El trabajo "Principios del comunismo" es un proyecto de
programa de la Liga de los Comunistas. Lo escribió Engels en París por encargo
del Comité Comarcal de la Liga. Sin embargo, luego de que como resultado de su
II Congreso (29 de noviembre-8 de diciembre de 1847), la Liga les encargara a
Marx y Engels la redacción de un programa para la Liga, los autores abandonaron
la forma de catequismo que marcó la obra aquí reproducida y optaron por
escribir el programa en forma de manifiesto. El resultado se conoce como
el Manifiesto
del Partido Comunista. Al escribirlo, los autores utilizaron las
tesis expuestas por Engels en los "Principios del comunismo".
I. ¿Qué es el comunismo?
El comunismo es la doctrina de las condiciones de la liberación del
proletariado.
II. ¿Qué es el proletariado?
El proletariado es la clase social que consigue sus medios de
subsistencia exclusivamente de la venta de su trabajo, y no del rédito de algún
capital; es la clase, cuyas dicha y pena, vida y muerte y toda la existencia
dependen de la demanda de trabajo, es decir, de los períodos de crisis y de
prosperidad de los negocios, de las fluctuaciones de una competencia
desenfrenada. Dicho en pocas palabras, el proletariado, o la clase de los
proletarios, es la clase trabajadora del siglo XIX.
III. ¿Quiere decir que los proletarios no han existido siempre?
No. Las clases pobres y trabajadoras han existido siempre, siendo pobres
en la mayoría de los casos. Ahora bien, los pobres, los obreros que viviesen en
las condiciones que acabamos de señalar, o sea los proletarios, no han existido
siempre, del mismo modo que la competencia no ha sido siempre libre y
desenfrenada.
IV. ¿Cómo apareció el proletariado?
El proletariado nació a raíz de la revolución industrial, que se produjo
en Inglaterra en la segunda mitad del siglo pasado y se repitió luego en todos
los países civilizados del mundo. Dicha revolución se debió al invento de la
máquina de vapor, de las diversas máquinas de hilar, del telar mecánico y de
toda una serie de otros dispositivos mecánicos. Estas máquinas, que costaban
muy caras y, por eso, sólo estaban al alcance de los grandes capitalistas,
transformaron completamente el antiguo modo de producción y desplazaron a los
obreros anteriores, puesto que las máquinas producían mercancías más baratas y
mejores que las que podían hacer éstos con ayuda de sus ruecas y telares
imperfectos. Las máquinas pusieron la industria enteramente en manos de los
grandes capitalistas y redujeron a la nada el valor de la pequeña propiedad de
los obreros (instrumentos, telares, etc.), de modo que los capitalistas pronto
se apoderaron de todo, y los obreros se quedaron con nada. Así se instauró en
la producción de tejidos el sistema fabril. En cuanto se dio el primer impulso
a la introducción de máquinas y al sistema fabril; este último se propagó
rápidamente en las demás ramas de la industria, sobre todo en el estampado de
tejidos, la impresión de libros, la alfarería y la metalurgia. El trabajo
comenzó a dividirse más y más entre los obreros individuales de tal manera que
el que antes efectuaba todo el trabajo pasó a realizar nada más que una parte
del mismo. Esta división del trabajo permitió fabricar los productos más
rápidamente y, por consecuencia, de modo más barato. Ello redujo la actividad
de cada obrero a un procedimiento mecánico, muy sencillo, constantemente
repetido, que la máquina podía realizar con el mismo éxito o incluso mucho
mejor. Por tanto, todas estas ramas de la producción cayeron, una tras otra,
bajo la dominación del vapor, de las máquinas y del sistema fabril, exactamente
del mismo modo que la producción de hilados y de tejidos. En consecuencia,
ellas se vieron enteramente en manos de los grandes capitalistas, y los obreros
quedaron privados de los úItimos restos de su independencia. Poco a poco, el
sistema fabril extendió su dominación no ya sólo a la manufactura, en el
sentido estricto de la palabra, sino que comenzó a apoderarse más y más de las
actividades artesanas, ya que también en esta esfera los grandes capitalistas
desplazaban cada vez más a los pequeños maestros, montando grandes talleres, en
los que era posible ahorrar muchos gastos e implantar una detallada división
del trabajo. Así llegamos a que, en los países civilizados, casi en todas las
ramas del trabajo se afianza la producción fabril y, casi en todas estas ramas,
la gran industria desplaza a la artesanía y la manufactura. Como resultado de
ello, se arruina más y más la antigua clase media, sobre todo los pequeños
artesanos, cambia completamente la anterior situación de los trabajadores y
surgen dos clases nuevas, que absorben paulatinamente a todas las demás, a
saber:
I. La clase de los grandes capitalistas, que son ya en todos los países
civilizados casi los únicos poseedores de todos los medios de existencia, como
igualmente de las materias primas y de los instrumentos (máquinas, fábricas,
etc.) necesarios para la producción de los medios de existencia. Es la clase de
los burgueses, o sea, burguesía.
II. La clase de los completamente desposeídos, de los que en virtud de
ello se ven forzados a vender su trabajo a los burgueses, al fin de recibir en
cambio los medios de subsistencia necesarios para vivir. Esta clase se denomina
la clase de los proletarios, o sea, proletariado.
V. ¿En qué condiciones se realiza esta venta del trabajo de los
proletarios a los burgueses?
El trabajo es una mercancía como otra cualquiera, y su precio depende,
por consiguiente, de las mismas leyes que el de cualquier otra mercancía. Pero,
el precio de una mercancía, bajo el dominio de la gran industria o de la libre
competencia, que es lo mismo, como lo veremos más adelante, es, por término
medio, siempre igual a los gastos de producción de dicha mercancía. Por tanto,
el precio del trabajo es también igual al costo de producción del trabajo.
Ahora bien, el costo de producción del trabajo consta precisamente de la
cantidad de medios de subsistencia indispensables para que el obrero esté en
condiciones de mantener su capacidad de trabajo y para que la clase obrera no
se extinga. El obrero no percibirá por su trabajo más que lo indispensable para
ese fin; el precio del trabajo o el salario será, por consiguiente, el más
bajo, constituirá el mínimo de lo indispensable para mantener la vida. Pero,
por cuanto en los negocios existen períodos mejores y peores, el obrero
percibirá unas veces más, otras menos, exactamente de la misma manera que el
fabricante cobra unas veces más, otras menos, por sus mercancías. Y, al igual que
el fabricante, que, por término medio, contando los tiempos buenos y los malos,
no percibe por sus mercancías ni más ni menos que su costo de producción, el
obrero percibirá, por término medio, ni más ni menos que ese mínimo. Esta ley
económica del salario se aplicará más rigurosamente en la medida en que la gran
industria vaya penetrando en todas las ramas de la producción.
VI. ¿Qué clases trabajadores existían antes de la revolución industrial?
Las clases trabajadoras han vivido en distintas condiciones, según las
diferentes fases de desarrollo de la sociedad, y han ocupado posiciones
distintas respecto de las clases poseedoras y dominantes. En la antigüedad, los trabajadores eran esclavos de
sus amos, como lo son todavía en un gran número de países atrasados e incluso
en la parte meridional de los Estados Unidos. En la Edad Media eran siervos de
los nobles propietarios de tierras, como lo son todavía en Hungría, Polonia y
Rusia. Además, en la Edad Media, hasta la revolución industrial, existían en
las ciudades oficiales artesanos que trabajaban al servicio de la pequeña
burguesía y, poco a poco, en la medida del progreso de la manufactura,
comenzaron a aparecer obreros de manufactura que iban a trabajar contratados
por grandes capitalistas.
VII. ¿Qué diferencia hay entre el proletario y el esclavo?
El esclavo
está vendido de una vez y para siempre, en cambio, el proletario tiene que
venderse él mismo cada día y cada hora. Todo esclavo individual,
propiedad de un señor determinado, tiene ya asegurada su existencia
por miserable que sea, por interés de éste. En cambio el proletario individual
es, valga la expresión, propiedad de toda la clase de la
burguesía. Su trabajo no se compra más que cuando alguien lo necesita, por cuya
razón no tiene la existencia asegurada. Esta existencia está asegurada
únicamente a toda la clase de los proletarios. El esclavo está
fuera de la competencia. El proletario se halla sometido a ello y siente todas
sus fluctuaciones. El esclavo es considerado como una cosa, y no miembro de la
sociedad civil. El proletario es reconocido como persona, como miembro de la
sociedad civil. Por consiguiente, el esclavo puede tener una existencia mejor
que el proletario, pero este último pertenece a una etapa superior de
desarrollo de la sociedad y se encuentra a un nivel más alto que el esclavo.
Este se libera cuando de todas las relaciones de la propiedad privada no
suprime más que una, la relación de esclavitud, gracias a lo cual sólo entonces
se convierte en proletario; en cambio, el
proletario sólo puede liberarse suprimiendo toda la propiedad privada en
general.
VIII. ¿Qué diferencia hay entre el proletario y el siervo?
El siervo posee en propiedad y usufructo un instrumento de producción y
una porción de tierra, a cambio de lo cual entrega una parte de su producto o
cumple ciertos trabajos. El proletario trabaja con instrumentos de producción
pertenecientes a otra persona, por cuenta de ésta, a cambio de una parte del
producto. El siervo da, al proletario le
dan. El siervo tiene la existencia asegurada, el proletario no. El siervo
está fuera de la competencia, el proletario se halla sujeto a ella. El siervo
se libera ya refugiándose en la ciudad y haciéndose artesano, ya dando a su amo
dinero en lugar de trabajo o productos, transformandose en libre arrendatario,
ya expulsando a su señor feudal y haciéndose él mismo propietario. Dicho en
breves palabras, se libera entrando de una manera u otra en la clase poseedora
y en la esfera de la competencia. El
proletario se libera suprimiendo la competencia, la propiedad privada y todas
las diferencias de clase.
IX. ¿Qué diferencia hay entre el proletario y el artesano? 1
X. ¿Qué diferencia hay entre el proletario y el obrero de manufactura?
El obrero de manufactura de los siglos XVI-XVIII poseía casi en todas
partes instrumentos de producción: su telar, su rueca para la familia y un
pequeño terreno que cultivaba en las horas libres. El proletario no tiene nada
de eso. El obrero de manufactura vive casi siempre en el campo y se halla en
relaciones más o menos patriarcales con su señor o su patrono. El proletario
suele vivir en grandes ciudades y no lo unen a su patrono más que relaciones de
dinero. La gran industria arranca al obrero de manufactura de sus condiciones
patriarcales; éste pierde la propiedad que todavía poseía y sólo entonces se
convierte en proletario.
XI. ¿Cuáles fueron las consecuencias directas de la revolución industrial
y de la división de la sociedad en burgueses y proletarios?
En primer lugar, en virtud de que el
trabajo de las máquinas reducía más y más los precios de los artículos
industriales, en casi todos los países del mundo el viejo sistema de la
manufactura o de la industria basada en el trabajo manual fue destruido
enteramente. Todos los países semibárbaros que todavía quedaban más o menos al
margen del desarrollo histórico y cuya industria se basaba todavía en la
manufactura, fueron arrancados violentamente de su aislamiento. Comenzaron a
comprar mercancías más baratas a los ingleses, dejando que se muriesen de
hambre sus propios obreros de manufactura. Así, países que durante milenios no
conocieron el menor progreso, como, por ejemplo, la India, pasaron por una
completa revolución, e incluso la China marcha ahora de cara a la revolución.
Las cosas han llegado a tal punto que una nueva máquina que se invente ahora en
Inglaterra podrá, en el espacio de un año, condenar al hambre a millones de
obreros de China. De este modo, la gran industria ha ligado los unos a los
otros a todos los pueblos de la tierra, ha unido en un solo mercado mundial
todos los pequeños mercados locales, ha preparado por doquier el terreno para
la civilización y el progreso y ha hecho las cosas de tal manera que todo lo
que se realiza en los países civilizados debe necesariamente repercutir en
todos los demás, por tanto, si los obreros de Inglaterra o de Francia se
liberan ahora, ello debe suscitar revoluciones en todos los demás países,
revoluciones que tarde o temprano culminarán también allí en la liberación de
los obreros.
En segundo lugar, en todas las partes en que
la gran industria ocupó el lugar de la manufactura, la burguesía aumentó
extraordinariamente su riqueza y poder y se erigió en primera clase del país.
En consecuencia, en todas las partes en las que se produjo ese proceso, la
burguesía tomó en sus manos el poder político y desalojó las clases que
dominaban antes: la aristocracia, los maestros de gremio y la monarquía
absoluta, que representaba a la una y a los otros. La burguesía acabó con el
poderío de la aristocracia y de la nobleza, suprimiendo el mayorazgo o la
inalienabilidad de la posesión de tierras, como también todos los privilegios
de la nobleza. Destruyó el poderío de los maestros de gremio, eliminando todos
los gremios y los privilegios gremiales. En el lugar de unos y otros puso la
libre competencia, es decir, un estado de la sociedad en la que cada cual tenía
derecho a dedicarse a la rama de la industria que le gustase y nadie podía
impedírselo a no ser la falta de capital necesario para tal actividad. Por
consiguiente, la implantación de la libre competencia es la proclamación
pública de que, de ahora en adelante, los miembros de la sociedad no son
iguales entre sí únicamente en la medida en que no lo son sus capitales, que el
capital se convierte en la fuerza decisiva y que los capitalistas, o sea, los
burgueses, se erigen así en la primera clase de la sociedad. Ahora bien, la
libre competencia es indispensable en el período inicial del desarrollo de la
gran industria, porque es el único régimen social con el que la gran industria
puede progresar. Tras de aniquilar de este modo el poderío social de la nobleza
y de los maestros de gremio, puso fin también al poder político de la una y los
otros. Llegada a ser la primera clase de la sociedad, la burguesía se proclamó también la primera clase en la esfera política.
Lo hizo implantando el sistema
representativo, basado en la igualdad burguesa ante la ley y en el
reconocimiento legislativo de la libre competencia. Este sistema fue
instaurado en los países europeos bajo la forma de la monarquía constitucional. En dicha monarquía sólo tienen derecho de
voto los poseedores de cierto capital, es decir, únicamente los burgueses.
Estos electores burgueses eligen a los diputados, y estos diputados burgueses,
valiéndose del derecho a negar los impuestos, eligen un gobierno burgués.
En tercer lugar, la revolución industrial
ha creado en todas partes el proletariado en la misma medida que la burguesía.
Cuanto más ricos se hacían los burgueses, más numerosos eran los proletarios.
Visto que sólo el capital puede dar ocupación a los proletarios y que el
capital sólo aumenta cuando emplea trabajo, el crecimiento del proletariado se
produce en exacta correspondencia con el del capital. Al propio tiempo, la
revolución industrial agrupa a los burgueses y a los proletarios en grandes
ciudades, en las que es más ventajoso fomentar la industria, y can esa
concentración de grandes masas en un mismo lugar le inculca a
los proletarios la conciencia de su fuerza. Luego, en la medida del progreso de
la revolución industrial, en la medida en que se inventan nuevas máquinas, que
eliminan el trabajo manual, la gran industria ejerce una presión creciente
sobre los salarios y los reduce, como hemos dicho, al mínimo, haciendo la
situación del proletariado cada vez más insoportable. Así, por una parte, como
consecuencia del descontento creciente del proletariado y, por la otra, del
crecimiento del poderío de éste, la
revolución industrial prepara la revolución social que ha de realizar el
proletariado.
XII. ¿Cuáles han sido las consecuencias siguientes de la revolución
industrial?
La gran industria creó, con la máquina de vapor y otras máquinas, los
medios de aumentar la producción industrial rápidamente, a bajo costo y hasta
el infinito. Merced a esta facilidad de ampliar la producción, la libre
competencia, consecuencia necesaria de esta gran industria, adquirió pronto un carácter
extraordinariamente violento; un gran número de capitalistas se lanzó a la
industria, en breve plazo se produjo más de lo que se podía consumir. Como
consecuencia, no se podían vender las mercancías fabricadas y sobrevino la llamada crisis comercial;
las fábricas tuvieron que parar, los fabricantes quebraron y los obreros se quedaron sin pan. Y en todas
partes se extendió la mayor miseria. Al cabo de cierto tiempo se vendieron
los productos sobrantes, las fábricas volvieron a funcionar, los salarios
subieron y, poco a poco, los negocios marcharon mejor que nunca. Pero no por
mucho tiempo, ya que pronto volvieron a producirse demasiadas mercancías y
sobrevino una nueva crisis que transcurrió exactamente de la misma manera que
la anterior. Así, desde comienzos del
presente siglo, en la situación de la industria se han producido continuamente
oscilaciones entre períodos de prosperidad y períodos de crisis, y casi
regularmente, cada cinco o siete años se ha producido tal crisis, con la
particularidad de que cada vez acarreaba las mayores calamidades para los obreros,
una agitación revolucionaria general y un peligro colosal para todo el régimen
existente.
XIII. ¿Cuáles son las consecuencias de estas crisis comerciales que se
repiten regularmente?
En primer lugar, la de que la gran
industria, que en el primer período de su desarrollo creó la libre competencia,
la ha rebasado ya; que la competencia y, hablando en términos generales, la
producción industrial en manos de unos u otros particulares se ha convertido
para ella en una traba a la que debe y ha de romper; que la gran industria,
mientras siga sobre la base actual, no puede existir sin conducir cada siete
años a un caos general que supone cada vez un peligro para toda la civilización
y no sólo sume en la miseria a los proletarios, sino que arruina a muchos burgueses;
que, por consiguiente, la gran industria debe destruirse ella misma, lo que es
absolutamente imposible, o reconocer que hace imprescindible una organización
completamente nueva de la sociedad, en la que la producción industrial no será
más dirigida por unos u otros fabricantes en competencia entre sí, sino por
toda la sociedad con arreglo a un plan determinado y de conformidad con las
necesidades de todos los miembros de la sociedad.
En segundo lugar, que la gran industria y la
posibilidad, condicionada por ésta, de ampliar hasta el infinito la producción
permiten crear un régimen social en el que se producirán tantos medios de
subsistencia que cada miembro de la sociedad estará en condiciones de
desarrollar y emplear libremente todas sus fuerzas y facultades; de modo que,
precisamente la peculiaridad de la gran industria que en la sociedad moderna
engendra toda la miseria y todas las crisis comerciales será en la otra
organización social justamente la que ha de acabar con esa miseria y esas fluctuaciones
preñadas de tantas desgracias.
Por tanto, está probado claramente:
1) que en la actualidad todos estos males se deben únicamente al régimen
social, el cual ya no responde más a las condiciones existentes;
2) que ya existen los medios de supresión definitiva de estas calamidades
por vía de la construcción de un nuevo orden social.
XIV. ¿Cómo debe ser ese nuevo orden social?
Ante todo, la administración de la industria y de todas las ramas de la
producción en general dejará de pertenecer a unos u otros individuos en
competencia. En lugar de esto, las ramas de la producción pasarán a manos de
toda la sociedad, es decir, serán administradas en beneficio de toda la
sociedad, con arreglo a un plan general y con la participación de todos los
miembros de la sociedad. Por tanto, el nuevo orden social suprimirá la
competencia y la sustituirá con la asociación. En vista de que la dirección de
la industria, al hallarse en manos de particulares, implica necesariamente la
existencia de la propiedad privada y por cuanto la competencia no es otra cosa
que ese modo de dirigir la industria, en el que la gobiernan propietarios
privados, la propiedad privada va unida inseparablemente a la dirección
individual de la industria y a la competencia. Así, la propiedad privada debe
también ser suprimida y ocuparán su lugar el usufructo colectivo de todos los
instrumentos de producción y el reparto de los productos de común acuerdo, lo
que se llama la comunidad de bienes.
La supresión de la propiedad privada es incluso la expresión más breve y más
característica de esta transformación de todo el régimen social, que se ha
hecho posible merced al progreso de la industria. Por eso los comunistas la
planteen can razón como su principal reivindicación.
XV. ¿Eso quiere decir que la supresión de la propiedad privada no era
posible antes?
No, no era posible. Toda transformación del orden social, todo cambio de
las relaciones de propiedad es consecuencia necesaria de la aparición de nuevas
fuerzas productivas que han dejado de corresponder a las viejas relaciones de
propiedad. Así ha surgido la misma propiedad privada. La propiedad privada no
ha existido siempre; cuando a fines de la Edad Media surgió el nuevo modo de
producción bajo la forma de la manufactura, que no encuadraba en el marco de la
propiedad feudal y gremial, esta manufactura, que no correspondía ya a las
viejas relaciones de propiedad, dio vida a una nueva forma de propiedad: la
propiedad privada. En efecto, para la manufactura y para el primer período de
desarrollo de la gran industria no era posible ninguna otra forma de propiedad
además de la propiedad privada, no era posible ningún orden social además del
basado en esta propiedad. Mientras no se pueda conseguir una cantidad de
productos que no sólo baste para todos, sino que se quede cierto excedente para
aumentar el capital social y seguir fomentando las fuerzas productivas, deben
existir necesariamente una clase dominante que disponga de las fuerzas
productivas de la sociedad y una clase pobre y oprimida. La constitución y el
carácter de estas clases dependen del grado de desarrollo de la producción. La
sociedad de la Edad Media, que tiene por base el cultivo de la tierra, nos da
el señor feudal y el siervo; las ciudades de las postrimerías de la Edad Media
nos dan el maestro artesano, el oficial y el jornalero; en el siglo XVII, el
propietario de manufactura y el obrero de ésta; en el siglo XIX, el gran
fabricante y el proletario. Es claro que, hasta el presente, las fuerzas
productivas no se han desarrollado aún al punto de proporcionar una cantidad de
bienes suficiente para todos y para que la propiedad privada sea ya una traba,
un obstáculo para su progreso. Pero hoy, cuando, merced al desarrollo de la
gran industria, en primer lugar, se han constituido capitales y
fuerzas productivas en proporciones sin precedentes y existen medios para
aumentar en breve plazo hasta el infinito estas fuerzas productivas;
cuando, en segundo lugar, estas fuerzas productivas se concentran
en manos de un reducido número de burgueses, mientras la gran masa del pueblo
se va convirtiendo cada vez más en proletarios, con la particularidad de que su
situación se hace más precaria e insoportable en la medida en que aumenta la
riqueza de los burgueses; cuando, en tercer lugar, estas poderosas fuerzas
productivas, que se multiplican con tanta facilidad hasta rebasar el marco de
la propiedad privada y del burgués, provocan continuamente las mayores
conmociones del orden social, sólo ahora la supresión de la propiedad privada
se ha hecho posible e incluso absolutamente necesaria.
XVI. ¿Será posible suprimir por vía pacífica la propiedad privada?
Sería de desear que fuese así, y los comunistas, como es lógico, serían
los últimos en oponerse a ello. Los comunistas saben muy bien que todas las
conspiraciones, además de inútiles, son incluso perjudiciales. Están
perfectamente al corriente de que no se pueden hacer las revoluciones
premeditada y arbitrariamente y que éstas han sido siempre y en todas partes
una consecuencia necesaria de circunstancias que no dependían en absoluto de la
voluntad y la dirección de unos u otros partidos o clases enteras. Pero, al
propio tiempo, ven que se viene aplastando por la violencia el desarrollo del
proletariado en casi todos los países civilizados y que, con ello, los enemigos
mismos de los comunistas trabajan con todas sus energías para la revolución. Si
todo ello termina, en fin de cuentas, empujando al proletariado subyugado a la
revolución, nosotros, los comunistas, defenderemos con hechos, no menos que
como ahora lo hacemos de palabra, la causa del proletariado.
XVII. ¿Será posible suprimir de golpe la propiedad privada?
No, no será posible, del mismo modo que no se puede aumentar de
golpe las fuerzas productivas existentes en la medida necesaria para
crear una economía colectiva. Por eso, la revolución del proletariado, que se
avecina según todos los indicios, sólo podrá transformar paulatinamente la
sociedad actual, y acabará con la propiedad privada únicamente cuando haya
creado la necesaria cantidad de medios de producción.
XVIII. ¿Qué vía de desarrollo tomará esa revolución?
Establecerá, ante todo, un régimen democrático y, por
tanto, directa o indirectamente, la dominación política del proletariado.
Directamente en Inglaterra, donde los proletarios constituyen ya la mayoría del
pueblo. Indirectamente en Francia y en Alemania, donde la mayoría del pueblo no
consta únicamente de proletarios, sino, además, de pequeños campesinos y
pequeños burgueses de la ciudad, que se encuentran sólo en la fase de transformación
en proletariado y que, en lo tocante a la satisfacción de sus intereses
políticos, dependen cada vez más del proletariado, por cuya razón han de
adherirse pronto a las reivindicaciones de éste. Para ello, quizá, se necesite
una nueva lucha que, sin embargo, no puede tener otro desenlace que la victoria
del proletariado.
La democracia sería absolutamente inútil para el proletariado si no la
utilizara inmediatamente como medio para llevar a cabo amplias medidas que
atentasen directamente contra la propiedad privada y asegurasen la existencia
del proletariado. Las medidas más importantes, que dimanan necesariamente de
las condiciones actuales, son:
1) Restricción de la propiedad privada mediante el impuesto progresivo,
el alto impuesto sobre las herencias, la abolición del derecho de herencia en
las líneas laterales (hermanos, sobrinos, etc.), préstamos forzosos, etc.
2) Expropiación gradual de los propietarios agrarios, fabricantes,
propietarios de ferrocarriles y buques, parcialmente con ayuda de la
competencia por parte de la industria estatal y, parcialmente de modo directo,
con indemnización en asignados.
3) Confiscación de los bienes de todos los emigrados y de los rebeldes
contra la mayoría del pueblo.
4) Organización del trabajo y ocupación de los proletarios en fincas,
fábricas y talleres nacionales, con lo cual se eliminará la competencia entre
los obreros, y los fabricantes que queden, tendrán que pagar salarios tan altos
como el Estado.
5) Igual deber obligatorio de trabajo para todos los miembros de la
sociedad hasta la supresión completa de la propiedad privada. Formación de
ejércitos industriales, sobre todo para la agricultura.
6) Centralización de los créditos y la banca en las manos del Estado a
través del Banco Nacional, con capital del Estado. Cierre de todos los bancos
privados.
7) Aumento del número de fábricas, talleres, ferrocarriles y buques
nacionales, cultivo de todas las tierras que están sin labrar y mejoramiento
del cultivo de las demás tierras en consonancia con el aumento de los capitales
y del número de obreros de que dispone la nación.
8) Educación de todos los niños en establecimientos estatales y a cargo
del Estado, desde el momento en que puedan prescindir del cuidado de la madre.
Conjugar la educación con el trabajo fabril.
9) Construcción de grandes palacios en las fincas del Estado para que
sirvan de vivienda a las comunas de ciudadanos que trabajen en la industria y
la agricultura y unan las ventajas de la vida en la ciudad y en el campo,
evitando así el carácter unilateral y los defectos de la una y la otra.
10) Destrucción de todas las casas y barrios insalubres y mal
construidos.
11) Igualdad de derecho de herencia para los hijos legítimos y los
naturales.
12) Concentración de todos los medios de transporte en manos de la
nación.
Por supuesto, todas estas medidas no podrán ser llevadas a la práctica de
golpe. Pero cada una entraña necesariamente la siguiente. Una vez emprendido el
primer ataque radical contra la propiedad privada, el proletariado se verá obligado
a seguir siempre adelante y a concentrar más y más en las manos del Estado todo
el capital, toda la agricultura, toda la industria, todo el transporte y todo
el cambio. Este es el objetivo a que conducen las medidas mencionadas. Ellas
serán aplicables y surtirán su efecto centralizador exactamente en el mismo
grado en que el trabajo del proletariado multiplique las fuerzas productivas
del país. Finalmente, cuando todo el capital, toda la producción y todo el
cambio estén concentrados en las manos de la nación, la propiedad privada
dejará de existir de por sí, el dinero se hará superfluo, la producción
aumentará y los hombres cambiarán tanto que se podrán suprimir también las
últimas formas de relaciones de la vieja sociedad.
XIX. ¿Es posible esta revolución en un solo país?
No. La gran
industria, al crear el mercado mundial, ha unido ya tan estrechamente todos los
pueblos del globo terrestre, sobre todo los pueblos civilizados, que cada uno
depende de lo que ocurre en la tierra del otro. Además, ha nivelado en todos
los países civilizados el desarrollo social a tal punto que en todos estos
países la burguesía y el proletariado se han erigido en las dos clases
decisivas de la sociedad, y la lucha entre ellas se ha convertido en la
principal lucha de nuestros días. Por consecuencia, la revolución comunista no será una revolución puramente nacional, sino
que se producirá simultáneamente en todos los países civilizados, es decir, al
menos en Inglaterra, en América, en Francia y en Alemania. Ella se desarrollará
en cada uno de estos países más rápidamente o más lentamente, dependiendo del
grado en que esté en cada uno de ellos más desarrollada la industria, en que se
hayan acumulado más riquezas y se disponga de mayores fuerzas productivas. Por
eso será más lenta y difícil en Alemania y más rápida y fácil en Inglaterra.
Ejercerá igualmente una influencia considerable en los demás países del mundo,
modificará de raíz y acelerará extraordinariamente su anterior marcha del
desarrollo. Es una revolución universal y
tendrá, por eso, un ámbito universal.
XX. ¿Cuáles serán las consecuencias de la supresión definitiva de la
propiedad privada?
Al quitar a los capitalistas privados el usufructo de todas las fuerzas
productivas y medios de comunicación, así como el cambio y el reparto de los
productos, al administrar todo eso con arreglo a un plan basado en los recursos
disponibles y las necesidades de toda la sociedad, ésta suprimirá,
primeramente, todas las consecuencias nefastas ligadas al actual sistema de dirección
de la gran industria. Las crisis desaparecerán; la producción ampliada, que es,
en la sociedad actual, una superproducción y una causa tan poderosa de la
miseria, será entonces muy insuficiente y deberá adquirir proporciones mucho
mayores. En lugar de engendrar la miseria, la producción superior a las
necesidades perentorias de la sociedad permitirá satisfacer las demandas de
todos los miembros de ésta, engendrará nuevas demandas y creará, a la vez, los
medios de satisfacerlas. Será la condición y la causa de un mayor progreso y lo
llevará a cabo, sin suscitar, como antes, el trastorno periódico de todo el
orden social. La gran industria, liberada de las trabas de la propiedad
privada, se desarrollará en tales proporciones que, comparado con ellas, su estado
actual parecerá tan mezquino como la manufactura al lado de la gran industria
moderna. Este avance de la industria brindara a la sociedad suficiente cantidad
de productos para satisfacer las necesidades de todos. Del mismo modo, la
agricultura, en la que, debido al yugo de la propiedad privada y al
fraccionamiento de las parcelas, resulta difícil el empleo de los
perfeccionamientos ya existentes y de los adelantos de la ciencia experimentará
un nuevo auge y ofrecerá a disposición de la sociedad una cantidad suficiente
de productos. Así, la sociedad producirá lo bastante para organizar la
distribución con vistas a cubrir las necesidades de todos sus miembros. Con
ello quedará superflua la división de la sociedad en clases distintas y
antagónicas. Dicha división, además de superflua, será incluso incompatible con
el nuevo régimen social. La existencia de clases se debe a la división del
trabajo, y esta última, bajo su forma actual desaparecerá enteramente, ya que,
para elevar la producción industrial y agrícola al mencionado nivel no bastan
sólo los medios auxiliares mecánicos y químicos. Es preciso desarrollar
correlativamente las aptitudes de los hombres que emplean estos medios. Al
igual que en el siglo pasado, cuando los campesinos y los obreros de las
manufacturas, tras de ser incorporados a la gran industria, modificaron todo su
régimen de vida y se volvieron completamente otros, la dirección colectiva de
la producción por toda la sociedad y el nuevo progreso de dicha producción que
resultara de ello necesitarán hombres nuevos y los formarán. La gestión
colectiva de la producción no puede correr a cargo de los hombres tales como lo
son hoy, hombres que dependen cada cual de una rama determinada de la
producción, están aferrados a ella, son explotados por ella, desarrollan nada
más que un aspecto de sus aptitudes a cuenta de todos los
otros y sólo conocen una rama o parte de alguna rama de toda
la producción. La industria de nuestros días está ya cada vez menos en
condiciones de emplear tales hombres. La industria que funciona de modo
planificado merced al esfuerzo común de toda la sociedad presupone con más
motivo hombres con aptitudes desarrolladas universalmente, hombres capaces de
orientarse en todo el sistema de la producción. Por consiguiente, desaparecerá
del todo la división del trabajo, minada ya en la actualidad por la máquina, la
división que hace que uno sea campesino, otro, zapatero, un tercero, obrero
fabril, y un cuarto, especulador de la bolsa. La educación dará a los jóvenes
la posibilidad de asimilar rápidamente en la práctica todo el sistema de
producción y les permitirá pasar sucesivamente de una rama de la producción a
otra, según sean las necesidades de la sociedad o sus propias inclinaciones.
Por consiguiente, la educación los liberará de ese carácter unilateral que la
división actual del trabajo impone a cada individuo. Así, la sociedad
organizada sobre bases comunistas dará a sus miembros la posibilidad de emplear
en todos los aspectos sus facultades desarrolladas universalmente. Pero, con
ello desaparecerán inevitablemente las diversas clases. Por tanto, de una
parte, la sociedad organizada sobre bases comunistas es incompatible con la
existencia de clases y, de la otra, la propia construcción de esa sociedad
brinda los medios para suprimir las diferencias de clase.
De ahí se desprende que ha de desaparecer igualmente la oposición entre
la ciudad y el campo. Unos mismos hombres se dedicarán al trabajo agrícola y al
industrial, en lugar de dejar que lo hagan dos clases diferentes. Esto es una
condición necesaria de la asociación comunista y por razones muy materiales. La
dispersión de la población rural dedicada a la agricultura, a la par con la
concentración de la población industrial en las grandes ciudades, corresponde
sólo a una etapa todavía inferior de desarrollo de la agricultura y la
industria y es un obstáculo para el progreso, cosa que se hace ya sentir con
mucha fuerza.
La asociación general de todos los miembros de la sociedad al objeto de
utilizar colectiva y racionalmente las fuerzas productivas; el fomento de la
producción en proporciones suficientes para cubrir las necesidades de todos; la
liquidación del estado de cosas en el que las necesidades de unos se satisfacen
a costa de otros; la supresión completa de las clases y del antagonismo entre
ellas; el desarrollo universal de las facultades de todos los miembros de la
sociedad merced a la eliminación de la anterior división del trabajo, mediante
la educación industrial, merced al cambio de actividad, a la participación de
todos en el usufructo de los bienes creados por todos y, finalmente, mediante
la fusión de la ciudad con el campo serán los principales resultados de la
supresión de la propiedad privada.
XXI. ¿Qué influencia ejercerá el régimen social comunista en la familia?
Las relaciones entre los sexos tendrán un carácter puramente privado,
perteneciente sólo a las personas que toman parte en ellas, sin el menor motivo
para la ingerencia de la sociedad. Eso es posible merced a la supresión de la
propiedad privada y a la educación de los niños por la sociedad, con lo cual se
destruyen las dos bases del matrimonio actual ligadas a la propiedad privada:
la dependencia de la mujer respecto del hombre y la dependencia de los hijos
respecto de los padres. En ello reside, precisamente, la respuesta a los
alaridos altamente moralistas de los burguesitos con motivo de la comunidad de
las mujeres, que, según éstos, quieren implantar los comunistas. La comunidad
de las mujeres es un fenómeno que pertenece enteramente a la sociedad burguesa
y existe hoy plenamente bajo la forma de prostitución. Pero, la prostitución
descansa en la propiedad privada y desaparecerá junto con ella. Por
consiguiente, la organización comunista, en lugar de implantar la comunidad de
las mujeres, la suprimirá.
XXII. ¿Cuál será la actitud de la organización comunista hacia las
nacionalidades existentes?
- Queda 2.
XXIII. ¿Cuál será su actitud hacia las religiones existentes?
- Queda.
XXIV. ¿Cuál es la diferencia entre los comunistas y los socialistas?
Los llamados socialistas se dividen en tres categorías.
La primera consta de partidarios de
la sociedad feudal y patriarcal, que ha sido destruida y sigue siéndolo a
diario por la gran industria, el comercio mundial y la sociedad burguesa creada
por ambos. Esta categoría saca de los males de la sociedad moderna la
conclusión de que hay que restablecer la sociedad feudal y patriarcal, ya que
estaba libre de estos males. Todas sus propuestas persiguen, directa o
indirectamente, este objetivo. Los comunistas lucharán siempre enérgicamente
contra esa categoría de socialistas reaccionarios, pese a su
fingida compasión de la miseria del proletariado y las amargas lágrimas que vierten
con tal motivo, puesto que estos socialistas:
1) se proponen un objetivo absolutamente imposible;
2) se esfuerzan por restablecer la dominación de la aristocracia, los
maestros de gremio y los propietarios de manufacturas, con su séquito de
monarcas absolutos o feudales, funcionarios, soldados y curas, una sociedad
que, cierto, estaría libre de los vicios de la sociedad actual, pero, en
cambio, acarrearía, cuando menos, otros tantos males y, además, no ofrecería la
menor perspectiva de liberación, con ayuda de la organización comunista, de los
obreros oprimidos;
3) muestran sus verdaderos sentimientos cada vez que el proletariado se
hace revolucionario y comunista: se alían inmediatamente a la burguesía contra
los proletarios.
La segunda categoría consta de partidarios de la sociedad actual, a los
que los males necesariamente provocados por ésta inspiran temores en cuanto a
la existencia de la misma. Ellos quieren, por consiguiente, conservar la
sociedad actual, pero suprimir los males ligados a ella. A tal objeto, unos
proponen medidas de simple beneficencia; otros, grandiosos planes de reformas
que, so pretexto de reorganización de la sociedad, se plantean el mantenimiento
de las bases de la sociedad actual y, con ello, la propia sociedad actual. Los
comunistas deberán igualmente combatir con energía contra estos socialistas
burgueses, puesto que éstos trabajan para los enemigos de los
comunistas y defienden la sociedad que los comunistas quieren destruir.
Finalmente, la tercera categoría consta de socialistas democráticos. Al
seguir el mismo camino que los comunistas, se proponen llevar a cabo una parte
de las medidas señaladas en la pregunta... 3,
pero no como medidas de transición al comunismo, sino como un medio suficiente
para acabar con la miseria y los males de la sociedad actual. Estos socialistas
democráticos son proletarios que no ven todavía con bastante
claridad las condiciones de su liberación, o representantes de la pequeña
burguesía, es decir, de la clase que, hasta la conquista de la democracia y
la aplicación de las medidas socialistas dimanantes de ésta, tiene en muchos
aspectos los mismos intereses que los proletarios. Por eso, los comunistas se
entenderán con esos socialistas democráticos en los momentos de acción y deben,
en general, atenerse en esas ocasiones y en lo posible a una política común con
ellos, siempre que estos socialistas no se pongan al servicio de la burguesía
dominante y no ataquen a los comunistas. Por supuesto, estas acciones comunes
no excluyen la discusión de las divergencias que existen entre ellos y los
comunistas.
XXV. ¿Cuál es la actitud de los comunistas hacia los demás partidos
políticos de nuestra época?
Esta actitud es distinta en los diferentes países. En Inglaterra, Francia
y Bélgica, en las que domina la burguesía, los comunistas todavía tienen
intereses comunes con diversos partidos democráticos, con la particularidad de
que esta comunidad de intereses es tanto mayor cuanto más los demócratas se
acercan a los objetivos de los comunistas en las medidas socialistas que los
demócratas defienden ahora en todas partes, es decir, cuanto más clara y
explícitamente defienden los intereses del proletariado y cuanto más se apoyan
en el proletariado. En Inglaterra, por ejemplo, los cartistas 4, que constan de obreros, se aproximan
inconmensurablemente más a los comunistas que los pequeñoburgueses democráticos
o los llamados radicales.
En Norteamérica, donde ha sido proclamada la Constitución
democrática, los comunistas deberán apoyar al partido que quiere encaminar esta
Constitución contra la burguesía y utilizarla en beneficio del proletariado, es
decir, al partido de la reforma agraria nacional.
En Suiza, los radicales, aunque constituyen todavía un
partido de composición muy heterogénea, son, no obstante, los únicos con los
que los comunistas pueden concertar acuerdos, y entre estos radicales los más
progresistas son los de Vand y los de Ginebra.
Finalmente, en Alemania está todavía por delante la lucha decisiva entre
la burguesía y la monarquía absoluta. Pero, como los comunistas no pueden
contar con una lucha decisiva con la burguesía antes de que ésta llegue al
poder, les conviene a los comunistas ayudarle a que conquiste lo más pronto
posible la dominación, a fin de derrocarla, a su vez, lo más pronto posible.
Por tanto, en la lucha de la burguesía liberal contra los gobiernos, los
comunistas deben estar siempre del lado de la primera, precaviéndose, no
obstante, contra el autoengaño en que incurre la burguesía y sin fiarse en las
aseveraciones seductoras de ésta acerca de las benéficas consecuencias que,
según ella, traerá al proletariado la victoria de la burguesía. Las únicas
ventajas que la victoria de la burguesía brindará a los comunistas serán: 1)
diversas concesiones que aliviarán a los comunistas la defensa, la discusión y
la propagación de sus principios y, por tanto, aliviarán la cohesión del
proletariado en una clase organizada, estrechamente unida y dispuesta a la
lucha, y 2) la seguridad de que el día en que caigan los gobiernos
absolutistas, llegará la hora de la lucha entre los burgueses y los
proletarios. A partir de ese día, la política del partido de los comunistas
será aquí la misma que en los países donde domina ya la burguesía.
Escrito en alemán por F. Engels a fines de octubre y en noviembre de
1847. Se publica de acuerdo con el manuscrito. Publicado por vez primera como
edición aparte en 1914.
NOTAS
[1] Aquí Engels deja en blanco
el manuscrito para redactar luego la respuesta a la pregunta IX.
[2] En el manuscrito, en lugar de respuesta a la pregunta 22, así como a la siguiente, la 23, figura la palabra «queda». Por lo visto, estima que la respuesta debía quedar en la forma que estaba expuesta en uno de los proyectos previos, que no nos han llegado, del programa de la Liga de los Comunistas.
[3] En el manuscrito está en blanco ese lugar; trátase de la pregunta XVIII.
[4] Se les llamó Chartists o cartistas los participantes en el movimiento obrero de Gran Bretaña entre los años 1830s y 1850s que se libró con la reivindicación de la aprobación de una "Carta del Pueblo" que garantize, entre otras cosas, el sufragio universal.
[2] En el manuscrito, en lugar de respuesta a la pregunta 22, así como a la siguiente, la 23, figura la palabra «queda». Por lo visto, estima que la respuesta debía quedar en la forma que estaba expuesta en uno de los proyectos previos, que no nos han llegado, del programa de la Liga de los Comunistas.
[3] En el manuscrito está en blanco ese lugar; trátase de la pregunta XVIII.
[4] Se les llamó Chartists o cartistas los participantes en el movimiento obrero de Gran Bretaña entre los años 1830s y 1850s que se libró con la reivindicación de la aprobación de una "Carta del Pueblo" que garantize, entre otras cosas, el sufragio universal.
El Manifiesto Comunista cumple 169 años de su publicación. Berth Andreas.
La Liga de los Comunistas. Documentos constitutivos
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La Liga de los Comunistas. Documentos constitutivos
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La Liga de los Comunistas. Documentos constitutivos
Introducción
histórica El Manifiesto Comunista
Por Wenceslao Roces
Por Wenceslao Roces
C.
Marx Prólogo a la Contribución a la
Crítica de la Economía Política
“El Manifiesto del Partido Comunista escrito conjuntamente por Engels y
por mí”
Antonio Labriola En memoria del Manifiesto de los comunistas
Karl Marx y Federico Engels
“Biografía del Manifiesto Comunista”
Esta edición
inédita en Internet del Manifiesto del Partido Comunista titulada “Biografía
del Manifiesto Comunista” incluye una introducción del traductor W. Roces; las
Notas aclaratorias de D. Riazanof; asimismo, recoge un estudio del marxista
italiano A. Labriola. Y un apéndice histórico con: las proclamas de la Liga de
los Justicieros que preceden a su transformación en Liga Comunista; los
Principios del comunismo de Engels, esbozo de programa presentado por éste a la
Liga; el único número de la Revista Comunista, órgano de la Liga, que llegó a
ver la luz; las reivindicaciones de los comunistas alemanes en la revolución
del 48; un importante artículo de Engels sobre los movimientos revolucionarios
de la época; dos documentos acerca del partido de Blanqui; las alocuciones de
ésta que preceden a su disolución; un fragmento de Marx contra la fracción
extremista de la Liga, y, finalmente, un estudio del comunista alemán Moses
Hess.
Biografía
del Manifiesto Comunista
Biografía
del Manifiesto Comunista
Biografía
del Manifiesto Comunista
Antonio
Labriola
Rosa
Luxemburgo. La socialización de la Sociedad o ¿Cuál es el bolchevismo?
(Diciembre de 1918)
V. I. Lenin: TRES FUENTES Y TRES PARTES INTEGRANTES DEL MARXISMO
Marx y Engels defendieron del modo más enérgico el materialismo
filosófico y explicaron reiteradas veces el profundo error que significaba toda
desviación de esa base. En las obras de Engels Ludwig Feuerbach y Anti-Dühring, que -- al
igual que el Manifiesto Comunista -- son
los libros de cabecera de todo obrero con conciencia de clase, es
donde aparecen expuestas con mayor claridad y detalle sus opiniones.
K. Marx
& F. Engels Manifiesto del Partido
Comunista (1848)
1
PRÓLOGO DE MARX Y ENGELS A LA EDICIÓN ALEMANA DE 1872
La Liga Comunista, una organización obrera internacional, que en las circunstancias de la época -huelga decirlo- sólo podía ser secreta, encargó a los abajo firmantes, en el congreso celebrado en Londres en noviembre de 1847, la redacción de un detallado programa teórico y práctico, destinado a la publicidad, que sirviese de programa del partido. Así nació el Manifiesto, que se reproduce a continuación y cuyo original se remitió a Londres para ser impreso pocas semanas antes de estallar la revolución de febrero. Publicado primeramente en alemán, ha sido reeditado doce veces por los menos en ese idioma en Alemania, Inglaterra y Norteamérica. La edición inglesa no vio la luz hasta 1850, y se publicó en el Red Republican de Londres, traducido por miss Elena Macfarlane, y en 1871 se editaron en Norteamérica no menos de tres traducciones distintas. La versión francesa apareció por vez primera en París poco antes de la insurrección de junio de 1848; últimamente ha vuelto a publicarse en Le Socialiste de Nueva York, y se prepara una nueva traducción. La versión polaca apareció en Londres poco después de la primera edición alemana. La traducción rusa vio la luz en Ginebra en el año sesenta y tantos. Al danés se tradujo a poco de publicarse.
Por mucho que durante los
últimos veinticinco años hayan cambiado las circunstancias, los principios
generales desarrollados en este Manifiesto siguen siendo substancialmente
exactos. Sólo tendría que retocarse algún que otro detalle. Ya el propio Manifiesto advierte que la
aplicación práctica de estos principios dependerá en todas partes y en todo
tiempo de las circunstancias históricas existentes, razón por la que no se
hace especial hincapié en las medidas revolucionarias propuestas al final del capítulo II. Si tuviésemos que
formularlo hoy, este pasaje presentaría un tenor distinto en muchos respectos.
Este programa ha quedado a trozos anticuado por efecto del inmenso desarrollo
experimentado por la gran industria en los últimos veinticinco años, con los
consiguientes progresos ocurridos en cuanto a la organización política de la
clase obrera, y por el efecto de las experiencias prácticas de la revolución de
febrero en primer término, y sobre todo de la Comuna de París, donde el
proletariado, por vez primera, tuvo el Poder político en sus manos por espacio
de dos meses. La comuna ha demostrado, principalmente, que “la clase obrera no
puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola
en marcha para sus propios fines”. (V. La guerra civil en Francia, alocución del
Consejo general de la Asociación Obrera Internacional, edición alemana, pág.
51, donde se desarrolla ampliamente esta idea) . Huelga, asimismo, decir que la
crítica de la literatura socialista presenta hoy lagunas, ya que sólo llega
hasta 1847, y, finalmente, que las indicaciones que se hacen acerca de la
actitud de los comunistas para con los diversos partidos de la oposición
(capítulo IV), aunque sigan siendo exactas en sus líneas generales, están
también anticuadas en lo que toca al detalle, por la sencilla razón de que la
situación política ha cambiado radicalmente y el progreso histórico ha venido a
eliminar del mundo a la mayoría de los partidos enumerados.
Sin embargo, el Manifiesto es un
documento histórico, que nosotros no nos creemos ya autorizados a
modificar. Tal vez una edición posterior aparezca precedida de una
introducción que abarque el período que va desde 1847 hasta los tiempos
actuales; la presente reimpresión nos ha sorprendido sin dejarnos tiempo para
eso.
Londres, 24 de junio de 1872.
2
PROLOGO DE ENGELS A LA EDICION ALEMANA DE 1883
Desgraciadamente, al pie de este
prólogo a la nueva edición del Manifiesto ya sólo aparecerá mi firma.
Marx, ese hombre a quien la clase obrera toda de Europa y América debe más que
a hombre alguno, descansa en el cementerio de Highgate, y sobre su tumba crece
ya la primera hierba. Muerto él, sería doblemente absurdo pensar en
revisar ni en ampliar el Manifiesto. En cambio, me creo obligado, ahora
más que nunca, a consignar aquí, una vez más, para que quede bien patente, la
siguiente afirmación:
La idea central que inspira todo el
Manifiesto, a saber: que el régimen económico de la producción y la
estructuración social que de él se deriva necesariamente en cada época histórica
constituye la base sobre la cual se asienta la historia política e intelectual
de esa época, y que, por tanto, toda la historia de la sociedad -una vez
disuelto el primitivo régimen de comunidad del suelo- es una historia de luchas
de clases, de luchas entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y
dominadas, a tono con las diferentes fases del proceso social, hasta llegar a
la fase presente, en que la clase
explotada y oprimida -el
proletariado- no puede ya emanciparse de la clase que la explota y la
oprime -de la burguesía- sin emancipar para siempre a la sociedad entera de la
opresión, la explotación y las luchas de clases; esta idea cardinal fue fruto
personal y exclusivo de Marx .
Y aunque ya no es la primera vez que
lo hago constar, me ha parecido oportuno dejarlo estampado aquí, a la cabeza
del Manifiesto.
Londres, 28 junio 1883.
F. ENGELS.
3
PRÓLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN ALEMANA DE 1890
Ve la luz una nueva edición alemana
del Manifiesto cuando han ocurrido desde la última diversos sucesos
relacionados con este documento que merecen ser mencionados aquí.
En 1882 se publicó en Ginebra una
segunda traducción rusa, de Vera Sasulich , precedida de un prólogo de Marx y
mío. Desgraciadamente, se me ha extraviado el original alemán de este
prólogo y no tengo más remedio que volver a traducirlo del ruso, con lo que el
lector no saldrá ganando nada. El prólogo dice así:
“La primera edición rusa del
Manifiesto del Partido Comunista, traducido por Bakunin, vio la luz poco
después de 1860 en la imprenta del Kolokol. En los tiempos que corrían,
esta publicación no podía tener para Rusia, a lo sumo, más que un puro valor
literario de curiosidad. Hoy las cosas han cambiado. El último capítulo
del Manifiesto, titulado “Actitud de los
comunistas ante los otros partidos de la oposición”, demuestra mejor que
nada lo limitada que era la zona en que, al ver la luz por vez primera este
documento (enero de 1848), tenía que actuar el movimiento proletario. En
esa zona faltaban, principalmente, dos países: Rusia y los Estados
Unidos. Era la época en que Rusia constituía la última reserva magna de
la reacción europea y en que la emigración a los Estados Unidos absorbía las
energías sobrantes del proletariado de Europa. Ambos países proveían a
Europa de primeras materias, a la par que le brindaban mercados para sus
productos industriales. Ambos venían a ser, pues, bajo uno u otro
aspecto, pilares del orden social europeo.
Hoy las cosas han cambiado
radicalmente. La emigración europea sirvió precisamente para imprimir ese
gigantesco desarrollo a la agricultura norteamericana, cuya concurrencia está
minando los cimientos de la grande y la pequeña propiedad inmueble de
Europa. Además, ha permitido a los Estados Unidos entregarse a la
explotación de sus copiosas fuentes industriales con tal energía y en
proporciones tales, que dentro de poco echará por tierra el monopolio
industrial de que hoy disfruta la Europa occidental. Estas dos circunstancias
repercuten a su vez revolucionariamente sobre la propia América. La
pequeña y mediana propiedad del granjero que trabaja su propia tierra sucumbe
progresivamente ante la concurrencia de las grandes explotaciones, a la par que
en las regiones industriales empieza a formarse un copioso proletariado y una
fabulosa concentración de capitales.
Pasemos ahora a Rusia. Durante la
sacudida revolucionaria de los años 48 y 49, los monarcas europeos, y no sólo
los monarcas, sino también los burgueses, aterrados ante el empuje del
proletariado, que empezaba a, cobrar por aquel entonces conciencia de su
fuerza, cifraban en la intervención rusa todas sus esperanzas. El zar fue
proclamado cabeza de la reacción europea. Hoy, este mismo zar se ve
apresado en Gatchina como rehén de la revolución y Rusia forma la avanzada del
movimiento revolucionario de Europa.
El Manifiesto Comunista se proponía
por misión proclamar la desaparición inminente e inevitable de la propiedad
burguesa en su estado actual. Pero en Rusia nos encontramos con que,
coincidiendo con el orden capitalista en febril desarrollo y la propiedad
burguesa del suelo que empieza a formarse, más de la mitad de la tierra es
propiedad común de los campesinos.
Ahora bien -nos preguntamos-, ¿puede
este régimen comunal del concejo ruso, que es ya, sin duda, una degeneración
del régimen de comunidad primitiva de la tierra, trocarse directamente en una
forma más alta de comunismo del suelo, o tendrá que pasar necesariamente por el
mismo proceso previo de descomposición que nos revela la historia del occidente
de Europa?
La única contestación que, hoy por
hoy, cabe dar a esa pregunta, es la siguiente: Si la revolución rusa es la
señal para la revolución obrera de Occidente y ambas se completan formando una
unidad, podría ocurrir que ese régimen comunal ruso fuese el punto de partida
para la implantación de una nueva forma comunista de la tierra.
Londres, 21 enero 1882.”
Por aquellos mismos días, se publicó
en Ginebra una nueva traducción polaca con este título: Manifest
Kommunistyczny.
Asimismo, ha aparecido una nueva
traducción danesa, en la “Socialdemokratisk Bibliothek, Köjbenhavn 1885”. Es de
lamentar que esta traducción sea incompleta; el traductor se saltó, por lo
visto, aquellos pasajes, importantes muchos de ellos, que le parecieron
difíciles; además, la versión adolece de precipitaciones en una serie de
lugares, y es una lástima, pues se ve que, con un poco más de cuidado, su autor
habría realizado un trabajo excelente.
En 1886 apareció en Le Socialiste de París una nueva traducción
francesa, la mejor de cuantas han visto la luz hasta ahora .
Sobre ella se hizo en el mismo año una versión española,
publicada primero en El Socialista de Madrid y luego, en tirada aparte, con
este título: Manifiesto del Partido Comunista, por Carlos Marx y F. Engels
(Madrid, Administración de El Socialista, Hernán Cortés, 8).
Como detalle curioso contaré
que en 1887 fue ofrecido a un editor de Constantinopla el original de una
traducción armenia; pero el buen editor no se atrevió a lanzar un folleto con
el nombre de Marx a la cabeza y propuso al traductor publicarlo como obra
original suya, a lo que éste se negó.
Después de haberse reimpreso
repetidas veces varias traducciones norteamericanas más o menos incorrectas, al
fin, en 1888, apareció en Inglaterra la primera versión auténtica, hecha por mi
amigo Samuel Moore y revisada por él y por mí antes de darla a las prensas. He aquí el título: Manifesto of the
Communist Party, by Karl Marx and Frederick Engels. Authorised English
Translation, edited and annotated by Frederíck Engels. 1888. London, William
Reeves, 185 Flett St. E. C. Algunas de las notas de esta edición acompañan a la
presente.
El Manifiesto ha tenido sus vicisitudes. Calurosamente acogido a su
aparición por la vanguardia, entonces poco numerosa, del socialismo científico
-como lo demuestran las diversas traducciones mencionadas en el primer
prólogo-, no tardó en pasar a segundo plano, arrinconado por la reacción que se
inicia con la derrota de los obreros parisienses en junio de 1848 y
anatematizado, por último, con el anatema de la justicia al ser condenados los
comunistas por el tribunal de Colonia en noviembre de 1852. Al abandonar
la escena Pública, el movimiento obrero que la revolución de febrero había
iniciado, queda también envuelto en la penumbra el Manifiesto.
Cuando la clase obrera europea volvió
a sentirse lo bastante fuerte para lanzarse de nuevo al asalto contra las
clases gobernantes, nació la Asociación Obrera Internacional. El fin de esta
organización era fundir todas las masas obreras militantes de Europa y América
en un gran cuerpo de ejército. Por eso, este movimiento no podía arrancar
de los principios sentados en el Manifiesto. No había más remedio que
darle un programa que no cerrase el paso a las tradeuniones inglesas, a los
proudhonianos franceses, belgas, italianos y españoles ni a los partidarios de
Lassalle en Alemania. Este programa con las normas directivas para los
estatutos de la Internacional, fue redactado por Marx con una maestría que
hasta el propio Bakunin y los anarquistas hubieron de reconocer. En
cuanto al triunfo final de las tesis del Manifiesto, Marx ponía toda su
confianza en el desarrollo intelectual de la clase obrera, fruto obligado de la
acción conjunta y de la discusión. Los sucesos y vicisitudes de la lucha
contra el capital, y más aún las derrotas que las victorias, no podían menos de
revelar al proletariado militante, en toda su desnudez, la insuficiencia de los
remedios milagreros que venían empleando e infundir a sus cabezas una mayor
claridad de visión para penetrar en las verdaderas condiciones que habían de
presidir la emancipación obrera. Marx no se equivocaba. Cuando en
1874 se disolvió la Internacional, la clase obrera difería radicalmente de
aquella con que se encontrara al fundarse en 1864. En los países latinos,
el proudhonianismo agonizaba, como en Alemania lo que había de específico en el
partido de Lassalle, y hasta las mismas tradeuniones inglesas, conservadoras
hasta la médula, cambiaban de espíritu, permitiendo al presidente de su
congreso, celebrado en Swansea en 1887, decir en nombre suyo: “El socialismo
continental ya no nos asusta”. Y en 1887 el socialismo continental se cifraba
casi en los principios proclamados por el Manifiesto. La historia de este
documento refleja, pues, hasta cierto punto, la historia moderna del movimiento
obrero desde 1848. En la actualidad es indudablemente el documento más
extendido e internacional de toda la literatura socialista del mundo, el
programa que une a muchos millones de trabajadores de todos los países, desde
Siberia hasta California.
Y, sin embargo, cuando este
Manifiesto vio la luz, no pudimos bautizarlo de Manifiesto socialista. En 1847,
el concepto de “socialista” abarcaba dos categorías de personas. Unas eran las
que abrazaban diversos sistemas utópicos, y entre ellas se destacaban los
owenistas en Inglaterra, y en Francia los fourieristas, que poco a poco habían
ido quedando reducidos a dos sectas agonizantes. En la otra formaban los charlatanes
sociales de toda laya, los que aspiraban a remediar las injusticias de la
sociedad con sus potingues mágicos y con toda serie de remiendos, sin tocar en
lo más mínimo, claro está, al capital ni a la ganancia. Gentes unas y
otras ajenas al movimiento obrero, que iban a buscar apoyo para sus teorías a
las clases “cultas”. El sector obrero que, convencido de la insuficiencia
y superficialidad de las meras conmociones políticas, reclamaba una radical
transformación de la sociedad, se apellidaba comunista. Era un comunismo
toscamente delineado, instintivo, vago, pero lo bastante pujante para engendrar
dos sistemas utópicos: el del “ícaro” Cabet en Francia y el de Weitling en
Alemania. En 1847, el “socialismo” designaba un movimiento burgués, el
“comunismo” un movimiento obrero. El socialismo era, a lo menos en el
continente, una doctrina presentable en los salones; el comunismo, todo lo
contrario. Y como en nosotros era ya entonces firme la convicción de que
“la emancipación de los trabajadores sólo
podía ser obra de la propia clase obrera”, no podíamos dudar en la elección
de título. Más tarde no se nos pasó nunca por las mentes tampoco
modificarlo.
“¡Proletarios
de todos los países, uníos!” Cuando hace cuarenta y dos años lanzamos al
mundo estas palabras, en vísperas de la primera revolución de París, en que el
proletariado levantó ya sus propias reivindicaciones, fueron muy pocas las
voces que contestaron. Pero el 28 de septiembre de 1864, los
representantes proletarios de la mayoría de los países del occidente de Europa
se reunían para formar la Asociación Obrera Internacional, de tan glorioso
recuerdo. Y aunque la Internacional
sólo tuviese nueve años de vida, el lazo perenne de unión entre los
proletarios de todos los países sigue viviendo con más fuerza que nunca; así lo
atestigua, con testimonio irrefutable, el día de hoy. Hoy, primero de
Mayo, el proletariado europeo y americano pasa revista por vez primera a sus
contingentes puestos en pie de guerra como un ejército único, unido bajo una
sola bandera y concentrado en un objetivo: la jornada normal de ocho horas, que
ya proclamara la Internacional en el congreso de Ginebra en 1889, y que es
menester elevar a ley. El espectáculo del día de hoy abrirá los ojos a
los capitalistas y a los grandes terratenientes de todos los países y les hará
ver que la unión de los proletarios del mundo es ya un hecho.
¡Ya Marx no vive, para verlo, a mi
lado!
Londres, 1 de mayo de 1890.
F. ENGELS.
4
PRÓLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN POLACA DE 1892
La necesidad de reeditar la versión
polaca del Manifiesto Comunista, requiere un comentario.
Ante todo, el Manifiesto ha resultado
ser, como se proponía, un medio para poner de relieve el desarrollo de la gran
industria en Europa. Cuando en un país, cualquiera que él sea, se desarrolla la
gran industria brota al mismo tiempo entre los obreros industriales el deseo de
explicarse sus relaciones como clase, como la clase de los que viven del
trabajo, con la clase de los que viven de la propiedad. En estas
circunstancias, las ideas socialistas se extienden entre los trabajadores y
crece la demanda del Manifiesto Comunista. En este sentido, el número de
ejemplares del Manifiesto que circulan en un idioma dado nos permite apreciar
bastante aproximadamente no sólo las condiciones del movimiento obrero de clase
en ese país, sino también el grado de desarrollo alcanzado en él por la gran
industria.
La necesidad de hacer una nueva
edición en lengua polaca acusa, por tanto, el continuo proceso de expansión de
la industria en Polonia. No puede caber duda acerca de la importancia de
este proceso en el transcurso de los diez años que han mediado desde la
aparición de la edición anterior. Polonia
se ha convertido en una región industrial en gran escala bajo la égida del
Estado ruso.
Mientras que en la Rusia propiamente
dicha la gran industria sólo se ha ido manifestando esporádicamente (en las
costas del golfo de Finlandia, en las provincias centrales de Moscú y Vladimiro,
a lo largo de las costas del mar Negro y del mar de Azov), la industria polaca
se ha concentrado dentro de los confines de un área limitada, experimentando a
la par las ventajas y los inconvenientes de su situación. Estas ventajas
no pasan inadvertidas para los fabricantes rusos; por eso alzan el grito
pidiendo aranceles protectores contra las mercancías polacas, a despecho de su
ardiente anhelo de rusificación de Polonia. Los inconvenientes (que tocan
por igual los industriales polacos y el Gobierno ruso) consisten en la rápida
difusión de las ideas socialistas entre los obreros polacos y en una demanda
sin precedente del Manifiesto Comunista.
El rápido desarrollo de la industria
polaca (que deja atrás con mucho a la de Rusia) es una clara prueba de las
energías vitales inextinguibles del pueblo polaco y una nueva garantía de su
futuro renacimiento. La creación de una Polonia fuerte e independiente no
interesa sólo al pueblo polaco, sino a todos y cada uno de nosotros. Sólo
podrá establecerse una estrecha colaboración entre los obreros todos de Europa
si en cada país el pueblo es dueño dentro de su propia casa. Las
revoluciones de 1848 que, aunque reñidas bajo la bandera del proletariado,
solamente llevaron a los obreros a la lucha para sacar las castañas del fuego a
la burguesía, acabaron por imponer, tomando por instrumento a Napoleón y a
Bismarck (a los enemigos de la revolución), la independencia de Italia,
Alemania y Hungría. En cambio, a Polonia, que en 1791 hizo por la causa
revolucionaria más que estos tres países juntos, se la dejó sola cuando en 1863
tuvo que enfrentarse con el poder diez veces más fuerte de Rusia.
La nobleza polaca ha sido incapaz
para mantener, y lo será también para restaurar, la independencia de Polonia.
La burguesía va sintiéndose cada vez menos interesada en este asunto. La
independencia polaca sólo podrá ser conquistada por el proletariado joven, en
cuyas manos está la realización de esa esperanza. He ahí por qué los
obreros del occidente de Europa no están menos interesados en la liberación de
Polonia que los obreros polacos mismos.
Londres, 10 de febrero 1892.
F. ENGELS
5
PRÓLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN ITALIANA DE 1893
La publicación del Manifiesto del
Partido Comunista coincidió (si puedo expresarme así), con el momento en que
estallaban las revoluciones de Milán y de Berlín, dos revoluciones que eran el
alzamiento de dos pueblos: uno enclavado en el corazón del continente europeo y
el otro tendido en las costas del mar Mediterráneo. Hasta ese momento,
estos dos pueblos, desgarrados por luchas intestinas y guerras civiles, habían
sido presa fácil de opresores extranjeros. Y del mismo modo que Italia
estaba sujeta al dominio del emperador de Austria, Alemania vivía, aunque esta
sujeción fuese menos patente, bajo el yugo del zar de todas las Rusias.
La revolución del 18 de marzo emancipó a Italia y Alemania al mismo tiempo de
este vergonzoso estado de cosas. Si después, durante el período que va de
1848 a 1871, estas dos grandes naciones permitieron que la vieja situación
fuese restaurada, haciendo hasta cierto punto de “traidores de sí mismas”, se
debió (como dijo Marx) a que los mismos que habían inspirado la revolución de
1848 se convirtieron, a despecho suyo, en sus verdugos.
La revolución fue en todas partes
obra de las clases trabajadoras: fueron los obreros quienes levantaron las
barricadas y dieron sus vidas luchando por la causa. Sin embargo,
solamente los obreros de París, después de derribar el Gobierno, tenían la
firme y decidida intención de derribar con él a todo el régimen burgués.
Pero, aunque abrigaban una conciencia muy clara del antagonismo irreductible
que se alzaba entre su propia clase y la burguesía, el desarrollo económico del
país y el desarrollo intelectual de las masas obreras francesas no habían
alcanzado todavía el nivel necesario para que pudiese triunfar una revolución
socialista. Por eso, a la postre, los frutos de la revolución cayeron en
el regazo de la clase capitalista. En otros países, como en Italia,
Austria y Alemania, los obreros se limitaron desde el primer momento de la
revolución a ayudar a la burguesía a tomar el Poder. En cada uno de estos
países el gobierno de la burguesía sólo podía triunfar bajo la condición de la
independencia nacional. Así se explica que las revoluciones del año 1848
condujesen inevitablemente a la unificación de los pueblos dentro de las
fronteras nacionales y a su emancipación del yugo extranjero, condiciones que,
hasta allí, no habían disfrutado. Estas condiciones son hoy realidad en
Italia, en Alemania y en Hungría. Y a estos países seguirá Polonia cuando
la hora llegue.
Aunque las revoluciones de 1848 no
tenían carácter socialista, prepararon, sin embargo, el terreno para el
advenimiento de la revolución del socialismo. Gracias al poderoso impulso que
estas revoluciones imprimieron a la gran producción en todos los países, la
sociedad burguesa ha ido creando durante los últimos cuarenta y cinco años un
vasto, unido y potente proletariado, engendrando con él (como dice el
Manifiesto Comunista) a sus propios enterradores. La unificación
internacional del proletariado no hubiera sido posible, ni la colaboración
sobria y deliberada de estos países en el logro de fines generales, si antes no
hubiesen conquistado la unidad y la independencia nacionales, si hubiesen
seguido manteniéndose dentro del aislamiento.
Intentemos representarnos, si
podemos, el papel que hubieran hecho los obreros italianos, húngaros, alemanes,
polacos y rusos luchando por su unión internacional bajo las condiciones
políticas que prevalecían hacia el año 1848.
Las batallas reñidas en el 48 no
fueron, pues, reñidas en balde. Ni han sido vividos tampoco en balde los
cuarenta y cinco años que nos separan de la época revolucionaria. Los
frutos de aquellos días empiezan a madurar, y hago votos porque la publicación
de esta traducción italiana del Manifiesto sea heraldo del triunfo del
proletariado italiano, como la publicación del texto primitivo lo fue de la revolución
internacional.
El Manifiesto rinde el debido
homenaje a los servicios revolucionarios prestados en otro tiempo por el
capitalismo. Italia fue la primera nación que se convirtió en país
capitalista. El ocaso de la Edad Media feudal y la aurora de la época
capitalista contemporánea vieron aparecer en escena una figura gigantesca.
Dante fue al mismo tiempo el último poeta de la Edad Media y el primer poeta de
la nueva era. Hoy, como en 1300, se alza en el horizonte una nueva época.
¿Dará Italia al mundo otro Dante, capaz de cantar el nacimiento de la nueva
era, de la era proletaria?
Londres, 1 de febrero de 1893.
F.
ENGELS
Manifiesto del Partido Comunista Por K. Marx & F. Engels
Un espectro se cierne sobre Europa:
el espectro del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en santa
jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el zar, Metternich y
Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes.
No hay un solo partido de oposición a
quien los adversarios gobernantes no motejen de comunista, ni un solo partido
de oposición que no lance al rostro de las oposiciones más avanzadas, lo mismo
que a los enemigos reaccionarios, la acusación estigmatizante de comunismo.
De este hecho se desprenden dos
consecuencias:
La primera es que el comunismo se
halla ya reconocido como una potencia por todas las potencias europeas.
La segunda, que es ya hora de que los
comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero sus ideas, sus
tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa leyenda del espectro
comunista con un manifiesto de su partido.
Con este fin se han congregado en
Londres los representantes comunistas de diferentes países y redactado el
siguiente Manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa, francesa, alemana,
italiana, flamenca y danesa.
I
BURGUESES Y PROLETARIOS
Toda la historia de la
sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases.
Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de
la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a
frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y
otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la
transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de
ambas clases beligerantes.
En los tiempos históricos nos encontramos a la sociedad
dividida casi por doquier en una serie de estamentos , dentro de cada uno de
los cuales reina, a su vez, una nueva jerarquía social de grados y
posiciones. En la Roma antigua son los patricios, los équites, los
plebeyos, los esclavos; en la Edad Media, los señores feudales, los vasallos,
los maestros y los oficiales de los gremios, los siervos de la gleba, y dentro
de cada una de esas clases todavía nos encontramos con nuevos matices y
gradaciones.
La moderna sociedad burguesa que se alza sobre las ruinas de
la sociedad feudal no ha abolido los antagonismos de clase. Lo que ha hecho
ha sido crear nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas modalidades
de lucha, que han venido a sustituir a las antiguas.
Sin embargo, nuestra época, la época de la burguesía, se
caracteriza por haber simplificado estos antagonismos de clase. Hoy, toda
la sociedad tiende a separarse, cada vez más abiertamente, en dos grandes
campos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el
proletariado.
De los siervos de la gleba de la Edad Media surgieron los
“villanos” de las primeras ciudades; y estos villanos fueron el germen de donde
brotaron los primeros elementos de la burguesía.
El descubrimiento de América, la circunnavegación de África
abrieron nuevos horizontes e imprimieron nuevo impulso a la burguesía. El
mercado de China y de las Indias orientales, la colonización de América, el
intercambio con las colonias, el incremento de los medios de cambio y de las
mercaderías en general, dieron al comercio, a la navegación, a la industria, un
empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento revolucionario que se
escondía en el seno de la sociedad feudal en descomposición.
El régimen feudal o gremial de producción que seguía
imperando no bastaba ya para cubrir las necesidades que abrían los nuevos
mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. Los maestros de
los gremios se vieron desplazados por la clase media industrial, y la división
del trabajo entre las diversas corporaciones fue suplantada por la división del
trabajo dentro de cada taller.
Pero los mercados seguían dilatándose, las necesidades
seguían creciendo. Ya no bastaba tampoco la manufactura. El invento del
vapor y la maquinaria vinieron a revolucionar el régimen industrial de
producción. La manufactura cedió el puesto a la gran industria moderna, y
la clase media industrial hubo de dejar paso a los magnates de la industria,
jefes de grandes ejércitos industriales, a los burgueses modernos.
La gran industria creó
el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América.
El mercado mundial imprimió un gigantesco impulso al comercio, a la navegación,
a las comunicaciones por tierra. A su vez, estos, progresos redundaron
considerablemente en provecho de la industria, y en la misma proporción en que
se dilataban la industria, el comercio, la navegación, los ferrocarriles, se
desarrollaba la burguesía, crecían sus capitales, iba desplazando y esfumando a
todas las clases heredadas de la Edad Media.
Vemos, pues, que la moderna burguesía es, como lo fueron en
su tiempo las otras clases, producto de un largo proceso histórico, fruto de
una serie de transformaciones radicales operadas en el régimen de cambio y de
producción.
A cada etapa de avance recorrida por la burguesía corresponde
una nueva etapa de progreso político. Clase oprimida bajo el mando de los
señores feudales, la burguesía forma en la “comuna” una asociación
autónoma y armada para la defensa de sus intereses; en unos sitios se organiza
en repúblicas municipales independientes; en otros forma el tercer estado
tributario de las monarquías; en la época de la manufactura es el contrapeso de
la nobleza dentro de la monarquía feudal o absoluta y el fundamento de las
grandes monarquías en general, hasta que, por último, implantada la gran
industria y abiertos los cauces del mercado mundial, se conquista la hegemonía
política y crea el moderno Estado representativo. Hoy, el Poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los
intereses colectivos de la clase burguesa.
La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia,
un papel verdaderamente revolucionario.
Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las
instituciones feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró implacablemente los
abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales y
no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y
sonante, que no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor de Dios,
de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía
del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas.
Enterró la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas
innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la
libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para decirlo de una vez, un
régimen de explotación, velado por los cendales de las ilusiones políticas y
religiosas, por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de explotación.
La burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo que
antes se tenía por venerable y digno de piadoso acontecimiento. Convirtió en sus servidores asalariados al
médico, al jurista, al poeta, al sacerdote, al hombre de ciencia.
La burguesía desgarró los velos emotivos y sentimentales que
envolvían la familia y puso al desnudo la realidad económica de las relaciones familiares.
La burguesía vino a demostrar que aquellos alardes de fuerza
bruta que la reacción tanto admira en la Edad Media tenían su complemento
cumplido en la haraganería más indolente. Hasta que ella no lo reveló no
supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre. La burguesía ha
producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos
romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más
grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas.
La burguesía no puede existir si no es revolucionando
incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el
sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social. Lo
contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por
condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción
vigente. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las
demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la
conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y
una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del
pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban,
y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía
permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se
ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su
vida y sus relaciones con los demás.
La necesidad de encontrar mercados espolea a la burguesía de
una punta o otra del planeta. Por todas partes anida, en todas partes
construye, por doquier establece relaciones.
La burguesía, al
explotar el mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los
países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los
reaccionarios destruye los cimientos nacionales de la industria. Las viejas
industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya
instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas; por
industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino
las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no
sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo. Brotan
necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los
frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de
tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba así
mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del comercio es universal
y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones.
Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del
espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar
un acervo común. Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional
van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen
todas en una literatura universal.
La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los
medios de producción, con las facilidades increíbles de su red de
comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes. El
bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada con la que derrumba todas
las murallas de la China, con la que obliga a capitular a las tribus bárbaras
más ariscas en su odio contra el extranjero. Obliga a todas las naciones a
abrazar el régimen de producción de la burguesía o perecer; las obliga a
implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse
burguesas. Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza.
La burguesía somete el campo al imperio de la ciudad.
Crea ciudades enormes, intensifica la población urbana en una fuerte proporción
respecto a la campesina y arranca a una parte considerable de la gente del
campo al cretinismo de la vida rural. Y del mismo modo que somete el
campo a la ciudad, somete los pueblos bárbaros y semibárbaros a las naciones
civilizadas, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al
Occidente.
La burguesía va aglutinando cada vez más los medios de
producción, la propiedad y los habitantes del país. Aglomera la
población, centraliza los medios de producción y concentra en manos de unos
cuantos la propiedad. Este proceso tenía que conducir, por fuerza lógica,
a un régimen de centralización política. Territorios antes
independientes, apenas aliados, con intereses distintos, distintas leyes,
gobiernos autónomos y líneas aduaneras propias, se asocian y refunden en una
nación única, bajo un Gobierno, una ley, un interés nacional de clase y una
sola línea aduanera.
En el siglo corto que lleva de existencia como clase
soberana, la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y
colosales que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el
sometimiento de las fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria,
en la aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la
navegación de vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la
roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a la navegación, en los
nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por ensalmo... ¿Quién, en los
pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad fecundada
por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales energías y
elementos de producción?
Hemos visto que los medios de producción y de transporte
sobre los cuales se desarrolló la burguesía brotaron en el seno de la sociedad
feudal. Cuando estos medios de transporte y de producción alcanzaron una
determinada fase en su desarrollo, resultó que las condiciones en que la
sociedad feudal producía y comerciaba, la organización feudal de la agricultura
y la manufactura, en una palabra, el régimen feudal de la propiedad, no
correspondían ya al estado progresivo de las fuerzas productivas.
Obstruían la producción en vez de fomentarla. Se habían convertido en otras
tantas trabas para su desenvolvimiento. Era menester hacerlas saltar, y
saltaron.
Vino a ocupar su puesto la libre concurrencia, con la
constitución política y social a ella adecuada, en la que se revelaba ya la
hegemonía económica y política de la clase burguesa.
Pues bien: ante nuestros ojos se desarrolla hoy un
espectáculo semejante. Las condiciones de producción y de cambio de la
burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la moderna sociedad burguesa,
que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos medios de producción
y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus
subterráneos que conjuró. Desde hace varias décadas, la historia de la
industria y del comercio no es más que la historia de las modernas fuerzas
productivas que se rebelan contra el régimen vigente de producción, contra el
régimen de la propiedad, donde residen las condiciones de vida y de predominio
político de la burguesía. Basta mencionar las crisis comerciales, cuya
periódica reiteración supone un peligro cada vez mayor para la existencia de la
sociedad burguesa toda. Las crisis comerciales, además de destruir una gran
parte de los productos elaborados, aniquilan una parte considerable de las
fuerzas productivas existentes. En
esas crisis se desata una epidemia social que a cualquiera de las épocas
anteriores hubiera parecido absurda e inconcebible: la epidemia de la superproducción. La sociedad se ve retrotraída
repentinamente a un estado de barbarie momentánea; se diría que una plaga de
hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos
para subsistir; la industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por
qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados
recursos, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas
productivas de que dispone no sirven ya para fomentar el régimen burgués de la
propiedad; son ya demasiado poderosas para servir a este régimen, que embaraza
su desarrollo. Y tan pronto como logran vencer este obstáculo, siembran
el desorden en la sociedad burguesa, amenazan dar al traste con el régimen
burgués de la propiedad. Las condiciones sociales burguesas resultan ya
demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas engendrada. ¿Cómo se
sobrepone a las crisis la burguesía? De dos maneras: destruyendo
violentamente una gran masa de fuerzas productivas y conquistándose nuevos
mercados, a la par que procurando explotar más concienzudamente los mercados
antiguos. Es decir, que remedia unas crisis preparando otras más extensas
e imponentes y mutilando los medios de que dispone para precaverlas.
Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo se
vuelven ahora contra ella.
Y la burguesía no sólo forja las armas que han de darle la
muerte, sino que, además, pone en pie a los hombres llamados a manejarlas:
estos hombres son los obreros, los proletarios.
En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es
decir, el capital, desarrollase también el proletariado, esa clase obrera
moderna que sólo puede vivir encontrando trabajo y que sólo encuentra trabajo
en la medida en que éste alimenta a incremento el capital. El obrero,
obligado a venderse a trozos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta,
por tanto, a todos los cambios y modalidades de la concurrencia, a todas las
fluctuaciones del mercado.
La extensión de la maquinaria y la división del trabajo
quitan a éste, en el régimen proletario actual, todo carácter autónomo, toda
libre iniciativa y todo encanto para el obrero. El trabajador se convierte en
un simple resorte de la máquina, del que sólo se exige una operación mecánica,
monótona, de fácil aprendizaje. Por eso, los gastos que supone un obrero se
reducen, sobre poco más o menos, al mínimo de lo que necesita para vivir y para
perpetuar su raza. Y ya se sabe que el precio de una mercancía, y como
una de tantas el trabajo, equivale a su coste de producción. Cuanto más
repelente es el trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más
aún: cuanto más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, tanto más
aumenta también éste, bien porque se alargue la jornada, bien porque se intensifique
el rendimiento exigido, se acelere la marcha de las máquinas, etc.
La industria moderna ha convertido el pequeño taller del
maestro patriarcal en la gran fábrica del magnate capitalista. Las masas
obreras concentradas en la fábrica son sometidas a una organización y
disciplina militares. Los obreros, soldados rasos de la industria,
trabajan bajo el mando de toda una jerarquía de sargentos, oficiales y
jefes. No son sólo siervos de la burguesía y del Estado burgués, sino que
están todos los días y a todas horas bajo el yugo esclavizador de la máquina,
del contramaestre, y sobre todo, del industrial burgués dueño de la fábrica. Y
este despotismo es tanto más mezquino, más execrable, más indignante, cuanta
mayor es la franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro.
Cuanto menores son la habilidad y la fuerza que reclama el
trabajo manual, es decir, cuanto mayor es el desarrollo adquirido por la
moderna industria, también es mayor la proporción en que el trabajo de la mujer
y el niño desplaza al del hombre. Socialmente, ya no rigen para la clase
obrera esas diferencias de edad y de sexo. Son todos, hombres, mujeres y
niños, meros instrumentos de trabajo, entre los cuales no hay más diferencia
que la del coste.
Y cuando ya la explotación del obrero por el fabricante ha
dado su fruto y aquél recibe el salario, caen sobre él los otros representantes
de la burguesía: el casero, el tendero, el prestamista, etc.
Toda una serie de elementos modestos que venían perteneciendo
a la clase media, pequeños industriales, comerciantes y rentistas, artesanos y
labriegos, son absorbidos por el proletariado; unos, porque su pequeño caudal
no basta para alimentar las exigencias de la gran industria y sucumben
arrollados por la competencia de los capitales más fuertes, y otros porque sus
aptitudes quedan sepultadas bajo los nuevos progresos de la producción.
Todas las clases sociales contribuyen, pues, a nutrir las filas del
proletariado.
El proletariado recorre diversas etapas antes de fortificarse
y consolidarse. Pero su lucha contra la burguesía data del instante mismo
de su existencia.
Al principio son obreros aislados; luego, los de una fábrica;
luego, los de todas una rama de trabajo, los que se enfrentan, en una
localidad, con el burgués que personalmente los explota. Sus ataques no
van sólo contra el régimen burgués de producción, van también contra los
propios instrumentos de la producción; los obreros, sublevados, destruyen las
mercancías ajenas que les hacen la competencia, destrozan las máquinas, pegan
fuego a las fábricas, pugnan por volver a la situación, ya enterrada, del
obrero medieval.
En esta primera etapa, los obreros forman una masa diseminada
por todo el país y desunida por la concurrencia. Las concentraciones de masas
de obreros no son todavía fruto de su propia unión, sino fruto de la unión de
la burguesía, que para alcanzar sus fines políticos propios tiene que poner en
movimiento -cosa que todavía logra- a todo el proletariado. En esta etapa, los
proletarios no combaten contra sus enemigos, sino contra los enemigos de sus
enemigos, contra los vestigios de la monarquía absoluta, los grandes señores de
la tierra, los burgueses no industriales, los pequeños burgueses. La marcha de
la historia está toda concentrada en manos de la burguesía, y cada triunfo así
alcanzado es un triunfo de la clase burguesa.
Sin embargo, el desarrollo de la industria no sólo nutre las
filas del proletariado, sino que las aprieta y concentra; sus fuerzas crecen, y
crece también la conciencia de ellas. Y al paso que la maquinaria va
borrando las diferencias y categorías en el trabajo y reduciendo los salarios
casi en todas partes a un nivel bajísimo y uniforme, van nivelándose también
los intereses y las condiciones de vida dentro del proletariado. La
competencia, cada vez más aguda, desatada entre la burguesía, y las crisis
comerciales que desencadena, hacen cada vez más inseguro el salario del obrero;
los progresos incesantes y cada día más veloces del maquinismo aumentan
gradualmente la inseguridad de su existencia; las colisiones entre obreros y
burgueses aislados van tomando el carácter, cada vez más señalado, de
colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a coaligarse contra los
burgueses, se asocian y unen para la defensa de sus salarios. Crean
organizaciones permanentes para pertrecharse en previsión de posibles batallas.
De vez en cuando estallan revueltas y sublevaciones.
Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero transitorio
siempre. El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado
inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera. Coadyuvan
a ello los medios cada vez más fáciles de comunicación, creados por la gran
industria y que sirven para poner en contacto a los obreros de las diversas
regiones y localidades. Gracias a este contacto, las múltiples acciones
locales, que en todas partes presentan idéntico carácter, se convierten en un
movimiento nacional, en una lucha de clases. Y toda lucha de clases es
una acción política. Las ciudades de la Edad Media, con sus caminos
vecinales, necesitaron siglos enteros para unirse con las demás; el
proletariado moderno, gracias a los ferrocarriles, ha creado su unión en unos
cuantos años.
Esta organización de los proletarios como clase, que tanto
vale decir como partido político, se ve minada a cada momento por la
concurrencia desatada entre los propios obreros. Pero avanza y triunfa
siempre, a pesar de todo, cada vez más fuerte, más firme, más pujante. Y
aprovechándose de las discordias que surgen en el seno de la burguesía, impone
la sanción legal de sus intereses propios. Así nace en Inglaterra la ley
de la jornada de diez horas.
Las colisiones producidas entre las fuerzas de la antigua
sociedad imprimen nuevos impulsos al proletariado. La burguesía lucha
incesantemente: primero, contra la aristocracia; luego, contra aquellos
sectores de la propia burguesía cuyos intereses chocan con los progresos de la
industria, y siempre contra la burguesía de los demás países. Para librar estos
combates no tiene más remedio que apelar al proletariado, reclamar su auxilio,
arrastrándolo así a la palestra política. Y de este modo, le suministra
elementos de fuerza, es decir, armas contra sí misma.
Además, como hemos visto, los progresos de la industria traen
a las filas proletarias a toda una serie de elementos de la clase gobernante, o
a lo menos los colocan en las mismas condiciones de vida. Y estos elementos
suministran al proletariado nuevas fuerzas.
Finalmente, en aquellos períodos en que la lucha de clases
está a punto de decidirse, es tan violento y tan claro el proceso de
desintegración de la clase gobernante latente en el seno de la sociedad
antigua, que una pequeña parte de esa clase se desprende de ella y abraza la
causa revolucionaria, pasándose a la clase que tiene en sus manos el
porvenir. Y así como antes una parte de la nobleza se pasaba a la
burguesía, ahora una parte de la burguesía se pasa al campo del proletariado;
en este tránsito rompen la marcha los intelectuales burgueses, que, analizando
teóricamente el curso de la historia, han logrado ver claro en sus derroteros.
De todas las clases que hoy se enfrentan con la burguesía no
hay más que una verdaderamente revolucionaria: el proletariado. Las demás
perecen y desaparecen con la gran industria; el proletariado, en cambio, es su
producto genuino y peculiar.
Los elementos de las
clases medias, el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el
labriego, todos luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su
existencia como tales clases. No son, pues, revolucionarios, sino
conservadores. Más todavía, reaccionarios, pues pretenden volver atrás la
rueda de la historia. Todo lo que tienen de
revolucionario es lo que mira a su tránsito inminente al proletariado; con esa
actitud no defienden sus intereses actuales, sino los futuros; se despojan de
su posición propia para abrazar la del proletariado.
El proletariado andrajoso, esa putrefacción pasiva de las
capas más bajas de la vieja sociedad, se verá arrastrado en parte al movimiento
por una revolución proletaria, si bien las condiciones todas de su vida lo
hacen más propicio a dejarse comprar como instrumento de manejos reaccionarios.
Las condiciones de vida de la vieja sociedad aparecen ya
destruidas en las condiciones de vida del proletariado. El proletario
carece de bienes. Sus relaciones con la mujer y con los hijos no tienen
ya nada de común con las relaciones familiares burguesas; la producción
industrial moderna, el moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra
que en Francia, en Alemania que en Norteamérica, borra en él todo carácter
nacional. Las leyes, la moral, la religión, son para él otros tantos
prejuicios burgueses tras los que anidan otros tantos intereses de la
burguesía. Todas las clases que le precedieron y conquistaron el Poder
procuraron consolidar las posiciones adquiridas sometiendo a la sociedad entera
a su régimen de adquisición. Los proletarios sólo pueden conquistar para
sí las fuerzas sociales de la producción aboliendo el régimen adquisitivo a que
se hallan sujetos, y con él todo el régimen de apropiación de la
sociedad. Los proletarios no tienen nada propio que asegurar, sino
destruir todos los aseguramientos y seguridades privadas de los demás.
Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido
movimientos desatados por una minoría o en interés de una minoría. El
movimiento proletario es el movimiento autónomo de una inmensa mayoría en
interés de una mayoría inmensa. El proletariado, la capa más baja y
oprimida de la sociedad actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer
saltar, hecho añicos desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que
forma la sociedad oficial.
Por su forma, aunque no
por su contenido, la campaña del proletariado contra la burguesía empieza
siendo nacional. Es lógico que el proletariado de cada país ajuste ante
todo las cuentas con su propia burguesía.
Al esbozar, en líneas muy generales, las diferentes fases de
desarrollo del proletariado, hemos seguido las incidencias de la guerra civil
más o menos embozada que se plantea en el seno de la sociedad vigente hasta el
momento en que esta guerra civil desencadena una revolución abierta y franca, y
el proletariado, derrocando por la violencia a la burguesía, echa las bases de
su poder.
Hasta hoy, toda sociedad descansó, como hemos visto, en el
antagonismo entre las clases oprimidas y las opresoras. Mas para poder
oprimir a una clase es menester asegurarle, por lo menos, las condiciones
indispensables de vida, pues de otro modo se extinguiría, y con ella su
esclavizamiento. El siervo de la gleba se vio exaltado a miembro del municipio
sin salir de la servidumbre, como el villano convertido en burgués bajo el yugo
del absolutismo feudal. La situación del obrero moderno es muy distinta,
pues lejos de mejorar conforme progresa la industria, decae y empeora por
debajo del nivel de su propia clase. El obrero se depaupera, y el pauperismo se
desarrolla en proporciones mucho mayores que la población y la riqueza.
He ahí una prueba palmaria de la incapacidad de la burguesía para seguir
gobernando la sociedad e imponiendo a ésta por norma las condiciones de su vida
como clase. Es incapaz de gobernar, porque es incapaz de garantizar a sus
esclavos la existencia ni aun dentro de su esclavitud, porque se ve forzada a
dejarlos llegar hasta una situación de desamparo en que no tiene más remedio
que mantenerles, cuando son ellos quienes debieran mantenerla a ella. La
sociedad no puede seguir viviendo bajo el imperio de esa clase; la vida de la
burguesía se ha hecho incompatible con la sociedad.
La existencia y el predominio de la clase burguesa tienen por
condición esencial la concentración de la riqueza en manos de unos cuantos
individuos, la formación e incremento constante del capital; y éste, a su vez, no
puede existir sin el trabajo asalariado. El trabajo asalariado Presupone,
inevitablemente, la concurrencia de los obreros entre sí. Los progresos
de la industria, que tienen por cauce automático y espontáneo a la burguesía,
imponen, en vez del aislamiento de los obreros por la concurrencia, su unión
revolucionaria por la organización. Y así, al desarrollarse la gran
industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las bases sobre que
produce y se apropia lo producido. Y a la
par que avanza, se cava su fosa y cría a sus propios enterradores. Su
muerte y el triunfo del proletariado sin igualmente inevitables.
II
PROLETARIOS Y COMUNISTAS
¿Qué relación guardan los comunistas con los proletarios en
general?
Los comunistas no forman un partido aparte de los demás
partidos obreros.
No tienen intereses propios que se distingan de los intereses
generales del proletariado. No profesan principios especiales con los que
aspiren a modelar el movimiento proletario.
Los comunistas no se distinguen de los demás partidos
proletarios más que en esto: en que destacan y reivindican siempre, en todas y
cada una de las acciones nacionales proletarias, los intereses comunes y peculiares
de todo el proletariado, independientes de su nacionalidad, y en que,
cualquiera que sea la etapa histórica en que se mueva la lucha entre el
proletariado y la burguesía, mantienen siempre el interés del movimiento
enfocado en su conjunto.
Los comunistas son, pues, prácticamente, la parte más
decidida, el acicate siempre en tensión de todos los partidos obreros del
mundo; teóricamente, llevan de ventaja a las grandes masas del proletariado su
clara visión de las condiciones, los derroteros y los resultados generales a
que ha de abocar el movimiento proletario.
El objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al que
persiguen los demás partidos proletarios en general: formar la conciencia de
clase del proletariado, derrocar el régimen de la burguesía, llevar al
proletariado a la conquista del Poder.
Las proposiciones teóricas de los comunistas no descansan ni
mucho menos en las ideas, en los principios forjados o descubiertos por ningún
redentor de la humanidad. Son todas expresión generalizada de las
condiciones materiales de una lucha de clases real y vívida, de un movimiento
histórico que se está desarrollando a la vista de todos. La abolición del
régimen vigente de la propiedad no es tampoco ninguna característica peculiar
del comunismo.
Las condiciones que forman el régimen de la propiedad han
estado sujetas siempre a cambios históricos, a alteraciones históricas
constantes.
Así, por ejemplo, la Revolución francesa abolió la propiedad
feudal para instaurar sobre sus ruinas la propiedad burguesa.
Lo que caracteriza al comunismo no es la abolición de la
propiedad en general, sino la abolición del régimen de propiedad de la
burguesía, de esta moderna institución de la propiedad privada burguesa,
expresión última y la más acabada de ese régimen de producción y apropiación de
lo producido que reposa sobre el antagonismo de dos clases, sobre la
explotación de unos hombres por otros.
Así entendida, sí pueden los comunistas resumir su teoría en
esa fórmula: abolición de la propiedad
privada.
Se nos reprocha que queremos destruir la propiedad personal
bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano, esa propiedad que es
para el hombre la base de toda libertad, el acicate de todas las actividades y
la garantía de toda independencia.
¡La propiedad bien adquirida, fruto del trabajo y del
esfuerzo humano! ¿Os referís acaso a la propiedad del humilde artesano, del
pequeño labriego, precedente histórico de la propiedad burguesa? No, ésa
no necesitamos destruirla; el desarrollo de la industria lo ha hecho ya y lo
está haciendo a todas horas.
¿O queréis referimos a la moderna propiedad privada de la
burguesía?
Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo de
proletario, le rinde propiedad? No, ni mucho menos. Lo que rinde es
capital, esa forma de propiedad que se nutre de la explotación del trabajo
asalariado, que sólo puede crecer y multiplicarse a condición de engendrar
nuevo trabajo asalariado para hacerlo también objeto de su explotación.
La propiedad, en la forma que hoy presenta, no admite salida a este antagonismo
del capital y el trabajo asalariado. Detengámonos un momento a contemplar los
dos términos de la antítesis.
Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal,
sino social, en el proceso de la producción. El capital es un producto
colectivo y no puede ponerse en marcha más que por la cooperación de muchos
individuos, y aún cabría decir que, en rigor, esta cooperación abarca la
actividad común de todos los individuos de la sociedad. El capital no es,
pues, un patrimonio personal, sino una potencia social.
Los que, por tanto, aspiramos a convertir el capital en
propiedad colectiva, común a todos los miembros de la sociedad, no aspiramos a
convertir en colectiva una riqueza personal. A lo único que aspiramos es a transformar
el carácter colectivo de la propiedad, a despojarla de su carácter de clase.
Hablemos ahora del trabajo asalariado.
El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del
salario, es decir, la suma de víveres necesaria para sostener al obrero como
tal obrero. Todo lo que el obrero asalariado adquiere con su trabajo es,
pues, lo que estrictamente necesita para seguir viviendo y trabajando.
Nosotros no aspiramos en modo alguno a destruir este régimen de apropiación
personal de los productos de un trabajo encaminado a crear medios de vida:
régimen de apropiación que no deja, como vemos, el menor margen de rendimiento
líquido y, con él, la posibilidad de ejercer influencia sobre los demás
hombres. A lo que aspiramos es a destruir el carácter oprobioso de este
régimen de apropiación en que el obrero sólo vive para multiplicar el capital,
en que vive tan sólo en la medida en que el interés de la clase dominante
aconseja que viva.
En la sociedad burguesa, el trabajo vivo del hombre no es más
que un medio de incrementar el trabajo acumulado. En la sociedad
comunista, el trabajo acumulado será, por el contrario, un simple medio para
dilatar, fomentar y enriquecer la vida del obrero.
En la sociedad burguesa es, pues, el pasado el que impera
sobre el presente; en la comunista, imperará el presente sobre el pasado.
En la sociedad burguesa se reserva al capital toda personalidad e iniciativa;
el individuo trabajador carece de iniciativa y personalidad.
¡Y a la abolición de estas condiciones, llama la burguesía
abolición de la personalidad y la libertad! Y, sin embargo, tiene
razón. Aspiramos, en efecto, a ver abolidas la personalidad, la
independencia y la libertad burguesa.
Por libertad se entiende, dentro del régimen burgués de la
producción, el librecambio, la libertad de comprar y vender.
Desaparecido el tráfico, desaparecerá también, forzosamente
el libre tráfico. La apología del libre tráfico, como en general todos los
ditirambos a la libertad que entona nuestra burguesía, sólo tienen sentido y
razón de ser en cuanto significan la emancipación de las trabas y la
servidumbre de la Edad Media, pero palidecen ante la abolición comunista del
tráfico, de las condiciones burguesas de producción y de la propia burguesía.
Os aterráis de que queramos abolir la propiedad privada,
¡cómo si ya en el seno de vuestra sociedad actual, la propiedad privada no
estuviese abolida para nueve décimas partes de la población, como si no
existiese precisamente a costa de no existir para esas nueve décimas partes! ¿Qué
es, pues, lo que en rigor nos reprocháis? Querer destruir un régimen de
propiedad que tiene por necesaria condición el despojo de la inmensa mayoría de
la sociedad.
Nos reprocháis, para decirlo de una vez, querer abolir
vuestra propiedad. Pues sí, a eso es a lo que aspiramos.
Para vosotros, desde el momento en que el trabajo no pueda
convertirse ya en capital, en dinero, en renta, en un poder social
monopolizable; desde el momento en que la propiedad personal no pueda ya
trocarse en propiedad burguesa, la persona no existe.
Con eso confesáis que para vosotros no hay más persona que el
burgués, el capitalista. Pues bien, la personalidad así concebida es la que
nosotros aspiramos a destruir.
El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos
sociales; lo único que no admite es el poder de usurpar por medio de esta
apropiación el trabajo ajeno.
Se arguye que, abolida la propiedad privada, cesará toda
actividad y reinará la indolencia universal.
Si esto fuese verdad, ya hace mucho tiempo que se habría
estrellado contra el escollo de la holganza una sociedad como la burguesa, en
que los que trabajan no adquieren y los que adquieren, no trabajan.
Vuestra objeción viene a reducirse, en fin de cuentas, a una verdad que no
necesita de demostración, y es que, al
desaparecer el capital, desaparecerá también el trabajo asalariado.
Las objeciones formuladas contra el régimen comunista de
apropiación y producción material, se hacen extensivas a la producción y
apropiación de los productos espirituales. Y así como el destruir la
propiedad de clases equivale, para el burgués, a destruir la producción, el
destruir la cultura de clase es para él sinónimo de destruir la cultura en
general.
Esa cultura cuya pérdida tanto deplora, es la que convierte
en una máquina a la inmensa mayoría de la sociedad.
Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la
propiedad burguesa partiendo de vuestras ideas burguesas de libertad, cultura,
derecho, etc., no os dais cuenta de que esas mismas ideas son otros tantos
productos del régimen burgués de propiedad y de producción, del mismo modo que vuestro derecho no es más que la
voluntad de vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su
contenido y encarnación en las condiciones materiales de vida de vuestra clase.
Compartís con todas las clases dominantes que han existido y
perecieron la idea interesada de que vuestro régimen de producción y de
propiedad, obra de condiciones históricas que desaparecen en el transcurso de
la producción, descansa sobre leyes naturales eternas y sobre los dictados de
la razón. Os explicáis que haya perecido la propiedad antigua, os
explicáis que pereciera la propiedad feudal; lo que no os podéis explicar es
que perezca la propiedad burguesa, vuestra propiedad.
¡Abolición de la familia! Al hablar de estas
intenciones satánicas de los comunistas, hasta los más radicales gritan
escándalo.
Pero veamos: ¿en qué se funda la familia actual, la familia
burguesa? En el capital, en el
lucro privado. Sólo la burguesía tiene una familia, en el pleno
sentido de la palabra; y esta familia encuentra su complemento en la carencia
forzosa de relaciones familiares de los proletarios y en la pública
prostitución.
Es natural que ese tipo de familia burguesa desaparezca al
desaparecer su complemento, y que una y otra dejen de existir al dejar de
existir el capital, que le sirve de base.
¿Nos reprocháis acaso que aspiremos a abolir la explotación
de los hijos por sus padres? Sí, es cierto, a eso aspiramos.
Pero es, decís, que pretendemos destruir la intimidad de la
familia, suplantando la educación doméstica por la social.
¿Acaso vuestra propia educación no está también influida por
la sociedad, por las condiciones sociales en que se desarrolla, por la
intromisión más o menos directa en ella de la sociedad a través de la escuela,
etc.? No son precisamente los comunistas los que inventan esa intromisión de la
sociedad en la educación; lo que ellos hacen es modificar el carácter que hoy
tiene y sustraer la educación a la influencia de la clase dominante.
Esos tópicos burgueses de la familia y la educación, de la
intimidad de las relaciones entre padres e hijos, son tanto más grotescos y
descarados cuanto más la gran industria va desgarrando los lazos familiares de
los proletarios y convirtiendo a los hijos en simples mercancías y meros
instrumentos de trabajo.
¡Pero es que vosotros, los comunistas, nos grita a coro la
burguesía entera, pretendéis colectivizar a las mujeres!
El burgués, que no ve en su mujer más que un simple
instrumento de producción, al oírnos proclamar la necesidad de que los
instrumentos de producción sean explotados colectivamente, no puede por menos
de pensar que el régimen colectivo se hará extensivo igualmente a la mujer.
No advierte que de lo que se trata es precisamente de acabar
con la situación de la mujer como mero instrumento de producción.
Nada más ridículo, por otra parte, que esos alardes de
indignación, henchida de alta moral de nuestros burgueses, al hablar de la tan
cacareada colectivización de las mujeres por el comunismo. No; los
comunistas no tienen que molestarse en implantar lo que ha existido siempre o
casi siempre en la sociedad.
Nuestros burgueses, no bastándoles, por lo visto, con tener a
su disposición a las mujeres y a los hijos de sus proletarios -¡y no hablemos
de la prostitución oficial!-, sienten una grandísima fruición en seducirse unos
a otros sus mujeres.
En realidad, el matrimonio burgués es ya la comunidad de las
esposas. A lo sumo, podría reprocharse a los comunistas el pretender sustituir
este hipócrita y recatado régimen colectivo de hoy por una colectivización
oficial, franca y abierta, de la mujer. Por lo demás, fácil es comprender
que, al abolirse el régimen actual de producción, desaparecerá con él el
sistema de comunidad de la mujer que engendra, y que se refugia en la
prostitución, en la oficial y en la encubierta.
A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir
la patria, la nacionalidad.
Los trabajadores no
tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No
obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del Poder
político, su exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que también en
él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos
con el de la burguesía.
Ya el propio desarrollo de la burguesía, el librecambio, el
mercado mundial, la uniformidad reinante en la producción industrial, con las
condiciones de vida que engendra, se
encargan de borrar más y más las diferencias y antagonismos nacionales.
El triunfo del
proletariado acabará de hacerlos desaparecer. La acción conjunta de los
proletarios, a lo menos en las naciones civilizadas, es una de las condiciones
primordiales de su emancipación. En la medida y a la par que vaya
desapareciendo la explotación de unos individuos por otros, desaparecerá
también la explotación de unas naciones por otras.
Con el antagonismo de
las clases en el seno de cada nación, se borrará la hostilidad de las naciones
entre sí.
No queremos entrar a analizar las acusaciones que se hacen
contra el comunismo desde el punto de vista religioso-filosófico e ideológico
en general.
No hace falta ser un lince para ver que, al cambiar las
condiciones de vida, las relaciones sociales, la existencia social del hombre,
cambian también sus ideas, sus opiniones y sus conceptos, su conciencia, en una
palabra.
La historia de las ideas es una prueba palmaria de cómo
cambia y se transforma la producción espiritual con la material. Las ideas imperantes en una época han sido siempre
las ideas propias de la clase imperante.
Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con
ello, no se hace más que dar expresión a un hecho, y es que en el seno de la
sociedad antigua han germinado ya los elementos para la nueva, y a la par que
se esfuman o derrumban las antiguas condiciones de vida, se derrumban y esfuman
las ideas antiguas.
Cuando el mundo antiguo estaba a punto de desaparecer, las
religiones antiguas fueron vencidas y suplantadas por el cristianismo. En
el siglo XVIII, cuando las ideas cristianas sucumbían ante el racionalismo, la
sociedad feudal pugnaba desesperadamente, haciendo un último esfuerzo, con la
burguesía, entonces revolucionaria. Las ideas de libertad de conciencia y
de libertad religiosa no hicieron más que proclamar el triunfo de la libre
concurrencia en el mundo ideológico.
Se nos dirá que las ideas religiosas, morales, filosóficas,
políticas, jurídicas, etc., aunque sufran alteraciones a lo largo de la
historia, llevan siempre un fondo de perennidad, y que por debajo de esos
cambios siempre ha habido una religión, una moral, una filosofía, una política,
un derecho.
Además, se seguirá arguyendo, existen verdades eternas, como
la libertad, la justicia, etc., comunes a todas las sociedades y a todas las
etapas de progreso de la sociedad. Pues bien, el comunismo -continúa el
argumento- viene a destruir estas verdades eternas, la moral, la religión, y no
a sustituirlas por otras nuevas; viene a interrumpir violentamente todo el
desarrollo histórico anterior.
Veamos a qué queda reducida esta acusación.
Hasta hoy, toda la historia de la sociedad ha sido una
constante sucesión de antagonismos de clases, que revisten diversas
modalidades, según las épocas.
Mas, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la
explotación de una parte de la sociedad por la otra es un hecho común a todas
las épocas del pasado. Nada tiene, pues, de extraño que la conciencia
social de todas las épocas se atenga, a despecho de toda la variedad y de todas
las divergencias, a ciertas formas comunes, formas de conciencia hasta que el
antagonismo de clases que las informa no desaparezca radicalmente.
La revolución comunista viene a romper de la manera más
radical con el régimen tradicional de la propiedad; nada tiene, pues, de
extraño que se vea obligada a romper, en su desarrollo, de la manera también
más radical, con las ideas tradicionales.
Pero no queremos detenernos por más tiempo en los reproches
de la burguesía contra el comunismo.
Ya dejamos dicho que el
primer paso de la revolución obrera será la exaltación del proletariado al
Poder, la conquista de la democracia.
El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando
paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de
la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado
organizado como clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y
con la mayor rapidez posible las energías productivas.
Claro está que, al principio, esto sólo podrá llevarse a cabo
mediante una acción despótica sobre la propiedad y el régimen burgués de
producción, por medio de medidas que, aunque de momento parezcan económicamente
insuficientes e insostenibles, en el transcurso del movimiento serán un gran
resorte propulsor y de las que no puede prescindiese como medio para
transformar todo el régimen de producción vigente.
Estas medidas no podrán
ser las mismas, naturalmente, en todos los países.
Para los más
progresivos mencionaremos unas cuantas, susceptibles, sin duda, de ser
aplicadas con carácter más o menos general, según los casos.
1.a Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la
renta del suelo a los gastos públicos.
2.a Fuerte impuesto progresivo.
3.a Abolición del derecho de herencia.
4.a Confiscación de la fortuna de los emigrados y rebeldes.
5.a Centralización del crédito en el Estado por medio de un
Banco nacional con capital del Estado y régimen de monopolio.
6.a Nacionalización de los transportes.
7.a Multiplicación de las fábricas nacionales y de los medios
de producción, roturación y mejora de terrenos con arreglo a un plan colectivo.
8.a Proclamación del deber general de trabajar; creación de
ejércitos industriales, principalmente en el campo.
9.a Articulación de las explotaciones agrícolas e
industriales; tendencia a ir borrando gradualmente las diferencias entre el
campo y la ciudad.
10.a Educación pública y gratuita de todos los niños.
Prohibición del trabajo infantil en las fábricas bajo su forma actual.
Régimen combinado de la educación con la producción material, etc.
Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan
desaparecido las diferencias de clase y toda la producción esté concentrada en
manos de la sociedad, el Estado perderá
todo carácter político. El Poder político no es, en rigor, más que el poder
organizado de una clase para la opresión de la otra. El proletariado se ve
forzado a organizarse como clase para luchar contra la burguesía; la revolución le lleva al Poder; mas tan
pronto como desde él, como clase gobernante, derribe por la fuerza el régimen
vigente de producción, con éste hará desaparecer las condiciones que determinan
el antagonismo de clases, las clases mismas, y, por tanto, su propia soberanía
como tal clase.
Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus
antagonismos de clase, sustituirá una asociación en que el libre desarrollo de
cada uno condicione el libre desarrollo de todos.
III
LITERATURA SOCIALISTA Y COMUNISTA
1. El
socialismo reaccionario
a) El socialismo feudal
La aristocracia francesa e inglesa, que no se resignaba a
abandonar su puesto histórico, se dedicó, cuando ya no pudo hacer otra cosa, a
escribir libelos contra la moderna sociedad burguesa. En la revolución
francesa de julio de 1830, en el movimiento reformista inglés, volvió a
sucumbir, arrollada por el odiado intruso. Y no pudiendo dar ya ninguna
batalla política seria, no le quedaba más arma que la pluma. Mas también
en la palestra literaria habían cambiado los tiempos; ya no era posible seguir
empleando el lenguaje de la época de la Restauración. Para ganarse
simpatías, la aristocracia hubo de olvidar aparentemente sus intereses y acusar
a la burguesía, sin tener presente más interés que el de la clase obrera explotada.
De este modo, se daba el gusto de provocar a su adversario y vencedor con
amenazas y de musitarle al oído profecías más o menos catastróficas.
Nació así, el socialismo feudal, una mezcla de lamento, eco
del pasado y rumor sordo del porvenir; un socialismo que de vez en cuando
asestaba a la burguesía un golpe en medio del corazón con sus juicios
sardónicos y acerados, pero que casi siempre movía a risa por su total
incapacidad para comprender la marcha de la historia moderna.
Con el fin de atraer hacia sí al pueblo, tremolaba el saco
del mendigo proletario por bandera. Pero cuantas veces lo seguía, el
pueblo veía brillar en las espaldas de los caudillos las viejas armas feudales
y se dispersaba con una risotada nada contenida y bastante irrespetuosa.
Una parte de los legitimistas franceses y la joven
Inglaterra, fueron los más perfectos organizadores de este espectáculo.
Esos señores feudales, que tanto insisten en demostrar que
sus modos de explotación no se parecían en nada a los de la burguesía, se
olvidan de una cosa, y es de que las circunstancias y condiciones en que ellos
llevaban a cabo su explotación han desaparecido. Y, al enorgullecerse de que
bajo su régimen no existía el moderno proletariado, no advierten que esta
burguesía moderna que tanto abominan, es un producto históricamente necesario
de su orden social.
Por lo demás, no se molestan gran cosa en encubrir el sello
reaccionario de sus doctrinas, y así se explica que su más rabiosa acusación
contra la burguesía sea precisamente el crear y fomentar bajo su régimen una
clase que está llamada a derruir todo el orden social heredado.
Lo que más reprochan a la burguesía no es el engendrar un
proletariado, sino el engendrar un proletariado revolucionario.
Por eso, en la práctica están siempre dispuestos a tomar
parte en todas las violencias y represiones contra la clase obrera, y en la
prosaica realidad se resignan, pese a todas las retóricas ampulosas, a
recolectar también los huevos de oro y a trocar la nobleza, el amor y el honor
caballerescos por el vil tráfico en lana, remolacha y aguardiente.
Como los curas van siempre del brazo de los señores feudales,
no es extraño que con este socialismo feudal venga a confluir el socialismo
clerical.
Nada más fácil que dar al ascetismo cristiano un barniz
socialista. ¿No combatió también el cristianismo contra la propiedad privada,
contra el matrimonio, contra el Estado? ¿No predicó frente a las instituciones
la caridad y la limosna, el celibato y el castigo de la carne, la vida
monástica y la Iglesia? El
socialismo cristiano es el hisopazo con que el clérigo bendice el despecho
del aristócrata.
b) El socialismo
pequeñoburgués
La aristocracia feudal no es la única clase derrocada por la
burguesía, la única clase cuyas condiciones de vida ha venido a oprimir y matar
la sociedad burguesa moderna. Los villanos medievales y los pequeños
labriegos fueron los precursores de la moderna burguesía. Y en los países
en que la industria y el comercio no han alcanzado un nivel suficiente de
desarrollo, esta clase sigue vegetando al lado de la burguesía ascensional.
En aquellos otros países en que la civilización moderna
alcanza un cierto grado de progreso, ha venido a formarse una nueva clase
pequeñoburguesa que flota entre la burguesía y el proletariado y que, si bien
gira constantemente en torno a la sociedad burguesa como satélite suyo, no hace
más que brindar nuevos elementos al proletariado, precipitados a éste por la
concurrencia; al desarrollarse la gran industria llega un momento en que esta parte
de la sociedad moderna pierde su substantividad y se ve suplantada en el
comercio, en la manufactura, en la agricultura por los capataces y los
domésticos.
En países como Francia, en que la clase labradora representa
mucho más de la mitad de la población, era natural que ciertos escritores, al
abrazar la causa del proletariado contra la burguesía, tomasen por norma, para
criticar el régimen burgués, los intereses de los pequeños burgueses y los
campesinos, simpatizando por la causa obrera con el ideario de la pequeña
burguesía. Así nació el socialismo pequeñoburgués. Su representante más
caracterizado, lo mismo en Francia que en Inglaterra, es Sismondi.
Este socialismo ha analizado con una gran agudeza las
contradicciones del moderno régimen de producción. Ha desenmascarado las
argucias hipócritas con que pretenden justificarlas los economistas. Ha puesto
de relieve de modo irrefutable, los efectos aniquiladores del maquinismo y la
división del trabajo, la concentración de los capitales y la propiedad
inmueble, la superproducción, las crisis, la inevitable desaparición de los
pequeños burgueses y labriegos, la miseria del proletariado, la anarquía
reinante en la producción, las desigualdades irritantes que claman en la
distribución de la riqueza, la aniquiladora guerra industrial de unas naciones
contra otras, la disolución de las costumbres antiguas, de la familia
tradicional, de las viejas nacionalidades.
Pero en lo que atañe ya a sus fórmulas positivas, este
socialismo no tiene más aspiración que restaurar los antiguos medios de
producción y de cambio, y con ellos el régimen tradicional de propiedad y la
sociedad tradicional, cuando no pretende volver a encajar por la fuerza los
modernos medios de producción y de cambio dentro del marco del régimen de
propiedad que hicieron y forzosamente tenían que hacer saltar. En uno y
otro caso peca, a la par, de reaccionario y de utópico.
En la manufactura, la restauración de los viejos gremios, y
en el campo, la implantación de un régimen patriarcal: he ahí sus dos magnas
aspiraciones.
Hoy, esta corriente socialista ha venido a caer en una
cobarde modorra.
c) El socialismo alemán o "verdadero" socialismo
La literatura socialista y comunista de Francia, nacida bajo
la presión de una burguesía gobernante y expresión literaria de la lucha
librada contra su avasallamiento, fue importada en Alemania en el mismo
instante en que la burguesía empezaba a sacudir el yugo del absolutismo feudal.
Los filósofos, pseudofilósofos y grandes ingenios del país se
asimilaron codiciosamente aquella literatura, pero olvidando que con las
doctrinas no habían pasado la frontera también las condiciones sociales a que
respondían. Al enfrentarse con la situación alemana, la literatura
socialista francesa perdió toda su importancia práctica directa, para asumir
una fisonomía puramente literaria y convertirse en una ociosa especulación
acerca del espíritu humano y de sus proyecciones sobre la realidad. Y
así, mientras que los postulados de la primera revolución francesa eran, para
los filósofos alemanes del siglo XVIII, los postulados de la “razón práctica”
en general, las aspiraciones de la burguesía francesa revolucionaria
representaban a sus ojos las leyes de la voluntad pura, de la voluntad ideal,
de una voluntad verdaderamente humana.
La única preocupación de los literatos alemanes era armonizar
las nuevas ideas francesas con su vieja conciencia filosófica, o, por mejor
decir, asimilarse desde su punto de vista filosófico aquellas ideas.
Esta asimilación se llevó a cabo por el mismo procedimiento
con que se asimila uno una lengua extranjera: traduciéndola.
Todo el mundo sabe que los monjes medievales se dedicaban a
recamar los manuscritos que atesoraban las obras clásicas del paganismo con
todo género de insubstanciales historias de santos de la Iglesia católica. Los
literatos alemanes procedieron con la literatura francesa profana de un modo
inverso. Lo que hicieron fue empalmar sus absurdos filosóficos a los
originales franceses. Y así, donde el original desarrollaba la crítica del
dinero, ellos pusieron: “expropiación del ser humano”; donde se criticaba el
Estado burgués: “abolición del imperio de lo general abstracto”, y así por el
estilo.
Esta interpelación de locuciones y galimatías filosóficos en
las doctrinas francesas, fue bautizada con los nombres de “filosofía del hecho”
, “verdadero socialismo”, “ciencia alemana del socialismo”, “fundamentación
filosófica del socialismo”, y otros semejantes.
De este modo, la literatura socialista y comunista francesa
perdía toda su virilidad. Y como, en manos de los alemanes, no expresaba
ya la lucha de una clase contra otra clase, el profesor germano se hacía la
ilusión de haber superado el “parcialismo francés”; a falta de verdaderas
necesidades pregonaba la de la verdad, y a falta de los intereses del
proletariado mantenía los intereses del
ser humano, del hombre en general, de ese hombre que no reconoce clases, que ha
dejado de vivir en la realidad para transportarse al cielo vaporoso de la
fantasía filosófica.
Sin embargo, este socialismo alemán, que tomaba tan en serio
sus desmayados ejercicios escolares y que tanto y tan solemnemente trompeteaba,
fue perdiendo poco a poco su pedantesca inocencia.
En la lucha de la burguesía alemana, y principalmente, de la
prusiana, contra el régimen feudal y la monarquía absoluta, el movimiento
liberal fue tomando un cariz más serio.
Esto deparaba al “verdadero” socialismo la ocasión apetecida
para oponer al movimiento político las reivindicaciones socialistas, para
fulminar los consabidos anatemas contra el liberalismo, contra el Estado
representativo, contra la libre concurrencia burguesa, contra la libertad de
Prensa, la libertad, la igualdad y el derecho burgueses, predicando ante la
masa del pueblo que con este movimiento burgués no saldría ganando nada y sí
perdiendo mucho. El socialismo alemán se cuidaba de olvidar oportunamente
que la crítica francesa, de la que no era más que un eco sin vida, presuponía
la existencia de la sociedad burguesa moderna, con sus peculiares condiciones materiales
de vida y su organización política adecuada, supuestos previos ambos en torno a
los cuales giraba precisamente la lucha en Alemania.
Este “verdadero” socialismo les venía al dedillo a los
gobiernos absolutos alemanes, con toda su cohorte de clérigos, maestros de
escuela, hidalgüelos raídos y cagatintas, pues les servía de espantapájaros
contra la amenazadora burguesía. Era una especie de melifluo complemento
a los feroces latigazos y a las balas de fusil con que esos gobiernos recibían
los levantamientos obreros.
Pero el “verdadero” socialismo, además de ser, como vemos, un
arma en manos de los gobiernos contra la burguesía alemana, encarnaba de una
manera directa un interés reaccionario, el interés de la baja burguesía del
país. La pequeña burguesía, heredada del siglo XVI y que desde entonces
no había cesado de aflorar bajo diversas formas y modalidades, constituye en
Alemania la verdadera base social del orden vigente.
Conservar esta clase es conservar el orden social imperante.
Del predominio industrial y político de la burguesía teme la ruina segura,
tanto por la concentración de capitales que ello significa, como porque entraña
la formación de un proletariado revolucionario. El “verdadero” socialismo venía
a cortar de un tijeretazo -así se lo imaginaba ella- las dos alas de este
peligro. Por eso, se extendió por todo el país como una verdadera
epidemia.
El ropaje ampuloso en que los socialistas alemanes envolvían
el puñado de huesos de sus “verdades eternas”, un ropaje tejido con hebras
especulativas, bordado con las flores retóricas de su ingenio, empapado de
nieblas melancólicas y románticas, hacía todavía más gustosa la mercancía para
ese público.
Por su parte, el socialismo alemán comprendía más claramente
cada vez que su misión era la de ser el alto representante y abanderado de esa
baja burguesía.
Proclamó a la nación alemana como nación modelo y al súbdito
alemán como el tipo ejemplar de hombre. Dio a todos sus servilismos y vilezas
un hondo y oculto sentido socialista, tornándolos en lo contrario de lo que en
realidad eran. Y al alzarse curiosamente contra las tendencias “bárbaras y
destructivas” del comunismo, subrayando como contraste la imparcialidad sublime
de sus propias doctrinas, ajenas a toda lucha de clases, no hacía más que sacar
la última consecuencia lógica de su sistema. Toda la pretendida
literatura socialista y comunista que circula por Alemania, con poquísimas
excepciones, profesa estas doctrinas repugnantes y castradas.
2. El
socialismo burgués o conservador
Una parte de la
burguesía desea mitigar las injusticias sociales, para de este modo garantizar
la perduración de la sociedad burguesa.
Se encuentran en este bando los economistas, los filántropos, los humanitarios, los que aspiran a
mejorar la situación de las clases obreras, los organizadores de actos de beneficencia, las sociedades protectoras
de animales, los promotores de campañas contra el alcoholismo, los
predicadores y reformadores sociales de toda laya.
Pero, además, de este socialismo burgués han salido
verdaderos sistemas doctrinales. Sirva de ejemplo la Filosofía de la miseria de Proudhon.
Los burgueses socialistas considerarían ideales las
condiciones de vida de la sociedad moderna sin las luchas y los peligros que
encierran. Su ideal es la sociedad existente, depurada de los elementos
que la corroen y revolucionan: la burguesía sin el proletariado. Es
natural que la burguesía se represente el mundo en que gobierna como el mejor
de los mundos posibles. El socialismo burgués eleva esta idea consoladora
a sistema o semisistema. Y al invitar al proletariado a que lo realice, tomando
posesión de la nueva Jerusalén, lo que en realidad exige de él es que se avenga
para siempre al actual sistema de sociedad, pero desterrando la deplorable idea
que de él se forma.
Una segunda modalidad, aunque menos sistemática bastante más
práctica, de socialismo, pretende ahuyentar a la clase obrera de todo
movimiento revolucionario haciéndole ver que lo que a ella le interesa no son
tales o cuales cambios políticos, sino simplemente determinadas mejoras en las
condiciones materiales, económicas, de su vida. Claro está que este
socialismo se cuida de no incluir entre los cambios que afectan a las
“condiciones materiales de vida” la
abolición del régimen burgués de producción, que sólo puede alcanzarse por la vía revolucionaria; sus
aspiraciones se contraen a esas reformas administrativas que son conciliables
con el actual régimen de producción y que, por tanto, no tocan para nada a las relaciones entre el capital y el trabajo
asalariado, sirviendo sólo -en el mejor de los casos- para abaratar a la
burguesía las costas de su reinado y sanearle el presupuesto.
Este socialismo burgués a que nos referimos, sólo encuentra
expresión adecuada allí donde se convierte en mera figura retórica.
¡Pedimos el librecambio en interés de la clase obrera! ¡En
interés de la clase obrera pedimos aranceles protectores! ¡Pedimos prisiones
celulares en interés de la clase trabajadora! Hemos dado, por fin, con la
suprema y única seria aspiración del socialismo burgués.
Todo el socialismo de la burguesía se reduce, en efecto, a
una tesis y es que los burgueses lo son y deben seguir siéndolo... en interés
de la clase trabajadora.
3. El
socialismo y el comunismo crítico-utópico
No queremos referirnos aquí a las doctrinas que en todas las
grandes revoluciones modernas abrazan las aspiraciones del proletariado (obras
de Babeuf, etc.).
Las primeras tentativas del proletariado para ahondar
directamente en sus intereses de clase, en momentos de conmoción general, en el
período de derrumbamiento de la sociedad feudal, tenían que tropezar
necesariamente con la falta de desarrollo del propio proletariado, de una
parte, y de otra con la ausencia de las condiciones materiales indispensables
para su emancipación, que habían de ser el fruto de la época burguesa. La
literatura revolucionaria que guía estos primeros pasos vacilantes del
proletariado es, y necesariamente tenía que serlo, juzgada por su contenido,
reaccionaria. Estas doctrinas profesan un ascetismo universal y un torpe
y vago igualitarismo.
Los verdaderos sistemas socialistas y comunistas, los
sistemas de Saint-Simon, de Fourier, de Owen, etc., brotan en la primera fase
embrionaria de las luchas entre el proletariado y la burguesía, tal como más
arriba la dejamos esbozada. (V. el capítulo “Burgueses y proletarios”).
Cierto es que los autores de estos sistemas penetran ya en el
antagonismo de las clases y en la acción de los elementos disolventes que
germinan en el seno de la propia sociedad gobernante. Pero no aciertan
todavía a ver en el proletariado una acción histórica independiente, un
movimiento político propio y peculiar.
Y como el antagonismo de clase se desarrolla siempre a la par
con la industria, se encuentran con que les faltan las condiciones materiales
para la emancipación del proletariado, y es en vano que se debatan por crearlas
mediante una ciencia social y a fuerza de leyes sociales. Esos autores
pretenden suplantar la acción social por su acción personal especulativa, las
condiciones históricas que han de determinar la emancipación proletaria por
condiciones fantásticas que ellos mismos se forjan, la gradual organización del
proletariado como clase por una organización de la sociedad inventada a su
antojo. Para ellos, el curso universal de la historia que ha de venir se
cifra en la propaganda y práctica ejecución de sus planes sociales.
Es cierto que en esos planes tienen la conciencia de defender
primordialmente los intereses de la clase trabajadora, pero sólo porque la
consideran la clase más sufrida. Es la única función en que existe para
ellos el proletariado.
La forma embrionaria que todavía presenta la lucha de clases
y las condiciones en que se desarrolla la vida de estos autores hace que se
consideren ajenos a esa lucha de clases y como situados en un plano muy
superior. Aspiran a mejorar las condiciones de vida de todos los
individuos de la sociedad, incluso los mejor acomodados. De aquí que no
cesen de apelar a la sociedad entera sin distinción, cuando no se dirigen con
preferencia a la propia clase gobernante. Abrigan la seguridad de que basta
conocer su sistema para acatarlo como el plan más perfecto para la mejor de las
sociedades posibles.
Por eso, rechazan todo lo que sea acción política, y muy
principalmente la revolucionaria; quieren realizar sus aspiraciones por la vía
pacífica e intentan abrir paso al nuevo evangelio social predicando con el
ejemplo, por medio de pequeños experimentos que, naturalmente, les fallan
siempre.
Estas descripciones fantásticas de la sociedad del mañana
brotan en una época en que el proletariado no ha alcanzado aún la madurez, en
que, por tanto, se forja todavía una serie de ideas fantásticas acerca de su
destino y posición, dejándose llevar por los primeros impulsos, puramente
intuitivos, de transformar radicalmente la sociedad.
Y, sin embargo, en estas obras socialistas y comunistas hay
ya un principio de crítica, puesto que atacan las bases todas de la sociedad
existente. Por eso, han contribuido notablemente a ilustrar la conciencia
de la clase trabajadora. Mas, fuera de esto, sus doctrinas de carácter
positivo acerca de la sociedad futura, las que predican, por ejemplo, que en
ella se borrarán las diferencias entre la ciudad y el campo o las que proclaman
la abolición de la familia, de la propiedad privada, del trabajo asalariado, el
triunfo de la armonía social, la transformación del Estado en un simple
organismo administrativo de la producción.... giran todas en torno a la
desaparición de la lucha de clases, de esa lucha de clases que empieza a
dibujarse y que ellos apenas si conocen en su primera e informe vaguedad.
Por eso, todas sus doctrinas y aspiraciones tienen un carácter puramente
utópico.
La importancia de este socialismo y comunismo crítico-utópico
está en razón inversa al desarrollo histórico de la sociedad. Al paso que
la lucha de clases se define y acentúa, va perdiendo importancia práctica y
sentido teórico esa fantástica posición de superioridad respecto a ella, esa fe
fantástica en su supresión. Por eso, aunque algunos de los autores de
estos sistemas socialistas fueran en muchos respectos verdaderos
revolucionarios, sus discípulos forman hoy día sectas indiscutiblemente
reaccionarias, que tremolan y mantienen impertérritas las viejas ideas de sus
maestros frente a los nuevos derroteros históricos del proletariado. Son,
pues, consecuentes cuando pugnan por
mitigar la lucha de clases y por conciliar lo inconciliable. Y siguen
soñando con la fundación de falansterios, con la colonización interior, con la
creación de una pequeña Icaria, edición en miniatura de la nueva Jerusalén... .
Y para levantar todos esos castillos en el aire, no tienen más remedio que
apelar a la filantrópica generosidad de los corazones y los bolsillos
burgueses. Poco a poco van resbalando a la categoría de los socialistas
reaccionarios o conservadores, de los cuales sólo se distinguen por su
sistemática pedantería y por el fanatismo supersticioso con que comulgan en las
milagrerías de su ciencia social. He ahí por qué se enfrentan
rabiosamente con todos los movimientos políticos a que se entrega el
proletariado, lo bastante ciego para no creer en el nuevo evangelio que ellos
le predican.
En Inglaterra, los owenistas se alzan contra los cartistas, y
en Francia, los reformistas tienen enfrente a los discípulos de Fourier.
ACTITUD DE LOS COMUNISTAS ANTE LOS OTROS PARTIDOS DE LA OPOSICION
Después de lo que dejamos dicho en el capítulo II, fácil es
comprender la relación que guardan los comunistas con los demás partidos
obreros ya existentes, con los cartistas ingleses y con los reformadores
agrarios de Norteamérica.
Los comunistas, aunque luchando siempre por alcanzar los
objetivos inmediatos y defender los intereses cotidianos de la clase obrera,
representan a la par, dentro del movimiento actual, su porvenir. En Francia
se alían al partido democrático-socialista contra la burguesía
conservadora y radical, más sin renunciar por esto a su derecho de crítica
frente a los tópicos y las ilusiones procedentes de la tradición
revolucionaria.
En Suiza apoyan a
los radicales, sin ignorar que este partido es una mezcla de elementos
contradictorios: de demócratas socialistas, a la manera francesa, y de burgueses
radicales.
En Polonia, los
comunistas apoyan al partido que sostiene la revolución agraria, como condición
previa para la emancipación nacional del país, al partido que provocó la
insurrección de Cracovia en 1846.
En Alemania, el
partido comunista luchará al lado de la burguesía, mientras ésta actúe
revolucionariamente, dando con ella la batalla a la monarquía absoluta, a la
gran propiedad feudal y a la pequeña burguesía.
Pero todo esto sin dejar un solo instante de laborar entre
los obreros, hasta afirmar en ellos con la mayor claridad posible la conciencia
del antagonismo hostil que separa a la burguesía del proletariado, para que,
llegado el momento, los obreros alemanes se encuentren preparados para volverse
contra la burguesía, como otras tantas armas, esas mismas condiciones políticas
y sociales que la burguesía, una vez que triunfe, no tendrá más remedio que
implantar; para que en el instante mismo en que sean derrocadas las clases
reaccionarias comience, automáticamente, la lucha contra la burguesía.
Las miradas de los comunistas convergen con un especial
interés sobre Alemania, pues no desconocen que este país está en vísperas de
una revolución burguesa y que esa sacudida revolucionaria se va a desarrollar
bajo las propicias condiciones de la civilización europea y con un proletariado
mucho más potente que el de Inglaterra en el siglo XVII y el de Francia en el
XVIII, razones todas para que la revolución alemana burguesa que se avecina no
sea más que el preludio inmediato de una revolución proletaria.
Resumiendo: los comunistas apoyan en todas partes, como se
ve, cuantos movimientos revolucionarios se planteen contra el régimen social y
político imperante.
En todos estos movimientos se ponen de relieve el régimen de
la propiedad, cualquiera que sea la forma más o menos progresiva que revista,
como la cuestión fundamental que se ventila.
Finalmente, los comunistas laboran por llegar a la unión y la
inteligencia de los partidos democráticos de todos los países.
Los comunistas no
tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente
declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia
todo el orden social existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes,
ante la perspectiva de una revolución comunista. Los proletarios, con
ella, no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en
cambio, un mundo entero que ganar.
¡Proletarios de todos
los Países, uníos!
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