Editado en italiano en 2008, la editorial de El Viejo Topo, con traducción
de Antonio Antón Fernández, acaba de publicar Stalin. Historia y crítica de
una leyenda negra. Un libro del que lo primero que cabe decir es que es
imposible que deje indiferente a ningún lector o lectora, esté o no inmerso en
la tradición política en la que se enmarca el autor. Éste, Domenico Losurdo, no
necesita presentación. Otro excelente libro suyo, Contrahistoria del
liberalismo, del que hay más de una huella en el ensayo que comentamos, fue
publicado hace unos años por la misma editorial barcelonesa. Un texto de
Luciano Canfora, “De Stalin a Gorbachov: cómo acaba un imperio”, pp. 365-383,
cierra el ensayo de Losurdo.
Historiador, filósofo, politólogo, escritor. No hay, propiamente, trabajo
historiográfico directo de investigación en el volumen que comentamos. No hay
una sola referencia a ningún archivo en la bibliografía ni en las notas a pie
de página. Hay, eso sí, desde la primera línea, una reinterpretación, siempre
sugerente y nunca gratuita, de informaciones, argumentos, lugares asentados,
tesis, hipótesis en torno a la figura del estadista soviético y su tiempo, un tiempo
grande y terrible en opinión de Gramsci, cada vez más grande y más terrible
cuando más conocemos sobre aquellos años sin duda interesantes pero también de
vértido. Para los filósofos, académicos o no, tienen especial interés las
agudas notas críticas que Losurdo vierte casi desde el inicio de su libro sobre
tesis centrales de la obra de Hannah Arendt.
Sin embargo, sin ser un libro de investigación histórica directa, Stalin.
Historia y crítica de una leyenda negra es, plenamente, un libro de
historia y pensamiento sobre un nudo esencial en la polémica político-cultural
contemporánea de la tradición marxista-comunista, y de tradiciones próximas y
algo alejadas, al mismo tiempo que, complementariamente, es una aguda y
documentada crítica de las posiciones históricas e interpretativas, y de
argumentaciones y autores esenciales, de la tradición liberal
Losurdo señala en la misma obertura del libro que en la investigación
bibliográfica le han ayudado Bruno Böröcz y Eric Le Lenn, y en la corrección de
borradores, Paolo Ercolani y Giorgio Grimaldi. Recogemos aquí su observación.
La estructura del libro es la siguiente: un preámbulo que lleva por título
“El giro radical en la historia de la imagen de Stalin” y una introducción
titulada “De la Guerra Fría al Informe Kruschov”. Los ocho capítulos que
componen Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra son los
siguientes:
Capítulo 1. Cómo arrojar un dios al infierno: el Informe Kruschov -Un
“enorme, siniestro, caprichoso y degenerado monstruo humano”; La Gran guerra
patriótica y las «invenciones» de Kruschov; Una serie de campañas de
desinformación y la operación Barbarroja; El rápido desenlace y fracaso de la
guerra-relámpago; La carencia de «sensatez» y las “deportaciones en masa de
pueblos enteros”, El culto de la personalidad en Rusia; de Kerensky a Stalin-.
Capítulo 2. Los bolcheviques, del conflicto ideológico a la guerra civil
-La Revolución rusa y la dialéctica de Saturno; El ministerio de Exteriores
«cierra la ventanilla»; El ocaso de la «economía del dinero» y de la «moral
mercantil»; «No más distinciones entre tuyo y mío»: la disolución de la
familia; La condena de la «política de jefes» o la «transformación del poder en
amor»; El asesinato de Kírov: ¿complot de los poderosos o terrorismo?; Terrorismo,
golpe de Estado y guerra civil; Conspiración, infiltración en el aparato
estatal y «lenguaje esópico»; Infiltración, desinformación y llamados a la
insurrección; Guerra civil y maniobras internacionales; Entre «derrocamiento
bonapartista», «golpes de Estado» y desinformación: el caso Tuchachevsky; Tres
guerras civiles.
Capítulo 3. Entre el siglo veinte y las raíces históricas previas, entre
historia del marxismo e historia de Rusia: los orígenes del “estalinismo” -Una
catástrofe anunciada; El Estado ruso salvado por los defensores de la
«extinción del Estado»; Stalin y la conclusión del Segundo período de
desórdenes; Utopía exaltada y prolongación del estado de excepción; Del
universalismo abstracto a la acusación de traición; La dialéctica de la revolución
y la génesis del universalismo abstracto; Universalidad abstracta y terror en
la Rusia soviética; Qué significa gobernar: un atormentado proceso de
aprendizaje.
Capítulo 4. La andadura compleja y contradictoria de la era de Stalin -Del
nuevo impulso de la «democracia soviética» a la «noche de San Bartolomé»; Del
«democratismo socialista» al Gran terror; Del «socialismo sin dictadura del
proletariado» a la vuelta de tuerca de la Guerra fría; ¿Burocratismo o «fe
furiosa»?; Un universo concentracionario rico en contradicciones; Siberia
zarista; “Siberia” de la Inglaterra liberal y Gulag soviético; El universo
concentracionario en la Rusia soviética y en el Tercer Reich; Gulag,
Konzentrationslager y el “Tercero ausente”; El despertar nacional en Europa oriental
y en las colonias: dos respuestas antitéticas; ¿Totalitarismo o dictadura
desarrollista?.
Capítulo 5. Olvido de la historia y construcción de una mitología. Stalin y
Hitler como monstruos gemelos -Guerra fría y reductio ad Hitlerum del nuevo
enemigo; El culto negativo de los héroes; El teorema de las afinidades
electivas entre Stalin y Hitler; El holocausto ucraniano equiparado al
holocausto judío; La hambruna terrorista en la historia del Occidente liberal;
Simetrías perfectas y autoabsoluciones: ¿antisemitismo de Stalin?;
Antisemitismo y racismo colonial: la polémica Churchill-Stalin; Trotsky y la
acusación a Stalin de antisemitismo; Stalin y la condena del antisemitismo
zarista y nazi; Stalin y el apoyo a la fundación y consolidación de Israel; El viraje
de la Guerra fría y el chantaje al matrimonio Rosenberg; Stalin, Israel y las
comunidades judías de Europa oriental; La cuestión del «cosmopolitismo»; Stalin
en la «corte» de los judíos, los judíos en la «corte» de Stalin; De Trotsky a
Stalin, del monstruo “semita” al monstruo “antisemita”.
Capítulo 6. Psicopatología, moral e historia en la lectura de la era de
Stalin -Geopolítica, terror y “paranoia” de Stalin; La “paranoia” del Occidente
liberal; ¿“Inmoralidad” o indignación moral?; La reductio ad Hitlerum y sus
variantes; Conflictos trágicos y dilemas morales; La Katyn soviética y la
“Katyn” estadounidense y surcoreana; Ineludibilidad y complejidad del juicio
moral; Stalin, Pedro el Grande y el «nuevo Lincoln”.
Capítulo 7. La imagen de Stalin entre historia y mitología -Las diversas
fuentes historiográficas de la imagen actual de Stalin; Otras cuestiones sobre
la imagen de Stalin; Motivos contradictorios en la demonización de Stalin;
Lucha política y mitología entre Revolución francesa y Revolución de Octubre.
Capítulo 8. Demonización y hagiografía en la interpretación del mundo
contemporáneo -Del olvido del Segundo período de desórdenes en Rusia al olvido
del Siglo de las humillaciones en China; La obliteración de la guerra y la
producción en serie de monstruos gemelos de Hitler; Socialismo y nazismo, arios
y anglo-celtas; El Nuremberg anticomunista y la negación del principio de tu
quoque; Demonización y hagiografía: el ejemplo del «más grande historiador
moderno vivo»; Revoluciones abolicionistas y demonización de los «blancófagos»
y de los bárbaros; ¿La historia universal como «grotesca sucesión de monstruos»
y como «teratología»?
Como indicamos anteriormente, “De Stalin a Gorbachov: cómo acaba un
imperio” es el texto de Luciano Canfora que cierra el ensayo. Luego una
bibliografía de 12 páginas y unos cuatrocientos libros, y un índice onomástico.
Ninguno o casi ninguno de los grandes temas asociados a Stalin y el
estalinismo, una categoría que, como veremos, no complace en demasía a Losurdo,
está ausente en la rigurosa exposición del gran filósofo italiano. El preámbulo
lleva por título “El giro radical en la historia de la imagen de Stalin” y está
formado por dos apartados. El título del primero es: “De la guerra fría al
Informe Kruschov”. Aquí proseguiremos.
Si el lector/a tiene dudas, si quiere balancear si vale la pena el esfuerzo
de lectura de este voluminoso libro, puede empezar por ojear las páginas que
Losurdo dedica al asesinato de Kirov en el segundo capítulo o, por poner un
ejemplo destacado, por analizar su uso de la noción “fe furiosa”, una categoría
central en su exposición.
Ni que decir tiene que admitir un gran interés por un ensayo no implica
coincidencia en todos sus puntos ni creer en la inexistencia de debilidad
argumentativa (o de argumentación orientada) en algunas de sus afirmaciones y
tesis. Como era previsible, también desde las primeras páginas, la aproximación
de Losurdo a Trotski y al trotskismo, no podía ser otra manera, es asunto de
alta tensión político-filosófica
Historia y crítica de una leyenda negra: el informe Kruschov (II)
El preámbulo del libro de Domenico Losurdo (DL) lleva por título “El giro
radical en la historia de la imagen de Stalin”. Está dividido en dos apartados [1].
“De la guerra fría al Informe Kruschov” es el título del primero; “En pos de
una comparativa global” es el segundo.
Tras la desaparición de Stalin se sucedieron imponentes manifestaciones de
duelo, recuerda DL. En el transcurso de su agonía “millones de personas se
agolparon en el centro de Moscú para rendir el último homenaje” al dirigente
que estaba muriendo. El día de su muerte, 5 de mayo de 1953, “millones de
ciudadanos lloraron la pérdida como si se tratase de un luto personal”. Losurdo
toma pie en aproximaciones de Medvedev y Zubkova.
La misma reacción se produjo en los rincones más recónditos de la URSS. La
“consternación general” se difundió más allá de las fronteras soviéticas. Por
las calles de Budapest y de Praga muchas personas lloraban, afirma DL sin más
precisión. A miles de kilómetros del campo socialista, también en Israel, la
reacción fue similar. “Todos los miembros del MAPAM, sin excepción, lloraron”.
Se trataba del partido al que pertenecían “todos los líderes veteranos” y “casi
todos los ex-combatientes”. No se sabe si este comentario de DL es un elogio,
una mera descripción o una severa crítica teniendo en cuenta las orientaciones
políticas de los personajes de primera línea del aparato estatal y militar
israelí.
En Occidente, entre los que homenajearon al líder soviético desaparecido,
no se encontraban solamente los militantes de los partidos comunistas ligados a
la URSS. Isaac Deutscher, por ejemplo, “un ferviente admirador de Trotsky” en
palabras de DL, escribió un una necrológica llena de reconocimientos.
El texto que el filósofo italiano reproduce en su libro no parece tan
pletórico de reconocimientos: incide en un punto, entonces de consenso general:
la gran transformación económica y cultural, casi por nadie discutida, de la
Unión Soviética. El texto de Deutscher afirma: “Tras tres decenios, el rostro
de la Unión Soviética se ha transformado completamente. Lo esencial de la
acción histórica del estalinismo es esto: se ha encontrado con una Rusia que
trabajaba la tierra con arados de madera, y la deja siendo dueña de la pila
atómica. Ha alzado a Rusia hasta el grado de segunda potencia industrial del
mundo, y no se trata solamente de una cuestión de mero progreso material y de
organización. No se habría podido obtener un resultado similar sin una gran
revolución cultural en la que se ha enviado al colegio a un país entero para
impartirle una amplia enseñanza” [el énfasis es mío]. DL añade: “En definitiva,
aunque condicionado y en parte desfigurado por la herencia asiática y despótica
de la Rusia zarista, en la URSS de Stalin «el ideal socialista tenía una
innata, compacta integridad»”. Pero, obsérvese, Deutscher no afirma que esa
compacta integridad del ideal socialista en la URSS estuviera en el haber de
Stalin y del estalinismo. Podría pensarse, por ejemplo, en una compacticidad
que logró superar incluso los desmanes y desvaríos del período.
En este balance histórico, no había ya sitio para las feroces acusaciones
dirigidas en su momento por Trotski al líder desaparecido. ¿Qué sentido tenía,
pregunta DL, “condenar a Stalin como traidor al ideal de la revolución mundial
y preconizador del socialismo en un sólo país, en un momento en el que el nuevo
orden social se expandía por Europa y Asia y la revolución rompía su «cascarón
nacional»?”
Losurdo cita a continuación una aproximación de Alexandre Kojève.
Ridiculizado por Trotsky como un “pequeño provinciano transportado, como si de
un chiste de la historia se tratase, al plano de los grandes acontecimientos
mundiales”, Stalin había surgido, en opinión de Kojève, “como encarnación del
hegeliano espíritu del mundo y había sido por tanto llamado a unificar y a
dirigir la humanidad, recurriendo a métodos enérgicos y combinando en su
práctica sabiduría y tiranía”. Pero, supongamos aunque no admitamos, que no
siempre el hegelismo acierta en sus expresiones, y que el espíritu del mundo
también puede echar una cabezadita en ocasiones.
Al margen de los ambientes comunistas y pese al recrudecimiento de la
Guerra Fría y la persistencia de la guerra en Corea, DL sostiene y documenta
que en Occidente la muerte de Stalin dio pie a necrológicas por lo general
“respetuosas” o “equilibradas”: en la conciencia popular persistía el recuerdo
afectuoso por el gran líder de la guerra que había guiado a su pueblo a la
victoria sobre Hitler y había ayudado decisivamente a salvar a Europa de la
barbarie nazi. Sin atisbo para la duda
DL cita a continuación algunas personalidades conquistadas por, entre otras
cosas, el excepcional dominio de Stalin de asuntos técnico-militares. Winston
Churchill, por ejemplo, quien años atrás había defendido una intervención
militar contra el país de la Revolución de Octubre En la Conferencia de Teherán
de noviembre de 1943, el estadista inglés había saludado al homólogo soviético
como “Stalin el Grande”: como digno heredero de Pedro el Grande, había salvado
a su país preparándolo para derrotar a los nuevos invasores. Probablemente, un
elogio churchilliano envenenado.
Otros testimonios positivos citados por Losurdo: los de Averell Harriman,
embajador estadounidense en Moscú entre 1943 y 1946, y los Alcide De Gasperi.
Los reconocimientos del político italiano no se limitaban al plano meramente
militar, recuerda DL citando a De Gasperi: “Cuando veo que Hitler y Mussolini
perseguían a los hombres por su raza, e inventaban aquella terrible legislación
antijudía que conocemos, y contemplo cómo los rusos, compuestos por 160 razas
diferentes, buscan la fusión de éstas, superando las diferencias existentes
entre Asia y Europa, este intento, este esfuerzo hacia la unificación de la
sociedad humana, dejadme decir: esto es cristiano, esto es eminentemente
universalista en el sentido del catolicismo”.
Tampoco el prestigio de Stalin entre los grandes intelectuales del momento
era menos intenso ni menos generalizado. Harold J. Laski es un ejemplo de ello.
En 1945, recuerda DL pensando seguramente en profundos cambios no muy alejados
o en inconsistencias posteriores, que Hannah Arendt había afirmado que “el país
dirigido por Stalin se había distinguido por el «modo, completamente nuevo y
exitoso, de afrontar y armonizar los conflictos entre nacionalidades, de
organizar poblaciones diferentes sobre la base de la igualdad nacional». Era
una suerte de modelo, proseguía la filósofa alemana exiliada, algo “al que todo
movimiento político y nacional debería prestar atención”.
Tampoco Benedetto Croce se mostraba muy alejado de estas consideraciones.
Las dudas del filósofo liberal, señala DL, se concentraban más bien sobre el
futuro de la Unión Soviética.
Losurdo recuerda oportunamente que aquellos que, con el comienzo de la
fuerte crisis de la gran alianza de la II Guerra Mundial, comenzaban a
aproximar la Unión Soviética y la Alemania de Hitler, habían sido reprobados
con dureza por un lúcido Thomas Mann. “Lo que caracterizaba al Tercer Reich era
la «megalomanía racial» de la sedicente «raza de Señores», que había puesto en
marcha una «diabólica política de despoblación», y antes, de extirpación de la
cultura en los territorios conquistados. Hitler se había limitado así a la
máxima de Nietzsche: «Si se desean esclavos es estúpido educarlos como amos».
La orientación del «socialismo ruso» era directamente la contraria; difundiendo
masivamente instrucción y cultura, había demostrado no querer «esclavos», sino
más bien «hombres pensantes», y por tanto, pese a todo, había estado dirigida
«hacia la libertad». Resultaba por consiguiente inaceptable la aproximación
entre los dos regímenes”. Colocar en el mismo plano poliético el comunismo ruso
y el nazifascismo, en la medida en que ambos serían totalitarios, era, en el
mejor de los casos, una superficialidad; en el peor era fascismo. Mann sabía
qué era pensar sin ser ningún heideggeriano.
Después, prosigue DL, estalló la guerra fría y, al publicar su libro sobre
el totalitarismo, Arendt llevaría a cabo en 1951, dos años antes del
fallecimiento de Stalin, precisamente aquello que Mann denunciaba. Sin embargo,
insiste Losurdo, “casi simultáneamente, Kojève señalaba a Stalin como el
protagonista de un giro histórico decididamente progresivo y de dimensiones
planetarias”.
DL, de nuevo, recuerda la aproximación del líder intelectual del laborismo
inglés. En 1948 Laski había reafianzado el punto de vista expresado tres años
antes: “[…] para definir a la URSS retomaba una categoría utilizada por otra
representante de primer nivel del laborismo inglés, Beatrice Webb, que ya en
1931, aunque también durante la segunda guerra mundial y hasta su muerte, había
hablado del país soviético en términos de «nueva civilización». Sí —confirmaba
Laski—, con el formidable impulso dado a la promoción social de las clases
durante tanto tiempo explotadas y oprimidas, y con introducción en la fábrica y
en los puestos de trabajo de nuevas relaciones que ya no se apoyaban en el
poder soberano de los propietarios de los medios de producción, el país guiado
por Stalin había despuntado como el «pionero de una nueva civilización»”. Ambos
autores se habían apresurado a precisar que “sobre la «nueva civilización» que
estaba surgiendo todavía pesaba el lastre de la «Rusia bárbara». Esta se
expresaba en formas despóticas, pero —subrayaba en especial Laski— para
formular un juicio correcto sobre la Unión Soviética era necesario no perder de
vista un hecho esencial: «Sus líderes llegaron al poder en un país acostumbrado
a una tiranía sangrienta» y estaban obligados a gobernar en una situación
caracterizada por un «estado de sitio» más o menos permanente y por una «guerra
en potencia o en acto»”. Por lo demás, también Inglaterra y los Estados Unidos
habían limitado de manera más o menos drástica las libertades tradicionales en
situaciones de aguda crisis política. Nuevos comentarios de Bobbio ahondan en
esa misma línea
En conclusión, sostiene DL, durante todo un período histórico que él no
cree preciso delimitar, “en círculos que iban bastante más allá del movimiento
comunista, el país guiado por Stalin, así como el mismo Stalin, gozaron de
interés y simpatía, de estima y quizás incluso de admiración. Desde luego, hay
que contar con la grave desilusión provocada por el pacto con la Alemania nazi,
pero Stalingrado ya se había ocupado de borrarla”.
Es por esto por lo que en 1953, y en los años siguientes, conjetura
arriesgadamente Losurdo, el homenaje al líder desaparecido unió (se
sobreentiende sin excepciones de interés) al campo socialista, y “pareció por
momentos fortalecer al movimiento comunista pese a las anteriores pérdidas, y acabó
en cierto modo teniendo eco en el mismo Occidente liberal, que se había volcado
ya en una Guerra fría dirigida por ambas partes, sin concesiones”. No es
casual, señala agudamente DL que en el discurso de Fulton que dio pie al
comienzo oficial de la Guerra fría, Churchill se expresara así: “Siento gran
admiración y respeto por el valiente pueblo ruso y por mi compañero en tiempos
de guerra, el mariscal Stalin”. Poco después, en 1952, en vida de Stalin un
gran historiador inglés que había trabajado al servicio del Foreign Office,
Arnold Toynbee, “había podido permitirse comparar al líder soviético con «un
hombre de genio: Pedro el Grande»; sí, “la prueba del campo de batalla ha
acabado justificando el tiránico impulso de occidentalización tecnológica llevado
a cabo por Stalin, tal y como ocurrió antes con Pedro el Grande”. De nuevo
estamos ante un elogio con doble cara.
Para Losurdo, sin duda, más aún que la Guerra fría, es otro acontecimiento
histórico el que imprime un giro radical a la historia de la imagen de Stalin;
el discurso de Churchill en Fullton “tiene un papel menos importante que otro
discurso, el pronunciado diez años después, para ser más exactos el 25 de febrero de 1956, por Nikita Kruschov en
ocasión del XX Congreso del partido comunista de la Unión Soviética”.
Kruschov es el malo-perverso-tonto de la película dirigida por Losurdo. “Durante más de tres decenios este Informe, que
dibujaba el retrato de un dictador enfermizamente sanguinario, vanidoso y
bastante mediocre —o incluso ridículo— en el plano intelectual, ha satisfecho a
casi todos”.
Permitía., por una parte, al nuevo grupo dirigente que gobernaba la URSS
presentarse como el depositario único de la legitimidad revolucionaria “en el
ámbito del país, del campo socialista y del movimiento comunista
internacional”. Del mismo modo, “reforzado en sus antiguas convicciones y con
nuevos argumentos a disposición para emprender la Guerra fría, también
Occidente tenía razones para estar satisfecho (o entusiasta)”. En los Estados
Unidos la sovietología había manifestado la tendencia a desarrollarse alrededor
de la CIA y otras agencias militares y de inteligencia, previa eliminación de
todo elemento sospechoso “de albergar simpatías por el país de la Revolución de
Octubre”.
Más que el comunismo en cuanto tal, sostiene Losurdo, el Informe Kruschov
ponía “bajo el dedo acusador a una única persona, pero en aquellos años era
oportuno, también desde el punto de vista de Washington y de sus aliados, no
ampliar demasiado el blanco, y concentrar el fuego sobre el país de Stalin”.
¿Por qué? Losurdo, que no se corta ni un pelo, amplía mucho aquí el arco
geográfico y temporal: ”Con la firma del «pacto balcánico» de 1953, firmado con
Turquía y Grecia, Yugoslavia se convirtió en una especie de miembro externo de
la OTAN, y unos veinte años después también China cerrará con los EEUU una
alianza de facto contra la Unión Soviética. Es a esta superpotencia a la que
hay que aislar, y a la que se insta a realizar una “desestalinización” cada vez
más radical, hasta quedar privada de toda identidad y autoestima, y tener que
resignarse a la capitulación y a la disolución final”.
No es imposible que la concepción hegeliana de la Historia, tan bien
analizada y estudiada por el gran hegeliano Losurdo, desempeñe aquí un
importante papel: todas las piezas, también las distantes y alejadas, encajan
consistentemente en una única imagen, en un consistente foco lumínico.
Por lo demás, según Losurdo, gracias a las “revelaciones” de Moscú, “los
grandes intelectuales podían olvidar tranquilamente el interés, la simpatía e
incluso la admiración con la que habían mirado hacia la URSS estaliniana”. No
está claro que ese fuera realmente el resultado histórico inmediato: el informe
secreto provocó, sin duda, una fuerte agitación anti-estalinista, un atreverse
a decir y criticar sin hacer juego al enemigo, que, en la mayoría de los casos,
no condujo a una separación de los destinos de la Unión Soviética y de las
luchas comunistas revolucionarias en numerosos países del mundo.
También los intelectuales que tenían en Trotsky su punto de referencia,
sostiene Losurdo a continuación, encontraron consuelo en aquellas
“revelaciones”. Durante mucho tiempo había sido Trotsky quien había encarnado,
a ojos de los enemigos de la Unión Soviética, la ignominia del comunismo. A
partir del giro realizado en el XX Congreso del PCUS, “en el museo de los
horrores se colocó solamente a Stalin y sus colaboradores más estrechos. Sobre
todo, ejerciendo su influencia bastante más allá del ámbito trotskista, el
Informe Kruschov cumplía con Trotsky, que recurre repetidas veces a la
categoría de «dictadura totalitaria» y, en el ámbito de este genus, distingue,
por un lado, la species «estalinista» y, por el otro, la «fascista» (y sobre
todo la hitleriana), recurriendo a una contextualización que se convertirá
después en el sentido común de la Guerra fría y en la ideología hoy dominante”.
Es convincente este modo de argumentar, pregunta Losurdo finalmente, “o
conviene más bien recurrir a una comparativa global, sin perder de vista ni la
historia de Rusia en su totalidad ni los países implicados en la Segunda guerra
de los treinta años”. Es verdad, sostiene, que de este modo “se procede a una
comparación entre países y líderes con características bastante diferentes
entre ellas”. Pero tal diversidad, “¿debe explicarse exclusivamente a través de
las ideologías, o juega también un papel importante la situación objetiva, es
decir, la colocación geopolítica y el bagaje histórico de cada uno de los
países implicados en la Segunda guerra de los treinta años?”
Cuando hablamos de Stalin, sostiene DL, nuestro pensamiento nos lleva
inmediatamente a la personalización del poder, “al universo concentracionario,
a la deportación de grupos étnicos enteros”. La gran pregunta: “estos fenómenos
y prácticas, ¿remiten solamente a la Alemania nazi, aparte de la URSS, o se
manifiestan también en otros países, en modalidades diferentes según la mayor o
menor intensidad del estado de excepción y de su duración más o menos extensa, incluidos
aquellos con una tradición liberal más consolidada?”
En opinión de Losurdo, no se debe perder de vista el papel ejercido por las
ideologías, mas “la ideología de la que Stalin se reclama heredero, ¿puede
realmente equipararse a la que inspira a Hitler, o en este campo, llevada a
cabo sin prejuicios, la comparación acaba produciendo resultados inesperados?”
En perjuicio de los teóricos de la “pureza”, sostiee DL, “debe tenerse en
cuenta que un movimiento o régimen político no puede ser juzgado en base a la
excelencia de los ideales en los que declara inspirarse: en la valoración de
estos mismos ideales no podemos pasar por alto la Wirkungsgeschichte, la
«historia de los efectos» producidos por ellos”. Ahora bien, tal aproximación,
“¿debe aplicarse globalmente, o solamente al movimiento que se inspiró en Lenin
o Marx?” Para el gran filósofo italiano, “estos interrogantes se muestran
superfluos o incluso engañosos a aquellos que omiten el problema de la
cambiante imagen de Stalin basándose en la creencia de que Kruschov habría
sacado a la luz finalmente la verdad oculta”.
En opinión de Losurdo, esta es una de las razonables tesis metodológicas
generales de este capítulo, “daría muestra de una total despreocupación
metodológica el historiador que quisiese considerar 1956 como el año de la
revelación definitiva y última, sorteando descaradamente los conflictos e
intereses que estimulaban la campaña de desestalinización y sus diversos
aspectos, y que aún antes habían animado la sovietología de la Guerra fría”.
La posición de Losurdo: “El contraste radical entre las diversas imágenes
de Stalin debería animar al historiador no sólo a no absolutizar una sola, sino
más bien a problematizarlas todas”.
Vale la pena tomar pie en esta última consideración: problematizarlas
todas, también la suya. No es imposible que Losurdo haya fijado su atención en
algunos vértices del poliedro, por preconcepción o simpatía política, y por
defensa de una tradición atacada y agresivamente malinterpretada, y haya
olvidado otros nudos que merecen ser atendidos para una imagen más completa y
compleja de Stalin y el estalinismo. Este por ejemplo: el mismo año de la
muerte de Stalin, Cornelius Castoriadis publicó en “Socialisme ou Barbarie” [2]
un artículo, nada breve, "La bureaucratie après la mort de Stalin",
donde sostenía por ejemplo: "La muerte del personaje que desde hace
veinticinco años ha sido, al mismo tiempo, para la burocracia rusa la
encarnación incontestada de su poder y el temido y odiado déspota de su clase,
planteará un formidable problema de sucesión (...)". Encarnación de un
poder de clase o de élite y odiado déspota: no abona esta mirada anteriores
aproximaciones.
Nota:
[1] Domenico Losurdo, Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra.
El Viejo Topo, Barcelona, 2011, traducción de Antonio Antón Fernández (con un
ensayo de Luciano Canfora).
[2] Debo la referencia de este texto al gran historiador catalán Jordi
Torrent Bestit. Comunicación personal, abril de 2011.
Historia y crítica de una leyenda negra (III): Un dios arrojado al infierno
El primer capítulo del magnífico libro del filósofo e historiador italiano
lleva por título: “Cómo arrojar un dios al infierno: el informe Kruschov”. “Un
‘enorme, siniestro, caprichoso y degenerado monstruo humano” es el título del
primer apartado; tras él, el análisis de algunas de las grandes “acusaciones”
del informe.
Losurdo, como el buen cine, empieza alto y allí, no es fácil la tarea,
pretende mantenerse. Se mantiene de hecho. Su hipótesis: el retrato de Stalin
del informe secreto de 1956 ha abonado indocumentadamente la tradición
antiestalinista, al igual que, por otra parte, las aproximaciones de Trotsky a
la figura del estadista soviético. “Ampliamente convergentes entre ellos,
¿hasta qué punto estos dos retratos resisten la contrastación histórica?”. La
respuesta pueda imaginársela el lector: no resisten el análisis histórico… al
que les somete Losurdo. Veamos cómo construye el historiador italiano la escena
y su conclusión.
Si analizamos hoy, 2008, primera década del siglo XXI, “Sobre el culto de la personalidad y sus consecuencias”,
el texto leído por Kruschov, el conocido como “Informe secreto”, un detalle
llama inmediatamente la atención en opinión de DL: “estamos en presencia de un
discurso reprobatorio que se propone liquidar a Stalin” en todos los
aspectos (hago énfasis en el cuantificador universal).
¿Por qué? Por una parte porque “el responsable de tantos crímenes horrendos
era un individuo despreciable tanto en el plano moral como en el plano
intelectual”. Además de despiadado, el dictador era también ridículo: “conocía
el campo y la situación agrícola “sólo a través de las películas”, películas
que por lo demás «embellecían» la realidad hasta el punto de hacerla
irreconocible”. Losurdo, que ha citando a Kruschev hasta este momento, toma pie
en Deutscher a continuación: “Más que por una lógica política, de Realpolitik,
la represión sangrienta desencadenada por Stalin habría sido dictada por el
capricho personal y por una patológica libido dominandi. Surgía así —observaba
satisfecho Deutscher en junio de 1956, sacudido por las “revelaciones” de
Kruschev y olvidando así el respetuoso y a ratos admirado retrato de Stalin
realizado por él mismo tres años antes— el retrato de un ‘enorme, siniestro,
caprichoso y degenerado monstruo humano”.
Algunas de las hazañas bélico-represivas de Stalin: el sátrapa había
carecido hasta tal punto de escrúpulos que tramó el asesinato del que era su
mejor amigo, Kírov, para poder acusar del crimen, por él ordenado, y liquidar
así uno tras otro a sus opositores, reales o potenciales, verdaderos o
imaginarios. Por lo demás, la despiadada represión tampoco se había cebado
solamente con individuos y grupos políticos: había conllevado “las
deportaciones en masa de enteras poblaciones”, arbitrariamente acusadas y
condenadas en bloque por connivencia con el enemigo. Sobre todos estos asuntos
escribirá Losurdo en este mismo capítulo.
¿Habría al menos contribuido Stalin a salvar a su país y al mundo del
horror del Tercer Reich? No, en absoluto; todo lo contrario. Según Kruschov, la
gran guerra patriótica se había ganado pese a la locura e irresponsabilidad de
Stalin: “que inicialmente las tropas del Tercer Reich hubiesen conseguido
penetrar tan profundamente en el territorio soviético, sembrando tanta muerte y
destrucción, fue solamente a causa de su imprevisión, su obstinación y su ciega
confianza en Hitler”. Por su irresponsabilidad, la Unión Soviética había
acudido a la trágica cita sin preparación, sin defensa adecuada. Además,
después de las primeras derrotas y los primeros desastres en el frente, el
máximo responsable del país se había abandonado al abatimiento e incluso a la
apatía. Incapaz de reaccionar, Stalin “se abstuvo durante mucho tiempo de
dirigir las operaciones militares, y dejó de ocuparse de cualquier cosa”. Transcurrido
cierto tiempo, plegándose finalmente a la insistencia de los otros miembros del
Buró Político del PCUS, había vuelto a su puesto. ¡Ojalá no lo hubiera hecho!,
hace exclamar DL a Kruschov. “Aquél que dirigió monocráticamente la Unión
Soviética, también en el plano militar, cuando ésta se enfrentaba a una prueba
mortal, había sido un dictador tan incompetente que no tenía “familiaridad
alguna con la dirección de operaciones militares”. Es un cargo, señala DL, en
el que el Informe secreto insiste con fuerza: “Es necesario tener en cuenta que
Stalin preparaba sus maniobras en un mapamundi. Sí, compañeros, él señalaba la
línea del frente en un mapamundi”. Ha hablado aquí Kruschev de nuevo.
Llegados a este punto se puede considerar completo el retrato del
“degenerado monstruo humano” que emerge -DL toma ahora pie en la observación de
Deutscher- del Informe secreto, concluyendo, sin entrar por el momento en ello,
en la agravación posterior de la represión estaliniana finalizada la II Guerra
Mundial.
Losurdo recuerda que habían transcurrido apenas tres años desde las
manifestaciones de aflicción provocadas por la muerte de Stalin. Tan fuerte y
persistente era todavía su popularidad, sostiene DL, que, al menos en la URSS,
la campaña lanzada por Kruschov encontró inicialmente una “fuerte resistencia”.
¿Cómo documenta Losurdo esta fuerte resistencia inicial? Tomando pie en el
libro de Zubkova de 2003 y citando un ejemplo, un solo ejemplo: la movilización
de los estudiantes de Tiflis, la capital georgiana, el lugar del que era
oriundo el autor de Cuestiones del leninismo:
“El 5 de marzo de 1956, en ocasión del tercer
aniversario de su muerte los estudiantes de Tiflis salieron a la calle para
colocar flores en el monumento dedicado a Stalin, y este gesto en honor a
Stalin se transformó en una protesta contra las deliberaciones del XX Congreso.
Las manifestaciones y asambleas continuaron realizándose durante cinco días,
hasta que la tarde del 9 de marzo, se enviaron tanques a la ciudad para
restaurar el orden”.
El Informe secreto se leyó a finales de febrero de 1956. Se hizo público
tres semanas después, a mediados de marzo, e, inicialmente, no en el interior
de la URSS. No es seguro que los estudiantes movilizados conocieran con detalle
su contenido, aunque es posible que alguna copia de él llegara al comité
regional del Partido, y tampoco parece evidente la relación causal entre su
movilización y el rechazo de todos los contenidos del Informe. Aunque, desde
luego, pudo haber alguna conexión entre ambos sucesos.
Para Losurdo la información citada, la lucha estudiantil de Tiflis, tal vez
pueda arrojar luz sobre las características del informe secreto: “En la URSS y
en el campo socialista se estaba librando una enconada lucha política, y el
retrato caricaturesco de Stalin servía perfectamente para deslegitimar a los
“estalinistas” que podían hacer sombra al nuevo líder. El “culto a la
personalidad”, que había reinado hasta aquel momento, no permitía juicios
matizados: un dios debía ser arrojado al infierno”. No es fácil captar las
razones del primer entrecomillado de Losurdo ni tampoco si él acepta convencido
la existencia de ese culto político, fuertemente abonado desde el poder, hasta
la muerte de Stalin.
DL cambia de escenario para enlazar posteriormente los dos marcos
esbozados. El segundo de ellos.
Decenios antes, en el transcurso de otra batalla política “de
características diferentes pero no menos intensa”, cuyas diferencias Losurdo no
delimita, Trotsky había esbozado “un retrato de Stalin dirigido no solamente a
condenarlo en el plano político y moral, sino también con la intención de
ridiculizarlo en el plano personal: había sido un “pequeño provinciano”, un
individuo caracterizado desde el comienzo por una irremediable mediocridad y
torpeza, que daba a menudo una pésima imagen tanto en el ámbito político, como
en el militar e ideológico, y que nunca conseguía desembarazarse de la
«tosquedad del campesino”. Es cierto que en 1913 Stalin
había publicado un ensayo de innegable valor teórico, El marxismo y la cuestión
nacional, pero, DL sigue recordando las tesis del dirigente del
Ejército Rojo, el auténtico autor del texto era Lenin, mientras que Stalin
debía entrar en la categoría de los “usurpadores” de los “derechos
intelectuales” del gran revolucionario.
La tesis político-histórica de fondo: entre los dos retratos, señala el
autor italiano, entre el informe secreto de 1956 y las aproximaciones del
Trotsky de mediados de los treinta, no faltan puntos de encuentro. “Kruschov
insinúa que el auténtico instigador del asesinato de Kírov había sido Stalin, y
este último había sido acusado (o al menos considerado sospechoso) por Trotsky
de haber acelerado, con “ferocidad mongólica”, la muerte de Lenin”. No sólo
eso: “El Informe secreto reprocha a Stalin la cobarde evasión de sus
responsabilidades a comienzos de la agresión nazi, pero el 2 de septiembre de
1939, antes aún de la operación Barbarroja, Trotsky había escrito que “la nueva
aristocracia” en el poder se caracterizaba por “su incapacidad para comandar
una guerra”; la “casta dominante” en la Unión Soviética estaba destinada a
adoptar la actitud «propia de todos los regímenes destinados al ocaso: “después
de nosotros, el diluvio”. A pesar de su posición antitrotskista, el informe de
Kruschov, parece señalar Losurdo, bebe de esta fuente criticada
No podemos entrar ahora con detalle, si siquiera resumir, pero ¿fue esa, la
señalada por DL, la única perspectiva del Informe secreto del nuevo secretario
general del PCUS?
El discurso de Kruschov fue leído en Moscú el 25 de febrero de 1956, en
sesión cerrada, como la mayoría de las otras sesiones, del XX Congreso del
PCUS. Fue "secreto"
en tanto que fue pronunciado en sesión no abierta a personas no militantes del
Partido y, además, en que no formó parte de los informes y resoluciones
oficiales congresuales. Sí se distribuyeron, en cambio, copias de él a los
comités regionales y nacionales del PCUS y a algunos gobiernos extranjeros.
El texto completo se hizo público tres semanas después, 18 de marzo de
1956, e, inicialmente, sólo en Belgrado y Washington. Todo apunta en que las,
digamos, revelaciones y acusaciones hechas por Krushchov y la esperanza de
"desestalinización" crearon grandes expectativas en Europa oriental
(y también entre los partidos comunistas de Europa occidental, aunque no fuera
de fácil aceptación), provocando probablemente, rechazo y oposición en algunos
lugares como Georgia.
El discurso de Kruschov se abre con las siguientes palabras: “Camaradas: En
el informe que presentó el Comité Central del Partido al XX Congreso, en
numerosos discursos pronunciados por delegados a ese Congreso, y también
durante la reciente sesión plenaria del C.C., se dijo mucho acerca de los
efectos perjudiciales del culto a la personalidad. Después de la muerte de
Stalin el Comité Central del Partido comenzó a estudiar la forma de explicar,
de modo conciso y consistente, el hecho de que no es permitido y de que es
ajeno al espíritu del marxismo-leninismo elevar a una persona hasta
transformarla en superhombre, dotado de características sobrenaturales
semejantes a las de un dios”. A un hombre de esta naturaleza, proseguía
Kruschev, se le suponía dotado “de un conocimiento inagotable, de una visión
extraordinaria, de un poder de pensamiento que le permite prever todo, y,
también, de un comportamiento infalible”.
Entre nosotros, prosigue Kruschov, se asumió una actitud de ese tipo hacia
un hombre, especialmente hacia Stalin, durante muchos años. Sea como fuere, la
finalidad del informe presentado no era valorar la vida y las actividades de
Stalin. ¿Por qué? Porque “los méritos de Stalin son bien conocidos a través de
un sinnúmero de libros, folletos y estudios que se redactaron durante su vida”.
¿Qué méritos son esos en opinión de Kruschov? “El papel de Stalin en la
preparación y ejecución de la revolución socialista, en la guerra civil, en la
lucha por la construcción del socialismo en nuestro país, es conocido
universalmente. Nadie lo ignora”. Tampoco el autor; el cuantificador de Losurdo
queda con ello algo maltrecho.
Lo que ese momento interesaba analizar era un asunto de inmensa importancia
para el PCUS: “Nos incumbe considerar cómo el culto a la persona de Stalin
creció gradualmente, culto que en momento dado se transformó en la fuente de
una serie de perversiones excesivamente serias de los principios del Partido,
de la democracia del Partido y de la legalidad revolucionaria”. La militancia
no se había dado cuenta “cabal de las consecuencias prácticas derivadas del
culto al individuo, del gran daño causado por el hecho de que se haya violado
el principio de la dirección colegial en el Partido, concentrando un poder
limitado en las manos de una persona, el C.C. del Partido absolutamente
necesario exponer los detalles de este asunto al XX Congreso del Partido
Comunista de la Unión Soviética”.
El informe recuerda a continuación que “Lenin diagnosticó por escrito el
carácter de Stalin y en forma absolutamente concreta, señalando que era
necesario examinar la necesidad de desplazar a Stalin de su puesto de
Secretario General, puesto que era un ser insolente en exceso hacia sus
camaradas y también, porque, siendo caprichoso, podría abusar del poder”. Así, en
diciembre de 1922, en una carta al Congreso del Partido, el conocido como su
testamento político, Lenin había dicho: “Después
de tomar posesión del cargo de Secretario General, el camarada Stalin ha
acumulado en sus manos un poder desmedido y no estoy seguro de que sea siempre
capaz de usar este poder con el debido cuidado”.
Kruschov aporta nuevos documentos en el informe: “Camaradas: el Congreso
del Partido debe familiarizarse con dos nuevos documentos que confirman que el
carácter de Stalin era tal cual lo había revelado Lenin en su testamento. Estos
documentos son cartas de Nadejda Constantinovna Krupskaya [esposa de Lenin], a
Kamenev, que en ese tiempo encabezaba el Buró político, y una carta personal de
Lenin a Stalin”. Conclusión del nuevo secretario general del PCUS: “Camaradas:
No discutiré estos documentos, puesto que ellos hablan por sí solos. Observaré
sólo que si Stalin pudo comportarse de esta manera durante la vida de Lenin y
hacia Nadejda Constantinovna Krupskaya, a quien el Partido bien conoce y valora
altamente debido a su leal amistad con Lenin y al hecho de que fuera una activa
batalladora por la causa del Partido desde su creación, entonces nos es
permitido imaginarnos fácilmente cómo Stalin trataría a otra gente”. ¿De qué forma actuaba Stalin? “Stalin actuaba no a través
de explicaciones y de cooperación paciente con la gente, sino imponiendo sus
concepciones y exigiendo una sumisión absoluta a su opinión. El que osara
oponerse a algún concepto o intentara probar la corrección de su punto de vista
y de su actitud, estaba condenado a que se le relegara del grupo dirigente
colectivo y que se le sometiera posteriormente a la aniquilación física y
moral”.
Ello fue especialmente cierto en lo referente al período posterior al XVII
Congreso del Partido, “cuando muchos dirigentes del Partido y simples
trabajadores honrados y afanosos del Partido, todos dedicados a la causa del comunismo”,
cayeron víctimas de su despotismo.
Kruschov señala, por otra parte, que el Partido había tenido que reñir
serias luchas contra los trotskistas (con los que no parece simpatizar en
absoluto), “derechistas y nacionalistas burgueses, y que desarmó ideológicamente
a los enemigos de Lenin”. No hubo problemas aquí en su opinión: en esta guerra,
que NK llama “guerra” e “ideológica”, se llevó “a cabo con éxito y, como
resultado de ello, el Partido se templó y se fortaleció. En todo esto Stalin
desempeñó un papel positivo. El Partido libró una gran lucha política y
espiritual contra miembros de él que propusieron tesis antileninistas, que
presentaron una línea política hostil al Partido y a la causa del socialismo”
[el énfasis sobre el papel positivo es mío]. Esta fue una lucha enconada y
difícil, pero necesaria. ¿Por qué? “Porque la línea política tanto del bloque
trotskista-zinovievista, como del bujarinista conducía a la restauración del
capitalismo y a la capitulación ante el mismo”.
Sobre el asesinato de Kirov, se señala en el informe que “hasta el momento
las circunstancias que rodean el asesinato de Kirov encubren muchos asuntos
inexplicables y misteriosos que exigen un examen más cuidadoso. Hay razones que
permiten suponer que el asesino de Kirov, Nikolayev, fue ayudado por uno de los
hombres asignados para proteger la persona de Kirov. Mes y medio antes del
asesinato, Nikolayev fue apresado por suponérsele un comportamiento sospechoso,
pero se le dejó en libertad y ni siquiera se le registró. Es causa de sospecha
el hecho de que cuando el miembro de la Cheka designado para proteger a Kirov
fue conducido para ser interrogada el 2 de diciembre de 1934, murió en un
accidente automovilístico, del cual salieron ilesos todos los otros ocupantes
del vehículo”. Después del asesinato de Kirov, altos funcionarios del N.K.V.D.
en Leningrado fueron condenados sin severidad, pero, tres años después, en
1937, se les fusiló. Kruschev conjetura que “podemos presumir que se les fusiló
con el objeto de cubrir los rastros de los organizadores del asesinato de
Kirov”
Es así que las persecuciones en masa se estimulaban en este tiempo en
nombre de la lucha contra el trotskismo. ¿Es cierto que los trotskistas en ese tiempo
constituían un peligro para el Partido y el Estado Soviético? No lo eran en
opinión de Kruschov: “Debemos recordar que en 1927, en vísperas del XV Congreso
del Partido, el movimiento trotskista-zinovievista de oposición sólo obtuvo
4.000 de los 724.000; votos emitidos. Durante los diez años que transcurrieron
entre el XV Congreso del Partido y el Pleno de febrero y marzo del C.C. del
Partido, el trotskismo se había debilitado del todo, muchos trotskistas de
antes habían variado de opinión y trabajaban en diversos sectores por la
construcción del socialismo. Queda en claro que la marcha de la construcción
socialista era tal que no justificaba el terror y las represiones en masa por
todo el país”. Kruschov, como es evidente, parece justificar aquí los
procedimientos represivo-autoritarios -o, acaso, tiene muy en cuenta las
características y presupuestas de los asistentes al congreso- si el trotskismo
hubiera tenido mayor fuerza.
En las conclusiones, señalaba Kruschov: “Es nuestro deber examinar muy
seriamente el problema del culto a la personalidad. No podemos permitir que
este asunto salga del Partido y llegue a la prensa. Por esta razón lo estamos
discutiendo aquí en una sesión secreta. No es conveniente proveer al enemigo de
municiones; no debemos lavar nuestra ropa sucia ante los ojos del mundo. Creo
que los delegados a este Congreso comprenderán bien el significado de lo dicho
y valorarán debidamente estas sugestiones”. El culto a la personalidad debe
abolirse de forma absoluta y definitiva: “debemos llegar a conclusiones
correctas tanto en el campo ideológico y teórico, como en el campo del trabajo
práctico. Es necesario adelantar la siguiente moción: Condenar y eliminar de
una manera bolchevique el culto a la personalidad por ser contrario al
marxismo-leninismo y ajeno a los principios del Partido y a sus normas y
combatir inexorablemente todo intento de reintroducir su práctica en cualquiera
forma”.
Se debía volver a respetar la tesis más importante del –nada más y nada
menos- “marxismo-leninismo científico”, que establecía que la historia la crean
los pueblos, como “así también todos los bienes espirituales y materiales de la
humanidad”. Debía volverse a interpretar la responsabilidad del “partido
marxista en la lucha revolucionaria por la transformación de la sociedad,
viéndolo como responsable de lograr la victoria final del comunismo”. En el
tercer punto de conclusiones del Informe, se señalaba que había que
“restablecer completamente los principios de la democracia soviética, tal cual
se enuncian en la constitución de la Unión Soviética y que son contrarios al
abuso caprichoso, por parte de un individuo, del poder”.
Medio año después de la publicación del Stalin de Losurdo en 2008, Lucio
Magri publicó un libro en mi opinión imprescindible: El sastre de Ulm [1].
El capítulo V está dedicado a “El shock del XX Congreso”. Vale la pena
detenerse en él.
Como Losurdo, Magri nunca decepciona.
Notas:
[1] Lucio Magri, El sastre de Ulm, El Viejo Topo, Barcelona, 2011
(edición italiana 2009).
[Libro] El sastre de Ulm, El comunismo del siglo XX hechos y
reflexiones de Lucio Magri,
Texto del discurso final pronunciado en la sesión secreta
del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, celebrada en Moscú
el 25 de Febrero de 1956
"Testamento"
político de Lenin. I. Lenin Carta al Congreso (22 dic. 1922 - 4 enero 1923)
J. Stalin EL MARXISMO Y LA CUESTIÓN
NACIONAL (este
texto tengo una lectura crítica) porque Stalin dice, de no cumplir todos los
rasgos de las características de la nación, los pueblos no tiene derecho a
revindicar ser nación)
Sobre el XX Congreso del PCUS y el informe secreto (IV)
Recuerdo brevemente uno de los nudos señalados por Losurdo en su libro
sobre el estadista soviético [1]: el retrato de Stalin del informe secreto de
1956 ha abonado indocumentadamente la tradición antiestalinista, al igual que
las consideraciones de Trotsky. “Ampliamente convergentes entre ellos, ¿hasta
qué punto estos dos retratos resisten la contrastación histórica?”. Su
respuesta: ninguna de ambas aproximaciones resiste un análisis histórico
detallado.
Dada la importancia concedida al XX Congreso, acaso tenga interés ver como
un dirigente político de amplio y dilatado currículo se aproximaba a ese mismo
Congreso del PCUS en fechas muy cercanas a la publicación del ensayo de
Losurdo. Lucio Magri, a él me estoy refiriendo, publicó Il sarto di Ulm
en 2009 [2], medio año después aproximadamente de la publicación del ensayo del
autor de Contrahistoria del liberalismo. Un resumen con algo de detalle
de su aproximación.
El XX Congreso del PCUS, recuerda LM, se llevó a cabo en febrero de 1956
durante diez días. Se desarrolló en dos fases por completo diferentes, tanto
por su contenido como por el modo en que se realizó. La primera ocupó casi la
totalidad de los diez días del encuentro y se inició con un informe de Kruschev
que planteaba un análisis de la situación internacional y de la sociedad
soviética, avanzaba una línea a adoptar para una y otra, citando a Stalin
fallecido tres años antes solo en un par de ocasiones y, de pasada, “la
proponía en nombre de todo el grupo dirigente, línea confirmada a lo largo del
debate, si bien con diversos acentos”. Este informe se aprobó por unanimidad y
se publicó de inmediato.
La segunda fase ocupó sólo unas cuantas horas. Se limitó a un discurso de
Kruschev, “al que no siguieron ni un debate ni una votación”. Este segundo informe
se difundió lentamente y a través de muchos canales y muchas versiones. De ahí
el nombre, aún vigente, de “Informe secreto”.
El discurso, señala LM, estaba dedicado exclusivamente a la denuncia
implacable de la responsabilidad de Stalin y del culto a la personalidad que él
mismo había cultivado, abonado y obtenido. ¿Era necesaria una división tan
marcada en dos fases tan diferentes, una denuncia tan grosera y tan
personalizada?, ¿no se podía introducir ese discurso acerca del pasado, con la
necesaria dureza autocrítica, dentro de una reflexión más articulada y seria
sobre la historia de la Unión Soviética, para proporcionar así una base más
sólida a la valoración de lo que se quería conservar, y más clara sobre lo que
ahora se debía y se podía innovar?, se pregunta Magri. Estos interrogantes, en
su opinión, “estuvieron presentes de inmediato entre los comunistas, entre sus
amigos e incluso entre aquellos que consideraban el XX Congreso, en conjunto,
un histórico paso hacia delante”. Jamás se profundizó en ello y todavía hoy no
han encontrado una respuesta adecuada los anteriores interrogantes.
Una respuesta a la primera pregunta, apunta Magri, podría presentar, de
hecho así ha sido defendida, el siguiente desarrollo: mientras que en torno a
lo discutido por el congreso todo el nuevo grupo dirigente del PCUS tenía la
misma posición, “el Informe secreto sería una iniciativa tomada por sorpresa
durante el desarrollo del congreso y a riesgo personal de Kruschev”. Esta
respuesta, para LM, “tenía indudablemente algo de cierto —tanto que, un año más
tarde, ese grupo dirigente se rompió definitivamente— pero no se sostenía”.
¿Por qué? Porque todas las investigaciones y memorias sucesivas coinciden en
afirmar que el Informe secreto “había sido comunicado, salvo en algunos casos
particulares, a todos los miembros del Buró Político y fue por todos ellos
aceptado con mayor o menor convicción”.
Menos sostenible es la tesis de que el Informe fuera “secreto” con la
intención de restringir el ámbito de los destinatarios y reducir así el impacto
entre “las grandes masas tanto en el interior como en el extranjero”. Se leyó y
se difundió inmediatamente, sostiene LM, en asambleas de todos los afiliados
abiertas a los demás ciudadanos, “se envió a todos los demás partidos comunistas
con libertad para utilizarlo, y por último, fue publicado en los diarios
estadounidenses, en Le Monde, en l’Unita”. Nunca en la historia de la
Unión Soviética un documento había sido leído y discutido por tanta gente en el
mundo. Fue cualquier cosa menos un “informe secreto”.
De ello se infieren según Magri dos conclusiones interesantes. La primera:
esa ruptura era inevitable, “nadie podía oponerse frontalmente, por el simple
hecho de que, una vez abierto el dique de las excarcelaciones y de las rehabilitaciones,
miles y después cientos de miles de sobrevivientes de los campos, y de familias
que habían sufrido una pérdida irreparable, habrían de convertirse, sin
indemnización política y sin una reincorporación al trabajo, en una fuerza
disgregadora de la sociedad”. La segunda, que demuestra en mi opinión el
excelente ojo político-práctico de LM, su dilata experiencia política:
“cualquier forma, cualquier nueva movilización habría quedado bloqueada e
inerte sin una sacudida traumática, capaz de modificar la manera cotidiana de
pensar de la gente y permitir la sustitución de dirigentes y de procedimientos
cristalizados a lo largo de décadas”. Es verdad, admite Magri, que había muchos
trabajadores y militantes del partido “que no podían renunciar al retrato de
Stalin en la pared, o en el corazón; había muchos intelectuales que hubiesen
querido que la autocrítica se extendiese a otros partidos y a otros líderes que
se habían comprometido con este último; había alguna gran figura como Mao,
Thorez, Togliatti, que cada uno a su manera, desconfiaba de la tosquedad del
discurso de Kruschev”. Sin embargo, insiste el autor italiano y el nudo es
importante, todos ellos coincidían al menos en un punto: no se podía
liquidar todo lo que Stalin había hecho y dicho, y mucho menos achacar
cualquier degeneración al culto de la personalidad.
LM cree, así piensa en 2009, medio siglo más tarde., que todo lo anterior
era muy justo pero, en su opinión, “pues también debo hacer mi pequeña
autocrítica”, en esas críticas se escondía la supresión de un hecho. El
siguiente: “En el Informe secreto, entre un montón de cosas que conocía desde
hacía tiempo y que ya había digerido, por ejemplo las concernientes a la
liquidación de Trotsky y Bujarin, había surgido un elemento nuevo que creo que
Togliatti no había sabido o no quería saber”. ¿Qué elemento? La dimensión de
masa del ejercicio del terror estalinista, la falta de criterios en ejercerlo,
la predominancia entre las víctimas de comunistas de probada lealtad. Este era
el elemento, insiste LM, “que exigía la denuncia drástica y reiterada de la
explicación racional (¿cuál era la necesidad, con qué motivo, a qué fin?)”.
Magri señala a continuación que cuando, al cabo de tantos años, releyó el
informe se dio cuenta de un aspecto que, como La carta robada de Poe,
era tan evidente que había escapado en su momento a su atención: “La crítica
del estalinismo, aun siendo tan detallada y drástica, se imponía a sí misma una
neta autocensura, porque se detenía en la frontera inviolable de los años
veinte, nada decía acerca del giro fundamental de la construcción del
socialismo en un solo país, que no se valoraba como autosuficiencia, y nada
decía ni de la transformación del régimen interno del partido, ni de la
colectivización forzada de la tierra, ni del error cometido con la teoría del
socialfascismo, luego corregida por el VII Congreso de la Internacional”. Es
decir, se omitía en el Informe de 1956 todo aquello que estaba en el origen del
estalinismo pero que, al mismo tiempo, por otra parte, podía evidenciar las
condiciones objetivas que a él habían contribuido, “conquistas y metas que de
todos modos se habían conseguido” y que, desde luego, Magri está lejos de
liquidar u ocultar. Ese nudo, sostiene, ofrecía una clave de lectura del valor
y de los límites del XX Congreso.
LM se encontró con numerosas sorpresas. La más simple e inmediata está
relacionada con el tono de intrépido optimismo del discurso introductorio, del
primer informe al congreso, del propio Kruschev. ¿Fue fruto de un optimismo propagandístico
y de rutina dirigido a amortiguar el golpe de la denuncia que se preparaba y
que realmente iba a herir el alma de los comunistas y a ofrecer argumentos a
sus adversarios? Esta hipótesis, responde Magri y la reflexión también es
importante, “la desmienten los hechos, porque, si bien con muchas dificultades,
el XX Congreso en conjunto obtuvo a la postre un consenso entre los comunistas,
les infundió una renovada confianza, al menos durante años afianzó la unidad
entre sus partidos y, paradójicamente, sus adversarios lo consideraron no como
el inicio de una descomposición, sino como el inicio de una nueva fase de
expansión que los obligaba también a ellos a buscar un diálogo y prepararse
ante un nuevo reto”. La historia del Partido Comunista de España corrobora en
mi opinión la conjetura de Magri.
En su opinión, en ese optimismo, “realmente exagerado y generador de
múltiples ilusiones, había una base real”. En el momento en el que, gracias en
parte al equilibrio del terror, en parte gracias a la nueva política soviética,
“la construcción de la “nueva guerra fría” declinaba gradualmente, surgía con
elocuencia un mundo nuevo que ésta había ocultado. Tras años de containment y
rollback, los comunistas gobernaban, o se encaminaban a gobernar, una tercera
parte del mundo, los imperios coloniales habían sido arrasados y las potencias
occidentales estaban aún empantanadas en ellos, con dificultades crecientes,
tratando de defender lo que quedaba; había surgido un grupo amplio de nuevos
Estados muy pobres y frágiles pero «no alineados» y que manifestaban más
simpatía por el socialismo que por quienes los habían liberado”. Nacía otra
cultura, no cultivadora de la ortodoxia marxista realmente existente, que ponía
en primer plano el tema del Tercer Mundo (la teoría de la dependencia) y el de
los derechos sociales como base necesaria de la democracia (el keynesianismo).
En cuanto a la economía, apunta Magri con innegable optimismo, la situación
de los países del Este no era, desde luego, “la diseñada por la autopropaganda,
pero el ritmo de desarrollo, con altibajos, resultaba notable en conjunto”. La
misma investigación científica había mostrado puntas de excelencia a pesar de
que no siempre podía traducirse en progreso tecnológico. En el plano de la
democracia política “aún no se veían progresos, pero el restablecimiento de la
legalidad y una mayor tolerancia de la censura se consideraba justamente un
significativo paso adelante”.
Todo ello no eran sólo promesas: eran reformas que estaban ya en curso
gracias a la “desestalinización”: una fe se resquebrajaba, pero una esperanza,
también comunista, podía sobrevivirla. Magri señala: “Recuerdo ahora que no
encontrabas un solo compañero que, aun habiendo sido herido por el pasado, o,
como yo, con dudas sobre el futuro, no pensase y no dijese: de todos modos
estamos yendo hacia delante. Al menos por un periodo relativamente breve la
“nueva guerra fría” la había perdido quien la había promovido”.
Sin embargo, nueva capa crítica del dirigente de Il Manifesto, releyendo
aquel XX Congreso medio siglo más tarde, “la perspectiva que se proponía, y
viendo las decisiones concretas que Kruschev tomaba, incluso tras haberse
librado de sus oponentes, ya por entonces se podía vislumbrar, y hoy en día
está absolutamente claro, el hecho de que faltaba una idea de reforma en el
conjunto de la sociedad y del Estado, porque no se tocaba la cuestión de la
democracia política ni la de la estatalización de una economía totalmente
centralizada”.
Ello no quiere decir, en opinión de LM, que a Kruschev le faltara voluntad
de innovación o que no hubiera introducido, con más o menos éxito, reformas
valientes pero parciales, “o que procediese sin brújula, improvisando, como le
reprochaban sus oponentes, y mucho menos que fuese un burócrata que hablaba de
comunismo sin creer en él”. Nada de eso. El dirigente soviético, sostiene
Magri, “era un campesino enérgico, vehemente, con poca cultura, que había
combatido como soldado raso en la guerra civil, se había formado gobernando una
región agrícola, tenía curiosidad por el mundo exterior y unas ganas reales de
cambiar las cosas que no iban bien”.
Magri construye un balance no negativo de las posiciones del “campesino
vehemente” en temas de política exterior: “Creía en la coexistencia pacífica
aunque fuese a su manera; buscó, por ejemplo, la distensión con la potencia
rival, que ya no era vista como el reino del mal, tratando al menos de mantener
un contacto para evitar la guerra atómica «por error», pero también
reaccionando ante sus actos de arrogancia (como en el caso del avión espía U2).
Adelantó alguna propuesta de desarme recíproco y controlado; apoyó los
movimientos de liberación nacional (como el palestino, el argelino o el cubano)
aceptando su independencia hasta el punto de tolerar la absorción e incluso la
disolución impuesta a los partidos comunistas locales (como en Egipto); en
concreto logró establecer un acuerdo importante con China, que hasta entonces
había quedado «lejana» y que luego volvería a estarlo aún más, aunque por su
culpa; mostró cierto interés en el diálogo con la socialdemocracia europea que,
sin embargo, no encontró eco. No era una política exterior lineal y no se
correspondía con transformaciones de la política económica interna que la
hubieran complementado, pero contribuyó a la reducción de la guerra fría y a
construir algunas alianzas muy importantes (por ejemplo con la India de Nehru,
con el Medio Oriente y luego también con la aún indefinida Revolución cubana)”.
En dos puntos, sostiene Magri, el impulso innovador se redujo a poco o
incluso se volvió desorientador. El primero: la persistencia de la
interrelación sofocante entre Estado y partido, y su poder directo y absoluto
sobre la economía y sobre la sociedad y su carácter piramidal. Sin embargo, el
paso dado “hacia adelante en el XX Congreso con el restablecimiento de la
legalidad no se eliminó jamás, a pesar de alguna que otra arbitrariedad
aislada”. Empero, ciertamente, “los límites que marcaba la ley no eran muy
generosos, los espacios de libertad de prensa y de palabra, y las posibilidades
reales de influir en las decisiones eran escasas, o estaban concedidas
caprichosamente desde arriba (como simbolizan, con signo opuesto, la
publicación del libro de Solzhenitsin y la prohibición de la novela de
Pasternak o la supresión de NoviMir)”.
El segundo punto: “la crisis de la ideología bajo
la forma de una disociación. Por una parte la ideología oficial, el
marxismo-leninismo, no casualmente adjudicada a Suslov, se volvía lentamente un
simple catecismo, una demarcación con respecto a cada herejía incapaz de
despertar pasiones en el pueblo y un obstáculo para la investigación de los
intelectuales, un caparazón vacío”. Por otra parte, ese vacío lo llenaba una
idea general que fue haciéndose cada vez más explícita en el Partido y fuera
del PCUS: “la idea de que la competencia entre socialismo y capitalismo se
reducía a una carrera en los resultados económicos: el socialismo se habría
cumplido finalmente y al comunismo se le abrirían las puertas cuando la Unión
Soviética hubiese alcanzado y superado el nivel productivo de Estados Unidos”.
La meta no sólo era improbable, “a pesar de que entonces muchos en
Occidente se lo tomaron en serio” sino que, sobre todo, destaca Magri,
despojaba al marxismo de su fuerza motriz: “la confianza en una sociedad
cualitativamente diferente; perpetuaba el mayor error de Stalin, es decir, la
autosuficiencia de la Revolución rusa; y ofrecía una nueva y más pobre
justificación al papel del Estado guía. Además, la definición del Estado
monopartidista como Estado “de todo el pueblo” —que aparentemente pretendía
atenuar la aspereza del término “dictadura del proletariado” y refutaba la
teoría estaliniana del recrudecimiento de la lucha de clases, justificación de
toda arbitrariedad— en realidad rechazaba reconocer las “contradicciones en el
interior del pueblo” y por tanto todo conflicto social o cultural”.
Aquí nacían los presupuestos, en muy sensata opinión de Magri, de la futura
glaciación brezhneviana, “de la sustitución, entre las masas, del hipersubjetivismo
estaliniano por la apatía política e ideológica y, entre los dirigentes, el
temor de las purgas por el cinismo burocrático”. Para el gran intelectual
italiano “la parábola del kruschevismo, desde sus éxitos iniciales hasta su
defenestración casi silenciosa en 1964, estaba pues ya escrita en sus propias
premisas”.
PS: Señala Moshe Lewin en El siglo soviético [3] que fue gracias a
una comisión encabezada por el secretario del PCUS, Pospelov, creada por
Jrushchov en 1955, un año antes del discurso secreto, como empezaron a
conocerse por vez primera muchos detalles de los arrestos y asesinatos masivos.
De hecho, apunta Lewin, la política de rehabilitación ya se había iniciado un
año antes, en 1954. Vale la pena detenerse en lo investigado por esta comisión
del partido soviético.
Notas:
[1] Domenico Losurdo, Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra.
El Viejo Topo, Barcelona, 2011,
[2] Lucio Magri, El sastre de Ulm, El Viejo Topo, Barcelona, 2010,
pp. 117-123.
[3] Moshe Lewin, El siglo soviético, Crítica, Barcelona, 2006
(traducción de Ferran Esteve).
[Libro] El sastre de Ulm, El comunismo del siglo XX hechos y
reflexiones de Lucio Magri,
La gran guerra patriótica y las invenciones de Kruschov (V)
Tras su tesis sobre la confluencia de las posiciones vertidas en el
“informe secreto” de 1956 y las aproximaciones de la tradición troskista a la
figura de Stalin, Domenico Losurdo analiza a continuación el Informe secreto.
Se centra inicialmente en la gran guerra patriótica y en “las invenciones” (el
entrecomillado es suyo) de Kruschov.
A partir de Stalingrado y de la derrota infligida al Tercer Reich, una
potencia que parecía militarmente invencible recuerda oportunamente DL, Stalin
adquirió un enorme prestigio en todo el mundo. No es casual, por ello, señala,
que Kruschov se detenga en este punto quien describe “en términos catastróficos
la falta de preparación militar de la Unión Soviética, cuyo ejército, en
algunos casos, habría carecido incluso del armamento más elemental”.
Directamente opuesta, sostiene Losurdo, es la imagen que surge de una
investigación que parece provenir de los ambientes de la Bundeswehr, las
fuerzas armadas alemanas desde 1955, “y que en todo caso recurre ampliamente a
sus archivos militares”.
Algunos de los puntos señalados por el historiador italiano a partir, creo,
de este informe del Ejército alemán: se describe en esa investigación la
“múltiple superioridad del Ejército Rojo en infantería mecanizada, aviones y
artillería”; por otro lado, “la capacidad industrial de la Unión Soviética había
alcanzado dimensiones tales como para procurar a las fuerzas armadas soviéticas
un armamento casi inimaginable”; el armamento creció a ritmos cada vez más
intensos según se acerca la operación Barbarroja. Un dato es especialmente
revelador destacado por Losurdo para negar la mayor, la premisa mayor de la
acusación de Kruschov: si en 1940 la Unión Soviética fabricaba 358 carros de
combate del tipo más avanzado, netamente superiores a los disponibles para
otros ejércitos, en el primer semestre del año siguiente fabricaba 1.503. Es
decir, en apenas un año, la fabricación casi se quintuplicó en la Unión
Soviética, un país que seguía siendo fuertemente agrícola.
Por otra parte, prosigue Losurdo, los documentos provenientes de unos
archivos rusos que no especifica demuestran que, al menos en los dos años
inmediatamente anteriores a la agresión del Reich, Stalin estuvo literalmente
obsesionado con el problema del “incremento cuantitativo” y de la “mejora
cualitativa de todo el aparato militar”. Un dato ilustrativo: si en el primer
plan quinquenal los gastos militares llegaron al 5,4 % del gasto estatal, en
1941 los presupuestos para la defensa alcanzaron el 43,4%, ocho veces más.
Tomando pie en una investigación de D. Wolkogonow, traducida al alemán en
1989 pero cuya edición original no se indica, y admitiendo sin ninguna crítica
un funcionamiento casi militar de la máxima instancia del PCUS, Losurdo añade
que “en septiembre de 1939, siguiendo órdenes de Stalin, el Politburó tomó la
decisión de construir antes de 1941 nueve fábricas nuevas para la fabricación
de aviones”. En el momento de la invasión nazi “la industria soviética había
producido 2.700 aviones modernos y 4.300 carros de combate”. No era cualquier
caso. A juzgar por estos datos, concluye Losurdo, pueden decirse muchas cosas,
pero no, en absoluto, que “la URSS haya llegado poco preparada a la trágica
cita con la guerra”. Es muy razonable pensar que la dirección de la URSS supo
en todo momento, y sin soñar, que la agresión nazi estaba a la vuelta de alguna
esquina.
Por otro lado, otra capa crítica de DL para aumentar la solidez de su
posición crítica al informe secreto y su tesis sobre la falta de preparación
militar de la URSS, han pasado muchos años, unos quince, “desde que una
historiadora norteamericana asestara un duro golpe al mito del derrumbe moral y
evasión de responsabilidades por parte del dirigente soviético apenas iniciada
la invasión nazi”. Se trata de A. Knight. El paso que cita Losurdo no parece
especialmente significativo: “pese al impacto inicial, el día del ataque Stalin
convocó una reunión de once horas con los dirigentes del partido, del gobierno
y del ejército, y en los días siguientes hizo lo mismo”. ¿Y?, ¿qué se infiere
de ello?
En el mismo sentido señala: “el caso es que ahora tenemos acceso al
registro de los visitantes del despacho de Stalin en el Kremlin, descubierto a
comienzos de los años noventa: parece ser que desde las horas inmediatamente
siguientes a la agresión militar, el líder soviético se sumerge en una
incesante sucesión de reuniones e iniciativas para organizar la resistencia.
Son días y noches caracterizadas por una “actividad [...] extenuante”, pero
ordenada. En cualquier caso, “todo el episodio [narrado por Kruschov] es una
completa invención”, esta “historia es falsa”. Losurdo se apoya en esta caso en
las investigaciones de los Medvedev; no es mal apoyo. Aunque no se logra de
concebir un dirigente político que una situación así obrase de cualquier otro
modo
En realidad, insiste Losurdo, desde comienzos de la operación Barbarroja,
Stalin no sólo toma las decisiones más comprometedoras, dando órdenes para el
traslado de la población y de las instalaciones industriales lejos del frente,
sino que “controla todo de manera minuciosa, desde el tamaño y forma de las bayonetas
hasta los autores y títulos de los artículos de Pravda”. No hay pruebas
de pánico ni de histeria, añade después de apoyarse en una investigación de
Montefiore sin duda exagerada, imposible de delimitar, que Losurdo esgrime en
forma de argumento. Es obviamente imposible que Stalin pudiera controlarlo
todo, no existió el Dios-Stalin omnisciente y omnipotente, y menos para un
marxista de su talla aunque Hegel pueda ser aquí una mala influencia; no dice
nada bueno de la intervención político-militar de Stalin ni de las otras
instancias de poder soviéticas que él controlase el tamaño y forma de las
bayonetas y muchos menos aún los autores y títulos de los artículos de Pravda.
¿Esto también se incluye en el balance positivo de la intervención de Stalin
durante la Segunda Guerra?
Losurdo cita a continuación una entrada del diario de Dimitrov: “A las 7 de
la mañana me han reclamado con urgencia en el Kremlin. Alemania ha atacado a la
URSS. Ha comenzado la guerra [...]. Sorprendente calma, firmeza y seguridad en Stalin
y en todos los demás”. Sorprende todavía más, parece ahora hablar Losurdo o
ambos a la vez, la claridad de ideas. No se trata solamente de proceder a la
“movilización general de nuestras fuerzas”. Es necesario también definir la
situación política. Sí, “solamente los comunistas pueden vencer a los
fascistas”, dando fin a la ascensión aparentemente imparable del Tercer Reich,
pero no hay que perder de vista la naturaleza real del conflicto: “Los partidos
[comunistas] impulsan sobre el terreno un movimiento en defensa de la URSS. No
plantean la cuestión de la revolución socialista. El pueblo soviético combate
una guerra patriótica contra la Alemania fascista. El problema es la derrota
del fascismo, que ha sometido a una serie de pueblos e intenta someter a
otros”.
El asunto de la guerra patriótica no es tampoco cuestión secundaria por la
traslación ideológica que tal posición comporta, pero lo que en definitiva
viene a señalar Dimitrov en el paso seleccionado por Losurdo es la política de
los frentes populares, sin duda, muy pero que muy razonable, y la verdad,
elemental queridos Watson y Dimitrov, que es necesario sumar a la movilización
militar una estrategia política y cultural consistente, y que este nudo no es
asunto marginal.
La estrategia política que habría precedido a la Gran guerra patriótica
estaba claramente trazada, en opinión de Losurdo. Algunos meses antes Stalin
había subrayado que al expansionismo aplicado por el Tercer Reich “en pos del
sometimiento, de la sumisión de otros pueblos”, estos pueblos respondían con
justificadas guerras de resistencia y liberación nacional. Por otro lado,
señala, a aquellos que escolásticamente oponían patriotismo e
internacionalismo, la III Internacional ya había replicado antes de la agresión
hitleriana. Lo demuestra, en opinión del filósofo italiano, esta entrada del
diario de Dimitrov de 12 de mayo de 1941: “[que es] necesario desarrollar la
idea que conjuga un sano nacionalismo, correctamente entendido, con el
internacionalismo proletario. El internacionalismo proletario debe apoyarse en
este nacionalismo de cada país [...]. Entre el nacionalismo correctamente
entendido y el internacionalismo proletario no existe y no puede existir
contradicción alguna. El cosmopolitismo sin patria, que niega el sentimiento
nacional y la idea de patria, no tiene nada en común con el internacionalismo
proletario”.
El paso no es cualquier tontería y la tesis de Dimitrov no es, desde luego,
inmediata. No se trata en todo caso de entrar en este vértice, sea cual sea lo
que pensemos sobre la dimensión dada a lo “patriótico” durante estos años. Jean
Renoir habló de ello en “Esta tierra es nuestra” con un inolvidable Charles
Laugthon en papel protagonista.
Losurdo va concluyendo el apartado. Lejos de ser una reacción improvisada y
desesperada a la situación creada con el comienzo de la Operación Barbarroja,
“la estrategia de la Gran guerra patriótica señalaba una orientación teórica de
carácter general madurada desde hacía tiempo: el internacionalismo y la causa
internacional de la emancipación de los pueblos apuntaban concretamente hacia
las guerras de liberación nacional, necesarias dada la pretensión de Hitler de
retomar y radicalizar la tradición colonial, sometiendo y esclavizando en
primer lugar a las supuestas razas serviles de Europa oriental”. Son temas
retomados, añade, en los discursos y declaraciones pronunciados por Stalin en
el transcurso de la guerra. En su opinión, tomando pie en Roberts, constituyen
“importantes piedras angulares en la clarificación de la estrategia militar
soviética y sus objetivos políticos, y jugaron un papel importante a la hora de
reforzar la moral popular”.
Alcanzaron además una importancia también internacional, remata Losurdo,
como observaba contrariado Goebbels a propósito del discurso radiado de Stalin
del 3 de julio de 1941, que suscitó según el dirigente nazi “admiración en
Inglaterra y en los EEUU”. Tal vez sí, desde luego, pero no se ve por qué
Losurdo se apoya en una fuente tan negra y oscura. Hay otras fuentes que
permiten afirmar, sin entrega alguna, que Stalin acertó más de una y de cien
veces. En esta ocasión seguramente.
Ya hablaremos de 1937, de cuando Stalin se deshizo del Estado Mayor, o del
caso Tujachevski, la mejor mente militar del país, acusado falsariamente de
traición a la Patria. Baste ahora recordar un ejemplo de los
“procedimientos político-represivos” de Stalin que Losurdo tiende a olvidar o a
no recordar con detalle.
El ejemplo está extraído de las memorias del escritor Konstantin Simonov
recordadas por Lewin en su reconocido ensayo [1]. Se narra aquí una conferencia
de alto nivel a la que Stalin asistió al principio de la guerra, a propósito
del desmesurado número de accidentes de aviones y de las enormes pérdidas de
pilotos. “Un joven general de la fuerza aérea lanzó una
pregunta de lo más simple: aquellos aviones, de mala construcción, eran
auténticos “ataúdes volantes”. Stalin era el comandante en jefe.
Enfrentado a una acusación tan categórica como aquella, enrojeció de ira. Evitó
un desplante en público pero murmuró: “¡Más le habría
valido quedarse callado, general!”.
Aquel mismo día, según Lewin, el joven general desapareció para siempre. Algunos
lacayos, que decían y creían ser comunistas, cumplieron sin rechistar las
órdenes secretas extrajudiciales del comandante en Jefe. ¿No les recuerda
ningún hecho reciente?
Notas:
[1] Moshe Lewin, El siglo soviético, Crítica, Barcelona, 2006, p.
122.
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