sábado, 27 de enero de 2018

Carta de Karl Marx a P.V. Annenkov del 28 de diciembre de 1846. Prefacio a la primera edición alemana del 23 de octubre de 1884 por Federico Engels. K. Marx MISERIA DE LA FILOSOFIA






                                                Karl Marx    



                                              P.V. Annenkov  

Bruselas, 28 de diciembre de 1846

Mí querido Sr. Annenkov:

Hace ya mucho que hubiera recibido usted la respuesta a la suya del 1 de noviembre si mi librero me hubiese mandado antes de la semana pasada la obra del señor Proudhon: Filosofía de la Miseria. La he leído en dos días, a fin de comunicarle a usted, sin perdida de tiempo, mi opinión. Por haberla leído con gran apresuramiento, no puedo entrar en detalles, y me limito a hablarle de la impresión general que me ha producido. Si usted lo desea, podré extenderme al particular en otra carta.

Le confieso francamente que el libro me ha parecido, en general, malo, muy malo. Usted mismo ironiza en su carta refiriéndose al “jirón de la filosofía alemana” de que alardea el señor Proudhon en esta obra informe y presuntuosa, pero usted supone que el veneno de la filosofía no ha afectado a su argumentación económica. Yo también estoy muy lejos de imputar a la filosofía del señor Proudhon los errores de su argumentación económica. El señor Proudhon no nos ofrece una crítica falsa de la economía política porque sea la suya una filosofía ridícula; nos ofrece una filosofía ridícula porque no ha comprendido la situación social de nuestros días en su engranaje (engrènement), si usamos esta palabra, que, como otras muchas cosas, el señor Proudhon ha tornado de Fourier.


¿Por qué el señor Proudhon habla de Dios, de la razón universal, de la razón impersonal de la humanidad, razón que nunca yerra, que siempre es igual a sí misma y de la que basta tener clara conciencia para ser dueño de la verdad? ¿Por qué el señor Proudhon recurre a un hegelianismo superficial para darse pisto de pensador profundo?

El mismo señor Proudhon nos da la clave del enigma. Para el señor Proudhon la historia es una determinada serie de desarrollos sociales; ve en la historia la realización del progreso; estima, finalmente, que los hombres, en tanto que individuos, no sabían lo que hacían, que se imaginaban de modo erróneo su propio movimiento, es decir, que su desarrollo social parece, a primera vista, una cosa distinta, separada, independiente de su desarrollo individual. El señor Proudhon no puede explicar estos hechos y recurre entonces a su hipótesis —verdadero hallazgo— de la razón universal que se manifiesta. Nada más fácil que inventar causas místicas, es decir, frases, cuando se carece de sentido común.


Pero cuando el señor Proudhon reconoce que no comprende en absoluto el desarrollo histórico de la humanidad —como lo hace al emplear las palabras rimbombantes de razón universal, Dios, etc.—, ¿no reconoce también implícita y necesariamente que es incapaz de comprender el desarrollo económico?


¿Qué es la sociedad, cualquiera que sea su forma? El producto de la acción reciproca de los hombres. ¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella forma social? Nada de eso. A un determinado nivel de desarrollo de las fuerzas productivas de los hombres, corresponde una determinada forma de comercio y de consumo. A determinadas fases de desarrollo de la producción, del comercio y del consumo, corresponden determinadas formas de constitución social, una determinada organización de la familia, de los estamentos o de las clases; en una palabra, una determinada sociedad civil. A una determinada sociedad civil, corresponde un determinado régimen político, que no es más que la expresión oficial de la sociedad civil. Esto es lo que el señor Proudhon jamás llegara a comprender, pues él cree que ha hecho una gran cosa apelando del Estado a la sociedad civil, es decir, del resumen oficial de la sociedad a la sociedad oficial.


Huelga añadir que los hombres no son libres de escoger sus fuerzas productivas —base de toda su historia—, pues toda fuerza productiva es una fuerza adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas productivas son el resultado de la energía practica de los hombres, pero esta misma energía se halla determinada por las condiciones en que los hombres se encuentran colocados, por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma social anterior a ellos, que ellos no han creado y que es producto de las generaciones anteriores. El simple hecho de que cada generación posterior se encuentre con fuerzas productivas adquiridas por las generaciones precedentes, que be sirven de materia prima para la nueva producción, crea en la historia de los hombres una conexión, crea una historia de la humanidad, que es tanto más la historia de la humanidad por cuanto las fuerzas productivas de los hombres y, por consiguiente, sus relaciones sociales han adquirido mayor desarrollo. Consecuencia obligada: la historia social de los hombres no es nunca más que la historia de su desarrollo individual, tengan o no ellos mismos la conciencia de esto. Sus relaciones materiales forman la base de todas sus relaciones. Estas relaciones materiales no son más que las formas necesarias bajo las cuales se realiza su actividad material e individual.

El señor Proudhon confunde las ideas y las cosas. Los hombres jamás renuncian a lo que han conquistado, pero esto no quiere decir que no renuncien nunca a la forma social bajo la cual han adquirido determinadas fuerzas productivas. Todo lo contrario. Para no verse privados del resultado obtenido, para no perder los frutos de la civilización, los hombres se ven constreñidos, desde el momento en que el tipo de su comercio no corresponde ya a las fuerzas productivas adquiridas, a cambiar todas sus formas sociales tradicionales. Hago use aquí de la palabra comercio en su sentido más amplio, del mismo modo que empleamos en alemán el vocablo Verkehr. Por ejemplo: los privilegios, la institución de gremios y corporaciones, el régimen reglamentado de la Edad Media, eran relaciones sociales que sólo correspondían a las fuerzas productivas adquiridas y al estado social anterior, del que aquellas instituciones habían brotado. Bajo la tutela del régimen de las corporaciones y las ordenanzas, se acumularon capitales, se desarrolló el tráfico marítimo, se fundaron colonias; y los hombres habrían perdido estos frutos de su actividad si se hubiesen emperiado en conservar las formas a la sombra de las cuales habían madurado aquellos frutos. Por eso estallaron dos truenos: la revolución de 1640 y la de 1688. En Inglaterra fueron destruidos todas las viejas formas económicas, las relaciones sociales con ellas congruentes y el régimen político que era la expresión oficial de la vieja sociedad civil. Por tanto, las formas de la economía bajo las que los hombres producen, consumen y cambian, son transitorias e históricas. Al adquirir nuevas fuerzas productivas, los hombres cambian su modo de producción, y con el modo de producción cambian las relaciones económicas, que no eran más que las relaciones necesarias de aquel modo concreto de producción.


Esto es lo que el señor Proudhon no ha sabido comprender y menos aún demostrar. Incapaz de seguir el movimiento real de la historia, el señor Proudhon nos ofrece una fantasmagoría con pretensiones de dialéctica. No siente la necesidad de hablar de los siglos XVII, XVIII y XIX, porque su historia discurre en el reino nebuloso de la imaginación y se remonta muy por encima del tiempo y del espacio. En una palabra, eso no es historia, sino antigualla hegeliana, no es historia profana —la historia de los hombres—, sino historia sagrada: la historia de las ideas. A su modo de ver, el hombre no es más que un instrumento del que se vale la idea o la razón eterna para desarrollarse. Las evoluciones de que habla el señor Proudhon son concebidas como evoluciones que se operan dentro de la mística entraría de la idea absoluta. Si rasgamos el velo que envuelve este lenguaje místico, resulta que el señor Proudhon nos ofrece el orden en que las categorías económicas se hallan alineadas en su cabeza. No hará falta que me esfuerce mucho para probarle que este es el orden de una mente muy desordenada.

El señor Proudhon inicia su libro con una disertación acerca del valor, que es su tema predilecto. En esta no entrare en el análisis de dicha disertación.

La serie de evoluciones económicas de la razón eterna comienza con la división del trabajo. Para el señor Proudhon la división del trabajo es una cosa bien simple. Pero, no fue el régimen de castas una determinada división del trabajo? ¿No fue el régimen de las corporaciones otra división del trabajo? Y la división del trabajo del régimen de la manufactura, que comenzó a mediados del siglo XVII y terminó a fines del XVIII en Inglaterra, no difiere, acaso, totalmente de la división del trabajo de la gran industria, de la industria moderna?

El señor Proudhon se halla tan lejos de la verdad, que omite lo que ni siquiera los economistas profanos dejan de tomar en cuenta. Cuando habla de la división del trabajo, no siente la necesidad de hablar del mercado mundial. Pues bien, acaso la división del trabajo en los siglos XIV y XV, cuando aún no había colonias, cuando América todavía no existía para Europa y al Asía Oriental sólo se podía llegar a través de Constantinopla, acaso la división del trabajo no debía distinguirse esencialmente de lo que era en el siglo XVII, cuando las colonias se hallaban ya desarrolladas?

Pero esto no es todo. Toda la organización interior de los pueblos, todas sus relaciones internacionales, son acaso otra cosa que la expresión de cierta división del trabajo?, ¿no deben cambiar con los cambios de la división del trabajo?


El señor Proudhon ha comprendido tan poca cosa en el problema de la división del trabajo, que ni siquiera habla de la separación de la ciudad y del campo, que en Alemania, por ejemplo, se operó del siglo IX al XII. Así, pues, esta separación debe ser ley eterna para el señor Proudhon, ya que no conoce ni su origen ni su desarrollo. En todo su libro habla como si esta creación de un modo de producción determinado debiera existir hasta la consumación de los siglos. Todo lo que el señor Proudhon dice respecto de la división del trabajo es tan solo un resumen, por cierto muy superficial, muy incompleto, de lo afirmado antes por Adam Smith y otros mil autores.


La segunda evolución de la razón eterna son las máquinas. Para el señor Proudhon la conexión entre la división del trabajo y las máquinas es enteramente mística. Cada una de las formas de división del trabajo tiene sus instrumentos de producción específicos. De mediados del siglo XVII a mediados del siglo XVIII, por ejemplo, los hombres no lo hacían todo a mano. Poseían instrumentos, e instrumentos muy complicados, como telares, buques, palancas, etc., etc.


Así, pues, nada más ridículo que derivar las máquinas de la división del trabajo en general.

Señalare también, de pasada, que si el señor Proudhon no ha alcanzado a comprender el origen histórico de las máquinas, peor aún ha comprendido su desarrollo. Puede decirse que hasta 1825 período de la primera crisis universal— las necesidades del consumo, en general, crecieron más rápidamente que la producción, y el desarrollo de las máquinas fue una consecuencia forzada de las necesidades del mercado. A partir de 1825, la invención y la aplicación de las máquinas no ha sido más que un resultado de la guerra entre patronos y obreros. Pero esto solo puede decirse de Inglaterra. En cuanto a las naciones europeas, se vieron obligadas a emplear las máquinas por la competencia que les habían los ingleses, tanto en sus propios mercados como en el mercado mundial. Por último, en Norteamérica la introducción de la maquinaria se debió tanto a la competencia con otros países como a la escasez de mano de obra, es decir, a la desproporción entre la población del país y sus necesidades industriales. Por estos hechos puede usted ver que sagacidad pone de manifiesto el señor Proudhon cuando conjura el fantasma de la competencia como tercera evolución, ¡como antitesis de las máquinas!


Finalmente, es en general un verdadero absurdo hacer de las máquinas una categoría económica al lado de la división del trabajo, de la competencia, del crédito, etc.

La máquina tiene tanto de categoría económica como el buey que tira del arado. La aplicación actual de las máquinas es una de las relaciones de nuestro régimen económico presente, pero el modo de explotar las máquinas es una cosa totalmente distinta de las propias máquinas. La pólvora continua siendo pólvora, ya se emplee para causar heridas, o bien para restañarlas.

El señor Proudhon se supera a si mismo cuando permite que la competencia, el monopolio, los impuestos o las pólizas, el balance comercial, el crédito y la propiedad se desarrollen en el interior de su cabeza precisamente en el orden de mi enumeración. Casi todas las instituciones de crédito se habían desarrollado ya en Inglaterra a comienzos del siglo XVIII, antes de la invención de las máquinas. El crédito público no era más que una nueva manera de elevar los impuestos y de satisfacer las nuevas demandas originadas por la llegada de la burguesía al poder. Finalmente, la propiedad constituye la última categoría en el sistema del señor Proudhon. En el mundo real, por el contrario, la división del trabajo y todas las demás categorías del señor Proudhon son las relaciones sociales que en su conjunto forman lo que actualmente se llama propiedad; fuera de esas relaciones, la propiedad burguesa no es sino una ilusión metafísica o jurídica. La propiedad de otra época, la propiedad feudal, se desarrolla en una serie de relaciones sociales completamente distintas. Cuando establece la propiedad como una relación independiente, el señor Proudhon comete algo más que un error de método: prueba claramente que no ha aprehendido el vínculo que liga todas las formas de la producción burguesa, que no ha comprendido el carácter histórico y transitorio de las formas de la producción en una época determinada. El señor Proudhon sólo puede hacer una crítica dogmática, pues no concibe nuestras instituciones sociales como productos históricos y no comprende ni su origen ni su desarrollo.


Así, el señor Proudhon se ve obligado a recurrir a una ficción para explicar el desarrollo. Se imagina que la división del trabajo, el crédito, las máquinas, etc., han sido inventadas para servir a su idea fija, a la idea de la igualdad. Su explicación es de una ingenuidad sublime. Esas cosas han sido inventadas para la igualdad, pero, desgraciadamente, se han vuelto contra ella. Este es todo su argumento. Con otras palabras: hace una suposición gratuita, y como el desarrollo real y su ficción se contradicen a cada paso, concluye que hay una contradicción. Oculta que la contradicción únicamente existe entre sus ideas fijas y el movimiento real.

Así, pues, el señor Proudhon, debido principalmente a su falta de conocimientos históricos, no ha visto que los hombres, al desarrollar sus fuerzas productivas, es decir, al vivir, desarrollan ciertas relaciones entre ellos, y que el carácter de estas relaciones cambia necesariamente con la modificación y el desarrollo de estas fuerzas productivas. No ha visto que las categorías económicas no son más que abstracciones de estas relaciones reales y que únicamente son verdades mientras esas relaciones subsisten. Por consiguiente, incurre en el error de los economistas burgueses, que ven en esas categorías económicas leyes eternas y no leyes históricas, que lo son únicamente para cierto desarrollo histórico, para un desarrollo determinado de las fuerzas productivas. Así, pues, en vez de considerar las categorías político-económicas como abstracciones de relaciones sociales reales, transitorias, históricas, el señor Proudhon, debido a una inversión mística, sólo ve en las relaciones reales encarnaciones de esas abstracciones. Esas abstracciones son ellas mismas fórmulas que han estado dormitando en el seno de Dios padre desde el principio del mundo.


Pero, al llegar a este punto, nuestro buen señor Proudhon se siente acometido de graves convulsiones intelectuales. Si todas esas categorías económicas son emanaciones del corazón de Dios, si constituyen la oculta y eterna existencia de los hombres, ¿cómo puede haber ocurrido, primero, que se hayan desarrollado, y segundo, que el señor Proudhon no sea conservador? El señor Proudhon explica estas contradicciones evidentes valiéndose de todo un sistema de antagonismos.


Para esclarecer este sistema de antagonismos, tomemos un ejemplo,

El monopolio es bueno, porque es una categoría económica y, por tanto, una emanación de Dios. La competencia es buena, porque también es una categoría económica. Pero lo que no es bueno es la realidad del monopolio y la realidad de la competencia. Y aun es peor que el monopolio y la competencia se devoren mutuamente. ¿Qué se debe hacer? Como estos dos pensamientos eternos de Dios se contradicen, al señor Proudhon le parece evidente que también en el seno de Dios hay una síntesis de ambos pensamientos, en la que los males del monopolio se yen equilibrados por la competencia, y viceversa. Como resultado de la lucha entre las dos ideas, sólo puede exteriorizarse su lado bueno. Hay que arrancar a Dios esta idea secreta, aplicarla seguidamente y todo marchará a pedir de boca; hay que revelar la fórmula sintética oculta en la noche de la razón impersonal de la humanidad. El señor Proudhon se ofrece como revelador sin titubeo alguno.


Pero mire usted por un segundo la vida real. En la vida económica de nuestros días no sólo verá usted la competencia y el monopolio, sino también su síntesis, que no es una fórmula, sino un movimiento. El monopolio engendra la competencia, la competencia engendra el monopolio. Por lo tanto, esta ecuación, lejos de eliminar las dificultades de la situación presente, como se lo imaginan los economistas burgueses, tiene por resultado una situación aún más difícil y más embrollada. Así, al cambiar la base sobre la que descansan las relaciones económicas actuales, al aniquilar el modo actual de producción, se aniquila no solo la competencia, el monopolio y su antagonismo, sino también su unidad, su síntesis, el movimiento, que es el equilibrio real de la competencia y del monopolio.

Ahora le daré un ejemplo de la dialéctica del señor Proudhon.

La libertad y la esclavitud forman un antagonismo. No hay necesidad de referirse a los lados buenos y malos de la libertad. En cuanto a la esclavitud, huelga hablar de sus lados malos. Lo único que debe ser explicado es el lado bueno de la esclavitud. No se trata de la esclavitud indirecta, de la esclavitud del proletario; se trata de la esclavitud directa, de la esclavitud de los negros en Surinam, en el Brasil y en los Estados meridionales de Norteamérica.

La esclavitud directa es un pivote de nuestro industrialismo actual, lo mismo que las máquinas, el crédito, etc. Sin la esclavitud, no habría algodón, y sin algodón, no habría industria moderna. Es la esclavitud lo que ha dado valor a las colonias, son las colonias las que han creado el comercio mundial, y el comercio mundial es la condición necesaria de la gran industria mecanizada. Así, antes de la trata de negros, las colonias no daban al mundo antiguo más que unos pocos productos y no cambiaron visiblemente la faz de la tierra. La esclavitud es, por tanto, una categoría económica de la más alta importancia. Sin la esclavitud, Norteamérica, el país más desarrollado, se transformaría en un país patriarcal. Si se borra a Norteamérica del mapa de las naciones, tendremos la anarquía, la decadencia absoluta del comercio y de la civilización moderna. Pero hacer desaparecer la esclavitud equivaldría a borrar a Norteamérica del mapa de las naciones. La esclavitud es una categoría económica y por eso se observa en todos los pueblos desde que el mundo es mundo. Los pueblos modernos sólo han sabido encubrir la esclavitud en su propios países e importarla sin ningún disimulo al nuevo mundo. ¿Qué hará nuestro buen señor Proudhon después de estas consideraciones acerca de la esclavitud? Buscará la síntesis de la libertad y de la esclavitud, el verdadero término medio o equilibrio entre la esclavitud y la libertad.


El señor Proudhon ha sabido ver muy bien que los hombres hacen el paño, el lienzo, la seda; y es un gran mérito, en él, haber sabido ver estas cosas tan sencillas. Lo que el señor Proudhon no ha sabido ver es que los hombres producen también, con arreglo a sus fuerzas productivas, las relaciones sociales en que producen el paño y el lienzo. Y menos aún ha sabido ver que los hombres que producen las relaciones sociales con arreglo a su producción material, crean también las ideas, las categorías; es decir, las expresiones ideales abstractas de esas mismas relaciones sociales. Por tanto, estas categorías son tan poco eternas como las relaciones a las que sirven de expresión. Son productos históricos y transitorios. Para el señor Proudhon, en cambio, las abstracciones, las categorías son la causa primaria. A su juicio, son ellas y no los hombres quienes hacen la historia. La abstracción, la categoría considerada como tal, es decir, separada de los hombres y de su acción material, es naturalmente, inmortal, inalterable, impasible; no es más que una modalidad de la razón pura, lo cual quiere decir, simplemente, que la abstracción, considerada como tal, es abstracta; ¡admirable tautología!


Por eso, las relaciones económicas, vistas en forma de categorías, son para el señor Proudhon fórmulas eternas que no conocen principio ni progreso.


En otros términos: el señor Proudhon no afirma directamente que la vida burguesa sea para él una verdad eterna; eso lo dice indirectamente, al divinizar las categorías que expresan en forma de ideas las relaciones burguesas. Toma los productos de la sociedad burguesa por seres eternos surgidos espontáneamente, y dotados de vida propia, tan pronto como se los presenta en forma de categorías.  En forma de ideas. No ve, por tanto, más allá del horizonte burgués. Como opera con ideas burguesas, suponiéndolas eternamente verdaderas, pugna por encontrar la síntesis de estas ideas, su equilibrio, y no ve que su modo actual de equilibrarse es el único posible.


En realidad, hace lo que hacen todos los buenos burgueses. Todos ellos nos dicen que la competencia, el monopolio, etc., en principio, es decir considerados como ideas abstractas, son los únicos fundamentos de la vida, aunque en la práctica dejen mucho que desear. Todos ellos quieren la competencia, sin sus funestos efectos. Todos ellos quieren lo imposible, a saber: las condiciones burguesas de vida, sin las consecuencias necesarias de estas condiciones. Ninguno de ellos comprende que la forma burguesa de producción es una forma histórica y transitoria, como lo era la forma feudal. Este error proviene de que, para ellos, el hombre burgués es la única base posible de toda sociedad, proviene de que no pueden imaginarse un estado social en que el hombre haya dejado de ser burgués.


El señor Proudhon es, pues, necesariamente, un doctrinario. El movimiento histórico que está revolucionando el mundo actual, se reduce, para él, al problema de encontrar el verdadero equilibrio, la síntesis de dos ideas burguesas. Así, el hábil mozo descubre, a fuerza de sutileza, el recóndito pensamiento de Dios, la unidad de dos ideas aisladas, que sólo lo están porque el señor Proudhon las ha aislado de la vida práctica, de la producción actual, que es la combinación de las realidades que aquellas ideas expresan. En vez del gran movimiento histórico que brota del conflicto entre las fuerzas productivas ya alcanzadas por los hombres y sus relaciones sociales, que ya no corresponden a estas fuerzas productivas; en vez de las terribles guerras que se preparan entre las distintas clases de una nación y entre las diferentes naciones; en vez de la acción practica y violenta de las masas, la única que puede resolver estos conflictos; en vez de este vasto, prolongado y complicado movimiento, el señor Proudhon pone el fantástico movimiento de su cabeza. Así, son los sabios, los hombres capaces de arrancar a Dios sus recónditos pensamientos, los que hacen la historia. A la plebe sólo le queda la tarea de poner en práctica las revelaciones de los hombres de ciencia. Ahora comprenderá usted por que el señor Proudhon es enemigo declarado de todo movimiento político. Para él, la solución de los problemas actuales no consiste en la acción pública, sino en las rotaciones dialécticas de su cabeza. Como las categorías son para él las fuerzas motrices, para cambiar las categorías no hace falta cambiar la vida práctica. Muy por el contrario: hay que cambiar las categorías, y en consecuencia cambiará la sociedad existente.


En su deseo de conciliar las contradicciones, el señor Proudhon elude la pregunta de si no deberá ser derrocada la base misma de estas contradicciones. Se parece en todo al político doctrinario, para quien el rey y la Cámara de los diputados y el Senado son como partes integrantes de la vida social, como categorías eternas. Sólo que él busca una nueva fórmula para equilibrar estos poderes cuyo equilibrio consiste precisamente en el movimiento actual, en el que uno de estos poderes tan pronto es vencedor como esclavo del otro. Así, en el siglo XVIII, una multitud de cabezas mediocres se dedicaron a buscar la verdadera fórmula para equilibrar los estamentos sociales, la nobleza, el rey, los parlamentos, etc., y un buen día se encontraron con que ya no había ni rey, ni parlamento, ni nobleza. El verdadero equilibrio en este antagonismo era el derrocamiento de todas las relaciones sociales que servían de base a estas instituciones feudales y al antagonismo entre ellas.


Como el señor Proudhon pone de un lado las ideas eternas, las categorías de la razón pura, y del otro lado a los hombres y su vida práctica, que es, según él, la aplicación de estas categorías, encuentra usted en él desde el primer momento un dualismo entre la vida y las ideas, entre el alma y el cuerpo, dualismo que se repite bajo muchas formas. Ahora se dará usted cuenta de que este antagonismo no es más que la incapacidad del señor Proudhon para comprender el origen profano y la historia profana de las categorías que el diviniza.


Me he extendido ya demasiado y no puedo detenerme en las absurdas acusaciones que el señor Proudhon lanza contra el comunismo. Por el momento, convendrá usted conmigo en que un hombre que no ha comprendido el actual estado de la sociedad, menos aún comprenderá el movimiento que tiende a derrocarle y las expresiones literarias de ese movimiento revolucionario.

El único punto en el que estoy completamente de acuerdo con el señor Proudhon es su repulsión hacia la sensiblería socialista. Antes que él me he ganado ya muchos enemigos por mis ataques contra el socialismo borreguil, sentimental, utopista. Pero no se hace el señor Proudhon ilusiones extrañas cuando opone su sentimentalismo de pequeño burgués —me refiero a sus frases declamatorias sobre el hogar, el amor conyugal y todas esas banalidades— al sentimentalismo socialista, que en Fourier, por ejemplo, es mucho más profundo que las presuntuosas vulgaridades de nuestro buen Proudhon? El mismo comprende tan bien la vacuidad de sus razonamientos, su completa incapacidad de hablar de estas cosas, que prorrumpe en explosiones de rabia, en vociferaciones y en virtuosos juramentos, echa espuma por la boca, maldice, denuncia, se da golpes de pecho ¡y se jacta ante Dios y ante los hombres de estar limpio de las infamias socialistas! No hace una crítica del sentimentalismo socialista, o lo que él toma por sentimentalismo. Como un santo, como el Papa, excomulga a los pobres pecadores y canta las glorias de la pequeña burguesía y las miserables ilusiones amorosas y patriarcales del hogar. Esto no es casual. El señor Proudhon es de pies a cabeza un filósofo y un economista de la pequeña burguesía. En una sociedad avanzada, el pequeño burgués, por virtud de la posición que en ella ocupa, se hace socialista de una parte y economista de la otra, es decir, se siente deslumbrado por la magnificencia de la gran burguesía y experimenta a la vez simpatía por los sufrimientos del pueblo. Es al mismo tiempo burgués y pueblo. En su fuero interno se ufana de ser imparcial, de haber encontrado el justo equilibrio, que tiene la pretensión de distinguirse del término medio. Ese pequeño burgués diviniza la contradicción, porque la contradicción constituye el fondo de su ser. Él no es otra cosa que la contradicción social en acción. Debe justificar teóricamente lo que él mismo es en la práctica, y al señor Proudhon corresponde el mérito de ser el intérprete científico de la pequeña burguesía francesa, lo que representa un verdadero mérito, pues la pequeña burguesía será parte integrante de todas las revoluciones sociales que han de suceder.

Hubiera querido enviarle con esta carta mi libro de economía política, pero hasta ahora no he conseguido imprimir esta obra ni mi critica de los filósofos y socialistas alemanes, de que le hable en Bruselas. No puede usted imaginarse las dificultades que una publicación de este tipo encuentra en Alemania, tanto por parte de la policía como por parte de los editores, que son representantes interesados de todas las tendencias que yo ataco. En cuanto a nuestro propio Partido, además de ser pobre, una gran parte del Partido Comunista Alemán se muestra irritado contra mí porque me opongo a sus utopías y a sus declamaciones...







Karl Marx     Miseria de la filosofía

 Prefacio a la primera edición alemana

 La presente obra fue escrita en el invierno de 1846-1847, cuando Marx elaboró definitivamente los principios fundamentales de sus nuevas concepciones históricas y económicas. El libro de Proudhon Système des Contradictions économiques ou Philosophie de la Misère [“Sistema de las contradicciones económicas o Filosofía de la Miseria”], publicado poco antes, le dio pie para desarrollar estos principios fundamentales y oponerlos a los puntos de vista de un hombre que, a partir de entonces, había de ocupar el lugar más prominente entre los socialistas franceses de aquella época. Desde que, estando en Paris, ambos se pasaban frecuentemente las noches discutiendo sobre cuestiones económicas, sus caminos eran cada vez más divergentes; la obra de Proudhon puso de manifiesto que entre ellos mediaba ya un abismo infranqueable que no era posible ignorar, y en su respuesta Marx hizo constar la ruptura definitiva.


El juicio general de Marx sobre Proudhon lo encontrará el lector en el artículo que sigue a este prologo[1], insertado en 1865 en los números 16, 17 y 18 del Social-Demokrat de Berlín. Fue el único artículo que Marx escribió para este periódico; los intentos del señor von Schweitzer, descubiertos poco después, de llevar el periódico por cauces gratos al partido feudal y al gobierno, nos obligaron algunas semanas más tarde a desistir públicamente de colaborar en él.

Para Alemania, la presente obra tiene cabalmente en estos momentos una significación que el propio Marx nunca sospechó. ¿Habría podido él adivinar que, dirigiendo la puntería contra Proudhon, iba a hacer impacto en el santón de los arrivistas modernos, en Rodbertus, a quien Marx no conocía a la sazón ni tan siquiera de nombre?


Este no es el lugar para detenerme a examinar en detalle las relaciones entre Marx y Rodbertus; es probable que pronto se me depare la oportunidad de hacerlo. Sólo indicare aquí que cuando Rodbertus acusa a Marx de haber “entrado a saco” en sus escritos y de haber “utilizado con profusión en su Capital, sin citarle, su libro Zur Erkenntnis”, llega en su acaloramiento hasta la calumnia, explicable únicamente por la irritación de un genio incomprendido y por su asombrosa ignorancia de lo que ocurría más allá de las fronteras de Prusia, sobre todo, en la literatura socialista y económica. Ni estas acusaciones ni la mencionada obra de Rodbertus fueron jamás del conocimiento de Marx; de las obras de Rodbertus, sólo leyó sus tres Cartas sociales, y no antes de 1858 o 1859.


Con mayor fundamento asegura Rodbertus en estas cartas haber descubierto el “valor constituido proudhoniano” antes que Proudhon; pero también en esta ocasión, naturalmente, vuelve a arrullarse con la falsa idea de haber sido el primero en hacer este descubrimiento. Por consiguiente, él también, en todo caso, fue sometido al ariete de la crítica en nuestro libro, y esto me obliga a detenerme brevemente en el análisis de su obrilla “fundamental” Zur Erkenntnis unserer staatswirtschaftlichen Zustände[“Aportación al conocimiento de nuestro régimen político-económico”], debido a que, además del comunismo de Welding contenido en ella (también inconscientemente), esa obra se anticipa asimismo a Proudhon.

El socialismo moderno, cualquiera que sea su tendencia, en la medida en que toma como punto de arranque la economía política burguesa, suscribe casi sin excepciones la teoría del valor de Ricardo. De los dos postulados que Ricardo proclamara en 1817 en las primeras páginas de sus Principles: 1) que el valor de toda mercancía se determina única y exclusivamente por la cantidad de trabajo necesario para producirla, y 2) que el producto de todo trabajo social se divide entre tres clases: los propietarios de la tierra (renta), los capitalistas (ganancia) y los obreros (salario), de estos dos postulados se hicieron en Inglaterra ya a partir de 1821 deducciones socialistas, y a veces con tal vigor y decisión que esa literatura, hoy casi completamente olvidada y en gran parte redescubierta por Marx, no fue superada hasta la aparición del Capital. Pero de esto hablaremos en otra ocasión. Pues bien, cuando Rodbertus extrajo, a su vez, en 1842 conclusiones socialistas de las tesis citadas, esto era entonces, desde luego, para un alemán un pasó adelante muy considerable, pero sólo, tal vez, en Alemania podía pasar por nuevo semejante descubrimiento. En su crítica de Proudhon, que también adolecía de esa presunción, Marx hizo ver lo poco de nuevo que había en una tal aplicación de la teoría de Ricardo.

“Cualquiera que conozca, a poco que sea, el desarrollo de la economía política en Inglaterra —dice Marx—, no puede por menos de saber que casi todos los socialistas de este país han propuesto, en diferentes épocas, la aplicación igualitaria (es decir, socialista) de la teoría ricardiana. Podríamos recordarle al señor Proudhon: la Economía política de Hodgskin, 1827; William Thompson: An Inquiry into the Principles of the Distribution of Wealth, most conductive to Human Happiness [“Investigación de los principios de la distribución de la riqueza que mejor conducen a la felicidad humana”], 1824; T. R. Edmonds, Practical, Moral and Polítical Economy [“Economía práctica, moral y política”], 1828; etc., etc., y cuatro páginas más de etc. Nos contentaremos con dejar hablar a un comunista inglés, al señor Bray. Citaremos los principales pasajes de su excelente obra Labour's Wrongs and Labour's Remedy [“Calamidades de la clase obrera y medios para suprimirlas”], Leeds, 1839. Las citas de Bray reproducidas por Marx bastan para anular buena parte de las pretensiones de Rodbertus a la prioridad.


Por aquel entonces Marx no había pisado aún la sala de lectura del Museo Británico. Sin contar los fondos de las bibliotecas de Paris y Bruselas y otros muchos libros y extractos, sólo había consultado las obras que pudieron llegar a sus manos en Mánchester durante el viaje de seis semanas por Inglaterra que hicimos juntos en el verano de 1845. Por consiguiente, en los años del 40, la literatura a que se ha hecho referencia no era ni mucho menos tan inaccesible como lo es hoy día. Y si, a pesar de todo, fue siempre desconocida para Rodbertus, ello se debe exclusivamente a su estrechez provinciana de corte prusiano. Es el auténtico fundador del socialismo específicamente prusiano y como tal se le conoce, al fin, en la actualidad.
Sin embargo, a Rodbertus no le han dejado en paz ni siquiera en su amable Prusia. En 1859 apareció en Berlín el libro de Marx Zur Kritik des politischen Oekonomie, erstes Heft [“Contribución a la crítica de la Economía política. Parte primera”]. En dicha obra, entre otras objeciones hechas a Ricardo por los economistas, Marx cita la siguiente, en la página 40:




Marx escribió su Contribución a la crítica de la Economía política entre agosto de 1858 y enero de 1859. Investigó a fondo las leyes económicas del movimiento de la sociedad capitalista, habiendo estudiado un sinnúmero de obras de Economía política, fuentes, documentos oficiales, etc. En 1857 empezó a escribir un extenso trabajo sobre Economía política, cuyo borrador se conoce con el título de Manuscritos económicos de 1857-1858

Grundrisse: Manuscritos económicos de 1857-1858
Elementos fundamentales para la crítica de la economía política Borrador 1857- 1858




Si el valor de cambio de un producto equivale al tiempo de trabajo cuajado en él, el valor de cambio de la jornada de trabajo es igual a su producto. O sea que el salario debe ser igual al producto del trabajo. Y sin embargo, en realidad ocurre lo contrario”. Marx escribió a este respecto la siguiente nota: “Esta objeción de los economistas burgueses contra Ricardo fue recogida más tarde por los socialistas. Admitiendo la exactitud teórica de la fórmula, acusaban a la práctica de estar en contradicción con la teoría e instaban a la sociedad burguesa a hacer prácticamente la supuesta deducción de su principio teórico. De este modo, cuando menos, los socialistas ingleses volvieron la fórmula del valor de cambio de Ricardo contra la economía política”. En esta misma nota Marx se remite a su libro Misère de la Philosophie [“Miseria de la Filosofía”], que por entonces se hallaba en todas partes a la venta.


Rodbertus tenía, pues, la plena posibilidad de persuadirse de si eran realmente nuevos los descubrimientos hechos por él en 1842. En Lugar de esto continua proclamándolos a cada pasó y los considera tan insuperables que ni siquiera se le ocurre pensar que Marx podía haber hecho por su cuenta deducciones de la teoría de Ricardo ¡tan bien como lo hiciera el propio Rodbertus! ¡Nada de eso! ¡Lo que hizo Marx fue “entrar a saco” en sus obras, en las obras de un autor al que el propio Marx brindara todas las posibilidades para convencerse de que, mucho antes que los dos, estas deducciones habían sido ya hechas en Inglaterra, por lo menos, en la forma tosca que aún conservan en el libro de Rodbertus!

Lo arriba expuesto representa precisamente la más simple aplicación socialista de la teoría de Ricardo. Esta aplicación ha conducido en muchos casos a Rodbertus, entre otros, a puntos de vista que van mucho más lejos que los de Ricardo en lo concerniente al origen y a la naturaleza de la plusvalía. Pero, sin hablar ya de que todo lo descubierto por él en este orden de cosas había sido ya expuesto cuando menos tan bien con anterioridad a él, Rodbertus, igual que sus predecesores, peca de que adopta las categorías económicas —trabajo, capital, valor, etc.— sin someterlas a crítica, en la forma burda en que fueron transmitidas en herencia por los economistas, en una forma que resbala por la superficie de los fenómenos sin investigar el contenido de estas categorías. De este modo no sólo se cierra toda senda de desarrollo —contrariamente a Marx, que fue el primero en sacar consecuencias de estos postulados, de los que se viene hablando desde hace ya 64 años—, sino que, como veremos más adelante, se abre el camino directo a la utopía.

La susodicha aplicación de la teoría de Ricardo —a saber: que a los obreros, como únicos productores efectivos, les pertenece el producto social integro, su producto— lleva directamente al comunismo. Pero, como indica Marx en las líneas citadas, esta conclusión es formalmente falsa en el sentido económico, ya que representa una simple aplicación de la moral a la economía política. Según las leyes de la economía burguesa, la mayor parte del producto no pertenece a los obreros que lo han creado. Cuando decimos que es injusto, que no debe ocurrir, esto nada tiene de común con la economía política. No decimos sino que este hecho económico se halla en contradicción con nuestro sentido moral. Por eso Marx no basó jamás sus reivindicaciones comunistas en argumentos de esta especie, sino en el desmoronamiento inevitable del modo capitalista de producción, desmoronamiento que adquiere cada día a nuestros ojos proporciones más vastas; Marx habla sólo del simple hecho de que la plusvalía se compone de trabajo no retribuido. Pero lo que no es exacto en el sentido económico formal, puede serlo en el sentido de la historia universal. Si la conciencia moral de las masas declara injusto un hecho económico cualquiera, como en otros tiempos la esclavitud o la prestación personal campesina, esto constituye la prueba de que el hecho en cuestión es algo que ha caducado y de que han surgido otros hechos económicos, en virtud de los cuales el primero es ya intolerable y no puede mantenerse en pie. Por consiguiente, en la inexactitud económica formal puede ocultarse un contenido realmente económico. Este no es el lugar para extendernos con más detalle acerca del significado y la historia de la teoría de la plusvalía.


Pero de la teoría del valor de Ricardo se pueden hacer además, y se han hecho, otras conclusiones. El valor de las mercancías se determina por el trabajo necesario para producirlas. Sin embargo, en nuestro mundo pecador las mercancías se venden, ya por encima, ya por debajo de su valor, y esto no se debe solamente a las oscilaciones originadas por la competencia. La cuota de ganancia tiene la tendencia a reducirse a un mismo nivel para todos los capitalistas, de la misma manera que los precios de las mercancías tienen la tendencia a identificarse mediante la oferta y la demanda con el valor del trabajo cristalizado en ellas. Pero la cuota de ganancia se calcula en proporción con todo el capital desembolsado en una empresa industrial. Y como en dos ramas distintas de industria el producto anual puede plasmar cantidades idénticas de trabajo y representar, por tanto, valores iguales dado un mismo nivel de salarios —bien entendido, sin embargo, que los capitales empleados en una rama pueden ser, y a menudo lo son, dos o tres veces mayores que en la otra—, la ley del valor de Ricardo se halla en este caso en contradicción, abierta ya por el mismo Ricardo, con la ley de la cuota igual de ganancia. Si los productos de ambas ramas de industria se venden por sus valores, las cuotas de ganancia no pueden ser iguales; y siendo iguales las cuotas de ganancia, los productos de ambas ramas no siempre pueden venderse por sus valores. Aquí tenemos, pues, una contradicción, una antinomia de dos leyes económicas, resuelta de ordinario en la práctica, a juicio de Ricardo (cap. I, secciones 4 y 5), a favor de la cuota de ganancia y en perjuicio del valor.


Pero la definición ricardiana del valor, a pesar de sus fatídicas propiedades, tiene otro aspecto que la hace ser grata para el buen burgués. Esa definición apela con empuje irresistible a su sentido de justicia. La justicia y la igualdad de derechos son los (pilares básicos sobre los que el burgués de los siglos XVIII y XIX hubiera querido erigir su edificio social después de la destrucción de las injusticias, desigualdades y privilegios feudales. Mas la determinación del valor de las mercancías por el trabajo y el libre cambio de productos del trabajo que se efectúa sobre la base de esta medida del valor entre los dueños de las mercancías, iguales en derechos, son, como ya lo demostró Marx, los cimientas reales sobre los que se levanta toda la ideología política, jurídica y filosófica de la burguesía moderna. Una vez establecido que el trabajo es la medida del valor de la mercancía, el buen burgués debe sentirse escarnecido hasta el extremo en sus mejores sentimientos por parte de un mundo inmoral, en el que de palabra se reconoce esta ley fundamental de la justicia, pero de hecho, por lo visto, es infringida a cada instante del modo más desvergonzado. Precisamente el pequeño burgués, cuyo honrado trabajo —aun en el caso de que sólo sea trabajo de sus oficiales y aprendices— se ve cada día más desvalorizado por la competencia de la gran industria y de las máquinas; precisamente este pequeño productor debe aspirar al reinado de una sociedad en la que el cambio de productos por el valor del trabajo materializado en ellos sea, al fin, una verdad plena y absoluta. En otros términos, debe aflorar una sociedad en la que active exclusivamente y sin cortapisas la ley de la producción mercantil, pero suprimidas las condiciones en las que esa ley puede mantenerse en vigor, esto es, las leyes restantes de la producción mercantil y, más tarde, capitalista.


Una prueba de cuán hondo ha calado esta utopía en la mentalidad del actual pequeño burgués —por su situación o por sus ideas— nos la ofrece el hecho de que ya en 1831 fue desarrollada sistemáticamente por John Gray; en la década del 30 se hicieron en Inglaterra experimentos para llevarla a la práctica y fue ampliamente propagada en el terreno de la teoría; en 1842 fue .preconizada como novísima verdad por Rodbertus en Alemania, y en 1846 por Proudhon en Francia; en 1871 fue nuevamente proclamada por Rodbertus como solución del problema social y, al mismo tiempo, como su testamento social y en 1884 vuelve a encontrar partidarios entre la patulea de arrivistas que pretenden utilizar el socialismo prusiano de Estado, parapetándose tras el nombre de Rodbertus.
La crítica de esta utopía, dirigida por Marx tanto contra Proudhon como contra Gray (véase el apéndice de este libro), es tan exhaustiva, que puedo limitarme a hacer aquí algunas observaciones sobre la forma específica en que Rodbertus fundamento y expuso la utopía.

Como ya se ha dicho, Rodbertus recoge las definiciones en boga de los conceptos económicos tal como los heredó de los economistas. No realiza el menor intento de investigarlos. El valor, para él, es “la evaluación del objeto en su relación cuantitativa con los demás objetos, cuando esta evaluación se adopta como medida”. Esta definición, que, expresándonos con suavidad, es sumamente vacua, nos da en el mejor de los casos una idea aproximada del valor, pero no nos dice en absoluto que es el valor. Y como esto es todo lo que Rodbertus puede decirnos acerca del valor, se comprende que busque la medida del valor fuera del valor. Después de confundir en el mayor desorden a lo largo de treinta paginas el valor de uso con el valor de cambio, dando pruebas de una capacidad de razonamiento abstracto que causa infinito asombro a Adolf Wagner, llega a la conclusión de que no existe una medida real del valor, razón por la cual es preciso conformarse con un sustitutivo de medida. Como tal podría servir el trabajo, pero sólo en el caso de que productos de igual cantidad de trabajo se cambiasen siempre por productos de igual cantidad de trabajo, independientemente de si “esto tiene lugar de modo espontáneo o se aplican medidas” para ello. Por consiguiente, el valor y el trabajo siguen careciendo de todo vínculo real, aunque el primer capítulo este consagrado todo el a explicar que las mercancías “cuestan trabajo”, y sólo trabajo, y por qué.

El concepto de trabajo lo toma también Rodbertus sin discernimiento, tal como figura en los economistas. Es más, si bien hace una breve alusión a las diferencias en la intensidad del trabajo, concibe este en su aspecto más general como algo que “posee valor” y, por consiguiente, mide valor, indistintamente de que el trabajo se emplee o no en condiciones sociales medias y normales. No se trata en esa obra de si los productores invierten diez días o uno solo en la fabricación de un artículo que puede ser preparado en un día, de si emplean mejores o peores instrumentos, de si aprovechan su tiempo de trabajo con el fin de producir artículos socialmente indispensables y en la cantidad necesaria para la sociedad o fabrican artículos de los que no hay demanda alguna o artículos de los que hay demanda, pero en cantidad mayor o menor de la requerida; de nada de esto se trata: el trabajo es trabajo, productos de igual cantidad de trabajo deben cambiarse unos por otros. Rodbertus, siempre dispuesto en otras cuestiones, venga o no venga a cuento, a adoptar el punto de vista de la nación en conjunto y a examinar las relaciones entre los productores desde las alturas del punto de mira general social, en este caso evita hacerlo, lleno de pusilanimidad. Y, naturalmente, evita hacerlo porque desde la primera línea de su libro cae de lleno en la utopía de los bonos de trabajo, y todo análisis de la propiedad que el trabajo tiene de crear valor atajaría el curso de las ideas del actor con verdaderos arrecifes, haciéndolo impracticable. El instinto de Rodbertus ha sido esta vez mucho más fuerte que su capacidad de entregarse a razonamientos abstractos, capacidad que, dicho sea de paso, sólo se puede descubrir en Rodbertus a condición de poseer una indigencia mental muy concreta.


El tránsito a la utopía es obra de un instante. Las “medidas” que garantizan el cambio de las mercancías por el valor del trabajo cristalizado en ellas, como regla sin excepciones, no ofrecen obstáculos de ninguna especie. Otros utopistas de la misma tendencia, desde Gray hasta Proudhon, se estrujaron los sesos para llegar en sus elucubraciones a idear instituciones públicas encargadas de cumplir este cometido. Al menos intentaron resolver las cuestiones económicas por vía económica, fundándose en los actos de los propios dueños de mercancías que llevan a efecto el cambio. Rodbertus resuelve el problema de un modo mucho más simple. Como verdadero prusiano, apela al Estado, siendo los poderes públicos los que decretan la reforma.

Por tanto, se “constituye” felizmente el valor, pero de ningún modo la prioridad de la constitución, que es lo que pretende Rodbertus. Por el contrario, Gray y Bray —como multitud de otros economistas— reiteraron hasta la saciedad mucho antes que Rodbertus esa misma idea: el piadoso deseo de la adopción de medidas tendentes a que los productos se cambiasen exclusivamente, siempre y en cada circunstancia, por el valor del trabajo materializado en ellos.


Una vez que el Estado ha constituido de este modo el valor, cuando menos de una parte de los productos —Rodbertus es, además, modesto—, emite sus bonos de trabajo y los presta a los capitalistas industriales, que pagan con ellos a los obreros, y estos últimos compran los productos con los bonos de trabajo obtenidos, reintegrando de tal suerte el papel moneda a su punto de partida. Debemos escuchar al propio Rodbertus para ver cuan admirablemente se verifica todo esto.


“Por lo que atañe a la segunda condición, las medidas necesarias para que en la circulación sean realmente consignados los valores en los bonos, consisten en que sólo las personas que hayan proporcionado realmente productos reciban bonos con la indicación exacta de la cantidad de trabajo empleado en la fabricación de estos productos. Quien entregue un producto de dos días de trabajo, deberá recibir un bono en el que figuren “dos días”. Observando con rigor esta regla al efectuar las emisiones, se deberá cumplir indefectiblemente esta segunda condición. Como, según nuestra premisa, el valor de los productos coincide siempre con la cantidad de trabajo empleando en su fabricación, y esta cantidad de trabajo se mide por las fracciones naturales de tiempo invertido, la persona que entregue un producto en el que se hayan empleado dos días de trabajo, si recibe un bono de dos días, se hace con un certificado o una asignación de un valor que no es ni mayor ni menor que el realmente producido. Y como, además, sólo recibe ese certificado quien efectivamente ha creado un producto para la circulación, es indudable también que el valor consignado en el bono existe en realidad para la satisfacción de las necesidades de la sociedad. Si se observa con rigor esta regla, por amplia que sea la división del trabajo, la suma de valor existente debe ser exactamente igual a la suma de valor registrada en los bonos. Y como la suma del valor certificado es, a la vez, la suma exacta de los bonos distribuidos, la última suma deberá coincidir necesariamente con la cantidad de valor existente, y todas las pretensiones serán satisfechas y liquidadas de un modo justo” (págs. 166, 167).
Si hasta aquí Rodbertus ha tenido la desventura de llegar siempre tarde con sus descubrimientos, esta vez, al menos, se le puede atribuir el mérito de una cierta originalidad: ninguno de sus competidores se había atrevido a expresar en una forma tan infantilmente ingenua, tan nítida y, por así decirlo, tan verdaderamente pomeraniana toda la estolidez de la utopía, de los bonos de trabajo. Como cada bono corresponde a un objeto representativo de valor y, a su vez, cada objeto de valor es entregado previa presentación del respectivo bono, la suma de bonos debe ser cubierta constantemente por la suma de objetos de valor; las cuentas se ajustan sin que haya lugar al menor remanente, la coincidencia es hasta de segundos de trabajo y ni un sólo contable de la caja central de la Hacienda pública que haya encanecido tras largos años de servicio podrá descubrir el menor error de cálculo. ¿Qué más se puede pedir?

En la moderna sociedad burguesa cada capitalista industrial produce por su cuenta y riesgo: lo que quiere, como quiere y cuanto quiere. Pero las necesidades sociales son para él algo ignoto, tanto con respecto a la calidad y el género de los artículos que se requieren, como en cuanto a su cantidad. Lo que hoy no puede ser producido con la celeridad debida, mañana puede ser ofrecido en cantidades muy superiores a las necesarias. Sin embargo, de uno u otro modo, bien o mal, las necesidades son satisfechas en definitiva y la producción se encarrila en general hacia los artículos que se precisan. ¿Cómo se resuelve esta contradicción? Por la competencia? ¿Y cómo consigue resolverla la competencia? Obligando simple y llanamente a que los precios de las mercancías no adecuadas en un momento dado por su clase o por su cantidad a las necesidades de la sociedad desciendan por debajo del valor del trabajo materializado en ellas, la competencia hace sentir por esta vía indirecta a los productores que sus artículos no son necesarios o que lo son, pero que han sido producidos en una cantidad superior a la requerida, en demasía. De aquí se desprenden dos deducciones.


Primera: que las continuas desviaciones de los precios de las mercancías con respecto a sus valores constituyen la condición necesaria en virtud de la cual, y sólo por ella, puede manifestarse el propio valor de la mercancía. Sólo gracias a las oscilaciones de la competencia, y por lo mismo de los precios de las mercancías, se abre paso la ley del valor de la producción mercantil y se transforma en una realidad la determinación del valor de la mercancía por el tiempo de trabajo socialmente indispensable. Y aun cuando la forma de manifestación del valor —el precio— sea .por lo común algo distinta del valor que ella manifiesta, en tal caso el valor sigue la suerte de la mayoría de las relaciones sociales. También el monarca es la mayor parte de las veces completamente distinto de la monarquía que él representa. Por eso, en una sociedad de productores que intercambian sus mercancías, querer establecer la determinación del valor por el tiempo de trabajo, prohibiendo que la competencia realice esta determinación del valor mediante la presión sobre los precios, es decir, por el único camino por el que esto puede ser logrado, sólo significa demostrar que, al menos en este terreno, se adolece del habitual menosprecio de los utopistas por las leyes económicas.


Segunda: en una sociedad de productores que intercambian sus mercancías, la competencia pone en acción la ley del valor, inherente a la producción mercantil, instaurando así una organización y un orden de la producción social que son los únicos posibles en las circunstancias dadas. Sólo la desvalorización o el encarecimiento excesivo de los productos muestran de modo tangible a los diferentes productores que y cuanto se necesita para la sociedad y que no se necesita. Pues bien, este regulador único es precisamente el que la utopía representada también por Rodbertus quiere que sea suprimido. Y si preguntamos ahora que garantías hay de que cada artículo será producido en la cantidad necesaria y no en una cantidad mayor, que garantías hay de que no habremos de sentir necesidad de pan y de carne mientras nos vemos aplastados por montones de azúcar de remolacha y nadando en torrentes de aguardiente de patata, o de que no sufriremos escasez de pantalones para cubrir nuestras desnudeces, mientras abundan a millones los botones para tales prendas, Rodbertus nos remitirá solemne a su famoso ajuste de cuentas, el cual indica que por cada libra sobrante de azúcar, por cada barril de aguardiente no vendido, por cada botón no cosido a los pantalones se ha entregado un bono exacto, ajuste de cuentas en el que todo coincide a la perfección y merced al cual “todas las pretensiones serán satisfechas y liquidadas de un modo justo”. Y quien no lo crea puede dirigirse al contable X de la caja central de la Hacienda Pública de Pomerania, que ha comprobado las cuentas, las ha encontrado en toda regla y merece plena confianza como hombre que ni una sola vez ha incurrido en un error de caja.


Fijemos ahora la atención en la ingenuidad con que Rodbertus piensa suprimir con su utopía las crisis comerciales e industriales. Cuando la producción mercantil alcanza las dimensiones del mercado universal, la correspondencia entre la producción de los diferentes productores, guiados por sus cálculos particulares, y el mercado, para el cual producen, más o menos desconocido para ellos en lo que respecta a la cantidad y a la calidad de las necesidades del mismo, se establece por medio de una tempestad en el mercado mundial, por medio de la crisis comercial[2]. Impedir que la competencia haga saber a los diferentes productores el estado del mercado mundial mediante el alza y el descenso de los precios, equivale a cerrarles los ojos. Organizar la producción de mercancías de modo que los productores no puedan conocer en absoluto la situación del mercado para el que producen, es, desde luego, una panacea para la enfermedad de las crisis que podría envidiar a Rodbertus el propio doctor Eisenbart.


[2] Así ha ocurrido, al menos, hasta tiempos recientes. Desde que el monopolio de Inglaterra en el mercado universal se ve minado más y más por la participación de Francia, Alemania y, sobre todo, Norteamérica en el comercio mundial, se perfila, al parecer, una nueva forma de nivelación. El período de prosperidad general anterior a la crisis no retorna. Si ese periodo no sobreviene, el estancamiento crónico, aunque con ligeras oscilaciones, deberá ser el estado normal de la industria moderna.


Ahora se comprende por qué Rodbertus determina el valor de la mercancía simplemente por el “trabajo”, admitiendo todo lo más distintos grados de intensidad del mismo. Si hubiese investigado por medio de qué y cómo el trabajo crea y, por lo tanto, determina y mide el valor, habría llegado al trabajo socialmente indispensable: indispensable para cada producto tanto en relación con otros productos de la misma clase como respecto a la demanda de toda la sociedad. Esto le habría conducido a examinar cómo se adapta la producción de los diferentes productores de mercancías a toda la demanda social, y a la vez habría hecho imposible su utopía. Esta vez ha preferido realmente “abstraerse”, y “abstraerse” ni más ni menos que apartándose de la esencia misma del problema.

Pasemos, por último, al punto en que Rodbertus nos ofrece algo efectivamente nuevo, algo que le distingue de todos sus numerosos correligionarios, partidarios de organizar la economía mercantil con ayuda de los bonos de trabajo. Todos ellos preconizan esta organización del cambio con el fin de abolir la explotación del trabajo asalariado por el capital. Cada productor debe recibir íntegramente el valor del trabajo materializado en su producto. En esto están de acuerdo todos, desde Gray hasta Proudhon. De ningún modo —replica Rodbertus—: el trabajo asalariado y la explotación del mismo deben seguir subsistiendo.


En primer término, cualquiera que sea la sociedad que concibamos, el obrero no puede recibir para el consumo el valor íntegro de su producto; el fondo producido deberá subvenir siempre a los gastos de diversas funciones improductivas en el sentido económico, pero necesarias, y, por consiguiente, a los gastos de mantenimiento de las personas encargadas de dichas funciones. Esto es cierto únicamente mientras exista la actual división del trabajo. En una sociedad en la que se entronice el trabajo productivo obligatorio para todos —y una sociedad así es también “concebible”—, eso deja de contar. Pero continuaran siendo necesarios un fondo social de reserva y un fondo de acumulación, por lo que entonces los trabajadores, es decir, todos los miembros de la sociedad, poseerán y disfrutarán, ciertamente, todo su producto, pero cada uno por separado no disfrutará el “producto íntegro del trabajo”. Otros utopistas de los bonos de trabajo tampoco han perdido de vista los gastos a descontar del producto del trabajo para las funciones económicamente improductivas. Pero dejan al arbitrio de los mismos obreros la autoimposición de las cargas fiscales para este fin siguiendo los procedimientos democráticos habituales, en tanto que Rodbertus, que ideó su reforma social en 1842 ajustándose estrictamente al Estado prusiano de entonces confía esta tarea a la burocracia, que desde las alturas determina y concede benevolente al obrero la parte que le corresponde de su propio producto.

En segundo término, la renta de la tierra y la ganancia deben quedar igualmente intactas. Pues, como dicen, los terratenientes y los capitalistas industriales también cumplen determinadas funciones socialmente útiles y hasta necesarias, aunque desde el punto de vista económico sean improductivas, y bajo la forma de renta de la tierra y de ganancia reciben por ello una especie de retribución. Como se sabe, este criterio no era nuevo ni siquiera en 1842. Propiamente hablando, los terratenientes y los capitalistas industriales reciben hoy en demasía por lo poco que hacen, que además lo hacen bastante mal, pero Rodbertus necesita una clase privilegiada por lo menos para los próximos 500 años, razón por la cual la presente cuota de plusvalía, hablando con exactitud, debe subsistir, pero no aumentar. Rodbertus fija esta cuota moderna de plusvalía en el 200%, es decir, por un trabajo diario de 12 horas se les entregará a los obreros no bonos de 12 horas, sino tan sólo de 4, y el valor producido en las 8 horas restantes deberá repartirse entre el propietario territorial y el capitalista. Por consiguiente, los bonos de trabajo de Rodbertus son pura mentira. Pero es preciso ser dueño de fincas señoriales en Pomerania para pensar que la clase obrera pueda conformarse con trabajar 12 horas y recibir bonos por 4 horas. Traduciendo el truco de la producción capitalista a este lenguaje ingenuo, aparece como un robo descarado y se hace imposible. Cada bono entregado al obrero sería un llamamiento directo a la insurrección y quedaría incurso en el artículo 110 del Código penal del Imperio germano. Hace falta ser un hombre que no haya visto jamás otro proletariado que los jornaleros semisiervos de las posesiones señoriales de Pomerania, donde reinan el látigo y el palo y donde todas las mujeres hermosas de la aldea forman parte del harén del señor, para pensar que se puede hacer a los obreros estas únicas propuestas.

Nuestros conservadores son cabalmente nuestros mayores revolucionarios.

Mas si nuestros obreros son lo bastante dóciles para dejarse convencer de que en 12 horas de ruda labor no han trabajado en realidad más que 4 horas, en recompensa se les garantiza por los siglos de los siglos que su participación en su propio producto nunca será inferior a un tercio. Esto no es otra cosa que música del futuro, interpretada con una trompeta de juguete y de la que no vale la pena ocuparse. Así, pues, todo lo nuevo que Rodbertus ha aportado a la utopía del cambio mediante los bonos de trabajo, es infantilismo puro y por su significación queda muy por debajo de todo lo que han escrito sus numerosos colegas antes y después de él.


En el momento en que vio la luz el trabajo de Rodbertus Zur Erkenntnis, etc., fue sin duda un libro notable. Su desarrollo de la teoría ricardiana del valor en un sentido constituía un comienzo muy prometedor. Aunque ese desarrollo sólo era nuevo para él y para Alemania, en general está a la misma altura que las obras de sus mejores predecesores ingleses. Pero esto no era sino el comienzo, a partir del cual se podía contribuir con una aportación efectiva a la teoría únicamente a base de un ulterior trabajo fundamental y crítico. Esta vía posterior se la cerró el mismo, cuando desde el primer momento se puso a desarrollar la teoría de Ricardo en otro sentido, en el de la utopía. Así perdió la primera condición de toda crítica: la ausencia de un criterio preconcebido. Antes había trabajado sin ataduras que le ligasen a un objetivo trazado previamente, pero luego se convirtió en un economista tendencioso. Una vez prisionero de su utopía, se privó de toda posibilidad de progreso científico. Desde 1842 hasta el fin de sus días, Rodbertus no hace otra cosa que dar vueltas y más vueltas en torno a lo mismo, repite sin cesar las mismas ideas expresadas o apuntadas ya en su primera obra, se siente incomprendido, se ve saqueado donde nada había que saquear y, por último, no sin intención, se niega a comprender que ha vuelto a descubrir lo que en realidad estaba ya descubierto hacia mucho tiempo.

En algunos lugares, la traducción alemana se diferencia del original francés impreso. Esto obedece a las enmiendas hechas por Marx de su puño y letra, enmiendas que también serán introducidas en la nueva edición francesa.
No es preciso llamar la atención de los lectores sobre la circunstancia de que los términos empleados en esta obra no coinciden del todo con la terminología de El Capital. Por ejemplo, en vez de fuerza de trabajo (Arbeitskraft), en este libro se habla todavía de trabajo (Arbeit) como mercancía, de la compra y venta de trabajo.

Como complemento de la presente edición figuran: 1) un fragmento de la obra de Marx Contribución a la crítica de la Economía política. Berlín, 1859, sobre la primera utopía del cambio mediante bonos de trabajo, ideada por John Gray, y 2) la traducción del discurso de Marx sobre el libre cambio, pronunciado en Bruselas (1848), que se remonta al mismo período del desarrollo de Marx al que pertenece la Misère [“Miseria de la Filosofía].

Federico Engels
Londres, 23 de octubre de 1884.
[1] Engels se refiere a la carta de C. Marx a J. B. Schweitzer del 24 de enero de 1865. 
[2] Así ha ocurrido, al menos, hasta tiempos recientes. Desde que el monopolio de Inglaterra en el mercado universal se ve minado más y más por la participación de Francia, Alemania y, sobre todo, Norteamérica en el comercio mundial, se perfila, al parecer, una nueva forma de nivelación. El período de prosperidad general anterior a la crisis no retorna. Si ese periodo no sobreviene, el estancamiento crónico, aunque con ligeras oscilaciones, deberá ser el estado normal de la industria moderna.





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