Fuente: Karl Marx y Arnold Ruge
Anales franco-alemanes
La economía
política surgió como consecuencia natural de la extensión del comercio, y con
ella apareció, en lugar del tráfico vulgar sin ribetes de ciencia, un sistema
acabado de fraude lícito, toda una ciencia sobre el modo de enriquecerse.
Esta economía política o ciencia del
enriquecimiento, que brota -de la envidia y la avaricia entre mercaderes,
viene al mundo trayendo en la frente el estigma del más repugnante de los
egoísmos. Se profesaba todavía la ingenua creencia de que el oro y la plata
constituían la riqueza, y no se encontraba, por esta razón, nada más urgente
que prohibir en todas partes la exportación de metales «preciosos». Las
naciones se enfrentaban unas a otras como avaros rodeando cada una de ellas con
ambos brazos su querida talega de oro y mirando u sus vecinos con ojos
envidiosos y llenos de recelo. Y se recurría a todos los medios imaginables
para extraer de los pueblos con los que se comerciaba la mayor cantidad posible
de dinero contante y sonante, procediendo luego a colocar celosamente detrás de
la línea aduanera la moneda arrebatada.
Este
principio, aplicado del modo más consecuente, hubiera matado el comercio. De modo
que se comenzó a rebasar esta primera etapa; se comprendió que en las arcas
yacía inactivo el capital, mientras que en circulación se incrementaba
continuamente. Esta consideración hizo que se rompiera la reserva; las naciones
echaron a volar sus ducados como reclamo para cazar más dinero y se reconoció
que en nada perjudicaba el pagar a otro un precio demasiado alto por su
mercancía, siempre y cuando se pudiera obtener de él otro todavía mayor por la mercancía
propia.
Surgió así
sobre esta base, el sistema mercantil. Con él quedaba disimulada en parte la
avaricia del comerciante; las naciones se acercaron un poco más, concertaron
tratados de comercio y amistad, se dedicaron a negociar las unas con las otras
y, con el señuelo de mayores ganancias se abrazaban y se hacían todas las
promesas de amor imaginables. Pero en el fondo seguía remando entre ellas la
codicia y la avaricia de siempre, que estallaban de vez en cuando en las
guerras, encendidas todas ellas en aquél período por la rivalidad comercial. En
estas guerras se ponía de manifiesto que en el comercio, lo mismo que en el
robo, no había más ley que el derecho del más fuerte; no se sentía el menor
escrúpulo en arrancar al otro, por la astucia o la violencia los tratados
considerados como más beneficiosos.
La piedra
angular de todo el sistema mercantil es la teoría de la balanza comercial. En
efecto, como las naciones se aferraban todavía al principio de que el oro y la
plata eran la riqueza, sólo se consideraban beneficiosos aquellos tratos que, a
fin de cuentas, traían al país dinero contante. Para averiguar el saldo
favorable, se cotejaban las importaciones y las exportaciones. Quien exportaba
más de lo que importaba daba por supuesto que la diferencia afluía al país en
dinero efectivo y se consideraba enriquecido con ella. Todo el arte de los
economistas estribaba, por lo tanto, en velar porque al final de cada ejercicio,
las exportaciones arrojaran un saldo o balanza favorable sobre las importaciones,
j Y en aras de esta grotesca ilusión miles de hombres morían sacrificados en
los campos de batalla! También el comercio puede enorgullecerse, como se ve, de
su Inquisición y de sus Cruzadas.
El siglo XVIII, el siglo de la
revolución, revolucionó
también la Economía. Pero, así como todas las revoluciones de este siglo
pecaron de unilaterales y quedaron estancadas en la contradicción, así como al
espiritualismo abstracto se opuso el abstracto materialismo a la monarquía la
república y al derecho divino el contrato social, vemos que tampoco la
revolución económica pudo sobreponerse a la contradicción correspondiente. Las
premisas siguieron en pie por todas partes; el materialismo no atentó contra el
desprecio y la humillación cristianos del hombre y se limitó a oponer al hombre,
en vez del Dios cristiano, la naturaleza como algo absoluto; la política no
pensó siquiera en entrar a investigar las bases en las que descansaba el Estado
en y de por sí; y, por su parte, a la Economía no se le ocurrió preguntarse por
la razón de ser de la propiedad privada. De ahí que la nueva Economía no
representara más que un progreso a medias; veíase obligada a traicionar sus
propias premisas y a renegar de ellas, a recurrir al sofisma y a la hipocresía
para encubrir las contradicciones en que se veía envuelta y poder llegar a
conclusiones a las que la empujaba más el espíritu humano del siglo que las
premisas de las que partía. Esto hizo que la Economía adoptase un carácter
filantrópico; retiró su favor a los productores para encaminarlo hacia los
consumidores; aparentó una santa aversión contra los sangrientos horrores del 'sistema mercantil y proclamó el comercio
como un lazo de amistad y concordia entre las naciones y los individuos. Todo
aparecía envuelto en hermosos colores, pero las premisas, que seguían en pie,
no tardaron en imponerse de nuevo, y engendraron, en contraste con esta esplendorosa
filantropía, la teoría maltusiana de la población, el sistema más brutal y más
bárbaro que jamás haya existido, un sistema basado en la desesperación, que
venía a echar por tierra todos aquellos hermosos discursos sobre el amor de la humanidad
y el cosmopolitismo; engendraron y pusieron en pie el sistema fabril y la moderna
esclavitud, que nada tiene que envidiar a la antigua en cuanto a crueldad e
inhumanidad. La nueva Economía, el sistema de la libertad de comercio basado en
la Wealth of Nations (64) de Adam Sm ith, revela los mismos rasgos de
hipocresía, inconsecuencia e inmoralidad que actualmente se enfrentan en todos
los campos al libre sentido humano.
¿Quiere
decir esto que el sistema de A. Smith no representó un progreso en modo alguno?
Sin duda que sí, y un progreso, además, necesario. Era necesario, en efecto,
que el sistema mercantil, con sus monopolios y sus trabas comerciales, se
viniera a tierra para que pudiesen revelarse con toda su fuerza las
consecuencias reales de la propiedad privada; fue necesario que pasaran a
segundo plano todas aquellas
64
Cfr. Adam S m i t h , An Enquiry into the Nature and Causes of the Wealth of
the Nations, London 1776.
pequeñas
consideraciones localistas y nacionales para que la lucha de nuestro tiempo se
generalizara y cobrara un carácter más humano; fue necesario que la teoría de
la propiedad privada abandonase la senda puramente empírica, de la limitación
puramente objetiva y asumiese un carácter más científico que la hiciera responsable
también de las consecuencias, llevando así el problema a un terreno general más
humano; que la inmoralidad contenida en la vieja Economía se viera en la
tesitura de ser negada por su implícita hipocresía hasta el punto de intentar
su desaparición. Todo ello se hallaba implícito en la naturaleza misma de la
cosa. Reconocemos de buen grado que la justificación y la práctica de la libertad
de comercio nos han puesto en condiciones de remontamos por encima de la Economía
basada en la propiedad privada, pero debemos tener también derecho a presentar esa
libertad reducida a toda su nulidad teórica y práctica.
Y nuestro
juicio tendrá que ser, por fuerza, tanto más duro cuanto más pertenezcan a
nuestros días los economistas a quienes enjuiciemos. Mientras Sm ith y Malthus
sólo se encontraron con fragmentos sueltos, los economistas posteriores tenían
ya ante sí todo el sistema terminado; estaban a la vista todas las
consecuencias, aparecían bien de relieve las contradicciones, a pesar de lo
cual no fueron capaces de en tratar analizar las premisas, haciéndose sin embargo
responsables de todo el sistema. Cuanto más se acercan los economistas a los
tiempos presentes, más se van alejando de los postulados de la honradez. A
medida que avanza el tiempo, aumentan necesariamente los sofismas encaminados a
mantener la Economía a la altura de la época. Esto hace que Ricardo,65 por ejemplo, sea más culpable que
Adam Smith, y Mac Cultoch66 y Mili 67 más culpables que Ricardo. La
Economía moderna no puede ni siquiera enjuiciar cer
65 David Ricardo (1772-1823), famoso economista y
político inglés autor, entre otras cosas de Principies of Political Economy and
Taxation y del Essay on the Influence of a Law Price of Corn on the Profits of
Stock.
66 John Ramsay M'Culíoch (1789-1864), economista, alumno
y seguidor de Ricardo cuya obra completa publicó en 1846. Autor
de The Principies of Political Economy. Edinburgh, 1825. Essay on the
circumstances which determ ine the Rate of Wages and the Condition of Labourin.
67 James Mili (1773-1836), filósofo y economista,
seguidor de Ricardo. Autor de Elements of Political Economy, London 1821.
teramente el
sistema mercantil, porque ella misma peca de unilateral y se halla todavía impregnada
de sus premisas. Y sólo estará en condiciones de asignar a cada uno -de ellos
el lugar que le corresponde aquel punto de vista que se sobreponga a la contradicción
entre ambos sistemas, que critique las premisas comunes a uno y otro y que
parta de una base general y puramente humana. Los defensores de la libertad de
comercio son, como se demostrará, peores monopolistas que los mismos viejos
mercantilistas. Y asimismo se pondrá de manifiesto que bajo et falaz
humanitarismo de los modernos se esconde una barbarie de la que los antiguos ni
siquiera imaginaban; que el embrollo conceptual de éstos mostraba cierta
sencillez y consecuencia, si se le compara .con la ambigüedad lógica de sus
detractores, y que ninguna de las dos partes puede echar en cara a la otra nada
de lo que no tenga que acusarse a sí misma. De ahí que la Economía liberal
moderna resulte incapaz para comprender la restauración del sistema mercantil
de List, que para nosotros es perfectamente simple. La inconsecuencia y la
duplicidad de la Economía liberal tiene que disolverse de nuevo, necesariamente,
en las partes fundamentales que la integran. Así como la teología no tiene ante
sí más que dos caminos: o retroceder hacia la fe ciega o avanzar hacia la
filosofía libre, la libertad de comercio tiene necesariamente que provocar, de
una parte, la restauración de los monopolios, y, de otra, la abolición de la
propiedad privada.
El único avance positivo que ha
logrado la Economía liberal ha sido el desarrollo de las leyes de la propiedad
privada. Claro está
que estas leyes se hallan implícitas en ella, aunque no aparezcan todavía
llevadas hasta sus últimas consecuencias y claramente formuladas. De donde se
sigue que, en todos aquellos puntos en que se trata de decidir acerca de la manera
más rápida de enriquecerse, es decir, en todas las controversias estrictamente
económicas, los defensores de la libertad de comercio tienen la razón de su
parte. En las controversias, bien entendido, con los monopolistas y no con los
adversarios de la propiedad privada, ‘pues la superioridad de éstos para llegar
a conclusiones más acertadas de los problemas económicos, ha sido demostrada
hace largo tiempo, en la práctica y en la teoría, por los socialistas ingleses.
Así pues, en
la crítica de la Economía política investigaremos las categorías fundamentales,
pondremos al descubierto la contradicción introducida por el sistema de la
libertad comercial y sacaremos las consecuencias que se desprenden de los dos
términos de la contradicción.
La expresión riqueza nacional tiene
su origen sólo en el afán de generalización de los economistas liberales. Esta
expresión carece de todo sentido mientras exista la propiedad privada. La «riqueza nacional» de los
ingleses es muy grande, pero ello no impide que el pueblo inglés sea el más
pobre bajo el sol. Una de dos: o se prescinde de esa expresión, o se aceptan
las condiciones necesarias para que tenga sentido. Y otro tanto podemos decir
de las expresiones Economía nacional,
Economía política o Economía pública. En realidad, esta ciencia, mientras
se mantengan en pie las condiciones actuales, debería llamarse Economía privada, ya que sólo en aras de
la propiedad privada existen en la Economía relaciones públicas.
La
consecuencia inmediata de la propiedad privada es el comercio, el intercambio
de las mutuas necesidades, la compra y la venta. Bajo el imperio de la
propiedad privada, este comercio, como cualquier otra actividad, no puede por
menos de ser una fuente directa de lucro para quienes lo ejercen; dicho en
otros términos, todo comerciante tiene por fuerza que aspirar a vender lo más
caro y a comprar lo más barato posible. En toda compraventa se enfrentan, pues,
dos individuos movidos por intereses diametralmente opuestos, y el conflicto
que entre ellos se crea no puede ser más hostil, ya que el uno conoce perfectamente
las intenciones del otro y sabe que son antagónicas a las suyas. El primer
resultado de ello es, por lo tanto, de una parte, la mutua desconfianza, y de
otra la justificación de dicha desconfianza, el empleo de medios inmorales para
la consecución de un fin inmoral. Así, por ejemplo, uno de los primeros principios
del comercio es el secreto, la ocultación de cuanto pueda mermar el valor de la
mercancía de que se trata. Consecuencia de ello: al comerciante le es lícito
sacar el mayor provecho posible de la ignorancia, de la confianza de la otra
parte, y atribuir a su mercancía cualidades que no posee. En una palabra, el comercio es el fraude legal. Y que la
práctica confirma esta teoría nos lo podría decir cualquier comerciante que
quisiera hacer honor a la verdad. Él sistema mercantil aún podía alegar en su
favor una cierta franqueza católica, que no trataba de encubrir en lo más
mínimo la inmoralidad del comercio. Ya hemos visto cómo hacía gala de su vil
codicia. La hostilidad mutua entre las naciones, en el siglo xvIII, la
repugnante envidia y la rivalidad comercial que las movían, eran los resultados,
consecuentes del comercio en general. Aún no se había humanizado la opinión pública
y, por lo tanto, no había por qué disfrazar lo que no era más que una
consecuencia directa del carácter hostil e inhumano del comercio.
Pero cuando
Adam Smith, el Lutero económico, hizo la crítica de la Economía anterior a él,
las cosas habían cambiado ya mucho. El siglo se había humanizado, se había
hecho valer la razón, y la moral comenzaba a invocar sus títulos eternos. Los
tratados de comercio arrancados a la fuerza, las guerras comerciales., el
tajante aislamiento de las naciones, chocaban demasiado contra la conciencia
progresiva. La franqueza católica dejó el puesto a la hipocresía protestante.
Adam Sm ith demostró que también la humanidad se hallaba en la esencia del
comercio; que el comercio, en vez de ser «la fuente más fecunda de la discordia
y la hostilidad», debía convertirse en «el lazo de la concordia y la amistad,
tanto entre las naciones como entre los individuos» (V. W eatth of Nations,
libro IV, cap. 3, § 2),48 pues el
comercio, por su naturaleza misma, debía beneficiar en general a todos los que
participaran en él.
Y Smith
estaba en lo cierto al ensalzar el comercio como humano. En el mundo no hay
nada absolutamente inmoral; también el comercio tiene una faceta en la que paga
tributo a la moral y a la humanidad. Pero ¡qué tributo! el derecho del más
fuerte, el asalto a mano armada de la Edad Media, al convertirse en comercio,
fue humanizado en la primera etapa del comercio, caracterizada por la
prohibición de exportar moneda, es decir, en el sistema mercantil. Ahora se
humanizaba también éste. Por supuesto, es interés del comerciante mantenerse en
la mejor armonía, lo mismo con aquél a quien compra barato, que con el que le
compra caro a él. Obra, pues, muy torpemente la nación que induce a sus
proveedores o a sus clientes a una actitud hostil para con ella. A mayores
amigos, mayores ganancias. En esto consiste la humanidad del comercio, y esta manera
hipócrita de abusar de la moral con fines inmorales es precisamente lo que
enorgullece al sistema de la libertad comercial. ¿Acaso, exclaman los hipócritas, no hemos acabado con la
barbarie de os monopolios, no husmos llevado la civilización a los continentes
más remotos, no hemos hecho a todos los pueblos hermanos y reducido las
guerras? Sí, es cierto que habéis hecho todo eso, pero ¡Cómo lo habéis hecho!
\Habéis acabado con los pequeños monopolios, para dar más libertad y rienda
suelta a un gran monopolio básico, que es el de la propiedad; habéis civilizado
los confines de la tierra, para ganar nuevo terreno en que pueda desarrollarse
vuestra repugnante codicia; habéis implantado la fraternidad entre los pueblos,
pero una fraternidad de ladrones, y habéis reducido las guerras para poder lucraros
más con la paz y llevar hasta sus últimas consecuencias la-hostilidad entre los
individuos, la infame guerra de la competencia ¿Cuándo ni dónde habéis hecho
vosotros algo por motivos de pura humanidad, movidos por la conciencia de ¿Cuándo
ni dónde habéis hecho vosotros algo por motivos de pura humanidad, movidos por
la conciencia de que a nada conduce al antagonismo entre el interés colectivo y
el individual? ¿Cuándo habéis obrado por razones de moral, sin el resorte del
interés, sin obedecer en el fondo a móviles egoístas?
Después que
la Economía liberal había hecho todo lo que podía para generalizar la
hostilidad mediante la disolución de las nacionalidades y convertir a la humanidad
en una horda de bestias feroces —¿qué, si no, son los competidores?— que se
devoran las unas a las otras sencillamente porque cada una de ellas obra movida
por el mismo interés que las demás; después de haber preparado así el terreno,
no le quedaba ya más que dar un paso para alcanzar la meta, y ese paso era la
disolución de la familia. Le ayudó a lograrlo esa hermosa invención suya que es
el sistema fabril. Este se encargó de minar el último vestigio de los intereses
comunes, la comunidad familiar de bienes, que se halla ya —por lo menos aquí,
en Inglaterra—■ en
trance de liquidación. Es el pan
nuestro de cada día el que los
hijos, al alcanzar la edad legal para
trabajar, es decir, a los nueve años, empleen el
salario que ganan en cubrir sus propias necesidades, consideren la casa paterna
simplemente como una fonda y entreguen a los padres cierta cantidad por el
sustento y la habitación.
¿Y cómo podría ser de otro modo? ¿A qué otro
estado de cosas puede conducir el aislamiento de intereses que sirve de base al
sistema de la libertad comercial? Cuando un principio se pone en marcha, llega
por sí mismo hasta las últimas consecuencias, aunque los economistas no lo vean
con buenos ojos.
Pero el
mismo economista no sabe cuál es la causa a la que sirve. No sabe que, con
tocios su razonamientos egoístas, no es más que un eslabón en la cadena del
progreso general de la humanidad. No sabe que, al reducirlo todo a una trama de
intereses particulares, no hace más que desbrozar el camino para la gran transformación
hacia la que marcha nuestro siglo, que llevará a la humanidad a reconciliarse
con la naturaleza y consigo misma.
La siguiente
categoría condicionada por el comercio es el valor. Acerca de ésta y de las
demás categorías económicas no media disputa alguna entre los viejos y los
nuevos economistas, por la sencilla razón de que a los monopolistas, llevados
por la furia incontenible de enriquecerse, no les quedaba tiempo libre para
ocuparse de las categorías. Todas las disputas en torno a estos problemas han
partido de los modernos.
El economista,
que vive de contradicciones, maneja también, como es natural, un doble valor: el valor abstracto o real y el valor de
cambio. Acerca de la naturaleza del valor real han disputado durante mucho
tiempo los ingleses, quienes determinabanel coste de producción como la expresión
del valor real, y el francés Say, 69
que decía medir este valor con arreglo a la utilidad de la cosa. Esta disputa
viene ventilándose desde comienzos del siglo actual y al presente se ha adormecido,
pero no zanjado. Y es que los economistas no pueden zanjar nada.
69 Jean Baptiste Say (1767-1832)
economista liberal, en 1803 publicó el Traite d ’economie politique.
Los ingleses
—principalmente Mac Culloch y Ricardo— afirmaban, pues, que el valor abstracto
de una cosa se determina por el costo de producción. Bien entendido que se trata
del valor abstracto, no del valor de cambio, del exchangeable valué o valor en
el comercio, que es algo distinto. ¿Por qué —j fijaos bien!— por qué nadie, en
condiciones usuales y dejando a un lado el factor competencia, vendería una
cosa por menos de lo que le ha costado producirla? Pero, ¿qué tiene que ver la
«venta» aquí, en que no se trata del valor comercial? Volvemos a encontramos
con el comercio, es decir, con lo que precisamente se trataba de dejar a un
lado. ¡Y con qué comercio! ¡Con un comercio en el que no entra en juego el
valor fundamental, la competencia! Primero un valor abstracto; ahora, un comercio también
abstracto, un comercio sin competencia, es decir, un hombre sin cuerpo, un pensamento
sin cerebro para pensar. ¡Y el economista no se para siquiera a pensar que, al
dejar a un lado la competencia, no existe ninguna garantía de que el productor
venda precisamente al costo de producción! ¡Vaya embrollo! Prosigamos.
Concedamos,
por un momento, que todo sea tal y como el economista dice. Suponiendo que
alguien fabrique, con un tremendo esfuerzo y enormes gastos, algo totalmente
inútil, que nadie apetezca, ¿Tendrá esto también el valor correspondiente al
costo de producción? De ningún modo, dice el economista, pues, ¿quién lo compraría?
Nos sale, pues, al paso, de golpe y porrazo, no sólo la desacreditada
«utilidad» de Say, sino, además, —con la «compra»—, el factor competencia. No
es posible, el economista no acierta a retener su abstracción ni por un instante.
A cada momento se le desliza entre los dedos no sólo lo que trata de rechazar
por la fuerza, la competencia, sino también lo que es blanco de sus ataques, la
utilidad. Y es que el valor abstracto y su determinación por el costo de producción,
no son, en efecto, más que abstracciones, absurdos.
Pero demos
la razón, por un memento, al economista: suponiendo que fuese así, cómo iba a
determinar el costo de producción sin tener en cuenta la competencia? Cuando
investiguemos lo que es -el costo de producción veremos que también esta
categoría se basa en la competencia, y una vez más nos encontradnos aquí con
que el economista no puede convalidar sus afirmaciones.
Ahora bien,
en Say, nos encontramos con la misma abstracción. La utilidad de una cosa es
algo puramente subjetivo, que en modo alguno puede decidirse en términos
absolutos, por lo menos mientras nos movemos en medio de contradicciones. Según
esta teoría, los artículos de primera necesidad deberían tener más valor que
los artículos de lujo. El único camino por el que puede llegarse a una solución
más o menos objetiva, aparentemente general, en cuanto a la mayor o menor
utilidad de una cosa, bajo el régimen de la propiedad privada, es el camino de
la competencia que es precisamente el que se nos dice que dejemos a un lado.
Ahora bien, admitido el factor concurrencia, se deslizará en él el costo de
producción, ya que nadie venderá las mercancías por menos de lo que le ha
costado producirlas. Como vemos, también aquí uno de los términos de la contradicción
se trueca involuntariamente en el otro.
Intentemos
aclarar el embrollo. El valor de una cosa incluye ambos factores, que las
partes en litigio se empeñan, sin éxito como hemos visto, en mantener a la
fuerza divorciados. El valor es la relación
entre el costo de producción y la utilidad. El valor tiene que decidir,
ante todo, acerca del problema de si una cosa debe o no producirse; es decir,
acerca de si la utilidad de esa cosa compensa o no el coste de su producción.
Sólo partiendo de ahí cabe hablar de la aplicación del valor al cambio.
Suponiendo que los costos de producción de dos cosas sean iguales entre sí, el
momento decisivo para determinar comparativamente su valor será la utilidad.
Esta es la
única base justa sobre la que puede descansar el cambio. Pero, si partimos de
ella ¿quién ha de decidir acerca de la utilidad de la cosa? ¿simplemente la
opinión de los interesados? En este caso, saldrá defraudada, desde luego, una
de las partes. ¿O una determinación basada en la utilidad inherente a la cosa,
independientemente de las partes interesadas y para las que no les resulta
evidente? De este modo sólo podría establecerse el cambio mediante la coacción,
y ambas partes se considerarían defraudadas. Esta contradicción entre la
utilidad real inherente a la cosa y la determinación de esta utilidad, entre
dicha determinación y la libertad de las partes interesadas en el cambio, no
puede abolirse sin abolir la propiedad privada; y, abolida ésta, ya no se podrá
seguir hablando de cambio, tal y como el cambio existe en la actualidad. En
estas condiciones, la aplicación práctica del concepto del valor se circunscribirá
cada vez más a la decisión en cuanto a lo que haya de producirse, que es, en
efecto, su verdadera esfera de acción.
Ahora bien. ¿Cómo
están actualmente las cosas? Hemos visto cómo se desgarra violentamente el
concepto del valor y se trata de presentar a fuerza de gritar, a cada una de
las partes como si fuese el todo. Se pretende hacer pasar el coste de producción,
tergiversado de antemano mediante la competencia, por el valor mismo; otro tanto
ocurre con la utilidad puramente subjetiva, ya que no existe otra. Para que
estas definiciones tullidas se tengan en pie hay que recurrir en ambos casos a
la competencia, y lo mejor del asunto es que, en los ingleses, la competencia
defiende la utilidad frente al costo de producción, mientras que Say, por el
contrario, aboga por el costo de producción en contra de la utilidad. Pero ¡qué
utilidad y qué costo de producción se m anejan aquí! Una utilidad que depende
del azar, de la moda, del capricho de los ricos, y un costo de producción que
oscila con arreglo a la relación fortuita entre la oferta y la demanda.
La
diferencia entre el valor real y el valor de cambio responde a un hecho, a
saber: al hecho de que el valor de una cosa difiere del llamado equivalente que
por ella se obtiene en el comercio, lo que vale tanto como decir que no es tal
equivalente. Este llamado equivalente es el precio de la cosa, y si los
economistas fuesen honrados deberían emplear esta palabra para designar el «valor comercial». Pero no tienen más
remedio que mantener en pie, por lo menos, alguna apariencia de que el precio
coincide más o menos con el valor, para que no salga demasiado a relucir la inmoralidad
del comercio. Sin embargo, la afirmación de que el precio viene determinado por
la acción mutua del coste de producción y la competencia es totalmente cierta y
constituye una ley fundamental de la propiedad privada. Esta ley puramente
empírica es la primera que descubre el economista; y de ella abstrae luego su
valor real, o sea, el precio en el momento en que se equilibra la relación de
la competencia, en que coinciden la oferta y la demanda, en cuyo caso sobra,
naturalmente, el costo de producción, y esto es lo que el economista llama
valor real, cuando en realidad se trata simplemente de la determinación del
precio. En la Economía todo aparece, pues, de cabeza: el valor, que es lo originario,
la fuente del precio, se hace depender de éste, es decir, de su producto. En
esta inversión reside, como es sabido, la esencia de la abstracción, como puede
verse en Feuerbach.
Según el
economista, el costo de producción de una
mercancía está formado por tres elementos:
la
renta que hay que pagar por el terreno necesario para producir la materia
prima, el capital con su ganancia correspondiente y el
salario abonado por el trabajo requerido para la producción y la
elaboración. Pero inmediatamente se ve que capital y trabajo son uno y lo
mismo, pues los propios economistas confiesan que el capital es «trabajo acumulado». Quedan, pues, en
pie, solamente dos lados, el lado natural, objetivo, la tierra, y el lado humano,
subjetivo, el trabajo, que incluye el capital, y, además del capital, un tercer
factor en que el economista no piensa: el elemento intelectual que es la
inventiva, el pensamiento, y que coexiste con el elemento físico del trabajo
puro y simple. Pero ¿qué le importa al economista el espíritu inventivo? ¿Acaso
no se le han venido a la mano todos los inventos sin que él pusiera nada de su
parte? ¿Acaso le ha costado algo cualquiera de esos inventos? ¿Para qué tiene,
pues, que preocuparse de esto, al calcular el costo de producción? Las
condiciones de la riqueza son para él la tierra, el capital y el trabajo, y a esto
se reduce todo. La ciencia le tiene sin cuidado. Si gracias a Berthollet, a
Davy, a Liebig, a W att, a Cartwright,™ etc., recibe regalos que le enriquecen
y acrecientan su producción en proporciones infinitas ¿qué le importa a él todo
eso? Con esos factores, el economista no sabe hacer sus cálculos; los progresos
de la ciencia no entran en sus guarismos, Pero, para un cálculo racional que
trascienda de esa partición de intereses que es la tarea del economista, no
cabe duda de que el elemento espiritual entra en los elementos de la producción
y que también en la Economía debe ocupar el lugar que le corresponde entre los
costes de producción. Claro está que, ya en este terreno, es grato comprobar
cómo el cultivo de la ciencia resulta también rentable en el aspecto material;
un solo fruto de la ciencia, la máquina de vapor de Jam es W att ha aportado
más al mundo, en los primeros cincuenta años de su existencia, de lo que el mundo
ha gastado en cultivar la ciencia desde que el mundo existe.
Tenemos,
pues, en acción, dos elementos de la producción, la naturaleza y el hombre, y
un tercero que es a la vez físico y espiritual. Ahora podemos volver al
economista y a su costo de producción.
Lo que no
puede monopolizarse carece de valor, dice el economista, afirmación que más
adelante habremos de examinar de cerca. Si, en vez de valor, decimos precio, no
cabe duda de que la afirmación responde a la verdad, en un estado de cosas cuya
base es la propiedad privada. Si fuese tan fácil disponer de la tierra como del
aire, nadie pagaría renta por ella. Pero como no es así, sino que la extensión
de la tierra poseída es limitada en cada país, se paga una renta por la tierra
apropiada, es decir, monopolizada, o se le fija un precio. Pues bien, después
de estas dos palabras acerca del
70 Claude Louis Bert-hollet (1748-1822), Humphrey Davy
(1778-1829), Justus von Liebig (1803-1873), James Watt (1736-1819), F.dmund
Cartwright (1743-1843 \ químicos y científicos.
nacimiento
del valor de la tierra, resulta extraño oír decir a los economistas que la
renta del suelo representa la diferencia entre el rendimiento de la finca
rentada y la tierra de peor calidad, pero que aún compensa los esfuerzos del
cultivo. Tal es, en efecto, la definición que se da de la renta del suelo y que
Ricardo desarrolló en su totalidad por vez primera.
Esta
definición sería prácticamente exacta, indudablemente, a condición de que la
demanda reaccionase instantáneamente a la renta, poniendo fuera de
explotación, en seguida, una cantidad correspondiente de tierra de la peor
calidad. Pero no ocurre así. La definición, no es, por lo tanto, satisfactoria;
además no explica las causas de la renta del suelo, con lo que habría que
desecharía aunque no fuese más que por esta única razón. El coronel T. P. Thom pson,
miembro de la liga en contra de las leyes sobre el trigo /1 ha vuelto a poner
en circulación, en oposición a ésta, la definición de Adam Sm ith, justificándola.
Según él, la renta del suelo es la relación que media entre la competencia de
quienes aspiran a utilizar la tierra y la cantidad limitada de tierra
disponible. En esta definición se hace por lo menos una referencia al nacimiento
de la propiedad territorial; pero en «ella se excluye la diferente fertilidad
de la tierra, lo mismo que en la anterior se daba de lado la competencia.
Nos
encontramos, pues, con dos definiciones del mismo concepto, ambas unilaterales,
y, por lo tanto, definiciones a medias. Y, como hicimos con respecto al
concepto del valor, tenemos que combinarlas para encontrar la explicación
cabal, la que se desprende del desarrollo mismo de las cosas y que abarca, por
lo tanto, todos los casos de la práctica. Y así, vemos que la renta del suelo
es la relación que media entre la capacidad de rendimiento de la tierra, o sea,
entre el factor natural, (formado, a su vez, por las condiciones naturales y el
cultivo humano es decir, el trabajo invertido para mejorar la tierra), y el
factor humano, la competencia. Dejemos que los economistas se lleven las manos
a la cabeza ante esta «definición»; quiéranlo o no, se contienen en ella todos
los elementos que guardan relación con nuestro asunto.
El
terrateniente nada tiene que echarle en cara al comerciante.
71 Thomas Perronet Thompson (1783-1869), economista y
miembro del Parlamento inglés, uno de los fundadores de la Liga contía las
leyes a g r a r ia s . (Anti-Corn-Law-League.)
Roba al monopolizar
la tierra. Roba al explotar en su provecho el incremento de la población que
eleva la competencia, y, con ella, el valor de su tierra, al convertir en
fuente de lucro personal lo que es, para él, algo-puramente-fortuito. Roba al arrendar
su tierra, apropiándose las mejoras introducidas en ella por el arrendatario.
He ahí el secreto de las riquezas acumuladas sin cesar por los grandes
propietarios de tierras.
Moson afirmaciones
nuestras los axiomas que califican de robo los ingresos derivados de la
propiedad de la tierra y sostienen que cada cual tiene derecho al producto de
su trabajo, o que nadie debe cosechar sin haber sembrado. El primero de estos
axiomas desmiente el deber de alimentar a los hijos y el segundo privaría a
cualquier generación del derecho a existir, ya que cada una recoge la herencia
de la anterior. Estos axiomas son más bien una consecuencia de la propiedad
privada. Y una de dos: o se aceptan las consecuencias o se suprime la premisa.
Más aún,
hasta la misma apropiación originaria se quiere justificar acogiéndose a la
afirmación del derecho posesorio común anterior a ella. Dondequiera que miremos,
la propiedad privada nos lleva a contradicciones por todas partes.
Convertir la
tierra en objeto de tráfico, que es para nosotros lo uno y el todo, la
condición primordial de nuestra existencia, representa el paso definitivo hacia
el tráfico de sí mismo. Era y sigue siendo hasta el día de hoy una inmoralidad
sólo superada por la inmoralidad de la propia enajenación. Y la apropiación
originaria, la monopolización de la tierra por un puñado de gentes, eliminando
a los demás de lo que constituye la condición de su vida, nada tiene que
envidiar en cuanto a inmoralidad al sistema posterior al tráfico del suelo.
Si también
en este punto damos de lado a la propiedad privada, veremos que la renta de la
tierra se reduce a lo que hay en ella de verdad, a la concepción racional que
esencialmente le sirve de base. El valor desglosado de la tierra como renta
revertirá, asi, sobre la tierra misma. Este valor, calculado a base de la
capacidad de producción de superficies iguales con igual inversión de trabajo,
reaparece, evidentemente, como parte del costo de producción al determinar el
valor de los productos y representa, al igual que la renta del suelo, la
relación que media entre la capacidad de producción y la competencia, pero la
verdadera competencia, tal como más adelante se explicará.
Hemos visto
cómo capital y trabajo son, originariamente, idénticos; y asimismo vemos, por
los argumentos de los propios economistas, cómo el capital, resultado del
trabajo, vuelve a convertirse enseguida, dentro del proceso de producción, en
sustrato, en material de trabajo; cómo, por lo tanto, la separación establecida
por un momento entre capital y trabajo vuelve a desaparecer en la unidad de
ambos. Y, sin embargo, el economista separa el capital del trabajo y mantiene
esa separación, sin reconocer la unidad más que en la definición del capital
como «trabajo acumulado». El divorcio
entre capital y trabajo, nacido de la propiedad privada, no es otra cosa que el
desdoblamiento del trabajo en sí mismo, correspondiente a ese estado de
divorcio y resultante de él. Después de establecida la separación, el capital
se divide, a su vez, en capital originario y ganancia, o sea, el incremento del
capital obtenido es el proceso de la producción, si bien la práctica se encarga
de incorporar inmediatamente esa
ganancia al capital, para ponerla en circulación con él. Más aún, la misma
ganancia se subdivide en beneficio e interés. El concepto de interés revela el
carácter irracional de la división, llevado hasta el absurdo. La inmoralidad
del préstamo a interés, del cobrar sin trabajar, simplemente a base del préstamo
o, aunque vaya ya implícita en la propiedad privada, salta demasiado a la vista
y se halla reconocida y condenada desde hace ya mucho tiempo por la conciencia
popular, que en estas cosas casi nunca se equivoca. Todos esos sutiles
distingos y divisiones responden al divorcio originario entre capital y
trabajo, que se lleva a cabo con la escisión de la humanidad en capitalistas y
trabajadores, escisión que se ahonda y cobra perfiles cada vez más agudos, y,
que, como veremos, tiene necesariamente que acentuarse más y más. Ahora bien,
esta separación, como la que examinábamos más arriba de tierra, capital y
trabajo, representa en última instancia algo inadmisible. Resulta de todo punto
imposible, en efecto, determinar cuál es la parte que en un producto dado
corresponde a la tierra, cuál al capital y cuál al trabajo. Son tres magnitudes
inconmensurables entre sí. La tierra crea la materia prima, pero nunca sin la
intervención del capital y el trabajo; el capital presupone la existencia del
trabajo y de la tierra y el trabajo, a su vez, presupone cuando menos la
tierra, y a veces también el capital. Las operaciones ele los tres difieren
totalmente y no pueden medirse en una
cuarta pauta común. Por eso cuando, en las condiciones actuales, se procede a
distribuir los rendimientos entre los tres elementos, no se hace de acuerdo con
una medida inherente a ellos, medida inexistente, sino de acuerdo con un criterio
totalmente ajeno y puramente fortuito en lo que a ellos se refiere: la competencia
o el refinado derecho del más fuerte. La renta de la tierra implica la
competencia, la ganancia del capital se determina exclusivamente por la
competencia, y ahora veremos lo que sucede con el salario.
Ál suprimir
la propiedad privada, desaparecerán todas estas divisiones antinaturales. Desaparecerá
la diferencia entre interés y beneficio, ya que el capital no es nada sin
trabajo, sin movimiento. La ganancia verá reducida su función al peso que el
capital arroja a la balanza al determinar el costo de producción, y será, por
lo tanto, algo inherente al capital, a la vez que este revertirá a su
originaria unidad con el trabajo.
El trabajo,
el elemento fundamental de la producción, la «fuente de la riqueza», la actividad humana libre, sale muy malparado
con los economistas. Así como antes se
separó capital y trabajo, ahora vuelve a efectuarse una nueva separación; el producto del trabajo se enfrenta a éste
como salario, se divorcia de él y es determinado, como de costumbre, por la
competencia, ya que, según veíamos, no existe una medida fija en cuanto a la
participación del trabajo en la producción. Suprimida la propiedad privada,
desaparecerá también esta división antinatural, el trabajo será su propio
salario y se revelará la verdadera función del salario antes enajenado: la importancia
del trabajo en cuanto a la determinación del costo de producción de una cosa.
Hemos visto
que, mientras permanezca en pie la propiedad privada, todo tiende, a fin de
cuentas, hacia la competencia. Esta es la
categoría fundamental del economista, su hija predilecta, a la que mima y
acaricia sin cesar, pero, cuidado, pues en ella se esconde una terrible cabeza
de Medusa.
La
consecuencia inmediata de la propiedad privada es la escisión de la producción
en dos términos antagónicos: la producción natural y la producción humana; la
tierra, muerta y estéril si el trabajo humano no la fecunda, y la actividad del
hombre, cuya condición primordial es precisamente la tierra. Y, del mismo modo,
veíamos cómo la actividad humana se desdobla, a su vez, en trabajo y capital, y
cómo estos dos términos se enfrentan entre sí como antagónicos. El resultado
es, por lo tanto, la lucha entre los tres elementos, en vez de la mutua ayuda y
colaboración. Y a ello se añade ahora el hecho de que la propiedad privada trae
consigo el desdoblamiento y la desintegración de cada uno de estos tres elementos
por separado. Se enfrentan entre sí las tierras de los diferentes propietarios,
la mano de obra de los distintos trabajadores, los capitales de estos y
aquellos capitalistas. En otros términos: como la propiedad privada aísla a
cada uno dentro de su tosca individualidad y cada uno abriga, sin embargo, el
mismo interés que su vecino, tenemos que un capitalista se enfrenta a otro como
su enemigo, un terrateniente al otro y un obrero a otro obrero. La inmoralidad
del orden humano actual culmina en esa hostilidad entre intereses iguales, en
razón precisamente de su igualdad: esa culminación es la competencia.
Lo opuesto a
la concurrencia es el monopolio. El monopolio era el grito de guerra de los mercantilistas; la concurrencia es el grito de combate de los economistas
liberales. No resulta difícil comprender que el pretendido antagonismo no
pasa de ser una frase. Todo competidor, ya sea obrero, capitalista o
terrateniente, aspira necesariamente a alcanzar el monopolio.
Toda pequeña
agrupación de competidores tiene necesariamente
que aspirar a lograr el monopolio para sí, con exclusión de todos los
demás. La competencia descansa sobre el interés, y éste engendra de nuevo el monopolio;
en una palabra, la competencia deriva hacia el monopolio. Y, por otra parte, el
monopolio no puede contener el flujo de la competencia, sino que a su vez lo
engendra, del mismo modo que, por ejemplo, la prohibición de importar o los
aranceles elevados propician directamente la competencia del contrabando. La
contradicción de la competencia es exactamente la misma que la de la propiedad
privada. Cada individuo se halla interesado en poseerlo todo, mientras que el
interés de la colectividad es que cada cual posea la misma cantidad que los
otros. El interés colectivo y el individual son, pues, radicalmente opuestos.
La contradicción de la competencia estriba en lo siguiente: en que cada uno
aspira necesariamente al monopolio, mientras que la colectividad en cuanto tal
sale perdiendo con él y tiene, por lo tanto, que evitarlo. Más aún, la competencia
presupone ya el monopolio, es decir el monopolio de la propiedad —y aquí vuelve
a manifestarse la hipocresía de los liberales—, ya que mientras se mantenga el
monopolio de la propiedad será igualmente legítima la propiedad del monopolio,
porque el monopolio, una vez creado, es también una propiedad. Por eso resulta
de una lamentable mediocridad atacar a los pequeños monopolios mientras se deja
en pie el monopolio fundamental. Y si traemos a colación, además, la afirmación
del economista consignada más arriba de que sólo tiene valor lo que puede
monopolizarse, lo que equivale a decir que la lucha de la competencia no puede
recaer sobre lo que no admita esa monopolización, quedará completamente
justificada nuestra afirmación de que la concurrencia presupone el monopolio.
La ley de la
concurrencia es que la oferta y la demanda se complementan siempre y, precisamente por eso,
no se complementa nunca. Los dos términos se desgajan y entran en la más
flagrante contradicción. La Oferta va siempre a la zaga de la demanda, pero sin
llegar a coincidir totalmente con ella. Es o demasiado grande o demasiado
pequeña, sin equilibrarse nunca con la demanda, porque en este estado inconsciente
en que vive la humanidad, nadie puede saber qué proporcionas alcanza la una o
la otra. Cuando la demanda es mayor que la oferta suben los precios, lo que
inmediatamente sirve de incentivo a la oferta; tan pronto como ésta se
manifiesta en el mercado, los precios bajan, y al exceder la oferta a la demanda,
la baja de los precios se acentúa tanto que la demanda reacciona a su vez. Y
así constantemente sin llegar nunca a un estado de equilibrio saludable, sino
en una constante alternativa de flujo y reflujo que hace imposible todo
progreso, en una eterna sucesión de vaivenes, sin llegar jamás a la meta. Al
economista se le antoja esta ley el paradigma de la belleza, con su constante
ritmo compensatorio, en el que se recobra allí lo que se ha perdido aquí. La
considera como su glorioso mérito, no se cansa de contemplarla y la examina
bajo todas las condiciones posibles e imposibles. Y, sin embargo, salta a la
vista que esta ley es una ley puramente natural, y no una ley del espíritu. Una
ley que engendra la revolución. El economista despliega ante vosotros su hermosa
teoría de la oferta y la demanda, os demuestra que «nada puede producirse en exceso» y la práctica responde a sus palabras con las crisis comerciales, que reaparecen con la misma regularidad que los cometas y cada una de las
cuales se reproduce ahora por término medio
cada cinco o siete años. Estas crisis comerciales vienen produciéndose
desde hace unos ochenta años con la periodicidad con que antes estallaban las grandes
pestes y provocan más miseria y consecuencias más inmorales que ellas (véase
Wade, H istory of the M iddle and W orking Classes, pág. 211 ).72 Como es natural, estas revoluciones
comerciales confirman la ley, la confirman en toda su extensión, pero de un
modo muy distinto a como los economistas quisieran hacernos creer. ¿Qué pensar
de una ley que sólo acierta a imponerse por medio de revoluciones periódicas?
Que se trata precisamente de una ley natural basada en la inconsciencia de los
interesados. Si los productores como
tales supieran cuánto necesitan los consumidores, si pudieran organizar la
producción y distribuirla entre ellos, serían imposibles las oscilaciones de la
competencia y su gravitación hacia las crisis. Producid de un modo consciente, como hombres y no como átomos
sueltos sin conciencia colectiva, y os sobrepondréis a todas estas
contradicciones artificiales e insostenibles. Pero mientras sigáis produciendo
como lo hacéis ahora, de un modo inconsciente y atolondrado, a merced del azar,
seguirán produciéndose crisis comerciales, y cada una de ellas será necesariamente
más universal y, por lo tanto, más devastadora que las anteriores, empujará a
la miseria a mayor número de pequeños capitalistas y hará crecer en proporción
cada vez mayor la clase de quienes viven sólo de su trabajo; es decir, aumentará
a ojos vistas la masa del trabajo al que
hay que dar ocupación, que es problema fundamental de nuestros economistas,
hasta que por último se provoque una revolución social que la sabiduría escolar
de los economistas no puede ni siquiera imaginar.
Las eternas
oscilaciones de los precios determinadas por la competencia acaban de privar al
comercio del último rasgo de moralidad.
Ya no puede hablarse ni de valor. El mismo sistema que tanta importancia parece
dar al valor y que confiere a la abstracción valor, plasmada en el dinero, los
honores de una existencia aparte, ese mismo sistema se encarga de destruir, por
medio de la competencia, todo valor inherente, y hace cambiar diariamente y a
cada hora la proporción de valor de las cosas entre sí. ¿Dónde encontrar, en medio
de este torbellino, la posibilidad de un cambio basado
72 C
fr. John Wade (1788-1875), H istory of de Middle and Working Classes. London
1835.
en un
fundamento moral? En este continuo vaivén, todo el mundo tiene que tratar de
encontrar el momento favorable para comprar o vender, todo el mundo, quiéralo o
no, tiene que hacerse especulador, es decir, cosechar sin haber sembrado,
lucrarse a costa de lo que oíros pierden, calcular a expensas de la desgracia ajena
o hacer que el azar trabaje a favor suyo. El especulador cuenta siempre con los
infortunios, especialmente con las malas cosechas, se vale de todo, como en su
día se aprovechó del incendio de Nueva York. El colmo de la inmoralidad es la
especulación de la bolsa de valores, la cual convierte a la historia y la humanidad
en medios de satisfacción de la codicia del especulador que calcula fríamente o
juega al azar. Y por mucho que el comerciante «sano» y honrado se considere
farisaicamente por encima de los jugadores de bolsa —doy gracias a Dios, etc,—,
es tan malo como el especulador bursátil, pues especula como él, no tiene más
remedio que hacerlo, la competencia le obliga a ello, y su comercio entraña,
por lo tanto, la misma inmoralidad que el otro. Lo que hay de verdad en la competencia
es la relación que media entre la capacidad de consumo y la capacidad de
producción. Esta competencia será la única que prevalezca en un estado de cosas
digno de la humanidad. La colectividad tendrá que calcular lo que es capaz de
producir con los medios de que dispone y determinar, en base a la relación
entre este potencial de producción y la masa de los consumidores, en qué medida
debe la producción aumentar o disminuir, hasta qué punto se puede tolerar el
lujo o debe restringirse. Ahora bien, a los lectores que quieran juzgar con
conocimiento acerca de esa relación y del aumento del potencial de producción
que debe esperarse de un estado racional de la colectividad, les aconsejo que
lean las obras de los socialistas ingleses y también, en parte, las de Fourier.
La competencia
subjetiva, la pugna de capital contra capital, de trabajo contra trabajo, etc.,
se reducirá, en estas condiciones, a la emulación que tiene su fundamento en la
naturaleza humana y que hasta ahora sólo ha sido aceptablemente estudiada por
Fourier, emulación que, después de abolidos los intereses antagónicos, se verá
circunscrita a su esfera peculiar y racional.
La lucha de
capital contra capital, de trabajo contra trabajo, de tierra contra tierra,
arrastra la producción a un vértigo en el que se vuelven del revés todas las
relaciones naturales y racionales. Ningún capital puede hacer frente a la
competencia del otro sin verse espoleado a la más febril actividad. Ninguna
finca puede ser cultivada con provecho a menos que intensifique constantemente
su capacidad de producción. Ningún obrero puede defenderse de sus competidores
si no consagra al trabajo todas sus fuerzas. Y, en general, nadie que se vea arrastrado
a la lucha de la competencia puede salir a flote en ella sin poner a
contribución el máximo sus energías, renunciando a todo fin verdaderamente humano.
Y, como es natural, la consecuencia necesaria de esta tensión del esfuerzo en
uno de los lados es el descuido de energías en el otro. Cuando las oscilaciones
de la competencia son pequeñas, cuando la oferta y la demanda, la producción y
el consumo casi se equilibran, el desarrollo de la producción tiene que llegar
necesariamente a una fase en la que queden tantas fuerzas productivas sobrantes
que la gran masa de la nación no tenga de qué vivir y las gentes pasen hambre
en medio de la abundancia. Se trata, de una postura verdaderamente demencial,
el absurdo viviente en que se halla Inglaterra desde hace ya bastante tiempo. Y
si la producción oscila con mayor fuerza, como necesariamente tiene que ocurrir
por efecto de semejante estado de cosas, se presentará la alternativa entre el
florecimiento y la crisis, .la superproducción y el estancamiento. El
economista no ha acertado jamás a explicar esta disparatada situación; para
explicarla ha inventado la teoría de la población, tan absurda e incluso más,
si cabe, que la contradicción entre la riqueza y la miseria simultáneas. Y es
que al economista no le era lícito ver la verdad; no le era lícito comprender
que esta contradicción es sencillamente una consecuencia lógica de la
concurrencia, pues si lo comprendiera así se vendría abajo todo su sistema.
Para
nosotros, la cosa tiene fácil explicación. La capacidad de producción de que
dispone la humanidad es ilimitada. La inversión de capital, trabajo y ciencia
puede potenciar hasta el infinito la capacidad de rendimiento de la tierra. Un
país «superpoblado» como la Gran Bretaña podría, según los cálculos de los
economistas y estadísticos más capaces (véase Alison, Principies of population,
tom o I, caps. 1 y 2),73 llegar a
producir en diez años trigo bastante para alimentar
73 Archibald Alison (1792-1867), historiador y economista
antimalthusiano, autor de Principies of Population, London 1840, 2 vols.
a una
población seis veces mayor que la actual. El capital aumenta diariamente; la mano
de obra crece con la población, y la ciencia va sometiendo cada vez más día
tras día, las fuerzas naturales al dominio del hombre. Esta ilimitada capacidad
de producción, manejada de un modo consciente y en interés de todos, no tardaría
en reducir al mínimo la masa de trabajo que pesa sobre la humanidad; confiada a
la competencia, hace lo mismo, pero dentro del marco de la contradicción. Mientras
una parte de la tierra se cultiva con los mejores métodos, otra —que en Gran
Bretaña e Irlanda llega a 30 millones de acres— permanece baldía. Una parte del
capital circula con asombrosa rapidez, mientras otra se mantiene ociosa en las
arcas. Unos obreros trabajan hasta catorce
y dieciséis horas al día, mientras que otros están sin hacer nada, parados y
pasando hambre. O, lo que es lo mismo, nos encontramos con que la
distribución surge de esa simultaneidad: hoy, el comercio se desenvuelve bien, la
demanda es grande, todo el mundo trabaja, la rotación del capital adquiere una
rapidez pasmosa, florece la agricultura, los obreros se matan a trabajar; y mañana
surge el estancamiento, la agricultura deja de .ser rentable y grandes
extensiones de tierra se quedan baldías, el capital se paraliza en medio de su
flujo, los obreros se hallan sin trabajo y el país entero adolece de exceso de
riqueza y de exceso de población.
Esta marcha
de las cosas no puede ser considerada como acertada por el economista, ya que
de otro modo tendría que renunciar, como hemos dicho, a todo su sistema de la
competencia; tendría que reconocer la vacuidad de su contradicción entre la
producción y el consumo, entre la superpoblación y la riqueza superflua. Pues
bien, ya que el hecho era innegable, se inventó la teoría de la población, para
poner el hecho en consonancia con la teoría.
Malthus,
inventor de esa doctrina, afirma que la población presiona constantemente sobre
los medios de sustento, que, al aumentar la producción, la población aumenta en
las mismas proporciones y que la tendencia inherente a la población de crecer
por encima de los límites de los medios de sustento disponibles constituye la
causa de toda la miseria y de todos los males. En efecto, cuando hay exceso de
seres humanos, los seres sobrantes, según Malthus, tienen que ser eliminados de
un modo o de otro, o perecer de muerte violenta o morirse de hambre. Pero, una
vez eliminados, vienen nuevos sobrantes de población a cubrir la vacante, con
lo que el mal que se creía remediado se reproduce. Y esto ocurre, además, en
todos los pueblos, tanto en los civilizados como en los primitivos; los
salvajes de la isla de Australia, cuya densidad de población es de un habitante
por milla cuadrada, adolecen de una superpoblación igual a la de los ingleses.
En una palabra: aplicando consecuentemente esta doctrina, deberíamos decir que
la tierra se hallaba ya superpoblada cuando la habitaba un solo hombre. ¿Y
cuáles son las consecuencias de esta marcha de las cosas? Que los que sobran son precisamente los pobres, por los cuales no
se «puede hacer otra cosa que aliviarles en la medida de lo posible la muerte
por hambre, convencerles de que el asunto no tiene remedio y que el único
camino de salvación para su clase es reducir hasta el máximo la procreación, y
si esto no se consigue, no cabe solución mejor que crear un establecimiento
estatal que se encargue de matar sin dolor a los hijos de los pobres, como el
que ha propuesto «Marcus»,74 calculándose
que cada familia obrera sólo podrá sostener a dos hijos y medio y que los que
excedan de esta cifra deberán ser condenados a la muerte indolora. El hecho de
dar limosna constituiría un crimen, ya que favorecería el incremento de la
población sobrante; en cambio resultará muy beneficioso declarar que la pobreza
es un delito y convertir los establecimientos de beneficencia en centros
penales, como lo ha hecho ya en Inglaterra la nueva ley «liberal» sobre los
pobres. Es cierto que esta teoría se compagina muy mal con la doctrina de la
Biblia sobre la perfección de Dios y de su creación, pero «¡es una mala
refutación el invocar la Biblia en contra de los hechos!»
14 Firmados
con el seudónimo M a r c u s aparecieron algunos opúsculo s : On the
Possibility of Limiting Popnlottsness, L o n d o n , 1838
¿Hace falta
continuar desarrollando todavía más, seguir hasta sus últimas consecuencias esta
infame y asquerosa doctrina, esta repugnan se blasfemia en contra de la
naturaleza y de la humanidad? En ella se nos muestra la inmoralidad del economista
llevado al límite. ¿Qué significan todas las guerras y todos los horrores del
sistema monopolista en comparación con esa teoría? Pero en ella tenemos la
clave de bóveda del sistema liberal de la libertad de comercio, que, al caer,
arrastra consigo todo el edificio. Pues si se demuestra que la competencia es
la causa de la miseria, de la pobreza y el crimen ¿quién se atreverá a levantar
la voz en su defensa? Álison, en la obra citada arriba, ha refutado la teoría
de Malthus al apelar a la capacidad de producción de la tierra y oponer al
principio maltusiano el hecho de que cualquier adulto puede producir más de lo
que consume, hecho sin el cual no podría multiplicarse la humanidad, ni
siquiera existir, pues ¿de qué, si no, iban a vivir los que crecieran? Pero
Álison no entra en el fondo del problema, razón por la cual llega, en definitiva,
al mismo resultado que Malthus. Demuestra, es cierto, la falsedad del principio
maltusiano, pero no puerto negar los hechos que condujeron a aquél a este
principio.
Si Malthus
no hubiera enfocado el asunto de un modo tan unilateral, se habría dado cuenta
de que la población o mano de obra sobrante aparece siempre unida a un exceso
de riqueza, de capital y de propiedad sobre la tierra. La población sólo es
excesiva allí donde es excesiva, en general, la capacidad de producción. Así lo
revela del modo más palmario el estado de todo país superpoblado, principalmente
el de Inglaterra, desde los días en que Malthus escribió. Estos eran los hechos
que Malthus tenía que haber considerado en su conjunto, y cuya consideración le
habría llevado necesariamente a una conclusión acertada; pero, en vez de eso,
destacó un solo hecho, dio de lado a los otros y llegó, como era natural, a una
conclusión disparatada. El segundo •error en que incurrió fue el de confundir
los medios de sustento y la ocupación. Un hecho, el mérito de cuyo
descubrimiento hay que atribuir a Malthus, lo constituye el que la población
presiona siempre sobre los empleos y que se engendran tantos individuos como
pueden encontrar ocupación, lo que quiere decir que, hasta ahora, la
procreación de mano de obra se regula por la ley de la competencia y se halla
expuesta, por lo tanto, a crisis y oscilaciones periódicas. Pero una cosa son
las ocupaciones y otra los medios de sustento. Las ocupaciones sólo se multiplican
en último extremo al incrementarse la fuerza de las máquinas y el capital; en
cambio, los medios de sustento aumentan tan pronto como crece, aunque sólo sea
en pequeña medida, la capacidad de producción. Se revela aquí una nueva
contradicción de la Economía. La demanda del economista no es la verdadera demanda
y su consumo es un consumo artificial Para el economista sólo es verdadero agente de la demanda,
verdadero consumidor, quien puede ofrecer el equivalente de lo que recibe.
Ahora bien, si es un hecho que cualquier adulto produce más de lo que puede
consumir, y que los niños son como los árboles, que devuelven con creces lo que
en ellos se ha invertido —y nadie podrá dudar que estos son hechos— habría que
llegar a la conclusión de que cada obrero tendrá necesariamente que producir más
de lo que necesita, y de que, por lo tanto, una familia numerosa representa un
regalo muy apetecible para la comunidad. Pero el economista, en su tosquedad,
no reconoce más equivalente que el que se paga en dinero contante y sonante. Y
se halla tan aferrado a sus contradicciones que los hechos más palmarios le
tienen sin cuidado como los principios científicos.
La contradicción
se suprime sencillamente superándola. Al fundirse los intereses actualmente
antagónicos, desaparece la contradicción entre la superpoblación, de una parte,
y el exceso de riqueza de otra; desaparece el hecho milagroso, más milagroso
que los milagros de todas las religiones juntas, de que una nación se muera de
hambre a fuerza de riqueza y abundancia; se viene abajo la demencial afirmación
de que la tierra no tiene fuerza para alimentar a los hombres. Esta afirmación constituye la cúspide de la Economía cristiana,
y que nuestra Economía es esencialmente cristiana podría demostrarlo a la luz de cada postulado, de cada categoría,
y lo haré en su momento oportuno; la teoría de Malthus no es más que la
expresión económica del dogma religioso de la contradicción entre el espíritu y
la naturaleza y de la corrupción que de ella se deriva. La nulidad de esta
contradicción, desde hace mucho tiempo resuelta en la religión, espero haberla
puesto de manifiesto también en el terreno económico; por lo demás, no aceptaré
como competente ninguna defensa de la teoría maltusiana que antes no me demuestre,
partiendo de sus propios principios, cómo un pueblo puede pasar hambre a fuerza
de abundancia y ponga esto en consonancia con la razón y los hechos.
Por lo
demás, la teoría de Malthus ha representado un punto de transición absolutamente
necesario, que nos ha hecho avanzar un trecho incalculable. Gracia a ella y, en
general, a la Economía, se ha fijado nuestra atención en la capacidad de producción
de la tierra y de la humanidad, y, una vez que nos hemos sobrepuesto a este
estado de desesperación, económica, estamos para siempre a salvo del miedo a la
superpoblación. De él extraemos los más poderosos argumentos económicos en pro
de la transformación social; pues, incluso aunque Malthus tuviera razón, habría
que acometer esta transformación sin demora, ya que solamente ella y la cultura
de las masas que traerá consigo, harán posible esa limitación moral del instinto
de procreación que el propio Malthus considera como el más fácil y eficaz medio
de contrarrestar la superpoblación. Ese miedo nos ha permitido conocer la
humillación más profunda de la humanidad, la supeditación de ésta a las
condicionas de la competencia; y nos ha hecho ver cómo, en última instancia, la
propiedad privada ha convertido al hombre en una mercancía cuya creación y
destrucción dependen también sólo de la demanda, y cómo el sistema de la
competencia ha sacrificado así y sacrifica diariamente a millones de seres;
todo esto lo hemos visto y nos lleva a la necesidad de acabar con esa
humillación de la humanidad mediante la abolición de la propiedad privada, de la
competencia y de los intereses antagónicos.
Volvamos,
sin embargo, para privar de toda base al miedo general a la superpoblación, a
la relación que media entre la capacidad de producción y la población. Malthus
establece un cálculo, sobre el que descansa todo su sistema. La población —dice— crece en progresión geométrica: 14-2 + 4 -f 8 -f-
16 -f 32, etc., mientras que la capacidad de producción de la tierra aumenta
solamente en progresión aritmética:
1 + 2 -|- 3 + 4 -f 5 + 6. La diferencia salta a la vista y es sencillamente
pavorosa, pero, ¿es cierta? ¿dónde está la prueba de que la capacidad de
rendimiento de la tierra aumente en proporción aritmética? La extensión de la
tierra es limitada, es cierto. La mano de obra que en ella puede invertirse aumenta
con la población; aún concediendo que el aumento del rendimiento debido al aumento
de trabajo no registre siempre un incremento
a tono con la proporción del trabajo invertido, siempre quedará un tercer
elemento, que al economista, ciertamente, no le dice nada, la ciencia, cuyo
progreso es tan ilimitado y rápido, por lo menos, como el de la población. ¿Qué
progreso no debe la agricultura del siglo actual solamente a la química, más
aún, solamente a dos hombres, sir Hum phrey Davy y Justus Liebig? Ahora bien;
la ciencia crece, por lo menos, como la población; ésta crece en proporción al
número de la generación anterior y la ciencia avanza en proporción a la masa de
los conocimientos que la generación precedente le ha legado, es decir, en las
condiciones más normales, también en proporción geométrica, y para la ciencia
no hay nada imposible. Y es ridículo hablar de superpoblación mientras «en el
valle del Missisipí haya terreno baldío bastante para asentar en él a toda la
población de Europa»,75 mientras sólo pueda considerarse en cultivo,
digamos, la tercera parte de la tierra, y la producción solamente de esta
tercera parte pueda aumentar en seis veces y más, simplemente aplicando los
métodos de mejora de la tierra que hoy se conocen.
75
Cfr. A. Alison, The Principies of Population, cit. vol. I, p. 548
La competencia
enfrenta, como hemos visto, a unos capitales con otros, a un trabajo con otro,
a una propiedad territorial con otra, y a cada uno de estos elementos con los
otros dos. En la lucha triunfa el más fuerte, y, si queremos predecir el
resultado de esta lucha, tenemos que investigar la fuerza de los contrincantes.
En primer lugar, tenemos que la propiedad >de la tierra y el capital,
considerados cada uno de por sí, son más fuertes que el trabajo, pues mientras el obrero necesita trabajar para
poder vivir, el propietario de la tierra vive de sus rentas y el capitalista de
sus intereses, y, si se ven apurados, pueden vivir de su capital o de la
propiedad de la tierra capitalizada.
Consecuencia
de esto es que al obrero sólo le corresponde lo estrictamente necesario, los
medios -de sustento indispensables, mientras que la mayor parte del producto se
distribuye entre el capital y la propiedad territorial. Además, el obrero más
fuerte desplaza del mercado al más débil, el mayor capital al menor, y la
propiedad de la tierra más extensa a la más reducida. La práctica se encarga de
confirmar esta conclusión. Nadie ignora las ventajas que el industrial o el comerciante
más poderoso tiene sobre el más débil, o el gran propietario de tierras sobre
el poseedor de una pequeña parcela. Consecuencia de ello es que, ya en las
condiciones normales, el gran capital y la gran propiedad de la tierra devoran,
según el derecho del más fuerte, a los pequeños: la concentración de la
propiedad. Concentración que es aún mucho más rápida en las crisis comerciales
y agrícolas. La gran propiedad crece siempre mucho más aprisa que la pequeña,
porque sólo necesita descontar una parte mucho menor en concepto de gastos. Esa
concentración de la propiedad es una ley inmanente a la propiedad privada, como
lo son todas las demás; las clases medias
tienden necesariamente a desaparecer, hasta que llegue un momento en que el
mundo se halle dividido en millonarios y
pobres, en grandes terratenientes y míseros jornaleros. Y de nada servirán
todas las leyes encaminadas a evitarlo, todas las divisiones de la propiedad
territorial, todas las posibles desmembraciones del capital: este resultado
tiene que producirse y se producirá, a menos que le salga al paso una total
transformación de las relaciones sociales, la fusión de los intereses
antagónicos, la abolición de la propiedad privada.
La libre competencia,
ese tópico cardinal de los economistas de nuestros días, es imposible. Por lo
menos el monopolio se proponía, aunque el propósito fuera irrealizable,
proteger de fraudes al consumidor. La abolición del monopolio abre las puertas
de par en par al fraude. Decís que la concurrencia lleva en sí el remedio contra
el fraude, ya que nadie comprará cosas malas —lo que quiere decir que todo
comprador tendría que ser un conocedor perfecto de los artículos que se le
ofrecen, cosa imposible— de ahí la necesidad del monopolio, que se hace valer
con respecto a muchos artículos. Las farmacias, etc., tienen necesariamente que
funcionar sobre bases monopolistas. Y el artículo más importante de todos, el
dinero, es precisamente el que más necesita acogerse al régimen de monopolio.
El medio circulante ha provocado una crisis comercial cuantas veces ha dejado
de ser monopolio del estado, y los economistas ingleses, entre otros el Dr.
Wade, reconocen también la necesidad del monopolio en cuanto al dinero. Pero
tampoco el monopolio garantiza contra la circulación de moneda falsa. De
cualquier lado que nos volvamos, veremos que lo uno es tan difícil como lo
otro, que el monopolio engendra la libre competencia y ésta a su vez el
monopolio; ambos deben, por lo tanto, ser destruidos, y estas dificultades sólo
pueden resolverse mediante la abolición del principio que las engendra.
La competencia
ha calado en todas las regiones de nuestra vida y ha llevado a término la
servidumbre de unos hombres con respecto a otros. La competencia es el gran
acicate que espolea constantemente nuestro viejo orden, o mejor dicho, desorden
social, ya en declive, pero devorando en cada esfuerzo una parte de sus
maltrechas fuerzas. La competencia domina el progreso numérico de los hombres y
gobierna también su progreso moral. Quien se halla ocupado un poco de la
estadística de los crímenes, no puede por menos de haber advertido la curiosa
regularidad con que la delincuencia progresa de año en año y con que ciertas
causas engendran ciertos delitos. La expansión del sistema fabril conduce en
todas partes a la multiplicación de la delincuencia. Cabe determinar de
antemano, todos los años, el número de detenciones, de procesos criminales y
hasta de asesinatos, robos, pequeños hurtos, etc., con la misma certera
precisión con que en Inglaterra se ha hecho más de una vez. Esta regularidad
demuestra que también los delitos se rigen por la ley de la competencia, que la
sociedad provoca una demanda de delincuentes a la que da satisfacción la correspondiente
oferta, que el vacío que se abre con la detención, la deportación o la
ejecución de cierto número de criminales se cubre inmediatamente con una nueva
promoción, ni más ni menos que cualquier vacío producido en la población se
cubre con una nueva hornada; o, dicho en otras palabras, que el delito presiona
sobre los medios punitivos los mismo que presionan los pueblos sobre los medios
de ocupación. Y dejo al buen juicio de mis lectores el opinar si, en tales
condiciones, es realmente justo condenar a quienes delinquen. Lo que a mi me interesa es, sencillamente, poner
de relieve como la competencia se hace también extensiva al campo moral, y mostrar
a qué profunda degradación condena al hombre la propiedad privada.
En la lucha
del capital y la tierra contra el trabajo, los dos primeros elementos le llevan a éste todavía una ventaja
especial: el auxilio de la .ciencia, que en las condiciones actuales va también
dirigida en contra del trabajo. Por ejemplo, casi todos los inventos mecánicos
deben su origen a la escasez de mano de obra como ocurre fundamentalmente con mecánico
inventado por Heargraves, Crom pton y Arkwrighi.7 De la necesidad de
esforzarse por encontrar trabajo ha surgido siempre un invento, lo cual ha
venido a ser una especie de considerable multiplicación de la mano de obra, y
consecuente disminución de la demanda de trabajo humano. De ello tenemos un
ejemplo constante en la historia de Inglaterra desde 1770 hasta nuestros días.
El último invento importante de la industria de tejidos de algodón, el
sel-facting mulén 77 fue causado
única y exclusivamente
74 James Hargreaves (muerto en 1778) fue el inventor de
una máquina para hilar llamada «Jenny»; otra hiladora fue inventada por Samuel
Crompton (1753-1827); el industrial Richard Arkwright (1732- 1792) fabricó
numerosos tipos de telares mecánicos.
77 La «self acting mulé» es una máquina automática para
hilar.
por el
aumento de la demanda de trabajo y el alza de los salarios; dicho invento ha
venido a duplicar el trabajo maquinizado, reduciendo así el trabajo m anual a
la mitad, dejando sin trabajo a la mitad de los obreros y presionando así el
salario de la otra mitad; este invento logró aplastar una conspiración de los
obreros contra los 'fabricantes y acabó de este modo con el último vestigio de
fuerza con que todavía podía enfrentarse el trabajo a la desigual lucha contra
el capital (cfr. DR. URE Phüosophy of manufactures, tomo ÍI).7Í
7i
Andrew Ure (1778-1857), químico escocés, autor de Philosophy of Manufactures
El economista
dice: es verdad que, en última instancia, la máquina favorece al obrero, ya que
abarata la producción, abriendo con ello un mercado nuevo y más extenso para
sus productos, lo que a la postre hace que los obreros, en principio
desalojados, vuelvan a encontrar trabajo. Esto es cierto, pero el economista se
olvida de una cosa, y es que la creación de mano de obra se regula siempre por
la competencia, y que la mano de obra presiona siempre sobre los medios de
ocupación, y que, por lo tanto, para que esos beneficios se produzcan, tiene
que haber a su vez gran número de obreros aguardando trabajo, lo cual
contrarresta y convierte en ilusorios dichos beneficios, al paso que los
perjuicios, es decir, la repentina supresión de medios de -sustento para la mitad
de los obreros y la reducción para la otra mitad, no tiene nada de ilusorio.
Olvida que el progreso de los inventos jamás se detiene, de forma que esos
perjuicios se eternizan. Olvida que, con la división del trabajo llevada a un
grado tan alto por nuestra civilización, un obrero sólo puede vivir a condición
de poder trabajar en una máquina determinada, al mismo tiempo que ejecuta una
determinada y mínima operación. Olvida que, para el obrero adulto, el paso de
una ocupación a otra nueva resulta casi siempre una cosa imposible.
Al fijarme
en los efectos de la maquinaria se me ocurre otro tema algo más apartado. Me
refiero al sistema fabril, el cual no tengo tiempo ni ganas de tratar aquí. Por
otra parte, no tardaré en tener ocasión de desarrollar despacio la repugnante
inmoralidad de dicho sistema y poner de manifiesto sin ningún miramiento la hipocresía de los economistas,
que brilla aquí en todo su esplendor.
Karl Marx:
Manuscritos económicos y filosóficos. Prólogo
Karl
Marx y Arnold Ruge Anales franco-alemanes
Índice
Introducción 9
Notas bio-bibliográficas 23
Los anales franco-alemanes 31
Índice de la edición original 32
Plan de los Anales franco-alemanes
(por Arnold Ruge) 33
Unas cartas de 1843 45
Cánticos del rey Ludovico (por Heinrich Heine) 70
Sentencia del Tribunal Supremo en el proceso contra el Dr. Johann
Jacoby 75
Contribución
a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel (por
Carlos Marx) 101
Esbozo de
crítica de la economía política (por Federico Engels) 117
Cartas de París (por Moses Hess)
148
Protocolo final de la Conferencia Ministerial de Viena del 12 de junio de
1834 con el discurso introductivo y recapitulador del Príncipe de Matternic,
junto con el epilogo de Fedinand Coelestin Bernays 161
¡Traición! (por Gedrg Herwegh) 186
La
situación en Inglaterra (por Federico Engels) 190
La
Cuestión Judía (por Carlos
Marx) 223
Panorama de los periódicos alemanes
258
Karl Marx y Arnold Ruge Anales franco-alemanes
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