Juan
Ignacio Ramos
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En realidad, el
Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo
mismo en la república democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de los
casos, es un mal que se transmite hereditariamente al proletariado triunfante
en su lucha por la dominación de clase.
El proletariado victorioso, lo mismo que hizo en la Comuna, no
podrá por menos de amputar inmediatamente los lados peores de este mal,
entretanto que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas
y libres, pueda deshacerse de todo este trasto viejo del Estado.
Federico Engels, en el
vigésimo aniversario de la Comuna de París,
Londres, 18 de marzo de 1891.
La historia de los años treinta en el Estado español es la
crónica de la revolución proletaria y la contrarrevolución burguesa. Todos
los acontecimientos que se sucedieron desde los años veinte y que
cristalizaron en la guerra civil —la forma más aguda que puede adoptar la
lucha de clases— ponían de manifiesto los intereses irreconciliables de
capitalistas y terratenientes, de la casta militar y eclesiástica con los de
millones de campesinos y proletarios. Todos los regímenes políticos que se
sucedieron, estaban condicionados por este hecho.
La burguesía buscó desesperadamente, en todo este período
histórico, formas de dominación que le permitiesen contener la marea
revolucionaria que se les venía encima. Lo intentaron primero con la
dictadura de Primo de Rivera y, posteriormente, sacrificando la odiada
monarquía de Alfonso XIII por la República; pero a lo que nunca renunciaron,
y ahí radicaba el problema esencial, fue a mantener la mano firme sobre sus
propiedades, sobre la tierra, las fábricas y la banca, a imponer a los
trabajadores y los campesinos famélicos su régimen de explotación, sus
jornales de miseria y hambre, sus jornadas de sol a sol. Apoyándose en la
Iglesia católica y la casta militar, la oligarquía española no pretendía
renunciar a ninguno de sus privilegios y era consciente, sobradamente
consciente, que ello le llevaba a un enfrentamiento decisivo con el
movimiento obrero.
La clase dominante española toleró las formas democráticas como un
mal menor, siempre y cuando el poder económico, y por tanto el político,
siguiesen estando firmemente bajo su control. En la medida que el traje del
parlamentarismo democrático burgués fue incapaz de servir a este objetivo, la
burguesía no vaciló en desprenderse de él y adoptar los métodos del golpe
militar, la guerra civil y el fascismo. Toda la palabrería acerca de la
democracia, libertades cívicas, elecciones, sufragio universal, fue arrojada
al basurero y reemplazada por otras más afines: cruzada anticomunista, orden,
propiedad, patria, censura, cárceles, fusilamientos...
La experiencia histórica de la revolución española demostró que
ningún régimen político puede sustraerse de las relaciones sociales de
producción que lo condicionan y determinan su naturaleza. La República proclamada el
14 de abril de 1931 no trastocó los límites de la propiedad capitalista. Como reflejo del
ascenso de la lucha de clases y de las enfermedades que corroían al
capitalismo español, la República despertó las esperanzas de una vida mejor
para millones de personas oprimidas durante generaciones. Las ilusiones en la
democracia y en un cambio fundamental en sus condiciones de existencia,
florecieron en todos los rincones del país. Pero estas ilusiones no tardaron
mucho en marchitarse. Para los oprimidos del campo y la ciudad, la República
no trajo grandes cambios en sus condiciones de vida, mientras mantenía lo
esencial del dominio terrateniente y capitalista de la sociedad.
El primer gobierno de conjunción republicano-socialista dio
paso, tras las elecciones de noviembre de 1933, a otro de los radicales de
Lerroux cuya política, en realidad, la dictaban los diputados de la CEDA
(Confederación Española de Derechas Autónomas).
El agrupamiento derechista de la burguesía española liderado por
Gil Robles, consciente de la irremediable escalada del movimiento obrero y la
incapacidad de la República para contenerla, desbrozó el camino para imponer
un régimen de corte fascista que aplastase a las organizaciones obreras y la
capacidad combativa del proletariado. Toda la obra contrarrevolucionaria
cedista tanto en el terreno legislativo como en la realidad de la lucha de
clases, encontraba su sintonía con el triunfo de Hitler en Alemania y Dolffus
en Austria. La amenaza de un triunfo similar en el Estado español era tan
real como reales eran los discursos de Gil Robles y otros destacados líderes
de la CEDA a favor de un régimen de ese tipo.
La insurrección obrera del 5 de octubre de 1934 vino a cortar esta
perspectiva de consolidar un Estado fascista mediante la utilización de los
mecanismos del parlamento burgués. Fue la insurrección armada en Asturias y
el frente único de la izquierda a través de las Alianzas Obreras, lo que
desbarató todos los planes de la CEDA. Sin este ensayo previo, difícilmente puede
entenderse la resistencia al fascismo con las armas en la mano durante los
tres años de guerra civil y revolución social, una diferencia cualitativa con lo acontecido
en Italia, Alemania o Austria.
El fin del régimen monárquico
La historia de España hasta 1931 había estado caracterizada por
siglos de continua, lenta e inexorable decadencia, marcada por periódicas y
aisladas sublevaciones campesinas y un asfixiante control de todas las
esferas del poder por parte de la monarquía y los terratenientes. Incapaz de llevar a cabo
una revolución burguesa como en Francia o Gran Bretaña, la clase dominante
española era un conglomerado formado por la vieja aristocracia nobiliaria
(que nutría la clase terrateniente), la burguesía agraria y comercial del
centro y sur de España, vinculada por todo tipo de negocios y chanchullos con
la anterior, y una débil burguesía industrial que participaba cómodamente de
los privilegios económicos que este estado de cosas le proporcionaba. En la
historia del siglo XIX el papel de la burguesía se redujo a la búsqueda permanente
de acuerdos y coaliciones con las viejas clases del pasado feudal. La compra
de grandes extensiones de tierra, de títulos de nobleza y los matrimonios con
la aristocracia fueron la práctica común de los burgueses, y nuevos lazos de
unión se forjaron en negocios comunes. Por otra parte la alta burguesía
financiera que empezaba a despegar en Euskadi o la burguesía industrial de
Catalunya, adquirieron posiciones en el gobierno central, sustentando las
formas antidemocráticas del viejo régimen que tan bien les servían para
explotar sus negocios.
La Primera Guerra Mundial proporcionó la oportunidad de
abastecer los mercados europeos y el despegue de la producción y la
exportación, especialmente agraria y textil. No obstante, los beneficios
reportados por esta coyuntura no significaron grandes cambios en la
estructura económica del país: Las infraestructuras siguieron manteniéndose
en un estado deficiente y el aparato productivo apenas registró mejoras
cualitativas. Los beneficios fueron consumidos suntuariamente y fortalecieron
aún más el carácter atrasado y rentista de la clase dominante española. Sin
embargo, el desarrollo de nuevos centros y regiones industriales creó una
nueva correlación de fuerzas, y favoreció la aparición de un proletariado
joven y dinámico que pronto empezó a jugar un importante papel. En ese
contexto,
la crisis generada tras el fin de la Primera Guerra Mundial y la influencia
poderosa de la Revolución Rusa de octubre de 1917, provocaron el ascenso de
la lucha de clases, tanto en el campo como en la ciudad: fue el llamado
trienio bolchevique.
La polarización social en el país aumentó considerablemente. En 1917 se convocó la
primera huelga general en el Estado español, duramente reprimida, pero que mostró las
débiles bases materiales para estabilizar un régimen democrático burgués.
Finalmente, la burguesía volvió a utilizar el recurso habitual: instaurar una
nueva dictadura militar.
La dictadura de Primo de Rivera intentó ocultar los crímenes del
colonialismo español en Marruecos y los desastres militares (como el de
Annual) al tiempo que amparaba los intereses de los grandes capitales y el
proteccionismo con una reglamentación económica rígida y de altos aranceles.
La dictadura aspiraba a un régimen corporativo, similar al existente en la Italia
mussoliniana. La represión feroz del movimiento obrero organizado, centrado
especialmente en el combate a la CNT, el aplastamiento de las luchas obreras,
la organización del terrorismo patronal y una legislación laboral
reaccionaria fueron, entre otros, rasgos distintivos de la dictadura. La colaboración de los
dirigentes de la UGT y del PSOE con el régimen de Primo de Rivera, sustentada por la
política posibilista de los dirigentes socialistas españoles con Pablo
Iglesias a la cabeza, no evitó que, finalmente, la dictadura se enfrentase a
un movimiento creciente de descontento. "El régimen de la
dictadura" escribía Trotsky, "que ya no se justificaba, a ojos de
las clases burguesas, por la necesidad de aplastar de inmediato a las masas
revolucionarias, representaba al mismo tiempo, un obstáculo para las
necesidades de la burguesía en los terrenos económico, financiero, político y
cultural. Pero la burguesía ha eludido la lucha hasta el final: ha permitido
que la dictadura se pudriera y cayera como una fruta madura". La
monarquía, decisivamente comprometida con la dictadura, sufrió el mismo
destino que ésta.
La proclamación de la República
En la crisis del régimen monárquico pesaron más los intereses de
clase de la burguesía que el mantenimiento de una reliquia política heredada
del pasado pero inservible para la nueva situación. Este fenómeno no supone
ninguna novedad. Durante la revolución rusa de febrero de 1917, muchos de los
políticos más venales y comprometidos con el zarismo, observando el colapso
del régimen y el empuje de las masas, no dudaron en abrazar el nuevo régimen
republicano para salvar el pellejo y seguir manteniendo el poder en sus
manos. Lo mismo ocurriría en los años de la llamada transición española,
cuando centenares de destacados prohombres de la dictadura franquista se
convirtieron, obligados por las circunstancias, en demócratas de toda la
vida.
Tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera, el jefe del
cuarto militar de Alfonso XIII, Berenguer, fue encargado de salvar la monarquía
y de paso a la oligarquía. En el mes de febrero de 1930 el nuevo gobierno
militar estaba conformado con representantes de la aristocracia, el clero y
el ejército. Pero esta prolongación formal de la vida del régimen no ocultó
su crisis terminal.
En las filas de la burguesía las divergencias sobre el rumbo de
los acontecimientos crecían día a día. Como siempre ocurre en estos períodos
de crisis, un sector abogaba por la represión y el palo, mientras otro, el más sutil
e inteligente se inclinaba por la reforma. A su manera, ambos sectores tenían razón y
se equivocaban. Las concesiones políticas provocarían un auge del movimiento
reivindicativo, y el mantenimiento de la opción represiva tampoco resolvería
la crisis y la contestación social. Ante la gravedad que adoptaban los
acontecimientos, una mayoría de los políticos burgueses del régimen se
inclinaban por calmar a las masas respaldando una salida "democrática". De esta manera individuos que habían desarrollado su carrera
política reprimiendo las luchas obreras y sirviendo fielmente a la monarquía
se convirtieron de la noche a la mañana en republicanos y demócratas. Individuos como Miguel
Maura o el ex ministro monárquico Niceto Alcalá Zamora juraron su adhesión a
la República. Otros muchos siguieron su camino.
Paralelamente el movimiento de oposición que se extendía entre
la clase trabajadora contagiaba a sectores cada vez más amplios de la pequeña
burguesía y los estudiantes. Siguiendo una tradición muy arraigada, la política
colaboracionista y vacilante de los principales líderes del PSOE y la UGT
permitió a los representantes de la pequeña burguesía republicana hacerse con
el protagonismo del momento y asumir la iniciativa. Para los teóricos del
PSOE la tarea central del movimiento consistía en aupar al poder a las
fuerzas republicanas para acabar con los vestigios de la sociedad feudal y
liquidar políticamente la monarquía, estableciendo un régimen parlamentario y
constitucional. La cuestión del poder de las fábricas o la tierra quedaba en
segundo término.
Paralelamente, la UGT y la CNT participaban en gran número de
huelgas pero sus direcciones no tenían una visión clara de los
acontecimientos. Los líderes anarcosindicalistas, imbuidos de prejuicios
antipolíticos, actuaron en la práctica de forma similar a los líderes
socialistas que difundían la colaboración con los republicanos.
Las ilusiones de los líderes socialistas
en la revolución democrático- burguesa eran tantas que la alianza con los
partidos republicanos se profundizó y cristalizó en el llamado Pacto de San
Sebastián, en el que se acordó un plan de acción para proclamar la República
y constituir un gobierno provisional.
Los dirigentes del PSOE en colaboración con los republicanos,
confiaron en los mandos militares para el pronunciamiento, en lugar de organizar y
preparar militarmente la insurrección en las fábricas, tajos y latifundios. Este método
conspirativo, que tanto gustaba a Indalecio Prieto, buscando la participación
de la oficialidad en lugar de la acción organizada de las masas de la clase
obrera, tendría consecuencias funestas en octubre del 34.
Para organizar el pronunciamiento, se estableció un Comité
Ejecutivo con Alcalá Zamora, Miguel Maura, Indalecio Prieto, Manuel Azaña. El
movimiento obrero no pasaría de tener un papel auxiliar en los planes
trazados por la inteligencia republicano-socialista. Los líderes de UGT y
PSOE, incluso de CNT se limitaron a obedecer las decisiones de ese Comité
Ejecutivo sin proponer ninguna acción independiente. Aún así las huelgas
generales crecían en cantidad y calidad, en Barcelona, San Sebastián,
Galicia, Cádiz, Málaga, Granada, Asturias, Vizcaya.
Por si había duda de los objetivos del movimiento, Manuel Azaña
lo aclaró en el mitin del 28 de octubre en la plaza de toros de las Ventas de
Madrid: "una república burguesa y parlamentaria tan radical como los
republicanos radicales podamos conseguir que sea". Finalmente el Comité
Ejecutivo salido del Pacto de San Sebastián, transformado en el mes de
octubre en Gobierno Provisional de la República, fijó la fecha del alzamiento
contra la monarquía para el 15 de diciembre. La falta de determinación de los
dirigentes, de coordinación, la ausencia de una ofensiva obrera en las
ciudades —escenario que guardaba muchas similitudes con lo acontecido en las
jornadas del 5 y 6 de octubre de 1934—, condenó el pronunciamiento al
fracaso.
A pesar de todo, las perspectivas del régimen monárquico eran
malas. Carente de base social, incapaz de contener la radicalización de las
capas medias y el movimiento obrero, Berenguer propuso a comienzos de 1931 la
celebración de elecciones legislativas, propuesta rechazada por el movimiento
obrero y los líderes republicanos y también por los sectores más perspicaces
de la burguesía que no estaban dispuestos a prolongar la agonía del régimen. La dictablanda de Berenguer, entró en crisis
definitiva. El rey, acosado, intentó remontar la situación con un gobierno
urdido por el conde de Romanones, gran terrateniente y plutócrata. El nuevo
gobierno presidido por el almirante Aznar sólo escribió el epitafio de la
odiada monarquía.
En este contexto de extrema polarización, amplios sectores de la
burguesía comprendían que el final de la monarquía era cuestión de muy poco.
El gobierno acosado intentó ganar tiempo convocando para el 12 de abril
elecciones municipales, con la esperanza de contener el movimiento de la oposición
y lograr el apoyo de los sectores republicanos al establecimiento de una
monarquía constitucional. Pero ya era tarde. Las ansias de acabar de una vez
por todas con la monarquía, de alcanzar las libertades democráticas,
contagiaban a toda la sociedad. Incluso la CNT afectada por esta situación,
no pudo impedir que miles de militantes votaran a las candidaturas de la
conjunción republicano-socialista.
A pesar del fraude electoral y la intervención de los caciques
monárquicos en las zonas rurales, el triunfo de las candidaturas
republicano-socialistas fue masivo en las grandes ciudades. El delirio de las
masas se desató en las principales capitales y ciudades del país, donde la
República fue proclamada en los ayuntamientos. En Barcelona Luis Companys, elegido
concejal, proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento. En Madrid,
miles de trabajadores venidos de todos los rincones llenaban la Plaza Mayor,
la Puerta del Sol, todo el centro de Madrid. Finalmente, el gobierno
provisional republicano entró en la sede de Gobernación y a las ocho y media
de la noche, Alcalá Zamora proclamó la República.
Mucho se ha escrito sobre el carácter de la República española.
Para cualquiera que quiera entender las contradicciones que se desarrollaban
en los años treinta, lo cierto fue que la burguesía no tuvo más remedio que
ceder el paso a la República, tratando de ganar tiempo y poder reestablecer
una correlación de fuerzas más favorable para sus intereses. La dictadura del capital
se puede envolver en formas políticas aparentemente diferentes, siempre que
garanticen el dominio de la burguesía sobre el conjunto de la sociedad. Obviamente, los marxistas
preferimos la república democrática a la dictadura policial o militar. Pero
esta preferencia no es el producto de ningún fetiche hacia las formas
políticas burguesas, ni ninguna concesión al cretinismo parlamentario, tan
común en los dirigentes reformistas del movimiento obrero. La razón de esta
preferencia es bien sencilla: en un régimen formalmente democrático es más
fácil hacer propaganda, agitar por las ideas del socialismo científico, y las
oportunidades para la organización revolucionaria de los trabajadores son
mayores.
Aunque la República española de 1931 podía presentar estas
ventajas democráticas, incluida la elección parlamentaria del presidente de
la República, el régimen social en el que se basaba era el mismo que
sustentaba a la monarquía alfonsina: la sociedad capitalista. Como Largo
Caballero afirmó en no pocas ocasiones, repúblicas hay muchas pero a los trabajadores sólo nos
interesa la república socialista, aquella que refleja un cambio radical en las
relaciones de propiedad a favor de los oprimidos. Para la burguesía se
trataba en cambio de modificar el régimen político y garantizar lo esencial:
el dominio económico que le permitiese explotar a millones de campesinos y
trabajadores y garantizar sus privilegios.
La historia de la insurrección del 34 tiene mucho que ver con lo
anterior. Aunque la forma política republicana se mantenía, eso no impedía a
la burguesía lanzar una ofensiva generalizada contra los trabajadores y sus
organizaciones. Vale la pena recordar este
hecho para aquellos que desde la izquierda, incluso desde posiciones
presuntamente marxistas, colocan la reivindicación de república como la
consigna central para la clase obrera y la juventud. Una república, por muy
democrática y avanzada que sea, si mantiene intacto y ampara el dominio
económico de la clase capitalista se convertirá en un régimen hostil a los
trabajadores y sus intereses. El ejemplo de la república francesa, la república alemana o la
república de los Estados Unidos es bastante elocuente.
La burguesía española se sumó al carro del republicanismo
sembrando todo tipo de ilusiones entre la población, ilusiones democráticas
que también reflejaban el ansia de liberación social de las masas. En la imaginación de
millones de oprimidos triunfó la convicción de que la República traería
reforma agraria, buenos salarios, fin del poder de la Iglesia, derecho de autodeterminación… Pero la burguesía tenía
planes muy diferentes.
"El gobierno provisional republicano", explica Manuel
Tuñón de Lara, "preocupado hasta la exageración por las formas del derecho y el
mantenimiento de las esencias liberales, fijó el reconocimiento de la
libertad de conciencia y culto, del derecho sindical y del derecho de propiedad
como piezas esenciales, así como el sometimiento de los actos
gubernamentales a las cortes constituyentes... España se encontraba en el
umbral de un régimen de democracia liberal, mantenedor del orden social
basado en la propiedad privada de los medios de producción y circulación, es
decir, lo que suele llamarse un régimen de democracia burguesa"1.
Con este punto de partida, la experiencia del gobierno de
coalición republicano-socialista y el triunfo del fascismo en Europa fueron
las mejores escuelas para que el proletariado español fuese sacando
conclusiones revolucionarias, en un proceso de radicalización ascendente.
Revolución democrático-burguesa
En el panorama político de 1931, el PSOE y la UGT constituían,
junto con la CNT, los destacamentos más importantes del proletariado y el
campesinado español.
En el caso de la CNT su tradición revolucionaria la había
colocado en el punto de mira de la represión durante décadas. Este hecho
unido a la política de colaboración de clases practicada por los dirigentes
del PSOE y la UGT, había permitido a la CNT agrupar a miles de trabajadores
que se consideraban revolucionarios y luchaban honestamente por el
derrocamiento del capitalismo. Como organización de masas, la CNT no pudo
evitar que los acontecimientos de la lucha de clases penetraran en sus filas y
afectaran a sus cuadros militantes, poniendo en serias dificultades el
control anarquista sobre la organización.
La revolución bolchevique de 1917 conmovió profundamente las
bases de la CNT, y en general del movimiento anarquista y anarcosindicalista
en todo el mundo. Una capa muy amplia de la militancia y de los cuadros
dirigentes atraídos por la revolución rusa oscilaron hacia el comunismo. Este hecho quedó reflejado
en la afiliación temporal de la CNT a la Internacional Comunista. Sin embargo, las
debilidades políticas del comunismo español y la degeneración burocrática de
la Tercera Internacional favorecieron el predominio del ideario anarquista, lleno
de prejuicios hacia la participación en política y cegado por una visión
putschista de la insurrección. Todas las debilidades políticas del anarquismo
español se pusieron de manifiesto en la República, y de forma destacada
durante la insurrección proletaria de octubre del 34.
El PSOE y la UGT representaban la otra pata del movimiento de
masas de la clase obrera española. En el caso del PSOE la tradición política de
colaboración de clases y preservación de la organización a costa de lo que fuese,
estaba muy arraigada en la práctica de Pablo Iglesias. El pablismo nunca
realizó grandes aportaciones teóricas al movimiento socialista, era más bien
una visión local de la política desarrollada en Francia por Guesde y por la
socialdemocracia alemana. Compartía por tanto lo esencial de la tradición política dominante
en la Segunda Internacional: una verborrea marxista para los discursos de celebración
(Primero de Mayo, Congresos, etc) y una práctica política basada en la
colaboración de clases con la burguesía. El carácter reformista de la
dirección socialista fue puesto a prueba durante los años de la dictadura de
Primo de Rivera. En ese período la actuación de los líderes del PSOE siguió
el mismo método aducido por la socialdemocracia alemana o francesa en su capitulación
ante la carnicería imperialista de la Primera Guerra Mundial. La colaboración
con la burguesía se justificaba por la preservación de las organizaciones
obreras pero, en la práctica, lo que se lograba era la subordinación de la
política socialista a los intereses de la clase imperialista. Los principales
líderes del PSOE siempre mantuvieron un discreto papel en las polémicas que
recorrieron la Internacional. Alineados
con el sector de derechas frente a las posiciones de Rosa Luxemburgo o Lenin, se enfrentaron a la
revolución rusa de 1917 con desconfianza y rechazo. Al igual que ocurriera en
la CNT, una organización de masas como el PSOE no pudo sustraerse del impacto
del triunfo del octubre soviético y en sus filas germinaron pronto las
semillas del comunismo. Las sucesivas escisiones que sufrieron tanto las
Juventudes Socialistas (JJSS) como el PSOE por parte de los simpatizantes
terceristas de la Revolución Rusa dieron lugar a los primeros embriones del
comunismo español que culminaron finalmente en el Partido Comunista de España
(PCE).
En 1931, todos los dirigentes socialistas coincidían en afirmar el carácter
burgués del movimiento revolucionario que acabó con la monarquía. La burguesía española
tendría la oportunidad al fin, de llevar a cabo las transformaciones
democráticas que en Inglaterra, Francia o Alemania se habían realizado en el
siglo XVII y XVIII: La reforma agraria con la destrucción de la vieja
propiedad terrateniente, y la creación de una clase de pequeños propietarios
agrícolas; la separación de la Iglesia y el Estado, estableciendo el carácter
laico y aconfesional de la República y terminando con el poder económico e
ideológico del clero; el desarrollo de un capitalismo avanzado que pudiese
competir en el mercado mundial, creando un tejido industrial diversificado y
una red de transportes moderna; la resolución de la cuestión nacional,
concediendo la autonomía necesaria a Catalunya, Euskadi y Galicia, e integrando
al nacionalismo en la tarea de la construcción del Estado; la creación de un
cuerpo jurídico que velara por las libertades públicas, de reunión, expresión
y organización, sin las cuales era imposible dar al régimen su apariencia
democrática. En definitiva el programa clásico de la revolución
democrático-burguesa.
En este esquema formal de la revolución democrático-burguesa que
antecedía obligatoriamente a la revolución socialista, el proletariado y su
dirección tenían que subordinarse ante la burguesía en su lucha por
modernizar el país. Asegurando el triunfo de la burguesía democrática se
establecerían las condiciones, en un período largo de desarrollo capitalista,
para el fortalecimiento de las organizaciones obreras y su poder dentro de
las instituciones políticas y económicas del nuevo régimen: parlamento,
ayuntamientos, tribunales, cooperativas, empresas...
En realidad este planteamiento ideológico se basaba en la
tradición reformista de la Segunda Internacional, y fue contestada por el ala
marxista representada por Rosa Luxemburgo, en Alemania y Lenin y Trotsky en
Rusia. Para los marxistas esta
forma de presentar la cuestión falseaba tanto las condiciones materiales del
desarrollo capitalista, como la propia estructura de clases de la sociedad.
En el caso de Rusia, al igual que en el Estado español y en
todas las naciones de desarrollo capitalista tardío, las relaciones de
producción capitalistas habían surgido sobre un substrato socioeconómico
atrasado, adoptando un desarrollo desigual y combinado. Es decir, al tiempo
que integraba relaciones de propiedad heredadas del pasado feudal, como el
latifundio, de las que se desprendían formaciones sociales extremadamente
atrasadas en el campo (donde malvivían en la miseria millones de campesinos
famélicos frente a una clase de terratenientes privilegiados), también
manifestaba rasgos muy avanzados: concentración del proletariado industrial
en grandes fábricas, aplicación de las últimas tecnologías en numerosas ramas
de la producción, y la inclusión de estas economías atrasadas en el mercado
mundial. Por otra parte, tanto en Rusia como en el Estado español era
evidente el carácter dependiente de la burguesía nacional del capital
exterior. Éste colonizaba una buena parte de la actividad económica del país
a través de la inversión directa y de los empréstitos que contraía el Estado
con el capital foráneo (fundamentalmente inglés, francés y alemán),
necesarios para acometer la mayoría de las obras de infraestructura.
Como la experiencia histórica atestigua, la burguesía de estos
países, en los asuntos que afectaban fundamentalmente a sus intereses de
clase, formaba un bloque con el antiguo régimen autocrático o monárquico. Por tanto, la consideración
de los marxistas en este punto no deja lugar a dudas: la burguesía liberal
tenía un carácter profundamente contrarrevolucionario y sería incapaz de
liderar consecuentemente ni siquiera la lucha por las demandas democráticas.
Esta postura fue reivindicada por los hechos en la revolución
rusa de 1905 y posteriormente en la de 1917. Sólo la clase obrera aliada del
campesinado pobre podría llevar a cabo la liquidación de los vestigios del
viejo régimen feudal. Pero, la conquista de la democracia, la reforma agraria —el
talón de Aquiles de la sociedad rusa de 1917 o la española de 1931—, la resolución del
problema nacional y la mejora de las condiciones de vida de las masas, eran
incompatibles con la existencia del capitalismo. Las tareas democráticas
enlazaban con las socialistas: la expropiación de la burguesía nacional y de
sus aliados, los terratenientes y los capitalistas de los países avanzados,
se tornaba en condición necesaria para el avance de la sociedad. Este
programa hizo posible la Revolución de Octubre en Rusia, la primera
revolución obrera triunfante en la historia.
Gobierno de conjunción republicano-socialista
Pronto quedaron claros los límites del primer gobierno de
conjunción republicano socialista. La estructura de clases de la sociedad
española de 1931 muestra la gran polarización de la misma y los límites de
cualquier política que no atacara las causas materiales de tantos siglos de
opresión. Aproximadamente
el 70% de la población se concentraba en el medio rural, la mayoría en
condiciones penosas, afectadas por hambrunas periódicas entre cosecha y
cosecha. Dos tercios de la tierra estaban en manos de grandes y medianos
propietarios. En la mitad sur el 75% de la población tenía el 4,7% de la
tierra mientras el 2% poseía el 70%. Los que las explotaban, pues el 38% de la tierra
cultivable permanecía sin cultivar, lo hacían con mano de obra jornalera y
sueldos de miseria de dos o tres pesetas diarias. En el mejor de los casos
los jornaleros de Andalucía y Extremadura estaban en paro de 90 a 150 días al
año2.
La posición de la agricultura en la economía nacional era
predominante. Aportaba el 50% de la renta nacional y constituía dos tercios
de las exportaciones. Los métodos de explotación eran muy primitivos y la
existencia de una gran población jornalera hacía que los terratenientes
obviasen la introducción de maquinaria moderna. La pequeña propiedad agraria
de menos de 10 hectáreas de superficie, alcanzaba las 8.014.715 de hectáreas;
las medias y grandes fincas de más de 100 hectáreas, ocupaban casi 10
millones de hectáreas. En el centro, sur y oeste de la península más de 2
millones de jornaleros malvivían en condiciones de extrema explotación.
La burguesía no tenía intereses contrapuestos a los del
terrateniente, por el hecho de que el burgués y el terrateniente en la
mayoría de las ocasiones eran el mismo individuo. El conde de Romanones, era
uno de los grandes terratenientes del Estado español, cuyas propiedades se
extendían por Guadalajara y toda Castilla la Mancha, pero además era
concesionario de la producción de mercurio, principal accionista de las minas
del Rif, de las de Peñarroya, de los ferrocarriles, presidente de Fibras
Artificiales SA. Esta era la composición de la clase dominante. ¿Dónde estaba pues, la
burguesía nacional progresista aliada del proletariado en la etapa de la
revolución democrática? Sencillamente no existía.
El capital industrial y financiero estaba muy concentrado. Las grandes familias,
no más de 100, poseían la parte fundamental de la propiedad agraria,
industrial y bancaria. Por otra parte el capital extranjero había penetrado
extensamente en la economía española y dominaba sectores productivos y de las
comunicaciones de carácter estratégico para el desarrollo del país.
La clase dominante contaba con firmes aliados en el clero y el
ejército. En
1931, según datos obtenidos de una encuesta elaborada por el gobierno,
integraban el clero 35.000 sacerdotes, 36.569 frailes y 8.396 monjas que
habitaban en 2.919 conventos y 763 monasterios. Pero estos datos eran en
realidad muy incompletos puesto que 7 diócesis de las 55 existentes se negaron
a elaborar la encuesta. Las cifras podrían rondar los 80.000-90.000 miembros
del clero secular y regular en 1931. Sin embargo, el número de personas que se
englobaba en la calificación profesional de "culto y clero" dentro
del censo general de población de 1930 era de 136.181. El mantenimiento de este
auténtico ejército de sotanas, consumía una parte muy importante de la
plusvalía extraída a la clase obrera y a los jornaleros. El
presupuesto de la Iglesia católica ascendía en 1930 a 52 millones de pesetas,
y sus miembros más destacados vivían un lujoso tren de vida. El cardenal
Segura tenía una renta anual de 40.000 pesetas; el de Madrid-Alcalá, 27.000;
los obispos disponían de sueldos que oscilaban entre 20.000 y 22.000 pesetas
al año.
La Iglesia era un auténtico poder económico, y actuaba como tal
en el mantenimiento del orden social. Según datos del Ministerio de Justicia de 1931,
la Iglesia poseía 11.921 fincas rurales (era la primera terrateniente del
país), 7.828 urbanas y 4.192 censos. El valor declarado de dichas fincas y bienes
era de 76 millones de pesetas y su valor comprobado de 85 millones —pero los
peritos encargados del catastro lo evaluaron en 129 millones—. A esto hay que
añadir los patronatos eclesiásticos dependientes de la corona (cuyo capital
representaba 667 millones), y los títulos de renta al 3% concedidos a la
Iglesia como "compensación" por la desamortización del siglo
anterior. Pero había más. Respecto a las congregaciones religiosas, la única
estadística hecha en 1931 que se refería tan sólo a la provincia de Madrid,
dio un valor de 54 millones en fincas urbanas y 112 millones en las rurales.
La Iglesia representaba para millones de hombres y mujeres el
poder que los condenaba a una existencia miserable. La furia de la
población contra el poder eclesiástico, contra el terrateniente y el burgués
tenía su plena justificación en las cifras anteriormente reseñadas.
En cuanto al Ejército, estaba formado por 198 generales, 16.926
jefes y oficiales, y 105.000 soldados de tropa. Los oficiales, seleccionados cuidadosamente
de los medios burgueses y monárquicos jugaban un papel protagonista en los
acontecimientos políticos. "En el país del particularismo y del
separatismo", escribía Trotsky, "el ejército ha adquirido, por la
fuerza de las cosas, una importancia enorme como fuerza de centralización y
se ha convertido, no sólo en el punto de apoyo de la monarquía, sino también
en el conductor del descontento de todas las fracciones de la clase dominante
y ante todo, de su propia clase: la oficialidad…"3.
En este panorama, el éxito arrollador de las candidaturas
republicano-socialistas en las elecciones legislativas de junio de 1931
revelaban el profundo movimiento social que había alumbrado la era
republicana.
Como siempre ocurre en los momentos de grandes cambios en la
conciencia de las masas, la victoria de sus candidatos animó la lucha
reivindicativa, tanto en el frente industrial como en el campo. La agitación obrera en
favor de la jornada de 8 horas, de incrementos salariales, de subsidio de
paro y de reforma agraria se extendió formidablemente. El Primero de Mayo puso
de manifiesto esta nueva correlación de fuerzas. En Madrid más de 100.000
personas desfilaron encabezadas por los ministros y dirigentes socialistas.
Pronto se impuso al gobierno de conjunción la tarea de abordar
las reformas prometidas. Las primeras escaramuzas legislativas se libraron en
torno al poder de la casta militar y de la Iglesia con un resultado desilusionante. Los límites de la
reforma se topaban con el poder de la oligarquía que no pensaba en ninguna
concesión seria. La depuración del ejército de elementos reaccionarios,
monárquicos y desafectos al nuevo régimen republicano quedó en agua de
borrajas. El gobierno de conjunción favoreció el retiro de los mandos que no
querían asegurar fidelidad a la República, garantizando su paga de por vida. En cualquier caso, la
mayoría de los militares de carrera, vinculados a la dictadura de Primo de
Rivera y a la monarquía, y con un historial reaccionario acreditado, permanecieron
en sus puestos. Los capitalistas españoles sabían que mantener intacta la
composición de clase del ejército era una garantía contra posibles
movimientos revolucionarios que desbordasen la legalidad capitalista. Pronto lo comprobarían en la represión de la
insurrección del 34.
La polémica en torno al poder económico de la Iglesia, la
extinción del presupuesto oficial para financiar las actividades de culto y
los límites a su monopolio de la educación, aspectos todos afectados por la
redacción de la nueva constitución republicana, fueron una prueba de fuego
para el gobierno. Haciendo honor a su extracción de clase, Alcalá Zamora, presidente
del gobierno y Miguel Maura presentaron la dimisión en señal de protesta, lo
que no impidió a los líderes socialistas apoyar en diciembre de 1931 al mismo
Niceto Alcalá Zamora como presidente de la República.
Todos los esfuerzos para garantizar la estabilidad del nuevo
gobierno chocaban con las aspiraciones de su base social. Los trabajadores y
los campesinos pobres no podían esperar. Poco a poco se fue revelando la
auténtica cara del gobierno de conjunción, pues mientras las reformas
necesarias se postergaban, la represión de los carabineros y la guardia civil
aumentaba en proporción a la escalada de las luchas obreras y campesinas.
Las huelgas generales se extendían: Pasajes, huelga minera en
Asturias, en Málaga, Granada, en Telefónica. Cualquier tímida mejora obrera,
fuera de reducción de la jornada, o de incremento salarial eran contestadas
por la cerrazón de la patronal y la represión gubernamental.
La otra cara de esta realidad asomaba en el campo. La prometida
reforma agraria chocó con la intransigencia de los terratenientes y sus
representantes políticos que impusieron al gobierno límites bien definidos.
Se trataba de un asunto de vida o muerte para la oligarquía española.
Cualquier concesión seria para socavar el poder de los terratenientes era una
afrenta para el conjunto de la burguesía, cuyos intereses agrarios eran los
mismos. Las
vacilaciones del gobierno fueron contestadas con ocupaciones masivas de
tierras en Andalucía, Extremadura, Castilla-León, Rioja. Muchas de estas
ocupaciones terminaron con una represión sangrienta. Mientras el gobierno
debatía con lentitud exasperante el proyecto de reforma agraria en el
Parlamento, la presión de los acontecimientos, y la sublevación de Sanjurjo
en Sevilla, en agosto de 1932, aplastada por la huelga general de los obreros
sevillanos, provocó la aceleración del debate y la promulgación final del
proyecto.
La ley establecía un Instituto de Reforma Agraria encargado de
realizar el censo de tierras sujetas a expropiación, eso sí, mediante el pago de
indemnización que tenía además por base la declaración hecha por sus
propietarios. Los créditos para la Reforma Agraria procederían del Banco Agrario
Nacional con un capital inicial de 50 millones de pesetas, pero cuya
administración dependía no de los jornaleros ni sus organizaciones, sino
de representantes del Banco de España, el Banco Hipotecario, del Cuerpo
Superior Bancario, del Banco Exterior de España, es decir del gran capital
financiero ligado a los terratenientes. La reforma agraria se dejaba en manos de los
terratenientes y la banca. Así entendía el gobierno republicano burgués su
política reformista. El proyecto además, obviaba el problema de los minifundios, que
obligaban a una vida miserable a más de un millón y medio de familias
campesinas en Castilla la Vieja, Galicia, y otras zonas. Tampoco abordaba el
problema de los arrendamientos que esclavizaba a los pequeños campesinos a
las tierras del amo. El fracaso más palpable de este proyecto es que en fecha
del 31 de diciembre de 1933, el Instituto de Reforma Agraria, había
distribuido 110.956 hectáreas. Si comparamos este dato con las 11.168 fincas
de más de 250 hectáreas, que ocupaban una extensión de más de 6.892.000
hectáreas, se puede afirmar que los terratenientes seguían controlando el
campo a su antojo. Sólo 100 nobles disponían de un total de 577.146
hectáreas, y esas propiedades, dos años después, continuaban intactas.
El proyecto de reforma agraria enajenó al gobierno de conjunción
el apoyo del movimiento jornalero. La sed de tierras no fue saciada y en su lugar
las viejas relaciones de propiedad seguían intactas. A diferencia de 1789 cuando la burguesía francesa hizo una
revolución y se puso al frente de la nación para acabar con el poder de los
nobles, la burguesía española, igual que la rusa, era incapaz de
llevar a cabo esta tarea. El proceso en la España de 1931 guardaba una asombrosa
similitud a lo acontecido con el gobierno provisional en Rusia después del
derrocamiento del zarismo en febrero de 1917. Los límites del planteamiento
reformista se hacían evidentes y la prometida política de reformas se
transformaba en contrarreformas y un nuevo apuntalamiento del poder de los
terratenientes.
La solución al problema de la reforma agraria estaba reservada
al proletariado con los métodos de la revolución socialista. La expropiación
de la propiedad terrateniente y su conversión en propiedad colectiva, el desarrollo
de una agricultura avanzada sobre la base de la aplicación de los adelantos
técnicos (maquinaria, fertilizantes, etc), precios justos para los productos
agrarios y fin del monopolio de los intermediarios, ligaba la lucha por la
reforma agraria a la expropiación del conjunto de los capitalistas, de la
banca y de los monopolios.
Ley de defensa de la República
Ante el incremento del número de huelgas y ocupaciones de
fincas, el gobierno aprobó la ley de defensa de la República que incluía la
prohibición de difundir noticias que perturbaran el orden público y la buena
reputación, denigrar las instituciones públicas, rehusar irracionalmente a
trabajar y promover huelgas. Bajo el paraguas de esta ley, los mandos de la
Guardia Civil se emplearon a fondo en la represión, especialmente en el
campo.
Respecto a la Iglesia, si la constitución aseguraba formalmente
la separación de la Iglesia y del Estado, lo que acabó con las subvenciones
directas, el control del que siguió disfrutando sobre la educación le garantizó
un buen nivel de ingresos. Aunque se acordó la expulsión de la Iglesia de los
colegios en un plan de larga duración y la disolución en 1932 de la orden de
los jesuitas, se les concedió todas las oportunidades para transferir la
mayor parte de sus bienes a particulares y otras órdenes.
Respecto a la cuestión nacional y las posesiones coloniales, el
gobierno de conjunción concedió a Catalunya una autonomía muy restringida y
para Euskadi se negó a conceder el estatuto de autonomía basándose en el
carácter reaccionario del nacionalismo vasco. El gobierno
republicano-socialista que negó el derecho de autodeterminación a las
nacionalidades históricas, siguió gobernando las colonias como antes había
hecho la monarquía. En Marruecos su posición imperialista les enfrentó al
movimiento independentista.
La pequeña burguesía republicana y sus aliados socialistas no
fueron capaces de llevar a cabo las tareas de la revolución democrática.
Capitularon ante el poder de la burguesía, el clero y los terratenientes y se
enfrentaron precisamente con la clase que les había instalado en el gobierno:
los trabajadores y los jornaleros.
Con todas las salvedades aplicables cuando se trata de
establecer comparaciones históricas, el gobierno de conjunción
republicano-socialista creó la misma insatisfacción que los gobiernos
socialdemócratas de la República de Weimar en Alemania. Si en el caso del
país germano el proceso se prolongó durante más tiempo, desde 1918 año del
colapso de la monarquía de los Hohenzollern hasta el triunfo de Hitler en
1933, en el Estado español toda esa experiencia se concentró en un lapso de
cinco años. Las veleidades "democráticas" del gobierno de
conjunción importunaban a los capitalistas y a los militares, mientras que
sus tímidas reformas y en muchos casos contrarreformas les enfrentaban a la
furia de los trabajadores. En realidad era imposible cuadrar el círculo, o
con los capitalistas o con los trabajadores.
En este contexto la reacción agazapada ante los primeros empujes
de las masas, empezó a levantar cabeza, primero con el intento de golpe de
Estado de Sanjurjo, después en el parlamento cuando los monárquicos y
católicos se atrevieron a utilizar demagógicamente la represión contra los
obreros y los campesinos, especialmente el asesinato de 20 jornaleros por la
Guardia Civil en Casas Viejas (Cádiz), para atacar al gobierno.
Entre la burguesía española empezaba a tomar fuerza una salida
política similar a la que se estaba desarrollando en Alemania. El peligro de
la revolución no podía ser conjurado a través de los métodos clásicos de
dominación democrática con sus instituciones parlamentarias. La polarización
social estaba creciendo formidablemente y la base social y económica del
capitalismo español era demasiado débil como para ofrecer ninguna reforma
consistente. Además el período de crisis profunda de la economía capitalista
exigía a la burguesía imponer un régimen de terror si quería garantizar su
tasa de beneficios. Las conquistas democráticas alcanzadas después de la
Primera Guerra Mundial, como consecuencia del triunfo del octubre soviético y
la ola revolucionaria que sacudió todo el continente europeo estaban en
entredicho.
La crisis del parlamentarismo
Tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, los
imperialistas franceses y británicos intentaron cobrar un alto precio a su
victoria. La imposición del Tratado de Versalles supuso la ruina para la
economía alemana, abriendo un período de luchas obreras y polarización
social.
La relativa estabilización política después de los fracasos
revolucionarios en Alemania (1918/1921/1923), Hungría (1919), Italia (1920) y
la oleada de huelgas generales que atravesó Europa, no permitió reestablecer
las tasas de crecimiento anteriores a la guerra.
Europa se encontraba en una situación de debilidad creciente en
el mercado mundial frente a EEUU y Japón. Los capitalistas franceses e
ingleses, intentaban superar las limitaciones del mercado mundial explotando
con dureza a sus colonias africanas y asiáticas, y exigiendo a Alemania hasta
el último marco de las indemnizaciones fijadas en Versalles.
Pronto, el viejo continente recibió una nueva sacudida con el
colapso económico de 1929 que, comenzando como un crac bursátil en los EEUU,
reflejaba una profunda crisis de sobreproducción. En EEUU la especulación no
dejaba de aumentar a un ritmo muy superior al de la producción industrial y
agrícola.
El crédito financiero se convirtió en un estimulo artificial de la actividad,
engordando una burbuja financiera que se descontroló por completo. Cuando se produjo la
recesión de la economía real norteamericana como consecuencia de la
sobreproducción mundial, hubo una auténtica explosión del entramado bursátil.
Para hacer frente a la situación, los bancos norteamericanos
repatriaron capitales de Europa, provocando el colapso del sistema crediticio
en Austria y Alemania, que dependían de esos capitales. Toda la economía
europea se vio violentamente sacudida.
La producción industrial de las potencias capitalistas se
desplomó: en 1932 era un 38% menos que en 1929. Entre 1919 y 1932 los precios
de las materias primas en el mercado mundial descendieron más de la mitad. En
1932 el comercio mundial de productos manufacturados era sólo un 60% del de
1929. Frente al colapso económico, las burguesías nacionales reaccionaron
reduciendo drásticamente los créditos al exterior, con medidas
proteccionistas y devaluaciones competitivas de las monedas para favorecer
las exportaciones en una lucha sin cuartel por los mercados exteriores. Pero
estas medidas profundizaron aún más la crisis abriendo un nuevo período de paro
masivo, inflación y empobrecimiento del campo que agudizó la lucha de clases.
En esas condiciones los límites de la democracia parlamentaria
afloraron trágicamente. El triunfo de la revolución alemana de 1918 podría
haber transformado por completo la historia de Europa y posiblemente del
mundo. Alemania era uno de los países más industrializado del planeta, con un
proletariado instruido y dotado con grandes tradiciones de organización. La traición de la
socialdemocracia a la revolución de los Consejos obreros y el asesinato de
Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht permitieron a la burguesía alemana salvar
el sistema capitalista. Esta derrota condeno a la revolución rusa al aislamiento en los
confines de sus fronteras nacionales, favoreciendo el proceso de burocratización
del joven Estado obrero soviético.
A pesar de la derrota de 1918, las contradicciones del
capitalismo alemán, alimentadas por la política de saqueo que supuso el
Tratado de Versalles, fueron haciéndose cada vez más irresolubles. El régimen
parlamentario salido de la República de Weimar y liderado por los dirigentes
reformistas del SPD fue incapaz de hacer frente a la crisis económica y a la
polarización social. El crac de 1929 vino a empeorar cualitativamente la
situación para el capitalismo alemán enfrentado a un auge de la lucha
reivindicativa de los trabajadores, y a la ruina material y moral de amplios
sectores de la pequeña burguesía.
En estas condiciones, la lucha por la apropiación de la
plusvalía, por el máximo beneficio, entraba en contradicción con el
mantenimiento de las libertades democráticas y las conquistas que el
proletariado logró en el período precedente. En el terreno político, el
régimen parlamentario de la República de Weimar se resquebrajaba, pero las
organizaciones obreras, el SPD (Partido Socialdemócrata Alemán), y el KPD
(Partido Comunista), que contaban con una enorme fuerza carecían de un
programa y una orientación marxista.
La dirección socialdemócrata, principal sustento del régimen
burgués, profundizó en su política de colaboración de clases, haciendo todo
tipo de componendas parlamentarias y gubernamentales con los partidos
tradicionales de la clase capitalista. Esto daba enormes oportunidades al
KPD, el Partido Comunista Alemán.
Para comprender la tragedia del proletariado alemán es necesario
tener en cuenta el proceso de degeneración que sufrieron el Estado obrero en
la URSS y la Tercera Internacional. La muerte de Lenin en 1924; el
aislamiento del Estado obrero ruso tras el fracaso de la revolución alemana
en 1919 y 1923; la guerra civil que acabó con la vida de miles de los mejores
comunistas soviéticos en los frentes de batalla; la desmovilización de cinco
millones de hombres del Ejército Rojo, todos estos elementos unidos al atraso
material y al colapso de las industrias y la agricultura soviética, crearon
las condiciones materiales para el surgimiento de una casta burocrática en el
seno del partido y la Tercera Internacional.
Engels escribió en Anti-Dühring: "...cuando desaparezcan al
mismo tiempo el dominio de las clases y la lucha por la existencia individual
engendrada por la anarquía actual de la producción, los choques y los excesos
que nacen de esa lucha, ya no habrá nada que reprimir y la necesidad de una
fuerza especial de represión no se hará sentir en el Estado…". Sin embargo, en
la Rusia soviética de 1924, la lucha por la existencia individual era todavía
una penosa realidad. La nacionalización de los medios de producción no
suprimió automáticamente la lucha por la existencia individual. En aquellas
condiciones el Estado obrero en Rusia no podía conceder todavía a cada uno lo
necesario y se veía obligado a exigir a los trabajadores y campesinos
sacrificios muy elevados. Después de una época de esfuerzos colosales, de
esperanzas e ilusiones en el triunfo revolucionario europeo, el péndulo giró
y se reflejó en la actividad de la clase obrera rusa, en el agotamiento de
sus fuerzas, en un período de reflujo.
Las dificultades externas e internas alimentaban este proceso,
donde la confianza en la victoria revolucionaria iba sustituyéndose por la
adaptación a la nueva situación, en la que la naciente burocracia pronto
cristalizó su programa político.
Lenin y los bolcheviques nunca albergaron la mínima ilusión en
la construcción nacional del socialismo. Su posición internacionalista partía
precisamente de una consideración del capitalismo como sistema mundial.
"Ustedes saben bien, hasta qué punto el capital es una fuerza
internacional" señalaba Lenin en 1918, "hasta qué punto las
fábricas, las empresas y los comercios capitalistas más potentes están
vinculados entre sí en todo el mundo, y por consiguiente, por qué es
imposible batir al capitalismo en una sola parte. Se trata de una fuerza
internacional, y para batirla definitivamente es necesaria la acción común de
los obreros a escala internacional. Y desde que combatimos contra los
gobiernos republicanos burgueses en Rusia en 1917, desde que conquistamos el
poder de los sóviets en noviembre de 1917, nunca dejamos de mostrar a los
obreros que la tarea esencial, la condición fundamental de nuestra victoria
residía en la extensión de la Revolución cuando menos en algunos países
avanzados" (Lenin, Discurso en el VIII Congreso de los Sóviets de
Rusia).
Pero esta posición internacional de la revolución fue sustituida
por Stalin y otros dirigentes por la política estrecha, nacionalista y
antimarxista del socialismo en un solo país, que se adaptaba perfectamente
como cobertura ideológica a las necesidades materiales de la naciente
burocracia: "¿Qué significa la posibilidad del triunfo del socialismo en
un solo país? Significa la posibilidad de resolver las contradicciones entre
el proletariado y el campesinado con las fuerzas internas de nuestro país,
contando con las simpatías y el apoyo de los proletariados de los demás países,
pero sin que previamente triunfe la revolución proletaria en otros
países" (Stalin, Cuestiones del leninismo).
Con la nueva teoría del socialismo en un solo país, se
subordinaba la acción revolucionaria de los obreros europeos, americanos o de
cualquier rincón del planeta en beneficio de la construcción burocrática del
socialismo en Rusia. El dominio de la burocracia estalinista dentro del
partido no fue inmediato. Fortalecidos por el fracaso revolucionario en
Occidente, apoyados en el reflujo de las masas rusas sometidas a condiciones
extremas, Stalin y la burocracia libraron una lucha intensa por separar,
expulsar, y más tarde aniquilar a cientos de miles de comunistas que se
oponían firmemente al nuevo rumbo político. Stalin libró una guerra civil unilateral
contra el sector leninista del partido. Todos los viejos camaradas de armas
de Lenin fueron depurados, encarcelados y, la mayor parte, fusilados.
Esta depuración se extendió al conjunto de la Internacional
Comunista, que se trasformó, hasta su liquidación final en 1943, en una
sucursal de la política y los intereses inmediatos de la burocracia rusa. La
política de Stalin, caracterizada por continuos zigzags en los que se pasaba
de la posición más ultraizquierdista a la colaboración de clases, respondía a
las necesidades de mantener los privilegios materiales, los ingresos y el
prestigio de la casta burocrática y evitar el triunfo de la revolución
socialista, que podía inspirar a los obreros rusos y amenazar el poder
burocrático.
Tras el V Congreso de la IC celebrado del 17 de junio al 8 de
julio de 1924, y especialmente el VI Congreso de 1928, los nuevos dirigentes
de la Internacional abandonarían las posiciones anteriores elaboradas por
Lenin sobre el frente único, y apoyándose en el fracaso de la insurrección
revolucionaria de octubre de 1923 en Alemania, establecieron un giro
ultraizquierdista a su política. En el contexto de estabilización temporal
del capitalismo en Europa y de ascenso del fascismo, los dirigentes de la IC
elaboraron la famosa doctrina del socialfascismo: "El fascismo y la
socialdemocracia son dos aspectos de un solo y mismo instrumento de la
dictadura del gran capital".
Los dirigentes del KPD bajo la dirección de Stalin, se negaron a
llevar a cabo una política de frente único para frenar el avance del nazismo;
renunciaron a combatir al partido nazi con los métodos de la revolución
socialista, y su política sectaria centrada en ataques permanentes a la
socialdemocracia, que todavía contaba con el apoyo de millones de obreros honestos,
confundió a la clase trabajadora, y fortaleció la influencia de los líderes
socialdemócratas. Los dirigentes estalinistas fueron incapaces de orientarse
en los acontecimientos porque no comprendían la auténtica naturaleza del
fascismo.
Triunfo de Hitler en Alemania
El régimen fascista ve llegar su turno porque los medios
‘normales’ militares y policiales de la dictadura burguesa, con su cobertura
parlamentaria, no son suficientes para mantener a la sociedad en equilibrio.
A través de los agentes del fascismo, el capital pone en movimiento a las
masas de la pequeña burguesía irritada y a las bandas del lumpemproletariado,
desclasadas y desmoralizadas, a todos esos innumerables seres humanos, a los
que el capital financiero ha empujado a la rabia, a la desesperación. La
burguesía exige al fascismo un trabajo completo: puesto que ha aceptado los
métodos de la guerra civil, quiere lograr calma para varios años… la victoria
del fascismo conduce a que el capital financiero coja directamente en sus
tenazas de acero todos los órganos e instrumentos de dominación, dirección y
de educación: el aparato del Estado con el ejército, los municipios, las
escuelas, las universidades, la prensa, las organizaciones sindicales, las
cooperativas… demanda sobre cualquier otra cosa, el aplastamiento de las
organizaciones obreras…
León Trotsky,
La lucha contra el fascismo
La burguesía europea, durante todo un período histórico, apoyó
las formas de la democracia parlamentaria porque suponían un modo de
dominación más eficaz, más aceptable para las masas. Mientras las libertades
democráticas no entren en contradicción con la propiedad burguesa de los
bancos, la industria y la tierra, pueden ser perfectamente toleradas. En la
práctica la ficción democrática juega un papel especialmente útil para la
dominación de la burguesía sobre la sociedad. La situación se transforma en
su contrario cuando la sociedad burguesa entra en crisis debido a las
contradicciones insalvables del capitalismo. Las formas democráticas
entonces, se convierten en un obstáculo para los burgueses en su lucha
permanente por el máximo beneficio. Tolerar sindicatos, partidos obreros,
huelgas, manifestaciones, es decir, los elementos del poder obrero en la
sociedad capitalista, se vuelve una carga insoportable.
Esta y no otra era la situación de Europa y en concreto de
Alemania. En medio de la crisis económica y la polarización social creciente,
la pequeña burguesía alemana, que podía ser ganada para la causa del
proletariado si sus organizaciones hubieran defendido un programa
revolucionario, giró violentamente a la derecha. En una sociedad en
descomposición, los nazis consiguieron una influencia decisiva entre las
masas pequeño-burguesas, sectores atrasados de la clase obrera y entre las
legiones del lumpemproletariado que poblaban las ciudades.
En las elecciones de septiembre de 1930 el SPD obtuvo 8.577.700
votos; el KPD, 4.592.100 votos y el Partido Nazi, 6.409.600 votos. Lo más
destacable de estos resultado era que, si bien el KPD había incrementado sus
votos en relación a las anteriores elecciones de 1928 en un 40%, los nazis lo
habían hecho en un 700% (en 1928 el Partido Nazi obtuvo 810.000 votos).
En 1932, el Partido Nazi obtuvo 11.737.000 votos, pero entre el
KPD y el SPD superaban esa cifra obteniendo más de 13 millones de votos. Este
hecho es la mejor prueba de que el apoyo de millones en las urnas, no valen
mucho si en el momento decisivo no se cuenta con una política revolucionaria.
En enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller sin que hubiera
ninguna respuesta del SPD o del KPD. Mientras que los primeros aceptaban la
victoria de Hitler porque se había logrado democráticamente, y advertían a
sus militantes de abstenerse en participar en ninguna acción de protesta, los
líderes estalinistas sin reconocer la gravedad de la situación se contentaron
con predecir que el triunfo de los nazis era el preludió de la victoria
comunista. No hubo ninguna respuesta armada del proletariado, a pesar de que
el SPD y el KPD, contaban con milicias que encuadraban a medio millón de
obreros. Los dirigentes paralizaron políticamente al proletariado alemán, el
más fuerte de Europa. Los nazis completaron el trabajo aplastando las
organizaciones obreras que fueron ilegalizadas y reprimidas ferozmente. En
febrero de 1933 los nazis disolvieron el Reichstag, el KPD fue ilegalizado y
sus cuadros y militantes encarcelados, y para mayor oprobio de la
socialdemocracia sus sindicatos participaron en los desfiles nazis del
Primero de Mayo.
Pero no fue la última victoria del fascismo. En Austria, el
gobierno del socialcristiano Dollfuss (el modelo en el que se inspiraba Gil
Robles), disolvió el parlamento en marzo de 1933 y gobernó durante más de un
año con poderes especiales. Los trabajadores y militantes del SPÖ (Partido
Socialdemócrata Austriaco) presionaron a la dirección para que ésta convocara
una huelga general después de los ataques contra las libertades y derechos
democráticos que se sucedían sin interrupción. Pero no sucedió nada de esto,
el SPÖ seguía en una situación de retirada permanente imitando en lo
fundamental la política derrotista de la socialdemocracia germana. En abril
se prohibieron las huelgas y en el verano de 1933 fue prohibido el Partido
Comunista de Austria. Se aprobaron más leyes contra la clase obrera (por
ejemplo se suprimió la ley sobre la jornada laboral y se recortó el subsidio
de desempleo). La única reacción del SPÖ fue recurrir a los tribunales de
justicia.
En los meses previos a febrero de 1934, la policía intentó
confiscar las armas de las milicias obreras organizadas por la
socialdemocracia. La dirección del SPÖ aconsejó a sus militantes que no se
resistieran con el fin de evitar una guerra civil.
Pero la clase obrera todavía estaba dispuesta a luchar, aunque
la correlación de fuerzas le era muy desfavorable después de todas las
retiradas anteriores. Una carta escrita por Richard Bernaschek, secretario
del partido y dirigente del CRD (las milicias obreras socialdemócratas) en
Austria septentrional, y dirigida a Otto Bauer el 11 de febrero de 1934,
demuestra muy claramente esta disposición:
"Hoy tuve una reunión con cinco camaradas fieles y leales,
y hemos tomado una decisión, después de cuidadosas deliberaciones, que es
irrevocable [...] Para poner en práctica esta decisión, hoy por la tarde y
por la noche cogeremos todas las armas que tenemos y las pondremos a
disposición de los trabajadores que deseen luchar y defenderse. Si mañana
lunes comienza la confiscación de armas o encarcelan a cualquier militante
del partido o del CRD, nos resistiremos y consecuentemente comenzaremos a
atacar. Esta decisión es irrevocable. Exigimos que cuando llamemos a Viena
diciendo: ‘La confiscación ha comenzado, no vamos a aceptar la prisión’,
usted dé la señal a los trabajadores vieneses y a los del resto de Austria
para que vayan a huelga. No consentiremos otra retirada [...] Si el
movimiento obrero vienés no nos echa una mano, entonces vergüenza y deshonra
para ellos [...] Saludos solidarios, R.B.".
Cuando la policía intentó irrumpir en un local del SPÖ en Linz a
las 7 de la mañana, los trabajadores se resistieron y comenzaron a luchar y a
defenderse. Pasados algunos minutos las noticias de las luchas en Linz
llegaron a Viena. Los trabajadores en algunas fábricas salieron
espontáneamente a la huelga, pero la socialdemocracia intentó nuevamente
calmar a los trabajadores. Transcurridas unas horas no les quedó más remedio
que convocar la huelga general.
En las principales ciudades de Austria empezaron las batallas,
pero éstas estaban pésimamente organizadas ya que muchas de las armas del CRD
habían sido incautadas por la policía. A esto se añadía la falta de una
estrategia revolucionaria previa que hiciera al conjunto de la clase obrera
austriaca conciente de sus tareas. En algunas partes de Viena los
trabajadores lucharon durante tres días. El foco principal de resistencia
estaba en las residencias obreras de Viena construidas y gestionadas por la
socialdemocracia (la prensa burguesa los llamaba las fortalezas). El Karl
Marx Hof, en el distrito 21 de Viena (Floridsdorf) fue bombardeado por los
soldados del ejército austriaco. Para empeorar el panorama, la huelga general
no era sólida debido a que sectores importantes de la clase obrera, como los
trabajadores ferroviarios, no la secundaron.
Los trabajadores cayeron derrotados el 15 de febrero después de
cuatro días de lucha. Otto Bauer, dirigente de la socialdemocracia, huyó a
Bratislava. Murieron trescientos trabajadores y miles resultaron heridos. Los
líderes de la insurrección fueron ejecutados y las organizaciones de la
socialdemocracia fueron prohibidas. Muchos de los líderes del SPÖ y de sus
organizaciones fueron enviados a campos de concentración. La época del
austro-fascismo había comenzado y en marzo de 1938 el Tercer Reich anexionó
Austria a Alemania.
La tragedia del proletariado alemán y austriaco provocó un hondo
impacto entre los trabajadores del Estado español que asistieron a la
destrucción de las organizaciones obreras más fuertes de Europa. La consigna
"Antes Viena que Berlín" ejemplificó perfectamente la actitud del
proletariado español ante la amenaza del fascismo, y se concretó primero en
la insurrección de octubre del 34 y después del 18 de julio de 1936, en tres
años de lucha armada en las trincheras y revolución social en la retaguardia.
La reacción conquista terreno
El gobierno de conjunción republicano-socialista fracasó a la
hora de llevar a cabo las tareas de la revolución democrática. Fue incapaz de
dar satisfacción a las aspiraciones del proletariado urbano y rural, la
auténtica base masas en la que descansaba el gobierno, y se plegó a las
presiones de los capitalistas y terratenientes.
Sin poder resolver las contradicciones del débil capitalismo
español, los efectos de la crisis económica de 1929 y de la contracción de
los mercados europeos afectaron gravemente la economía española. El año 1933
fue crítico desde el punto de vista económico: el desempleo forzoso cada vez
crecía más y afectaba a más de un millón y medio de trabajadores y
jornaleros, al tiempo que los cierres patronales junto a la reducción de
jornales, aceleraron la conflictividad laboral.
Las huelgas fueron acompañadas de una profunda desilusión
política de las masas. Las esperanzas depositadas en la República, la
confianza en que los ministros socialistas realizaran reformas progresivas,
que las medidas del gobierno abrirían nuevos horizontes para la vida de
millones de personas, se convirtieron en frustración, rabia e impotencia.
Cuando el presidente de la República disolvió las Cortes y
nuevas elecciones fueron convocadas para noviembre de 1933, la reacción de
derechas había reconquistado una parte importante del terreno perdido el 14
de abril, especialmente entre las capas medias urbanas y las del campo, y
sectores atrasados del campesinado.
Los resultados electorales transformaron la composición de las
Cortes. Aunque el PSOE no perdió una parte sustancial de los votos, —obtuvo
1.600.000 aproximadamente, el 20% del censo electoral—, la ley electoral
aprobada bajo el gobierno de conjunción que favorecía a las agrupaciones y/o
bloques electorales, castigó severamente al PSOE que pasó de 116 escaños a
61, de los 471 que contaba el parlamento. El desplome de los republicanos fue
espectacular: pasaron de 118 diputados a 16. Por el contrario en la derecha,
los radicales de Lerroux con tan sólo 806.000 votos consiguieron 104 escaños
y la CEDA 115 diputados.
La CNT, que no pudo impedir que en 1931 cientos de miles de
afiliados votaran por las candidaturas republicano-socialistas, desarrolló en
esta ocasión una intensa campaña por la abstención que encontró un amplio
eco. La media nacional de abstención fue del 32% mientras en Barcelona-ciudad
alcanzó el 40% y en Andalucía el 45%. Aún así, el proletariado estaba muy
lejos de sentirse derrotado. La burguesía era perfectamente consciente de
esto, y aunque preparaba tras las bambalinas el golpe contrarrevolucionario
que le permitiese aplastar definitivamente a las masas, temía que una acción
prematura tuviese el efecto contrario.
La derecha prepara el asalto al poder
La CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) se
constituyó entre febrero y mayo de 1933. Su líder, José María Gil Robles,
encabezaba Acción Popular, la formación más importante de la coalición de
derechas, que también estaba integrada por otras organizaciones como Derecha
Regional Valenciana, Bloque Agrario de Valencia, Asociación Católica Nacional
de Propagandistas o la Confederación Nacional Católica Agraria. La CEDA
contaba con más de 700.000 militantes y una fuerte sección de choque en torno
a sus juventudes (JAP, Juventudes de Acción Popular).
La financiación y el respaldo político de la CEDA provenía
fundamentalmente de los industriales y grandes terratenientes del país, y su
base social movilizaba a los medianos y pequeños propietarios de Castilla la
Vieja, León, Valencia, Murcia, y otras zonas del Estado, y a la pequeña
burguesía urbana influenciada por el clero.
Las intenciones de la coalición liderada por Gil Robles eran
bastante cristalinas, aunque luego la historiografía oficial haya intentado
lavar su imagen. "Necesitamos el poder", afirmaba Gil Robles en un
mitin de la CEDA en el cine Monumental el 15 de octubre de 1933, " y eso
es lo que pedimos...La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio
para ir a la conquista del Estado nuevo. (Aplausos) Llegado el momento, el
Parlamento, o se somete, o le hacemos desaparecer. (Aplausos) (...) Queremos
una patria totalitaria, y me sorprende que se nos invite a que vayamos fuera
en busca de novedades, cuando la política unitaria y totalitaria la tenemos
en nuestra gloriosa tradición".
Durante mucho tiempo se ha querido exculpar a la CEDA de ser una
organización fascista. En este sentido conviene distinguir que el fascismo
nunca se presentó de una forma homogénea en sus componentes políticos, pero
aunque existían diferencias conceptuales entre el fascismo de Benito
Mussolini y el programa nazi de Hitler, la base material y política de ambos
coincidían plenamente. El fascismo alemán o italiano, utilizando los métodos
de la guerra civil, aniquiló las instituciones de la democracia
parlamentaria, aplastó las organizaciones obreras, suprimió los derechos y
libertades públicas de expresión, organización y manifestación e impuso un
régimen de terror contra los trabajadores en las empresas. De esta manera
garantizaban a los capitalistas la paz social necesaria que les permitiese
recuperar la tasa de ganancias. La caída absoluta de los salarios y la
extensión de la jornada laboral durante los gobiernos de Hitler y Mussolini
permitieron a los capitalistas recuperar e incrementar espectacularmente sus
beneficios.
No obstante, la burguesía española era consciente de que la
entrada inmediata de la CEDA en el gobierno se consideraría una provocación
por parte de las organizaciones obreras. Era necesario ganar tiempo y pasar a
la ofensiva sin desatar un movimiento insurreccional. Por eso, la CEDA se
dispuso a gobernar a través de terceros, en este caso a través de los radicales
de Lerroux, dipuestos a llevar a cabo todas las medidas que Gil Robles les
exigiera.
Los planes de la CEDA eran similares a los desarrollados por los
fascistas italianos y alemanes. Durante dos años la CEDA desató toda su furia
contra las organizaciones del movimiento obrero, exigiendo poner fin a los
desmanes huelguísticos. Desde el diario El Debate, órgano católico y portavoz
oficioso de la CEDA, se manifestaban abiertamente simpatías por la obra de
Hitler especialmente respecto a la prohibición de las organizaciones obreras
y la legislación laboral. En enero de 1934, este mismo diario comentó
ampliamente las bondades de la ley de regimentación de mano de obra de Hitler
y la política agraria nazi. Desde esta misma tribuna periodística se exigió
el 21 de febrero de 1934 que la clase propietaria organizara un frente unido
contra el socialismo. El propio Gil Robles asistió como invitado a la
manifestación nazi de Nüremberg en 1933 y desde la cúpula cedista se
reaccionó con entusiasmo al golpe de Estado de Dollfuss y el bombardeo sobre
la Karl Marx Hof durante la huelga general en Viena de febrero de 1934:
"Fue una lección para todos" afirmó Gil Robles.
Paralelamente la patronal y los terratenientes, con la ayuda de
la mayoría parlamentaria de derechas, se entregaban a la tarea de eliminar
todas las tímidas reformas y los pequeños avances registrados por el anterior
gobierno. Se presentó a las Cortes un proyecto para expulsar a los campesinos
que habían ocupado grandes propiedades en Extremadura durante el año
precedente. En enero se eliminó provisionalmente la Ley de Términos
Municipales, considerada por la FNTT (Federación Nacional de Trabajadores de
la Tierra, UGT) una de las escasas conquistas del gobierno de conjunción. Se
promovió el desahucio de miles de pequeños arrendatarios del campo. Se
suprimieron los salarios mínimos en el campo y en la industria. La CEDA
debilitó aún más la Ley de Reforma Agraria reduciendo la superficie de tierra
sometida a expropiación y devolviendo las tierras confiscadas a los
aristócratas implicados en el golpe de Sanjurjo.
Se designaron gobernadores provinciales especialmente
reaccionarios que utilizaron toda la fuerza represiva a su alcance contra las
organizaciones obreras y las huelgas. La mayoría de derechas aprobó la ley de
amnistía que incluía la libertad con todos sus derechos a los militares
sublevados de 1932 a las órdenes de Sanjurjo, excluyendo obviamente a los
anarquistas detenidos por la insurrección cenetista del 8 de diciembre de
1933.
La reacción se enseñoreó del país y las formas políticas
republicanas no impidieron que esta ofensiva contrarrevolucionaria siguiese
avanzando. La situación en el campo se volvió desesperada. El Socialista,
portavoz oficial del PSOE, comentaba: "Nunca, ni en los tiempos de la monarquía,
se han sentido los campesinos más profundamente esclavos y miserables que
ahora". Esta ofensiva estaba también determinada por las consecuencias
de la crisis del 29 sobre la economía española. Entre 1931 y 1935 el comercio
exterior disminuyó un 70%. Con la decadencia de la economía europea, la
válvula de la emigración se cerró para decenas de miles de jornaleros, que
además se vieron afectados por el retorno de miles de emigrantes de Europa y
de otros tantos que salían de las ciudades y volvían a sus pueblos buscando
una oportunidad para sobrevivir.
La patronal azuzaba a sus representantes políticos para que
profundizaran en sus medidas contrarrevolucionarias. Entre el 18 y el 20 de
julio de 1933, diversas entidades como la Confederación Gremial, la
Confederación Patronal, Estudios Sociales y Económicos, y otras
organizaciones empresariales, firmaron un pliego de peticiones al gobierno en
el que se exigía la inmediata modificación de los jurados laborales:
"Desviados de sus fines, realizando una errónea política de clase,
desconociendo las realidades económicas del país (...) son actualmente
instrumentos de lucha sindical, despiadada y cruel, en lugar de órganos de
colaboración entre elementos esenciales de la producción..." En
definitiva de lo que se trataba era de eliminar las pocas conquistas del
período precedente en materia de negociación colectiva, dejando vía libre a
que los patronos pudieran imponer sus condiciones sin ningún contrapeso.
En otros terrenos como la cuestión nacional, la CEDA demostró su
odio a los derechos democráticos de las nacionalidades históricas y su
defensa ardiente de la "Unidad de España". Aunque todavía tardaron
algunos meses en suprimir el estatuto catalán, Gil Robles manifestó una
especial animadversión por él y por el proceso autonómico vasco. En este
último caso intervino el concierto económico con Euskadi provocando la
contestación nacionalista con la celebración de una asamblea de ayuntamientos
vascos.
La reacción preparaba el asalto definitivo al poder. Apoyándose en
las instituciones republicanas, trataba de desmontar todo el edificio
parlamentario y establecer un Estado autoritario siguiendo el modelo fascista
alemán e italiano.
Finalmente, la CEDA exigió la entrada en el gobierno, segura de
su fuerza y de sus objetivos, y procedió siguiendo un plan muy calculado. En
primer lugar forzó la dimisión de aquellos ministros que consideraba poco
fiables: Diego Martínez Barrio, ministro de Gobernación, Lara, de Hacienda y
Pareja Yébenes, de Educación. Todos ellos fueron sustituidos y reemplazados
por elementos aún más reaccionarios como Salazar Alonso encargado ahora del
ministerio de Gobernación. Este movimiento implicó la escisión del Partido
Radical, cuyo ala moderada siguió a Martínez Barrio para formar Unión Republicana,
dejando a Lerroux y al resto del partido en una posición absolutamente
dependiente de la CEDA.
Todas estas decisiones formaban parte de una estrategia más
general: se trataba de amedrentar a la oposición de izquierdas y paralizarla.
Para ello era necesario volcar todo el peso de la legalidad parlamentaria
combinada con acciones extraparlamentarias de fuerza en la calle.
El 7 de marzo de 1934 Salazar Alonso impone el estado de alarma
y cierra las sedes de las JJSS, del PCE y de la CNT. Gil Robles por su parte,
publica artículos incendiarios en El Debate en los que reclama mano dura
contra la subversión, encarnada por los trabajadores en huelga por mejoras
salariales. En correspondencia a toda este vendaval de reacción, El Debate
solicita del gobierno la abolición del derecho a huelga.
Exactamente igual que en Alemania o en Italia, la CEDA pretendió
echar un pulso en la calle a las organizaciones de clase. Era necesario
demostrar la capacidad de movilización de la reacción e intimidar a la
izquierda. Las JAP (Juventudes de Acción Popular), los auténticos batallones
de choque de la CEDA y que posteriormente nutrirán de militantes y cuadros a
Falange, organizaron en abril de 1934 un mitin en El Escorial para glorificar
al Jefe, como calificaban a Gil Robles. Con una parafernalia al estilo fascista,
Gil Robles fue aclamado por unas 20.000 personas en El Escorial, cifra muy
inferior a las previsiones de la CEDA. La razón de esta asistencia no fue
otra que la movilización de la izquierda madrileña, con las JJSS a la
vanguardia, que decretaron la huelga general en la provincia contra la
celebración del mitin cedista. La huelga general fue un rotundo éxito: los
ferrocarriles quedan paralizados, las carreteras de acceso cortadas, decenas
de miles de jóvenes y trabajadores se manifestaron en todos los rincones de
Madrid contra Gil Robles.
Sin embargo el fracaso de la concentración cedista no impidió
que sus principales líderes afirmaran con total claridad su programa
político. Luciano de la Calzada diputado cedista por Valladolid, señaló que
contra España se alineaban "judíos, heresiarcas, masones, krausistas,
liberales, marxistas". Serrano Suñer diputado cedista por Zaragoza y
posteriormente destacado prohombre de la dictadura franquista, alertó a los
presentes contra la democracia degenerada. Finalmente el propio Gil Robles
pronunció un discurso belicoso y rotundo: "Somos un ejército de
ciudadanos dispuestos a dar la vida por nuestro Dios y nuestra España (...)
El poder vendrá a nuestras manos pronto (...) nadie podrá impedir que
imprimamos nuestro rumbo a la gobernación de España".
A esta manifestación le siguió otro acto parlamentario. Lerroux
dimitió en protesta por la lentitud de Alcalá Zamora en ratificar la amnistía
a los militares sublevados en agosto de 1932, siendo sustituido al frente del
gobierno por Samper, que se subordinó, aún más si cabe, a los dictados de la
CEDA. Con Samper llegan los mayores éxitos de la CEDA en materia legislativa:
el rechazo definitivo a la ley de Términos Municipales, anteriormente
mencionada, supuso el mayor triunfo terrateniente de la época.
Sin embargo, a pesar de todos estos ataques de la reacción y a
diferencia de lo acontecido en Italia, Alemania o Austria, el proletariado
español no estaba vencido. La burguesía y sus diputados en las Cortes
fracasaron en el objetivo fundamental de su estrategia contrarrevolucionaria:
doblegar a los trabajadores y destruir sus organizaciones. En 1933 se
produjeron 1.127 huelgas de carácter laboral, la cumbre de la conflictividad
social de todo el período precedente. Más de 800.000 trabajadores se vieron
afectados, sin que se computase en esta cifra las huelgas políticas, con un
balance de 14,5 millones de jornadas perdidas.
Toda una serie de factores internos y externos, habían operado
en las filas de la clase obrera un proceso de radicalización política que
constituía un obstáculo formidable para el triunfo de la reacción. El fracaso
del proletariado alemán, el más fuerte y mejor organizado del mundo causó una
honda impresión en las filas del movimiento obrero. A este fracaso se sumó la
derrota austriaca, si bien es cierto que en esta ocasión hubo una tentativa
de resistencia.
Para los trabajadores españoles y para sus organizaciones,
especialmente las juventudes, la situación operaba con una lógica aplastante.
De no impedirlo mediante el movimiento independiente del proletariado, el
triunfo del fascismo en España estaba asegurado. La CEDA no ocultaba ninguna
de sus intenciones y la experiencia alemana era suficientemente clara como
para imaginar lo que sucedería si no mediaba el levantamiento de la clase
obrera para impedirlo.
Todas estas causas confluyeron en un giro brusco a la izquierda
en las organizaciones de masas de los trabajadores, especialmente en el PSOE
y las JJSS, y en la configuración del frente único de la izquierda a través
de las Alianzas Obreras, preparando el camino a la insurrección proletaria de
octubre del 34.
Giro a la izquierda
El movimiento socialista, PSOE, UGT y Juventudes Socialistas,
junto con las fuerzas anarcosindicalistas agrupadas en la CNT, constituían
las organizaciones más importantes de la clase obrera española.
En el caso del PSOE, los acontecimientos políticos derivados de
la frustrada experiencia del gobierno de conjunción con los republicanos, y
el avance del fascismo en Europa, tuvieron tremendas repercusiones en sus
filas. En octubre de 1932 durante la celebración del XIII Congreso del PSOE,
se manifestó el intento de romper la coalición gubernamental. La oposición a
la colaboración de clases no era, sin embargo, lo suficientemente clara y firme:
necesitaba de acontecimientos. A pesar de todo, las líneas del enfrentamiento
y los actores que lo protagonizaron se dibujaron en ese período: Largo
Caballero empezó a emerger como el líder del ala de izquierdas, mientras que
Besteiro y Prieto se consolidaron como el referente de las posiciones
reformistas en el partido y en el sindicato. Este panorama se confirmó
durante el XVIII Congreso de la UGT el último en el que Julián Besteiro y sus
seguidores alcanzarían la mayoría en la Comisión Ejecutiva.
Desde 1931 a 1934, las organizaciones socialistas registraron un
incremento constante de su militancia y medios materiales. El PSOE, según sus
propias fuentes, contaba en 1932 con 1.119 agrupaciones en las que se
encuadraban cerca 80.000 afiliados. La UGT en ese mismo año contaba con 5.107
secciones que agrupaban a 1.054.559 afiliados, de los que 400.000 pertenecían
a la FNTT. No obstante en base a las votaciones del XVIII Congreso ugetista,
la cifra debería reducirse a 600.000 afiliados al corriente de pago. En el
anarquismo, la CNT superaba el millón doscientos mil afiliados.
La radicalización en las luchas laborales que desbordaban
permanentemente los márgenes que los dirigentes obreros trataban de imponer,
unida a la frustración con la política de colaboración de clases practicada
por los dirigentes socialistas durante el gobierno de conjunción y la derrota
electoral del PSOE en noviembre de 1933, creaba una dinámica hacia la
izquierda en las filas socialistas. La CNT aportaba su grano de arena, si
bien es cierto que su actitud abstencionista en las elecciones de noviembre
del 33 y su aventurerismo putschista no encontraban mucho eco en las filas
socialistas. El levantamiento anarquista de diciembre de 1933, impulsado por
la FAI (Federación Anarquista Ibérica), que en aquel momento dominaba el
Comité Nacional de la CNT, aisló aún más a las fuerzas anarcosindicalistas.
La huelga, que alcanzó casi todo el país pero que afectó mas intensamente a
Catalunya, Aragón, La Rioja, Extremadura y la zona central, se saldó con más
de 100 muertos y miles de heridos y detenidos. La CNT sufrió una persecución
encarnizada por parte del gobierno de derechas. Con todo, el movimiento
anarquista aumentaba la tensión en la sociedad y presionaba a los líderes
socialistas a resistir la embestida de la CEDA.
Asimismo, las derrotas del proletariado alemán en 1933 y del
austriaco en 1934 sacudieron las organizaciones socialistas de arriba abajo.
La posibilidad de que en el Estado español los acontecimientos pudiesen
concluir de una forma parecida llenaban de alarma a la dirección socialista.
El efecto del avance del fascismo en Europa fue una de las claves más
importantes en el giro izquierdista de Largo Caballero y las JJSS. Luis
Araquistain, impulsor y teórico de la izquierda caballerista, registró este
hecho: "El aniquilamiento del Partido Socialista Alemán a principios de
1933, era la bancarrota del evolucionismo democrático", escribió en
Leviatán, la publicación oficiosa de la izquierda socialista de la que era su
director. En las mismas páginas de Leviatán, Luis Araquistain sacaría
conclusiones de estos hechos: "La República es un accidente, hay que
volver a Marx y Engels, no con los labios, sino con la inteligencia y la
voluntad. El socialismo reformista está fracasado. Nos engañamos casi todos y
ya es hora de reconocerlo... No fiemos únicamente en la democracia
parlamentaria, incluso si alguna vez el socialismo logra la mayoría: si no
emplea la violencia, el capitalismo le derrotará en otros terrenos con sus
formidables armas económicas".
La presión del movimiento se concretó en el giro izquierdista de
Largo Caballero hacia posiciones centristas que oscilaban entre el reformismo
de izquierdas y el auténtico marxismo. "Estamos convencidos"
escribía Largo Caballero, "de que la democracia burguesa ha fracasado:
desde hoy nuestro objetivo será la dictadura del proletariado". Este
giro hacia una salida socialista era el producto de la voluntad decidida de
las masas y de su conciencia. No se puede explicar este cambio de posición
como un hecho aislado y particular. Las Juventudes Socialistas influenciadas
por la derrota alemana, por la radicalización de los obreros en huelga, por
la amenaza fascista en el suelo español, correctamente y de forma más
instintiva que política, intentaron orientarse en los acontecimientos
volviendo a Marx, Engels, Lenin y Trotsky.
La Escuela de Verano de las Juventudes Socialistas de 1933,
realizada en la localidad madrileña de Torrelodones, atestiguó este giro
hacia la bolchevización de las Juventudes, tal como definían a esta nueva
orientación los dirigentes juveniles. Largo Caballero presente en la escuela,
no tardó en conectar perfectamente con este estado de ánimo. Frente a estas
posiciones se levantaron las voces de otros dirigentes históricos del
socialismo que encarnaban su tradición colaboracionista y moderada: Julián
Besteiro e Indalecio Prieto. Este último intentaría hacer oír su voz el 8 de
agosto en el marco de la Escuela juvenil: "Si aquí por una sola
circunstancia se implantara un régimen plenamente socialista" señaló
Prieto, "¿No pondría la Europa burguesa cerco a España? ¿No la
bloquearía? España no podría defenderse como se defendió Rusia. Llamo la
atención al exceso de vuestro ímpetu y no sería mucho exigiros un gesto de
simpatía y respeto, para quienes caminando delante de vosotros abrieron
holgadamente el camino por el que ahora marcháis". Largo Caballero en su
alocución cinco días después se preguntaría: "¿Asustarse por la
dictadura del proletariado? ¿Por qué? El período de transición política hacia
el nuevo Estado es inevitablemente la dictadura del proletariado".
El giro a la izquierda del antiguo ministro de trabajo del
gobierno de conjunción provocó una sacudida tormentosa en las bases
socialistas, que se prolongó durante meses. Los llamamientos, las proclamas,
los discursos izquierdistas de la dirección socialista juvenil y de Largo
Caballero encontraban un enorme eco en las masas de obreros y jornaleros:
"Las declaraciones incendiarias de Largo Caballero", escribe
Grandizo Munis, "producían un efecto eléctrico en las masas; lo que
dicen los dirigentes como maniobra calculada, las masas lo toman en serio y
lo incorporan a sus convicciones"4.
El proceso se alimentaba en doble dirección, favoreciendo la
politización de las masas, la radicalización de sus posiciones y
transformando su conciencia. El giro desde posturas reformistas hacia el
marxismo era a la vez el producto de la cambiante situación objetiva que
revelaba el ascenso de la revolución socialista y la amenaza de la contrarrevolución
burguesa.
Esta ruptura interna en el movimiento socialista que se puede
extender al conjunto de las organizaciones de masas de la clase obrera, son
una constante en la historia de la lucha de clases. Llegados a cierto grado,
el avance de la tensión revolucionaria tiene su reflejo en el seno de las
organizaciones tradicionales de los trabajadores, rompiéndolas y provocando
nuevos agrupamientos políticos a derecha e izquierda.
En todos las revoluciones o situaciones prerrevolucionarias este
fenómeno se repite. Ocurrió en la Revolución Rusa de octubre de 1917, cuando
un sector amplio de las bases de los mencheviques y de los SR (Socialistas
Revolucionarios, conocidos como eseristas), en los sóviets y en los
sindicatos, fue ganado al programa de la revolución socialista por los
bolcheviques. Paralelamente, las direcciones oficiales de mencheviques y
eseristas combatieron encarnizadamente la Revolución, alistándose incluso en
las fuerzas armadas de la contrarrevolución.
Ocurrió en la Revolución Alemana de 1918/1919 con la formación
de un ala marxista en el USPD, los socialdemócratas independientes, que
posteriormente se unificarían con el Partido Comunista Alemán (KPD). Todo el
proceso de formación de la Tercera Internacional es también la historia de este
proceso: la aparición de agrupamientos centristas y marxistas desgajados de
la socialdemocracia y orientándose hacia el comunismo después del impacto de
la revolución de octubre. También en Francia durante 1934 y ante la amenaza
fascista, se registró el desarrollo de alas centristas en el Partido
Socialista y en las Juventudes que evolucionaban hacia el marxismo. El mismo
fenómeno se puede extender a fechas más recientes, durante el ascenso
revolucionario de la década de 1970 en Europa, en países como Francia,
Italia, Portugal, Grecia o el Estado español.
La habilidad de las fuerzas del genuino marxismo para intervenir
en este proceso de radicalización, ganando influencia y posiciones en estos
agrupamientos centristas es una cuestión de vida o muerte para el futuro de
la revolución socialista. Las experiencias de Rusia de 1917 en positivo, y de
la propia revolución española en negativo, así lo atestiguan.
Las Alianzas Obreras: el frente único de la izquierda
En el Tercer y Cuarto Congresos de la Internacional Comunista
celebrados en 1921 y 1922, los dirigentes del Partido Bolchevique y sus
aliados internacionales establecieron las bases de la política de frente
único. Secciones amplias del movimiento obrero europeo, a pesar del efecto de
la revolución rusa, seguían todavía encuadrados en las organizaciones
socialdemócratas. Durante todo un período las crisis dentro de los partidos
de la Segunda Internacional se sucedieron y en muchos casos culminaron en la
formación de partidos centristas, como el Partido Socialdemócrata
Independiente de Alemania, y muchas de estas organizaciones pasaron en poco
tiempo a formar parte de los jóvenes partidos comunistas.
Estos dos congresos de la IC también abordaron en concreto cómo
superar la debilidad de las jóvenes fuerzas del comunismo. Allí donde la
inferioridad de los partidos comunistas era manifiesta, y la fragmentación
del movimiento un obstáculo para la lucha común de la clase obrera, la tarea
de los comunistas debía consistir en desplegar la táctica de frente único de
las organizaciones obreras. El frente único adquiría mayor importancia cuando
se trataba de defender posiciones y conquistas del pasado de un valor
inapreciable para los trabajadores.
En este sentido la lucha contra el fascismo exigía una enérgica
política de frente único, sin abandono de los principios ni del programa por
parte de la organización marxista. La política basada en acuerdos entre las
organizaciones obreras sobre puntos mínimos comunes, sumamente claros,
empezando por la defensa de los locales, imprentas, manifestaciones, derechos
sindicales y democráticos, sobre la organización conjunta de milicias obreras
de autodefensa para responder a los ataques armados de las bandas fascistas,
era imprescindible para garantizar la permanencia de las organizaciones de
clase. Al mismo tiempo esta política de frente único no implicaba en ningún
caso el abandono de la propaganda por el programa socialista, y favorecía el
entendimiento con los obreros socialdemócratas más honestos y avanzados que
estimaban necesario combatir la amenaza fascista pues en ello les iba su
propia supervivencia.
Si el Partido Comunista en Alemania hubiera aplicado la política
leninista de frente único habría atraído a los mejores obreros socialistas,
igual que ocurrió después de la revolución rusa durante el proceso de
formación de los partidos comunistas. Sin embargo la Internacional Comunista
dominada por el estalinismo, sustituyó la política de frente único por las
teorías sectarias y ultraizquierdistas del socialfascismo, en la que
equiparaban a la socialdemocracia con el fascismo, gemelos políticamente,
impidiendo en la práctica la lucha común contra Hitler y boicoteando la
posibilidad de aumentar su influencia entre la base socialista. Las
consecuencias trágicas de esta política en Alemania fueron palpables. Toda la
demagogia estalinista sobre el crecimiento del comunismo demostraron su
auténtica impotencia cuando Hitler llegó al poder y destruyó al KPD ante la
indiferencia de las masas obreras. La parálisis de la clase obrera alemana
provocada por la política equivocada del estalinismo y el cretinismo
parlamentario de la dirección socialdemócrata, fue una lección brutal para
los trabajadores del Estado español.
El avance del fascismo en Europa y la amenaza de la CEDA,
aceleró los intentos de coordinar la respuesta de las organizaciones de
clase, que rápidamente cristalizaron en las Alianzas Obreras. Impulsadas por
el Bloque Obrero y Campesino, adquirieron su mayor extensión e influencia
tras la incorporación del PSOE y la UGT en diciembre de 1933 tras la derrota
electoral.
El primer intento de conformar un frente único de organizaciones
de clase, tuvo lugar en febrero de 1933 durante la Conferencia contra el paro
forzoso impulsada por el BOC. En dicha reunión se alumbraría el nacimiento
del Frente obrero contra el paro en Barcelona, integrado por el BOC, la Unión
Socialista Catalana (USC), el Partí Catalá Proletarí, los sindicatos
expulsados de la CNT y el Centre Autonomista de Dependents del Comerç i de la
industria (CADCI).
Como ya hemos señalado el verdadero impulso a las tendencias
unitarias se produjo al calor de la evolución izquierdista de Largo Caballero
y otros dirigentes reconocidos del PSOE y las JJSS. Tras una serie de
movilizaciones unitarias en Barcelona y la formación del frente electoral
entre el PSOE y el BOC (Frente Obrero) en Cataluña para las elecciones de
noviembre de 1933, se constituyó la Alianza Obrera de Barcelona, cuyo primer
manifiesto fue firmado el 16 de diciembre de 1933 por el PSOE, la UGT, el
BOC, la Izquierda Comunista de Andreu Nin, USC, los sindicatos expulsados de
la CNT y la Unión de Rabassaires. El PCE se retiro en la fase preliminar de
la negociación, y la CNT se negó a participar. Posteriormente la USC,
organización de carácter pequeño burgués, fue excluida de la AO por su
política de pactos con Esquerra Republicana.
Para lograr su extensión por todo el territorio, la Alianza
Obrera de Barcelona envió una delegación a Madrid, integrada entre otros por
el secretario general del BOC, Joaquín Maurín, para entrevistarse con Largo
Caballero. La reunión que concluyó con el compromiso del dirigente socialista
de impulsar las AO también evidenció la profundidad de su giro político. En
una entrevista realizada por el propio Maurín a Largo Caballero y publicada
en el periódico Adelante, el secretario general del PSOE señaló: "Ya no
es cuestión ahora de partidos intermedios, situados entre la clase
trabajadora y la gran burguesía, sino de una manera tajante: a un lado la
burguesía reaccionaria, al otro lado, nosotros, el movimiento obrero. Esta matización,
que se va acentuando cada día más, formula, como consecuencia inmediata, o
bien el poder pasa a manos de las derechas o a las nuestras. Y como las
derechas para sostenerse necesitan su dictadura, la clase trabajadora, una
vez tomado el poder, ha de implantar también su dictadura, la dictadura del
proletariado. La hora de los choques decisivos se va acercando. El movimiento
obrero ha de prepararse para la revolución".
Las Alianzas Obreras, sin ser genuinos organismos de frente
único estaban mucho más cerca de estos que de los frentes populares. La
Alianza Obrera de Catalunya o la Asturiana, tenían un claro contenido de
clase: sus organizaciones integrantes no podían llegar a acuerdos con
partidos burgueses —incluyendo los republicanos—, introducían la unidad de
acción sin menoscabo de la libertad de agitación y propaganda de cada partido
o sindicato, y defendían, —en el papel—, la revolución socialista como medio
para acabar con el fascismo.
Las Alianzas Obreras fueron constituyéndose a lo largo del país
de manera desigual: en Valencia, Castellón, Madrid, Granada, Jaén, Córdoba,
Santander, etc, fundamentalmente en las zonas donde no había una
preponderancia anarquista o comunista.
Las AO cumplían un papel esencial: elevaban a un grado superior
la conciencia del proletariado y favorecían la unidad de acción, aunque la
postura de Largo Caballero y del PSOE impidió que las AO se desarrollasen
como auténticos órganos de poder obrero y se limitaran, en la mayoría de las
zonas, salvo excepciones como en Asturias, a convertirse en comités de enlace
entre los partidos y organizaciones de la izquierda.
La posibilidad de que las AO se transformasen en órganos de
poder obrero, en sóviets, dependía de que actuasen como los centros de
representación de la democracia obrera. Eso exigía la formación de los
comités de las AO en cada tajo y centro de trabajo, y su coordinación local y
nacional a través de delegados de esas AO elegidos democráticamente desde la
base. Las AO además, como organismos de poder obrero, deberían implicarse
activamente en las acciones reivindicativas de los trabajadores, en las
huelgas económicas y políticas, forjándose como organismos con autoridad
reconocida entre el proletariado. Obviamente la izquierda caballerista nunca
pensó en tal planteamiento. Muy al contrario subordinó las AO a una táctica
de preservación: las AO no debían participar en el movimiento huelguístico
para no desgastarse, pues estaban llamadas a ser los organismos de la
insurrección. Esta táctica se extendía a condenar todo tipo de huelgas, que
surgían obviamente de la ofensiva reaccionaria del gobierno y de las
insoportables condiciones de vida y de trabajo, boicoteándolas para evitar
choques que desviaran la atención del objetivo insurreccional. Tal
planteamiento formalista se transformo en una fuente de graves problemas que
debilitó la capacidad de movilización de la clase obrera y el campesinado
cuando llegó la hora decisiva.
En el caso del BOC, la postura de su secretario general también
era muy confusa. Maurín confundía las AO con los sóviets sin advertir las
enormes diferencias que existían entre ambos organismos, consolándose con
adulterar la realidad de los hechos. "La Alianza Obrera no es un
sóviet" señala Maurín "puesto que sus características son distintas,
pero desempeña las funciones del sóviet, al que sustituye ventajosamente,
dadas las particularidades de la organización obrera española. Lo que el
sóviet fue para la revolución rusa, la Alianza Obrera lo es para la
revolución española".
En lo que se refiere a la CNT y al PCE, aunque desde ópticas
ideológicas diferentes, mantuvieron la misma posición: oposición tajante a
las Alianzas Obreras.
En el caso de la CNT, todos los prejuicios antipolíticos del
anarquismo, dominantes en aquel momento en la dirección confederal, fueron
esgrimidos para justificar la oposición a las AO. El Comité Nacional de la
CNT haría público un manifiesto el 28 de febrero de 1934 en el que denunciaba
el origen marxista de las AO: " Repetimos: habida cuenta de las
lecciones tomadas" señalaba el manifiesto, "la CNT no pactará con
nadie que amase propósitos inconfesables". Sin embargo esta posición en
las filas anarcosindicalistas no era unánime. A la presión que suponía la
firma del acuerdo de las AO por los sindicatos treintistas en Cataluña y
Valencia, se vino a sumar las voces de teóricos anarquistas prominentes como
Valeriano Orobón Fernández favorable al frente único y a las AO. Este
fenómeno cristalizaría con mayor envergadura en el caso de Asturias donde la
CNT asturiana se sumaría al pacto de la Alianza Obrera, dándole a la misma un
carácter mucho más amplio que en otras zonas del Estado.
La incorporación a la Alianza Obrera por parte de la Regional de
Asturias, León y Palencia era también el resultado de una profunda reflexión:
"La realidad, la experiencia amarga de los movimientos de enero, mayo y
diciembre de 1933, nos enseña que la CNT por sí sola, no es suficiente para
el triunfo de un movimiento revolucionario; que es preciso que en él cooperen
todas las fuerzas obreras organizadas hispanas, el pueblo entero, como lo
atestigua el movimiento último, en el que se han puesto en juego todos los
elementos de combate, obteniendo los resultados catastróficos que constan en
el informe remitido por el CN a todas las regionales con respecto a las gestiones
por él realizadas" (La Confederación Regional del Trabajo de Asturias,
León y Palencia, al resto de la organización confederada, Solidaridad Obrera,
13 de marzo de 1934).
La actitud del estalinismo respecto a las AO, una continuación
de su posición sectaria respecto al movimiento socialista, marginó aún más al
debilitado Partido Comunista: "(…) los renegados del bloque, la rama
anarquista del treintismo, la variante socialfascista catalana, el grupo de
contrarrevolucionarios trotskistas, enemigos acérrimos del frente único y el
Partit Comunista de Catalunya, constituyendo la Alianza Obrera, caricatura
del frente único, pretenden engañar a los obreros que quieren el frente único
sinceramente…" (Proyecto de tesis del Tercer Congreso del PCE, 31 de
agosto de 1934). "La Alianza Obrera es una maniobra de traidores (…) que
divide a los obreros y fortalece al bloque de toda la reacción…"
(Catalunya Roja, nº 33, diciembre 1933).
La posición del PCE era la consecuencia lógica de la política
ultraizquierdista y sectaria del Tercer Período que tan funestas
consecuencias tuvo en Alemania. El PCE, a pesar de no rebasar nunca en
militancia al PSOE, contó con un apoyo considerable en zonas industriales
claves como Vizcaya, Asturias y áreas jornaleras de Andalucía, en la
provincia de Córdoba y Sevilla. Todas las condiciones para el crecimiento del
Partido Comunista eran favorables. Sin embargo, su desarrollo se vio
obstaculizado por la escasez de cuadros preparados y especialmente por las
consecuencias de la política de la Tercera Internacional estalinizada. Bajo
la dictadura de Primo de Rivera el PCE recibió los golpes de la represión que
mermarían constantemente su dirección y su capacidad de acción. En aquel
momento el aislamiento del partido, obligado a la actividad clandestina,
contrastaba con la permisibilidad de la que gozaba el PSOE, obtenida a costa
de las concesiones realizadas a la dictadura. En cualquier caso, el
desarrollo del PCE sólo podía provenir de una intervención paciente en los
acontecimientos, orientando su acción especialmente a la base del movimiento
socialista, de donde debía y podía reclutar los mejores obreros que se
encontraban bajo la influencia de los dirigentes reformistas del PSOE. La
formación de cuadros, la conquista de posiciones en el movimiento sindical,
la defensa del frente único contra la dictadura, tenían que ser las tareas
centrales del partido. Esta era precisamente la orientación que Lenin
aconsejaba a los jóvenes partidos comunistas de la Tercera Internacional.
En general, la trayectoria del Partido durante los primeros años
de la República reflejaba un alto desconocimiento de las tareas
revolucionarias del momento y la impronta ultraizquierdista de la política de
la Internacional. Negándose a apoyar las reivindicaciones democráticas de las
masas, el cambio de régimen político pilló al PCE con el paso cambiado. Un
ejemplo destacado de esto fue la actitud del Partido durante la proclamación
republicana del 14 de Abril, cuando los militantes y cuadros del PCE se
presentaron en la Puerta del Sol haciendo agitación por el derrocamiento de
la República y a favor de la dictadura del proletariado en medio de la
celebración y la alegría desbordante de decenas de miles de trabajadores.
Esta forma tan sectaria de presentar el programa comunista, sin enlazar las
reivindicaciones democráticas con las tareas de la revolución socialista,
debilitaron al partido. Octubre del 34 fue la oportunidad para transformar
las débiles fuerzas del PCE en una organización con influencia entre las
masas.
Los preparativos de octubre
La lucha de clases en el Estado español adquirió con rapidez las
formas de un choque revolucionario. La escasa influencia del estalinismo, a
diferencia de lo ocurrido en Alemania, la radicalización izquierdista de las
JJSS, y de sectores del PSOE y de la UGT, la presencia de una fuerte fuerza
anarcosindicalista, que encuadraba las filas más combativas del proletariado,
unido a la debilidad y atraso del capitalismo español, disminuía la capacidad
de la burguesía para mantener el control de la situación. Los preparativos
para un golpe definitivo de la reacción se aceleraron. Sectores decisivos del
capital exigieron la entrada de la CEDA en el gobierno con el objetivo de
establecer un régimen fascista desde la legalidad y la mayoría parlamentaria
de que disfrutaban. Pero los cálculos de la burguesía resultaron equivocados
por completo. El látigo de la contrarrevolución agitó el proceso
revolucionario.
Largo Caballero, que en enero de 1934 accedió a la secretaría
general de la UGT (ya lo era del PSOE), anunció públicamente que la llegada
de la CEDA al gobierno obligaría al PSOE y a la UGT, y por tanto a las
Alianzas Obreras, a desencadenar la revolución.
A pesar de la voluntad de Largo Caballero y otros dirigentes de
la izquierda socialista por llevar a cabo el levantamiento, el lastre de años
de una política reformista dejaron su sello en la forma en que se abordaron
los preparativos. Su concepción de la insurrección tenía más puntos en común
con la de Blanqui (métodos conspirativos), que con la de Lenin y los
bolcheviques.
La revolución de octubre en Rusia tuvo sus organismos
operativos, como el Comité Militar Revolucionario dirigido por Trotsky que
planificó el asalto final a las instituciones del poder burgués. Pero en
realidad la tarea militar en la insurrección fue secundaria. El éxito de la
revolución de octubre radicó en que los bolcheviques habían ganado para su
programa a la aplastante mayoría de la población de las ciudades más
importantes del país y a sus representantes en los sóviets de diputados
obreros, campesinos y soldados. El papel del partido, organizando la acción
de los trabajadores, elevando su nivel de conciencia, aumentando su
influencia entre la tropa, fue la clave. Sin el partido bolchevique, la
insurrección armada hubiera sido derrotada con facilidad.
En el caso del octubre español, la estrategia del estado mayor
de la insurrección, es decir del PSOE y las JJSS, revelaban muchos puntos
débiles. En ningún momento hubo una orientación sistemática para ganar el
apoyo de la militancia cenetista, sin cuya colaboración activa era muy
difícil el triunfo de la insurrección. La actitud sectaria de los dirigentes
anarquistas no podía ser excusa para no desarrollar un amplio trabajo de
agitación y propaganda hacia las bases confederales ya de por sí proclives a
la unidad de acción, como el ejemplo de la AO asturiana demostró. Una postura
audaz, marxista, de los dirigentes del PSOE haciendo un llamamiento a los
dirigentes cenetistas y a la base anarquista, con un programa de lucha común
contra el fascismo y por la revolución social hubiera tenido el apoyo de
miles de obreros cenetistas
Por otra parte la dirección del PSOE contó de manera subsidiaria
con las Alianzas Obreras para los preparativos. En ningún caso desarrolló las
Alianzas como órganos de la insurrección y del poder obrero. Para organizar
el levantamiento, los dirigentes socialistas crearon una comisión mixta
integrada por dos representantes del PSOE, dos de UGT y otros tantos de las
JJSS. Delegaciones de las organizaciones socialistas de todo el Estado fueron
convocadas a Madrid donde recibieron instrucciones verbales y por escrito. Se
estableció un organigrama muy completo de Juntas Provinciales
responsables de la organización de los comités locales que dirigirían la
insurrección y también de las atribuciones prácticas de esas juntas. Se
planteó la constitución de las milicias armadas, que sólo fueron impulsadas
en la práctica por las juventudes ante la pasividad general de los cuadros
dirigentes del Partido.
Dentro de la Comisión Mixta se confió a Largo Caballero la
responsabilidad política de la insurrección y a Indalecio Prieto la
organización militar y la captación del apoyo de la oficialidad militar. Es
decir, se dejaba en manos de un declarado enemigo de la revolución la
organización militar del levantamiento, repitiendo además el mismo esquema
del pronunciamiento republicano de diciembre de 1930: confiar en la buena
voluntad de los mandos militares que pudieran ser ganados a la causa (en un
ejército dónde la oficialidad era seleccionada en los medios más
reaccionarios), en lugar de organizar comités de soldados a través de la
agitación política en los cuarteles y la formación amplia de milicias obreras
tomando las Alianzas Obreras como base de reclutamiento.
Bajo el pretexto de que nada debía desviar a las Alianzas de la
preparación de la insurrección, Largo Caballero y a través de él, el PSOE y
la UGT, se negaron en redondo a participar en las luchas cotidianas de la
clase obrera o en las huelgas políticas que se desataron en esos meses. La
UGT y el PSOE respondieron con el silencio a la represión de la huelga
cenetista de diciembre de 1933. Desautorizaron en el primer semestre de 1934
las huelgas de cocineros y transportes de Madrid, la de la Federación local de
obreros de la madera de Madrid en protesta por la concentración cedista de El
Escorial; en total la dirección madrileña de la UGT desautorizó nueve
peticiones de huelga entre febrero y junio de 1934. Esta esperpéntica
situación quedó aún más en evidencia con la condena ugetista de la huelga
general de Asturias en septiembre de 1934, organizada contra la concentración
de la CEDA en Covadonga.
En todo momento la izquierda socialista se opuso a la creación
de AO en los barrios, fábricas, tajos, en el campo, para que funcionasen como
los comités de la revolución, y por tanto a la posibilidad de elección de
delegados en una AO estatal. Con estas premisas era sumamente difícil que la
insurrección pudiese triunfar. El proletariado carecía en la práctica de un auténtico
partido marxista con una estrategia correcta para la toma del poder.
Todas estas carencias se hicieron más evidentes durante la gran
huelga campesina del verano de 1934. La derogación definitiva de la ley de
Términos Municipales el 23 de mayo de 1934 dio vía libre a los terratenientes
para imponer sus condiciones en el campo. Para la cosecha inmediata, los
grandes propietarios contrataron campesinos portugueses y gallegos en
detrimento de los jornaleros locales; además todos los controles que los ayuntamientos
socialistas podían establecer sobre salarios y condiciones laborales iban
eliminándose. El ministro de Gobernación, Salazar Alonso, nombró delegados
gubernativos en las localidades "donde no se tuviera confianza en el
alcalde para mantener el orden público", es decir cuando era socialista.
De esta manera, los jornaleros quedaban a merced de los caciques, sus matones
y las fuerzas represivas del gobierno. La situación para miles de familias
jornaleras se hacía insostenible. El vizconde de Eza, un monárquico experto
en cuestiones agrarias, señaló que en mayo de 1934 más de 150.000 familias
jornaleras no tenían lo más indispensable para la subsistencia.
Toda esta situación presionó extraordinariamente a la FNTT. Como
respuesta a los salarios de hambre, a la persecución política y los lock-out,
la FNTT decidió convocar huelga general en el campo. Sus peticiones no eran
excesivas (no en vano la FNTT constituía una de las federaciones más
moderadas de la UGT): Comités de inspección para supervisar los contratos de
trabajo, límites en el empleo de maquinaria, revisión salarial, etc. De hecho
las negociaciones con el ministerio de trabajo y de agricultura progresaban,
pero la CEDA quiso dar una lección ejemplar a la clase obrera cerrando las
puertas a cualquier solución pactada. Salazar Alonso declaró que la cosecha
era un servicio público nacional y la huelga un "conflicto
revolucionario". Con el respaldo entusiasta de la CEDA, el ministro de
Gobernación se lanzó a una represión despiadada: se impuso la censura de
prensa y se detuvo a centenares de sindicalistas y militantes de la
izquierda; se cargaron en camiones a millares de campesinos a punta de
bayoneta y los deportaron a cientos de kilómetros de sus casas,
abandonándolos allí para que volvieran por sus propios medios. Se
destituyeron a decenas de concejales, especialmente en Cáceres y Badajoz.
El éxito de la lucha jornalera, enfrentada al aparato represivo
del gobierno, dependía también de su extensión y de la solidaridad de la
clase obrera industrial de las ciudades. Las condiciones para ese apoyo
estaban maduras, como ponía de manifiesto que la clase obrera tomara la
iniciativa en la calle para boicotear todas las demostraciones de fuerza
cedistas, y que las huelgas económicas continuaban extendiéndose. A pesar de
todas estas posibilidades para unificar la lucha de los trabajadores y los
campesinos, Largo Caballero se negó desde la UGT a promover ningún movimiento
de solidaridad con la huelga. La huelga campesina alcanzó 38 provincias y más
de 300.000 huelguistas, pero después de 15 días de resistencia y lucha, el
hambre y la represión acabó con el movimiento: hubo trece muertos, diez mil
detenidos y la FNTT fue desmantelada. El campesinado quedaba temporalmente
fuera de combate y sin capacidad de reacción.
La táctica miope de Largo Caballero, al aislar la huelga
campesina, tuvo consecuencias enormemente negativas para la insurrección de
octubre. En un país dónde el proletariado rural jugaba un papel decisivo, la
derrota de la huelga jornalera dejó al margen de la insurrección a un aliado
clave del proletariado urbano.
La insurrección armada
Yo estaba seguro de que nuestra entrada en el gobierno
provocaría inmediatamente un movimiento revolucionario. Y cuando consideré
que la sangre sería derramada me pregunté ¿Puedo dar a España tres meses de
aparente tranquilidad si yo no entro en el Gobierno? ¿Si entramos estallaría
la revolución? Mejor que estalle antes de que esté bien preparada, antes de
que nos derrote. Esto es lo que hizo Acción Popular, precipitar el
movimiento, enfrentarse y destruirlo desde el Gobierno.
Gil Robles,
7 de diciembre de 1934
La amenaza de entrada en el gobierno por parte de la CEDA había
elevado la tensión política a tal grado que todos los estratos de la sociedad
se vieron sacudidos. Nadie se podía sustraer de la dinámica
revolución-contrarrevolución. Incluso los sectores más moderados y dispuestos
al pacto se veían arrastrados por los acontecimientos. Indalecio Prieto, que
en sus memorias del exilio condenaría sin tapujos la insurrección del 34,
manifestaba en las postrimerías de octubre una opinión bien diferente:
"La amenaza dictatorial, está en todos los sectores de la derecha. Las
declaraciones del señor Gil Robles y el señor Lerroux han abierto un período
revolucionario. Frente al golpe de Estado se hallará la revolución. Decimos
al país entero que el Partido Socialista contrae el compromiso, en el caso de
que las derechas sean llamadas al poder, de desencadenar la
revolución"5. En realidad, Indalecio Prieto advertía de las consecuencias
de la entrada de la CEDA en el gobierno. Los socialistas moderados pensaban
que las amenazas bastarían para parar a la derecha.
Cuando en la noche del 4 de octubre se anunció la entrada de la
CEDA en el gobierno, Largo Caballero y las AO dieron la orden de la
insurrección, pero el movimiento, insuficientemente preparado y sin una
dirección consecuente, sin objetivos decididos y sin la participación y
discusión previa de esos objetivos por los cuadros y activistas obreros, se
transformó, salvo en Asturias y algunos puntos aislados del Estado, en una
huelga laboral.
En Madrid, las concentraciones de obreros en la casas del
pueblo, Puerta del Sol, inmediaciones de los cuarteles, esperando planes,
consignas, armamento, fueron lideradas por los dirigentes socialistas con el
silencio. "Largo Caballero iba a dar a las armas", escribía
Grandizo Munís, "la misma utilidad con que había utilizado antes las
frases revolucionarias, del petardeo político iba a pasar al petardeo
dinamitero, pero sin sobrepasar los límites del amago". El movimiento se
consumió en Madrid en medio del abandono general de los dirigentes
socialistas: la huelga general se declaró en la noche del 4 al 5 de octubre y
se prolongó durante ocho días con un gran seguimiento. A pesar de que en
Madrid se encontraba el Comité Nacional Revolucionario, los dirigentes no
ofrecieron ningún plan de lucha. Tal como señala Santos Juliá: "Los
insurrectos no supieron qué hacer con sus pistolas y sus ametralladoras y los
huelguistas no supieron qué hacer con su huelga (...) mientras los dirigentes
volvían a casa a esperar pacientemente la llegada de la policía. Creían quizá
—como en 1917, como en 1930— que un paso por la cárcel acabaría por borrar
las carencias que tan clamorosamente habían manifestado en Madrid durante los
hechos de octubre de 1934" (citado por David Ruiz en Insurrección
defensiva y Revolución obrera, pág. 44).
En Cataluña, la AO dominada por el BOC de Maurín se limitó a
desencadenar la huelga y esperar que la Generalitat de Companys tomase la
iniciativa. No hubo planes militares, ni intentos serios para ganar a la base
de la CNT, cuyos líderes en Barcelona se opusieron a la huelga. Aunque el
papel del PSOE en la Alianza Obrera catalana era menor, la política
nacionalista y errada de Maurín tuvo las mismas consecuencias: " El
éxito o el fracaso depende de la Generalitat (…) es muy probable que la
pequeña burguesía desconfíe de la causa de los trabajadores. Hay que procurar
en lo posible que este temor no surja, para lo cual, el movimiento obrero se
colocará al lado de la Generalitat para presionarla y prometerla ayuda, sin
ponerse delante de ella…" (Hacia la Revolución,
Joaquín Maurín, 1935). La Generalitat y la pequeña burguesía gubernamental
respondieron traicionando el movimiento insurreccional, aunque para salvar su
honor, proclamaron el Estado Catalán, sin hacer
nada por resistir el asedio militar de las tropas del gobierno de Madrid. El
movimiento insurreccional se mantuvo, a pesar de la traición de la
Generalitat, tan sólo en algunas localidades como Villanova i Geltrú, Manresa
(donde la corporación municipal proclamó la República Socialista Ibérica),
Badalona, Granollers, Tarrasa y Sabadell, en general núcleos industriales
dónde la llamada a la abstención de la CNT tuvo menos efecto.
En el resto del Estado, el movimiento fue enormemente confuso y
aunque los trabajadores adoptaron una postura militante ante el llamamiento
de sus dirigentes, sin consignas, sin estrategia y con el campesinado
derrotado, pronto se desmoronaron.
En Aragón la postura de oposición de la CNT restó posibilidades
de éxito al movimiento. El llamamiento de paro fue seguido por los
tranviarios, los trabajadores de artes gráficas y espectáculos de Zaragoza y
los mineros de Teruel. También hubo movimientos en Mallén, Tarazona y la
comarca de Cinco Villas.
En Extremadura y Andalucía la derrota de la huelga campesina de
junio tuvo efectos paralizantes. Hubo huelga en Cáceres, Badajoz, en las
cuencas mineras de Peñarroya-Pueblo Nuevo y en Río Tinto (Huelva). El
movimiento en el resto de Andalucía fue muy escaso, afectando
fundamentalmente a Algeciras, La Carolina y algunas localidades de Málaga.
En el País Valenciano la huelga general se declaró en núcleos
urbanos importantes como Alcudia de Callet, y se registraron choques armados
en Alicante, Elda, Elche, Novelda y otras localidades.
En el Norte, la huelga fue muy significativa en algunas
localidades de Cantabria como Torrelavega, Corrales de Buelna y especialmente
en Reinosa, donde el gobierno tuvo que emplear el ejército para sofocar la
huelga de los obreros de la constructora naval.
En Valladolid la movilización se extendió por dos días en
diferentes sectores de la producción y se produjeron enfrentamientos con la
guardia civil en Medina del Campo, Medina de Rioseco y Tudela de Duero.
También se extendió la lucha a las cuencas mineras de Palencia y León,
especialmente en Villablino, Bembibre y Sabero, en las que se multiplicaron
los enfrentamientos entre la guardia civil y las mal organizadas milicias
obreras6.
En Euskadi la insurrección armada adquirió una mayor dimensión,
especialmente en Eibar, Mondragón y la cuenca minera de Gallarta. La huelga
fue prácticamente general en todas las localidades de Guipúzcoa y Vizcaya
(con Bilbao, primer centro siderometalúrgico del país, a la cabeza), y
prácticamente imperceptible en Vitoria. En el caso de las zonas mineras de
Vizcaya y Eibar (principal núcleo de producción de armas del Estado español
con más de una treintena de fábricas), la huelga se extendió hasta el lunes
15 de octubre. En la zona minera, 3.000 huelguistas tomaron el control de la
situación y resistieron las arremetidas del ejército durante días. En Eibar y
Mondragón donde la insurrección armada triunfó en un primer momento, se
proclamó la República Socialista. La postura del PNV fue de oposición a la
huelga general y por supuesto a las pretensiones de establecer la revolución
proletaria. En el caso de Vizcaya, debido a la presión de la base obrera de
la Solidaridad de Trabajadores Vascos, el sindicato obrero controlado por el
PNV, la posición fue más ambigua, aunque en todo momento la cúpula dirigente
llamó a la abstención de participar en el movimiento huelguista. En Vitoria y
Navarra la dirección del partido se alineó sin vacilaciones de ningún tipo
con el gobierno central en contra de la insurrección.
En todas partes el movimiento se fue disolviendo a medida que
transcurrían las horas. La incapacidad de la dirección socialista por ofrecer
una alternativa de combate viable y la fuerte represión gubernamental
deshicieron la insurrección a lo largo y ancho del territorio. La escasa
preparación, el boicot anarquista, la falta de una estrategia revolucionaria
para ganar a los sectores claves del proletariado y del campesinado,
encuadrándolos en organismos de poder obrero, papel que podían haber jugado
las AO, la negativa a integrar las luchas reivindicativas y políticas de la
clase como parte del proceso insurreccional... todos estros factores pasaron
factura. Y todos ellos se desprendían de la falta de una dirección del movimiento
marxista consecuente, pues lo que estaba fuera de duda era la fuerza y
decisión del proletariado para luchar contra la CEDA y por la revolución
social.
Pero a pesar de todas las dificultades y obstáculos puestos al
movimiento, este sí prendió con éxito en Asturias. La insurrección obrera
asturiana se transformó en poder obrero, un poder que se extendió durante
quince días dominando la vida económica, política y social de la región hasta
la rendición de las columnas mineras el 18 de octubre. Por primera vez en la
historia de España, el proletariado revolucionario derrotaba con las armas en
la mano al ejército de la burguesía y emprendía el camino para establecer su
propio gobierno.
La Comuna Asturiana: los trabajadores al poder
En Asturias, el proceso que culminó en la insurrección de
octubre ofreció diferencias notables con lo ocurrido en el resto del Estado.
Algunos han querido ver en ello el hecho nacional asturiano
y consideran la Comuna del 34 como un movimiento nacionalista
de reacción frente a la opresión española. El
razonamiento, en boga en ciertos ambientes nacionalistas de
Asturias, carece por completo de rigor y base histórica. Junto a estas
interpretaciones más bien estrambóticas, otros análisis pretenden ver en el
proletariado asturiano una conciencia socialista muy superior al del resto
del Estado. Esta forma de enfocar la cuestión es también exagerada, pues sin
negar la existencia de particularidades en el desarrollo político asturiano,
los mismos cambios que se operaron en la conciencia de la clase obrera
asturiana también se registraron en la del resto del Estado, sin olvidar que
las tendencias reformistas en Asturias siempre tuvieron un sólido arraigo en
el SMA-UGT (Sindicato Minero de Asturias), liderado por el socialista
moderado Manuel Llaneza desde su fundación en 1911 hasta su muerte en 1931.
Las diferencias tuvieron que ver fundamentalmente con hechos
particulares, pero en ningún caso ajenos al proceso general. En primer lugar
la unidad de acción CNT-UGT que en Asturias se fraguó meses antes de la
insurrección y que facilitó la confraternización de las bases socialistas y
confederales. En segundo lugar el hecho de que la Alianza Obrera Asturiana
participase en la mayoría de las acciones huelguísticas de la región, tanto
económicas como políticas, a diferencia de lo que ocurrió en el resto del
país. Un tercer factor fue la gran conflictividad laboral y social en
Asturias que alcanzó su cúspide en 1933, haciendo de la región asturiana la
más conflictiva de toda Europa. Por supuesto la concentración de una masa de
trabajadores siderúrgicos y mineros facilitaba la disciplina y la
organización y, el hecho de que una mayoría de estos trabajadores fueran
menores de 35 años, también se reflejaría en el ímpetu y la contundencia en
la respuesta a las provocaciones de la CEDA. La existencia de unas
Juventudes, tanto socialistas como comunistas, bien organizadas y en continuo
crecimiento facilitaban la radicalización política y la organización de
milicias armadas. Un hecho más reforzaba la educación política y la
conciencia de la clase: la alta difusión de literatura marxista y el papel
que jugó el diario socialista Avance, que se
convertiría en un genuino portavoz de las aspiraciones obreras de Asturias y
un dinamizador de la revolución. Todos estos factores, junto con el
aprovisionamiento militar previo realizado durante todo el año de 1934,
favorecido por la existencia de fábricas de armas a las que los trabajadores
organizados tenían acceso y por la dinamita acumulada en las minas, explican
la dinámica exitosa de la insurrección.
La clase obrera asturiana contaba en 1933 con 27.500 mineros (en
1932 había 30.000 y en 1920 la cifra alcanzaba los 39.000), y 15.000
siderúrgicos incluyendo a los trabajadores de las fábricas de armas de Oviedo
y Trubia. La destrucción de empleo en la minería asturiana, a pesar de la
política de pactos y acuerdos practicada por el SMA tanto en la fase final de
la dictadura de Primo de Rivera como en los primeros años de la República,
aumentó el paro forzoso e hizo de éste uno de los caballos de batalla del
movimiento sindical en la región. A mediados de 1933 la destrucción de empleo
se aceleró también en la construcción y en la siderurgia. Como señala David
Ruiz: "El encuentro cotidiano en los barrios, en los locales sindicales,
en las sedes de los partidos y en las Casas del Pueblo dando lugar, ya en
abril de 1933, a la primera convocatoria desde Gijón para constituir un
Comité Regional Pro parados contribuirá decisivamente a impedir
la marginación y la división de clase, entre parados y empleados"7.
El movimiento sindical en Asturias estaba sólidamente
implantado. Hacia el verano de 1934 la afiliación a las centrales sindicales
(UGT, CNT, CGTU) oscilaba entre 40.000 y 50.000 trabajadores, según datos de
David Ruiz.
La Confederación Regional de Asturias, Palencia y León de la
CNT, se constituyó en 1920. En septiembre de 1931 agrupaba a más de 30.000
afiliados a los que había que sumar otros 8.000 del Sindicato Único de
Mineros. Pero la CNT asturiana cedió más de la mitad de sus afiliados en
beneficio de la UGT y de los sindicatos procomunistas antes de 1936, al igual
que ocurrió en otras zonas y sectores (el caso de la FNTT es bastante
representativo). Las fuerzas anarcosindicalistas en la región se concentraban
en Gijón (58% de la afiliación en 1933) y La Felguera, bastión este último de
la FAI.
Entre enero y octubre de 1934 se contabilizaron en Asturias más
de 32 conflictos laborales. La dinámica de la lucha de clases llevaba al
conjunto del movimiento obrero a un enfrentamiento constante con la patronal
asturiana.
Pero las huelgas no se restringían sólo al ámbito laboral o
salarial, las demostraciones de fuerza política se sucedían una tras otra. En
las elecciones de noviembre de 1933 la derecha se hizo con la mayoría de las
actas parlamentarias de la región: trece correspondieron a la candidatura
Acción Popular-Liberal Demócrata y cuatro al Partido Socialista. Este hecho
hizo aún más perceptible la amenaza fascista. En febrero se convocó una
huelga general política en solidaridad con los obreros austriacos, que tuvo
gran incidencia en toda la región. En septiembre se declara la huelga general
contra la concentración cedista en Covadonga, una nueva provocación de Gil
Robles similar a la de abril en El Escorial. Al igual que entonces, la huelga
de septiembre es un rotundo éxito que impide a la CEDA concentrar el grueso
de sus fuerzas8.
En total se desencadenarían ocho huelgas políticas a lo largo
del año 1934, a pesar de contar con la oposición formal de la dirección
nacional del PSOE y la UGT.
Unión de Hermanos Proletarios
En Asturias como en otras zonas del Estado, las organizaciones
obreras se fortalecieron con la llegada de la República. Es de destacar en
este fenómeno, la progresión experimentada por las Juventudes Socialistas que
según fuentes propias pasarían estatalmente de 3.000 afiliados en 1931 a
21.000 afiliados en 1934. En el caso asturiano la federación de JJSS superan
los tres mil afiliados situándose a la cabeza de las Juventudes en cuanto a
afiliación. Estos datos contrastan con los de la federación asturiana del
PSOE que, según diversas fuentes, no alcanzarían el millar en 1933 de un
total de 80.000 a escala estatal. Es obvio, por tanto, que serán las
juventudes el elemento dinamizador del movimiento socialista durante este
período.
Algo similar sucedió en el caso de las Juventudes Comunistas y
el PCE: La federación juvenil comunista en Asturias, superará a finales de
1932 los 1.200 militantes de un total de 4.000 a escala estatal. Mientras, el
Partido en Asturias contará con 700 efectivos en el mismo año de un total de
10.500 en el conjunto del país.
La composición juvenil de la fuerza de trabajo también se dejaba
sentir. Según un informe de González Peña, secretario de la UGT asturiana,
sólo 1.000 de los 30.000 mineros ocupados en las cuencas asturianas superaban
los 50 años. En un estudio aparecido en el diario La Prensa,
sobre cuatro empresas y 11.000 mineros, más de un 65% de los mismos tenía
menos de 35 años.
Esta composición de clase y su juventud, muy remarcados por el
estudioso de la revolución asturiana David Ruiz, aclara el auténtico carácter
de la vanguardia revolucionaria asturiana: jóvenes mineros, metalúrgicos
adultos, obreros de la construcción, ferroviarios y pescadores y muy en menor
medida artesanos y maestros de enseñanza primaria.
Al igual que en el resto del Estado la base del movimiento
socialista asturiano experimentó un progresivo giro a la izquierda. De nada
sirvieron los años de política conciliadora auspiciada desde la dirección del
sindicato minero de la UGT. Los ataques de la patronal, la frustración por
las reformas limitadas del primer gobierno de conjunción republicano
socialista, los discursos izquierdistas de Largo Caballero, la situación de
paro forzoso que empezaba a afectar a una parte considerable de la fuerza
laboral de las cuencas mineras y la siderurgia, junto con la acción de la CNT
y el Sindicato Único de Mineros controlado por el PCE, aceleró el proceso.
La política de colaboración y negociación se topó con sus
límites objetivos y desde finales de 1932 el SMA-UGT empezó a desafiar a la
patronal. La escalada hacia la izquierda del Sindicato Minero de la UGT fue
azuzada por los despidos de mineros, y el anuncio de la patronal de rebajar
los salarios en un 20% en el verano de 1933. Durante ese año y el siguiente,
la dirección ugetista se vio presionada por una gran cantidad de acciones
huelguistas. Esto se reflejó en un ambiente creciente de apoyo a la unidad de
acción con la CNT y a favor del frente único.
La presión militante se dejaba sentir por todos lados: en la
huelga general de septiembre de 1933 a favor de los jubilados; en el congreso
de la Federación Socialista Asturiana de octubre del mismo año, en el que se
contrapuso las alianzas con los adversarios de la
misma clase a la traición de los republicanos;
en diciembre cuando la UGT asturiana condena la represión contra la huelga
cenetista y hace un llamamiento a favor del frente único, o en enero de 1934
cuando la UGT asturiana respaldó solidariamente las huelgas que la CNT
declaró en la construcción y entre los pescadores. Todas estas acciones
impulsaban a su vez la formación de organismos unitarios a escala local y
comarcal, como sucedió durante la huelga de la construcción en octubre de
1933, y la organización de manifestaciones, mítines y conferencias unitarias
como los actos conjuntos del PSOE y el PCE en Langreo y Mieres en los que se
utilizó indistintamente la denominación Frente Único y Alianza Obrera.
Un papel destacado en todo este impulso unitario lo jugo el
diario socialista Avance dirigido por
Javier Bueno. En sus páginas quedaron reflejadas todas las huelgas,
manifestaciones, mítines y celebraciones de la clase obrera asturiana. El
diario fue un intrépido portavoz de la revolución social y de la unidad de
acción UGT-CNT. Su tirada se duplicó en un año hasta superar los 25.000
ejemplares y sufrió duramente la represión gubernativa con multas y
secuestros: entre enero y octubre de 1934 el periódico fue retirado de la
calle en noventa y cuatro ocasiones y su difusión fue prohibida en los
cuarteles, después de que publicase llamamientos a los soldados y
suboficiales para unirse a la insurrección. Como otros ejemplos de prensa
obrera, Avance se convirtió en un auténtico diario
proletario que expresaba el sentir y las aspiraciones de cambio radical que
existían entre las masas obreras de Asturias.
Todo este proceso unitario de luchas y radicalización política
experimentó un reforzamiento con la declaración de la Alianza Obrera de
Asturias de la que formaron parte desde el primer momento la CNT, la UGT y la
Federación Socialista Asturiana.
El texto de la declaración defendía rotundamente una salida
revolucionaria: "Las organizaciones que suscriben convienen entre sí el
reconocer que frente a la situación económico-política del régimen burgués en
España, se impone la acción mancomunada de todos los sectores obreros con el
exclusivo objetivo de promover y llevar a cabo la revolución social (...) y
llegar a la conquista del poder político y económico para la clase
trabajadora, cuya concreción inmediata será la República Socialista
Federal". Antes del verano de 1934, la Izquierda Comunista y el Bloque
Obrero y Campesino se habían adherido a la AO; tan sólo quedaba pendiente la
entrada del PCE que sostuvo la postura sectaria decidida por la
Internacional. El giro se produciría tras la huelga general contra la
concentración cedista en Covadonga y después de que el Comité Central del
Partido, reunido en Madrid en septiembre, declarase que "La Alianza
Obrera que no cumplía funciones revolucionarias, hoy se encuentra en otra
situación". Este giro de 180 grados tenía mucho que ver con la nueva
orientación política que se estaba fraguando en la Internacional Comunista y
que prepararía el terreno para la estrategia de los frentes populares.
El armamento obrero
Lo primero que tenemos que hacer es desarmar al capitalismo
(...) al ejército, a la Guardia Civil, la Guardia de Asalto, la Policía, los
Tribunales de Justicia. ¿Y en su lugar, qué? El armamento general del pueblo.
Largo Caballero,
en un mitin a mediados de 1934
En un documento enviado desde la Ejecutiva de las Juventudes
Socialistas el 6 de junio de 1934 a las delegaciones provinciales, se daban
instrucciones precisas en cuanto a la formación de las milicias armadas. El
texto planteaba 11 puntos generales:
"1. Toda milicia de las Juventudes federada de la provincia
estará integrada por individuos pertenecientes a nuestras colectividades
juveniles, al Partido Socialista y a la UGT, concediendo limitaciones para
las dos últimas clases de milicianos, y sólo serán afectados por juicios
favorables del jefe local.
"2. Constituirán estas milicias individuos aptos,
distribuidos en grupos de nueve y un jefe.
"3. Estos grupos estarán rigurosamente armados con toda
clase de elementos de combate, ofensivos y defensivos.
"4. Cada jefe de grupo enseñará el manejo de las distintas
armas, especialmente el fusil.
"5. La sección de explosivos recibirá su instrucción
aparte, con artefactos simulados.
"6. La estrategia en la lucha es determinada siempre por
las condiciones en que se desarrolla ésta, y es incumbencia del genio de cada
jefe; pero recomendamos en general una buena práctica del despliegue en
guerrillas por sus buenos resultados.
"7. Los comités locales elegirán a los jefes de grupo y
jefes locales.
"8. Es preferencia para los mandos de cada grupo aquellos
individuos que hubiesen verificado servicio militar en las filas del Ejército
español y salidos de él con graduación de clase o de oficialidad,
subordinados, si es posible, al jefe local o de graduación superior.
"9. Los jefes locales tendrán amplia autonomía en cuanto a
táctica, instrucción, designación de puestos e individuos se refiere; pero en
ningún caso podrán movilizar los grupos para actuar sin orden concreta del
Comité respectivo.
"10. Por su parte, el jefe superior provincial tampoco
podrá movilizar sin orden del Comité de Federación Provincial.
"11. Las insubordinaciones a los superiores serán juzgadas
por los Comités Locales, que darán cuenta a la Federación Provincial pudiendo
recaer sobre el delincuente penas de expulsión o de índole más grave"9.
A pesar de la decisión de organizar estas milicias, la realidad
fue bastante diferente a los planes trazados en el papel. Los grupos armados
de las JJSS se establecieron en bastantes localidades, pero pertrechados de
armamento muy precario e insuficiente y sin coordinación entre ellos.
Fue en Asturias donde la cuestión del armamento cobró una
dimensión bastante diferente. Desde 1933, las Juventudes Socialistas
asturianas llevan a cabo de manera mucho más concienzuda que en otras zonas
la organización de milicias armadas amparadas en actividades deportivas y de
montaña. Se ha cifrado en 120 grupos de 10 hombres las escuadras de combate
de las JJSS en Mieres, mientras que en la cuenca de Langreo el número
ascendía a 40 grupos. Además, la presencia de fábricas de armas de grandes
dimensiones facilita la sustracción constante de armamento que fue escondido
en diferentes zonas. Ninguno de los catorce depósitos de armas clandestinos
existentes en Asturias fueron descubiertos por la guardia civil. No obstante,
a pesar de todo el esfuerzo y de los riesgos de los militantes que sustraían
armas de las fábricas, era difícil cubrir de esta manera las necesidades que
tendría el movimiento una vez se pusiera en marcha la insurrección. Según los
datos manejados por Díaz Nosty, es muy probable que los fusiles sacados de la
fábrica de la Vega no sobrepasasen los mil. En cuanto a las pistolas, el
mismo autor señala que la cifra podría oscilar entre las 7.000 y las 10.000.
La operación de desembarco de armas que tuvo mayor repercusión
fue la del navío Turquesa, que
transportaba un alijo bastante numerosos de armas largas y ametralladoras. La
operación, dirigida directamente por Indalecio Prieto, como responsable
militar en la comisión mixta PSOE-UGT-JJSS, fracaso parcialmente al ser
descubierta por la guardia civil10.
También se evidenciaron muchas limitaciones a la hora de ganar
apoyos dentro de los cuarteles, entre los soldados y suboficiales. La
propaganda fue escasa y el trabajo práctico entre la tropa apenas existente,
si bien es cierto que desde el diario Avance se hicieron
llamamientos a los soldados. Obviamente, las intenciones de ganar a la
oficialidad no tuvieron ningún eco en una región donde la selección de los
mandos militares entre los sectores de la élite social era igual, o más
pronunciada si cabe, que en el resto del país.
La insurrección en marcha
Como en todo el Estado la llamada a la huelga general y la
insurrección se emitió en la madrugada del 5 al 6 de octubre. El primer
comité provincial de la insurrección estaba instalado en Oviedo y contaba con
representantes de la UGT-PSOE (en mayoría), de la CNT y del BOC. Las primeras
horas fueron de vacilaciones en las instrucciones militares y en la
organización del asedio a las fuerzas gubernamentales.
Según Díaz Nosty, las fuerzas militares del gobierno disponibles
en Asturias para enfrentar la insurrección no sobrepasaban los 2.700 hombres
entre militares y soldados, guardia civil y guardia de asalto, instaladas
fundamentalmente en las dos grandes ciudades, Oviedo y Gijón y en los 95
cuarteles de la guardia civil desparramados por toda la región. El auténtico
problema de las fuerzas armadas del Gobierno fue su escasa capacidad de
reacción ante el empuje insurreccional.
Del lado de la insurrección, a pesar de numerosas exageraciones
que comúnmente fueron admitidas en las crónicas revolucionarias, los
combatientes directos no superaron los 15.000 entre mineros y trabajadores,
aunque hay que señalar que sin los problemas de aprovisionamiento de
municiones, el armamento de miles de trabajadores más hubiera sido
perfectamente posible. Como señala Díaz Nosty, si sumamos a los combatientes
las fuerzas obreras que se organizaron en los comités locales, así como
aquellos que permanecieron en sus puestos de trabajo al servicio de la
insurrección, la participación en la revolución superaría el 25% de la
población activa asturiana.
En la madrugada del 5 de octubre el primer éxito revolucionario
se produjo con el asalto y desarme de los cuarteles de la guardia civil, el
brazo armado local de las autoridades regionales y estatales. La resistencia
encarnizada de algunos de estos cuarteles como el de Sama de Langreo, donde
perdieron la vida 38 guardias civiles, retrasó la formación de las columnas
mineras que partían hacia la conquista de Oviedo. En los combates contra la
guardia civil en las cuencas, el armamento básico con el que contó el
ejército de la insurrección fue la dinamita, presente en todas las batallas
de entidad, tanto urbanas —que fueron la mayoría— como a campo abierto.
El control de las cuencas mineras por parte de los
revolucionarios fue una tarea asequible desde el punto de vista militar y
político. Inmediatamente que se produjo el desarme de las fuerzas armadas
gubernamentales, la revolución procedió a organizar la vida pública de las
localidades. Este aspecto demostró una vez más la capacidad de la clase
obrera para gobernar la vida cotidiana sin la necesidad de la burguesía.
Durante un lapso de 15 días, el poder obrero en forma de comités locales
militares, de transporte, abastecimiento, sanitarios, de orden público,
justicia revolucionaria, propaganda..., sustituyó a las instituciones de la
burguesía. Como en la Comuna de París en 1871, o en la Revolución Rusa de
octubre de 1917, la posibilidad de un poder alternativo al del capital se
estaba fraguando. Su fracaso no estuvo causado por la ineficacia de estos
organismos, sino por el aislamiento de la revolución y la derrota militar en
un combate completamente desigual.
En La Felguera, donde el Comité revolucionario quedó bajo
dirección de la CNT-FAI, se crearon comités de distribución de alimentos por
barrios, se establecieron vales de racionamiento, incluso se suprimió el
dinero y se hicieron vales al portador. El comité de abastos se incautó de
depósitos de alimentos en la Estación del Norte, en Noreña, Nava e Infiesto y
se procedió a la centralización de todo lo requisado para su posterior
reparto entre los pueblos. Como era costumbre en todas las insurrecciones, el
odio a la Iglesia y lo que representaba constituyó un objetivo de la
revolución: La iglesia parroquial fue quemada; la Alcaldía fue ocupada y los
archivos se quemaron. También se tomaron las escuelas de la Duro Felguera y
se acondicionaron como Cuartel General de la Insurrección. La cárcel para los
guardias civiles detenidos se estableció en la escuela industrial.
Es de destacar la utilización de la fábrica de la Duro para
adaptar camiones y transformarlos en los blindados de la revolución. El
mantenimiento de las minas y las instalaciones de la siderurgia siguieron
funcionando día y noche al servicio de la revolución, igual que ocurriera con
las fábricas de Petrogrado en octubre de 1917.
En lo que se refiere a Sama de Langreo y Mieres, ambas ciudades
se convirtieron en el epicentro del reclutamiento de combatientes
revolucionarios y de provisión de los principales cuadros y dirigentes. En el
caso de Sama la localidad fue la capital revolucionaria a partir del 13 de
octubre después del repliegue de Oviedo y Gijón por parte de las fuerzas
revolucionarias.
En Gijón, la ciudad más poblada de la región, la CNT dominaba
políticamente la Alianza Obrera. Es cosa ampliamente reconocida que los
militantes de la CNT estuvieron peor armados, dentro de la precariedad general,
que los del resto de la región. En la práctica la ciudad nunca fue controlada
en su totalidad por los trabajadores, que se hicieron fuertes en los barrios
obreros tradicionales como Cimavedilla y El Llano. Al igual que en las
cuencas, en estos barrios se establecieron comités revolucionarios que
dirigieron la fabricación de explosivos, servicios sanitarios, de
electricidad, orden público, etc. En el terreno militar las acciones de los
trabajadores gijoneses se orientaron a hostigar a los marineros que desembarcaban
del puerto para reforzar la ofensiva contrarrevolucionaria. Fue necesaria la
movilización de la marinería del Jaime I (500 hombres),
una bandera del Tercio, un batallón de infantería, y el bombardeo continuado
de la aviación para derrotar la resistencia de los trabajadores de El Llano.
En cuanto a Oviedo, el objetivo del primer Comité revolucionario
fue asegurarse su control lo más rápidamente posible. Pero la tarea no se
presentó sencilla.
González Peña, secretario general de la UGT asturiana y animador
del movimiento en sus etapas previas, no duró mucho tiempo al frente de la
insurrección: abandonó su puesto nueve días después de comenzar los combates.
En la madrugada del 5, el dirigente ugetista organizó una columna minera
partiendo de Ablaña que agrupó a 800 hombres. Su destino era Oviedo, pero la
aparente pasividad de los trabajadores de la ciudad cuando la columna se
acercaba hacia ella, parece que paralizó su avance. El ataque fundamental por
la conquista de Oviedo sería lanzado por la columna minera procedente de
Mieres a la que se sumaría la de González Peña. El tercer destacamento que
participaría en la toma de la ciudad fue el de Langreo, incorporado
tardíamente por la resistencia encarnizada ofrecida por el cuartel local de
la guardia civil.
En resumidas cuentas el 6 de octubre los revolucionarios
asturianos se habían hecho con el control de las cuencas mineras desarmando a
la guardia civil, avanzaban en Gijón y Oviedo y habían tenido su primer éxito
militar a campo abierto en la batalla de La Manzaneda. Ese día las posiciones
se consolidaron en Oviedo con la toma del Ayuntamiento hacia el mediodía. A
pesar de que la falta de armamento y munición limitaba sensiblemente la
capacidad de armar a más voluntarios, que afluían entusiasmados por el avance
de las columnas mineras, al final del día buena parte de la población estaba
bajo el control de los insurrectos. El domingo 7 de octubre las columnas
revolucionarias instaladas en Oviedo recibieron nuevos refuerzos: cañones
procedentes de la fábrica de Trubia, ocupada por los insurrectos, y nuevos
refuerzos de combatientes. En los días posteriores se registraron combates
encarnizados en la ciudad y la actuación contundente de los bombarderos de la
aviación gubernamental.
A diferencia de la Comuna de París, en la que los
revolucionarios se quedaron a las puertas del Banco de Francia, los mineros
asturianos sí asaltaron el Banco de España en una acción que desató las iras
de la burguesía. Una parte del dinero sustraído (más de catorce millones de pesetas)
fue recuperado por la guardia civil, pero otra cantidad permaneció en manos
de los dirigentes socialistas.
Entre el 8 y el 9 de octubre se produjo el asalto final al
cuartel militar de la Vega, en el que los revolucionarios ponían grandes
esperanzas de requisar armamento y munición. Con estos nuevos suministros
pretendían armar a los voluntarios y resistir el asedio del gobierno de
Madrid que ya había enviado miles de soldados de refuerzo a las ordenes del
general López Ochoa. Sin embargo, en una de las pocas acciones precavidas que
adoptó la autoridad militar en las jornadas previas a la insurrección, el día
4 de octubre salieron de la factoría más de 500.000 cartuchos en 159 cajas.
Esto dejaba a las fuerzas revolucionarias con un gran depósito de armamento
en sus manos (requisaron más de 10.000 fusiles, 29 ametralladoras y 81
fusiles ametralladores), pero sin munición, lo que causó una gran frustración
entre la fuerzas combatientes.
El gobierno contraataca
Otro de los frentes de lucha más importantes de la insurrección
asturiana fue el conocido como frente sur, cuyos combates tuvieron como
escenarios el Puente de los Fierros y Pola de Lena. Los combates se
prolongaron desde el mismo día 6 hasta el final de los mismos el día 18.
Durante ese período de tiempo el ejército revolucionario llegó a concentrar
cerca de 3.000 combatientes instalados en una zona escarpada, con toda una
infraestructura de campaña: cocinas, asistencia sanitaria, enlaces
telefónicos con los comités revolucionarios.
En la campaña militar contra la insurrección participaron cerca
de 25.000 hombres. El general López Ochoa fue el encargado de dirigir las
operaciones militares en Asturias, mientras otros generales como Franco
prestaron un innegable servicio. Franco fue director de las operaciones desde
el ministerio de Guerra y actuó como el verdadero jefe del Estado Mayor
Central. En la práctica dirigió todas las operaciones militares desde la
retaguardia, continuando con la experiencia que había adquirido cuando era
comandante en Asturias, durante la represión de la huelga general de 1917.
Los combates fueron muy duros en las cuencas. El gobierno tuvo
que utilizar hasta siete unidades militares comandadas primero por el general
Bosch y después por el general Balnes, en diez días de combate para poder
penetrar hacia el Caudal desde el frente sur.
El avance militar, la escasez de munición y la falta de
confianza en la victoria, movió a la mayoría socialista del primer comité a
plantear, tan sólo cuatro días después de desencadenada la insurrección, la
necesidad del repliegue y dar por finalizada la revolución. El día 10 los
máximos dirigentes socialistas en el comité planteaban abiertamente el
repliegue, cuando López Ochoa se encontraba a dos kilómetros de Oviedo y las
fuerzas del tercio ya habían desembarcado en Gijón para reforzar la ofensiva
contrarrevolucionaria. El día 11 la mayoría del comité y de jefes de grupo,
con la oposición activa de los representantes del PCE, aprobó los planes de
retirada que debería someter a consulta de las columnas de combatientes y
comités de las cuencas.
Sin embargo, la retirada impulsada por los líderes socialistas
chocaba con la actitud militante de su propia base y de los activistas del
PCE. Estos últimos acometieron una acción enérgica de denuncia del abandono
de la responsabilidad revolucionaria de los líderes socialistas, y lograron
hacer elegir en el mismo Oviedo un segundo Comité en el que contarían con la
mayoría (de sus siete miembros cinco eran de las juventudes comunistas). La
nueva dirección comunista intentó organizar de forma más eficaz y
disciplinada las tareas de los diferentes comités de guerra, abastecimiento,
transportes, propaganda... y especialmente lanzaron una campaña para
constituir el Ejército Rojo con un nítido carácter de clase, sobre la base de
la centralización de la columnas y unificación del mando. En casi todas sus
acciones, este segundo comité fue apoyado por los militantes de las
Juventudes Socialistas, que desautorizaban la actitud de los dirigentes
ugetistas y del partido en el primer comité. Al mismo tiempo, la agitación a
favor de continuar la insurrección hasta el final, enardeció a los
combatientes y fue decisiva para evitar la desbandada y la derrota inmediata.
Este segundo comité, clave para asegurar la continuidad de la lucha, apenas
tuvo un día de existencia, pero proporcionó una gran autoridad a los
militantes comunistas y les aseguró su participación en el tercer y último
comité revolucionario. La resistencia en Oviedo apenas duró 48 horas hasta el
repliegue de las fuerzas revolucionarias hacia las cuencas mineras.
El tercer comité revolucionario se constituyó en Oviedo en una
reunión de representantes socialistas y comunistas, fijando su sede en Sama
de Langreo. Este comité, liderado por el socialista Belarmino Tomás,
reorganizó las fuerzas insurreccionales en coordinación muy estrecha con el
comité de Mieres. Su resistencia se mantuvo hasta el último momento, cuando
la superioridad aplastante del enemigo, la falta de munición y la certeza de
la derrota del proletariado en el resto del Estado habían afectado
decisivamente a la moral de las filas revolucionarias. En estas condiciones
se hacía imposible continuar la lucha.
Las negociaciones para la rendición se iniciaron el día 18 entre
el general López Ochoa y Belarmino Tomás. La idea de los dirigentes
revolucionarios era obtener garantías de que se evitarían actos represivos, y
colocar a las tropas coloniales, protagonistas de actos de terror blanco en
Gijón y Oviedo, en la retaguardia de los militares que ocuparan las cuencas
mineras. Finalmente y tras el compromiso de López Ochoa de respetar estas
condiciones, Belarmino Tomás volvió a Sama y tras consultar con sus camaradas
del comité se dirigió a las columnas mineras desde el balcón del
Ayuntamiento. Manuel Grossi ha relatado aquel último discurso:
"Camaradas, soldados rojos: aquí entre vosotros, sin ningún
temor, seguros de que hemos sabido cumplir con el mandato que nos habéis
confiado, venimos a daros cuenta de la triste situación en que ha caído
nuestro gloriosos movimiento insurreccional. Vamos a daros cuenta de las
conversaciones mantenidas por nosotros con el general del ejército enemigo,
así como las bases propuestas por éste y que debemos aceptar si queremos la
paz.
"Tened en cuenta, queridos camaradas, que nuestra situación
no es otra que la del ejército vencido. Vencido momentáneamente. Todos,
absolutamente todos, hemos sabido responder como corresponde a trabajadores
revolucionarios. Socialistas, comunistas, anarquistas y obreros sin partido
empuñamos las armas para luchar contra el capitalismo el 5 de octubre, fecha
memorable para el proletariado de Asturias.
"No somos culpables del fracaso de la insurrección, puesto
que en esta región hemos sabido interpretar el sentir de la clase
trabajadora, que ha sabido demostrar su voluntad con hechos concretos. No
sabemos quién o quiénes han sido los culpables del fracaso de nuestro
movimiento, tan valiente y con tanto heroísmo sostenido aquí por espacio de
quince días. Tenemos fusiles, ametralladoras y cañones, pero nos falta lo
esencial, que son las municiones. No disponemos de un solo cartucho. En
nuestros frentes los soldados rojos se ven obligados a sostener el avance
enemigo, empleando para ello la dinamita. Sólo con esto pueden los soldados
rojos mantener a raya al ejército adversario. Como comprenderéis, esta
situación no se puede prolongar un día más, pues disponerse a resistir
significa ser copados por nuestros enemigos y ser pasados a cuchillo.
"Ninguna ayuda podemos esperar del proletariado del resto
de la península, ya que éste no es más que un mero espectador del movimiento
de Asturias, y ante esta situación no es posible seguir luchando por más
tiempo con las armas en la mano (...)".
Después de leer las condiciones de la rendición, la reacción
entre los más exaltados fue la de querer fusilar a Belarmino Tomás y al resto
del comité. Después de diez minutos de máxima tensión, Belarmino Tomás
continuó su alocución:
"No es de cobardes deponer las armas cuando claramente se
ve que es segura la derrota, derrota que no puede considerarse como tal si
pensamos en la potencialidad de nuestro enemigo, así como en los medios y las
armas que éste ha tenido que emplear para combatirnos. Nadie, absolutamente
nadie, podrá borrar de la Historia lo que significa nuestra insurrección.
Reflexionad pues, camaradas, y comprenderéis nuestros razonamientos. La lucha
entre el capital y el trabajo no ha terminado ni podrá terminar en tanto que
los obreros y campesinos no sean dueños absolutos del poder. El hecho de
organizar la paz con nuestros enemigos no quiere decir que reneguemos de la
lucha de clases. No. Lo que hoy hacemos es simplemente un alto en el camino,
en el cual subsanaremos nuestros errores para no volver a caer en los mismos,
procurando al mismo tiempo organizar nuestra segunda y próxima batalla, que
debe culminar con el triunfo total de los explotados".
Las últimas actuaciones del comité revolucionario, integrado por
cuatro socialistas y dos comunistas, fue tratar de convencer e imponerse a
los pequeños grupos reacios al acuerdo, así como redactar el último
comunicado de la revolución que se distribuyó por las poblaciones
insurrectas.
El movimiento es derrotado: comienza la represión gubernamental
El derramamiento de sangre cuesta muchas lágrimas e inquietudes,
pero por encima de la sensibilidad está el interés de España. Thiers, el
hombrecillo que fue la befa de sus contemporáneos, cuando presenció los
horrores de la Commune de Paris, en 1870, fusiló en nombre de la República y
produjo millares de victimas. Con aquellos fusilamientos salvó la República,
las instituciones y mantuvo el orden. Que los delitos no queden impunes: al
cumplir la ley se sirven los intereses de la República y España.
Melquíades Álvarez,
diputado derechista por Asturias en una intervención parlamentaria.
La República francesa vive, no por la Commune, sino por la
represión de la Commune.
(El señor Maeztu:
—"¡Cuarenta mil fusilamientos!")
Aquellos fusilamientos aseguraron setenta años de paz social.
Calvo Sotelo
en el debate parlamentario
La represión posterior al levantamiento se extendió por Asturias
y el conjunto del país. En lo que se refiere a Asturias, los muertos en los
combates podrían estar cercanos a los dos mil, muchos más numerosos entre las
filas de los revolucionarios que en las fuerzas gubernamentales. La cifra de
los fusilados y asesinados en la represión militar y policial posterior
superarían los 200 trabajadores. Figuras siniestras de la represión como el comandante
Doval, perpetraron crímenes colectivos que quedaron completamente impunes. El
terror blanco se desató en Asturias y en el conjunto del país. Decenas de
miles de trabajadores revolucionarios abarrotaban las cárceles. Tan sólo en
Asturias hasta final de 1934 habían sido detenidas 10.000 personas; decenas
de miles más sufrieron los despidos y las represalias de los patronos que se
vengaban así del movimiento revolucionario. En Asturias una parte de los
protagonistas de la insurrección pasó a engrosar la lucha guerrillera que se
mantuvo hasta el mes de enero de 1935.
Como diría el líder anarquista Malatesta, los capitalistas
harían pagar con sangre el terror que el movimiento insurreccional provocó
entre sus filas. El primer intento de envergadura en el Estado español de
romper de raíz con las relaciones de propiedad capitalista, se saldaba a
favor de la clase dominante.
¿Por qué fue derrotada la Comuna Asturiana? Las razones se han
explicado, pero es obvio que el aislamiento y el fracaso de la insurrección
en el resto del Estado fueron determinantes. La actitud de la CNT estatal que
se negó a participar en la lucha, se tradujo en que su sindicato ferroviario
no impidió el traslado de las tropas moras y legionarias a Asturias para
llevar a cabo la represión.
Pero a pesar de todo, Asturias la Roja frenó el
avance del fascismo y el movimiento obrero se recuperó con rapidez de sus
heridas. Los mineros demostraron que la revolución socialista no era una
ilusión utópica, sino algo perfectamente posible, al menos por parte de los
trabajadores. No fueron por tanto los factores objetivos los que impidieron
el triunfo de la insurrección, sino la ausencia de un partido marxista que
desplegara una táctica acertada y un programa para la toma del poder. El PSOE
podía haberlo hecho, pero le faltaba una dirección marxista, lo que no
impidió que muchos militantes socialistas, especialmente en las Juventudes,
buscaran después de la derrota las ideas necesarias para el triunfo.
"El arma superior a todas" afirmaba Grandizo Munís,
" es una política revolucionaria completa, inequívoca e impetuosa en los
momentos de lucha (…), las condiciones objetivas que faltaban en octubre
—órganos democráticos de poder, milicia obrera, cohesión a escala nacional,
un programa preciso y concreto para la toma del poder—, dependían todas del
factor subjetivo…"11.
Hacia la revolución socialista
La insurrección de octubre desató todas las alarmas de la clase
dominante. El proletariado español había probado no sólo en las declaraciones
públicas de sus líderes, sino con las armas en la mano, que no consentiría un
triunfo frío, pacífico, de la contrarrevolución. Las
lecciones de los acontecimientos de Alemania, de Austria, no habían pasado en
balde; el movimiento unitario por la base, la radicalización de la juventud,
la conciencia revolucionaria de millones de obreros y campesinos, era una
prueba concluyente para la burguesía y los terratenientes: la república, las
formas democráticas, eran un obstáculo para defender la propiedad privada.
Todas las acciones de los obreros y los campesinos sin tierra,
desde la proclamación de la República el 14 de Abril, habían ido dirigidos
precisamente contra la propiedad privada, y los privilegios de la clase
dominante.
El marxismo siempre ha señalado que las formas políticas de
dominación de clase pueden variar, mientras que las relaciones sociales de
producción, que las determinan, permanecen intactas. Es decir, la burguesía
se vio obligada a ceder en el cambio de régimen, aceptando el
desmantelamiento de la monarquía, y su sustitución por la República, siempre
que este cambio no cuestionara su poder. Esto no modificaba la naturaleza
burguesa del régimen republicano. Indudablemente la acción revolucionaria de
las masas antes de 1931 obligó a la clase dominante a aceptar parcial y
temporalmente la existencia de derechos y libertades democráticas, y esta
conquista tenía un enorme valor. Sin embargo, la única garantía para que
estos derechos no quedaran eliminados, para que estos derechos tuvieran
además todo su sentido en la medida que fueran acompañados con justicia
social y económica, buenos salarios, viviendas decentes, tierras para los
campesinos, era la transformación socialista de la sociedad. La República no
cuestionaba el sistema de libre mercado, no era un régimen anticapitalista,
sino todo lo contrario.
La reacción comprendió que la tentativa de Asturias imponía una
salida mucho más drástica. Se concretó el reagrupamiento de la clase
dominante; algunos diputados encabezados por Calvo Sotelo constituyeron el Bloque
Nacional en diciembre de 1934 para preparar el asalto violento del poder. La
CEDA exigió su entrada en el gobierno para imprimir mayor dureza a la
represión, con la confianza de que la transformación fascista del régimen y
el triunfo definitivo de la contrarrevolución se podrían llevar a cabo de
manera similar a la de Hitler o Mussolini. En mayo de 1935, Lerroux
finalmente formó gobierno con seis ministros cedistas, incluido su líder Gil
Robles, que ocupó el Ministerio de la Guerra. La burguesía en su conjunto
comprendía ya, a la altura de 1935, que la única defensa consecuente de sus
intereses pasaba por al aplastamiento de la izquierda y sus organizaciones.
La salida militar-fascista no fue una improvisación de un grupo
de militares sino una acción preparada sistemáticamente que contó con el
apoyo del conjunto de la burguesía, los terratenientes y los banqueros de
todo el país, y fue ejecutada por una casta de oficiales que no sólo fue
consentida por la República, sino premiada por sus diferentes gobiernos. El
13 de mayo de 1935, Francisco Franco, ascendido a general por Lerroux, fue
nombrado Jefe del Estado Mayor Central. El general Fanjul ocupaba la
Subsecretaría de Guerra y Goded la Dirección General de Aeronáutica.
Individuos destacados de la oligarquía, como Luis Oriol (tradicionalista y
banquero), que fletó un barco desde Bélgica con 6.000 fusiles, 150
ametralladoras pesadas, 300 ligeras, 10.000 bombas de mano y 5 millones de
cartuchos, financiaban y armaban sin tapujos las fuerzas de la contrarrevolución.
Los carlistas tradicionalistas habían organizado una Junta Militar, que
funcionaba desde San Juan de Luz, y adiestraba a las fuerzas de choque de los
Requetés, que regularmente recibían cargamentos de armamento para sus
arsenales. En las altas esferas del ejército los preparativos militares para
aplastar la revolución se desarrollaban con rapidez. La Unión Militar
Española, la organización reaccionaria de los oficiales se fortaleció con la
entrada del general Goded y aceleró todos los planes para el levantamiento
militar.
Las lecciones de la revolución del 34 eran obvias: no había
condiciones materiales para una república democrática parlamentaria.
Estas formas políticas son posibles en los períodos de ascenso histórico del
capitalismo y no de declive, de decadencia orgánica. Igual que en el conjunto
de Europa, la disyuntiva no era democracia o fascismo, sino fascismo o
revolución socialista.
Pero, cuando esto era evidente para la burguesía, la
Internacional Comunista —fundada por Lenin y Trotsky como el instrumento de
la revolución mundial— bajo el control del aparato estalinista arrojó por la
borda todas las enseñanzas del leninismo y de la lucha de clases, toda la
experiencia de la revolución de octubre del 17, de la revolución alemana, del
triunfo nazi y de los acontecimientos españoles. Realizando una nueva pirueta
política, determinada por los intereses burocráticos de la casta que dominaba
el PCUS y la IC, abandonó la malograda teoría del socialfascismo
no para reconciliarse con Lenin y la política bolchevique sino para retomar
los desechos teóricos de la socialdemocracia y el menchevismo y adoptar el
programa de la colaboración de clases: el Frente Popular. Del 25 de julio al
17 de agosto de 1935, se reunió en Moscú el VII Congreso de la IC para
ratificar un viraje iniciado seis meses antes, después del acercamiento
diplomático de la burocracia estalinista a Francia y Gran Bretaña. Dimitrov
se encargó de presentar la nueva doctrina política, enterrando las viejas
ideas ultraizquierdistas del social fascismo: "Hoy en día, en una serie
de países capitalistas, las masas trabajadoras tienen que elegir
concretamente, por el momento, no entre la dictadura del proletariado y la
democracia burguesa, sino entre la democracia burguesa y el fascismo"
(Dimitrov, Euvres Choises, París 1952, pág. 137). El
futuro de la revolución española sin embargo, adoptó un curso mucho más
dramático del que los dirigentes estalinistas podrían suponer.
En el movimiento socialista, el proceso de radicalización no se
detuvo. En el folleto Octubre segunda etapa,
publicado clandestinamente por las Juventudes Socialistas y en el que se
contienen ideas muy confusas respecto al gobierno de conjunción (1931-1933) y
la política del PSOE, queda reflejado, a pesar de todo, la profundidad de la
evolución izquierdista de las juventudes: "Regresamos a Marx y Lenin,
unamos a la juventud revolucionaria en una internacional que rompa los
errores del pasado, para ello invitamos a la Juventud Comunista, a las
Juventudes Comunistas de Izquierda y a las juventudes del BOC a entrar en
masa a la Juventud Socialista de España, invitamos a la juventud
revolucionaria a unirse a nuestra bandera para la reconstrucción del
movimiento proletario internacional".
La evolución de las JJSS hacia las auténticas posiciones del
marxismo era una posibilidad real. Las posturas centristas de izquierda no
surgieron por capricho. Respondían a la madurez que había alcanzado el
proceso revolucionario en el Estado español. Los batallones para construir el
partido marxista que el proletariado español necesitaba estaban dispuestos:
eran los miles de jóvenes socialistas que querían hacer la revolución. Pero
aquellos que tuvieron la oportunidad de ganarlos a las ideas del genuino marxismo
(entre ellos la Izquierda Comunista liderada por Andreu Nin) rechazaron
hacerlo.
La historia posterior es la página más gloriosa del proletariado
español. Durante tres años los trabajadores, los campesinos, los oprimidos
durante siglos empuñaron las armas contra el fascismo e hicieron una
revolución social, en las ciudades y en el campo, generando los órganos del
poder obrero en el terreno militar, en las fábricas, en las colectividades.
Toda la política práctica de las masas obreras se orientó hacia la revolución
socialista, la única arma con la que se podía derrotar exitosamente al
fascismo. Y como ocurriera en otras ocasiones, la tragedia del proletariado
español no fue la ausencia de madurez política, de arrojo y valentía, ni
siquiera de armas, sino la falta de una dirección revolucionaria armada con
el programa del socialismo revolucionario, una dirección leninista a la
altura de las tareas que imponía el momento histórico.
El drama de tres años, del que Octubre del 34 fue su
anticipación, se resolvió con el triunfo de la contrarrevolución fascista y
una dictadura que cubrió el Estado español durante cuarenta años. Algunos
pensaban que la paz de los cementerios, los fusilamientos, la cárcel y el
exilió acabarían con la clase obrera y sus ansias de liberación. Se
equivocaron por completo como demostraron los acontecimientos revolucionarios
de los años sesenta y setenta del siglo pasado.
Las lecciones de octubre del 34 y de la revolución española
constituyen un tesoro precioso para los revolucionarios. Su estudio
sistemático y profundo es absolutamente imprescindible, pues la política
revolucionaria nunca surgirá de la confusión o de la improvisación. Estamos
pues obligados a asimilar estas lecciones, por muy dolorosas que éstas sean,
para evitar los errores del pasado. Sólo así podremos construir la dirección
y el partido capaz de llevar a la clase obrera y los oprimidos hasta la
victoria definitiva.
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Este blog lo he creado para socializar la información, soy de la clase trabajadora explotada y oprimida de Andalucía. En Andalucía leer es un acto de liberación
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