: las condiciones burguesas de vida,
sin las consecuencias necesarias de estas condiciones. Ninguno de ellos comprende que la forma burguesa de producción es una
forma histórica y transitoria, como lo era la forma feudal. Este error
proviene de que, para ellos, el hombre burgués es la única base posible de toda
sociedad, proviene de que no pueden imaginarse un estado social en que el
hombre haya dejado de ser burgués.
El señor
Proudhon es, pues, necesariamente, un doctrinario. El movimiento histórico que está
revolucionando el mundo actual, se reduce, para él, al problema de encontrar el
verdadero equilibrio, la síntesis de dos ideas burguesas. Así, el hábil mozo
descubre, a fuerza de sutileza, el recóndito pensamiento de Dios, la unidad de
dos ideas aisladas, que sólo lo están porque el señor Proudhon las ha aislado
de la vida práctica, de la producción actual, que es la combinación de las
realidades que aquellas ideas expresan. En vez del gran movimiento histórico
que brota del conflicto entre las fuerzas productivas ya alcanzadas por los
hombres y sus relaciones sociales, que ya no corresponden a estas fuerzas
productivas; en vez de las terribles guerras que se preparan entre las
distintas clases de una nación y entre las diferentes naciones; en vez de la
acción practica y violenta de las masas, la única que puede resolver estos
conflictos; en vez de este vasto, prolongado y complicado movimiento, el señor
Proudhon pone el fantástico movimiento de su cabeza. Así, son los sabios, los
hombres capaces de arrancar a Dios sus recónditos pensamientos, los que hacen
la historia. A la plebe sólo le queda la tarea de poner en práctica las
revelaciones de los hombres de ciencia. Ahora comprenderá usted por que el
señor Proudhon es enemigo declarado de todo movimiento político. Para él, la
solución de los problemas actuales no consiste en la acción pública, sino en
las rotaciones dialécticas de su cabeza. Como las categorías son para él las
fuerzas motrices, para cambiar las categorías no hace falta cambiar la vida
práctica. Muy por el contrario: hay que cambiar las categorías, y en
consecuencia cambiará la sociedad existente.
En su deseo
de conciliar las contradicciones, el señor Proudhon elude la pregunta de si no
deberá ser derrocada la base misma de estas contradicciones. Se parece en todo
al político doctrinario, para quien el rey y la Cámara de los diputados y el
Senado son como partes integrantes de la vida social, como categorías eternas.
Sólo que él busca una nueva fórmula para equilibrar estos poderes cuyo
equilibrio consiste precisamente en el movimiento actual, en el que uno de
estos poderes tan pronto es vencedor como esclavo del otro. Así, en el siglo
XVIII, una multitud de cabezas mediocres se dedicaron a buscar la verdadera
fórmula para equilibrar los estamentos sociales, la nobleza, el rey, los parlamentos,
etc., y un buen día se encontraron con que ya no había ni rey, ni parlamento,
ni nobleza. El verdadero equilibrio en este antagonismo era el derrocamiento de
todas las relaciones sociales que servían de base a estas instituciones
feudales y al antagonismo entre ellas.
Como el
señor Proudhon pone de un lado las ideas eternas, las categorías de la razón
pura, y del otro lado a los hombres y su vida práctica, que es, según él, la
aplicación de estas categorías, encuentra usted en él desde el primer momento
un dualismo entre la vida y las ideas, entre el alma y el
cuerpo, dualismo que se repite bajo muchas formas. Ahora se dará usted cuenta
de que este antagonismo no es más que la incapacidad del señor Proudhon para
comprender el origen profano y la historia profana de las categorías que el
diviniza.
Me he
extendido ya demasiado y no puedo detenerme en las absurdas acusaciones que el
señor Proudhon lanza contra el comunismo. Por el momento, convendrá usted
conmigo en que un hombre que no ha comprendido el actual estado de la sociedad,
menos aún comprenderá el movimiento que tiende a derrocarle y las expresiones
literarias de ese movimiento revolucionario.
El único punto en el que estoy
completamente de acuerdo con el señor Proudhon es su repulsión hacia la
sensiblería socialista. Antes que él me he ganado ya muchos enemigos por mis
ataques contra el socialismo borreguil, sentimental, utopista. Pero no se hace
el señor Proudhon ilusiones extrañas cuando opone su sentimentalismo de pequeño
burgués —me refiero a sus frases declamatorias sobre el hogar, el amor conyugal
y todas esas banalidades— al sentimentalismo socialista, que en Fourier, por
ejemplo, es mucho más profundo que las presuntuosas vulgaridades de nuestro
buen Proudhon? El mismo comprende tan bien la vacuidad de sus razonamientos, su
completa incapacidad de hablar de estas cosas, que prorrumpe en explosiones de
rabia, en vociferaciones y en virtuosos juramentos, echa espuma por la boca,
maldice, denuncia, se da golpes de pecho ¡y se jacta ante Dios y ante los
hombres de estar limpio de las infamias socialistas! No hace una crítica del
sentimentalismo socialista, o lo que él toma por sentimentalismo. Como un
santo, como el Papa, excomulga a los pobres pecadores y canta las glorias de la
pequeña burguesía y las miserables ilusiones amorosas y patriarcales del hogar.
Esto no es casual. El señor Proudhon es de pies a cabeza un filósofo y un economista de la
pequeña burguesía. En una sociedad avanzada, el pequeño burgués, por
virtud de la posición que en ella ocupa, se hace socialista de una parte y
economista de la otra, es decir, se siente deslumbrado por la magnificencia de
la gran burguesía y experimenta a la vez simpatía por los sufrimientos del
pueblo. Es al mismo tiempo burgués y pueblo. En su fuero interno se ufana de ser
imparcial, de haber encontrado el justo equilibrio, que tiene la pretensión de
distinguirse del término medio. Ese pequeño burgués diviniza la contradicción,
porque la contradicción constituye el fondo de su ser. Él no es otra cosa que
la contradicción social en acción. Debe justificar teóricamente lo que él mismo
es en la práctica, y al señor Proudhon corresponde el mérito de ser el intérprete
científico de la pequeña burguesía francesa, lo que representa un verdadero
mérito, pues la pequeña burguesía será parte integrante de todas las
revoluciones sociales que han de suceder.
Hubiera
querido enviarle con esta carta mi libro de economía política, pero hasta ahora
no he conseguido imprimir esta obra ni mi critica de los filósofos y
socialistas alemanes, de que le hable en Bruselas. No puede usted imaginarse
las dificultades que una publicación de este tipo encuentra en Alemania, tanto
por parte de la policía como por parte de los editores, que son representantes
interesados de todas las tendencias que yo ataco. En cuanto a nuestro propio
Partido, además de ser pobre, una gran parte del Partido Comunista Alemán se
muestra irritado contra mí porque me opongo a sus utopías y a sus
declamaciones...
Karl Marx Miseria de la filosofía
Prefacio
a la primera edición alemana
La
presente obra fue escrita en el invierno de 1846-1847, cuando Marx elaboró
definitivamente los principios fundamentales de sus nuevas concepciones
históricas y económicas. El libro de Proudhon Système des
Contradictions économiques ou Philosophie de la Misère [“Sistema de
las contradicciones económicas o Filosofía de la Miseria”], publicado poco
antes, le dio pie para desarrollar estos principios fundamentales y oponerlos a
los puntos de vista de un hombre que, a partir de entonces, había de ocupar el lugar
más prominente entre los socialistas franceses de aquella época. Desde que,
estando en Paris, ambos se pasaban frecuentemente las noches discutiendo sobre
cuestiones económicas, sus caminos eran cada vez más divergentes; la obra de
Proudhon puso de manifiesto que entre ellos mediaba ya un abismo infranqueable
que no era posible ignorar, y en su respuesta Marx hizo constar la ruptura
definitiva.
El juicio
general de Marx sobre Proudhon lo encontrará el lector en el artículo que sigue
a este prologo[1], insertado en 1865 en los números 16, 17 y 18
del Social-Demokrat de Berlín. Fue el único artículo que Marx
escribió para este periódico; los intentos del señor von Schweitzer,
descubiertos poco después, de llevar el periódico por cauces gratos al partido
feudal y al gobierno, nos obligaron algunas semanas más tarde a desistir
públicamente de colaborar en él.
[1] Engels
se refiere a la carta de C. Marx a J. B. Schweitzer del 24 de enero de 1865
Para
Alemania, la presente obra tiene cabalmente en estos momentos una significación
que el propio Marx nunca sospechó. ¿Habría podido él adivinar que, dirigiendo
la puntería contra Proudhon, iba a hacer impacto en el santón de los arrivistas
modernos, en Rodbertus, a quien Marx no conocía a la sazón ni tan siquiera de nombre?
Este no es
el lugar para detenerme a examinar en detalle las relaciones entre Marx y
Rodbertus; es probable que pronto se me depare la oportunidad de hacerlo. Sólo
indicare aquí que cuando Rodbertus acusa a Marx de haber “entrado a saco” en
sus escritos y de haber “utilizado con profusión en su Capital, sin citarle, su
libro Zur Erkenntnis”, llega en su acaloramiento hasta la calumnia,
explicable únicamente por la irritación de un genio incomprendido y por su
asombrosa ignorancia de lo que ocurría más allá de las fronteras de Prusia,
sobre todo, en la literatura socialista y económica. Ni estas acusaciones ni la
mencionada obra de Rodbertus fueron jamás del conocimiento de Marx; de las
obras de Rodbertus, sólo leyó sus tres Cartas sociales, y no antes
de 1858 o 1859.
Con mayor
fundamento asegura Rodbertus en estas cartas haber descubierto el “valor
constituido proudhoniano” antes que Proudhon; pero también en esta ocasión,
naturalmente, vuelve a arrullarse con la falsa idea de haber sido el primero en
hacer este descubrimiento. Por consiguiente, él también, en todo caso, fue
sometido al ariete de la crítica en nuestro libro, y esto me obliga a detenerme
brevemente en el análisis de su obrilla “fundamental” Zur Erkenntnis
unserer staatswirtschaftlichen Zustände[“Aportación al conocimiento de
nuestro régimen político-económico”], debido a que, además del comunismo de
Welding contenido en ella (también inconscientemente), esa obra se anticipa
asimismo a Proudhon.
El
socialismo moderno, cualquiera que sea su tendencia, en la medida en que toma
como punto de arranque la economía política burguesa, suscribe casi sin
excepciones la teoría del valor de Ricardo. De los dos postulados que Ricardo
proclamara en 1817 en las primeras páginas de sus Principles: 1) que el valor de toda mercancía se
determina única y exclusivamente por la cantidad de trabajo necesario para
producirla, y 2) que el producto de
todo trabajo social se divide entre tres clases: los propietarios de la tierra (renta), los capitalistas (ganancia) y
los obreros (salario), de estos dos postulados se hicieron en Inglaterra ya
a partir de 1821 deducciones socialistas, y a veces con tal vigor y decisión
que esa literatura, hoy casi completamente olvidada y en gran parte
redescubierta por Marx, no fue superada hasta la aparición del Capital.
Pero de esto hablaremos en otra ocasión. Pues bien, cuando Rodbertus extrajo, a
su vez, en 1842 conclusiones socialistas de las tesis citadas, esto era
entonces, desde luego, para un alemán un pasó adelante muy considerable, pero
sólo, tal vez, en Alemania podía pasar por nuevo semejante descubrimiento. En
su crítica de Proudhon, que también adolecía de esa presunción, Marx hizo ver
lo poco de nuevo que había en una tal aplicación de la teoría de Ricardo.
“Cualquiera
que conozca, a poco que sea, el desarrollo de la economía política en
Inglaterra —dice Marx—, no puede por menos de saber que casi todos los
socialistas de este país han propuesto, en diferentes épocas, la aplicación
igualitaria (es decir, socialista) de la teoría ricardiana. Podríamos
recordarle al señor Proudhon: la Economía política de
Hodgskin, 1827; William Thompson: An Inquiry into the Principles of the
Distribution of Wealth, most conductive to Human Happiness [“Investigación
de los principios de la distribución de la riqueza que mejor conducen a la
felicidad humana”], 1824; T. R. Edmonds, Practical, Moral and Polítical
Economy [“Economía práctica, moral y política”], 1828; etc., etc., y
cuatro páginas más de etc. Nos contentaremos con dejar hablar a un comunista inglés,
al señor Bray. Citaremos los principales pasajes de su excelente obra Labour's
Wrongs and Labour's Remedy [“Calamidades de la clase obrera y medios
para suprimirlas”], Leeds, 1839. Las citas de Bray reproducidas por Marx bastan
para anular buena parte de las pretensiones de Rodbertus a la prioridad.
Por aquel
entonces Marx no había pisado aún la sala de lectura del Museo Británico. Sin
contar los fondos de las bibliotecas de Paris y Bruselas y otros muchos libros
y extractos, sólo había consultado las obras que pudieron llegar a sus manos en
Mánchester durante el viaje de seis semanas por Inglaterra que hicimos juntos
en el verano de 1845. Por consiguiente, en los años del 40, la literatura a que
se ha hecho referencia no era ni mucho menos tan inaccesible como lo es hoy
día. Y si, a pesar de todo, fue siempre desconocida para Rodbertus, ello se
debe exclusivamente a su estrechez provinciana de corte prusiano. Es el
auténtico fundador del socialismo específicamente prusiano y como tal se le
conoce, al fin, en la actualidad.
Sin embargo,
a Rodbertus no le han dejado en paz ni siquiera en su amable Prusia. En 1859
apareció en Berlín el libro de Marx Zur Kritik des politischen
Oekonomie, erstes Heft [“Contribución a la crítica de la Economía política.
Parte primera”]. En dicha obra, entre otras objeciones hechas a Ricardo por los
economistas, Marx cita la siguiente, en la página 40:
Marx
escribió su Contribución a la crítica de la Economía política entre agosto de
1858 y enero de 1859. Investigó a fondo las leyes económicas del movimiento de
la sociedad capitalista, habiendo estudiado un sinnúmero de obras de Economía
política, fuentes, documentos oficiales, etc. En 1857 empezó a escribir un
extenso trabajo sobre Economía política, cuyo borrador se conoce con el título
de Manuscritos económicos de 1857-1858
Grundrisse:
Manuscritos económicos de 1857-1858
Elementos
fundamentales para la crítica de la economía política Borrador 1857- 1858
“Si el valor de cambio de un producto
equivale al tiempo de trabajo cuajado en él, el valor de cambio de la jornada
de trabajo es igual a su producto. O sea que el salario debe ser igual al
producto del trabajo. Y sin embargo, en realidad ocurre lo contrario”. Marx
escribió a este respecto la siguiente nota: “Esta objeción de los economistas
burgueses contra Ricardo fue recogida más tarde por los socialistas. Admitiendo
la exactitud teórica de la fórmula, acusaban a la práctica de estar en
contradicción con la teoría e instaban a la sociedad burguesa a hacer
prácticamente la supuesta deducción de su principio teórico. De este modo,
cuando menos, los socialistas ingleses volvieron la fórmula del valor de cambio
de Ricardo contra la economía política”. En esta misma nota Marx se remite a su
libro Misère de la Philosophie [“Miseria de la Filosofía”],
que por entonces se hallaba en todas partes a la venta.
Rodbertus
tenía, pues, la plena posibilidad de persuadirse de si eran realmente nuevos los
descubrimientos hechos por él en 1842. En Lugar de esto continua proclamándolos
a cada pasó y los considera tan insuperables que ni siquiera se le ocurre
pensar que Marx podía haber hecho por su cuenta deducciones de la teoría de
Ricardo ¡tan bien como lo hiciera el propio Rodbertus! ¡Nada de eso! ¡Lo que
hizo Marx fue “entrar a saco” en sus obras, en las obras de un autor al que el
propio Marx brindara todas las posibilidades para convencerse de que, mucho
antes que los dos, estas deducciones habían sido ya hechas en Inglaterra, por
lo menos, en la forma tosca que aún conservan en el libro de Rodbertus!
Lo arriba
expuesto representa precisamente la más simple aplicación socialista de la
teoría de Ricardo. Esta aplicación ha conducido en muchos casos a Rodbertus,
entre otros, a puntos de vista que van mucho más lejos que los de Ricardo en lo
concerniente al origen y a la naturaleza de la plusvalía. Pero, sin hablar ya
de que todo lo descubierto por él en este orden de cosas había sido ya expuesto
cuando menos tan bien con anterioridad a él, Rodbertus, igual que sus
predecesores, peca de que adopta las categorías económicas —trabajo, capital,
valor, etc.— sin someterlas a crítica, en la forma burda en que fueron
transmitidas en herencia por los economistas, en una forma que resbala por la
superficie de los fenómenos sin investigar el contenido de estas categorías. De
este modo no sólo se cierra toda senda de desarrollo —contrariamente a Marx,
que fue el primero en sacar consecuencias de estos postulados, de los que se
viene hablando desde hace ya 64 años—, sino que, como veremos más adelante, se
abre el camino directo a la utopía.
La susodicha
aplicación de la teoría de Ricardo —a saber: que a los obreros, como únicos
productores efectivos, les pertenece el producto social integro, su producto—
lleva directamente al comunismo. Pero, como indica Marx en las líneas citadas,
esta conclusión es formalmente falsa en el sentido económico, ya que representa
una simple aplicación de la moral a la economía política. Según las leyes de la
economía burguesa, la mayor parte del producto no pertenece a los obreros que
lo han creado. Cuando decimos que es injusto, que no debe ocurrir, esto nada
tiene de común con la economía política. No decimos sino que este hecho
económico se halla en contradicción con nuestro sentido moral. Por eso Marx no
basó jamás sus reivindicaciones comunistas en argumentos de esta especie, sino
en el desmoronamiento inevitable del modo capitalista de producción,
desmoronamiento que adquiere cada día a nuestros ojos proporciones más vastas;
Marx habla sólo del simple hecho de que la plusvalía se compone de trabajo no
retribuido. Pero lo que no es exacto en el sentido económico formal, puede
serlo en el sentido de la historia universal. Si la conciencia moral de las
masas declara injusto un hecho económico cualquiera, como en otros tiempos la
esclavitud o la prestación personal campesina, esto constituye la prueba de que
el hecho en cuestión es algo que ha caducado y de que han surgido otros hechos
económicos, en virtud de los cuales el primero es ya intolerable y no puede
mantenerse en pie. Por consiguiente, en la inexactitud económica formal puede
ocultarse un contenido realmente económico. Este no es el lugar para
extendernos con más detalle acerca del significado y la historia de la teoría
de la plusvalía.
Pero de la
teoría del valor de Ricardo se pueden hacer además, y se han hecho, otras
conclusiones. El valor de las mercancías se determina por el trabajo necesario
para producirlas. Sin embargo, en nuestro mundo pecador las mercancías se
venden, ya por encima, ya por debajo de su valor, y esto no se debe solamente a
las oscilaciones originadas por la competencia. La cuota de ganancia tiene la
tendencia a reducirse a un mismo nivel para todos los capitalistas, de la misma
manera que los precios de las mercancías tienen la tendencia a identificarse
mediante la oferta y la demanda con el valor del trabajo cristalizado en ellas.
Pero la cuota de ganancia se calcula en proporción con todo el capital
desembolsado en una empresa industrial. Y como en dos ramas distintas de
industria el producto anual puede plasmar cantidades idénticas de trabajo y
representar, por tanto, valores iguales dado un mismo nivel de salarios —bien
entendido, sin embargo, que los capitales empleados en una rama pueden ser, y a
menudo lo son, dos o tres veces mayores que en la otra—, la ley del valor de
Ricardo se halla en este caso en contradicción, abierta ya por el mismo
Ricardo, con la ley de la cuota igual de ganancia. Si los productos de ambas
ramas de industria se venden por sus valores, las cuotas de ganancia no pueden
ser iguales; y siendo iguales las cuotas de ganancia, los productos de ambas
ramas no siempre pueden venderse por sus valores. Aquí tenemos, pues, una
contradicción, una antinomia de dos leyes económicas, resuelta de ordinario en
la práctica, a juicio de Ricardo (cap. I, secciones 4 y 5), a favor de la cuota
de ganancia y en perjuicio del valor.
Pero la
definición ricardiana del valor, a pesar de sus fatídicas propiedades, tiene
otro aspecto que la hace ser grata para el buen burgués. Esa definición apela
con empuje irresistible a su sentido de justicia. La justicia y la igualdad de
derechos son los (pilares básicos sobre los que el burgués de los siglos XVIII
y XIX hubiera querido erigir su edificio social después de la destrucción de
las injusticias, desigualdades y privilegios feudales. Mas la determinación del
valor de las mercancías por el trabajo y el libre cambio de productos del
trabajo que se efectúa sobre la base de esta medida del valor entre los dueños
de las mercancías, iguales en derechos, son, como ya lo demostró Marx, los
cimientas reales sobre los que se levanta toda la ideología política, jurídica
y filosófica de la burguesía moderna. Una vez establecido que el trabajo es la
medida del valor de la mercancía, el buen burgués debe sentirse escarnecido
hasta el extremo en sus mejores sentimientos por parte de un mundo inmoral, en
el que de palabra se reconoce esta ley fundamental de la justicia, pero de
hecho, por lo visto, es infringida a cada instante del modo más desvergonzado.
Precisamente el pequeño burgués, cuyo honrado trabajo —aun en el caso de que
sólo sea trabajo de sus oficiales y aprendices— se ve cada día más
desvalorizado por la competencia de la gran industria y de las máquinas;
precisamente este pequeño productor debe aspirar al reinado de una sociedad en
la que el cambio de productos por el valor del trabajo materializado en ellos
sea, al fin, una verdad plena y absoluta. En otros términos, debe aflorar una
sociedad en la que active exclusivamente y sin cortapisas la ley de la producción
mercantil, pero suprimidas las condiciones en las que esa ley puede mantenerse
en vigor, esto es, las leyes restantes de la producción mercantil y, más tarde,
capitalista.
Una prueba
de cuán hondo ha calado esta utopía en la mentalidad del actual pequeño burgués —por su situación o por
sus ideas— nos la ofrece el hecho de que ya en 1831 fue desarrollada
sistemáticamente por John Gray; en la década del 30 se hicieron en Inglaterra
experimentos para llevarla a la práctica y fue ampliamente propagada en el
terreno de la teoría; en 1842 fue .preconizada como novísima verdad por
Rodbertus en Alemania, y en 1846 por Proudhon en Francia; en 1871 fue
nuevamente proclamada por Rodbertus como solución del problema social y, al
mismo tiempo, como su testamento social y en 1884 vuelve a encontrar
partidarios entre la patulea de arrivistas que pretenden utilizar el socialismo
prusiano de Estado, parapetándose tras el nombre de Rodbertus.
La crítica
de esta utopía, dirigida por Marx tanto contra Proudhon como contra Gray (véase
el apéndice de este libro), es tan exhaustiva, que puedo limitarme a hacer aquí
algunas observaciones sobre la forma específica en que Rodbertus fundamento y
expuso la utopía.
Como ya se
ha dicho, Rodbertus recoge las definiciones en boga de los conceptos económicos
tal como los heredó de los economistas. No realiza el menor intento de
investigarlos. El valor, para él, es “la evaluación del objeto en su relación
cuantitativa con los demás objetos, cuando esta evaluación se adopta como medida”.
Esta definición, que, expresándonos con suavidad, es sumamente vacua, nos da en
el mejor de los casos una idea aproximada del valor, pero no nos dice en
absoluto que es el valor. Y como esto es todo lo que Rodbertus puede decirnos
acerca del valor, se comprende que busque la medida del valor fuera del valor.
Después de confundir en el mayor desorden a lo largo de treinta paginas el
valor de uso con el valor de cambio, dando pruebas de una capacidad de
razonamiento abstracto que causa infinito asombro a Adolf Wagner, llega a la
conclusión de que no existe una medida real del valor, razón por la cual es
preciso conformarse con un sustitutivo de medida. Como tal podría servir el
trabajo, pero sólo en el caso de que productos de igual cantidad de trabajo se cambiasen
siempre por productos de igual cantidad de trabajo, independientemente de si
“esto tiene lugar de modo espontáneo o se aplican medidas” para ello. Por
consiguiente, el valor y el trabajo siguen careciendo de todo vínculo real,
aunque el primer capítulo este consagrado todo el a explicar que las mercancías
“cuestan trabajo”, y sólo trabajo, y por qué.
El concepto
de trabajo lo toma también Rodbertus sin discernimiento, tal como figura en los
economistas. Es más, si bien hace una breve alusión a las diferencias en la
intensidad del trabajo, concibe este en su aspecto más general como algo que
“posee valor” y, por consiguiente, mide valor, indistintamente de que el
trabajo se emplee o no en condiciones sociales medias y normales. No se trata
en esa obra de si los productores invierten diez días o uno solo en la
fabricación de un artículo que puede ser preparado en un día, de si emplean
mejores o peores instrumentos, de si aprovechan su tiempo de trabajo con el fin
de producir artículos socialmente indispensables y en la cantidad necesaria
para la sociedad o fabrican artículos de los que no hay demanda alguna o
artículos de los que hay demanda, pero en cantidad mayor o menor de la
requerida; de nada de esto se trata: el trabajo es trabajo, productos de igual
cantidad de trabajo deben cambiarse unos por otros. Rodbertus, siempre
dispuesto en otras cuestiones, venga o no venga a cuento, a adoptar el punto de
vista de la nación en conjunto y a examinar las relaciones entre los
productores desde las alturas del punto de mira general social, en este caso
evita hacerlo, lleno de pusilanimidad. Y, naturalmente, evita hacerlo porque
desde la primera línea de su libro cae de lleno en la utopía de los bonos de
trabajo, y todo análisis de la propiedad que el trabajo tiene de crear valor
atajaría el curso de las ideas del actor con verdaderos arrecifes, haciéndolo
impracticable. El instinto de Rodbertus ha sido esta vez mucho más fuerte que
su capacidad de entregarse a razonamientos abstractos, capacidad que, dicho sea
de paso, sólo se puede descubrir en Rodbertus a condición de poseer una
indigencia mental muy concreta.
El tránsito
a la utopía es obra de un instante. Las “medidas” que garantizan el cambio de
las mercancías por el valor del trabajo cristalizado en ellas, como regla sin
excepciones, no ofrecen obstáculos de ninguna especie. Otros utopistas de la
misma tendencia, desde Gray hasta Proudhon, se estrujaron los sesos para llegar
en sus elucubraciones a idear instituciones públicas encargadas de cumplir este
cometido. Al menos intentaron resolver las cuestiones económicas por vía
económica, fundándose en los actos de los propios dueños de mercancías que
llevan a efecto el cambio. Rodbertus resuelve el problema de un modo mucho más
simple. Como verdadero prusiano, apela al Estado, siendo los poderes públicos
los que decretan la reforma.
Por tanto,
se “constituye” felizmente el valor, pero de ningún modo la prioridad de la
constitución, que es lo que pretende Rodbertus. Por el contrario, Gray y Bray
—como multitud de otros economistas— reiteraron hasta la saciedad mucho antes
que Rodbertus esa misma idea: el piadoso deseo de la adopción de medidas
tendentes a que los productos se cambiasen exclusivamente, siempre y en cada
circunstancia, por el valor del trabajo materializado en ellos.
Una vez que
el Estado ha constituido de este modo el valor, cuando menos de una parte de
los productos —Rodbertus es, además, modesto—, emite sus bonos de trabajo y los
presta a los capitalistas industriales, que pagan con ellos a los obreros, y
estos últimos compran los productos con los bonos de trabajo obtenidos,
reintegrando de tal suerte el papel moneda a su punto de partida. Debemos
escuchar al propio Rodbertus para ver cuan admirablemente se verifica todo
esto.
“Por lo que
atañe a la segunda condición, las medidas necesarias para que en la circulación
sean realmente consignados los valores en los bonos, consisten en que sólo las
personas que hayan proporcionado realmente productos reciban bonos con la
indicación exacta de la cantidad de trabajo empleado en la fabricación de estos
productos. Quien entregue un producto de dos días de trabajo, deberá recibir un
bono en el que figuren “dos días”. Observando con rigor esta regla al efectuar
las emisiones, se deberá cumplir indefectiblemente esta segunda condición.
Como, según nuestra premisa, el valor de los productos coincide siempre con la
cantidad de trabajo empleando en su fabricación, y esta cantidad de trabajo se
mide por las fracciones naturales de tiempo invertido, la persona que entregue
un producto en el que se hayan empleado dos días de trabajo, si recibe un bono
de dos días, se hace con un certificado o una asignación de un valor que no es
ni mayor ni menor que el realmente producido. Y como, además, sólo recibe
ese certificado quien efectivamente ha creado un producto para la circulación,
es indudable también que el valor consignado en el bono existe en realidad para
la satisfacción de las necesidades de la sociedad. Si se observa con rigor esta
regla, por amplia que sea la división del trabajo, la suma de valor
existente debe ser exactamente igual a la suma de valor registrada en los
bonos. Y como la suma del valor certificado es, a la vez, la suma
exacta de los bonos distribuidos, la última suma deberá coincidir
necesariamente con la cantidad de valor existente, y todas las pretensiones
serán satisfechas y liquidadas de un modo justo” (págs. 166, 167).
Si hasta
aquí Rodbertus ha tenido la desventura de llegar siempre tarde con sus
descubrimientos, esta vez, al menos, se le puede atribuir el mérito de una
cierta originalidad: ninguno de sus competidores se había atrevido a expresar
en una forma tan infantilmente ingenua, tan nítida y, por así decirlo, tan
verdaderamente pomeraniana toda la estolidez de la utopía, de los bonos de
trabajo. Como cada bono corresponde a un objeto representativo de valor y, a su
vez, cada objeto de valor es entregado previa presentación del respectivo bono,
la suma de bonos debe ser cubierta constantemente por la suma de objetos de
valor; las cuentas se ajustan sin que haya lugar al menor remanente, la
coincidencia es hasta de segundos de trabajo y ni un sólo contable de la caja
central de la Hacienda pública que haya encanecido tras largos años de servicio
podrá descubrir el menor error de cálculo. ¿Qué más se puede pedir?
En la
moderna sociedad burguesa cada capitalista industrial produce por su cuenta y
riesgo: lo que quiere, como quiere y cuanto quiere. Pero las necesidades
sociales son para él algo ignoto, tanto con respecto a la calidad y el género
de los artículos que se requieren, como en cuanto a su cantidad. Lo que hoy no
puede ser producido con la celeridad debida, mañana puede ser ofrecido en
cantidades muy superiores a las necesarias. Sin embargo, de uno u otro modo,
bien o mal, las necesidades son satisfechas en definitiva y la producción se
encarrila en general hacia los artículos que se precisan. ¿Cómo se resuelve
esta contradicción? Por la competencia? ¿Y cómo consigue resolverla la
competencia? Obligando simple y llanamente a que los precios de las mercancías
no adecuadas en un momento dado por su clase o por su cantidad a las
necesidades de la sociedad desciendan por debajo del valor del trabajo
materializado en ellas, la competencia hace sentir por esta vía indirecta a los
productores que sus artículos no son necesarios o que lo son, pero que han sido
producidos en una cantidad superior a la requerida, en demasía. De aquí se
desprenden dos deducciones.
Primera: que
las continuas desviaciones de los precios de las mercancías con respecto a sus
valores constituyen la condición necesaria en virtud de la cual, y sólo por
ella, puede manifestarse el propio valor de la mercancía. Sólo gracias a las
oscilaciones de la competencia, y por lo mismo de los precios de las
mercancías, se abre paso la ley del valor de la producción mercantil y se
transforma en una realidad la determinación del valor de la mercancía por el
tiempo de trabajo socialmente indispensable. Y aun cuando la forma de
manifestación del valor —el precio— sea .por lo común algo distinta del valor
que ella manifiesta, en tal caso el valor sigue la suerte de la mayoría de las
relaciones sociales. También el monarca es la mayor parte de las veces
completamente distinto de la monarquía que él representa. Por eso, en una
sociedad de productores que intercambian sus mercancías, querer establecer la
determinación del valor por el tiempo de trabajo, prohibiendo que la
competencia realice esta determinación del valor mediante la presión sobre los
precios, es decir, por el único camino por el que esto puede ser logrado, sólo
significa demostrar que, al menos en este terreno, se adolece del habitual
menosprecio de los utopistas por las leyes económicas.
Segunda: en
una sociedad de productores que intercambian sus mercancías, la competencia
pone en acción la ley del valor, inherente a la producción mercantil,
instaurando así una organización y un orden de la producción social que son los
únicos posibles en las circunstancias dadas. Sólo la desvalorización o el
encarecimiento excesivo de los productos muestran de modo tangible a los
diferentes productores que y cuanto se necesita para la sociedad y que no se
necesita. Pues bien, este regulador único es precisamente el que la utopía
representada también por Rodbertus quiere que sea suprimido. Y si preguntamos
ahora que garantías hay de que cada artículo será producido en la cantidad
necesaria y no en una cantidad mayor, que garantías hay de que no habremos de
sentir necesidad de pan y de carne mientras nos vemos aplastados por montones
de azúcar de remolacha y nadando en torrentes de aguardiente de patata, o de
que no sufriremos escasez de pantalones para cubrir nuestras desnudeces,
mientras abundan a millones los botones para tales prendas, Rodbertus nos
remitirá solemne a su famoso ajuste de cuentas, el cual indica que por cada
libra sobrante de azúcar, por cada barril de aguardiente no vendido, por cada
botón no cosido a los pantalones se ha entregado un bono exacto, ajuste de
cuentas en el que todo coincide a la perfección y merced al cual “todas las
pretensiones serán satisfechas y liquidadas de un modo justo”. Y quien no lo
crea puede dirigirse al contable X de la caja central de la Hacienda Pública de
Pomerania, que ha comprobado las cuentas, las ha encontrado en toda regla y
merece plena confianza como hombre que ni una sola vez ha incurrido en un error
de caja.
Fijemos
ahora la atención en la ingenuidad con que Rodbertus piensa suprimir con su
utopía las crisis comerciales e industriales. Cuando la producción mercantil
alcanza las dimensiones del mercado universal, la correspondencia entre la
producción de los diferentes productores, guiados por sus cálculos
particulares, y el mercado, para el cual producen, más o menos desconocido para
ellos en lo que respecta a la cantidad y a la calidad de las necesidades del
mismo, se establece por medio de una tempestad en el mercado mundial, por medio
de la crisis comercial[2]. Impedir que la competencia haga saber a los
diferentes productores el estado del mercado mundial mediante el alza y el
descenso de los precios, equivale a cerrarles los ojos. Organizar la producción
de mercancías de modo que los productores no puedan conocer en absoluto la
situación del mercado para el que producen, es, desde luego, una panacea para
la enfermedad de las crisis que podría envidiar a Rodbertus el propio doctor
Eisenbart.
[2] Así
ha ocurrido, al menos, hasta tiempos recientes. Desde que el monopolio de
Inglaterra en el mercado universal se ve minado más y más por la participación
de Francia, Alemania y, sobre todo, Norteamérica en el comercio mundial, se
perfila, al parecer, una nueva forma de nivelación. El período de prosperidad
general anterior a la crisis no retorna. Si ese periodo no sobreviene, el
estancamiento crónico, aunque con ligeras oscilaciones, deberá ser el estado
normal de la industria moderna.
Ahora se
comprende por qué Rodbertus determina el valor de la mercancía simplemente por
el “trabajo”, admitiendo todo lo más distintos grados de intensidad del mismo.
Si hubiese investigado por medio de qué y cómo el trabajo crea y, por lo tanto,
determina y mide el valor, habría llegado al trabajo socialmente indispensable:
indispensable para cada producto tanto en relación con otros productos de la
misma clase como respecto a la demanda de toda la sociedad. Esto le habría
conducido a examinar cómo se adapta la producción de los diferentes productores
de mercancías a toda la demanda social, y a la vez habría hecho imposible su
utopía. Esta vez ha preferido realmente “abstraerse”, y “abstraerse” ni más ni
menos que apartándose de la esencia misma del problema.
Pasemos, por
último, al punto en que Rodbertus nos ofrece algo efectivamente nuevo, algo que
le distingue de todos sus numerosos correligionarios, partidarios de organizar
la economía mercantil con ayuda de los bonos de trabajo. Todos ellos preconizan
esta organización del cambio con el fin de abolir la explotación del trabajo
asalariado por el capital. Cada productor debe recibir íntegramente el valor
del trabajo materializado en su producto. En esto están de acuerdo todos, desde
Gray hasta Proudhon. De ningún modo —replica Rodbertus—: el trabajo asalariado
y la explotación del mismo deben seguir subsistiendo.
En primer término,
cualquiera que sea la sociedad que concibamos, el obrero no puede recibir para
el consumo el valor íntegro de su producto; el fondo producido deberá subvenir
siempre a los gastos de diversas funciones improductivas en el sentido
económico, pero necesarias, y, por consiguiente, a los gastos de mantenimiento
de las personas encargadas de dichas funciones. Esto es cierto únicamente
mientras exista la actual división del trabajo. En una sociedad en la que se
entronice el trabajo productivo obligatorio para todos —y una sociedad así es
también “concebible”—, eso deja de contar. Pero continuaran siendo necesarios
un fondo social de reserva y un fondo de acumulación, por lo que entonces los
trabajadores, es decir, todos los miembros de la sociedad, poseerán y
disfrutarán, ciertamente, todo su producto, pero cada uno por separado no
disfrutará el “producto íntegro del trabajo”. Otros utopistas de los bonos de
trabajo tampoco han perdido de vista los gastos a descontar del producto del
trabajo para las funciones económicamente improductivas. Pero dejan al arbitrio
de los mismos obreros la autoimposición de las cargas fiscales para este fin
siguiendo los procedimientos democráticos habituales, en tanto que Rodbertus,
que ideó su reforma social en 1842 ajustándose estrictamente al Estado prusiano
de entonces confía esta tarea a la burocracia, que desde las alturas determina
y concede benevolente al obrero la parte que le corresponde de su propio
producto.
En segundo término,
la renta de la tierra y la ganancia deben quedar igualmente intactas. Pues,
como dicen, los terratenientes y los capitalistas industriales también cumplen
determinadas funciones socialmente útiles y hasta necesarias, aunque desde el
punto de vista económico sean improductivas, y bajo la forma de renta de la
tierra y de ganancia reciben por ello una especie de retribución. Como se sabe,
este criterio no era nuevo ni siquiera en 1842. Propiamente hablando, los
terratenientes y los capitalistas industriales reciben hoy en demasía por lo
poco que hacen, que además lo hacen bastante mal, pero Rodbertus necesita una
clase privilegiada por lo menos para los próximos 500 años, razón por la cual
la presente cuota de plusvalía, hablando con exactitud, debe subsistir, pero no
aumentar. Rodbertus fija esta cuota moderna de plusvalía en el 200%, es decir,
por un trabajo diario de 12 horas se les entregará a los obreros no bonos de 12
horas, sino tan sólo de 4, y el valor producido en las 8 horas restantes deberá
repartirse entre el propietario territorial y el capitalista. Por consiguiente,
los bonos de trabajo de Rodbertus son pura mentira. Pero es preciso ser dueño
de fincas señoriales en Pomerania para pensar que la clase obrera pueda
conformarse con trabajar 12 horas y recibir bonos por 4 horas. Traduciendo el
truco de la producción capitalista a este lenguaje ingenuo, aparece como un
robo descarado y se hace imposible. Cada bono entregado al obrero sería un
llamamiento directo a la insurrección y quedaría incurso en el artículo 110 del
Código penal del Imperio germano. Hace falta ser un hombre que no haya visto
jamás otro proletariado que los jornaleros semisiervos de las posesiones
señoriales de Pomerania, donde reinan el látigo y el palo y donde todas las mujeres
hermosas de la aldea forman parte del harén del señor, para pensar que se puede
hacer a los obreros estas únicas propuestas.
Nuestros
conservadores son cabalmente nuestros mayores revolucionarios.
Mas si
nuestros obreros son lo bastante dóciles para dejarse convencer de que en 12
horas de ruda labor no han trabajado en realidad más que 4 horas, en recompensa
se les garantiza por los siglos de los siglos que su participación en su propio
producto nunca será inferior a un tercio. Esto no es otra cosa que música del
futuro, interpretada con una trompeta de juguete y de la que no vale la pena
ocuparse. Así, pues, todo lo nuevo que Rodbertus ha aportado a la utopía del
cambio mediante los bonos de trabajo, es infantilismo puro y por su
significación queda muy por debajo de todo lo que han escrito sus numerosos
colegas antes y después de él.
En el
momento en que vio la luz el trabajo de Rodbertus Zur Erkenntnis,
etc., fue sin duda un libro notable. Su desarrollo de la teoría ricardiana del
valor en un sentido constituía un comienzo muy prometedor. Aunque ese
desarrollo sólo era nuevo para él y para Alemania, en general está a la misma
altura que las obras de sus mejores predecesores ingleses. Pero esto no era
sino el comienzo, a partir del cual se podía contribuir con una aportación
efectiva a la teoría únicamente a base de un ulterior trabajo fundamental y
crítico. Esta vía posterior se la cerró el mismo, cuando desde el primer
momento se puso a desarrollar la teoría de Ricardo en otro sentido, en el de la
utopía. Así perdió la primera condición de toda crítica: la ausencia de un
criterio preconcebido. Antes había trabajado sin ataduras que le ligasen a un
objetivo trazado previamente, pero luego se convirtió en un economista
tendencioso. Una vez prisionero de su utopía, se privó de toda posibilidad de
progreso científico. Desde 1842 hasta el fin de sus días, Rodbertus no hace
otra cosa que dar vueltas y más vueltas en torno a lo mismo, repite sin cesar
las mismas ideas expresadas o apuntadas ya en su primera obra, se siente
incomprendido, se ve saqueado donde nada había que saquear y, por último, no
sin intención, se niega a comprender que ha vuelto a descubrir lo que en
realidad estaba ya descubierto hacia mucho tiempo.
En algunos
lugares, la traducción alemana se diferencia del original francés impreso. Esto
obedece a las enmiendas hechas por Marx de su puño y letra, enmiendas que
también serán introducidas en la nueva edición francesa.
No es
preciso llamar la atención de los lectores sobre la circunstancia de que los
términos empleados en esta obra no coinciden del todo con la terminología
de El Capital. Por ejemplo, en vez de fuerza de trabajo (Arbeitskraft),
en este libro se habla todavía de trabajo (Arbeit) como
mercancía, de la compra y venta de trabajo.
Como
complemento de la presente edición figuran: 1) un fragmento de la obra de
Marx Contribución a la crítica de la Economía política. Berlín,
1859, sobre la primera utopía del cambio mediante bonos de trabajo, ideada por
John Gray, y 2) la traducción del discurso de Marx sobre el libre cambio,
pronunciado en Bruselas (1848), que se remonta al mismo período del desarrollo
de Marx al que pertenece la Misère [“Miseria de la Filosofía].
Federico
Engels
Londres, 23
de octubre de 1884.
[2] Así ha ocurrido, al menos,
hasta tiempos recientes. Desde que el monopolio de Inglaterra en el mercado
universal se ve minado más y más por la participación de Francia, Alemania y,
sobre todo, Norteamérica en el comercio mundial, se perfila, al parecer, una
nueva forma de nivelación. El período de prosperidad general anterior a la
crisis no retorna. Si ese periodo no sobreviene, el estancamiento crónico,
aunque con ligeras oscilaciones, deberá ser el estado normal de la industria moderna.