03/10/2014
A la manida
frase de que todos los políticos son iguales, le ha salido una respuesta
posideológica opositora: ni de izquierdas ni de derechas. Ambos eslóganes se
mueven dentro del sistema capitalista, aunque en teoría quieren representar en
el ámbito social actitudes radicalmente diferentes.
En el caso
de España, desde la transición de la dictadura al régimen actual, las
izquierdas mayoritarias vienen esgrimiendo como autojustificación de los
límites democráticos la coletilla se hizo lo que se pudo dada la correlación de
fuerzas existentes a la muerte de Franco.
Después del
triunfo del PSOE, la izquierda española perdió la virginidad, sus orígenes, sus
costumbres, el pensamiento crítico, la utopía revolucionaria y el ímpetu
transformador. Europa nos homologó como democracia vigilada por la OTAN, EE.UU.
y los mercados internacionales.
El nuevo
statu quo se asentó en la alternancia estética de PP y PSOE, dejando resquicios
testimoniales a las derechas nacionalistas de Euskadi y Cataluña, con un
diminuto espacio contestatario al PCE, más tarde atrapado dentro de las siglas
IU. A todo ello hay que añadir un diseño mediático cerrado, representando El
País la modernidad socialdemócrata y el resto copado por grupos económicos de
la derecha (grandes empresas, poderes fácticos e iglesia católica
principalmente).
La
transición impidió una salida alternativa que propusiera un país más escorado a
la izquierda y un Estado social más vertebrado desde los intereses de la clase
trabajadora. Los sindicatos tuvieron que adecuarse al nuevo escenario,
reduciendo sus programas sociopolíticos a la negociación colectiva en recesión
y a la defensa jurídica de cada conflicto concreto. Sus aspiraciones de cambio
no tuvieron jamás referente político poderoso.
Corrupción
capitalista
Mucho ha
llovido desde entonces, pero el precipitado actual, además de a razones
internacionales que sobrepasan la casuística doméstica exclusiva, hunde sus
raíces en aquellos mimbres hoy en cuestión. La corrupción actual no es un mero
síntoma de descomposición de un modo de hacer política o un desgaste
institucional, idea doble que se quiere trasladar desde las elites para retomar
el pulso hacia el futuro permaneciendo el sistema intacto, sino que la tan
manoseada corrupción es inherente al régimen capitalista.
La crisis es
capitalista y global, no un accidente más o menos grave en su devenir
histórico. Lo que sucede es que la izquierda española ha dejado de creer en sí
misma, no teniendo modelo efectivo que oponer al neoliberalismo de nuestros
días. Tanto tiempo sintiéndose minoría ideológica y conviviendo con el
adversario en disputas florentinas de salón han anulado su capacidad crítica
para ver más allá del contexto de la realidad inmediata.
Hoy los
sindicatos operan a la defensiva, sin horizontes donde llegar a ser, mientras
tanto IU se ha acomodado a su condición de outsider permanente que nunca
despega hacia metas políticas más ambiciosas. Desde 2008, el vendaval
derechista a escala mundial ha puesto de manifiesto la escasa capacidad de
movilización de las izquierdas clásicas adosadas al Estado del Bienestar
capitalista tejido después de 1945 tras la caída del nazismo.
Con la
crisis que ahora estamos viviendo, el que todos los políticos son iguales
favorece a las derechas y acólitos a su izquierda nominal porque también
alcanza su efecto devastador a las izquierdas tradicionales que, al menos en
sus discursos, aspiran a una transformación más acusada del sistema
capitalista. Demasiado tiempo en las proximidades vicarias del poder corrompen
a cualquiera, tal vez solo a unos pocos políticos venales de la izquierda, pero
suficientes para encajar en ese imaginario popular, que ante la impotencia
democrática para hacer frente a los recortes, las reformas laborales y el
desmantelamiento de lo público, se cobija en la igualdad corrupta de todos los
políticos, sean del signo que sean.
La derechas
siempre van a cosechar su parte masiva de votos (otros irán a la abstención
pasiva) gracias a la influencia hegemónica de sus medios de información y a la
vieja dinámica amo-esclavo que en situaciones agudas de desencanto y crisis
material y existencial siempre se decanta en una mayoría suficiente por los
representantes del poder establecido, aquellos que en la realidad objetiva
tienen los resortes de dar y quitar: el cacique, el conseguidor de prebendas,
el empresario, el jefe, el líder espiritual y figuras de corte semejante. Todos
estos iconos son de derechas, cuando no reaccionarios, pero ellos tienen la
sartén por el mango. Y a la izquierda, nada hay, porque la ideología
capitalista se ha encargado de volatilizar la conciencia de clase y el
pensamiento crítico autónomo e independiente.
Populismos
a la carta
La irrupción
de populismos y movimientos ciudadanos alternativos tiene su caldo de cultivo
en este campo de batalla tan complejo, desplazando la categoría de trabajador
por vetusta y antigua y poniendo énfasis en el concepto ciudadano, donde todos
los cualquieras anónimos tienen un papel relevante si así lo desean. Se trata
de una exaltación individualista a ultranza sin raíces en la historia real, una
suma de voces y luchas dispares que todavía no han hallado un camino colectivo
que otorgue cohesión a sus reivindicaciones particulares. De ahí, que Podemos y
otros movimientos más locales se definan en negativo como ni de izquierdas ni
de derechas.
Lo dicho
anteriormente no significa que no existan causas objetivas para el nacimiento
de esta nueva ilusión política. El espacio transformador de la izquierda ha
quedado huérfano desde hace mucho tiempo y las estructuras partidarias
tradicionales no han sabido ver lo que se venía encima. Por decirlo en términos
coloquiales, ya no tienen gasolina en su depósito ideológico para alcanzar
destinos de largo recorrido. La han dejado en la cuneta del posibilismo y del
contacto permanente con el sistema imperante. Actualmente no tiene distancia
para analizar la realidad con miradas críticas y rebeldes.
A los datos
objetivos reseñados cabría añadir otro aspecto muy importante. El hueco dejado
por las izquierdas tradicionales no ha sido un vacío que se haya llenado desde
la espontaneidad absoluta. El régimen sabe muy bien (léase la derecha y los
poderes económicos) que una de sus bazas principales es dividir a la izquierda.
Divide y vencerás sigue funcionando a las mil maravillas. Por esa razón, ha
aupado mediáticamente a los altares a líderes de nuevo cuño con publicidad y
alevosía manifiesta. No hace falta citar nombres, son de dominio público. La
estrategia de la derecha es artera, pero muy efectiva.
Ni de
izquierdas ni de derechas puede ser una táctica que a corto plazo pueda obtener
resultados electorales convincentes, aunque cuesta creer que los adalides de
tal estrategia lleguen a reunir una mayoría pujante que trastoque los planes y
proyectos del sistema capitalista. Es cierto que parten de un dato objetivo
incontestable: la masa trabajadora no tiene conciencia de clase activa y está
inmersa o colonizada por tics capitalistas muy sólidos. El ideario capitalista
penetra los tuétanos y las mentes de la inmensa mayoría. Esto es obvio e
irrefutable.
Ante este
panorama tan desalentador y propicio a aventuras políticas transformadoras
originales, lo mejor es (sería) hacer de la necesidad virtud y aprovechar el
tirón de oportunidad que ofrece la crisis para plasmar mayorías de conveniencia
rápidas sin entrar en escabrosas discusiones ideológicas de fondo. La jugada
parece inteligente, sin embargo una pregunta surge de inmediato como puñetazo en
pleno rostro: ¿son tan tontos los poderes hegemónicos y las derechas como para
quedarse inmóviles ante una argucia que podría despojarlos de sus posiciones
consolidadas y su estatus preferente? En ese sentido, los populismos al alza
que basan su programa en la indefinición ideológica diciendo a la gente lo que
desea oír sin desgranar su programa político, sus bases ideológicas de partida
y el modelo de sociedad que pretenden, más bien parece ingenuidad y posibilismo
estético que un proyecto serio y duradero de transformación de la sociedad.
Ciudadanos
versus trabajadores
Da la
sensación a priori de que la categoría ciudadano/a carece de peso específico
para nutrir ideológicamente un programa político radical hondo y auténtico. La
suma de cualquieras individuales y dispersos en una hipotética igualdad de
condiciones de partida no parece ser un nexo demasiado fuerte para formar un
colectivo que tenga conciencia de sí propia y con porvenir a largo plazo.
Desalojar el concepto trabajador/a de la noche a la mañana, sin sustento
ideológico previo y razonado, arroja interrogantes muy profundos sobre los
populismos y movimientos nacientes o en ciernes.
Olvidar que
todo el edificio capitalista se levanta desde la explotación laboral es caer en
la falacia posmoderna del relato individual biempensante. Los derechos no
surgen de la nada ni de la espontaneidad inocente ni son obra de éticas
formidables e irrefutables de orden natural. ¿Para qué queremos derechos si no
tenemos un trabajo digno? ¿De dónde surgirán los derechos si no creamos riqueza
social desde el trabajo personal y colectivo? El ser ciudadano/a es una
entelequia evasiva mientras que ser trabajador/a es una realidad ineludible.
Ni de
derechas ni de izquierdas y todos los políticos son iguales no son más que frases
hechas que eluden el conflicto social de mayor calado: la explotación
capitalista de la mano de obra ajena. Ahí reside el quid crucial de la
cuestión. En la plusvalía capitalista residen todos los gérmenes de injusticia
y desigualdad. Todos los derechos constitucionales y liberales son mentiras y
añagazas del poder instituido para encubrir esa realidad tan intangible y
evanescente. De ahí nace todo el tinglado capitalista.
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