Por
cuatro duros: cómo sobrevivir al trabajo precario
Capitán
Swing reedita "Por Cuatro Duros", un clásico de Barbara Ehrenreich a
tener muy en cuenta en el próximo Día Internacional de la Mujer Trabajadora
Por: Barbara Ehrenreich, viernes 7 de marzo de
2014
¿Cómo
sobreviven los empleados con los salarios más bajos? Esta es la pregunta que
dio pie a "Por Cuatro Duros", el extraordinario reportaje de Barbara
Ehrenreich que a principios del siglo XXI retrataba la cara oculta de la
prosperidad americana. ¿Su conclusión? No existe ningún trabajo “no
cualificado”: hasta las más humildes ocupaciones requieren un esfuerzo
agotador. Aquí te presentamos la introducción de este libro, tan válido hoy
como entonces. Traduce Carmen Aguilar.
Introducción
Manos a
la obra
La idea de
escribir este libro surgió en un escenario bastante suntuoso. Lewis Lapham,
editor de Harper’s, me había invitado a una comida de 30 dólares en
un sitio discreto de estilo francés rústico, con la intención de discutir mis
futuros artículos para su revista. Creo recordar estar comiendo salmón y
ensalada verde, mientras le sugería ideas sobre cultura pop, cuando la
conversación derivó hacia un tema más familiar para mí: la pobreza. ¿Cómo viven
las trabajadoras no cualificadas con el jornal que reciben? Sancionada la
Reforma de la Seguridad Social, nos preguntábamos en particular cómo pueden ser
arrojadas cuatro millones de mujeres al mercado laboral, con un salario de 6 0
7 dólares la hora. En ese momento dije algo que, desde entonces, he tenido que
lamentar en muchas ocasiones: «Alguien tendría que hacer periodismo a la
antigua usanza, ¿sabes? Echarse a la calle y ver cómo es la cosa». Pensaba en
alguien mucho más joven que yo, en algún periodista neófito con hambre y tiempo
disponible. Pero Lapham esbozó esa su media sonrisa con una chispa de locura y
dio al traste —al menos por un tiempo— con la vida tal y como como yo la conocía,
diciendo una sola palabra: «Tú».
La última
vez que alguien me había urgido a renunciar a mi vida normal para aceptar un
trabajo mal remunerado corriente y moliente había sido en los años setenta
cuando docenas y tal vez cientos de radicales de los sesenta empezaron a
meterse en las fábricas para «proletarizarse» y organizar a la clase
trabajadora. La muchacha que yo era entonces no estaba por la labor. Me daban
pena los padres que habían pagado una buena educación universitaria a esos
obreros voluntariosos y me apenaba también la gente a la que pretendían
redimir. El modo de vida de mi familia nunca había estado demasiado lejos del
de quienes desempeñan trabajos mal remunerados; en realidad estaba lo
suficientemente cerca para valorar la gratificadora independencia que otorga el
oficio —no siempre bien pagado— de escribir. Mi hermana había pasado de un
trabajo mal pagado a otro —corredora comercial en una compañía telefónica,
operaria en una fábrica, recepcionista—, en constante lucha con lo que llama «la
desesperación de ser un esclavo asalariado». Conocí a mi marido y compañero
durante diecisiete años cuando trabajaba en un almacén y cobraba 4,50 dólares
la hora. Situación de la que consiguió escapar para convertirse en organizador
del Sindicato de Camioneros. Mi padre había sido minero del cobre. Mis tíos y
abuelos trabajaron en las minas o en la Union Pacific. De modo que, para mí,
estar sentada ante una mesa de despacho el día entero no sólo era un privilegio
sino un deber; algo que debía a todas esas personas, vivas y muertas, que
tantas cosas tendrían que contar. Muchas más de las que nadie puede alcanzar a
escuchar a lo largo de toda una vida.
Además de
mis recelos, ciertos miembros de la familia no dejaban de recordarme —aunque no
hiciera falta— que yo podía participar en aquellos proyectos, tan de moda
entonces, sin dejar por eso mi despacho. No tenía más que pagarme a mí misma un
sueldo medio por ocho horas de trabajo al día, cobrarme casa y comida más
algunos gastos admisibles —como la gasolina—, y hacer las cuentas a fin de mes.
Con los salarios habituales de 6 o 7 dólares la hora y alquileres de 400
dólares o más al mes, me pareció que las cuentas difícilmente cuadrarían. Y, en
caso de haberme preguntado si una madre soltera —dejada de lado por la
Seguridad Social— podría sobrevivir sin asistencia estatal en forma de vales de
comida, atención sanitaria, subsidios para el cuidado de la casa y la
guardería, la respuesta era archisabida: no era cosa de dejar la seguridad del
hogar.
Cuando, en
1998, empecé a pergeñar esta experiencia, la National Coalition for the
Homeless [Coalición Nacional para los Sin Techo] afirmaba que la media nacional
del salario mínimo necesario para alquilar un apartamento de una habitación era
de 8,89 dólares la hora. El Preamble Center for Public Policy [Centro de
Investigaciones Sociales] estimaba que las posibilidades de un aspirante típico
de conseguir trabajo con un salario digno eran de 1 frente a 97. ¿Por qué tenía
que preocuparme yo de confirmar hechos tan desagradables? Conforme se acercaba
el momento de no poder evitar asumir la misión, empecé a sentirme un poco como
aquel anciano conocido mío, que usaba la calculadora para hacer las cuentas de
su talonario de cheques y, después, verificaba los resultados rehaciendo las
sumas a mano.
Al final, la
única manera de superar mis dudas fue pensar que, en realidad, me habían
educado para ser una mujer de ciencia. Tenía una licenciatura en Biología y no
la conseguí sentada ante un escritorio, amañando cifras. En el despacho puedes
especular con todo lo que se te antoje pero, antes o después, tienes que subir
al estrado y zambullirte en el caos cotidiano de la naturaleza, donde acechan
sorpresas y resultados más prosaicos. Cuando me metiera en el proyecto, tal vez
descubriría en el mundo de la trabajadora mal remunerada ciertas formas ocultas
de ahorro. Si casi el 30 por ciento de la fuerza laboral se desloma por 8
dólares o menos la hora —según informaba en 1998 el Washington-based Economic
Policy Institute [Instituto de Política Económica de Washington]—, existía la
posibilidad de que esas trabajadoras hubieran dado con algunos trucos, aún
desconocidos para mí. Tal vez fuera capaz de detectar en mí misma los efectos
psicológicos energizantes de salir de casa, como prometían los sesudos señores
que nos trajeron la Reforma de la Seguridad Social. Por otro lado, tal vez
hubiera costes inesperados —físicos, económicos, emocionales— que echaran por
tierra todos mis cálculos. La única manera de averiguarlo era salir y
ensuciarme las manos.
Con espíritu
científico fijé antes de nada ciertas reglas y ciertos parámetros. La primera
regla era, obviamente, que en mi búsqueda de trabajo no iba a respaldarme en
ninguna de las habilidades adquiridas durante mis estudios ni mi trabajo... De
cualquier manera, tampoco es que hubiera tantas ofertas para ensayistas.
Segunda, tenía que aceptar el trabajo mejor pagado que me ofrecieran y hacer
todo lo posible por conservarlo; nada de peroratas marxistas ni de escabullirme
al aseo para leer novelas. Tercera, tenía que tomar el alojamiento más barato
que encontrara o, por lo menos, el más barato que ofreciera condiciones
aceptables de seguridad e intimidad, aunque mis exigencias en ese aspecto eran
vagas y, como en poco tiempo quedó demostrado, inclinadas a degradarse.
Intenté
aferrarme a esas reglas pero, en el curso de la experiencia, todas ellas
cedieron o fueron quebradas en algún momento. En Key West, por ejemplo, donde
empecé el proyecto a fines de la primavera de 1998, me ofrecí para un puesto de
camarera diciendo que podía saludar a los turistas extranjeros con el
debido bonjour o Guten Tag. Fue el único caso
en que me permití dar indicios de mi verdadera educación. En Minneapolis, mi
último destino, quebré otra regla al no aceptar el trabajo mejor pagado, pero
habrá que juzgar mis razones para no hacerlo. Finalmente, en el último momento,
estallé y solté una perorata furtiva sin que me oyeran los jefes.
Tenía
también el problema de cómo presentarme a los eventuales empleadores y, en
particular, cómo explicar mi lamentable falta de experiencia laboral. La verdad
—o, por lo menos, una versión deslavazada de ella— parecía más fácil: me
describía ante los entrevistadores como ama de casa divorciada, que volvía al
mercado laboral al cabo de muchos años, cosa que hasta ahí era verdad. A veces,
aunque no siempre, para unos pocos trabajos como empleada de hogar, cité como
referencia a antiguos compañeros con quienes había compartido vivienda y a una
amiga de Key West a quien había ayudado de vez en cuando a fregar los platos de
la cena. En los formularios de solicitud de trabajo preguntaban también cuál
era el nivel de educación. Como suponía que la licenciatura en Biología no me
ayudaría en absoluto e incluso que haría sospechar a los empleadores que era
una alcohólica empedernida o algo peor, me limitaba a hablar de tres años de
universidad, confesando mi alma máter de la vida real. Resultó que nadie
cuestionó nunca mis antecedentes y sólo uno de mis empleadores entre varias
docenas se molestó en verificar mis referencias. En cierta ocasión, una
entrevistadora excepcionalmente locuaz me preguntó por mis aficiones. Dije
«escribir», y no le pareció nada extraño. Aunque el trabajo que me ofrecía
podría haberlo desempeñado a la perfección un analfabeto.
Por último,
establecí algunos límites tranquilizadores, para afrontar cualquier emergencia
que se presentara. Primero, siempre tendría coche. En Key West conducía el mío;
en otras ciudades recurría a coches alquilados, que pagaba con tarjeta de
crédito, en vez de hacerlo con mis ganancias. Sí, podría haber caminado o
atenerme a trabajos accesibles utilizando el transporte público. Pensé que la
historia de la espera de autobuses no sería muy interesante de leer. Segundo,
descarté la opción de no tener alojamiento. La idea era pasar un mes en cada
puesto y ver si podía encontrar un trabajo que me permitiera —en ese lapso—
ganar el dinero suficiente para pagar el segundo mes de alquiler. Si pagaba el
alquiler por semana y me quedaba sin dinero, daría el proyecto por terminado;
para mí, nada de albergues ni de dormir en el coche. Tercero, no tenía la menor
intención de pasar hambre. Al acercarse el momento de iniciar el experimento,
me prometí que, si las cosas llegaban al extremo de no tener asegurada la comida
siguiente, sacaría a relucir mi tarjeta de débito y haría trampa.
De manera
que ésta no es la historia de una aventura sin «red de seguridad» que desafíe a
la muerte. Casi cualquiera podría hacer lo que yo hice: buscar un puesto,
trabajar en él, tratar de cuadrar los números. Millones de estadounidenses lo
hacen todos los días, con mucha menos alharaca y sin titubeos.
Por razones
que, a la vez, alientan y limitan, desde luego soy muy distinta de quienes
normalmente desempeñan en Estados Unidos los puestos más humildes. Y, lo que es
más obvio, sólo estuve de visita en un mundo que otros habitan a tiempo
completo, con frecuencia la mayor parte de sus vidas. Con todos los halagos que
me esperaban en mi vida real, conquistados cuando ya era una mujer de mediana
edad —cuenta bancaria, plan de jubilación, cartilla sanitaria, casa de varias
habitaciones—, en el fondo no había manera alguna de «experimentar la auténtica
pobreza» ni de descubrir cómo se siente realmente quien es, durante largo
tiempo, una trabajadora mal remunerada. Mi objetivo era mucho más claro y
modesto: no pretendía más que ver si podía ajustar las entradas a los gastos,
como hacen a diario los auténticos pobres. Además, había tenido suficientes
encuentros indeseables con la pobreza durante mi vida para saber que no es el
ámbito que querría visitar con fines turísticos: huele demasiado a miedo.
Al contrario
que muchos trabajadores con salarios bajos, yo tenía la ventaja añadida de ser
blanca y de que el inglés fuera mi lengua materna. No creo que eso afectara mis
posibilidades de encontrar trabajo, teniendo en cuenta la buena disposición de
los patrones para contratar poco menos que a cualquiera, dada la escasez de
mano de obra entre 1998 y 2000, pero, casi con certeza, afectó el «tipo» de trabajo
que me ofrecieron. Al principio busqué en Key West lo que presumí era el
trabajo relativamente fácil de limpieza en hoteles y, sin embargo, me vi
arrastrada a hacer las tareas de camarera, sin duda, por mi etnia y mis
conocimientos de inglés. Tal como sucedió, ser camarera no me proporcionó
muchas ventajas económicas, comparadas con las de las camareras de habitación.
Por lo menos fuera de temporada, con propinas bajas, que es cuando trabajé en
Key West. Pero la experiencia sí me sirvió para decidir en qué condiciones
vivir y trabajar en otras localidades. Dejé de lado, por ejemplo, sitios como
Nueva York y Los Ángeles, donde la clase trabajadora está constituida sobre
todo por gente de color y una mujer blanca que habla inglés sin acento
extranjero en busca de trabajos «no cualificados» sólo puede parecer una
desquiciada o una excéntrica.
Tenía otras
ventajas. El coche, por ejemplo, que me distinguía de muchos —aunque de ninguna
manera de todos— de mis compañeros de trabajo. Si lo que buscaba era repetir la
experiencia de una mujer que entra en el mercado laboral abandonando su
bienestar, el caso ideal habría sido que tuviera, por lo menos, dos niños a
cuestas. Pero los míos estaban crecidos y nadie iba a estar dispuesto a
prestarme los suyos para que me los llevara un mes de vacaciones lleno de
zozobra. Además de estar motorizada y sin carga, gozo seguramente de mejor
salud que la mayoría de quienes llevan mucho tiempo viviendo de un trabajo mal
pagado. Lo tenía todo a mi favor.
Si había
otras diferencias más sutiles en mí, nadie me las señaló nunca. Desde luego no
hice ningún esfuerzo por representar un papel ni por ajustarme a un imaginario
cliché de trabajadora mal remunerada. Dondequiera que estuviera permitido usar
ropa de calle, usaba la mía de siempre, el maquillaje y el peinado
acostumbrados. En las conversaciones con mis compañeros de trabajo hablaba de
mis hijos reales, mi estado civil y mis amigos. No había ninguna razón para
inventarme una vida totalmente nueva. Sin embargo, en cierto aspecto, sí
modifiqué mi vocabulario. Al menos cuando era nueva en el trabajo y me
preocupaba por no parecer demasiado desenvuelta ni irrespetuosa. Censuraba las
vulgaridades que forman parte de mi discurso normal, gracias en gran medida a
la influencia de mi compañero. Aparte de eso hacía bromas, me burlaba, opinaba,
especulaba y, de vez en cuando, daba cantidad de consejos sobre salud,
exactamente como haría en cualquier otro ambiente.
Acabada la
experiencia, mis conocidos me preguntaban si la gente con quien había trabajado
no..., no advertían que... Daban por supuesto que una persona educada es
irremediablemente distinta —y superior— a los zánganos con quienes trabaja.
Querría poder decir que algún supervisor o compañero de trabajo me dijo,
siquiera una vez, que tenía «un algo» especial, en cierto modo envidiable. Por
ejemplo, que era más inteligente o estaba mejor educada que la mayoría. Pero no
sucedió nunca. Sospecho que lo único que realmente tenía de «especial» era mi
inexperiencia. O, vuelta la oración al revés: la personalidad o las destrezas
de la trabajadora con salario bajo no son más anodinas que las de quien se gana
la vida escribiendo. Tampoco tiene menos tendencia a ser ingeniosa o brillante.
Cualquiera que pertenezca a las clases instruidas y crea lo contrario debe
ampliar su círculo de amigos.
Desde luego,
siempre estaba ahí la diferencia que sólo yo sabía: no trabajaba por el dinero.
Estaba haciendo una investigación para escribir un artículo, que luego se
convertiría en libro. Volvía a casa todos los días para hacer algo que en nada
se parecía a mi vida doméstica normal. Volvía a un ordenador portátil, sobre el
cual me pasaba una o dos horas registrando los acontecimientos del día... con
mucha concentración, añadiría yo, porque rara vez podía tomar notas durante la
jornada. Me preocupaba esa farsa —simbolizada por el portátil que me
proporcionaba el vínculo entre mi pasado y mi futuro—, por lo menos frente a
gente que me interesó y habría querido conocer mejor. (Debo decir aquí que
señas de identidad y nombres han sido alterados para proteger la intimidad de
las personas con quienes he trabajado o me he encontrado durante la
investigación. En la mayoría de los casos he cambiado también el nombre de los
lugares en los cuales he trabajado y su localización exacta para garantizar aún
más el anonimato de quienes he conocido.)
Después de
muchas reflexiones cargadas de ansiedad, hacia el final de mi permanencia en
cada sitio me «descubría» ante unos pocos compañeros de trabajo elegidos. El
resultado era siempre asombrosamente decepcionante. La reacción que más gracia
me hacía era la pregunta: «¿Quieres decir que no volverás al turno de la noche
de la próxima semana?». Me sorprendía mucho que no se asombraran más ni se
indignaran. Parte de la respuesta esté quizás en la noción que la gente tiene
de lo que significa «escribir». Hace años, cuando me casé con mi segundo
marido, éste dijo muy orgulloso a su tío —por aquel entonces, aparcacoches— que
yo era escritora. La respuesta del tío fue: «¿Quién no lo es?». Cualquier
persona alfabetizada «escribe», y algunos de los trabajadores con salarios
bajos que conocí o me presentaron durante el proyecto escribían diarios o
poemas...; en un caso, incluso, una larga novela de ciencia ficción.
Barbara
Ehrenreich
Pero, según
advertí ya muy avanzada la experiencia, también es posible que yo exagerara la
profundidad de mi decepción conmigo misma. Por ejemplo, no hay manera de
aparentar ser camarera: la comida llega o no llega a la mesa. La gente me
conocía como camarera, empleada de hogar, auxiliar de enfermería, dependienta
de tienda, no porque actuara como las demás sino porque fui lo que era,
al menos durante el tiempo en que estuve con ellas. En todos los puestos, en
todos los lugares donde viví, el trabajo absorbía por completo mis energías y
gran parte de mi intelecto. No estaba tonteando. Aunque desde el principio
sospechara que el equilibrio entre los salarios y los alquileres trabajaban en
mi contra, hice un verdadero esfuerzo por salir airosa. No doy más importancia
a mis experiencias que a las de otro cualquiera, porque mi historia no tiene
nada de particular. Lo único que pido que se tenga en cuenta cuando dé un
traspié es que las mías eran, sin duda, las mejores circunstancias: las de una
persona con todas las ventajas que la etnia y la educación, la salud y la
motivación pueden conceder, en tiempos de desbordante prosperidad, para
sobrevivir en las profundidades de la clase económica más baja.
Esclavos por horas o cómo vive la clase obrera estadounidense
Si para
pagar un apartamento de una habitación en Estados Unidos se tiene que ganar
8,89 dólares la hora, ¿cómo sobreviven los que ganan cinco o seis?
Protesta de
trabajadores de una cadena de comida rápida en Chicago por el aumento del
salario mínimo hasta 15 dólares por hora. Foto: Kamil Krzaczynski / Efe.
Hay gente
que se levanta por la mañana, acude a trabajar en un medio de transporte más o
menos adecuado y, tras una jornada más o menos larga y más o menos tediosa,
regresa a casa sabiendo que ha realizado un trabajo que le aportará un sueldo
más o menos digno al final de mes. Del otro lado están todos los demás.
Esta brecha
es la que, entre 1998 y 1999, la afamada periodista estadounidense Barbara
Ehrenreich decidió indagar. Ehrenreich se preguntó cómo sería la vida de
aquellos que trabajan por el salario mínimo por hora en Estados Unidos. Si el
cálculo inicial para que una persona pueda pagar un apartamento de una
habitación en Estados Unidos es que tiene que ganar a partir de 8,89 dólares la
hora, ¿cómo vive alguien que gana cinco o seis? ¿Y qué hay de las familias
monoparentales? ¿Y aquellos que enferman? ¿Viven o sobreviven?
Por cuatro
duros, de Barbara Ehrenreich
Para
responder a estas preguntas, Ehrenreich decidió emplearse como camarera,
empleada doméstica y dependienta en diferentes puntos del país. La única
condición que se puso a sí misma fue no poner en peligro su vida, y empezó un
periplo que le llevaría por Florida, Maine y Minnesota, donde trabajaba de día
y noche, y escribía sobre lo que le pasaba cuando podía.
El resultado
fue Por cuatro duros: cómo no apañárselas en Estados Unidos, una
exhaustiva crónica en primera persona -en la tradición de otros libros de
investigación como Cabeza de turcode Günter Wallraff- que ahora
recupera la editorial Capitan Swing. Su impacto en Estados Unidos fue
incalculable, ya que destapó algo de lo que la mayoría de norteamericanos no
tenían conocimiento: el trabajo de salario mínimo implica una esclavitud de
cuerpo, mente y futuro.
El
trabajador de la miseria estadounidense es un siervo común -alcanza al 30% de
la población cuando la autora realizó el libro-, al que se le niegan los
derechos más básicos y que, a medida que avanza su periplo como asalariado,
debe renunciar a cualquier idea de movilidad social, puesto que jamás la
alcanzará. El mito del estadounidense que puede llegar a todo lo que se
proponga queda destrozado en una obra que, entre otras cosas, ratifica:
- No eres nadie. Cuando trabajas en una
tarea considerada poco cualificada -aunque esto sea más que discutible,
por el nivel de atención, esfuerzo y destreza que requieren todos estos
trabajos- no tienes una identidad reconocible. Si eres camarera eres
"cariño", "rubia" o "nena". Como dependienta,
eres simplemente el nexo al que quejarse, y como empleada del hogar, la
máquina de la que disponer.
- La movilidad se reduce y los
costes aumentan. Trabajar
por poco dinero implica, necesariamente, buscar un lugar donde vivir que
se ajuste al precio que puedes pagar. En consecuencia, la cronista se ve
obligada inmediatamente a optar por un apartamento de una habitación, una
caravana en un párking o, si no puede pagar el depósito de las dos
primeras opciones, una habitación en un motel. Para poder permitirse una
de estas tres cosas, deben estar situadas a 45 minutos o más en coche de
su lugar de trabajo.
- La pobreza es un pez que se
muerde la cola en el sistema. Teniendo en cuenta el coste de la gasolina y de la
vivienda, el 80% del salario que gane irá destinado a pagar estos gastos.
- La falta de tiempo y espacio
implica que no se puede ahorrar en cocinar y comprar comida nutritiva y
barata. Si
no tienes seguro médico, además, por el tipo de trabajo que realizas
acabas teniendo problemas de salud que cuestan dinero.
- La salud se resiente. La obra ahonda en esta espiral
desesperante, que se perpetúa. Si no ganas suficiente dinero con un
trabajo -y se evidencia que nadie lo gana cobrando 120 dólares por
semana-, debes tener dos. Y al tener dos, surge la fatiga, los problemas
de articulaciones, de respiración, sedentarismo, obesidad...
- La falta de conocimiento es
clave. Este
punto también desquicia a la cronista, y con ella al lector. ¿Por qué
algunos de sus compañeros no buscan un trabajo mejor pagado, pudiendo
obtenerlo? ¿Por qué la gente no se organiza y se queja cuando no les dejan
más de cinco minutos para comer? ¿Por qué no optan por una comida algo más
nutritiva si cuesta lo mismo que la que comen? Sencillamente, porque no
saben. Es simple y aterrador. No lo saben. Y de eso se aprovechan los
jefes que les contratan, los encargados que les obligan a trabajar sin una
pausa y las compañías que les venden los productos que consumen, y eso
incluye las hipotecas basura.
- Se fomenta la delación. En el trabajo de
remuneración mínima, Ehrenreich aprende que el compañerismo se confunde
con rebelión de corte marxista. Para muestra, los cuestionarios que le
presentan a cualquiera que se presente a ser dependiente en una tienda, o
camarero en un bar. "¿Delatarías a un compañero si ves que hace algo
inadecuado?". "¿Qué opinas de aquellos que consumen sustancias
ilegales?". El control de la fuerza de trabajo implica al cuerpo y a
la mente a través de la más que común exigencia de tests de personalidad,
muestras de orina y cuestionarios, cuanto menos dudosos.
- Los derechos básicos no existen. A los trabajadores de
Wallmart les encierran para que no puedan salir cuando acaban su turno si
se decide que tienen que hacer horas extras que no les pagan. Esta imagen
resume una ínfima parte de la conclusión más evidente del libro. Si no hay
poder público dispuesto a garantizar una mínima protección al ciudadano,
no queda nada. Ni el derecho a la salud, ni al trabajo digno, ni a la
vivienda adecuada, ni a la información, ni a la protesta.
Por
cuatro duros: cómo no apañárselas en Estados Unidos es de lectura obligada en
muchas universidades estadounidenses, con las consabidas quejas de grupos de
estudiantes conservadores y legisladores municipales. Ahora ya sabemos por qué.
Por cuatro duros. Cómo (no) apañárselas en Estados Unidos.
Barbara
Ehrenreich - 13-03-2014
La idea de
escribir este libro surgió en un escenario bastante suntuoso. Lewis Lapham,
editor de Harper’s, me había invitado a una comida de 30
dólares en un sitio discreto de estilo francés rústico, con la intención de
discutir mis futuros artículos para su revista. Creo recordar estar
comiendo salmón y ensalada verde, mientras le sugería ideas sobre cultura pop,
cuando la conversación derivó hacia un tema más familiar para mí: la pobreza.
¿Cómo viven las trabajadoras no cualificadas con el jornal que reciben?
Sancionada la Reforma de la Seguridad Social, nos preguntábamos en particular
cómo pueden ser arrojadas cuatro millones de mujeres al mercado laboral,
con un salario de 6 o 7 dólares la hora. En ese momento dije algo que, desde
entonces, he tenido que lamentar en muchas ocasiones: “Alguien tendría que
hacer periodismo a la antigua usanza, ¿sabes? Echarse a la calle y ver cómo es
la cosa”. Pensaba en alguien mucho más joven que yo, en algún periodista
neófito con hambre y tiempo disponible. Pero Lapham esbozó esa su media sonrisa
con una chispa de locura y dio al traste —al menos por un tiempo— con la vida
tal y como yo la conocía, diciendo una sola palabra: “Tú”.
La última vez que alguien me había urgido a renunciar a mi vida normal
para aceptar un trabajo mal remunerado corriente y moliente había sido en los
años setenta cuando docenas y tal vez cientos de radicales de los sesenta
empezaron a meterse en las fábricas para “proletarizarse” y organizar a la
clase trabajadora. La muchacha que yo era entonces no estaba por la labor. Me
daban pena los padres que habían pagado una buena educación universitaria a
esos obreros voluntariosos y me apenaba también la gente a la que pretendían
redimir. El modo de vida de mi familia nunca había estado demasiado lejos del
de quienes desempeñan trabajos mal remunerados; en realidad estaba lo
suficientemente cerca para valorar la gratificadora independencia que otorga el
oficio —no siempre bien pagado— de escribir. Mi hermana había pasado de un
trabajo mal pagado a otro —corredora comercial en una compañía telefónica,
operaria en una fábrica, recepcionista—, en constante lucha con lo que llama
“la desesperación de ser un esclavo asalariado”. Conocí a mi marido y compañero
durante diecisiete años cuando trabajaba en un almacén y cobraba 4,50
dólares la hora. Situación de la que consiguió escapar para convertirse en
organizador del Sindicato de Camioneros. Mi padre había sido minero del cobre.
Mis tíos y abuelos trabajaron en las minas o en la Union Pacific. De modo
que, para mí, estar sentada ante una mesa de despacho el día entero no sólo era
un privilegio sino un deber; algo que debía a todas esas personas, vivas y
muertas, que tantas cosas tendrían que contar. Muchas más de las que nadie
puede alcanzar a escuchar a lo largo de toda una vida.
Además de mis recelos, ciertos miembros de la familia no dejaban de
recordarme —aunque no hiciera falta— que yo podía participar en aquellos
proyectos, tan de moda entonces, sin dejar por eso mi despacho. No tenía más que
pagarme a mí misma un sueldo medio por ocho horas de trabajo al día,
cobrarme casa y comida más algunos gastos admisibles —como la gasolina—, y
hacer las cuentas a fin de mes. Con los salarios habituales de 6 o 7 dólares la
hora y alquileres de 400 dólares o más al mes, me pareció que las cuentas
difícilmente cuadrarían. Y, en caso de haberme preguntado si una madre soltera
—dejada de lado por la Seguridad Social— podría sobrevivir sin asistencia
estatal en forma de vales de comida, atención sanitaria, subsidios para
el cuidado de la casa y la guardería, la respuesta era archisabida: no era
cosa de dejar la seguridad del hogar.
Cuando, en 1998, empecé a pergeñar esta experiencia, la National
Coalition for the Homeless [Coalición Nacional para los Sin Techo] afirmaba que
la media nacional del salario mínimo necesario para alquilar un apartamento de
una habitación era de 8,89 dólares la hora. El Preamble Center for Public
Policy [Centro de Investigaciones Sociales] estimaba que las posibilidades de
un aspirante típico de conseguir trabajo con un salario digno eran de 1 frente
a 97. ¿Por qué tenía que preocuparme yo de confirmar hechos tan
desagradables? Conforme se acercaba el momento de no poder evitar asumir la
misión, empecé a sentirme un poco como aquel anciano conocido mío, que usaba la
calculadora para hacer las cuentas de su talonario de cheques y, después,
verificaba los resultados rehaciendo las sumas a mano.
Al final, la única manera de superar mis dudas fue pensar que, en
realidad, me habían educado para ser una mujer de ciencia. Tenía una
licenciatura en Biología y no la conseguí sentada ante un escritorio, amañando
cifras. En el despacho puedes especular con todo lo que se te antoje pero,
antes o después, tienes que subir al estrado y zambullirte en el caos cotidiano
de la naturaleza, donde acechan sorpresas y resultados más prosaicos. Cuando me
metiera en el proyecto, tal vez descubriría en el mundo de la trabajadora
mal remunerada ciertas formas ocultas de ahorro. Si casi el 30 por ciento de la
fuerza laboral se desloma por 8 dólares o menos la hora —según informaba en
1998 el Washington-based Economic Policy Institute [Instituto de Política
Económica de Washington]—, existía la posibilidad de que esas trabajadoras
hubieran dado con algunos trucos, aún desconocidos para mí. Tal vez fuera capaz
de detectar en mí misma los efectos psicológicos vigorizantes de salir de casa,
como prometían los sesudos señores que nos trajeron la Reforma de la Seguridad
Social. Por otro lado, tal vez hubiera costes inesperados —físicos, económicos,
emocionales— que echaran por tierra todos mis cálculos. La única manera de
averiguarlo era salir y ensuciarme las manos.
Con espíritu científico fijé antes de nada ciertas reglas y ciertos
parámetros. La primera regla era, obviamente, que en mi búsqueda de trabajo no
iba a respaldarme en ninguna de las habilidades adquiridas durante mis estudios
ni mi trabajo... De cualquier manera, tampoco es que hubiera tantas
ofertas para ensayistas. Segunda, tenía que aceptar el trabajo mejor pagado que
me ofrecieran y hacer todo lo posible por conservarlo; nada de peroratas
marxistas ni de escabullirme al aseo para leer novelas. Tercera, tenía que
tomar el alojamiento más barato que encontrara o, por lo menos, el más barato
que ofreciera condiciones aceptables de seguridad e intimidad, aunque mis
exigencias en ese aspecto eran vagas y, como en poco tiempo quedó demostrado,
inclinadas a degradarse.
Intenté aferrarme a esas reglas pero, en el curso de la experiencia,
todas ellas cedieron o fueron quebradas en algún momento. En Key West, por
ejemplo, donde empecé el proyecto a fines de la primavera de 1998, me ofrecí
para un puesto de camarera diciendo que podía saludar a los turistas
extranjeros con el debido bonjour o Guten Tag. Fue
el único caso en que me permití dar indicios de mi verdadera educación. En
Minneapolis, mi último destino, quebré otra regla al no aceptar el trabajo
mejor pagado, pero habrá que juzgar mis razones para no hacerlo. Finalmente, en
el último momento, estallé y solté una perorata furtiva sin que me oyeran los
jefes.
Tenía también el problema de cómo presentarme a los eventuales
empleadores y, en particular, cómo explicar mi lamentable falta de experiencia
laboral. La verdad —o, por lo menos, una versión deslavazada de ella— parecía
más fácil: me describía ante los entrevistadores como ama de casa divorciada,
que volvía al mercado laboral al cabo de muchos años, cosa que hasta ahí era
verdad. A veces, aunque no siempre, para unos pocos trabajos como empleada de hogar,
cité como referencia a antiguos compañeros con quienes había compartido
vivienda y a una amiga de Key West a quien había ayudado de vez en cuando
a fregar los platos de la cena. En los formularios de solicitud de trabajo
preguntaban también cuál era el nivel de educación. Como suponía que la
licenciatura en Biología no me ayudaría en absoluto e incluso que haría
sospechar a los empleadores que era una alcohólica empedernida o algo peor, me
limitaba a hablar de tres años de universidad, confesando mi alma máter de la
vida real. Resultó que nadie cuestionó nunca mis antecedentes y sólo uno de mis
empleadores entre varias docenas se molestó en verificar mis referencias. En
cierta ocasión, una entrevistadora excepcionalmente locuaz me preguntó por mis
aficiones. Dije “escribir”, y no le pareció nada extraño. Aunque el trabajo que
me ofrecía podría haberlo desempeñado a la perfección un analfabeto.
Por último, establecí algunos límites tranquilizadores, para afrontar
cualquier emergencia que se presentara. Primero, siempre tendría coche. En Key
West conducía el mío; en otras ciudades recurría a coches alquilados, que
pagaba con tarjeta de crédito, en vez de hacerlo con mis ganancias. Sí, podría
haber caminado o atenerme a trabajos accesibles utilizando el transporte
público. Pensé que la historia de la espera de autobuses no sería muy
interesante de leer. Segundo, descarté la opción de no tener alojamiento. La
idea era pasar un mes en cada puesto y ver si podía encontrar un trabajo que me
permitiera —en ese lapso— ganar el dinero suficiente para pagar el segundo mes
de alquiler. Si pagaba el alquiler por semana y me quedaba sin dinero, daría el
proyecto por terminado; para mí, nada de albergues ni de dormir en el coche.
Tercero, no tenía la menor intención de pasar hambre. Al acercarse el momento
de iniciar el experimento, me prometí que, si las cosas llegaban al extremo de
no tener asegurada la comida siguiente, sacaría a relucir mi tarjeta de débito
y haría trampa.
De manera que ésta no es la historia de una aventura sin “red de
seguridad” que desafíe a la muerte. Casi cualquiera podría hacer lo que yo
hice: buscar un puesto, trabajar en él, tratar de cuadrar los números. Millones
de estadounidenses lo hacen todos los días, con mucha menos alharaca y sin titubeos.
Por razones que, a la vez, alientan y limitan, desde luego soy muy
distinta de quienes normalmente desempeñan en Estados Unidos los puestos más
humildes. Y, lo que es más obvio, sólo estuve de visita en un mundo que otros
habitan a tiempo completo, con frecuencia la mayor parte de sus vidas. Con
todos los halagos que me esperaban en mi vida real, conquistados cuando ya era
una mujer de mediana edad —cuenta bancaria, plan de jubilación, cartilla
sanitaria, casa de varias habitaciones—, en el fondo no había manera alguna de
“experimentar la auténtica pobreza” ni de descubrir cómo se siente realmente
quien es, durante largo tiempo, una trabajadora mal remunerada. Mi objetivo era
mucho más claro y modesto: no pretendía más que ver si podía ajustar las entradas
a los gastos, como hacen a diario los auténticos pobres. Además, había tenido
suficientes encuentros indeseables con la pobreza durante mi vida para saber
que no es el ámbito que querría visitar con fines turísticos: huele
demasiado a miedo.
Al contrario que muchos trabajadores con salarios bajos, yo tenía la
ventaja añadida de ser blanca y de que el inglés fuera mi lengua materna. No
creo que eso afectara mis posibilidades de encontrar trabajo, teniendo en
cuenta la buena disposición de los patrones para contratar poco menos que
a cualquiera, dada la escasez de mano de obra entre 1998 y 2000, pero, casi con
certeza, afectó el “tipo” de trabajo que me ofrecieron. Al principio busqué en
Key West lo que presumí era el trabajo relativamente fácil de limpieza en
hoteles y, sin embargo, me vi arrastrada a hacer las tareas de camarera, sin
duda, por mi etnia y mis conocimientos de inglés. Tal como sucedió, ser
camarera no me proporcionó muchas ventajas económicas, comparadas con las de
las camareras de habitación. Por lo menos fuera de temporada, con propinas
bajas, que es cuando trabajé en Key West. Pero la experiencia sí me sirvió para
decidir en qué condiciones vivir y trabajar en otras localidades. Dejé de lado,
por ejemplo, sitios como Nueva York y Los Ángeles, donde la clase trabajadora
está constituida sobre todo por gente de color y una mujer blanca que habla
inglés sin acento extranjero en busca de trabajos “no cualificados” sólo puede
parecer una desquiciada o una excéntrica.
Tenía otras ventajas. El coche, por ejemplo, que me distinguía de muchos
—aunque de ninguna manera de todos— de mis compañeros de trabajo. Si lo que
buscaba era repetir la experiencia de una mujer que entra en el mercado laboral
abandonando su bienestar, el caso ideal habría sido que tuviera, por lo menos,
dos niños a cuestas. Pero los míos estaban crecidos y nadie iba a estar
dispuesto a prestarme los suyos para que me los llevara un mes de vacaciones
lleno de zozobra. Además de estar motorizada y sin carga, gozo seguramente de
mejor salud que la mayoría de quienes llevan mucho tiempo viviendo de un
trabajo mal pagado. Lo tenía todo a mi favor.
Si había otras diferencias más sutiles en mí, nadie me las señaló nunca.
Desde luego no hice ningún esfuerzo por representar un papel ni por ajustarme a
un imaginario cliché de trabajadora mal remunerada. Dondequiera que estuviera
permitido usar ropa de calle, usaba la mía de siempre, el maquillaje y el
peinado acostumbrados. En las conversaciones con mis compañeros de trabajo hablaba
de mis hijos reales, mi estado civil y mis amigos.
No había ninguna razón para inventarme una vida totalmente nueva. Sin
embargo, en cierto aspecto, sí modifiqué mi vocabulario. Al menos cuando era
nueva en el trabajo y me preocupaba por no parecer demasiado desenvuelta ni
irrespetuosa. Censuraba las vulgaridades que forman parte de mi discurso
normal, gracias en gran medida a la influencia de mi compañero. Aparte de eso
hacía bromas, me burlaba, opinaba, especulaba y, de vez en cuando, daba
cantidad de consejos sobre salud, exactamente como haría en cualquier otro
ambiente.
Acabada la experiencia, mis conocidos me preguntaban si la gente con
quien había trabajado no..., no advertían que... Daban por supuesto que una
persona educada es irremediablemente distinta —y superior— a los zánganos con
quienes trabaja. Querría poder decir que algún supervisor o compañero de
trabajo me dijo, siquiera una vez, que tenía “un algo” especial, en cierto modo
envidiable. Por ejemplo, que era más inteligente o estaba mejor educada que la
mayoría. Pero no sucedió nunca. Sospecho que lo único que realmente tenía de
“especial” era mi inexperiencia. O, vuelta la oración al revés: la personalidad
o las destrezas de la trabajadora con salario bajo no son más anodinas que las
de quien se gana la vida escribiendo. Tampoco tiene menos tendencia a ser
ingeniosa o brillante. Cualquiera que pertenezca a las clases instruidas y crea
lo contrario debe ampliar su círculo de amigos.
Desde luego, siempre estaba ahí la diferencia que sólo yo sabía: no
trabajaba por el dinero. Estaba haciendo una investigación para escribir un
artículo, que luego se convertiría en libro. Volvía a casa todos los días para
hacer algo que en nada se parecía a mi vida doméstica normal. Volvía a un
ordenador portátil, sobre el cual me pasaba una o dos horas registrando los
acontecimientos del día... con mucha concentración, añadiría yo, porque rara
vez podía tomar notas durante la jornada. Me preocupaba esa farsa —simbolizada
por el portátil que me proporcionaba el vínculo entre mi pasado y mi futuro—,
por lo menos frente a gente que me interesó y habría querido conocer mejor.
(Debo decir aquí que señas de identidad y nombres han sido alterados para
proteger la intimidad de las personas con quienes he trabajado o me he
encontrado durante la investigación. En la mayoría de los casos he cambiado
también el nombre de los lugares en los cuales he trabajado y su localización
exacta para garantizar aún más el anonimato de quienes he conocido).
Después de muchas reflexiones cargadas de ansiedad, hacia el final de mi
permanencia en cada sitio me “descubría” ante unos pocos compañeros de trabajo
elegidos. El resultado era siempre asombrosamente decepcionante. La reacción
que más gracia me hacía era la pregunta: “¿Quieres decir que no volverás al
turno de la noche de la próxima semana?”. Me sorprendía mucho que no se
asombraran más ni se indignaran. Parte de la respuesta esté quizás en la noción
que la gente tiene de lo que significa “escribir”. Hace años, cuando me casé con
mi segundo marido, éste dijo muy orgulloso a su tío —por aquel entonces,
aparcacoches— que yo era escritora. La respuesta del tío fue: “¿Quién no lo
es?”. Cualquier persona alfabetizada “escribe”, y algunos de los trabajadores
con salarios bajos que conocí o me presentaron durante el proyecto escribían
diarios o poemas...; en un caso, incluso, una larga novela de ciencia ficción.
Pero, según advertí ya muy avanzada la experiencia, también es posible
que yo exagerara la profundidad de mi decepción conmigo misma. Por ejemplo, no
hay manera de aparentar ser camarera: la comida llega o no llega a la mesa. La
gente me conocía como camarera, empleada de hogar, auxiliar de enfermería,
dependienta de tienda, no porque actuara como las demás sino porque fui lo que
era, al menos durante el tiempo en que estuve con ellas. En todos los puestos,
en todos los lugares donde viví, el trabajo absorbía por completo mis energías
y gran parte de mi intelecto. No estaba tonteando. Aunque desde el principio
sospechara que el equilibrio entre los salarios y los alquileres trabajaban en
mi contra, hice un verdadero esfuerzo por salir airosa. No doy más importancia
a mis experiencias que a las de otro cualquiera, porque mi historia no tiene
nada de particular. Lo único que pido que se tenga en cuenta cuando dé un
traspié es que las mías eran, sin duda, las mejores circunstancias: las de
una persona con todas las ventajas que la etnia y la educación, la salud y la
motivación pueden conceder, en tiempos de desbordante prosperidad, para
sobrevivir en las profundidades de la clase económica más baja.
Este texto corresponde a la introducción (‘Manos a la obra’) del
libro Por
cuatro duros. Cómo (no) apañárselas en Estados Unidos, que la
editorial Capitán
Swing acaba de publicar, con traducción de Carmen Aguilar.
Barbara Ehrenreich es una ensayista y activista social
estadounidense. Estudió en el Reed College de Portland (Oregón), obteniendo un
doctorado en biología por la Universidad Rockefeller de Nueva York. Tras
finalizarlo decidió abandonar la investigación científica y comenzó a
involucrarse en política, como activista por el cambio social. Pertenece a la
cúpula del Partido socialdemócrata estadounidense, y desde 1991 hasta 1997 ha
sido columnista habitual en la revista Time y ha escrito para
publicaciones como The New York Times, Mother Jones, The
Atlantic Monthly,Ms,The New Republic, Z Magazine, In
These Times y Salon.com. Desde agosto de 2005 escribe para
el periódico The Progressive. Su libro Por cuatro duros:
Cómo (no) apañárselas en Estados Unidos (Nickel and Dimed,
2002) fue un éxito de ventas en Estados Unidos. En él, Ehrenreich recoge su
penosa experiencia desempeñando trabajos poco y mal remunerados, como parte de
un proyecto de investigación acerca de las condiciones laborales de las clases
pobres estadounidenses
Wikipedia
Barbara Ehrenreich es del
partido Socialistas Democráticos de América
No es todo lo que reluce de la biografía
de Barbara Ehrenreich
^ Jump
up to:un b Columnista
Biografía: Barbara Ehrenreich" . New York Times. 01
de julio 2004. Consultado el 8 de mayo de 2011.
Apoyando a
la revolución de colores “Ocupa Wall
Stree
“Ocupa
Wall Street” saca a la luz a personas sin hogar en Estados Unidos
Barbara Ehrenreich
Barbara
Ehrenreich
Uno de sus
libros más notables, Níquel y Dimed (2001), un relato de
primera mano de la vida en el salario mínimo, abrió los ojos de la opinión
pública a las luchas de la clase obrera estadounidense. Cambió radicalmente los
supuestos equivocadas que la gente promedio tenían sobre los trabajadores de
cuello blanco, y se sigue utilizando como recurso didáctico en las aulas de
todo el país.
Más
pertinente que nunca, el libro de Barbara Ehrenreich reimpreso en 2011 Edición
"¿Cómo
es posible que funcione el sistema si no hay consumidores?"
La ensayista
Barbara Ehrenreich ataca la trampa del pensamiento positivo
Barbara
Ehrenreich - Sonríe o muere (subtítulos en español)
La nueva pobreza norteamericana
Por Michael Harrington
1983,
La Otra
América
La pobreza
aumenta en España entre las personas con trabajo
46,2
millones de pobres en EEUU: la cifra más alta en los últimos 52 años
EEUU | Casi 50 millones de personas sin
seguro médico
13/09/2011
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