jueves, 12 de abril de 2012

La revolución y la contrarrevolución de nuestro tiempo

La revolución y la contrarrevolución de nuestro tiempo

Julián Gorkin

Este texto reproduce el texto del libro de Gorkin publicado en 1956 Marx y la Rusia de ayer y hoy (La revolución y la contrarrevolución de nuestro tiempo). Incluido en el libro Contra el estalinismo publicado por Editorial Laertes y la Fundación Andreu Nin.
 
El golpe de estado bolchevique
¿Qué hubieran pensado Marx y Engels del fenómeno bolchevique y, sobre todo, de su resultante estaliniana? Esta cuestión me viene preocupando desde hace varios años y creo que he llegado ya al punto de poder fundamentar una respuesta.
Establezco una gradación entre el fenómeno bolchevique y su resultante estaliniana porque existe sin lugar a dudas. Una gradación de circunstancias históricas y de fondo en los propósitos y en los objetivos. Entre el bolchevismo de Lenin y el de Stalin existe una diferencia efectiva: el primero organizó y dirigió el partido llamado a monopolizar la revolución rusa mediante el golpe de Estado de octubre de 1917; el segundo llegó al monopolio personal del partido y del poder mediante la liquidación terrorista de la revolución y de los revolucionarios que habían colaborado con Lenin. Equivalió este monopolio a un segundo golpe de Estado. La característica original de este segundo golpe de Estado reside en el hecho de que su promotor y artífice pudo prevalerse perfectamente del nombre de Lenin para eliminar a los leninistas y cubrirse con el lenguaje revolucionario para decapitar definitivamente la revolución.
¿Quiere ello decir que el golpe de Estado de Lenin fue legítimamente revolucionario y fundamentalmente contrarrevolucionario el de Stalin? Presiento, ante todo, que serán muchos los ex-comunistas que se escandalizarán al ver que reduzco a las proporciones de un golpe de Estado lo que se conoce corrientemente por la “gloriosa Revolución de Octubre”. Para los comunistas y para los que parecen sentir la nostalgia del “período heroico” del comunismo, hubo en efecto dos revoluciones: la “democrático-burguesa” de febrero y la “proletaria” de octubre. Estas denominaciones, admitidas ya como clásicas, me parecen convencionales y falsas Y sólo sirven a las falsificadores comunistas. No hubo tal revolución “burguesa” en febrero ni tal revolución “proletaria” en octubre, pues de lo contrario habría que admitir que todos los que intervinieron en los acontecimientos que van de febrero a octubre -mencheviques, socialistas revolucionarios, anarquistas -eran burgueses y que únicamente podían considerarse auténticos proletarios los bolcheviques. ¿Quién puede admitir hoy esto con la serenidad y la objetividad que dan la distancia, la abundante documentación de que disponemos y el estudio de los hechos históricos y de la actual realidad rusa y mundial? Por mucho empeño que pongan los comunistas en hacer creer lo contrario, la verdad es que ni la historia ni la actualidad permiten una identificación entre el proletariado y el comunismo ni la calificación burguesa respecto de todos aquellos que se levantaron ayer y se levantan hoy contra la pretensión comunista al dominio del proletariado. Por el contrario, la mayoría de los que rompimos un día con el comunismo lo hicimos ante todo por fidelidad a la causa proletaria.
Lo que hubo en Rusia fue una revolución amplia y profundamente popular en contra del zarismo y con unas aspiraciones políticas y sociales por demás confusas. En octubre de 1917 la revolución estaba en pleno auge y este auge fue el que le permitió a la minoría bolchevique, la más extremista, audaz y disciplinada, concretar en unas reivindicaciones simplistas las profundas aspiraciones de las masas y aprovechar la confusión y la impotencia casi generales para proceder al asalto del poder. Este asalto revistió todas las características de un auténtico golpe de Estado. El Gobierno de Kerensky había abandonado la capital sin oponer la menor resistencia. Los bolcheviques habían aceptado la reunión de las Constituyentes, pero conscientes de que estarían en minoría se opusieron a dicha reunión. La consigna de “todo el poder a los Soviets” produjo el efecto contrario: los Soviets fueron vaciados de su contenido real y democrático y en su lugar se instauró la dictadura bolchevique. Octubre fue, en realidad, eso: un golpe de Estado antidemocrático para la instauración de una dictadura minoritaria y terrorista.
En 1929, verdadero comienzo de la dictadura personal de Stalin, la revolución se había devorado definitivamente a sí misma y no podía oponer ya la menor resistencia a dicha dictadura. Fue lo que ha dado en llamarse el Termidor ruso. Pero es evidente que la verdadera contrarrevolución empezó en octubre de 1917: lo que pareció el triunfo final del proceso revolucionario fue en realidad el comienzo del proceso contrarrevolucionario. Hoy vemos claramente que el golpe de Estado de Lenin y Trotski anunciaba el golpe de Estado ulterior de Stalin y que el monopolio de la revolución por el partido bolchevique tenía que llevar al monopolio del poder por el hombre que había sabido apoderarse previamente del partido. La fatal “resultante estaliniana” no la veo tan solo en la sucesión cronológica o histórica de Stalin varios años después de la muerte de Lenin, sino que la llevaba implícita ya el bolchevismo fundado y dirigido por este último. En efecto, profundizando en la historia de este movimiento -y de esta escuela -se llega a la conclusión inevitable de que el mal de origen del totalitarismo estalinista estaba contenido ya en el leninismo y en los métodos políticos por él preconizados y aplicados desde el comienzo. De ahí mi afirmación de que el leninismo representó una desviación monstruosa -monstruosa, principalmente, por sus efectos- del verdadero marxismo (1).
Yo tengo la convicción absoluta de que Marx y Engels hubieran condenado sin apelación el comunismo bolchevique. Sin embargo Lenin ayer y sus sucesores tras él no han cesado ni cesan de reclamarse del marxismo ortodoxo. Incluso pretenden ser los únicos marxistas verdaderos de nuestro tiempo. Y lo curioso es que la burguesía mundial, liberal o reaccionaria, no cesa a su vez de identificar el marxismo con el comunismo bolchevique. Me parece ello de una evidentísima torpeza, pues les presta un señaladísimo servicio a los comunistas que pretende combatir. Les permite beneficiarse, en efecto, de más de un siglo de propaganda y de acción socialista y de ilusionismo revolucionario, emancipador y liberador, lo mismo entre las masas trabajadoras de las metrópolis que entre los pueblos coloniales y semicoloniales. La verdad es que al mismo tiempo que el comunismo totalitario, esa burguesía condena toda idea de progreso social y humano. En muchos países se sirve incluso del espantajo comunista para oponerse al avance de las fuerzas democráticas, para dividirlas y para tratar de justificar la peor reacción social. Con todo ello contribuye a aumentar la confusión y a prepararle el camino al comunismo.
Corresponde al socialismo democrático -y principalmente a los socialistas que hemos hecho la experiencia del comunismo bolchevique- esclarecer estos importantes problemas. Yo no me considero un marxista dogmático ni creo que el marxismo pretendiera ser una especie de doctrina revelada y de valor eterno. Por el contrario, en nombre del materialismo dialéctico y de la investigación científica de la Historia y de los acontecimientos de su tiempo, Marx y Engels fueron los primeros en corregir sus propios errores. ¿Por qué vamos a ser menos exigentes nosotros que lo fueron ellos consigo mismos, sobre todo después de haber vivido unas experiencias imprevisibles en su época? Pero lo que está aquí en tela de juicio no es el marxismo, sino la experiencia leninista-estalinista a la luz del marxismo. Y esta experiencia es la que nos proponemos confrontar y juzgar; para ello disponemos, además de una vasta documentación, de toda una serie de artículos de Marx sobre la Rusia de ayer, muy semejante en muchos aspectos a la Rusia de hoy.
Marxismo y leninismo
El verdadero introductor del marxismo en Rusia -y su más fiel exponente- fue Plejanov. Sus escritos contribuyeron en gran medida a explicar con claridad y a enriquecer la teoría marxista. y fue Plejanov asimismo quien redactó y presentó brillantemente el Programa del Partido Socialdemócrata Ruso, del que aparecía legítimamente como el verdadero fundador y teórico. No pretendemos disminuir con ello el papel de Lenin y de Martov, sus dos principales colaboradores en la dirección de la famosa Iskra, órgano oficial del Partido; nos limitamos a restablecer la verdad histórica.
Dicho Programa fue discutido en el segundo Congreso del Partido, comenzado en Bruselas y terminado en Londres (1903). Las tareas de organización le habían correspondido a Lenin: era, sin lugar a dudas, el más competente para ello y no había cesado de intrigar para que se le confiara este fundamental trabajo. Era él quien mantenía la relación con los militantes, tanto de Rusia como del extranjero. Pudo así maniobrar descaradamente en su favor y en contra de sus compañeros de dirección. En sus instrucciones a los delegados preconizaba ya “la centralización más fuerte posible”“el sometimiento de todo al Comité Central”. La  “dirección ideológica” del Partido debía ser ejercida a través de la Iskra y ésta debía caer bajo su dirección personal. Al mismo tiempo que les hablaba a sus compañeros de “salvar la unidad”, decía en una carta fraccional antes de la reunión del Congreso: “Hay que romper valiéndose de un pretexto serio”. Su línea de conducta era ya ésta: romper con todos los que no aceptaban su concepción y sus métodos; unir después en torno suyo y con férrea disciplina a quienes los aceptaban. Pero antes de romper quería asegurarse la mayoría a toda costa. Le daba instrucciones a uno de sus hombres de confianza en Rusia para que preparara a cada delegado en su favor y para que nombrara él mismo un Comité organizador del Congreso. Y le daba este consejo, que han hecho suyo después todos los acólitos de la escuela comunista: “Sea astuto como las serpientes y dulce con los otros como las palomas”. Esta fórmula pinta a Lenin de cuerpo entero; en ella está contenido el maquiavelismo bolchevique. ¿Qué tiene esto que ver con Marx y Engels y con el verdadero socialismo?
El Congreso de 1903 pasó casi desapercibido entonces; se le ha empezado a conceder importancia después del triunfo bolchevique en 1917. La tiene y grande. De él arranca sin lugar a dudas el drama número uno de nuestro tiempo (2). Lo que Lenin perseguía era el sometimiento del Partido a su dirección de hierro o, de lo contrario, la escisión hasta lograr ese sometimiento absoluto. ¿No persiguió lo mismo más tarde al dictar las famosas 21 condiciones para el ingreso en la Internacional Comunista? Aún a riesgo de repetir algunas cosas ya sabidas, vale la pena que le concedamos cierta atención a lo sucedido en aquel Congreso.
Entre Lenin y Martov se presentó una diferencia de interpretación en torno al artículo primero de los estatutos sobre los que debían ser considerados miembros efectivos del Partido. Lenin quería un partido cerrado, formado por revolucionarios profesionales, sometidos a las directivas de los jefes, en realidad bajo su control efectivo; Martov quería, por el contrario, un partido abierto, democrático, en el que los miembros “no abdicaran su derecho de pensar”. Es indudable que el fiel intérprete del marxismo era Martov y no Lenin. Sin embargo Lenin aprovechó esta divergencia, al parecer sin importancia, para provocar virtualmente la escisión que ya había venido preparando antes. Y le bastó con disponer, tras toda suerte de maniobras, de dos votos de mayoría para denominarse bolcheviqui (mayoritario), titulo al que no renunció ni aun cuando perdió esa mayoría y se quedó casi solo. ¿Podía considerarse verdaderamente marxista la posición de Lenin? Exigía al mismo tiempo la designación de un Comité de tres miembros, todos iskristas, que impusiera una dirección “con mano firme y, en caso de necesidad, con mano de hierro”. Se negaba rotundamente a admitir la idea de la formación espontánea de la conciencia de los trabajadores a través de sus propias luchas y su propia experiencia; para él la actividad consciente sólo podía venir de los militantes socialdemócratas dirigidos por el Comité. Sólo el Comité podía monopolizar la conciencia socialista y debía establecer una especie de monopolio sobre la conciencia de las masas trabajadoras. La famosa premisa de Marx y Engels sobre la emancipación de los trabajadores como obra de los trabajadores mismos y su no menos famoso grito de “proletarios de todos los países, uníos” se reducían en Lenin a un estrecho concepto directorial o dictatorial. Ya veremos luego con qué energía se levantó la gran militante socialista Rosa Luxemburgo contra este concepto.
Ante otra de las maniobras de Lenin para deshacerse de dos de los jefes que no compartían sus puntos de vista, los delegados al Congreso lo acusaron violentamente de autócrata y de dictador, de querer imponer sobre el Partido la “ley marcial”, el “estado de sitio”, el “golpe de Estado”, la “ejecución”. Todo esto parecía de importancia tratándose de un restringido número de militantes; andando el tiempo, tenía que adquirir una importancia catastrófica. Plejanov tenía que decirle al menchevique Axelrod, después del Congreso: “De esa pasta se hacen los Robespierre”. Nuestro estudio nos llevará a la misma conclusión: Lenin era en el fondo un jacobino, un dictador revolucionario nato, y el bolchevismo que quería crear un jacobinismo dictatorial, absolutista y terrorista. En una carta dirigida al mismo Axelrod después del Congreso, Trotski, que con gran extrañeza de Lenin había sostenido a Martov, le decía que el famoso centralismo leninista era en realidad un egocentralismo. Y profetizaba: “La organización del Partido sustituye al propio Partido; el Comité Central  sustituye a la organización y, finalmente, el dictador sustituye al Comité Central”. No podía hacerse un diagnóstico más agudo. Desgraciadamente el propio Trotski acabó abrazando las concepciones de Lenin en 1917. Después fue uno de sus más decididos y violentos intérpretes y, al final, su víctima. Lenin define al socialdemócrata revolucionario o bolchevique como “un jacobino ligado indisolublemente a la organización del proletariado y consciente de sus intereses de clase”. Ya hemos visto que no concebía el Partido como una organización democrática, como lo concebían Marx y Engels y todos los marxistas después de ellos, sino como una organización burocrática de profesionales de la revolución: los jefes piensan por todos y ordenan y los militantes aceptan su pensamiento y obedecen. En su opúsculo Un paso adelante, dos pasos atrás dice: “La burocracia representa con relación a la democracia lo que el centralismo con relación a la autonomía. Es asimismo el principio de organización de los socialdemócratas revolucionarios con relación al principio de organización de los socialdemócratas oportunistas. Los socialdemócratas revolucionarios van de la cúspide a la base y preconizan la extensión de los derechos y de los poderes del centro con relación a las partes”. Esta definición no ofrece lugar a equívocos. A los que le objetaban que este método podía chocar con el espíritu democrático e igualitario del obrero, Lenin les replicaba que “la disciplina y la organización son asimiladas más fácilmente por el proletariado gracias precisamente a la escuela de la fábrica”. Contaba, por consiguiente, con la servidumbre adquirida por los obreros en las fábricas zaristas para determinar su servidumbre al Partido y en el Partido. El militante bolchevique no debía ser otra cosa que un instrumento manejado por el Comité Central; la masa trabajadora no debía ser a su vez más que un instrumento manejado por los militantes bolcheviques. Era el egocentralismo previsto y condenado por Trotski en 1903.
Rosa Luxemburgo, una de las figuras marxistas más eminentes después de Marx, se levantó decididamente contra los métodos preconizados por Lenin desde 1904. Previó quizá como nadie el porvenir del bolchevismo al decir: “Nada sería capaz de esclavizar un movimiento obrero, todavía tan joven, a una minoría intelectual sedienta de poder como esta coraza burocrática, en que se le inmoviliza para convertirlo en un autómata manejado por un Comité”. Esclavizar un movimiento obrero... Los comunistas han acabado esclavizando a novecientos millones de seres humanos y aspiran a esclavizar a la humanidad entera. Tenía razón Rosa Luxemburgo al preferir mil veces los errores que puede cometer la clase trabajadora en su lucha a los aciertos de un Comité Central: a través de sus errores los trabajadores se forman democrática y conscientemente y determinan su propio camino, mientras que los pretendidos aciertos de un Comité Central omnipotente conducen inevitablemente a la dictadura de éste sobre las masas populares. Estas previsiones de la gran militante socialista se han realizado plenamente. ¿Qué valen los aciertos circunstanciales de una élite directorial -incluso si éstos la han conducido a la toma del poder político en un momento especialmente favorable- si a la larga tales aciertos tienen como resultado los errores más monstruosos y las consecuencias más catastróficas no sólo para las masas proletarias, sino para la propia élite directorial? ¿Merecen los tales el calificativo de aciertos? El propio Lenin decía que “una política debe ser juzgada por los resultados”. ¿Qué juicio sería el suyo hoy?
Uno de los hombres que más documentadamente ha puesto de relieve las contradicciones del leninismo respecto del marxismo es el profesor y publicista francés Michel Collinet. En su excelente libro La tragedia del marxismo establece el evidente parentesco del bolchevismo con el jacobinismo dictatorial y con el blanquismo conspirativo, para el cual el problema central consistía en hacerse con el poder por todos los medios. Dice Collinet:  “El partido de Lenin, a diferencia del blanquismo, fue totalitario en el sentido moderno de la palabra, pues no se contentó con asumir la dirección militar del movimiento, sino que le añadió la supremacía de una ideología necesariamente obligatoria, es decir, la subordinación de la conciencia obrera a la conciencia socialdemócrata (llamada hoy comunista). El partido es a la vez una casta militar y una casta sacerdotal; lo único que no puede ser, es la base política de la emancipación de los trabajadores por sí mismos como la formulara la Internacional de Marx y de Bakunin. No es posible emancipar a los trabajadores esclavizándolos: el fin no justifica todos los medios, pues es homogéneo con los medios”. No pueden proclamarse más verdades en menos líneas. El partido de Lenin era totalitario desde el comienzo -incluso diré que fue el primero de los partidos totalitarios modernos-; desde el punto de vista de la organización y de la disciplina estaba concebido como una especie de milicia profesional y jerarquizada, completada ideológica y moralmente por una serie de preceptos religiosos:- los militantes debían tener una fe ciega en los jefes -realmente en el Jefe- y una fe no menos ciega en el cumplimiento de su misión histórica como representantes únicos de las masas. La voluntad democrática y crítica de estas masas contaba muy secundariamente. ¿Qué de extraño tiene que ese partido haya conducido a la construcción del totalitarismo más monstruoso de todos los tiempos, a la creación de unas castas en consecuencia y a una religión de Estado con pretensiones de universalidad?
La concepción de Lenin es ajena a la concepción básica y fundamental de Marx, contenida tanto en El Manifiesto Comunista como en sus obras esenciales. El fundamento básico de esta concepción es el determinismo económico y la formación de la conciencia social y humana de los individuos y de las clases según la situación y las relaciones económicas. No se trata de determinar ahora si esta concepción es absolutamente justa o no -en líneas generales yo creo que lo es, si bien hay otros factores que intervienen poderosamente, aparte del simple determinismo económico, en la formación de la conciencia de los hombres y en su voluntad y sus actos-. De lo que se trata es de confrontarla con la concepción preceptiva, voluntariosa, superestructural -es decir, militar y sacerdotal- de Lenin. Se trata, como hemos apuntado al comienzo, de juzgar el leninismo a la luz del marxismo.
En el prefacio de la Contribución a la crítica de la economía política, que constituye uno de sus escritos más célebres, Marx resume así su concepción: “El resultado general a que llegué y que, una vez adquirido, me sirvió de hilo conductor en mis estudios, puede resumirse así: en la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un grado de desarrollo determinado de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituyen la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se levanta una superestructura jurídica y política y a la cual corresponden las formas de conciencia social determinadas. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general”. Ya en El Manifiesto Comunista vemos la misma afirmación: “¿Se necesita una gran penetración para comprender que los puntos de vista, las nociones y las concepciones de los hombres -en una palabra: su conciencia- cambian según los cambios producidos en sus condiciones de existencia, en sus relaciones sociales y en su existencia colectiva?” Absoluta o relativamente exacto, es éste uno de los principales fundamentos de la concepción de Marx.
Se completa con este otro: la evolución y la concentración naturales del capitalismo determinan la concentración y la evolución del proletariado, clase revolucionaria por excelencia llamada a sucederle y a realizar un día la humanidad sin clases. Llega un momento en que el desarrollo de las fuerzas materiales de producción, jurídicamente contenidas en unas formas de propiedad determinadas, entran en contradicción con las necesidades colectivas y se convierten en un obstáculo y una rémora. “Se abre entonces una época de revolución social. El cambio en la base económica subvierte más o menos lenta o rápidamente toda la enorme superestructura”. Tal es la ley del determinismo económico, de la formación de la conciencia revolucionaria de las masas trabajadoras, concentradas y cohesionadas por el propio desarrollo capitalista y conduciendo a la contradicción fundamental que hace necesaria la revolución transformadora de la sociedad.
En La Crítica moralizadora, opúsculo escrito en 1847, Marx deja bien sentado que ni la sola voluntad revolucionaria ni las astucias políticas pueden sustituir las condiciones económicas. Dice textualmente: “En el curso de la evolución, los hombres  deben empezar por producir las condiciones materiales de una nueva sociedad y ningún esfuerzo del entendimiento ni de la voluntad es capaz de sustraerlas a este destino”. Diez años más tarde, el mismo Marx se opone a toda idea de revolución prematura al decir: “Una formación social no desaparece jamás antes de que se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas que puede contener”. Y, frente a toda idea de revolución catastrófica, añadía: “Los trabajadores saben que para realizar su propia emancipación, al mismo tiempo que la forma más noble hacia la que se dirige la sociedad actual por sus propias fuerzas económicas, tienen que conocer largas luchas y toda una serie de progresos históricos capaces de transformar las circunstancias y los hombres”. Estas “largas luchas” y estos “progresos históricos”, capaces de “producir las condiciones materiales de una nueva sociedad”, constituyen otras tantas etapas según las condiciones concretas de tal o cual país. Así lo reconoce al decir que “la cuestión social es mucho más aguda en Francia que en Alemania, en Inglaterra que en Francia, en una monarquía constitucional que en una monarquía absoluta”. Se refiere a la situación concreta de 1847. Reconoce asimismo que una victoria política del proletariado no significaría necesariamente el fin de la dominación económica de la burguesía. Cree que la Alemania de 1847 está en vísperas de una revolución burguesa y apunta que el papel del proletariado consiste en servir de fuerza de choque contra el absolutismo para instaurar la constitución más democrática posible. No es posible saltar las etapas: sin el triunfo de la revolución democrático-burguesa es imposible que se creen las condiciones favorables para el desarrollo de la revolución proletaria.
Todos los grandes discípulos de Marx han abundado en esas mismas posiciones, antes y después de la revolución bolchevique. Por ejemplo, en 1935 Carlos Kautsky afirmaba rotundamente: “Marx estimaba que la realización del socialismo únicamente podía ser obra de la propia clase obrera. Sólo creía posible esta realización en el lugar y en el momento en que la clase obrera hubiera alcanzado la fuerza y la educación necesarias. Según él, la condición para alcanzarlas consistía, por un lado en un desarrollo económico avanzado y, por el otro, en una gran libertad política, es decir, en una rigurosa ascensión del movimiento obrero”.  Los métodos de Lenin no se inspiraban en la concepción marxista más arriba sintetizada. ¿Por qué se reclamaba del marxismo y por qué acusó de renegados a los sustentadores de dicha concepción? Tratemos de comprenderlo.
La revolución permanente  y la dictadura del proletariado
¿Era Lenin un político intelectualmente honesto? No puede responderse a esta delicada pregunta con un simple sí o un simple no. Era indiscutiblemente honesto consigo mismo, con su concepción política y con los métodos que creía necesario aplicar para hacer del partido bolchevique el instrumento dinámico y voluntarioso de la revolución. Desde este punto de vista era apasionadamente honesto y sincero, pues empezaba por no ocultar lo que quería y cómo lo quería. No se mentía a sí mismo y no les mentía a los otros... más que cuando ello era absolutamente necesario para la lucha y para el triunfo de ésta. Ponía el amoralismo político al servicio de lo que él creía una moral superior: el amoralismo en los medios -e incluso ciertas inmoralidades- debía conducir al establecimiento de una nueva moral social. El no creía en los valores morales absolutos y permanentes; creía que estos valores cambian según el concepto de la lucha de clases y los propios cambios sociales. Que el concepto de moral evoluciona según la evolución de las sociedades, nada más cierto; existen, sin embargo, unos principios de moral humana, por encima de las iglesias, de los partidos y de las clases, que si evolucionan es hacia una superación y un perfeccionamiento. Sin esa moral en progreso constante, todos los amoralismos circunstanciales o tácticos estarían permitidos. Si el fin justifica los medios, basta con proclamar que el fin que se persigue es excelente para tener derecho a usar de los medios más extravagantes.
Lenin era honesto consigo mismo y con su sistema de ideas y de métodos como lo eran Maquiavelo e Ignacio de Loyola, lo cual no puede llevarnos a aceptar ni el maquiavelismo ni el jesuitismo. Nos negamos a aceptar, de la misma manera, el leninismo. Lenin no sólo aplicaba su amoralismo político respecto de sus enemigos de clase, sino respecto de sus compañeros, como hemos visto. Lo aplicó asimismo respecto de Marx y Engels. Y respecto de los marxistas más eminentes. De los primeros sólo tomó lo que convenía a sus propias concepciones, lo que podía darles un viso de justificación. Precisamente lo que fue en ellos, a lo largo de su carrera y de sus escritos, lo circunstancial y subalterno. De Rosa Luxemburgo tomó más tarde lo que le convenía contra el reformismo socialdemócrata, pero ocultó cuidadosamente la polémica de 1904 con ella y, sobre todo, su severo folleto de 1918 sobre los métodos bolcheviques en la revolución rusa. Por Kautsky había sentido Lenin una gran admiración y en muchos aspectos lo había considerado su maestro; sin embargo lo combatió sañudamente y lo acusó de renegado simplemente porque le aplicaba el hierro candente del marxismo al experimento bolchevique. Hacía en privado grandes elogios de Martov pero públicamente trataba de desacreditarlo por todos los medios a su alcance. Siempre el amoralismo al servicio de sus fines. ¿Era todo esto intelectualmente honesto? Se necesitan grandes tragaderas para admitirlo.
No obstante su concepción básica del determinismo económico, Marx y Engels admitían que la producción intelectual, es decir, las ideas y la propaganda constante de las mismas, puede contribuir a modificar la producción material y la formación de la conciencia y la voluntad de los hombres. En realidad ambos factores se indeterminan y complementan. No admitirlo así hubiera equivalido a caer en un mecanicismo estrecho. Ya en El Manifiesto Comunista admitían que los comunistas (3) “poseen sobre el resto del proletariado la ventaja de una inteligencia clara de las condiciones de la marcha y de los fines generales del movimiento proletariado”. Esta constatación era la evidencia misma; para que las masas en su conjunto o parcialmente lleguen a tener una conciencia clara de su destino y de su fuerza, se necesita en primer lugar la inteligencia de una minoría que las interprete y las dirija. Incluso proclamaban la existencia de una categoría de intelectuales burgueses que “a fuerza de trabajo se han elevado a la inteligencia teórica del conjunto del movimiento histórico”. Marx y Engels -y no pocos de los revolucionarios de su tiempo- entraban en esta categoría. También en Rusia, desde los famosos decembristas hasta los socialdemócratas, los jefes revolucionarios se reclutaban entre los nobles o entre los burgueses. Los Lenin, Trotski, Krassin, Bogdanov, Lunatcharski -sin hablar de los Plejanov y los Martov, de los Herzen y de los Bakunin- procedían de tales medios. ¿Qué duda cabe que eran ellos los más preclaros respecto de la marcha y de los fines del movimiento histórico? Sin embargo este movimiento sólo podía desarrollarse y triunfar como movimiento consciente y democrático de los propios trabajadores. Lenin trató de sistematizar las frases de El Manifiesto más arriba apuntadas y de justificar con ellas su partido de revolucionarios profesionales, su organización político-militar jerarquizada.
Hay otras dos nociones que pueden considerarse circunstanciales o accesorias en Marx y Engels, sobre todo respecto de su concepción básica y fundamental y en su obra de conjunto, y que sin embargo han llegado a ser fundamentales en el bolchevismo: son la teoría de la revolución permanente, desarrollada principalmente por Trotski después de la revolución rusa de 1905, y la dictadura del proletariado como necesidad transitoria entre el hundimiento del régimen capitalista y la construcción del socialismo. Estas dos cuestiones han tenido una importancia tal en Rusia y han dado lugar a tales controversias en el área internacional, que merecen toda nuestra atención. En su libro ya citado, Michel Collinet las estudia bastante a fondo; yo me limitaré a una simple síntesis, ya que las dimensiones de este trabajo no permiten otra cosa.
El fracaso de las ilusiones puestas en la revolución de 1848 y la política aplicada por Marx en el transcurso de la misma llevaron a la Liga de los Comunistas a una radicalización táctica y a una severa crítica de las posiciones de Marx. Bajo la presión de los acontecimientos y de la mayoría de la Liga, el gran pensador adoptó posiciones al parecer más radicales. Esta radicalización aparece en el Manifiesto adoptado por el Consejo Central de la Liga (marzo de 1850), redactado principalmente por Marx, y en su folleto sobre Las luchas de clases en Francia, redactado el mismo año. Marx había ignorado hasta entonces el blanquismo; ahora parece adoptarlo. Define así su actitud: “El proletariado se agrupa cada vez más en torno del socialismo revolucionario, en torno del comunismo, para el cual la propia burguesía ha inventado el nombre de Blanqui. Ese socialismo es la declaración permanente de la revolución, la dictadura de clase del proletariado como punto de transición necesario para llegar a la supresión de las diferencias de clase en general. ..” El Manifiesto del Consejo declara por su parte: “Nuestro interés y nuestro deber consisten en hacer la revolución permanente hasta que todas las clases más o menos poseedoras hayan sido arrojadas del poder, el proletariado haya conquistado el poder público y no sólo en un país, sino en los principales países del mundo, la asociación de los proletarios haya progresado lo suficiente para suprimir la concurrencia de los proletarios y haya concentrado en sus manos las fuerzas de producción decisivas”. La idea de la revolución permanente tiene aquí un carácter internacional: triunfantes en un país, los trabajadores deben seguir luchando hasta alcanzar el triunfo en los otros países.
El Manifiesto de la Liga hubiera caído quizá en el olvido más absoluto si no hubiera encontrado andando el tiempo un terreno de aplicación en Rusia. Lenin se lo sabía de memoria y lo citaba con harta frecuencia. Trotski tuvo en cuenta sus premisas para el desarrollo de su famosa teoría, aplicable tanto a la realidad rusa como a la revolución internacional. y ambos se asimilaron, sobre todo, sus aspectos estratégicos y tácticos. “Los obreros y, sobre todo, la Liga, deben trabajar para constituir, al lado de los demócratas oficiales, una organización autónoma secreta y pública y hacer de cada comuna el centro y el núcleo de agrupamientos obreros en los que la posición y los intereses del proletariado deben ser discutidos independientemente de las influencias burguesas”. La alianza de los obreros -y sobre todo de los comunistas de la Liga -con los demócratas burgueses y pequeños burgueses, necesaria en la primera etapa de la revolución, debía conducir a la eliminación de los últimos y al triunfo definitivo de los primeros; de democrática, la revolución debía convertirse así en socialista. El mal está, como veremos luego, en que esta táctica, revolucionariamente justa en sus líneas generales, aplicada por los bolcheviques tenía que conducir a la eliminación terrorista de todos los sectores democráticos no bolcheviques.
Como observa muy justamente Collinet, “la concepción de la revolución permanente no guarda ningún parentesco con el determinismo económico, sino que se trata de una concepción puramente estratégica de la lucha de clases, aprovechando las estratagemas de la guerra para engañar al aliado pequeño-burgués antes de que éste haya podido darse cuenta de haber engordado con su actividad a un terrible adversario. El determinismo económico admitía que un régimen tenía que haber agotado todas sus posibilidades de desarrollo antes de cederle el lugar a otro; la revolución permanente le sustituye la maniobra militar. Ya no es menester que el proletariado se convierta en la inmensa mayoría y se identifique con la nación; basta con que ocupe ciertas posiciones claves en esta nación. Táctica de una minoría activa, la revolución permanente implica en su desarrollo un orden dictatorial imponiéndose por medio de la fuerza a las otras clases subyugadas de la nación. Postula, por consiguiente, la dictadura del proletariado victorioso bajo una forma militar. Hace suya la concepción blanquista, sin el romanticismo insurreccional de ésta y sometiéndola a un análisis realista de las fuerzas en presencia”.
En los escritos fundamentales de Marx y Engels son rarísimas las alusiones a esta estrategia. Estaba en contradicción flagrante con su concepción básica y sólo habían podido aceptarla circunstancialmente. Seis meses después de haber adoptado el Manifiesto del Consejo de la Liga de los Comunistas, Marx comprende que las perspectivas contenidas en el mismo no tienen ya razón de ser. Aprovecha la comprobación de esta realidad para romper brutalmente con los que se aferran a la maquiavélica estrategia de la revolución permanente y los acusa de idealistas que han hecho de “la simple voluntad la fuerza motriz de la revolución”. Plantea así el problema del “voluntarismo revolucionario” sometido desde entonces y hasta nuestros días a controversia. “Nosotros les decimos a los obreros: tenéis que pasar quince, veinte, cincuenta años de guerras civiles y de luchas internacionales, no sólo para cambiar la situación existente, sino para cambiaros a vosotros mismos y para adquirir la aptitud del poder político”. El simple “voluntarismo revolucionario” de la minoría comunista queda sometido aquí a la voluntad de los obreros, ante todo para formarse a sí mismos y para adquirir, a través de la lucha y de la experiencia, la consiguiente aptitud para el ejercicio del poder público. El cambio de las condiciones existentes guarda estrecha relación con el cambio de los propios obreros. El determinismo económico y social vuelve por sus fueros. Marx se levanta después enérgicamente contra toda demagogia populachera y termina diciendo: “Así como los demócratas han convertido la palabra PUEBLO en una entidad sagrada, vosotros habéis hecho otra entidad sagrada de la palabra PROLETARIADO. Y lo mismo que los demócratas, habéis sustituido vosotros la evolución revolucionaria por la fraseología revolucionaria”.
Al mismo tiempo que, circunstancial y episódicamente como hemos visto, parecieron aceptar Marx y Engels la idea blanquista de la revolución permanente, hicieron suya, por vez primera, la necesidad transitoria de la dictadura del proletariado. En El Manifiesto Comunista afirmaban que “la primera etapa de la revolución obrera es la constitución del proletariado en clase reinante, en la conquista del régimen democrático”. Se habla del proletariado como clase social y no de una minoría en su nombre o arrogándose su representación. Por otra parte. la conquista del régimen democrático no podía significar otra cosa que la realización de la democracia revolucionaria por el acceso al poder de la clase obrera. En cambio, en una carta escrita en 1852, Marx dice que “la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado” y que “esta dictadura no es otra cosa que la transición hacia la supresión de todas las clases”. Lenin cita esta carta, escrita bajo la influencia del jacobinismo y del blanquismo, en El Estado y la Revolución. No sólo la cita, sino que hace de ella el fundamento de su posición política. Ya veremos en el próximo capítulo cómo la aplican los bolcheviques y los resultados que da. Lo que eran simples problemas teóricos, más o menos confusos y en discusión en la segunda mitad del siglo pasado, se ha convertido en éste en un terrible drama humano.
No puede decirse que la dictadura del proletariado sea en Marx y Engels una noción simplemente circunstancial. Buena prueba de ello es que Proudhon y Bakunin, entre otros, se levantan enérgicamente contra esta concepción. El segundo llega a decir: “Existirá una nueva clase, una jerarquía nueva de sabios reales y ficticios, y el mundo quedará dividido entre una minoría dominante en nombre de la ciencia y una inmensa mayoría de ignorantes. Semejante régimen no puede dejar de provocar serios descontentos en esta masa y, para contenerlos, el gobierno del señor Marx tendrá que recurrir a una fuerza armada no menos seria”. En estos y en otros conceptos semejantes de los teóricos anarquistas se han venido basando los militantes de este movimiento, después de la revolución bolchevique, para englobar automáticamente al bolchevismo en el marxismo y viceversa. Según ellos, los errores y los abusos de los bolcheviques rusos son imputables originalmente a Marx y Engels. Constituye esto una gran injusticia histórica. La experiencia rusa le ha dado la razón a Bakunin, como se la ha dado a Rosa Luxemburgo, a Plejanov, a Kautsky, a Martov -incluso al Trotski de 1903-, auténticos continuadores de la obra de los dos grandes teóricos del socialismo científico. Ni por asomo aceptaron éstos nunca el cuadro que, con evidente espíritu polémico, traza Bakunin en la frase transcrita; lejos de desear la constitución de una nueva clase, de una jerarquía nueva, dividiendo al mundo entre una minoría dominante en nombre de la ciencia y una inmensa mayoría de ignorantes, lo que preconizaron siempre fue la desaparición de las clases y las jerarquías, el fin de la ignorancia entre las masas trabajadoras y su elevación democrática a la ciencia –y a la conciencia- para la realización del socialismo y de la humanidad. Por eso les decía Marx a los obreros que no sólo se trataba de cambiar la situación existente, sino de cambiarse ante todo a sí mismos. La dictadura del proletariado no fue en Marx y Engels una noción circunstancial, pero tampoco fue una noción bien definida y fundamental. Lenin, cometiendo un verdadero abuso, trató de convertirla en un dogma absoluto en nombre del marxismo, que por materialista y dialéctico es fundamentalmente antidogmático.
¿Qué significa la dictadura del proletariado en el ánimo de Marx y Engels? En 1852 parece ser una noción jacobino-blanquista, de la minoría en nombre de la masa, centralizadora en extremo. ¿Era la misma después de la magnífica experiencia de la Commune de París? La Commune era esencialmente popular, descentralizadora, federalista, antijacobina. Sin embargo, Marx le dio su adhesión sincera y, como era de esperar, le dedicó un meditado estudio. Su célebre folleto La guerra civil en Francia sigue siendo la mejor explicación político-social hecha sobre tan importante acontecimiento. Veinte años después de la Commune, en un magnífico prefacio al folleto de Marx, Engels la toma como ejemplo para decir que el proletariado hereda fatalmente ciertas taras del régimen estatal burgués, de cuyos molestos efectos debe desprenderse en la medida de lo posible. y exclama: “¿Quieren ustedes saber, señores, lo que significa esta dictadura? Miren la Commune de París. Eso es la dictadura del proletariado”. Y en el mismo año de 1891, criticando el programa de Erfurt adoptado por la socialdemocracia alemana, escribe: “Un punto absolutamente cierto es que nuestro partido y la clase obrera no pueden llegar al poder más que bajo la forma de una república democrática. Es ésta incluso la forma específica de la dictadura del proletariado, como lo demostró la gran Revolución francesa”.
En suma, Marx y Engels no tuvieron nunca una noción exacta y bien definida sobre lo que debía ser la dictadura del proletariado. Esta no constituyó jamás, por consiguiente, uno de los fundamentos principales de su doctrina. Cabe decir que, en último caso, esta dictadura debía emparentarse con la Commune de París, con la república democrática. ¿Fue así como la concibió Lenin? ¿Fue así como la realizó? La experiencia demuestra todo lo contrario.
La contrarrevolución permanente y la dictadura sobre el proletariado
El escritor marxista francés Lucien Laurat, profundo conocedor del comunismo por dentro y por fuera, hacía no hace mucho esta pregunta: “Ya que es público y notorio que los comunistas mienten cuando se dicen demócratas y patriotas, ¿por qué han de mentir menos cuando se califican de marxistas? (4).Y añadía: “Fueron Kautsky y los hombres que, con ligeras diferencias de matiz, pensaban como él- Renner, Hilferding, Vandervelde, etc.-, auténticos representantes del pensamiento marxista, quienes desde 1918 condenaron los métodos bolcheviques en nombre del marxismo”. Antes que ellos los condenaron, como es sabido, Plejanov y Martov, fieles intérpretes del marxismo en Rusia, y Rosa Luxemburgo, que había seguido de cerca el desarrollo de la socialdemocracia rusa. Es un hecho real- y por demás significativo -que la casi totalidad de los escritores y militantes socialistas de valía se pronunciaron contra los métodos monopolistas y dictatoriales del bolchevismo. Y la mayoría de los que le dieron su adhesión al comienzo, conquistados por la mística y la dinámica del triunfo, no tardaron en rebelarse contra tales métodos. Se produjo así en el comunismo internacional lo que yo he llamado una selección al revés (5). En vano los acusaron los comunistas de renegados y de traidores; la verdad es que todos los que preferían el pensamiento creador y libre a la obediencia totalitaria se levantaron contra el comunismo.
Plejanov y Martov identificaban la revolución rusa a un 1789 burgués e, inspirándose en el análisis de las etapas históricas previstas en El Manifiesto Comunista, deducían el advenimiento político de la burguesía liberal y la destrucción del feudalismo terrateniente por el acceso de los campesinos a la propiedad de la tierra. En espera de poder realizar las bases del socialismo, la clase obrera debía, en el seno de la democracia burguesa y gracias a la libertad de opinión y de organización, prepararse una sólida posición política. Este análisis concordaba no sólo con la experiencia hecha por los países más evolucionados -es decir, por aquellos que habían realizado su revolución democrática-, sino con la dialéctica marxista.
En el otro extremo se encontraba Trotski, tratando de aplicar en la Rusia de 1905 -y luego en la de 1917- lo que El Manifiesto decía de la Alemania de 1848: que “la revolución burguesa no puede ser sino el preludio inmediato de la revolución proletaria”. Trotski se había convertido en el verdadero intérprete de la revolución permanente, no sólo respecto de la atrasada Rusia, sino desde el punto de vista internacional. Sin la guerra ruso-japonesa de 1904 y la derrota sufrida por el zarismo, es evidente que no se hubiera producida la revolución de 1905. Sin la primera guerra mundial y los desastres zaristas, que pusieron de relieve su inmensa podredumbre, es no menos evidente que no hubiera sido posible la revolución de 1917, al menos en la forma como se produjo. Ambas revoluciones sorprendieron, en primer lugar, a los propios revolucionarios. Prueba esto el carácter de espontaneidad que tuvieron al comienzo. La burguesía rusa, debatiéndose entre su desprecio del zarismo y su miedo a la revolución, no daba pruebas de energía y de decisión políticas. Su impotencia era evidente Y ante ella el papel del proletariado tenía que ser considerable, decisivo. Estratégicamente, esto les daba la razón a Trotski y a Lenin. Hay que decir que, opuesto en 1905 y en los años inmediatos, Lenin había acabado adoptando la posición de Trotski. Y opuesto éste a los métodos leninistas desde 1903, había acabado adoptándolos en 1917. Debido sin duda a su carácter orgulloso, decidido y autoritario, fue incluso el más extremista en su aplicación.
El problema estratégico, según la fórmula de la revolución permanente, pareció quedar resuelto en Rusia entre 1917 y 1918 inclusive. Quedó resuelto para el partido bolchevique, dictatorial y terrorista, pero no para la democracia obrera y mucho menos, como veremos luego, desde el punto de vista del contenido económico. Por el contrario, la democracia obrera fue destruida mediante la destrucción de todas las fuerzas no bolcheviques, la liquidación de la Constituyente, el sometimiento automático de los soviets como órganos representativos y democráticos del poder obrero y campesino y de los sindicatos como defensores directos de sus intereses. Que la autocracia zarista y el feudalismo terrateniente pagaran sus culpas históricas y la burguesía su indecisión y su impotencia, nada más justo; pero ¿por qué se destruyó a todos los partidos democráticos y revolucionarios, englobándolos abusivamente entre las fuerzas burguesas? So pretexto de revolución permanente, el extremismo revolucionario tenía que jugar un papel efectivamente contrarrevolucionario y totalitario.
En su magnífico y documentado Stalin, Boris Souvarine asegura que Lenin escribió esta espantosa frase en 1922: “Se trata de ametralladoras para los que entre nosotros se llaman mencheviques y socialistas revolucionarios”. Y harto conocida es la frase de Bujarin:El partido bolchevique en el poder y todos los demás a la cárcel”. Hay quien pone en tela de juicio la veracidad de estas expresiones; nadie puede negar su efectividad. Se trató de ametralladoras y los que no cayeron bajo las ametralladoras fueron a dar con sus huesos en la cárcel. De ahí a la matanza por Stalin de unos trescientos mil comunistas, la mayoría de ellos revolucionarios de los tiempos heroicos, no había más que un paso.
Julio Martov, el jefe menchevique cuya probidad no era discutida por nadie -ni aún por el propio Lenin-observa en su estudio El bolchevismo mundial, desaparecido o poco menos de la circulación: “Ya durante las primeras semanas de las hostilidades tuve ocasión de escribir que la crisis del movimiento obrero debido a la guerra era, ante todo, una "crisis moral": desaparición de la confianza mutua entre las diferentes fracciones del proletariado, desvalorización de las viejas bases morales y políticas entre las masas proletarias. Desde hacía varias décadas, ciertos lazos ideológicos aproximaban entre sí a los reformistas y a los revolucionarios y, por momentos, incluso a los socialistas con los anarquistas, o bien al conjunto de éstos con los obreros liberales y los cristianos. Pero no podía imaginar nunca que la pérdida de la confianza mutua y la destrucción de los lazos ideológicos podría conducir a la guerra civil entre proletarios”. El tono de Martov es aquí de una gran elevación moral y de una profunda amargura. En otro de los capítulos dice: “Nos encontramos en presencia de una colectividad (el bolchevismo) convencida de que basta con detentar las armas y con saber servirse de ellas para poder dirigir los destinos del mundo”. Y pone de relieve “la inclinación del bolchevismo a resolver todos los problemas de la lucha política, de la lucha por el poder, por medio de la utilización inmediata de la fuerza armada, incluso cuando se trata de disensiones entre diferentes fracciones del proletariado”. En guerra civil con las otras fracciones de la socialdemocracia rusa, Lenin se había mantenido desde 1903 y no necesitaba la crisis moral determinada por la primera guerra mundial para tratar de dirimir las disensiones proletarias por medio de la violencia. Durante la revolución de 1917 y después de ella no hizo otra cosa que aplicar en grande y desde el poder los métodos adoptados mucho antes. Seguía siendo fiel a sí mismo.
La burocratización completa del partido bolchevique y del Estado creado por él se produjo principalmente bajo la égida de Stalin. Sabido es que durante su larga y penosa enfermedad, Lenin se sentía angustiado ante los progresos de la gangrena burocrática y buscaba la manera de atajarla. ¿Pero acaso toda su concepción revolucionaria no era, como hemos visto en un capítulo anterior, una concepción perfectamente burocrática?
En su folleto: ¿Conservarán el poder los bolcheviques?, Lenin formula esta pregunta: “Después de la revolución de 1905, 130.000 grandes propietarios gobernaron a Rusia ejerciendo continuas violencias contra ciento cincuenta millones de hombres... ¿y los 240.000 miembros del partido bolchevique no podrían administrarla en interés de los pobres contra los ricos?”. Los pobres no debían administrarse por sí mismos, democráticamente, sino que debían ser administrados por la casta bolchevique en sustitución del feudalismo terrateniente y de la casta zarista. (Digamos, entre paréntesis, que en la inmensa China comunista los miembros del partido no han hecho otra cosa que sustituir a los antiguos mandarines). En realidad, Lenin tuvo siempre una concepción burocrática y archicentralista del partido, de la revolución y de la administración de la sociedad. Como dice muy bien Collinet, “la estrategia ha sustituido el determinismo histórico y el lenguaje de Maquiavelo el de Marx”. Y se refiere a la teoría bonapartista de la sociedad según la definición que daba Luis Napoleón: “¿Qué es la sociedad? Una administración, una policía, unos tribunales, una iglesia, un ejército y, todo lo demás, polvo”.
¿Quién duda que ha sido ese el tipo de sociedad -extraordinariamente agravado- que ha creado el bolchevismo en la URSS y en los países por él dominados? Marx y Engels, que lucharon en su tiempo contra la concepción bonapartista de la sociedad, hubieran mantenido una posición semejante respecto de la concepción leninista-estaliniana. Martov dice muy justamente en su opúsculo ya citado: “En la última década del siglo XIX Engels había llegado a la conclusión de que la época de las revoluciones efectuadas por unas minorías conscientes a la cabeza de las masas inconscientes había terminado para siempre. En lo sucesivo -decía -las revoluciones serán preparadas durante decenas de años por el trabajo de propaganda política, de organización y de educación de los partidos socialistas y se realizarán directa y conscientemente por las propias masas interesadas”.
Sí; el problema estratégico quedó resuelto en Rusia a favor del totalitarismo bolchevique, pero no así el problema del contenido económico. Se pueden dar saltos en el vacío desde el punto de vista político, pero la economía no se adapta a tales saltos. Y, en una u otra forma, al final es la política la que tiene que adaptarse a la realidad económica. La experiencia rusa ha venido a darle la razón al determinismo económico. Martov hace esta aguda observación: “En nuestro ánimo el bolchevismo ruso andaba unido a la naturaleza agraria del país, a la ausencia de una verdadera educación política de los medios populares y, en general, a los factores puramente nacionales”, Era, en suma, una metodología política propia de un país económica y culturalmente atrasado, y un fenómeno nacional o típicamente ruso. Así se nos aparece aún hoy a la luz de la experiencia histórica. El rasgo nacional se ha encargado Stalin de restablecerlo. Por el pretendido camino “del socialismo en un solo país”, el dictador totalitario se encargó de liquidar el contenido socialista y la dinámica internacionalista de la revolución para volver a la dinámica nacionalista e imperialista -como veremos luego- de Iván Kalita, de Iván el Terrible y de Pedro el Grande. Los partidos comunistas, revolucionarios e internacionalistas al comienzo, han acabado siendo una simple prolongación internacional del monstruoso nacionalismo totalitario e imperialista ruso. y el carácter atrasado del bolchevismo lo demuestra este simple hecho: hasta ahora no ha podido triunfar e imponerse en ningún país económica y culturalmente avanzado, sino únicamente en los países agrarios, atrasados. Todo esto lo presintió el propio Lenin al decir que las circunstancias habían querido que la primera revolución proletaria (?) triunfara en un país tan atrasado económica y culturalmente como Rusia; pero que en cuanto triunfara en un país avanzado –y ponía sus esperanzas en Alemania-, éste se pondría a la cabeza de la revolución internacional y Rusia quedaría a la zaga. Michel Collinet formula esta pregunta, que lleva en sí la respuesta: “la atrasada Rusia zarista, con un proletariado que no representaba más que el cinco por ciento de la población y una inmensa masa de campesinos analfabetos, que utilizaban todavía el arado de madera, ¿podía crear otra cosa que una igualdad en la miseria?”. No, no podía crear otra cosa. Andando el tiempo, era fatal que creara algo mucho peor aún: para las inmensas masas obreras y campesinas, un aumento de la miseria y, reinando totalitariamente sobre ellas, unas castas detentadoras de todo el poder y todos los privilegios. El único capital que podían y pueden tener esas castas a su servicio es el capital humano, el capital trabajo, y ese capital lo han explotado y lo explotan hasta el extremo límite. Los campesinos han sido convertidos en siervos de los koljoses y los sovjoses. Los obreros trabajan en las fábricas, en las minas y en las obras en general bajo la vigilancia de la policía y sometidos a una reglamentación esclavizadora y más de veinte millones de seres humanos trabajan como verdaderos esclavos en los campos de concentración (6).
A los que tratan de justificar el régimen comunista ruso diciendo que ha convertido a la URSS en la segunda potencia mundial y que ha realizado inmensas construcciones materiales, se les puede contestar con esta magnífica frase de Kautsky: “Los faraones de Egipto, lo mismo que los déspotas de Babilonia y de la India, no solo erigieron gigantescos palacios, templos y mausoleos, sino también enormes construcciones hidráulicas, presas, depósitos y canales, sin los cuales no hubiera podido subsistir la economía campesina. Marx vio en esas construcciones una de las bases materiales del despotismo de esas regiones, pero en modo alguno la base material de una sociedad socialista”. Esas y otras muchas obras supieron construirlas esos despotismos antiguos y han sabido construirlas, de acuerdo con la mejor técnica moderna, los países capitalistas más avanzados, sin necesidad de deshonrar la revolución y el socialismo y sin el inmenso precio en sangre, en destrucción y en sufrimiento que ha habido que pagar -y que sigue y seguirá pagando la humanidad entera- por el experimento. La revolución socialista no puede justificarse por medio de unos planes quinquenales esclavizadores, elevando a la categoría de genial estadista y de dios omnipotente a un nuevo y faraónico constructor de pirámides, convirtiendo a cada ser humano a la vez en un delator, un verdugo y una víctima, instituyendo la opresión y el terror en norma única de gobierno; la revolución socialista, en las condiciones concretas rusas, sólo podía justificarse transformando y desarrollando las condiciones económicas del país en favor del bienestar cada vez mayor de las masas obreras y campesinas, integrando ese país a la democracia civilizadora y universal, liberando al hombre y dándole una nueva conciencia humana...
Prefiero apoyar mis juicios en los juicios de aquellos que, por su vida y por su pensamiento, me han ayudado a encontrarme a mí mismo. Su revalorización responde, por otra parte, a una de las grandes necesidades de nuestro tiempo. Uno de esos hombres, injustamente postergado y olvidado, es Julio Martov. “Para los historiadores del porvenir el bolchevismo no podrá aparecer como el índice de un exceso de conciencia en el movimiento obrero, sino como la prueba de una emancipación insuficiente del proletariado respecto del ambiente psicológico de la sociedad burguesa”. Este agudo juicio -lo mismo que los que preceden- data de 1918. ¿Quién puede dudar hoy que los acontecimientos le han dado la razón, como se la han dado a los juicios de Rosa Luxemburgo sobre el bolchevismo (1904) y sobre los primeros pasos de Lenin y Trotski en el poder (1918)? Por su parte Lucien Laurat dice de acuerdo con Kautsky: “Desde luego, la lucha por el socialismo y por la emancipación del trabajo es al mismo tiempo una lucha por la emancipación humana en general: la organización colectiva de la economía no es un fin en sí, sino únicamente el medio destinado a asegurar la libertad y el completo desarrollo de la persona humana”. Y añade: “Como una consecuencia evidente del objetivo de la emancipación humana, el socialismo está indisolublemente ligado a la democracia. Lo está tanto más cuanto que la propiedad colectiva no puede concebirse sin democracia. En efecto, no sería posible tratar de propiedad colectiva ni de socialismo bajo un régimen despótico en el que los miembros de la colectividad estén privados del derecho de decidir libremente sobre el modo en que esta propiedad deba ser organizada y regida, y sobre las reglas según las cuales deban ser distribuidos, entre aquellos, los frutos de su trabajo”.
Si los bolcheviques hubieran sido verdaderos marxistas y hubieran aplicado esos principios básicos del marxismo, no hubieran llevado a su pueblo -y hoy a una docena de pueblos -a la situación catastrófica en que viven ni a la humanidad al borde de la peor de las catástrofes. Por principio y por experiencia histórica, yo soy enemigo de toda dictadura, incluso de la del proletariado. Los que aceptan o justifican un tipo de dictadura, sea el que fuere, se desarman moral y políticamente en la lucha contra las dictaduras que les son adversas. Ninguna dictadura puede ser, por otra parte, voluntariamente circunstancial y transitoria; admitiendo esta transitoriedad admitiríamos por ende el principio de que el fin justifica los medios. Ningún régimen dictatorial ha desaparecido nunca por propia voluntad y todos han profundizado siempre el abismo entre los dictadores y los que tienen que vivir al dictado. ¿Y cómo habría que comprender, en nuestro tiempo, la pretendida dictadura del proletariado? Las simples estadísticas nos prueban que el proletariado no constituye en el mundo de hoy la mayoría democrática ni es en las sociedades la única clase progresiva. ¿Y las clases campesinas? ¿Y los intelectuales, y los técnicos, y los funcionarios de diversas ramas y disciplinas? ¿Pueden y deben ser englobados entre los proletarios? Aplicando la dialéctica materialista, ¿no tendrían que admitir Marx y Engels que los pueblos y las sociedades -y por consiguiente las clases- han evolucionado con relación a su tiempo? Son estos otros tantos problemas que debe plantearse el sociólogo moderno.
Pero de lo que se trata aquí, tras la anterior afirmación de principio, es de demostrar que en Rusia no se aplicó jamás la dictadura del proletariado como tal. El proletariado representaba, en primer lugar, una insignificante minoría. y los bolcheviques representaban una insignificante minoría dentro de la minoría proletaria. ¿Qué podía ser la dictadura aplicada por ellos mediante el monopolio del poder? Lo que fue efectivamente: una dictadura del partido único sobre el proletariado -y sobre el conjunto de la sociedad soviética-, del Comité Central sobre el partido y, finalmente, de un solo hombre sobre el Comité Central. Una dictadura típicamente totalitaria, antiproletaria, antisocialista, antihumana. Una dictadura que debe ser condenada, ante todo, en nombre del proletariado y del socialismo. Y, claro está, en nombre de Marx y Engels.
Paralelamente, la concepción de la revolución permanente tenía que conducir a la contrarrevolución permanente. No se trata aquí de un juego de palabras, sino de una trágica realidad. Hemos dicho al comienzo que la verdadera contrarrevolución empezó, desde el punto de vista popular y democrático, con el golpe de Estado bolchevique. Stalin completó la obra mediante el asesinato definitivo de la revolución y de los revolucionarios. La contrarrevolución permanente ha sido desde entonces la razón de ser del estalinismo. En su nombre y obedeciendo a una jugada de política exterior fue apuñalada la revolución española por la espalda y fue firmado el pacto con Hitler, dando origen al estallido de la segunda guerra mundial. Y ha engordado el Imperio ruso mediante la conquista totalitaria de una docena de países. Y, en fin, se ha instituido la cortina de hierro que ha dividido al mundo ya la humanidad en dos. ¿No amaga esa división la más destructora y catastrófica de las guerras mundiales? ¿Quién puede ser lo suficientemente insensato y arbitrario para cubrir todo eso con los nombres de Marx y Engels?
Marx  y la Rusia de ayer y de hoy
Nicolás Bujarin veía en la incomprensión de Rusia por parte del mundo occidental una de las garantías de la victoria final del bolchevismo. Stalin hizo condenar y ejecutar a Bujarin, pero siguió dándole la razón en este como en otros muchos puntos. Los hombres del Kremlin han procurado conocer a fondo la situación de los países occidentales, sus contradicciones, sus errores, sus debilidades, para lo cual cuentan, además de sus bien preparados servicios diplomáticos y de espionaje -ambos se confunden realmente-, con dóciles quintas columnas en el mundo entero. Esto les ha permitido llevar casi siempre la iniciativa política y diplomática y, por ende, hacerse apoyar activamente por importantes fracciones de la opinión en cada país. En cambio el mundo occidental no ha comprendido nunca exactamente la verdadera naturaleza del leninismo-estalinismo ni la situación real de la URSS (Sometidos sus diplomáticos en los países comunistas, por otra parte, a las más rígidas y escandalosas restricciones, carecen de la menor posibilidad de audiencia pública). Es evidente que si los políticos occidentales hubieran comprendido todo eso, se hubieran evitado los tremendos errores cometidos en Teherán, en Yalta y en Postdam, errores de consecuencias incalculables para el destino de la humanidad. Y tendrían hoy una política coherente y firme respecto del mundo comunista. Ya hace tiempo que he llegado a la evidencia de que el comunismo encuentra su fuerza no en sí mismo, sino en la debilidad política y moral de sus adversarios.
Una de las pruebas de la incomprensión del mundo occidental -conviene recalcarlo- la encontramos en su torpe y sistemática identificación del bolchevismo con el marxismo. La verdad es que si los propios adversarios del comunismo demuestran tal empeño en hacerle beneficiario ante las masas populares de semejante identificación, no hay ninguna razón para que los comunistas renuncien a este beneficio. Por el contrario, lo aprovechan a fondo no sólo para cubrir sus abusos de poder y su estafa ideológica y política, sino para tratar de neutralizar a los que les disputan la dirección del movimiento obrero: el socialismo democrático y el sindicalismo libre. Bien es verdad que la grave crisis, principalmente de orden ideológico y moral, que sufre en estos momentos el socialismo democrático, contribuye a facilitar la labor -muchas veces combinada- de las dos contrarrevoluciones en medio de las cuales nos mantenemos a la defensiva desde hace varios años: la estaliniana y la reaccionario-fascista.
Si no bastara todo lo apuntado anteriormente para demostrar lo monstruoso de dicha identificación, la actitud del propio Marx respecto de Rusia debería servir de demostración. Los publicistas de la escuela estaliniana tratan de hacernos creer que Marx era un rusófilo, un patriota soviético en potencia. Como observa el publicista francés Benoit P. Hepner, que ha seguido y sigue la evolución de las ideas y de los acontecimientos de Rusia, “en el fondo el bolchevismo ha pretendido «asiatizar» y «mongolizar» al propio Marx”. Tal es la verdad. Pero al mismo tiempo lo ha convertido, como veremos luego, en un autor proscrito en la URSS. Los comunistas han canonizado a Marx, han esculpido su nombre por doquier y lo invocan constantemente para colocar los productos más extraños, pero sus obras resultan altamente subversivas tanto en Rusia como en los países satélites. La mística creada en torno suyo sirve magníficamente a los mistificadores.
Marx no empezó a ocuparse del desarrollo económico y social de Rusia hasta 1870. Hasta este año sólo le dedica en sus estudios algunas referencias generales. Por ejemplo, en un artículo publicado en The New York Tribune, en 1853, afirma rotundamente que, desde la revolución de 1789, no ve en el continente europeo más que dos potencias: “Rusia con su absolutismo y la revolución con su democracia”. La democracia, surgida de la revolución, constituía para él la potencia moderna frente al absolutismo, a los absolutismos de toda laya. En varios de sus escritos demuestra una preocupación constante: la defensa de la “civilización europea” frente al absolutismo, pues veía en esa civilización “una continuidad hacia el porvenir”. Es decir, que el socialismo sería posible un día gracias a la continuidad y al desarrollo de la civilización europea. Marx detestaba la potencia imperial del Estado ruso y sólo se representaba a los mujics de uniforme -como cosacos- y amenazando a la Europa civilizada. Hablaba incluso de “las hordas bárbaras de Rusia” tratando de “subyugar a Alemania y de llenar en cierto modo un papel mesiánico”. Tales eran las ideas generales de Marx sobre Rusia hasta 1870. Por entonces hizo el esfuerzo de aprender el ruso con el fin de compulsar una serie de documentos originales rusos. De esta época datan los artículos que publicó sobre la base de dichos documentos, artículos totalmente prohibidos en la URSS.
Resulta más que curioso comprobar que muchas de las agudas observaciones que hace Marx sobre la Rusia de los zares conquistadores se imponen por su paralelismo respecto de la Rusia leninista-estalinista. La geografía, la historia, la psicología, la tradición, la metodología -en una palabra: la herencia- han sido más fuertes que la ideología y han acabado absorbiéndola y dominándola casi totalmente. Si se observan diferencias, son aumentativas respecto de la época bolchevique. Aumentativas desde todos los puntos de vista: en la perfidia y en la brutalidad, en las ambiciones de expansión y de dominación mundiales allí donde los zares tenían que limitar las suyas en el espacio y en el tiempo. Y es que los problemas no tenían ni podían tener entonces el carácter universal que tienen ahora. En efecto, lo que está ahora en juego no es un territorio, un estrecho, una posición estratégica, una zona de influencia, unas minas y unos pozos petrolíferos, un mercado; es el mundo entero. La economía, la política y la estrategia se han convertido en universales; el todo domina a las partes y estas partes tienen mayor o menor importancia en la medida en que sirven al todo. Esta verdad la han comprendido hace tiempo los revolucionarios bolcheviques y el imperialismo estaliniano; quienes se resisten a comprenderlo son la mayoría de los intelectuales y de los políticos occidentales y asiáticos.
Marx hablaba del “maquiavelismo tártaro” de los zares conquistadores y Engels, en 1890, comparaba el zarismo a la orden de los jesuitas. El escritor marxista francés -de origen ruso -Charles Rappoport, uno de los fundadores del comunismo en Francia, decía agudamente que el bolchevismo era “el marxismo con salsa tártara”. ¿Y no se ha venido comparando corrientemente al Komintern -hoy Komimform- con la Compañía de Jesús? Marx hablaba asimismo del espíritu de conquista y de la crueldad que Gengis Kan les había legado a sus “sucesores” los zares moscovitas. Bujarin, después de una entrevista con Stalin, exclamó asustado en presencia de Kamenev: .”¡Es un Gengis Kan! ¡Nos mátará a todos!” El bolchevismo no había sabido crear -o recrear- otra cosa que un Gengis Kan corregido y aumentado.
Los retratos que traza Marx de los cuatro Ivanes, del Kalita –que quiere decir Bolsa, pues se servía preferentemente de la corrupción del oro- al Terrible, así como de Pedro el Grande, son de mano maestra. Y muy aguda la descripción que hace de sus mañas, de sus engaños y simulaciones, de su “jesuitismo tártaro” para reducir a los pueblos y acrecentar el Imperio moscovita. Decididamente el brutal y taimado Stalin -sin olvidar a sus sucesores- tenía a quien parecerse. Por algo la nueva escuela historicista rusa se ha dedicado a estudiar y a exaltar a esos zares conquistadores, condenados por el gran historiador Pokrovsky, cuyos restos hizo retirar Stalin de la Plaza Roja, donde lo había hecho enterrar Lenin con todos los honores. Y por algo la biografía que ha tenido mayor éxito en la URSS ha sido la de Alejo Tolstoi sobre Pedro el Grande, escrita por el escritor cortesano con el pensamiento puesto en el dictador totalitario. ¿Han introducido acaso un correctivo en este sentido sus sucesores? Pronuncian apenas el nombre de Stalin, que les recuerda el constante peligro de muerte en que tuvieron que vivir (7); pero siguen fieles, en todo lo fundamental, al régimen por él creado y a su política.
El jefe socialdemócrata alemán Carlo Schmid, que en representación de su partido hubo de acompañar al canciller Adenauer a Moscú para el restablecimiento de las relaciones diplomáticas, al observar que en las academias militares aparecían esculpidos los nombres de un ochenta por ciento de “héroes de las guerras zaristas” y sólo un veinte por ciento de “héroes soviéticos”, hizo constar su extrañeza ante Bulganin y Kruschev, los dos grandes jefes actuales del Kremlin. Y recibió, en tonos de exaltada convicción, esta respuesta: “Esos eran auténticos héroes rusos, defensores de la patria rusa, de su independencia y de su engrandecimiento. Lo mismo que nosotros. No se engañen ustedes a este respecto”. Los que se engañan a este respecto en el mundo occidental es porque están ciegos o porque quieren engañarse voluntariamente. Les hablaron de “la marcha ineluctable de la historia hacia el triunfo mundial del comunismo”. Y les insinuaron claramente que Alemania podía volver a ser una gran potencia y que, de acuerdo con la URSS, podría contribuir a la transformación de la inmensa China en unos cuantos años y aspirar al dominio del mundo. “Con Alemania conseguiríamos esto mucho antes y mejor; de todos modos lo conseguiremos más pronto o más tarde”. Resulta curioso anotar asimismo que, en una de sus conversaciones con el tosco y brutal Kruschev, que se excusaba constantemente de sus maneras de “campesino ucraniano”, le dijo a Schmid, riendo no sin cinismo: “Marx y Engels son el mejor regalo que le ha hecho Alemania a Rusia en el pasado”. Y trató de demostrarle, al parecer con sincera convicción, que los únicos que habían sabido -y sabían- interpretar la dialéctica marxista (?) eran los bolcheviques rusos y los comunistas que, en el mundo entero, siguen su inspiración, mientras que los pobres socialdemócratas alemanes...
Vale la pena que nos paremos un momento en torno a los retratos y a las realidades rusas que pinta Marx, no solo por su valor de curiosidad histórica, sino por su paralelismo con la actualidad. Marx se refiere a la historia “general de la política rusa” y dice: “La influencia preponderante que Rusia ha ganado por sorpresa en Europa en diferentes épocas ha llenado de miedo a los pueblos del Occidente, que se han sometido como ante una fatalidad o sólo han resistido esporádicamente. Pero paralelamente con la fascinación vemos renacer constantemente un escepticismo que la sigue como su sombra, mezclando la nota ligera de la ironía con los gritos de los pueblos agonizantes, burlándose de la verdadera grandeza de la potencia rusa como un histrión adopta una actitud para deslumbrar a los otros y para engañarles. Ha habido otros imperios que, en su infancia, han suscitado dudas semejantes, pero Rusia se ha convertido en un coloso sin haberlas disipado. Ofrece en la historia el único ejemplo de un inmenso imperio que, incluso después de unas realizaciones de importancia mundial, no cesa de ser considerado como un asunto de creencia y no de hecho. Desde los comienzos del siglo XVIII hasta hoy, no existe un solo autor que no se haya creído dispensado de demostrar ante todo su existencia, antes de glorificarlo o de criticarlo. Pero que nos situemos en espiritualistas o en materialistas respecto de Rusia, es decir, que consideremos su existencia como un hecho palpable o como una simple visión de pueblos europeos con la conciencia cargada de remordimientos, el problema sigue siendo el mismo: ¿Cómo es que esta potencia -o este fantasma de potencia- ha llegado a tener tales dimensiones, suscitando por un lado la denuncia apasionada que constituye para el mundo al repetir el fenómeno de una monarquía universal, y por el otro la negación furiosa de esta amenaza?”. Todas estas observaciones ¿no encuentran su cuadro apropiado en las realidades de hoy?
El más abyecto de los zares fue Iván Kalita, el verdadero fundador del Imperio moscovita. Le sigue en abyección Iván III. “Iván I Kalita e Iván III, llamado el Grande, personifican el ascenso de la Moscovia por medio de la dominación tártara y de la emancipación de la potencia moscovita de la autoridad tártara. Desde su aparición en la escena histórica, toda la política de Moscovia se resume en la historia de estos dos individuos”. Tras esta premisa, Marx: prosigue: “La política de Iván Kalita fue sencillamente la siguiente: representar el abyecto papel de instrumento del Kan y luego servirse de su autoridad para volverla contra los príncipes rivales y contra sus propios súbditos. Para realizar este objetivo, necesitó engañar a los tártaros halagándolos cínicamente y haciendo frecuentes viajes a la Horda de Oro. Pidió humildemente la mano de las princesas mogólicas, dio pruebas de un celo sin límites en la defensa de los intereses del Kan, ejecutó sin escrúpulo alguno sus órdenes, calumnió odiosamente a sus propios familiares, fue a la vez verdugo, sicofante del tártaro y esclavo en jefe. Mantenía la inquietud en el ánimo del Kan revelándole continuamente la existencia de conspiraciones secretas. Cuando la rama de Tver demostró ciertas veleidades de- independencia nacional, corrió hacia la Horda para denunciarlas. Allá donde encontraba una resistencia cualesquiera, hacía que interviniera el tártaro para aplastarla”. “Por medio de la corrupción y del engaño, lo persuadió (al Kan) que debía asesinar a sus rivales más inmediatos empleando las peores torturas”. “Todo su sistema puede resumirse en estas palabras: el maquiavelismo de un esclavo-usurpador. De su propia debilidad, su esclavitud, sacó el principio de su fuerza”. Tal fue la escuela de Stalin -y del estalinismo mundial- y no el marxismo. Mejor aún: por el camino del materialismo dialéctico de Marx y Engels, Lenin primero y Stalin después han vuelto al maquiavelismo tártaro de Iván Kalita e Iván III. Es “el marxismo con salsa tártara” de que hablara Charles Rappoport.
Después de la conquista de Kazán, Iván III emprendió la conquista de Novgorod, cabeza de las Repúblicas rusas independientes. Primero provocó el miedo con sus preparativos y sus ataques militares. Después dio pruebas de moderación e hizo redactar un acta de rendición lo suficientemente equívoca para interpretarla en cada momento como le conviniera. Atizó las disensiones entre los plebeyos y los patricios, sostuvo una vez a los primeros contra los segundos y viceversa para acabar imponiéndose a todos por el terror y esclavizando totalmente la ciudad y el territorio, Lo mismo hizo después con la República de los cosacos, con Polonia... ¿No ha hecho lo mismo Stalin con los numerosos países que ha ido conquistando?
Como observa Marx, “Iván III no hubiera podido dar sus golpes si no hubiera empezado por corromper. La unidad de sus propósitos era en él duplicidad en la acción”. Y en otra parte: “Basta cambiar los nombres y las fechas para evidenciar el hecho de que entre la política de Iván III y la de la Rusia moderna no solo existe una similitud, sino una identidad”. E insiste: “Fue esta también la política de Pedro el Grande. Y sigue siendo la de la Rusia moderna: sólo cambian los nombres, el lugar y la naturaleza del poder enemigo que debía hacer servir a sus fines”. Marx dice asimismo que “Pedro el Grande supo unir la habilidad política del esclavo mogol a las orgullosas aspiraciones del amo al que Gengis Kan le había legado la tarea de conquistar al mundo”. Estas observaciones no necesitan comentario.
En un documento diplomático inglés de 171ó, referente a Pedro el Grande y que estudia a fondo Marx, se hace esta observación: “Su flota se mantenía siempre al margen del peligro y a una sólida distancia cada vez que un encuentro entre daneses y suecos se presentaba como probable. Esperaba, una vez que estos dos países se hubieran destruido mutuamente sus flotas, convertirse en el amo del Báltico”. Esta misma política la aplicó Stalin en España en el transcurso de la guerra civil: sus técnicos militares y sus agentes debían mantenerse al margen del peligro, sacando el mayor provecho posible de la sangre derramada y de la destrucción del país; la guerra debía prolongarse el mayor tiempo posible, alejando el peligro de guerra de sus fronteras hacia el Occidente y pronunciando la rivalidad entre Alemania e Italia y Francia e Inglaterra (8). Y al mismo principio obedeció su pacto con Hitler: hacía inevitable la guerra de autodestrucción entre las potencias y acariciaba el proyecto de imponerle después su ley a una Europa deshecha y arruinada.
Marx observa también que Rusia realizó sus conquistas contando -ya entonces-  “con la cobardía y la timidez de las potencias occidentales”. Refería la historia de un oso que, según un sabio, era capaz de todo y concluía: “También el oso ruso es capaz de todo, principalmente cuando sabe que sus concurrentes, los otros animales, no son capaces de nada”.
Leyendo las agudas e inequívocas observaciones del gran pensador socialista, cabe preguntarse si fueron escritas teniendo en cuenta la Rusia de los zares moscovitas o la Rusia de Stalin y de sus sucesores. Los siglos transcurridos no les han impedido a estos últimos volver a la tradición y tomar a su cargo las viejas aspiraciones de conquista y de dominio y la asimilización de sus pérfidos métodos, a cuyo servicio han puesto las modernas conquistas de la técnica y de la psicología y unas bien adiestradas quintas columnas a través del mundo. Ante esta realidad, son muchos los que sienten la tentación de hablar de “la eterna Rusia”. Yo no creo en “la eterna Rusia”, como no creo en una “eterna España” o una “eterna Alemania”. Cierto es que el clima, la geografía física, las dimensiones de un país, las condiciones naturales de su economía y, en fin, su historia, les imprimen unas características determinadas a los pueblos. Pero la creencia en la “eternidad” de estas características es un absurdo anticientífico y equivale a la aceptación de una especie de “fatalismo” y de “racismo” respecto de los pueblos. En su desarrollo histórico, todos los pueblos han conocido períodos de esplendor y de decadencia y han alternado lo bueno con lo malo.
A mi juicio, la explicación es otra. La. Rusia de los zares era una Rusia atrasada, feudal, teocrática, semibárbara. Todo lo que ha producido de sanamente intelectual e inquieto, de verdaderamente espiritual e independiente, chocaba con esa Rusia y aspiraba profundamente a su “'occidentalización”. La influencia de Voltaire y de los enciclopedistas se dejó sentir fuertemente entre las élites avanzadas rusas y bajo la influencia de la Revolución francesa y del propio Napoleón -no obstante su terrible descalabro en Rusia-, los famosos decembristas aspiraban a implantar una monarquía constitucional. Todos los movimientos sociales y todas las conspiraciones terroristas tenían por fin abatir el absolutismo y abrirle cauces a la libertad. Sea cual fuere la natural influencia del medio, todos se sentían “occidentalistas”.
¿Qué significaba el “occidentalismo” para Rusia? La liquidación del feudalismo terrateniente y del absolutismo teocrático, la distribución de las grandes propiedades entre los campesinos pobres, el desarrollo de la industria y, por ende, el de un auténtico proletariado, el acceso de las masas a la cultura y al civismo, la democratización de la vida pública y de las costumbres... Es decir, la revolución democrática que habían realizado los países occidentales y que deseaban para su país los marxistas Plejanov y Martov.
La “occidentalización” de Rusia, Lenin la deseaba teóricamente. Ponía sus esperanzas en la revolución alemana como una garantía de salvación de la propia revolución rusa y como un medio de transformación de la atrasada economía heredada del  zarismo. “O la revolución internacional vendrá a salvar la revolución rusa o ésta perecerá”. Reconocía así sin lugar a dudas que la revolución rusa no podía salvarse por sí misma, por sí sola. La dirección de la revolución internacional debía asumirla un país económica y culturalmente avanzado como Alemania. ¿No reconocía así la superioridad de los países occidentales? Esta superioridad queda implícitamente reconocida en esta otra fórmula: “El comunismo es el poder de los Soviets más la electrificación de todo el país”. Al pronunciar esta frase pensaba en Norteamérica, en su desarrollo técnico y en su poderío industrial.
Pero ¿acaso sus métodos no se oponían a la “occidentalización” de la vida rusa? Que esos métodos habían sufrido la influencia de la tradición de Rusia, de su medio y de su mentalidad, me parece evidente. Lenin creyó siempre que los métodos democráticos de organización, que habían presidido la formación de los partidos socialistas occidentales, no eran viables en Rusia. De ahí su concepción burocrática, conspirativa y dictatorial del partido y de la revolución. Esto lo vio Martov quizá como nadie al decir -conviene repetir la cita- que “el bolchevismo ruso andaba unido a la naturaleza agraria del país, a la ausencia de una verdadera educación política de los medios populares y, en general, a los factores puramente nacionales”. Estos factores eran los de la tradición rusa. El “maquiavelismo tártaro” (Marx) y “el marxismo con salsa tártara” (Rappoport) parecían darse el abrazo por encima de los siglos. La herencia de Gengis Kan no solo la vio Marx en Iván III, en Iván el Terrible y en Pedro el Grande, sino que la hubiera visto acrecentada en perfidia, en brutalidad y en ambición de dominio en el zar rojo Stalin. El absolutismo zarista, pasando por los métodos antidemocráticos de Lenin, ha conducido al totalitarismo y al imperialismo estalinianos. Éste condena con saña en la URSS el “cosmopolitismo”, es decir, la influencia occidental siempre viva entre los intelectuales y entre los obreros. Y sigue amenazando a la civilización europea y universal, en la que ponían sus esperanzas Marx y Engels. El problema consiste en saber si “los pueblos de Occidente” cederán “al miedo” y se someterán “como ante una fatalidad” o, por el contrario, estarán dispuestos a salvar la civilización y la libertad humanas.
Marx, autor maldito en la URSS
Quiero empezar este capítulo evocando a una de las figuras más sabias, nobles y desinteresadas de cuantas conocí en Moscú en mis tiempos de funcionario de la Internacional Comunista: la figura venerable del gran marxólogo -sin duda alguna el primer marxólogo de este siglo- D. B. Riazanov. Creo recordar que me lo presentó Andrés Nin en el Kremlin, en marzo o abril de 1925 (9). Conquistó en seguida mi simpatía humana. Fueron dos las figuras que conquistaron plenamente mis simpatías desde el primer momento, desde la primera mirada y el primer apretón de manos: Bujarin y Riazanov. Zinoviev, antiguo colaborador de Lenin y presidente entonces de la Internacional Comunista, me impresionó poco; su rizosa cabeza de procónsul romano, su cuerpo más bien rechoncho, su voz un tanto aflautada y sus maneras ligeramente feminoides, me lo hacían poco simpático. El viejo Kalinin me producía el efecto de un pobre hombre; quizá por eso -y porque era por su origen mitad obrero y mitad campesino- lo nombraron Lenin y Trotski, cuando se disponían a dormir una siesta, Presidente de los Soviets. Radek, el mejor periodista de la Internacional, se me hacía bastante ingrato por su desidia física y vestimental, y Bela Kun -los veía con frecuencia juntos-, el efímero exjefe de los Soviets de Hungría, me hacía el efecto de un carnicero. ¿No lo había censurado Lenin violentamente por sus excesos terroristas en Ucrania? Stalin me impresionó vivamente: me hizo el efecto de un domador de circo. Vestía entonces una sencilla rubasca y calzaba unas botas altas; su rostro semicuadrado y de rasgos vulgarotes, cortado por un mostacho negro, su frente estrecha y obstinada y, sobre todo, el movimiento martilleante de su brazo derecho al hablar sin brillo ni elocuencia, me produjeron sin duda esa extraña impresión. ¿Quién me hubiera dicho que se disponía a domar a la revolución, a todos los revolucionarios, a los pueblos de la URSS?
Bujarin y Riazanov eran, sin duda alguna, las dos figuras más nobles y simpáticas de los primeros años del Komintern. No obstante su calvicie prematura, Bujarin era el más joven de los líderes bolcheviques, y más que joven juvenil: reía y bromeaba y parecía siempre dispuesto a hacer una travesura. Brillaba por su inteligencia ágil y por su penetración rápida. Aunque robusto y vigoroso, Riazanov parecía rozar ya la madurez, casi una ancianidad prematura, con su bigote y su barba blancos. Era directo, sencillo, franco. No se mezclaba en intrigas ni en zancadillas; para él la política era algo noble y elevado, sin ambiciones mezquinas, sin afán de poder ni de dominio: un arte, en suma, compuesto de pensamiento y de moral. ¿La moral en acción, de que hablara Robespierre antes de su cuerpo a cuerpo con los girondinos, los hebertistas y los dantonistas? Era miembro del Comité Ejecutivo de los Soviets, uno de los fundadores de la Academia comunista de Moscú y el fundador y director del Instituto Marx-Engels (1922). Bujarin y Riazanov amaban a la juventud y ponían todas sus esperanzas en ella; los otros, por el contrario, creían tener derechos adquiridos y desconfiaban celosamente de los jóvenes.
Riazanov me invitó a visitarle en el Instituto Marx-Engels. Un par de horas pasé con él visitando las dependencias; con un entusiasmo casi juvenil y la pasión del erudito -como el poseedor del más valioso de los tesoros-, me fue mostrando la correspondencia de Marx y Engels y de otros eminentes socialistas de su tiempo, las colecciones de periódicos y de revistas en que habían colaborado, sus manuscritos originales, numerosísimos libros y folletos en todas las lenguas... Acariciaba aquellos amarillentos y venerables papeles con delicadeza y amor. Y me daba unas explicaciones que me llenaban de orgullo. ¡Era yo tan joven y tan ignorante a su lado! Mi simpatía por él se convirtió en cariñosa adhesión.
Más de setenta años hace que murió Carlos Marx y más de cincuenta su gran amigo e íntimo colaborador Federico Engels; desde hace más de un siglo, la doctrina por ellos fundada ocupa un lugar preponderante en la economía y la filosofía social e inspira, más o menos legítimamente, vastos movimientos humanos; sin embargo sus obras completas no han sido reunidas y editadas jamás en ninguna lengua. Como dice el gran marxólogo Maximiliano Rubel, “una fatalidad trágica parece pesar sobre su obra”; “no existe todavía una edición íntegra de sus escritos, escritos que invocan, sin embargo, millones de hombres” (10). No obstante su deseo, Engels no pudo publicar las obras completas de Marx ni escribir su biografía. Se había propuesto hacerlo Leonor Marx, la más joven de las hijas del gran teórico, pero el suicidio se lo impidió. Las vivas polémicas entre Kautsky y Bernstein, que habían vivido en la intimidad de Engels, le impidieron al partido socialdemócrata alemán, que había heredado todos los papeles de los dos fundadores del socialismo científico, cumplir esa misión. Mehring publicó en 1902 tres volúmenes con un cierto número de obras y escritos inéditos de los primeros tiempos de Marx y debía publicar una de sus mejores biografías; Kautsky reunió Las teorías de la plusvalía y Berstein y Bebel reunieron en cuatro volúmenes la Correspondencia Marx-Engels.
El bolchevismo triunfante en Rusia decidió emprender la ardua y nada fácil tarea de reunir todos los escritos de Marx y Engels y de editarlos. Infatigablemente, durante ocho años y haciendo constantes viajes al extranjero -y principalmente a Alemania-, Riazanov logró concentrar en el Instituto Marx-Engels los originales o las fotocopias de la totalidad de los materiales, documentos y manuscritos para la edición histórico-crítica de las obras completas de los grandes teóricos socialistas. El plan que Riazanov le sometió al gobierno bolchevique en 1922 -y para el que éste votó los créditos necesarios- debía comprender cuarenta y dos volúmenes in octavo repartidos en cuatro secciones: 1) las obras filosóficas, económicas –salvo El Capital-, históricas y políticas en diecisiete volúmenes; 2) El Capital comprendiendo numerosos y voluminosos manuscritos inéditos de Marx (13 volúmenes) ; 3) toda la correspondencia de Marx y Engels en diez volúmenes; 4) el índice general en dos volúmenes.
Riazanov no pudo publicar, de 1926 a 1930, más que cinco tomos de los cuarenta y dos previstos en su plan. Tres de estos tomos contenían, de acuerdo con sus previsiones, la correspondencia entre Marx y Engels. Quizá la importancia fundamental de los cinco volúmenes editados reside en las notas históricas y críticas introducidas por el propio Riazanov; atestiguaban la amplitud de su erudición marxológica, su gran independencia de criterio y la riqueza de su experiencia, cimentada por una treintena de años dedicados al estudio del marxismo. Sin el entusiasmo que vi en él, durante mi visita al Instituto Marx-Engels, no hubiera podido cumplir su paciente y tenaz cometido.
El noble y desinteresado militante y gran erudito no podría proseguir su obra. Lenin, Trotski, Bujarin habíansela confiado, habían puesto a su disposición todos los medios necesarios y le habían dado un voto de confianza; Stalin tenía que truncar su obra y su propia vida. Su erudición, la rectitud de su carácter y su independencia de espíritu le estorbaban. Íntegramente dedicado a su labor, Riazanov no había querido intervenir, que se sepa, en las luchas intestinas que se abrieron en el seno del partido bolchevique a la muerte de Lenin; sin embargo, estaba destinado a ser una de las víctimas del aspirante a dictador totalitario. Durante varios años, habíansele discernido los mayores elogios; hombre sencillo y moderno, ni los había solicitado ni se conmovía ante el incienso. Todavía en 1930, al cumplir sus sesenta años, fue festejado oficialmente y proclamado el más grande marxólogo de la época. La Academia socialista le dedicó incluso un volumen de 650 páginas. Un año más tarde caía bruscamente en desgracia. Sin dar la menor explicación, se le destituyó de su cargo de director del Instituto por él creado y organizado. Sin someterle a proceso y a juicio públicos -sin duda alguna porque no era posible fundamentar una acusación concreta contra él y porque, teniendo en cuenta su reciedumbre moral, no se hubiera prestado a la siniestra comedia de las confesiones-, fue detenido y deportado. Boris Souvarine afirma en su documentado y sólido Stalin -la mejor biografía aparecida hasta ahora sobre el trágico dictador totalitario- que Riazanov vivió en Saratov. Víctor Serge, que sentía una admiración sin límites por el viejo erudito marxista, me dijo en México que la causa de su desgracia provenía de su insumisión al curso estaliniano y a las falsificaciones teórico-históricas que este curso quería imponerle. Totalmente abandonado, pasó miseria, hambre, frío; parece que murió completamente desesperado, en vísperas de la segunda guerra mundial. Cada vez que evoco la. noble y recia figura de Riazanov, se indigna todo mi ser contra el crimen monstruoso -el más monstruoso quizá de todos- de Stalin.
Al Instituto fundado por Riazanov se le añadió el nombre de Lenin. Fue un incalificable abuso. Lenin podía ser considerado a lo sumo como un gran táctico y estratega revolucionario; nunca como un verdadero teórico y creador doctrinal, cuyo nombre pudiera completar o dignificar los de Marx y Engels. Pero Stalin necesitaba esos tres nombres juntos para poder monopolizar el marxismo, legitimar el bolchevismo leninista y cubrir sus traiciones y sus crímenes. Nombró para suceder a Riazanov a V. Adoratski, director de los Archivos del Estado; se limitó a publicar, de 1931 a 1935, seis nuevos volúmenes, prácticamente preparados ya por su antecesor. En 1935 fue suspendida la continuación de las ediciones. Los volúmenes impresos fueron liquidados como papel viejo; han desaparecido completamente de las bibliotecas rusas. El propio Adoratski conoció un triste destino: en 1940, según Rubel, desapareció su nombre de todas las publicaciones del famoso Instituto y en 1945 murió oscuramente. Ha sido siempre ésta la pérfida táctica de Stalin: servirse de unos hombres para liquidar a otros y luego liquidarlos a ellos mismos como inservibles.
Maximiliano Rubel, sobre la base de una documentación irrefutable -y que nadie ha refutado hasta ahora-, asegura que después de la liquidación de Adoratski se procedió a una depuración en regla de las obras de Marx y Engels “gracias a ediciones llamadas populares, limpias de toda erudición”. “Por otra parte se rusifica  la obra de Marx y de Engels, cuyos manuscritos inéditos son publicados exclusivamente en versión rusa. y es que, a menudo, cada página de un texto de Marx o de Engels contiene, como una anticipación, la condenación del régimen policiaco y esclavizador instaurado por Stalin en nombre del marxismo”. El volumen XI -tomo primero- de las Obras de Marx, aparecido en 1933, contiene los “artículos y la correspondencia de 1856 a 1859”. Rubel ha sometido ese volumen a un atento estudio y ha podido comprobar que figuran todos los escritos conocidos menos las “Revelaciones sobre la historia de la diplomacia en el siglo XVIII”, publicadas por Marx en once artículos aparecidos en The Free Press de Londres, entre agosto de 1856 y abril de 1857. Copiemos a Rubel: “El denso silencio que rodea este trabajo de Marx tiene la significación de una confesión. En efecto, el análisis a que Marx somete la política y la diplomacia rusas, desde Iván, llamado Kalita, hasta los Romanov, se opone diametralmente a toda la historiografía rusa sedicente marxista. En particular reduce a la nada la mixtificación nacional organizada a partir de 1931 por imposición de Stalin, después de la liquidación física y moral de la escuela histórica de Pokrovski”(11). “Reducida a su expresión más simple, la historiografía estalinista tiende a la glorificación de la política anexionista y expansionista del zarismo, erigida en aliada o en rival de las potencias occidentales e investida de todos los títulos históricos para preparar, como hacía la “democracia burguesa”, la herencia del socialismo. Es más, en la historiografía soviética es Oriente, y más particularmente Rusia, los que aparecen retrospectivamente bajo el aspecto más glorioso, como investidos de la misión de emancipar la humanidad. Se ve inmediatamente que esta manera de concebir el proceso de la evolución histórica se sitúa en el antípoda de todas las concepciones históricas, sociológicas y políticas de Marx. Así comprendemos fácilmente la razón de la supresión en la edición rusa de un texto de Marx que, publicado en 1933, inaugurado ya por orden de Stalin el culto de la grandeza nacional del zarismo, hubiera sido como una voz de ultratumba elevándose sobre los clamores patrióticos de la nueva escuela histórica, por completo prosternada ante el pasado glorioso de la patria”.
¿Se detiene aquí el atentado de la historiografía zarista-estaliniana contra la marxista? En modo alguno. En 1933 se escamotea uno de sus textos fundamentales; andando el tiempo, Stalin llega a corregir -ya adaptar- a Marx y Engels en beneficio de los zares moscovitas y en beneficio de sus propias concepciones expansionistas e imperialistas. El pacto con Hitler, el reparto y la invasión de Polonia y la agresión contra Finlandia, monstruosidades dignas de la autocracia zarista, ¿podían encontrar el menor viso de justificación en Marx y Engels? En mayo de 1941, poco antes de que Hitler “traicionara” el pacto firmado con Moscú e invadiera bruscamente a la URSS, Stalin publicó en la revista teórica del partido, bajo forma de una “Carta” destinada a los cuadros soviéticos, un trabajo sobre la “Política exterior del zarismo”. Esta “Carta” se levantaba particularmente contra un artículo escrito por Engels en 1890 y destinado a los marxistas rusos (12), conteniendo una requisitoria en toda regla contra la diplomacia moscovita, “orden jesuítica moderna que reclutaba sus miembros entre los aventureros extranjeros y que no retrocedía ante medio alguno -perjurio, corrupción, asesinato- para lograr sus objetivos. Esta sociedad secreta -afirmaba Engels-, desprovista de escrúpulos, pero dando pruebas de talento, contribuyó más que todos los ejércitos rusos a extender las fronteras de Rusia...” Fue ella la que logró “hacer de Rusia un país inmenso, poderoso y temible, y abrirle el camino hacia lo dominación mundial”. Como puede verse, este escrito de Engels completaba fielmente los escritos de Marx extractados en el capítulo anterior.
Conviene reproducir esta otra cita del marxólogo Maximiliano Rubel: “Como correctivo a la ideología oficial el jefe genial presentaba e imponía a la vez si no la apoteosis del zarismo, al menos su apología v la de su diplomacia imperialista. Se burlaba de la “ingenuidad” de Engels, bastante tonto para confundir la moral y la Política: le reprochaba finalmente el haber ignorado el imperialismo británico y su papel en los acontecimientos que, desde entonces, condujeron a la primera guerra mundial. Stalin defendía contra el occidente la política de conquista del zarismo, que “no fue en modo alguno el monopolio de los zares”. Fingiendo dirigir su crítica únicamente contra Engels, Stalin atacaba en realidad a Marx mismo, pues Engels en dicho artículo declaraba continuar la lucha contra la autocracia rusa. Por vez primera, el dueño de Rusia citaba los textos sagrados, no para utilizarlos o explotarlos, sino para contradecirlos abiertamente. Es, pues, Stalin mismo quien se encarga de destruir la leyenda que en los países occidentales los comunistas se esfuerzan en acreditar: aquélla según la cual la Rusia contemporánea es “el país del socialismo” y su dictador el heredero espiritual de Carlos Marx”.
En la marxista Rusia, Marx es un autor maldito, un autor condenado. Le han condenado los herederos de Iván Kalita, Iván III, Iván IV el Terrible y Pedro el Grande. Sus textos son o escamoteados o falsificados groseramente. Y es que están en contradicción abierta, fundamental, con toda la política interior y exterior del Kremlin. Sólo los políticos y los comentaristas ignorantes o de mala fe pueden pretender lo contrario. Yo no le niego a nadie el derecho de proclamarse antimarxista o de mantener una posición crítica respecto de la doctrina y de la obra de Marx y Engels; a lo que me niego rotundamente es a admitir que la Rusia imperialista, totalitaria, policíaca y terrorista tenga nada que ver con el marxismo y con el socialismo.
¿Ha quedado superado el marxismo?
Analizando a fondo las contradicciones entre las potencias capitalistas de su tiempo y el desarrollo que según sus previsiones dialécticas estaban llamadas a conocer, Marx estableció el anunciado de que “el capitalismo lleva la guerra en su seno como la nube lleva la tempestad” (13). Sobre la base de este enunciado y del desarrollo de las contradicciones capitalistas, los socialistas marxistas de la II Internacional presintieron bastante exactamente la primera guerra mundial y decidieron oponerse a ella, incluso recurriendo a la huelga general. No tiene la culpa Marx si, al ser puestos a prueba en 1914, sus seguidores, casi unánimemente, cayeron en el nacionalismo e incluso en la unión sagrada. Lenin lanzó contra ellos las peores acusaciones y encontró en su actitud una justificación escisionista -desde 1903, como sabemos, se había convertido en una especie de maniático de la escisión en el movimiento obrero ruso; andando el tiempo tenía que extender esa manía al movimiento obrero internacional-, pero es lo cierto que la mayoría de los bolcheviques cayeron también en el pecado chovinista.
Según Marx, el desarrollo técnico-industrial, la concentración capitalista y el desarrollo y la concentración consiguientes del proletariado debían conducir a la desaparición de las clases sociales mediante el triunfo de la clase obrera y la realización del socialismo. La Alemania de la postguerra reunía en líneas generales las premisas previstas y establecidas por Marx. Sin embargo lo que se produjo en esa Alemania fue el triunfo del nazifascismo y no el triunfo de la democracia socialista, en gran parte porque la división determinada y mantenida por el comunismo había reducido a la clase obrera a la impotencia. El fascismo en Italia y el nazismo en Alemania eran una respuesta, por otra parte, al bolchevismo totalitario en la URSS y a las descabelladas agitaciones, con mucho más de aventurerismo seudo-revolucionario que de sentido político, de los partidos comunistas. ¿Y no hizo Stalin todo lo posible por el triunfo de Hitler, con la esperanza de que destruyera a la socialdemocracia y ser él el heredero del nazismo? Todo esto, claro está, no podía preverlo Marx. Tampoco podía prever que la revolución bolchevique, que pretendió presentarse como la primera revolución proletaria mundial tenía que conducir a la peor tiranía jamás conocida. ¿Y podía acaso prever que el estallido de la segunda guerra mundial sería precipitado por la firma de un pacto entre el totalitarismo nazi y el totalitarismo estalinista? Los socia1istas de la II Internacional habían hecho de la lucha contra la guerra una de las bases fundamentales de su acción; de acuerdo con su concepción catastrófica la III Internacional de Stalin jugó abiertamente la carta de la guerra con la esperanza de que se autodestruyera Europa y ser ella la heredera de sus ruinas. ¿Y podía prever Marx,  en fin, que la actual tensión mundial, equivalente a un estado de guerra permanente, tendría como causa principal la existencia de un poder que se pretende revolucionario, proletario e incluso marxista? Las contradicciones capitalistas, determinantes de la guerra, según el enunciado marxista, se ven hoy superadas por las contradicciones entre el mundo totalitario comunista -y por sus afanes imperialistas de dominación mundial- y el llamado mundo libre, plagado a su vez de contradicciones internas. A este respecto, las teorías de Marx exigen una revisión a fondo.
Los socialistas occidentales -y los demócratas en general- tenemos que enfrentarnos hoy, en este dramático período de transición, con unas contradicciones tremendas. Enumeraremos las principales. El Kremlin, que pretende haber realizado el socialismo en la URSS y que aspira a imponerse en el mundo entero, nos ha  condenado virtualmente a muerte y si no ha cumplido todavía su sentencia es por el temor que le inspira la potencia capitalista más desarrollada del mundo: los Estados Unidos de Norteamérica. En los países que ha ido conquistando, los primeros sacrificados han sido los socialistas, los sindicalistas libres y los demócratas en general; indica esto cual es el trato que nos reservaría a nosotros si cayéramos un día en sus garras. Por principio doctrinal y por vocación humana somos pacifistas; sin embargo tenemos que apoyar la militarización y el armamento de nuestros países, la articulación de sus defensas, pues de lo contrario están condenados en estos países todos nuestros derechos y todas nuestras libertades y, con ellos, la posibilidad de construir una Europa y un mundo mejores. Somos fundamentalmente antiimperialistas y anticolonialistas; no podemos permitir, sin embargo, que al socaire del antiimperialismo y del anticolonialismo se expanda y engorde el imperio más brutal, rapaz y opresor jamás conocido: el Imperio heredado, como hemos visto, de Gengis Kan y de los zares moscovitas: pero ahora con ambiciones universales. Desearíamos, en fin mantener la independencia del movimiento obrero y del socialismo; pero una necesidad imperiosa nos obliga a buscar la alianza de todos los sectores democráticos, provenientes de la burguesía y de la pequeña burguesía, con el fin de salvaguardar nuestras libertades y nuestros derechos más elementales, sin los cuales resulta inútil hablar del porvenir del socialismo. Estas contradicciones -este drama tremendo- no podían preverlos Marx y Engels ni, tras ellos, Rosa Luxemburgo y Carlos Kautsky, si bien estos últimos anunciaron bien claramente lo que representaría para el futuro del movimiento obrero -y consiguientemente para la humanidad entera -el triunfo del bolchevismo divisionista. Ahí están, sin embargo, y nos corresponde a nosotros, socialistas y demócratas de este período de transición, comprenderlos claramente con el fin de determinar una línea política en consecuencia.
Es de todo punto evidente que entre los viejos enunciados doctrinales y el desarrollo de los acontecimientos, que ha conducido a la actual situación del mundo, media un abismo. Entre unos y otro se impone una diferenciación y una corrección de importancia, una revisión a fondo. No se trata de despertar más o menos caprichosamente la vieja querella entre revisionistas y ortodoxos; se trata de repensar todos los viejos postulados a la luz de la experiencia y de las nuevas realidades. Sólo los doctrinarios anquilosados, los que han convertido la ideología en una religión y la sociología en una ciencia muerta, pueden negar esta verdad. Materialista dialéctico –contrario, por consiguiente, a todas las doctrinas reveladas, a todos los dogmatismos cerrados, a todos los conceptos absolutos y permanentes-, Marx hacía depender una determinación política del previo estudio de los factores reales, de las situaciones concretas. Su gran aporte histórico-científico es el instrumento de investigación de las realidades, de los problemas, de las fuerzas en presencia, de los acontecimientos... Si se me permite un juego de palabras diré que lo único permanente en él era la posibilidad de corregirse a sí mismo permanentemente. De vivir en nuestro tiempo, ¿podría negarse a reconocer las realidades y las contradicciones más arriba apuntadas? Negándose a ello dejaría Marx de ser marxista.
En tiempos de Marx las ciencias psicológicas, por ejemplo, estaban en mantillas; el propio psicoanálisis no había hecho su aparición. El determinismo económico de Marx, justo en líneas generales, no puede explicarlo todo; la psicología del ser humano y, sobre todo, la psicología de las multitudes humanas, de las clases sociales, es mucho más compleja que todo eso. Los actos de los hombres y las acciones de las muchedumbres se ven determinados por factores tan poderosos -unos más o menos claros y explicables y otros todavía oscuros e inexplicables- como el simple factor económico. El nazifascismo, el estalinismo y el peronismo, por ejemplo -por no hablar de otros grandes fenómenos de nuestro tiempo-, no pueden ser explicados de una manera simplista. En pleno siglo XX unos regímenes totalitarios, contrarios a los intereses y al goce de la libertad de los pueblos, han logrado arrastrar a importantes fracciones de las masas populares. Un solo hombre, por medio de unos espejismos y de una mecánica burocrático-estatal, ha logrado alienar la conciencia y la voluntad de pueblos enteros e imponerse a ellos durante años y décadas. Esto no lo explica el simple determinismo económico ni el concepto genérico de la lucha de clases. Bastante semejantes en sus métodos de ejercicio del poder, de sometimiento de todos a la razón de Estado y a la mecánica dictatorial, esos regímenes totalitarios se han apoyado, sin embargo, en realidades económicas y en clases o fracciones de clases diferentes. ¿Qué duda cabe que Marx hubiera estudiado esos fenómenos de acuerdo con las nuevas nociones psicológicas y las realidades económicas, sociales y políticas originales? No quiero decir con ello que el materialismo dialéctico de Marx haya quedado completamente superado, sino que para la comprensión de los problemas y los fenómenos de nuestro tiempo es indispensable enriquecerlo con los nuevos aportes y las nuevas conquistas de las ciencias y de las técnicas.
La época de Marx fué, en realidad, la de la máquina de vapor. El industrialismo moderno, a cuyo extraordinario desarrollo hemos asistido más tarde -principalmente en Alemania y en los Estados Unidos-, no había hecho aún su aparición. ¿Dónde queda el aparato industrial británico que conoció Marx en su tiempo? La situación y los problemas que se planteaban entonces han quedado completamente superados. Por ejemplo, el desarrollo y la concentración capitalistas no han conducido a un enriquecimiento cada vez mayor de los ricos ni a un empobrecimiento cada vez mayor de las clases trabajadoras. En general, este hecho no se ha producido en parte alguna, pues, en mayor o en menor grado, en casi todos los países del orbe -incluso en los países subdesarrollados y coloniales, en los que la situación de las masas sigue siendo mala- han alcanzado los trabajadores condiciones superiores a las conocidas en tiempos de Marx. Quiere ello decir que el desarrollo y la concentración capitalistas no se han producido en favor tan solo de los detentadores del capital, sino en favor asimismo de las masas. Sean cuales fueren nuestras posiciones doctrinales y políticas, es ésta una realidad que no cabe desconocer. Tampoco, salvo en los países y en los períodos totalitarios, el poder político -y por consiguiente el Estado- han quedado cada vez más sometidos a las minorías privilegiadas; por el contrario, en los países democráticos las masas populares intervienen cada día más en la cosa pública, en muchos de ellos han ejercido o ejercen el poder los socialistas e incluso en los países antes coloniales asistimos a grandes movimientos populares por el afianzamiento de su independencia y la edificación de su soberanía.
Esta evidencia ¿dejaría de registrarla Marx si viviera? En manera alguna. ¿Dejaría de reconocer que en Inglaterra, por ejemplo, se ha hecho una revolución parcial mediante el impuesto progresivo sobre la herencia, que ha transformado las bases de la antigua propiedad tory, las nacionalizaciones fundamentales, la elevación de los salarios y los seguros sociales? Cierto es que no han desaparecido las bases y las formas de la propiedad privada y que las nacionalizaciones no pueden sustituir a las socializaciones o a la socialización general de los medios de producción y de cambio; no es menos cierto, sin embargo, que estamos asistiendo allí -y en los países escandinavos- a unas formas económicas y políticas mixtas, a un progreso constante de las masas trabajadoras en todos los órdenes. ¿Y qué decir de los Estados Unidos de Norteamérica? Aquí los partidos o los grupos que se han reclamado del marxismo han constituido siempre insignificantes minorías y hoy está de moda, como quien dice, ridiculizar a Marx; parecen creer que Lenin, Stalin y Kruschev son sus hijos legítimos y le hacen responsable o poco menos del actual desbarajuste mundial. En general sienten un desprecio profundo por las ideas socialistas -y por todas las ideologías y todas las filosofías sociales -y suelen repetir con fruición y hasta la saciedad: “Carlos Marx se equivocó; la realidad norteamericana lo prueba”. La realidad norteamericana constituye un fenómeno de primerísima importancia en nuestro  tiempo; pero no es, afortunadamente, la única realidad histórica y mundial. Cierto es que su realidad escapa a las influencias e incluso a las previsiones de Marx; Marx no se negaría, sin embargo, a reconocer y a estudiar esa realidad de acuerdo con su método dialéctico, como reconoció y saludó en su tiempo las promesas que veía en esa nueva y pujante democracia.
Sí; Norteamérica es el país más poderoso y próspero del mundo y, además, aquel que ha realizado, en progreso constante de veinticinco años a esta parte -desde el comienzo del New Deal-, la mayor equidad distributiva entre las diversas clases de la sociedad. Los capitalistas siguen siendo capitalistas y los obreros siguen siendo obreros, pero las diferencias en las condiciones de existencia entre los unos y los otros -la distribución de la renta nacional- se han ido acortando a un ritmo constante. Gracias, principalmente, a una fiscalidad severa y progresiva, los beneficios de las clases pudientes quedan cada vez más limitados; gracias a un constante aumento de su poder adquisitivo, base y ley de todo el progreso económico norteamericano, las masas gozan cada día de mayores beneficios materiales. No tenemos inconveniente en admitir, incluso, que ese progreso constante beneficia, en primer lugar, a la clase trabajadora. Sin el consumo en masa y cada día más generalizado, la producción en masa o en serie, incluso de los artículos que resultan un verdadero lujo para los europeos -el automóvil, la televisión, el refrigerador-, conocería una crisis grave. Una estadística sobre la distribución de la renta nacional, que considero ajustada a la realidad, da los siguientes porcentajes: por un lado, un diez por ciento de la población percibe 2.000 dólares anuales; por el otro lado, un diez por ciento de la población percibe 10.000 dólares anuales, y el otro ochenta por ciento percibe entre 3.000 y 8.000 dólares. Ningún otro país ha logrado acercarse, ni de lejos, a semejante equidad distributiva. Norteamérica es el único país que puede hablar, por otra parte, de un “capitalismo del pueblo”. Para Marx y los marxistas ortodoxos hubiera parecido esto una verdadera herejía. Una estadística reciente, que considero no menos exacta que la anterior, da las siguientes cifras: 1ó0 millones incursos en los seguros, 70 millones con libretas de las cajas de ahorros, 27.000 sociedades provistas de cajas de retiros privados, 7 millones de individuos poseedores de acciones registradas en la Bolsa... La concentración casi monstruosa de los aparatos de producción y de distribución no ha concentrado los beneficios capitalistas en un restringido número de individuos, sino todo lo contrario: los beneficios son distribuidos de año en año más equitativamente. Añádase a esto otro fenómeno muy norteamericano: que las poderosas organizaciones sindicales han llegado a acumular capitales inmensos, producto de las cotizaciones obreras; este otro aspecto del “capitalismo del pueblo” determina a la vez una concurrencia con las empresas capitalistas tradicionales y una mezcla o integración con ellas. Sin embargo, durante los últimos quinquenios, Norteamérica ha sido el país que ha conocido los mayores conflictos huelguísticos. ¿No exige todo esto una revisión a fondo de los viejos teoremas?
¿Qué vemos, por el contrario, en la Unión Soviética y en los países por ella colonizados? No obstante el origen revolucionario, socialista y marxista de la nueva sociedad, aquí se opone el capitalismo de Estado al “capitalismo del pueblo” norteamericano. No han sido restablecidas las formas de propiedad privada; la producción y la distribución no se hacen bajo el signo privado de los individuos y de las empresas formadas por individuos; pero ¿es posible hablar de realización del socialismo? Cualquier socialista y cualquier demócrata de buena fe sabe que no. Nadie pone en tela de juicio que la URSS es hoy la segunda potencia técnico-industrial del mundo, el segundo gigante de nuestro tiempo. Pero las masas populares soviéticas, ¿son más felices por ello? ¿Gozan de un nivel de vida y de un bienestar material superior a las de cualquier país capitalista medianamente evolucionado? Todo el mundo sabe que no. En general, sus condiciones de existencia son inferiores incluso a las condiciones bajo el zarismo. Los comunistas tratan de justificar la planificación total de la economía- y la pérdida de la libertad política y de todas las libertades y todos los derechos humanos- en nombre del porvenir, de una especie de paraíso futuro que exige el paso por el infierno presente. Este infierno dura ya demasiado y es lo cierto que no se le ve el fin. La realidad es ésta: que las masas populares han perdido toda libertad en nombre del desarrollo económico, pero este desarrollo no las ha llevado a un mejoramiento material; ha conducido tan solo a darle una potencia y un poder monstruosos al Estado. ¿Hay, acaso, signos reales de corrección? Tras el corto período que siguió a la muerte de Stalin, pareció quererse intensificar la producción de artículos de consumo corriente; después se ha vuelto a la primacía de la industria pesada- principalmente de los armamentos- en detrimento, como en el pasado, de las masas populares. Estas masas siguen siendo sacrificadas a una doble realidad: el mantenimiento de unas castas privilegiadas en el interior y de unas costosas quintas columnas en el exterior, dirigidas unas y otras al establecimiento de la dominación mundial. Hay que proclamar un hecho incontestable en nuestro tiempo: mientras que en las democracias capitalistas -en los Estados Unidos y en Inglaterra principalmente- la equidad distributiva entre las diversas capas de la población es cada vez mayor, en la URSS la desigualdad no cesa de crecer. Un trabajador soviético gana entre cuatrocientos y quinientos rubIos mensuales; un oficial del Ejército o de la NKVD, un jerarca del partido o de la administración, un director de fábrica o de koljos -en general, todas las capas superiores que constituyen la castocracia soviética- ganan entre 18.000 y 25.000 rublos mensuales. ¿Qué tiene que ver esto con el socialismo y con el marxismo? ¿y dónde están los tiempos en que Lenin preconizaba para los jefes el sueldo de un simple obrero especializado? En una palabra: mientras asistimos a una democratización en constante progreso en el mundo occidental -por encima de las dictaduras circunstanciales- y, como trataremos de demostrar más adelante, a una profunda revolución universal y universalista, el mundo soviético se aburguesa y se teocratiza y representa, en realidad, la verdadera contrarrevolución de nuestro tiempo.
El concepto de lucha de clases ha evolucionado grandemente, respecto de la época de Marx y Engels, por la sencilla razón de que las clases sociales han sufrido una evolución y una transformación desde el punto de vista del análisis histórico; la concepción marxista sigue siendo, en líneas generales, justa. En primer lugar: en los países más evolucionados, las economías no son ya absolutamente burguesas en detrimento de las otras clases de la sociedad, como hemos visto, sino economías mixtas. Los financieros, los industriales y los comerciantes no dominan el aparato del Estado a su guisa, sino que tienen que someterse cada vez más a los controles establecidos por éste en nombre de los intereses y de las necesidades generales. Durante la última guerra y durante la postguerra, han tenido que someterse a la producción necesaria al país determinada por la situación internacional, han tenido que aceptar el régimen de impuestos exigido por las necesidades nacionales e internacionales y el financiamiento de tales o cuales ramas de la economía y de estas o las otras regiones del globo según unas necesidades tácticas y estratégicas. El interés de clase y la voluntad de clase han tenido que someterse, en suma, a un interés superior. Superior, incluso, al de la nación, ya que en realidad -y como veremos luego -las políticas nacionales se ven determinadas, en general, por las necesidades internacionales. ¿No nos ofrecen un cuadro de esta realidad los Estados Unidos de Norteamérica, el país económicamente más evolucionado? En Inglaterra, en Alemania, en Francia -por no hablar de otros países -las economías presentan cada vez más un carácter mixto: aparte del sometimiento a las necesidades nacionales e internacionales más arriba apuntado, en estos países alternan las nacionalizaciones parciales con las empresas privadas. Estas nacionalizaciones, la planificación económica y las comunidades supernacionales -como la del carbón y del acero en Europa- se impondrán cada día más en nuestro mundo moderno. La sociedad burguesa no llega hasta un punto determinado y la sociedad socialista arranca del mismo, como lo han pretendido los doctrinarios bolcheviques; asistimos, por el contrario, a un período de transición -a un período mixto- en el que las formas de propiedad y las clases representativas se entremezclan, a la vez en colaboración y en lucha permanentes. ¿No había previsto Marx que un régimen social no desaparecía mientras llenaba un papel progresivo en la historia y mientras se desarrollaba en su seno el régimen llamado a sucederle? Preveía así un período de transición o período mixto; lo que no podía prever era las formas y las características de este período, sobre todo en nuestro tiempo.
Habiendo evolucionado las economías y las sociedades, las clases han evolucionado en consecuencia. ¿Dónde acaba la burguesía y dónde empieza el proletariado en los países evolucionados? ¿Cuál es la frontera? El proletariado propiamente dicho, ¿constituye todavía la mayoría en esos países? ¿y no aparece dividido en categorías económicas especializadas? ¿Qué ha sido de las clases intermedias de la época de Marx? La pequeña burguesía y las clases medias, ¿no han sido sustituidas por los técnicos, los intelectuales, los funcionarios y empleados de cierta categoría? En los países subdesarrollados, que han perdido su antigua forma colonial y están construyendo sus soberanías, nos encontramos con unas clases diferentes a las de las metrópolis: elementos feudales o semifeudales, burguesía y proletariado nacientes -indígenas más o menos mezclados con los restos colonialistas o semicolonialistas-, masas misérrimas y atrasadas... Generalmente los nacionalismos, fanáticos y explosivos, centran la lucha entre la población indígena en su conjunto y la población colonialista o semicolonialista; quiere ello decir que los perfiles de las clases, desde el punto de vista de la conciencia si no de la situación social, están todavía muy desdibujados. ¿Y no siguen existiendo clases en la sociedad soviética, no obstante la pretensión de haberlas abolido en nombre del pueblo y del socialismo? Indudablemente. Aparentemente estas clases no se asientan en determinadas formas de propiedad, ya que la propiedad privada no ha sido restablecida oficialmente; existen, sin embargo, unas castas privilegiadas, que gozan de altísimos sueldos y de toda suerte de ventajas -automóviles, viviendas lujosas o semilujosas, almacenes de suministros, sanatorios y casas de reposo...-; existen asimismo unas categorías intermedias entre las castas y las masas trabajadoras, tanto de la ciudad como del campo, muy desiguales a su vez desde el punto de vista del nivel de trabajo y de vida; y existen, en fin, millones de trabajadores forzados, una inmensa masa esclava, sin ningún derecho y percibiendo simples raciones alimenticias según las normas de trabajo que les permiten llenar sus fuerzas. Aun cuando no haya sido restablecida oficialmente la propiedad privada, es indudable que la castocracia forma ya un todo: los hijos de sus componentes son casi los únicos que tienen acceso a las carreras y a las funciones elevadas, viven en condiciones privilegiadas y están llamados a heredar estos privilegios. Por lo general un funcionario o un técnico, si por desgracia para él sufre deportación, incluso en la dirección y en la administración de los campos de concentración siguen formando parte de las castas privilegiadas. En una palabra: las clases sociales han sufrido toda una evolución y una transformación en los países más desarrollados, en los países subdesarrollados -coloniales o semicoloniales -y en los países sojuzgados por el totalitarismo comunista. El concepto de lucha de clases en nuestro tiempo exigida una clara definición de las clases en los diferentes países o bloques de países. ¿No es esto lo primero que harían Marx y Engels si vivieran?
Otro de los fenómenos fundamentales que caracterizan nuestro tiempo lo vemos en la transformación del internacionalismo. El internacionalismo de la época de Marx y Engels era un internacionalismo en realidad primitivo. Iba de abajo arriba: del individuo y de la sección local, pasando por la región o el departamento, a la formación sindical o política nacional y de ésta a la Internacional, sobre la base de unos enunciados doctrinales más o menos rígidos y de una disciplina de acción bastante flexible. En realidad lo permanente era la acción nacional y lo esporádico la acción internacional. Quizá por esto cada vez que la Internacional fue puesta verdaderamente a prueba fracasó lamentablemente. Por esto y porque sólo poseía partidos relativamente importantes en los principales países europeos; en los demás las secciones eran raquíticas y en realidad impotentes. La acción de estos partidos solía limitarse a la oposición contra los gobiernos burgueses, a las reformas y a las conquistas parciales, tanto desde el punto de vista económico como político. Incluso más tarde la Internacional Comunista, que pretendía ser el auténtico instrumento de la revolución proletaria internacional, no fue en realidad sino el instrumento de defensa de la revolución rusa y más tarde la simple prolongación internacional del nacionalismo imperialista ruso. Por otra parte, la política exterior de los gobiernos estaba sometida a su política interior: cada gobierno hacía la política extranjera que convenía a sus economías, a sus necesidades de exportación y de importación, a la expansión de sus productos o de sus capitales, a la conquista de materias primas y de mercados, al dominio de las comunicaciones y de las zonas de influencia, y, en fin, al equilibrio defensivo u ofensivo de sus ejércitos. El sistema de alianzas era, además, parcial, regional, limitado. Todas estas alianzas tenían por fin declarado salvaguardar la paz; todas estaban dirigidas, sin embargo, contra otro país o contra otras alianzas. En una palabra: de la misma manera que era parcial y limitado el internacionalismo de las organizaciones obreras -desde el punto de vista de las posibilidades reales si no de las aspiraciones doctrinales-, era limitada la política exterior o internacional de los Estados, fuertes o secundarios.
De una guerra mundial a otra, asistimos a una transformación completa del internacionalismo. La primera guerra mundial, la de 1914-1918, tenía por mira la distribución del mundo entre las grandes potencias, el reajuste de las fronteras y de las zonas de dominación; la segunda guerra mundial, la de 1939-1945, constituye un paso importante hacia la unificación del mundo bajo el dominio de dos grandes potencias: Alemania y el Japón si hubieran logrado ganar la guerra e imponer las condiciones de paz, los Estados Unidos de Norteamérica y la URSS si obtenían la victoria. Esta diferencia fundamental entre una guerra y otra, entre la distribución o la unificación del mundo, es de primerísima importancia para la comprensión de nuestro tiempo. Constituye, en realidad, toda una revolución: la resultante de un gran proceso evolutivo en todos los órdenes de la actividad humana y el punto de partida de una nueva época histórica, de una concepción profundamente universalista y humana. Hoy no sólo se han universalizado las comunicaciones y las culturas, sino las economías y las estrategias. La producción moderna de determinados artículos exige el aporte de materias primas o de materiales provinentes de los países más alejados los unos de los otros. La potencia y la suerte de grandes naciones depende, por ejemplo, del combustible producido en otro continente. Sin los mercados alejados muchas veces a miles de kilómetros, determinadas industrias metropolitanas y sus flotas conocerían una tremenda crisis. Lo nacional e incluso lo continental han quedado superados; hoy lo domina todo lo intercontinental, lo universal; la ley de la interdependencia entre las naciones y entre los continentes se impone cada vez más en nuestro tiempo.
El internacionalismo se ha desarrollado, ha sufrido una transformación completa, se ha invertido. No refleja tan solo las necesidades y las voluntades supernacionales, sino que las determina y las impone. Más que internacionalismo es ya auténtico universalismo: lo universal va de arriba abajo, del todo a la parte. En concepto general, las economías, las políticas y las estrategias nacionales han quedado sometidas a las leyes, a las necesidades y a las aspiraciones universales; la política exterior de los gobiernos determina y regula, en realidad, su política interior. En el interior de sus fronteras, cada Estado nacional parece mantener su autonomía administrativa; pero es lo cierto que el destino de estas autonomías nacionales, como el destino de cada individuo, dependen del destino del mundo. El bloque comunista, dirigido por Moscú y por Pekín, aspira a dominar al mundo y hace, por consiguiente, una política de proyecciones universales; queriéndolo o sin quererlo, los Estados Unidos de Norteamérica han tenido que abandonar su cómodo y próspero aislacionismo tradicional para ocuparse de los asuntos mundiales. Los dos gigantes del mundo, la URSS y los Estados Unidos, encabezan hoy, por encima de los intereses, de las contradicciones y de los particularismos, los dos bloques rivales en que ha quedado dividido nuestro universo. A ambos lados de la cortina de hierro, el universalismo de nuestro tiempo ha quedado dividido por dos conceptos, dos modos de vida y dos aspiraciones universales. Uno de los bloques ha quedado sometido a un concepto, una metodología y una mecánica totalitarios, mientras que el otro, en nombre del concepto genérico de libertad, registra y en líneas generales respeta todas las variantes; ello no impide, sin embargo, la división del mundo en dos bloques rivales. Una de estas variantes es el “neutralismo” adoptado por ciertos países o grupos de países, el papel de intermediarios que parecen querer jugar entre las grandes potencias rivales. Pero el hecho cierto es que sin la existencia y sin la garantía de los países democráticos, la expresión de ese neutralismo sería imposible. Que les plazca o no, los Estados Unidos, Inglaterra y Francia lo respetan; la URSS y la China lo utilizan hábilmente para debilitar al bloque rival y para intensificar su propaganda y su acción en los propios países neutralistas, pero si éstos cayeran un día bajo su dictadura totalitaria, acabarían violentamente con toda veleidad neutralista. ¿Acaso lo ignoran los Nehru, los Nasser y los Tito? ¿y los neutralistas en cada país democrático? No lo ignoran, no pueden ignorarlo; saben perfectamente que su destino depende del universalismo de la libertad y que, al fin y a la postre y de una o de otra manera, para defenderse tendrán que defenderlo y aplicarlo.
Desde el punto de vista político-estratégico, hemos visto en la actual postguerra varios ejemplos de los dos conceptos universales que se disputan la conquista y la dirección del mundo. Las guerras de Corea y de Indochina no fueron guerras locales, sino simples batallas de la guerra universal -unas veces fría y otras calientes- en determinados puntos del mundo. En torno a los petróleos de Irán pareció librarse un conflicto entre este país y la Gran Bretaña; no tardó en verse que el conflicto cobraba proporciones universales y que el resultado final iba a ser este: o el petróleo iraní iba a enriquecer el potencial soviético o seguía perteneciendo, bajo nuevos arreglos, al mundo occidental. En la propia Guatemala, pequeño país de tres millones de habitantes, en su aplastante mayoría míseros y analfabetos, asistimos hace un par de años, bajo las apariencias de una guerra civil de importancia local, a un conflicto universal entre los soviéticos y los norteamericanos, entre el mundo comunista y el mundo anticomunista. Y los conflictos del Próximo y del Medio Oriente y del África del Norte, ¿no son asimismo fases del gran conflicto mundial de nuestro tiempo? En una palabra: los conflictos locales son cada vez más un reflejo del gran conflicto universal de nuestro tiempo, una consecuencia directa o indirecta de éste. Lo repetimos: el todo determina la actitud de las partes o acaba imponiéndose a ellas. Los economistas, los políticos y los estrategas que no empiecen por comprender esta verdad, quedarán desplazados de las realidades del presente y del porvenir. Sus nacionalismos atrasados y rutinarios, herencia de una tradición superada, son una rémora en el camino del progreso. ¿No sería Marx el primero en comprender todo esto? ¿No estaba implícita en su dialéctica de la Historia esta transformación del internacionalismo “primitivo” en el internacionalismo universalista? Yo así lo creo.
¿Quién puede interpretar y aplicar más amplia y racionalmente este internacionalismo universalista? ¿El mundo soviético o el mundo occidental? Dicho de otra manera: ¿será administrado bajo el signo totalitario o bajo el signo de la libertad? De la respuesta que se dé a esta pregunta depende a mi juicio el destino del siglo XX -y quizá de los siglos venideros- y el ser o no ser de la humanidad en su conjunto. El totalitarismo y el nacionalismo son contrarios al universalismo de nuestro tiempo. Quiere ello decir que el mundo comunista, sobre todo tal como es hoy, representa la antítesis del universalismo. Después de su triunfo en Rusia, los bolcheviques pusieron todas sus esperanzas en la revolución internacional; Lenin, Trotski, Bujarin y sus compañeros comprendían perfectamente que sin la revolución internacional la revolución rusa estaba llamada a perecer, y así ha sido: el estalinismo se encargó de ahogarla en un inmenso río de sangre y de terror. Por el camino del “socialismo en un solo país”, doctrina antimarxista y antirrevolucionaria de Stalin, se ha llegado al monstruoso nacionalismo ruso actual. Cuando los imperios tradicionales se hunden irremediablemente uno tras otro, ese nacionalismo se convierte en un dinámico y agresivo imperialismo: podemos incluso decir que es ése el único imperialismo en pleno y brutal auge de nuestro tiempo. Ese nacionalismo totalitario e imperialista trata de protegerse y de proteger sus conquistas mediante la llamada cortina de hierro. Nada más antiuniversalista que la tal cortina de hierro. Al mismo tiempo, las quintas columnas obedientes a los mandatos del Kremlin tratan de exacerbar los nacionalismos por doquier. En sus buenos tiempos, la Internacional Comunista de Lenin y Trotski lanzó y agitó la consigna de los Estados Unidos Socialistas de Europa; cuando las fuerzas democráticas europeas tratan de realizar su unidad económica, política y estratégica, los comunistas, en nombre de la “independencia nacional” y de acuerdo con los nacionalismos más reaccionarios, se oponen tenazmente a toda unidad. Divididos, los países europeos podrán ser absorbidos más fácilmente. El Kremlin no concibe otra unidad que la impuesta totalitariamente por él. Tiene conciencia, por otra parte, de que la unidad europea, libre y democráticamente realizada, constituiría un factor revolucionario de primer orden respecto de los países satélites y de los propios pueblos de la URSS, ferozmente sojuzgados y colonizados. Al mismo tiempo que en Europa, los comunistas exacerban y explotan los nacionalismos en Asia, África y Latinoamérica. ¿Qué tiene esto que ver con el universalismo? Desde todos los puntos de vista, el imperialismo ruso-estalinista y sus instrumentos quintacolumnistas representan la negación más rotunda del universalismo. Por encima de las victorias -diplomáticas y militares- del comunismo en estos últimos años, debidas principalmente a los desaciertos y a las debilidades del mundo occidental, yo creo incluso que este universalismo, fundamento y meta de la gran revolución de nuestro tiempo, condena a la larga e irremediablemente al totalitarismo comunista. Tiene que enfrentarse éste, en realidad, con un drama tremendo: si mantiene la cortina de hierro creada por Stalin, corre un evidente peligro de asfixia interior, con el consiguiente descontento de los intelectuales, de las masas populares y de una parte de la propia burocracia -sobre todo de los técnicos- y un aumento del terror político-policiaco para contenerlo, y si abre o suprime esa cortina, en nombre de la llamada coexistencia, se expone a la penetración y al desarrollo del odiado “cosmopolitismo” –o sea el universalismo occidental-, llamado a revolucionar las bases del régimen totalitario. En una palabra: tanto el mantenimiento como la liquidación del espantoso régimen estaliniano encierra para el Kremlin inmensos peligros. La política de los actuales amos del Kremlin -y sobre todo los acuerdos del reciente XX Congreso del PC ruso -parece indicar que, por el momento al menos, el equipo de Kruschev-Bulganin-Mikoyan está dispuesto a adoptar una posición intermedia: condena a Stalin, en cuya cuenta carga todos los errores y todos los crímenes de los ú1timos veinticinco años, pata mejor salvar el estalinismo. ¿No han sido todos ellos cómplices de Stalin? ¿No han crecido y se han formado en su terrorífica escuela? Y la liquidación del estalinismo ¿no representaría un suicidio para todos ellos y para el régimen que representan? Y otra pregunta no menos importante: ¿durante cuánto tiempo podrán mantenerse en la actual situación, por demás equívoca y contradictoria? Más que de ellos mismos, eso dependerá del mundo occidental. Dependerá de la capacidad que demuestre en definir una clara política universal de la libertad -tanto respecto del mundo comunista como del mundo llamado libre-, en comprender y en solucionar los grandes problemas que le plantea la Historia. Es decir, en llevar a buen término la gran revolución creadora y constructiva de nuestro tiempo.
Estamos asistiendo, en efecto, a una revolución profunda y de valor universal; sus perfiles exactos no se nos aparecen todavía completamente claros porque no responden a ninguna de las concepciones revolucionarias tradicionales y porque  no podemos abarcar todavía todos los factores que la determinan. Percibimos los factores objetivos básicos de esa revolución, pero, teniendo en cuenta su importancia, su originalidad y su complejidad, no ha llegado a adquirir todavía un claro estado de conciencia. Tenemos que limitarnos, por consiguiente, a enumerar algunos de esos factores básicos.
Empezaremos por decir que la revolución creadora y constructiva de nuestro tiempo se opone fundamentalmente a las revoluciones catastróficas, cuyo modelo más acabado lo constituye la revolución bolchevique de 1917. Esta revolución es propia tan sólo de los pueblos atrasados y primarios, de unos pueblos que no han conocido la revolución democrático-industrial moderna. Para producirse y triunfar, necesitó la existencia de un Estado y de un régimen en plena descomposición, completamente superados e incompatibles con las necesidades modernas. Fue, en realidad, la consecuencia de una guerra catastrófica y del caos y la desesperación producidos por ella. En medio de ese caos y esa desesperación, era fatal la explosión revolucionaria y no menos fatal que la minoría más preparada, más audaz y mejor disciplinada se levantara con el poder. ¿A dónde ha conducido esa revolución? Nacida de la catástrofe, ha conducido a una catástrofe aún mayor. En efecto, las consecuencias no han podido ser más catastróficas para el pueblo que creyó alcanzar su emancipación y su liberación, para el propio partido monopolista del poder y para la humanidad entera. Su completo y total fracaso no necesita ser demostrado. El hecho de que la URSS haya llegado a ser una gran potencia técnico-industrial no prueba ni justifica nada: los países más avanzados de nuestro tiempo han llegado a serlo también sin necesidad de pagar el precio espantoso que ha pagado y paga aún el pueblo ruso. Desde el punto de vista político y social, es evidente que cualquier conquista democrática realizada en un país libre o de opinión pública resulta revolucionaria -positivamente revolucionaria -con relación a los países sometidos al totalitarismo comunista. La violencia como partera de la Historia suele conducir a partos infecundos y monstruosos, contrarios al verdadero progreso y a la verdadera emancipación y liberación del hombre y de los pueblos. Las revoluciones catastróficas sólo aprovechan hoy, en general, a las fuerzas al servicio de la tiranía totalitaria, del imperialismo más retrógrado y brutal, de la idolatría y el fetichismo más abyectos... Obsérvese que el comunismo sólo ha podido triunfar en países tan atrasados como Rusia y China y que en los países hoy satélites su triunfo se ha debido a una conquista de tipo imperialista y no a una explosión popular. Obsérvese, por otra parte, que el espejismo comunista sólo opera hoy en los países atrasados o subdesarrollados, y ello principalmente por culpa de la incomprensión y del empecinamiento de las metrópolis colonialistas. En cambio los países desarrollados y avanzados escapan a la influencia decisiva del comunismo y a las posibilidades de revolución catastrófica.
Uno de los factores más positivos de la revolución constructiva es la superación de los viejos nacionalismos europeos y la marcha ineluctable, por encima de los obstáculos circunstanciales, hacia la creación de los Estados Unidos de Europa. Ni económica, ni política ni estratégicamente, Europa podrá salvarse si no se une. Más o menos independientemente de la amenaza comunista, que obliga a la articulación de las voluntades y de los medios, esta verdad se impone cada día más por su propia virtud y su propia lógica. Otro de los factores de esa revolución es la inevitable desaparición de los imperios tradicionales y el establecimiento de nuevas relaciones, económicas y políticas, entre los países metropolitanos y sus antiguas colonias. En su propio interés y en interés de la causa democrática, los países avanzados o superdesarrollados deben ayudar a los países subdesarrollados a solucionar sus problemas: económicamente, contribuyendo al desarrollo de sus medios y a la elevación de sus condiciones de existencia; política y culturalmente, contribuyendo a la democratización de su vida pública y de sus costumbres. Si no se hace esto, el comunismo acabará apoderándose de esos países, que constituyen la aplastante mayoría de la humanidad, y arrojándolos contra el mundo civilizado y libre. Resulta cada día más evidente que la causa de la libertad se ganará o se perderá en los inmensos territorios de Asia, África y Latinoamérica. En fin, otro de los grandes factores revolucionarios de nuestro tiempo lo constituyen las realizaciones norteamericanas. Desde el punto de vista del desarrollo de la productividad y de la producción en masa, como de la distribución de la renta nacional, Norteamérica ha llegado a unos resultados de valor universal. Sin su asimilación y su aplicación, Europa no se salvará. y sin su extensión racional a los países subdesarrollados, éstos se perderán pronto o tarde. Los países prósperos y ricos y los países pobres y atrasados se necesitan indefectiblemente. La suerte de los unos condiciona la suerte de los otros.
El prodigioso desarrollo de las ciencias y de las técnicas modernas, y sobre todo el racional aprovechamiento de la energía nuclear para la producción y para las relaciones humanas, será finalmente el factor revolucionario más positivo del siglo XX. Todos los enunciados doctrinales de los teóricos y de los hombres de acción del siglo XIX quedan chicos ante las perspectivas de esa revolución universal. Esto parecen comprenderlo perfectamente lo mismo los jefes soviéticos que los jefes del mundo occidental. La energía nuclear ¿servirá para la destrucción del mundo o será su salvación, por encima de las contradicciones y de las rivalidades actuales? Nadie es capaz de contestar hoy a esta pregunta. El propio Marx si viviera no podría darnos una respuesta clara.
¿Ha quedado superado el marxismo? Yo no sé si he dado una respuesta convincente a la pregunta que encabeza este capítulo. Desde el punto de vista de las realidades de su tiempo y de la visión que estas realidades permitían establecer, Marx ha quedado evidentemente superado. Basta recurrir al método dialéctico del propio Marx para comprenderlo así sin lugar a dudas. Es lo que he tratado de hacer modesta y someramente. No creo haber traicionado con ello su memoria y su ejemplo, sino todo lo contrario. Quienes lo traicionan a diario son aquéllos que invocan su nombre para cubrirlo cínicamente de lodo y de sangre. Tal es el caso de los llamados comunistas y de aquellos que, en nombre del anticomunismo, se permiten identificarlos con Marx.
París, abril de 1956.
 
Notas
(1) Julián Gorkin, Europa ante el socialismo o ante la muerte, Ediciones Mundo, México, D. F. 1946. De Lenin a Malenkov (destino del siglo XX), Editorial del Pacífico, Santiago de Chile, 1954.
(2) La obra más documentada y seria sobre este periodo es, sin duda alguna, Three who made a Revolution, del ex comunista norteamericano Bertram D. Wolfe, que ha pasado largos años cotejando documentos y textos y registrando diversos testimonios directos.
(3)  Es sabido que si adoptaron la denominación de comunistas fue para diferenciarse de los socialistas utópicos. Actuaban, en realidad, en nombre del socialismo científico.
(4)  Cuadernos, de París, enero-febrero 1955.
(5)  En el libro, ya citado, De Lenin a Malenkov.
(6)  Los comunistas han negado siempre la existencia de campos de concentración en la URSS. Sin embargo, durante la visita de la delegación socialista francesa a Rusia, uno de los jefes de la NKVD les declaró imprudentemente que existía el propósito de ir liquidando y transformando esos campos de concentración. ¿Cómo se puede suprimir o mejorar una cosa que no existe? También negaban los crímenes de Stalin... hasta que se les ha dado estado oficial.
(7)  Suslov, encargado de la aplicación de los planes quinquenales, le dijo con clínica franqueza a Carlo Schmid: "En tiempos de Stalin, cada vez que asistía a las reuniones de1 Politburó me despedía previamente de mi familia. Y todos los otros miembros hacían otro tanto. A este respecto, algo ha cambiado en la URSS”. Schmid no le preguntó cómo había sido detenido y ejecutado Beria, responsable hoy, con Stalin, de todos los errores y todos los crímenes, según la versión de Kruschev.
(8)  El libro del general Krivitsky, Agente de Stalin, y el de Jesús Hernández, Yo fui un ministro de Stalin, después de mi propio libro Caníbales políticos (Hitler y Stalin en España), lo prueban abundantemente.
(9)  Andrés Nin asumía, con Losovsky, la Secretaría del Profintern (Internacional Sindical Roja). Fue expulsado de la URSS por Stalin. Con Maurín y conmigo, entre otros, fundó el POUM en España. Después de haber sido Consejero de Justicia de la Generalidad de Cataluña, fue detenido por la GPU rusa, ferozmente atormentado y finalmente asesinado. Conocemos hoy casi todos los detalles de este asesinato.
(10) Artículo aparecido en la revista Cuadernos, de París, de marzo de 1953.
(11)  El gran historiador Pokrovski, admirado por Lenin, condenaba severamente la obra de conquista de los zares moscovitas. Ya hemos apuntado que, enterrado en la Plaza Roja con todos los honores, Stalin hizo desenterrar sus huesos y los hizo desaparecer, al mismo tiempo que hacía desaparecer sus obras y liquidaba totalmente su escuela histórica.
(12)  Este artículo de Engels fue publicado primeramente en ruso, en el órgano de Plejanov y de Axelrod, y más tarde en alemán y en inglés.
(13)  Esta imagen es de Jean Jaurés, pero sobre la base del análisis de Marx.





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