ÍNDICE
GENERAL
Advertencia a la edición en español
IX
Advertencia a la edición francesa (por Maxímiuer Rubel) X
Prólogo 1
CAPITULO
PRIMERO: UN DESCUBRIMIENTO CIENTÍFICO
3
1. Oposición entre el valor de uso y el valor de cambio 3
2. Valor constituido o valor sintético
13
3. Aplicación de la ley de proporcionalidad de los valores 41
a) La moneda 41; b) El excedente del trabajo 50
CAPÍTULO
SEGUNDO: LA METAFÍSICA DE LA ECONOMIA POLÍTICA 63
1. El método 63
Primera observación 64: Segunda observación 68; Tercera observación 68;
Cuarta observación 69; Quinta observación 71; Sexta observación 73; Séptima y
última observación 77
2. La división del trabajo y las máquinas 82
3. La competencia y el monopolio
96
4. La propiedad o la renta 104
5. Las huelgas y las coaliciones de los obreros 114
APENDICES 123
1. Carta de Marx a P. J.
Proudhon 125
2. Carta de Proudhon a Karl Marx 128
3. Carta de Marx a P. V. Annenkov 132
4. Discurso sobre el libro intercambio
144
5. Carta de Marx a J. B. von Shwetzen
159
6. Prefacio de Engels a la primera edición alemana 167
7. Prefacio de Engels a la segunda
edición alemana 182
NOTAS Y
ACLARACIONES 183
Miseria de la filosofía 185
Carta de Marx a Proudhon 185
Carta de Proudhon 204
Carta de Marx a P. V. Annenkov 204
Discurso sobre el libro intercambio
205
Carta de Marx a J. B. von Shwetzen 208
Prefacio a la segunda edición alemana
209
ÍNDICE ONOMÁSTICO Y BIBLIOGRÁFICO
K. Marx
MISERIA DE LA FILOSOFIA. Respuesta a la “Filosofía de la miseria” del señor
Proudhon
La miseria de la filosofía
K. Marx
MISERIA DE LA FILOSOFIA. Respuesta a la “Filosofía de la miseria” del señor
Proudhon
K. Marx
MISERIA DE LA FILOSOFIA. Respuesta a la “Filosofía de la miseria” del señor
Proudhon
Escrito: Por Marx en el invierno de
1846-1847. A fines de diciembre de 1846, después de leer el Sistema
de las contradicciones económicas, o Filosofía de la Miseria de Pierre Joseph
Proudhon, publicado poco antes, Marx se propuso
hacer una crítica de las ideas ahí expresadas. En la carta de 28 de diciembre de
1846 a P. V. Annenkov,
Marx expresó una serie de ideas que más tarde habían de servir de base a su
libro contra Proudhon. A comienzos de abril de 1847, el libro de Marx
estaba terminado en lo fundamental y había sido dado a la imprenta. El 15 de
junio de 1847, Marx escribió una breve introducción a la obra.
Publicado por vez primera: El libro de Marx vio la luz en Bruselas y Paris a comienzos de julio de 1847 y no se volvió a publicar durante la vida de Marx. En 1885 apareció la primera edición alemana, en traducción redactada por Engels, que escribió para dicha edición un prólogo y varias notas. Al redactar la traducción, Engels utilizó las enmiendas hechas en el ejemplar de la edición francesa de 1847 regalado por Marx el 1° de enero de 1876 a Natalia Utina.. En 1886, el grupo marxista ruso “Emancipación del Trabajo” publicó la primera edición rusa, en traducción de Vera Zasúlich. La segunda edición alemana de este trabajo apareció en 1892 con un pequeño prólogo escrito por Engels a fin de corregir algunas inexactitudes del texto. En 1896, después de la muerte de Engels, salió la segunda edición francesa del libro, preparada por Laura Lafargue, hija de Marx, en la que también fueron introducidas las enmiendas hechas en el ejemplar regalado por Marx a N. Utina.
Digitalización: Julio Rodríguez, 2010.
HTML para Marxists.org: Juan Fajardo, 2010.
Fuente del texto: C. Marx, Miseria de la filosofía, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú, s/f.
Esta edición: Marxists Internet Archive, 2010.
CAPÍTULO
PRIMERO UN DESCUBRIMIENTO CIENTÍFICO
CAPÍTULO
SEGUNDO LA METAFÍSICA DE LA ECONOMÍA
POLITICA
APÉNDICES
DISCURSO SOBRE EL LIBRE
CAMBIO. Pronunciado por Carlos Marx el 9 de
enero de 1848 en una sesión pública de la Sociedad Democrática de Bruselas
CAPÍTULO
PRIMERO UN DESCUBRIMIENTO CIENTÍFICO
El libro del señor Proudhon no es simplemente un tratado de economía
política, ni un libro ordinario, es una Biblia; nada falta en el: “Misterios”, “secretos arrancados al seno de Dios”, “Revelaciones”. Pero como en nuestro tiempo los profetas son
discutidos con mayor rigor que los autores profanos, el lector tendrá que
resignarse a pasar con nosotros por la erudición árida y tenebrosa del
“Genesis” para elevarse más tarde con el señor Proudhon a las regiones etéreas
y fecundas del supra-socialismo (véase: Proudhon, Filosofía de la Miseria,
Prólogo, pág. III, línea 20).
§ I.
OPOSICIÓN ENTRE EL VALOR DE USO Y EL VALOR DE CAMBIO
“La capacidad de todos los productos, naturales o industriales, para
servir a la subsistencia del hombre recibe la denominación particular de valor de uso; la capacidad que tienen de
trocarse unos por otros se llama valor de cambio… ¿Cómo se
convierte el valor de uso en valor de
cambio?... El origen de la idea del valor (de cambio) no ha sido
esclarecido por los economistas con el debido esmero; por eso es necesario que
nos detengamos en este punto. Como muchos de los objetos que necesito no se
encuentran en la naturaleza sino en cantidad limitada o ni siquiera existen, me
veo forzado a contribuir a la producción de lo que me falta, y como yo no puedo
producir tantas cosas, propondré a otros hombres, colaboradores míos en funciones
diversas, que me cedan una parte de sus productos a cambio del mío”. (Proudhon,
t. I, cap. II.)
El señor Proudhon se propone explicarnos ante todo la doble naturaleza
del valor, “la distinción dentro del valor”, el proceso que convierte el
valor de uso en valor de cambio. Tenemos que detenernos con el señor Proudhon
en este acto de transubstanciación. He aquí cómo se realiza este acto, según
nuestro autor.
Gran número de productos no se encuentran en la naturaleza, son obra de
la industria. Puesto que las necesidades rebasan la producción espontánea de la
naturaleza, el hombre se ve precisado a recurrir a la producción industrial.
¿Qué es esta industria, según la suposición del señor Proudhon? ¿Cuál es su
origen? Un hombre solo que necesite gran número de objetos “no puede producir
tantas cosas”. Muchas necesidades a satisfacer suponen muchas cosas a producir:
sin producción no hay productos; y muchas cosas a producir suponen la
participación de más de un hombre en su producción. Ahora bien, en cuanto admitís
que en la producción participa más de un hombre, habéis admitido ya toda una
producción basada en la división del trabajo. De este modo, la necesidad, tal
como la concibe el señor Proudhon, supone a su vez toda la división del
trabajo. Admitiendo la división del trabajo, admitís el intercambio y, en
consecuencia, el valor de cambio. Con el mismo derecho se habría podido suponer
desde un principio el valor de cambio.
Mas el señor Proudhon ha preferido dar vueltas. Sigámosle en todos sus
rodeos, que siempre nos han de conducir de nuevo a su punto de partida.
Para salir del estado de cosas en que cada uno produce aislado de los
demás, y para llegar al cambio, “recurro”,
dice el señor Proudhon, “a mis colaboradores en funciones diversas”. Así, pues,
yo tengo colaboradores, encargados de funciones diversas, sin que por eso yo y
todos los demás, siempre según la suposición del señor Proudhon, dejemos de ser
Robinsones aislados y desligados de la sociedad. Los colaboradores y las
funciones diversas, la división del trabajo y el cambio que ella implica,
surgen como caídos del cielo.
Resumamos: yo tengo necesidades fundadas en la división del trabajo y en
el intercambio. Suponiendo estas necesidades, el señor Proudhon supone el
intercambio y el valor de cambio, cuyo “origen” se propone precisamente
“esclarecer con más esmero que los demás economistas”.
El señor Proudhon habría podido con el mismo derecho invertir el orden de
las cosas, sin trastocar con ello la exactitud de sus conclusiones. Para
explicar el valor de cambio, hace falta el intercambio. Para explicar el
intercambio hace falta la división del trabajo. Para explicar la división del
trabajo hacen falta necesidades que requieran la división del trabajo. Para
explicar estas necesidades, es menester “suponerlas”, lo que no significa
negarlas, contrariamente al primer axioma del prólogo del señor Proudhon:
“Suponer a Dios, es negarlo” (Prólogo, pág. 1).
¿Cómo el señor Proudhon, que supone conocida la división del trabajo,
explica con ella el valor de cambio, que para él es siempre una incógnita?
“Un hombre” se decide a “proponer a otros hombres,
colaboradores suyos en funciones diversas”, establecer el intercambio y hacer
una distinción entre el valor de uso y el valor de cambio. Aceptando la
propuesta de reconocer esta distinción, los colaboradores no han dejado al
señor Proudhon otro “cuidado” que consignar el hecho, señalar, “anotar” en su
tratado de economía política “el origen de la idea del valor”. Pero lo que debe
explicarnos es “el origen” de esta propuesta, decirnos, en suma, como este
hombre sólo, este Robinson, tuvo de pronto la idea de hacer “a sus
colaboradores” una proposición semejante y cómo estos colaboradores
la admitieron sin protesta alguna.
El señor Proudhon no entra en estos detalles genealógicos. Simplemente
estampa en el hecho del intercambio una especie de sello histórico,
presentándolo como una propuesta hecha por una tercera persona con miras a
establecer el cambio.
He aquí una muestra del, “método histórico y descriptivo” del
señor Proudhon, que profesa un desprecio soberbio por el “método histórico y
descriptivo” de los Adam Smith y los Ricardo.
El intercambio tiene su historia. Ha atravesado diferentes fases.
Hubo un tiempo, como, por ejemplo, en la Edad Media, en que no se cambiaba más que lo superfluo, el
excedente de la producción sobre el consumo.
Hubo luego un tiempo en que no solamente lo superfluo, sino todos los
productos, toda la vida industrial pasaron a la esfera del comercio, un tiempo
en que la producción entera dependía del cambio. ¿Cómo explicar esta segunda
fase del intercambio: el valor de cambio elevado a su segunda potencia?
El señor Proudhon tendría una respuesta preparada: Suponed que un hombre
“propuso a otros hombres, colaboradores suyos en funciones diversas”, elevar el
valor de cambio a su segunda potencia.
Por Ultimo, llegó un tiempo en que todo lo que los hombres habían venido
considerando como inalienable se hizo objeto de cambio, de tráfico y podía
enajenarse. Es el tiempo en que incluso las cosas que hasta entonces se
transmitían, pero nunca se intercambiaban; se donaban, pero nunca se vendían;
se adquirían, pero nunca se compraban: virtud, amor, opinión, ciencia,
conciencia, etc., todo, en suma, pasó a la esfera del comercio. Es el tiempo de
la corrupción general, de la venalidad universal, o, para expresarnos en
términos de economía política, el tiempo en que cada cosa, moral o física,
convertida en valor de cambio, es llevada al mercado para ser apreciada en su
más justo valor.
¿Cómo explicar esta nueva y última fase del intercambio: el valor de
cambio elevado a su tercera potencia?
El señor Proudhon tendría una respuesta preparada también para eso:
Suponed que una persona “propuso a otras personas, colaboradores
suyos en funciones diversas”, hacer de la virtud, del amor, etc., un valor de
cambio, elevar el valor de cambio a su tercera y última potencia.
Como se ve, “el método histórico y descriptivo” del señor Proudhon es
bueno para todo, responde a todo y lo explica todo. En particular cuando se
trata de explicar históricamente “el origen de una idea económica”, el señor
Proudhon supone a un hombre que propone a otros hombres, colaboradores suyos en
funciones diversas, llevar a término este acto de generación, y asunto
concluido.
A partir de aquí aceptamos “el origen” del valor de cambio como un hecho
consumado; ahora no nos resta sino exponer la relación entre el valor de cambio
y el valor de uso. Oigamos al señor Proudhon:
“Los economistas han puesto de relieve con gran claridad el doble
carácter del valor; pero lo que no han esclarecido con la misma nitidez es
su naturaleza contradictoria; aquí es donde comienza nuestra
critica... No basta haber señalado este asombroso contraste entre el valor de
uso y el valor de cambio, contraste en el que los economistas están
acostumbrados a no ver sino una cosa muy simple: es preciso mostrar que esta
pretendida simplicidad oculta un misterio profundo que tenemos el deber de
desentrañar... En términos técnicos, el valor de uso y el valor de cambio están
en razón inversa el uno del otro”.
Si hemos captado bien el pensamiento del señor Proudhon, he aquí los
cuatro puntos que se propone establecer:
1) El valor de uso y el valor de cambio forman “un contraste asombroso”,
están en oposición mutua.
2) El valor de uso y el valor de cambio están en razón inversa el uno del
otro, se contradicen entre sí.
3) Los economistas no han visto ni conocido la oposición ni la
contradicción.
4) La crítica del señor Proudhon comienza por el final.
Nosotros también comenzaremos por el final, y para descargar a los
economistas de las acusaciones del señor Proudhon dejaremos que hablen dos
economistas de bastante relieve.
Sismondi: “El comercio ha reducido todas
las cosas a la oposición entre el valor de uso y el valor de cambio, etc.” (Etudes [“Estudios”],
t. II, pág. 162, edición de Bruselas.)
Lauderdale: “En general, la riqueza nacional
(el valor de uso) disminuye a medida que las fortunas individuales se
acrecientan por el aumento del valor de cambio; y a medida que estas últimas se
reducen por la disminución del valor de cambio, la riqueza nacional aumenta
generalmente”. (Recherches sur la nature et l'origine de Ia richesse publique
[“Investigaciones sobre la naturaleza y el origen de la riqueza pública”], traducido
por Lagentie de Lavaïsse. Paris, 1808 [pág. 33].)
Sismondi ha fundado sobre la oposición entre el valor de
uso y el valor de cambio su principal doctrina, según la cual la disminución de
la renta es proporcional al crecimiento de la producción.
Lauderdale ha fundado su sistema sobre la razón inversa de las dos
especies de valor, y su doctrina era tan popular en los tiempos de Ricardo, que
éste podía hablar de ella como de una cosa generalmente conocida.
“Confundiendo las ideas del valor de cambio y de las riquezas ((valor de
uso) se ha pretendido aseverar que es posible aumentar las riquezas
disminuyendo la cantidad de cosas necesarias, útiles o agradables para la
vida”. Ricardo, Principios de economía política, traducidos por
Constancio, con notas de J. B. Say. Paris, 1835; t. II, capítulo Sobre
el valor y las riquezas.)
Vemos que los economistas, antes del señor Proudhon, han “señalado” el
misterio profundo de oposición y de contradicción. Veamos ahora cómo el señor
Proudhon explica a su vez este misterio después de los economistas.
Si la demanda permanece invariable, el valor de cambio de un producto
baja a medida que la oferta crece; en otros términos: cuanto más abundante es
un producto en relación a la demanda, más bajo es su valor de cambio o su
precio. Viceversa: cuanto más débil es la oferta en relación a la
demanda, más sube el valor de cambio o el precio del producto ofrecido; en
otros términos: cuanto más escasean los productos ofrecidos, con respecto a la
demanda, más caros son. El valor de cambio de un producto depende de su
abundancia o de su escasez, pero siempre con relación a la demanda. Suponed un
producto más que raro, único en su género: este producto único será más que
abundante, será superfluo, si no es demandado. Por el contrario, suponed un
producto multiplicado por millones, y será raro si no basta para satisfacer la
demanda, es decir, si está demasiado solicitado.
Estas son verdades, diríamos casi banales, pero que hemos tenido que
reproducir aquí para hacer comprender los misterios del señor Proudhon.
“Así, pues, siguiendo el principio hasta sus últimas consecuencias se
llegaría a la conclusión más lógica del mundo: las cosas cuyo consumo es
necesario y cuya cantidad es infinita, no deben valer nada; en cambio, las
cosas cuya utilidad es nula y cuya escasez es extrema, deben tener un precio
inestimable. Para colmo de males, la práctica no admite estos extremos: de un
lado, ningún producto humano puede aumentar jamás en cantidad hasta el
infinito; de otro, las cosas más raras deben ser útiles en un cierto grado, sin
lo cual no tendrían ningún valor. El valor de uso y el valor de cambio están,
pues, fatalmente encadenados el uno al otro, si bien por su naturaleza tienden
de continuo a excluirse” (t. I, pág. 39).
¿Cuál es el colmo de los males del señor Proudhon? Que ha olvidado
simplemente la demanda, y que una cosa no puede ser escasa o
abundante sino en tanto en cuanto sea solicitada. Dejando de lado la demanda,
identifica el valor de cambio con
la escasez y el valor de
uso con la abundancia. En efecto, diciendo que las cosas “cuya utilidad
es nula y cuya escasez es extrema, tienen un precio
inestimable”, afirma simplemente que el valor de cambio no es sino la
escasez. “Escasez extrema y utilidad nula”, es escasez pura. “Precio
inestimable”, es el maximum del valor de cambio, es el valor de cambio en
estado puro. Entre estos dos términos coloca el signo de igualdad. Así, valor
de cambio y escasez son dos términos equivalentes. Llegando a estas pretendidas
“consecuencias extremas”, el señor Proudhon lleva en efecto hasta el extremo,
no las cosas, sino los términos que las expresan, dando así pruebas de tener
más capacidad para la retórica que para la lógica. Vuelve a encontrar sus
hipótesis primeras en toda su desnudez, cuando cree haber encontrado nuevas
consecuencias. Gracias a este mismo procedimiento consigue identificar el valor
de uso con la abundancia pura.
Después de haber puesto el signo de igualdad entre el valor de cambio y
la escasez, entre el valor de uso y la abundancia, el señor Proudhon se asombra
de no encontrar ni el valor de uso en la escasez y el valor de cambio, ni el
valor de cambio en la abundancia y el valor de uso; y viendo que la práctica no
admite estos extremos, lo único que le queda es creer en el misterio. Para él
existe precio inestimable porque no hay compradores, y no los encontrará jamás,
mientras haga abstracción de la demanda.
Por otra parte la abundancia del señor Proudhon parece ser una cosa
espontánea. Olvida por completo que hay gentes que la producen y que están
interesadas en no perder nunca de vista la demanda. Si no, ¿cómo habría podido
decir el señor Proudhon que la cosas que son muy útiles deben tener un precio
muy bajo o incluso no costar nada? Por el contrario, debería haber llegado a la
conclusión de que hace falta restringir la abundancia, la producción de cosas
muy útiles, si se quiere elevar su precio, su valor de cambio.
Los antiguos viticultores de Francia, solicitando una ley que prohibiera
la plantación de nuevas viñas; los holandeses, quemando las especies en Asía y
arrancando los claveros en las islas Molucas, querían simplemente reducir la
abundancia para alzar el valor de cambio. En el decurso de toda la Edad Media
se procedía con arreglo a este mismo principio a limitar por medio de leyes el
número de compañeros que podía tener un maestro, y el número de instrumentos
que podía emplear (Véase: Anderson, Historia del comercio).
Después de haber presentado la abundancia como el valor de uso y la
escasez como el valor de cambio —nada más fácil que demostrar que la abundancia
y la escasez están en razón inversa—, el señor Proudhon identifica el valor de
uso con la oferta y el valor de cambio con la demanda.
Para hacer la antítesis aún más tajante, sustituye los términos poniendo “valor
de opinión” en lugar de valor de cambio. De esta suerte, la lucha cambia de
terreno, y tenemos de un lado la utilidad (el valor de uso, la oferta) y de
otro la opinión (el valor de cambio, la demanda).
¿Quién conciliará estas dos potencias opuestas? ¿Cómo ponerlas de
acuerdo? ¿Se puede establecer entre ellas aunque sólo sea un punto de
comparación?
Naturalmente, exclama el señor Proudhon, existe ese punto de comparación:
el libre arbitrio. El precio resultante de esta lucha entre la oferta y la
demanda, entre la utilidad y la opinión, no será la expresión de la justicia
eterna.
El señor Proudhon sigue desarrollando esta antítesis:
“En mi calidad de comprador libre, soy el árbitro de mi
necesidad, el árbitro de la conveniencia del objeto, el árbitro del precio
que yo quiero pagar por él. Por otra parte, usted, en su
calidad de productor libre, es dueño de los medios de
preparación del objeto, y, por consiguiente, tiene la facultad de reducir
sus gastos” (t. I, pág. 41).
Y como la demanda o el valor de cambio es identificada con la opinión, el
señor Proudhon se ve precisado a decir:
“Está demostrado que es el libre arbitrio del hombre el
que da lugar a la oposición entre el valor de uso y el valor de cambio. ¿Cómo
resolver esta oposición en tanto que subsista el libre arbitrio? ¿Y cómo
sacrificar éste, a menos de sacrificar al hombre?” (t. I, pág. 41).
Así, pues, no se puede llegar a ningún resultado. Hay una lucha entre dos
potencias, por decirlo así, inconmensurables, entre lo útil y la opinión, entre
el comprador libre y el productor libre.
Veamos las cosas un poco más de cerca.
La oferta no representa exclusivamente la utilidad, la demanda no
representa exclusivamente la opinión. ¿Acaso el que demanda no ofrece también
un producto cualquiera o el signo representativo de todos los productos, el dinero? Y al ofrecerlo, ¿no
representa acaso, según el señor Proudhon, la utilidad o el valor de uso?
Por otra parte, ¿acaso el que ofrece no demanda también un producto
cualquiera o el signo representativo de todos los productos, el dinero? ¿Y acaso no se transforma así
en el representante de la opinión, del valor de opinión o valor de cambio?
La demanda es al mismo tiempo una oferta, la oferta es al mismo tiempo
una demanda. Así, la antitesis del señor Proudhon, identificando simplemente la
oferta y la demanda, la una con la utilidad y la otra con la opinión, no
descansa sino sobre una abstracción huera.
Lo que el señor Proudhon denomina valor de uso, otros economistas lo
llaman con el mismo derecho valor de opinión. Sólo citaremos a Storch (Cours
d'economie politique [“Curso de economía política”], París, 1823, págs. 48 y
49).
Según Storch, se denominan necesidades las cosas de que
sentimos necesidad, y valores las cosas a las que atribuimos valor. La mayoría
de las cosas tienen valor únicamente porque satisfacen las necesidades
engendradas por la opinión. La opinión sobre nuestras necesidades puede
cambiar, por lo que la utilidad de las cosas, que no expresa más que una
relación entre estas cosas y nuestras necesidades, también puede cambiar. Las
propias necesidades naturales cambian continuamente. En efecto, ¡que gran
variedad no hábil en los principales artículos alimenticios de los diferentes
pueblos!
La lucha no se entabla entre la utilidad y la opinión: se entabla entre
el valor de cambio que reclama el vendedor y el valor de cambio que ofrece el
comprador. El valor de cambio del producto es cada vez la resultante de estas
apreciaciones contradictorias.
En último análisis, la oferta y la demanda colocan frente a frente la
producción y el consumo, Pero la producción y el consumo fundados en
intercambios individuales.
El producto que se ofrece no es útil en sí mismo. Su utilidad la
establece el consumidor. Y aun cuando le reconozca la cualidad de ser útil, el
producto no representa exclusivamente la utilidad. En el curso de la
producción, el producto ha sido cambiado por todo el coste de producción
—materias primas, salarios de los obreros, etc.—, cosas todas ellas que son
valores de cambio. Por consiguiente, el .producto representa, a los ojos del
productor, una suma de valores de cambio. Lo que el productor ofrece no es sólo
un objeto útil, sino además y sobre todo un valor de cambio.
En cuanto a la demanda, sólo será efectiva a condición de tener a su
disposición medios de cambio. Estos medios, a su vez, son productos, valores de
cambia.
Por tanto, en la oferta y la demanda encontramos, de un lado, un producto
que ha costado valores de cambio, y la necesidad de vender; de otro lado, medios
que han costado valores de cambio, y el deseo de comprar.
El señor Proudhon opone el comprador libre al productor
libre. Atribuye al uno y al otro cualidades puramente metafísicas. Esto le
hace decir: “Está demostrado que el libre arbitrio del hombre es el
que da lugar a la oposición entre el valor de uso y el valor de cambio”. [I,
41]
El productor, desde el momento que ha producido en una sociedad fundada
sobre la división del trabajo y sobre el intercambio —y tal es la hipótesis del
señor Proudhon—, está obligado a vender. El señor Proudhon hace al productor
dueño de los medios de producción; pero convendrá con nosotros en que sus
medios de producción no dependen del libre arbitrio. Más aún, estos
medios de producción son en gran parte productos que le vienen de fuera, y en
la producción moderna no posee ni siquiera la libertad de producir la cantidad
que quiera. El grado actual de desarrollo de las fuerzas productivas le obliga
a producir en tal o cual escala.
El consumidor no es más libre que el productor. Su opinión se basa en sus
medios y sus necesidades. Los unos y las otras están determinados por su
situación social, la cual depende a su vez de la organización social en su
conjunto. Desde luego, el obrero que compra patatas y la concubina que compra
encajes, se atienen a su opinión respectiva. Pero la diversidad de sus
opiniones se explica por la diferencia de la posición que ocupan en el mundo, y
esta diferencia de posición es producto de la organización social.
¿En qué se funda el sistema de necesidades: en la opinión o en toda la
organización de la producción? Lo más frecuente es que las necesidades nazcan
directamente de la producción, o de un estado de cosas basado en la producción.
El comercio universal gira casi por entero en torno a las necesidades, no del
consumo individual, sino de la producción. Así, eligiendo otro ejemplo, la
necesidad que hay de notarios ¿no supone un derecho civil dado, que no es sino
una expresión de un cierto desarrollo de la propiedad, es decir, de la producción?
Al señor Proudhon no le basta haber eliminado de la relación entre la
oferta y la demanda los elementos de que acabamos de hablar. Lleva la
abstracción a los últimos límites, fundiendo a todos los productores en un solo
productor y a todos los consumidores en un sólo consumidor, y haciendo que la
lucha se entable entre estos dos personajes quiméricos. Pero en el mundo real
las cosas ocurren de otro modo. La competencia entre los representantes de la
oferta y la competencia entre los representantes de la demanda forman un
elemento necesario de la lucha entre los compradores y los vendedores, de donde
resulta el valor de cambio.
Después de haber eliminado los gastos de producción y la competencia, el
señor Proudhon puede a su gusto reducir al absurdo la fórmula de la oferta y de
la demanda.
“La oferta y la demanda —dice— no son otra cosa que dos formas
ceremoniales que sirven para poner frente a frente el valor de uso y
el valor de cambio y para provocar su conciliación. Son los dos polos
eléctricos cuya unión debe producir el fenómeno de afinidad denominado intercambio”
(t. I, págs. 49 y 50).
Con el mismo derecho podría decirse que el intercambio no es sino una
“forma ceremonial”, necesaria para poner frente a frente al consumidor y al
objeto de consumo. Con igual derecho se podría decir que todas las relaciones
económicas son “formas ceremoniales”, por cuyo intermedio se efectiva el
consumo inmediato. La oferta y la demanda son relaciones de una producción
dada, ni más ni menos que los intercambios individuales.
Así, pues, ¿en qué consiste toda la dialéctica del señor Proudhon? En
sustituir el valor de uso y el valor de cambio, la oferta y la demanda, por
nociones abstractas y contradictorias, tales como la escasez y la abundancia,
la utilidad y la opinión, un productor y un consumidor, ambos caballeros
del libre arbitrio.
¿A dónde quería llegar por ese camino?
A procurarse el medio de introducir más tarde uno de los elementos que
había eliminado, el costo de producción, como la síntesis entre
el valor de uso y el valor de cambio. Así es como el coste de producción
constituye a sus ojos el valor sintético o valor constituido.
§ II.
VALOR CONSTITUIDO O VALOR SINTÉTICO
“El valor (de cambio) es la piedra angular del edificio económico”. El valor
“constituido” es la piedra angular del sistema de contradicciones económicas.
Ahora bien, ¿qué es este “valor constituido” que representa todo
el descubrimiento del señor Proudhon en economía política?
Una vez admitida la utilidad, el
trabajo es la fuente del valor. La
medida del trabajo es el tiempo. El valor relativo de los productos es
determinado por el tiempo de trabajo necesario para producirlos. El precio es la expresión monetaria del
valor relativo de un producto. Por último, el valor constituido de
un producto es simplemente el valor que se forma, por el tiempo de trabajo
plasmado en él.
Así como Adam Smith descubrió la división del trabajo,
así también el señor Proudhon pretende haber descubierto el “valor
constituido”. Esto no es precisamente “algo inaudito”, pero convengamos
también en que no hay nada de inaudito en ningún descubrimiento de la ciencia
económica. El señor Proudhon, que siente toda la importancia de su invención,
trata, sin embargo, de atenuar el mérito “para tranquilizar al lector a
propósito de sus pretensiones de originalidad y buscar la reconciliación con
los espíritus que por timidez son poco inclinados a las ideas nuevas”. Pero
conforme va exponiendo lo que cada uno de sus predecesores ha hecho para
determinar el valor, se ve forzosamente impulsado a proclamar a los cuatro
vientos que a él le pertenece la mayor parte, la parte del león.
“La idea sintética del valor había sido vagamente conjeturada por Adam
Smith... Pero en Adam Smtih esta idea del valor era completamente intuitiva;
ahora bien, la sociedad no cambia sus hábitos en virtud de la fe en
intuiciones: lo que la hace decidirse es la autoridad de los hechos. Era
preciso que la antinomia se expresase de una manera más palpable y más nítida:
J. B. Say fue su principal interprete.” [I, 66]
He aquí la historia acabada del descubrimiento del valor sintético: A
Smith posee la intuición vaga, J. B. Say la antinomia y el señor Proudhon la
verdad constituyente y “constituida”. Y nada de ofuscaciones al respecto: todos
los demás economistas, desde Say hasta Proudhon, no han hecho más que
azacanarse en el camino trillado de la antinomia.
“Es increíble que tantos hombres inteligentes se devanen los sesos desde
hace cuarenta años en torno a una idea tan simple. Pero no, la
equiparación de los valores se efectúa sin que haya entre ellos ningún punto de
comparación y sin unidad de medida: he aquí lo que han decidido sostener
los economistas del siglo XIX contra todos, en lugar de abrazar la teoría
revolucionaria de la igualdad. ¿Qué dirá la posteridad? (t. I, pág. 68).
La posteridad, tan bruscamente apostrofada, comenzara por sentirse
perpleja en lo que atañe a la cronología. Necesariamente tendrá que preguntar:
¿Acaso Ricardo y su escuela no son economistas del siglo XIX? El sistema de
Ricardo, fundado en el principio de que “el valor relativo de las mercancías
depende exclusivamente de la cantidad de trabajo requerida para su producción”,
data de 1817. Ricardo es el jefe de toda una escuela, que reina en Inglaterra
desde la Restauración. La doctrina ricardiana resume rigurosamente,
despiadadamente, el punto de vista de toda la burguesía inglesa, que, a su vez,
representa el tipo de la burguesía moderna. “¿Que dirá la posteridad?” No dirá
que el señor Proudhon desconocía en absoluto a Ricardo, porque habla de él, y
habla no poco, lo invoca constantemente y termina por decir que su doctrina es
un “cúmulo de frases incoherentes”. Si la posteridad interviene en este asunto
algún día, dirá tal vez que el señor Proudhon, temiendo herir la anglofobia de
sus lectores, prefirió hacerse el editor responsable de las ideas de Ricardo.
Como quiera que sea, considerara muy ingenuo que el señor Proudhon presente
como “teoría revolucionaria del porvenir” lo que Ricardo ha expuesto científicamente
como la teoría de la sociedad actual, de la sociedad burguesa, y que acepte,
por tanto, como solución de la antinomia entre la utilidad y el valor de cambio
lo que Ricardo y su escuela han presentado mucho antes que él como la fórmula
científica de un solo aspecto de la antinomia: del valor de cambio.
Pero dejemos a un lado de una vez y para siempre la posteridad y hagamos que el
señor Proudhon se caree con su predecesor Ricardo. He aquí algunos pasajes de
este autor, que resumen su doctrina sobre el valor:
“La utilidad no es la medida del valor de cambio, aunque sea
absolutamente necesaria para este último” (pág. 3, t. I de los Principios
de Economía política, etc., traducidos del inglés por F. S. Constancio,
Paris, 1835).
“Las cosas, una vez reconocidas como útiles por sí mismas, extraen su
valor de cambio de dos fuentes: de su escasez y de la cantidad de trabajo
necesario para obtenerlas. Hay cosas cuyo valor no depende más que de su
escasez. Como ningún trabajo puede aumentar su cantidad, el valor de ellas no
puede bajar aumentando la oferta. Tal es el caso de las estatuas o los cuadros
de gran valor, etc. Este valor depende únicamente de la riqueza, de los gustos
o del capricho de quienes desean adquirir semejantes objetos” (págs. 4 y 5, t.
I, lug. cit.). “Pero en el conjunto de mercancías que se cambian a diario, el
número de esos objetos es muy reducido. Como la inmensa mayoría de las cosas
que se desea poseer son fruto del trabajo, se las puede multiplicar, no
solamente en un país, sino en muchos, hasta un grado que es casi imposible
limitar, siempre que se quiera emplear el trabajo necesario para crearlas”
(pág. 5, t. I, lug. cit.). “Por eso, cuando hablamos de mercancías, de su valor
de cambio y de los principios que regulan su precio relativo, no tenemos en
cuenta sino aquellas mercancías cuya cantidad puede acrecentarse por el trabajo
humano y cuya producción es estimulada por la competencia y no tropieza con
traba alguna” (t. I, pág. 5).
Ricardo cita a A. Smith, que, según él, “ha determinado con gran
precisión la fuente primitiva de todo valor de cambio” (cap. 5, libro I de
Smith), y agrega:
“La doctrina según la cual esto (es decir, el tiempo de trabajo) es en
realidad la base del valor de cambio de todas las cosas, excepto las que el trabajo
humano no puede multiplicar a su voluntad, reviste la más alta importancia en
economía política: porque nada ha dado origen a tantos errores y divergencias
en esta ciencia como el sentido vago y poco preciso que se da a la palabra
valor” (pág. 8, t. I). “Si el valor de cambio de una cosa es determinado por la
cantidad de trabajo contenido en ella, de aquí se deduce que todo aumento de la
cantidad de trabajo debe necesariamente aumentar el valor del objeto en cuya
producción haya sido empleado el trabajo, y toda disminución de trabajo debe
disminuir dicho valor” (t. I, pág. 8).
Ricardo reprocha después a A. Smith que:
1) “Da al valor otra medida, además del trabajo: unas veces el valor del
trigo, otras la cantidad de trabajo que se puede comprar por esta cosa, etc.”
(t. I, págs. 9 y 10).
2) “Admite sin reserva el principio y, sin embargo, restringe su
aplicación al estado primitivo y tosco de la sociedad, que precede a la
acumulación de capitales y a la propiedad de la tierra” (t. I, pág. 21).
Ricardo pretende demostrar que la propiedad del suelo, es decir, la
renta, no puede alterar el valor relativo de los productos agrícolas y que la
acumulación de capitales no ejerce sino una acción pasajera y oscilatoria sobre
los valores relativos determinados por la cantidad comparativa de trabajo
empleado en su producción. Para apoyar esta tesis crea su famosa teoría de la
renta de la tierra, descompone el capital en sus partes integrantes y, en fin
de cuentas, no encuentra en el más que trabajo acumulado. Después desarrolla
toda una teoría del salario y de la ganancia y demuestra que el salario y la
ganancia tienen sus movimientos de alza y baja, en razón inversa el uno del
otro, sin influir sobre el valor relativo del producto. No hace caso omiso de
la influencia que la acumulación de capitales y su distinta naturaleza
(capitales fijos y capitales circulantes), así como el nivel de los salarios,
pueden ejercer sobre el valor proporcional de los productos. Esos problemas son
los fundamentales para Ricardo.
“Toda economía en el trabajo —dice— disminuye siempre el valor
relativo[1] de una mercancía, bien sea que esta economía afecte al trabajo
necesario para la fabricación del objeto mismo, o bien al trabajo necesario
para la formación del capital empleado en esta producción” (t. I, pág. 28).
“Por consiguiente, mientras el trabajo de una jornada continué proporcionando a
uno la misma cantidad de pescado y a otro la misma cantidad de caza, el nivel
natural de los precios respectivos de cambio seguirá siendo siempre el mismo,
por mucho que varíen los salarios y la ganancia y pese a todos los efectos de
la acumulación de capital” (t. I, pág. 32). “Hemos conceptuado el trabajo como
la base del valor de las cosas, y la cantidad de trabajo necesaria para su
producción como la regla que determina las cantidades respectivas de las
mercancías que deben darse a cambio por otras: pero no hemos pretendido negar
que haya en el precio corriente de las mercancías cierta desviación accidental
y pasajera de este precio primitivo y natural” (t. I, pág. 105, lug. cit.).
“Los precios de las cosas se regulan, en definitiva, por los gastos de
producción, y no por la proporción entre la oferta y la demanda, como se ha
afirmado con frecuencia” (t. II, pág. 253).
Lord Lauderdale había explicado las variaciones del valor de cambio según
la ley de la oferta y la demanda, o de la escasez y la abundancia con relación
a la demanda. Según él, el valor de una cosa puede aumentar cuando disminuye la
cantidad de esta cosa o cuando aumenta la demanda; el valor puede disminuir al
aumentar la cantidad de esta cosa o al disminuir la demanda. Por tanto, el
valor de una cosa puede cambiar bajo la acción de ocho causas diferentes, a
saber: de cuatro causas relativas a esta cosa misma y de cuatro causas relativas
al dinero o a cualquier otra mercancía que sirva de medida de su valor. He aquí
la refutación de Ricardo:
“El valor de los productos que son monopolio de un particular o de una
compañía varía de acuerdo con la ley que lord Lauderdale ha formulado: baja a
medida que aumenta la oferta de estos productos y se eleva cuanto mayor es el
deseo de los compradores de adquirirlos; su precio no guarda ninguna relación
necesaria con su valor natural. Pero en cuanto a las cosas que están sujetas a
la competencia entre los vendedores y cuya cantidad puede aumentar dentro de límites
moderados, su precio depende en definitiva, no de la proporción entre la
demanda y la oferta, sino del aumento o de la disminución del coste de
producción” (t. II, pág. 259).
Dejemos al lector que establezca la comparación entre el lenguaje tan
preciso, tan claro y tan simple de Ricardo y los esfuerzos retóricos que hace
el señor Proudhon, para llegar a la determinación del valor relativo por el
tiempo de trabajo.
Ricardo nos muestra el movimiento real de la producción burguesa,
movimiento que constituye el valor. El señor Proudhon, haciendo abstracción de
este movimiento real, “se devana los sesos” para inventar nuevos procedimientos
a fin de regular el mundo según una fórmula pretendidamente nueva, que no es
sino la expresión teórica del movimiento real existente y tan bien expuesto por
Ricardo. Ricardo toma como punto de partida la sociedad actual, para
demostrarnos como constituye ésta el valor: el señor Proudhon toma como punto
de partida el valor constituido, para constituir un nuevo mundo social por
medio de este valor. Según el señor Proudhon, el valor constituido debe
describir un círculo y volver a ser de nuevo el principio constituyente para un
mundo ya enteramente constituido según este modo de evaluación. La
determinación del valor por el tiempo de trabajo es para Ricardo la ley del
valor de cambio: para el señor Proudhon es la síntesis del valor de uso y del
valor de cambio. La teoría del valor de Ricardo es la interpretación científica
de la vida económica actual: la teoría del valor del señor Proudhon es la
interpretación utópica de la teoría de Ricardo. Ricardo consigna la verdad de
su fórmula haciéndola derivar de todas las relaciones económicas y explicando
por este medio todos los fenómenos, inclusive los que a primera vista parecen
contradecirla, como la renta, la acumulación de capitales y la relación entre
los salarios y las ganancias; esto es cabalmente lo que hace de su doctrina un
sistema científico. El señor Proudhon, que ha vuelto a descubrir esta fórmula
de Ricardo por medio de hipótesis totalmente arbitrarias, se ve obligado
después a buscar hechos económicos aislados que violenta y falsifica, con el
fin de hacerlos pasar como ejemplos, como aplicaciones ya existentes, como
comienzos de realización de su idea regeneradora. (Véase nuestro § 3, Aplicación
del valor constituido).
Pasemos ahora a las conclusiones que el señor Proudhon deduce del valor
constituido (por el tiempo de trabajo).
— Una cierta cantidad de trabajo equivale al producto creado por esta
misma cantidad de trabajo.
— Toda jornada de trabajo vale tanto como otra jornada de trabajo; es
decir, siendo igual la cantidad, el trabajo de un hombre vale tanto como el
trabajo de otro: no hay diferencia cualitativa. Siendo igual la cantidad de
trabajo, el producto del uno se cambia por el producto del otro. Todos los
hombres son trabajadores asalariados, retribuidos en igual medida por un tiempo
igual de trabajo. Una igualdad perfecta preside los cambios.
¿Son estas conclusiones las consecuencias naturales, rigurosas del valor
“constituido” o determinado por el tiempo de trabajo?
Si el valor relativo de una mercancía es determinado por la cantidad de
trabajo requerido, para producirla, de aquí se deduce naturalmente que el valor
relativo del trabajo, o salario, es igualmente determinado por la cantidad de
trabajo preciso para producir el salario. El
salario, es decir, el valor relativo o precio del trabajo, se determina,
pues, por el tiempo de trabajo que hace falta a fin de producir todo lo
necesario para el mantenimiento del obrero.
“Disminuid los gastos de fabricación de los sombreros y su
precio terminará por descender hasta su nuevo precio natural, aunque la demanda
pueda doblarse, triplicarse o cuadruplicarse. Disminuid los gastos de
mantenimiento de los hombres, disminuyendo el precio natural de la
alimentación y del vestido que sirven para el sostenimiento de su vida, y
veréis que los salarios terminan por bajar, a pesar de que la demanda de brazos
haya podido crecer considerablemente” (Ricardo, t. II, pág. 253).
Ciertamente, el lenguaje de Ricardo no puede ser más cínico. Poner al
mismo nivel los gastos de fabricación de sombreros y los gastos de
sostenimiento del hombre, es transformar al hombre en sombrero. Pero no
alborotemos mucho hablando de cinismo. El cinismo está en la realidad de las
cosas y no en las palabras que expresan esa realidad. Escritores franceses
tales como los señores Droz, Blanqui, Rossi y otros se dan la inocente
satisfacción de demostrar su superioridad sobre los economistas ingleses
tratando de guardar la etiqueta de un lenguaje “humanitario”; si reprochan a
Ricardo y a su escuela su lenguaje cínico, es porque les resulta desagradable
ver expuestas las relaciones económicas en toda su crudeza, ver descubiertos
los misterios de la burguesía.
Resumamos: El trabajo, siendo él mismo mercancía, se mide como tal por el
tiempo de trabajo que hace falta para producir el trabajo-mercancía. ¿Y qué
hace falta para producir el trabajo-mercancía? Justamente el tiempo de trabajo
que se invierte en la producción de los objetos indispensables para el
mantenimiento incesante del trabajo, es decir, para dar al trabajador la
posibilidad de vivir y de propagar su especie. El precio natural del trabajo no es otra cosa que el mínimo de salario[2].
Si el precio corriente del salario se eleva por encima de su precio natural, es
precisamente porque la ley del valor, erigida en principio por el señor
Proudhon, encuentra su contrapeso en las consecuencias de las variaciones que
experimenta la relación entre la oferta y la demanda. Pero el mínimo de salario sigue siendo, no obstante, el centro en torno
al cual gravitan los precios corrientes del salario.
Por tanto, el valor relativo medido por el tiempo de trabajo es
fatalmente la fórmula de la esclavitud moderna del obrero, en lugar de ser,
como quiere el señor Proudhon, la “teoría revolucionaria” de la emancipación
del proletariado.
[2] La tesis
de que el precio “natural”, es decir, normal, de la fuerza de trabajo coincide
con el mínimo de salario, esto es, con el equivalente del valor de los medios
de subsistencia absolutamente indispensables para la vida del obrero y para la
prolongación de su especie, fue formulada primeramente por mí en el Esbozo
de crítica de la Economía política (Deutsch-Franzosische
Jahrbiicher, Paris, 1844) y
en La situación de la clase obrera en Inglaterra. Como se ve por el
texto, Marx aceptó entonces esta tesis. De nosotros dos la tomó Lassalle. Pero,
aunque el salario tiene efectivamente la tendencia constante a aproximarse a su
mínimo, la citada tesis no es exacta. El hecho de que, por término medio, la
fuerza de trabajo se paga de ordinario por debajo de su valor, no puede
modificar su valor. En El
Capital, Marx corrigió la mencionada tesis (apartado Compra y venta de
la fuerza de trabajo) y explicó (capitulo
XXIII: Ley general de la acumulación capitalista) las
circunstancias que permiten en la producción capitalista reducir más y más el
precio de la fuerza de trabajo por debajo de su valor. (Nota de F. Engels a
la edición alemana de 1885.)
Veamos
ahora en qué medida la aplicación del tiempo de trabajo, como medida del valor,
es incompatible con el antagonismo de clases existentes y con la desigual
distribución del producto entre el trabajador directo y el poseedor de trabajo
acumulado.
Supongamos un producto cualquiera: por ejemplo, el lienzo. Este producto,
como tal, contiene una cantidad de trabajo determinada. Esta cantidad de
trabajo será siempre la misma, cualquiera que sea la situación recíproca de los
que han participado en la creación de este producto.
Tomemos otro producto: el paño, y supongamos que su fabricación ha
requerido la misma cantidad de trabajo que el lienzo.
Cambiando estos dos productos, cambiamos cantidades iguales de trabajo.
Cambiando estas cantidades iguales de tiempo de trabajo, no modificamos la
situación reciproca de los productores, como tampoco alteramos en nada las
relaciones mutuas entre los obreros y los fabricantes. Afirmar que este trueque
de productos medidos por el tiempo de trabajo tiene como consecuencia la
retribución igualitaria de todos los productores, es suponer que con
anterioridad al cambio existía igualdad de participación en el producto. Cuando
se realice el cambio de paño por lienzo, los productores del paño participaran
del lienzo en la misma proporción en que antes habían participado del paño.
La ofuscación del señor Proudhon proviene de que toma como consecuencia
lo que, en el mejor de los casos, no es más que una suposición gratuita.
Sigamos.
Al tomar el tiempo de trabajo como medida del valor, ¿suponemos, al
menos, que las jornadas son equivalentes y que la jornada de
un hombre vale tanto como la jornada de otro? No.
Supongamos por un instante que la jornada de un joyero equivale a tres
jornadas de un tejedor; también en este caso todo cambio del valor de las
alhajas con relación a los tejidos, a menos que no sea el resultado pasajero de
las oscilaciones de la demanda y la oferta, debe tener por causa una
disminución o un aumento del tiempo de trabajo empleado de un lado o de otro en
la producción. Si tres jornadas de trabajo de diferentes trabajadores son entre
sí como 1, 2, 3, todo cambio en el valor relativo de sus productos será un
cambio en esta misma proporción de 1, 2, 3. Por tanto, se pueden medir los
valores por el tiempo de trabajo, a pesar de la desigualdad del valor de las
diferentes jornadas de trabajo; mas, para aplicar semejante medida, necesitamos
tener una escala comparativa de las diferentes jornadas de trabajo: esta escala
se establece por la competencia.
¿Vale vuestra hora de trabajo tanto como la mía? Esta es una cuestión que
se resuelve por la competencia.
La competencia, según un economista americano, determina cuantas jornadas
de trabajo simple se contienen en una jornada de trabajo complejo. ¿No supone
acaso esta reducción de jornadas de trabajo complejo a jornadas de trabajo
simple que se toma precisamente por medida del valor el trabajo simple? El
hecho de que sólo sirva de medida del valor la cantidad de trabajo
independientemente de su calidad, supone a su vez que el trabajo simple es el eje
de la actividad productiva. Ese hecho supone que los diferentes trabajos son
igualados por la subordinación del hombre a la máquina o por la división
extrema del trabajo; que el trabajo desplaza la personalidad humana a un
segundo plano; que el péndulo ha pasado a ser la medida exacta de la actividad
relativa de dos obreros, como lo es de la velocidad de dos locomotoras. Por
eso, no hay que decir que una hora de trabajo de un hombre vale tanto como una
hora de otro hombre, sino más bien que un hombre en una hora vale tanto como
otro hombre en una hora. El tiempo lo es todo, el hombre no es nada; es,
a lo sumo, la cristalización del tiempo. Ya no se trata de la calidad. La
cantidad lo decide todo: hora por hora, jornada por jornada; pero esta
nivelación del trabajo no es obra de la justicia eterna del señor Proudhon,
sino simplemente un hecho de la industria moderna.
En el taller mecánico, el trabajo de un obrero no se diferencia casi nada
del trabajo de otro: los obreros sólo pueden distinguirse entre sí por la
cantidad de tiempo que emplean en el trabajo. Sin embargo, esta diferencia
cuantitativa se convierte, desde cierto punto de vista, en cualitativa, por
cuanto el tiempo invertido en el trabajo depende, en parte, de causas puramente
materiales, como la constitución física, la edad, el sexo; en parte, de causas
morales puramente negativas, como la paciencia, la impasibilidad, la Asiduidad.
Por último, si media una diferencia cualitativa en el trabajo de los obreros,
es, todo lo más, una calidad de la peor calidad, que está lejos de ser una
particularidad distintiva. Tal es, en último análisis, el estado de cosas en la
industria moderna. Y sobre esta igualdad ya existente del trabajo mecanizado,
el señor Proudhon pasa el cepillo de la “nivelación” que se propone realizar
universalmente en “el porvenir”.
Todas las secuelas “igualitarias” que el señor Proudhon deduce de la
doctrina de Ricardo se basan en un error fundamental. Se trata de que confunde
el valor de las mercancías medido por la cantidad de trabajo materializado en
ellas con el valor de las mercancías medido por “el valor del trabajo”.
Si estas dos maneras de medir el valor de las mercancías se confundiesen en una
sola, se podría decir indistintamente: el valor relativo de una mercancía
cualquiera se mide por la cantidad de trabajo cristalizado en ella; o bien: se
mide por la cantidad de trabajo que se puede comprar con ella: o también: se
mide por la cantidad de trabajo por la que se puede adquirir dicha mercancía.
Pero las cosas no ocurren así ni mucho menos. El valor del trabajo no puede
servir de medida de valor, como tampoco puede servir el valor de ninguna otra
mercancía. Unos cuantos ejemplos serán suficientes para explicar mejor aún lo
que acabamos de decir.
Si el moyo[3] de trigo costase dos jornadas de trabajo en lugar de
una, se duplicaría su valor primitivo, pero no pondría en movimiento doble
cantidad de trabajo, porque seguiría conteniendo la misma porción de materia
nutritiva que antes. Por tanto, el valor del trigo medido por la cantidad de
trabajo empleado para producirlo se habría duplicado; pero medido, bien por la
cantidad de trabajo que se puede comprar con él, bien por la cantidad de
trabajo por la que puede ser comprado, estaría lejos de haberse duplicado. Por
otra parte, si el mismo trabajo produjese el doble de vestidos que antes, el
valor relativo de los vestidos bajaría a la mitad; pero, sin embargo, la
capacidad de esta doble cantidad de vestidos de disponer de una determinada
cantidad de trabajo no quedaría por eso reducida a la mitad, o, en otros
términos, el mismo trabajo no podría obtener a su disposición doble cantidad de
vestidos; porque la mitad de los vestidos fabricados ahora seguiría rindiendo
al obrero el mismo servicio que antes.
Por tanto, determinar el valor relativo de las mercancías por el valor
del trabajo significa contradecir los hechos económicos. Significa moverse en
un círculo vicioso, determinar el valor relativo por un valor relativo que, a
su vez, necesita ser determinado.
Es indudable que el señor Proudhon confunde las dos medidas: la medida
por el tiempo de trabajo necesario para la producción de una mercancía y la
medida por el valor del trabajo. “El trabajo de todo hombre —dice— puede
comprar el valor que en si encierra”. Así, según él, una cierta cantidad de
trabajo contenido en un producto equivale a la retribución del trabajador, es
decir, al valor del trabajo. Sobre esta misma base confunde los gastos de
producción con el salario.
“¿Qué es el salario? Es el precio de coste del trigo, etc., es el precio
íntegro de todas las cosas. Vayamos más allá aún: el salario es la
proporcionalidad de los elementos que componen la riqueza”.
¿Qué es el salario? Es el valor del trabajo.
Adam Smith toma como medida del valor, ya el tiempo de trabajo necesario
para la producción de una mercancía ya el valor del trabajo. Ricardo ha puesto
de relieve este error haciendo ver claramente la disparidad de estas dos
maneras de medir. El señor Proudhon ahonda el error de Adam Smith identificando
las dos cosas, que en Adam Smith sólo están en yuxtaposición.
El señor Proudhon busca una medida del valor relativo de las mercancías
con el fin de encontrar la justa proporción en la que los obreros deben
participar de los productos, o, en otros términos, con el fin de determinar el
valor relativo del trabajo. Para determinar la medida del valor relativo de las
mercancías no concibe nada mejor que presentar como equivalente de una cierta
cantidad de trabajo la suma de productos creados por ella, lo cual es lo mismo
que suponer que toda la sociedad se compone únicamente de trabajadores
directos, que reciben como salario su propio producto. En segundo lugar, da
como un hecho la equivalencia de las jornadas de los diversos trabajadores. En
una palabra, busca la medida del valor relativo de las mercancías para
encontrar la retribución igual de los trabajadores, y admite como un hecho ya
plenamente establecido la igualdad de los salarios, para, partiendo de esta
igualdad, encontrar el valor relativo de las mercancías. ¡Qué admirable
dialéctica!
“Say y los economistas que le siguen han señalado que, tomando el trabajo
como principio y causa eficiente del valor, caemos en un círculo vicioso, ya
que el trabajo mismo está sujeto a evaluación, es una mercancía como otra
cualquiera. Diré con permiso de estos economistas que, el hablar así, han dado
prueba de una prodigiosa falta de atención. Al trabajo se le asigna valor, no
en tanto en cuanto es mercancía, sino teniendo en cuenta los valores que, según
se supone, están contenidos potencialmente en él. El valor del trabajo es una
expresión figurada, una anticipación de la causa sobre el efecto. Es una
ficción, lo mismo que la productividad del capital. El trabajo
produce, el capital vale... Por una especie de elipsis se habla del valor del
trabajo... El trabajo, como la libertad..., es cosa vaga e indeterminada por
naturaleza, pero que se define cualitativamente por su objeto, es decir, que se
hace realidad por el producto”. [I, 61]
“Mas ¿para que insistir? Puesto que el economista (léase: el señor
Proudhon) cambia el nombre de las cosas, vera rerum vocabula[4],
reconoce implícitamente su impotencia y elude la cuestión” (Proudhon, I, 188).
Como vemos, el señor Proudhon convierte el valor del trabajo en “la causa
eficiente” del valor de los productos, hasta el punto de que el salario,
nombre oficial del “valor del trabajo”, forma, según él, el precio integro de
toda cosa. He aquí porque le produce perplejidad la objeción de Say. En el
trabajo-mercancía, que es una realidad espantosa, no ve más que una elipsis
gramatical. Lo que quiere decir que toda la sociedad actual, basada en el
trabajo-mercancía, desde ahora se basa en una licencia poética, en una
expresión figurada. Y si la sociedad quiere “eliminar todos los inconvenientes”
que sufre, lo que tiene que hacer es eliminar los términos malsonantes, cambiar
de lenguaje, para lo cual debe dirigirse a la Academia y solicitar una nueva
edición de su diccionario. Después de todo lo que acabamos de ver, no es
difícil comprender por qué el señor Proudhon, en una obra de economía política,
ha considerado necesario extenderse en largas disertaciones sobre la etimología
y otras partes de la gramática. Así, aún polemiza con aire de sabiduría contra
la opinión anticuada de que la palabra servus[5] procede de servare[6].
Estas disertaciones filológicas tienen un sentido profundo, un sentido
esotérico, son una parte esencial de la argumentación del señor Proudhon.
El trabajo[7], en tanto que se vende y se compra, es una mercancía
como otra cualquiera, y por consiguiente tiene un valor de cambio. Pero el
valor del trabajo, o el trabajo como mercancía, es tan poco productivo como es
poco nutritivo el valor del trigo, o el trigo en calidad de mercancía.
El trabajo “vale” más o menos según sea la carestía de los productos
alimenticios, según sea el grado de la oferta y la demanda de brazos, etc.,
etc.
El trabajo no es una “cosa vaga”; se vende y se compra, no el trabajo en
general, sino siempre un trabajo determinado. No es sólo el trabajo el que se
define cualitativamente por el objeto, sin que el objeto, a su vez, se
determina por la calidad específica del trabajo.
El trabajo, en tanto que se vende y se compra, es él mismo una mercancía.
¿Por qué se le compra? “Teniendo en cuenta los valores que, según se supone,
están contenidos potencialmente en el”. Pero cuando se dice que tal cosa es una
mercancía, no se trata ya del fin con el que se la compra, es decir, de la
utilidad que se quiere sacar de ella, de la aplicación que de ella se quiere
hacer. Es una mercancía como objeto de tráfico. Todos los razonamientos del
señor Proudhon se reducen a lo siguiente: el trabajo no se compra como objeto
inmediato de consumo. Naturalmente que no: se le compra como instrumento de
producción, como se compraría una máquina. En tanto que mercancía, el trabajo
tiene valor, pero no produce. El señor Proudhon podría decir con el mismo
derecho que no existen en general mercancías, puesto que toda mercancía se
compra únicamente por su utilidad y nunca como tal mercancía.
Midiendo el valor de las mercancías por el trabajo, el señor Proudhon
entrevé vagamente la imposibilidad de sustraer a esta misma medida el trabajo
por cuanto encierra valor, por cuanto es trabajo-mercancía. Presiente que esto
significa reconocer el mínimo de salario como el precio natural y normal del
trabajo directo, aceptar el estado actual de la sociedad. Para eludir esta
deducción fatal, gira en redondo y afirma que el trabajo no es una mercancía,
que el trabajo no puede tener valor. Olvida que el mismo ha tornado como medida
el valor del trabajo, olvida que todo sistema se basa en el trabajo-mercancía,
en el trabajo que se trueca, se vende y se compra, se cambia por productos,
etc.; en una palabra, en el trabajo que es una fuente inmediata de ingresos para
el trabajador. Lo olvida todo.
Para salvar su sistema, consiente en sacrificar su base.
Et propter vitam vivendi perdere causas![8]
Llegamos ahora a una nueva definición “del valor constituido”.
“El valor es la relación de proporcionalidad de los
productos que componen la riqueza”.
Señalemos ante todo que el simple termino de “valor relativo o de cambio”
implica la idea de una u otra relación en la que los productos se cambian
recíprocamente. Dando a esta relación el nombre de “relación de proporcionalidad”,
nada cambia en el valor relativo, a no ser la denominación. Ni la depreciación
ni el alza del valor de un producto destruyen la propiedad que tiene de
encontrarse en una u otra “relación de proporcionalidad” con los demás
productos que forman la riqueza.
¿Para qué, pues, este nuevo termino, que no aporta una nueva idea?
La “relación de proporcionalidad” hace pensar en otras muchas relaciones
económicas, tales como la proporcionalidad de la producción, la justa
proporción entre la oferta y la demanda, etc.; y el señor Proudhon ha pensado
en todo esto al formular esta paráfrasis didáctica del valor de cambio. En
primer lugar, como el valor relativo de los productos está determinado por la
cantidad comparativa del trabajo empleado en la producción de cada uno de
ellos, la relación de proporcionalidad, aplicada a este caso especial,
significa la cantidad respectiva de productos que pueden ser fabricados en un
tiempo dado y que, por tanto, se cambian entre sí.
Veamos qué partido saca el señor Proudhon de esta relación de
proporcionalidad.
Todo el mundo sabe que, cuando la oferta y la demanda se equilibran, el
valor relativo de un producto cualquiera se determina exactamente por la
cantidad de trabajo plasmado en él, es decir, este valor relativo expresa la
relación de proporcionalidad precisamente en el sentido que acabamos de
explicar. El señor Proudhon invierte el orden de las cosas. Comenzad, dice, por
medir el valor relativo de un producto por la cantidad de trabajo contenido en
él, y entonces la oferta y la demanda se equilibraran infaliblemente. La
producción corresponderá al consumo, los productos se cambiarán siempre y sus
precios corrientes expresarán con exactitud su justo valor. En lugar de decir
como todo el mundo: cuando hace buen tiempo, se ve pasear a mucha gente, el
señor Proudhon saca de paseo a sus personajes para poder asegurarles buen
tiempo.
Lo que el señor Proudhon presenta como la consecuencia del valor de
cambio determinado a priori por el tiempo de trabajo, no
podría justificarse sino por una ley formulada más o menos en estos términos:
Desde ahora los productos deben cambiarse de conformidad exacta con el
tiempo de trabajo empleado en ellos. Cualquiera que sea la proporción entre la
oferta y la demanda, el intercambio de mercancías deberá hacerse siempre como
si hubiesen sido producidas proporcionalmente a la demanda. Que el señor
Proudhon formule y presente semejante ley; en este caso no le exigiremos
pruebas. Pero si, por el contrario, desea justificar su teoría como economista,
y no como legislador, deberá probar que el tiempo necesario
para la producción de una mercancía indica exactamente su grado de utilidad y
expresa su relación de proporcionalidad en orden a la demanda, y por
consiguiente en orden al conjunto de las riquezas. En este caso, si un producto
se vende por un precio igual a sus gastos de producción, la oferta y la demanda
se equilibraran siempre, porque los gastos de producción expresan la verdadera
relación entre la oferta y la demanda.
El señor Proudhon trata efectivamente de probar que el tiempo de trabajo
indispensable para crear un producto expresa su justa proporción con respecto a
las necesidades, de suerte que las cosas cuya producción requiere la menor
cantidad de tiempo son las que tienen una utilidad más inmediata, y así
sucesivamente. El solo hecho de la producción de un objeto de lujo prueba,
según esta doctrina, que la sociedad dispone de tiempo sobrante que le permite
satisfacer una necesidad de lujo.
En cuanto a la demostración misma de su tesis, el señor Proudhon la
encuentra en que, según sus observaciones, las cosas más útiles requieren la
menor cantidad de tiempo para su producción, en que la sociedad comienza
siempre por las industrial más fáciles y luego, de un modo gradual, “pasa a la
producción de los objetos que cuestan más tiempo de trabajo y que corresponden
a necesidades de un orden más elevado”.
El señor Proudhon toma del señor Dunoyer el ejemplo de la industria
extractiva —recolección de frutos, pastoreo, caza, pesca, etc.—, que es la
industria más simple, la menos costosa y con la que el hombre comenzó “el
primer día de su segunda creación”. El primer día de su primera creación esta
descrito en el génesis, que nos presenta a Dios como el primer industrial del
mundo.
En realidad, las cosas ocurren de modo muy distinto a cómo piensa el
señor Proudhon. Desde el principio mismo
de la civilización, la producción comienza a basarse en el antagonismo de los
rangos, de los estamentos, de las clases, y por último, en el antagonismo
entre el trabajo acumulado y el trabajo directo. Sin antagonismo no hay Progreso. Tal es la ley a la que se ha
subordinado hasta nuestros días la civilización. Las fuerzas productivas se han
desarrollado hasta el presente gracias a este régimen de antagonismo entre las
clases. Afirmar que los hombres pudieron dedicarse a la creación de productos
de un orden superior y a industrias más complicadas porque todas las
necesidades de todos los trabajadores estaban satisfechas, significaría hacer
abstracción del antagonismo de clases y subvertir todo el desarrollo histórico.
Es como si se quisiera decir que, porque en tiempos de los emperadores romanos
se alimentaba a las murenas en piscinas artificiales, había víveres abundantes
para toda la población romana; al contrario, el pueblo romano se veía privado
de lo necesario para comprar pan, mientras los aristócratas romanos no carecían
de esclavos para arrojarlos como pasto de las murenas.
El precio de los víveres ha ido subiendo casi constantemente, mientras
que el precio de los objetos manufacturados y de lujo ha ido bajando casi de
continuo. Tomemos incluso la agricultura: los productos más indispensables,
como el trigo, la carne, etc., suben de precio, en tanto que el algodón, el
azúcar, el café, etc., bajan sin cesar en una proporción sorprendente. Y hasta
entre los comestibles propiamente dichos, los artículos de lujo, tales como las
alcachofas, los espárragos, etc., son hoy relativamente más baratos que los
productos alimenticios de primera necesidad. En nuestra época, lo superfluo es
más fácil de producir que lo necesario. Por último, en diferentes épocas
históricas, las relaciones reciprocas de los precios no sólo son diferentes,
sino opuestas. En toda la Edad Media, los
productos agrícolas eran relativamente más baratos que los artículos
manufacturados; en los tiempos modernos están en razón inversa. ¿Se deduce
de ello que la utilidad de los productos agrícolas haya disminuido después de
la Edad Media?
El uso de los productos se determina por las condiciones sociales en que
se encuentran los consumidores, y estas condiciones reposan en el antagonismo
de clases.
El algodón, la patata y el aguardiente son artículos del uso más común.
La patata ha dado origen a la escrófula; el algodón ha desplazado en gran parte
el lino y la lana, a pesar de que la lana y el lino son, en muchos casos, más
útiles aunque sólo sea desde el punto de vista de la higiene; por último, el
aguardiente se ha impuesto a la cerveza y al vino, pese a que el aguardiente,
empleado en calidad de producto alimenticio, este considerado generalmente como
un veneno. Durante todo un siglo, los
gobiernos lucharon en vano contra este opio europeo; la economía prevaleció
dictando sus leyes al consumo.
¿Por qué, pues, el algodón, las patatas y el aguardiente son la piedra
angular de la sociedad burguesa? Porque su producción requiere la menor
cantidad de trabajo y, por consiguiente, tienen el más bajo precio. ¿Por qué el
mínimo de precio determina el máximo de consumo? ¿Será tal vez a causa de la
utilidad absoluta de estos artículos, de su utilidad intrínseca, de su utilidad
en el sentido de que satisfacen de la manera mejor las necesidades del obrero
como hombre y no del hombre como obrero? No, es porque, en una sociedad basada
en la miseria, los productos más miserables tienen la
prerrogativa fatal de servir para el consumo de las grandes masas.
Decir que, puesto que las cosas que menos cuestan son las de mayor
consumo, deben ser las de mayor utilidad, equivale a decir que el uso tan
extendido del aguardiente, determinado por su bajo coste de producción, es la
prueba más concluyente de su utilidad; equivale a decir al proletario que las
patatas son para él más saludables que la carne; equivale a aceptar el estado
de cosas vigente; equivale, en fin, a hacer con el señor Proudhon la apología
de una sociedad sin comprenderla.
En una
sociedad futura, donde habrá cesado el antagonismo de clases y donde no habrá
clases, el consumo no será ya determinado por el mínimo de tiempo necesario
para la producción; al contrario, la cantidad de tiempo que ha de consagrarse a
la producción de los diferentes objetos será, determinada por el grado de
utilidad social de cada uno de ellos.
Pero volvamos a la tesis del señor Proudhon. Puesto que el tiempo de
trabajo necesario para la producción de un objeto no expresa ni mucho menos su
grado de utilidad, el valor de cambio de este mismo objeto, determinado de
antemano por el tiempo de trabajo materializado en él, no puede en ningún caso
regular la justa proporción entre la oferta y la demanda, es decir, la relación
de proporcionalidad en el sentido que le da ahora el señor Proudhon.
“La relación de proporcionalidad” entre la oferta y la demanda, o la
parte proporcional de un producto cualquiera en el conjunto de la producción,
no es determinado en modo alguno por la venta de este producto a un precio
igual a su coste de producción; son las variaciones de la demanda y
de la oferta las que indican al productor la cantidad en la
que es preciso producir una mercancía, para recibir a cambio cuando menos los
gastos de producción. Y como estas variaciones son continuas, existe también un
movimiento continuo de flujo y reflujo de capitales en las diferentes ramas de
la industria.
“Sólo como resultado de semejantes variaciones los capitales son
consagrados precisamente en la proporción requerida, y no en otra superior, a
la producción de las diferentes mercancías para las que existe demanda. Con el
alza o la baja de los precios, las ganancias se elevan por encima o caen por
debajo de su nivel general, y como consecuencia los capitales son atraídos a
una determinada rama de la producción o retirados de ella según tenga lugar una
u otra de estas variaciones”. — “Si miramos a los mercados de las grandes
ciudades veremos con que regularidad son provistos de todo género de
mercancías, nacionales y extranjeras, en la cantidad requerida y por mucho que
varía la demanda a causa del capricho, del gusto o de los cambios en la
población; sin que sea frecuente un abarrotamiento de los mercados por una superabundancia
en la oferta, ni una excesiva carestía por la debilidad de la oferta en
comparación con la demanda: debemos reconocer que el principio que distribuye
el capital en cada rama de la producción, en las proporciones
exactamente convenientes, ejerce su acción con más fuerza de lo que se
supone de ordinario” (Ricardo, t. I, págs. 105 y 108).
Si el señor Proudhon reconoce que el valor de los productos es
determinado por el tiempo de trabajo, debe reconocer igualmente este movimiento
oscilatorio, el único que en las sociedades fundadas en los cambios
individuales hace del tiempo de trabajo la medida del valor. No existe una
“relación de proporcionalidad” plenamente constituida, existe tan sólo un
movimiento constituyente.
Acabamos de ver en qué sentido sería justo hablar de “proporcionalidad”
como de una consecuencia del valor determinado por el tiempo de trabajo. Ahora
veremos cómo esta medida del valor por el tiempo, denominada por el señor
Proudhon “ley de proporcionalidad”, se transforma en ley de desproporcionalidad.
Todo nuevo invento que permite producir en una hora lo que antes era
producido en dos, desvaloriza todos los productos homogéneos que se encuentran
en el mercado. La competencia obliga al productor a vender el producto de dos
horas no más caro que el producto de una hora. La competencia realiza la ley
según la cual el valor relativo de un producto es determinado por el tiempo de
trabajo necesario para crearlo. El hecho de que el tiempo de trabajo sirva de
medida de valor de cambio, se convierte así en la ley de una desvalorización
continua del trabajo. Es más. La desvalorización se extiende no solamente a las
mercancías llevadas al mercado, sino también a los instrumentos de producción y
a toda la empresa. Este hecho lo señala ya Ricardo al decir:
“Aumentando constantemente la facilidad de producción, disminuimos
constantemente el valor de algunas de las cosas producidas antes” (t. II, págs.
59).
Sismondi va más allá. En este “valor constituido” por el
tiempo de trabajo ve la fuente de todas las contradicciones de la industria y
del comercio moderno.
“El valor mercantil —dice— es determinado siempre, en definitiva, por la
cantidad de trabajo necesario para procurarse la cosa evaluada: no por la
cantidad de trabajo que de hecho se ha empleado en ella, sino por la que deberá
emplearse más adelante con medios de producción tal vez perfeccionados; y esta
cantidad, aunque sea difícil apreciarla, siempre es establecida con fidelidad
por la competencia... Sobre esta base es calculada la demanda del vendedor, lo
mismo que la oferta del comprador. El primero afirmará tal vez que la cosa le
ha costado diez jornadas de trabajo; pero si el otro sabe que en adelante puede
producirse en ocho jornadas de trabajo, y si la competencia aporta la demostración
a ambas partes, el valor se reducirá sólo a ocho jornadas y el precio en el
mercado se establecerá a ese nivel. El vendedor y el comprador saben,
naturalmente, que la cosa es útil, que es deseada y que sin este deseo no
habría venta; pero la fijación del precio no guarda ninguna relación con la
utilidad”. (Estudios, etc., t. II, pág. 267, edición de Bruselas.)
Es
importante insistir aquí en que el valor no es determinado por el tiempo en que
una cosa ha sido producida, sino por el mínimo de tiempo en que puede ser
producida, y este mínimo es establecido por la competencia.
Supongamos por un momento que haya desaparecido la competencia y que, por
consiguiente, no exista medio de establecer el mínimo de trabajo necesario para
la producción de una mercancía. ¿Qué ocurrirá? Bastará invertir en la
producción de un objeto seis horas de trabajo para tener derecho, según el
señor Proudhon, a exigir a cambio seis veces más que quien no haya empleado más
de una hora en la producción del mismo objeto.
En lugar de una “relación de proporcionalidad” tenemos una relación de
desproporcionalidad, si queremos permanecer en la esfera de las relaciones,
buenas o malas.
La desvalorización continua del trabajo no es más que un aspecto, una de
las consecuencias de la evaluación de las mercancías por el tiempo de trabajo.
Este mismo modo de evaluación explica el alza excesiva de precios, la
superproducción y otros muchos fenómenos de la anarquía industrial.
Pero, da origen al menos la medida del valor por el tiempo de trabajo a
la diversidad proporcional de los productos que tanto encanta al señor
Proudhon?
Todo lo contrario, esa medida conduce en la esfera de los productos al
monopolio con toda su monotonía, monopolio que, como lo ve y lo sabe todo el
mundo, invade la esfera de los instrumentos de producción. Sólo algunas ramas,
como, por ejemplo, la industria textil algodonera, pueden hacer progresos muy
rápidos. La consecuencia natural de estos progresos es que los precios de los
productos de la industria algodonera, por ejemplo, bajan rápidamente; pero, a
medida que se abarata el algodón, el precio del lino debe subir
comparativamente. ¿Qué vemos como resultado de esto? El lino es reemplazado por
el algodón. De esta manera ha sido desterrado el lino de casi toda la América
del Norte. Y en lugar de la diversidad
proporcional de los productos, hemos obtenido el reinado del algodón.
¿Qué queda de la “relación de proporcionalidad”? Nada más que los buenos
deseos de un hombre honesto, que quiere que las mercancías se produzcan en
proporciones que permitan venderlas a un precio honesto. Esos han sido, en
todos los tiempos, los deseos inocentes de los buenos burgueses y de los
economistas filántropos.
Concedamos la palabra al viejo Bois-Guillebert:
“El precio de las mercancías debe ser siempre proporcionado, pues sólo
este acuerdo mutuo les permite vivir juntas, para cambiarse entre sí a
cada momento (he aquí la permutabilidad continua de que habla el señor
Proudhon) y reproducirse recíprocamente... Como la riqueza no es más que este
cambio continuo entre hombre y hombre, entre empresa y empresa, etc., sería una
ceguera tremenda buscar la causa de la miseria en otra cosa que no fuese la
cesación de este comercio por efecto de la alteración de las proporciones en
los precios. (Dissertation sur la nature des richesses [“Discurso
sobre la naturaleza de las riquezas], ed. Daire, pags. 405, 408.)
Oigamos ahora a un economista moderno.
“Una gran ley que se debe aplicar a la producción es la ley de la
proporciónalidad (the law of proportion), la única que puede
preservar la continuidad del valor... El equivalente debe ser garantizado...
Todas las naciones han intentado en las diversas épocas, por medio de numerosos
reglamentos y restricciones comerciales, llevar a la práctica hasta cierto
punto esta ley de la proporcionalidad, pero el egoísmo inherente a la
naturaleza humana, ha tirado por tierra todo este sistema de reglamentación.
Una producción proporcionada (proportionate production) es la
realización de la verdad entera de la ciencia de la economía social” (W.
Atkinson, Principles of Polítical Economy [“Principios de
Economía Política”], Londres, 1840, págs. 170-195).
Fuit Troja![9] Esta justa proporción entre la
oferta y la demanda, que vuelve a ser objeto de tantos buenos deseos, ha dejado
de existir hace mucho. Es una antigualla. Sólo fue posible en las épocas en que
los medios de producción eran limitados y el cambio se efectuaba en un marco
extremadamente restringido. Con el nacimiento de la gran industria, esta justa
proporción debía cesar, y la producción tenía que pasar fatalmente, en una
sucesión perpetua, por las vicisitudes de prosperidad, de depresión, de crisis,
de estagnación, de nueva prosperidad, y así sucesivamente.
Los que, como Sismondi, quieren retornar a la justa proporcionalidad de
la producción, conservando al mismo tiempo las bases actuales de la sociedad,
son reaccionarios, puesto que, para ser consecuentes, deben también aspirar a
restablecer todas las demás condiciones de la industria de tiempos pasados.
¿Qué es lo que mantenía la producción en proporciones justas, o casi
justas? La demanda, que regía la oferta y la precedía. La producción seguía
pasó a pasó al consumo. La gran industria, forzada por los instrumentos mismos
de que dispone a producir en una escala cada vez más amplia, no puede esperar a
la demanda. La producción precede al consumo, la oferta se impone sobre la
demanda.
En la sociedad actual, en la industria basada sobre los cambios
individuales, la anarquía de la producción, fuente de tanta miseria, es al
propio tiempo la fuente de todo progreso;
Por eso, una de dos:
o queréis las justas proporciones de siglos pasados con los medios de
producción de nuestra época, lo cual significa ser a la vez reaccionario y
utopista;
o queréis el progreso sin la anarquía: en este caso, para conservar las
fuerzas productivas, es preciso que renunciéis a los cambios individuales.
Los cambios individuales son compatibles únicamente con la pequeña
industria de siglos pasados y su corolario de “justa proporción”, o bien con la
gran industria y todo su cortejo de miseria y de anarquía.
En definitiva, la determinación del valor por el tiempo de trabajo, es
decir, la fórmula que el señor Proudhon nos brinda como la fórmula regeneradora
del porvenir, no es, por tanto, sino la expresión científica de las relaciones
económicas de la sociedad actual, como lo ha demostrado Ricardo clara y
netamente mucho antes que el señor Proudhon.
Pero, ¿no pertenecerá al menos al señor Proudhon la aplicación “igualitaria”
de esta fórmula? ¿Es él el primero que ha pensado reformar la sociedad
convirtiendo a todos los hombres en trabajadores directos que intercambian
cantidades iguales de trabajo? ¿Es él quien debe reprochar a los comunistas
—estas gentes desprovistas de todo conocimiento de economía política, estos
“obstinados brutos”, estos “soñadores paradisíacos”— el no haber encontrado,
antes que él, esta “solución del problema del proletariado”?
Cualquiera que conozca, a poco que sea, el desarrollo de la economía
política en Inglaterra, no puede por menos de saber que casi todos los
socialistas de este país han propuesto, en diferentes épocas, la aplicación
igualitaria de la teoría ricardiana. Podríamos recordarle al señor Proudhon:
la Economía política de Hodgskin, 18272; William
Thompson: An Inquiry into the Principles of the distribution of wealth,
most conducive to human happiness [“Investigación de los principios
.de distribución de la riqueza que mejor conducen a la felicidad humana], 1824;
T. R. Edmonds: Practical, moral and polítical Economy [“Economía
práctica, moral y política”], 1828; etc., etc., y cuatro páginas más de etc.
Nos contentaremos con dejar hablar a un comunista inglés, al señor Bray.
Citaremos los principales pasajes de su excelente obra Labour's wrongs
and Labour's remedy [“Calamidades de la clase obrera y medios para
suprimirlas”], Leeds, 1839, y nos detendremos bastante en él, primero porque el
señor Bray es todavía poco conocido en Francia, y segundo porque creemos haber
encontrado la clave de las obras pasadas, presentes y futuras del señor
Proudhon.
“El único medio de alcanzar la verdad es abordar de cara los principios
fundamentales. Remontémonos de golpe a la fuente de donde proceden los
gobiernos mismos. Llegando así al origen de la cosa, encontraremos que toda
forma de gobierno, que toda injusticia social y gubernamental provienen del
sistema social actualmente en vigor: de la institución de la propiedad
tal como hoy existe (the institution of property as it at present
exists), y que, por tanto, a fin de acabar para siempre con las injusticias
y las miserias existentes, es preciso subvertir totalmente el estado
actual de la sociedad. . . Atacando a los economistas en su propio terreno
y con sus propias armas, evitaremos la absurda charlatanería sobre los
visionarios y los teóricos, en la que están siempre dispuestos a caer. Los
economistas no podrán en modo alguno rechazar las conclusiones a que llegamos
con este método, a no ser que nieguen o desaprueben las verdades y los
principios reconocidos, en los que fundan sus propios argumentos”. (Bray, págs.
17 y 41.) “Sólo el trabajo crea el valor” (It is labour alone which
bestows value)... Cada hombre tiene derecho indudable a todo lo que puede
procurarse con su trabajo honrado. Apropiándose así de los frutos de su
trabajo, no comete ninguna injusticia contra otros hombres, porque no usurpa a
nadie el derecho a proceder del mismo modo... Todos los conceptos de
superioridad y de inferioridad, de patrono y de asalariado, son debidos al
desprecio de los principios fundamentales y a la consiguiente desigualdad en la
posesión (and to the consequent rise of inequality of possessions).
Mientras se mantenga esta desigualdad, será imposible desarraigar tales ideas o
derribar las instituciones basadas en ellas. Hasta ahora muchos abrigan la vana
esperanza de remediar el antinatural estado de cosas hoy dominante destruyendo
la desigualdad existente, sin tocar la causa de la desigualdad; pero nosotros
demostraremos al punto que el gobierno no es una causa, sino un efecto, que él
no crea, sino que es creado; que, en una palabra, es resultado de la
desigualdad de posesión (the offspring of inequality of possessions),
y que la desigualdad de posesión esta inseparablemente ligada al sistema social
hoy vigente”. (Bray, págs. 33, 36 y 37.)
El sistema de la igualdad no sólo tiene a su favor las mayores ventajas,
sino también la estricta justicia... Cada hombre es un eslabón, y un eslabón
indispensable, en la cadena de los efectos, que parte de una idea para
culminar, tal vez, en la producción de una pieza de paño. Por eso, del hecho de
que nuestros gustos no sean los mismos para las distintas profesiones, no hay
que deducir que el trabajo de uno deba ser retribuido mejor que el de otro. El
inventor recibirá siempre, además de su justa recompensa en dinero, el tributo
de nuestra admiración, que sólo el genio puede obtener de nosotros...
Por la naturaleza misma del trabajo y del intercambio, la estricta
justicia exige que todos los que intercambian obtengan beneficios, no sólo
mutuos, sino iguales (all exchangers should be not only mutually but they
should likewise be equally benefited). No hay más que dos cosas que los
hombres pueden cambiar entre sí, a saber: el trabajo y los productos del
trabajo. Si los cambios se efectuasen según un sistema equitativo, el valor de
todos los artículos se determinaría por su coste de producción
completo; y valores iguales se cambiarían siempre por valores iguales (If
a just system of exchanges were acted upon, the value of all articles would be
determined by the entire cost of production, and equal values should always
exchange for equal values). Si, por ejemplo, un sombrerero que invierte una
jornada de trabajo en hacer un sombrero, y un zapatero que emplea el mismo
tiempo en hacer un par de zapatos (suponiendo que la materia que empleen tenga
idéntico valor), cambian estos artículos entre sí, el beneficio obtenido de
este cambio es al mismo tiempo mutuo e igual. La ganancia de una de las partes
no puede ser una perdida para la otra, puesto que ambas han suministrado la
misma cantidad de trabajo y han empleado materiales de igual valor. Pero si el
sombrerero recibiese dos pares de calzado por un sombrero, no variando las
condiciones arriba supuestas, es evidente que el cambio sería injusto. El
sombrerero usurparía al zapatero una jornada de trabajo; y procediendo así en
todos sus cambios, recibiría por el trabajo de medio año el
producto de todo un año de otra persona. Hasta aquí hemos
seguido siempre este sistema de cambio eminentemente injusto: los
obreros han dado al capitalista el trabajo de todo un año a cambio del
valor de medio año (the workmen have given the capitalist the labour of a
whole year, in exchange for the value of only half a year). De ahí, y no de
una supuesta desigualdad de las fuerzas físicas e intelectuales de los
individuos, es de donde proviene la desigualdad de riquezas y de poder. La
desigualdad de los cambios, la diferencia de precios en las compras y las
ventas, no puede existir sino a condición de que los capitalistas sigan siendo
capitalistas, y los obreros, obreros: los unos, una clase de tiranos, y los
otros, una clase de esclavos... Esta transacción prueba, pues, claramente que
los capitalistas y los propietarios no hacen más que dar al obrero, por su trabajo
de una semana, una parte de la riqueza que han obtenido de él la semana
anterior, es decir, reciben algo y a cambio no le dan nada (nothing for
something)... La transacción entre el trabajador y el capitalista es una
verdadera farsa; en realidad no es, en miles de casos, otra cosa que un robo
descarado, aunque legal (The whole transaction between the producer and the
capitalist is a mere farce: it is, in fact, in thousands of instances, no other
than a barefaced though legalised robbery)”. (Bray, pags. 45, 48, 49 y 50.)
“La ganancia del empresario será siempre una perdida para el obrero,
hasta que los cambios entre las partes sean iguales; y los cambios no pueden
ser iguales mientras la sociedad este dividida en capitalistas y productores,
dada que los últimos viven de su trabajo, en tanto que los primeros engordan a
cuenta de beneficiarse del trabajo ajeno...
“Es claro —continúa el señor Bray— que, cualquiera que sea la forma de
gobierno que establezcáis..., por mucho que prediquéis en nombre de la moral y
del amor fraterno..., la reciprocidad es incompatible con la desigualdad de los
cambios. La desigualdad de los cambios, fuente de la desigualdad en la
posesión, es el enemigo secreto que nos devora (No reciprocity can exist
where there are unequal exchanges. Inequality of exchanges, as being the cause of inequality of possessions,
is the secret enemy that devours us)”.(Bray, págs. 51 y 52).
“La consideración del objetivo y de la misión de la sociedad me autoriza
a hacer la conclusión de que no sólo deben trabajar todos los hombres y de
obtener de este modo la posibilidad de cambiar, sino que valores iguales deben
cambiarse por valores iguales. Además, como el beneficio de uno no debe ser una
perdida para otro, el valor se debe determinar por los gastos de producción.
Sin embargo, hemos visto que, bajo el régimen social vigente, el beneficio del
capitalista y del rico es siempre una pérdida para el obrero, que este
resultado es inevitable, que bajo todas las formas de gobierno el pobre queda
siempre abandonado enteramente a merced del rico, mientras subsista la
desigualdad de los cambios, y que la igualdad de los cambios sólo puede ser
asegurada por un régimen social que reconozca la universalidad del trabajo...
La igualdad de los cambios hará gradualmente que la riqueza pase de manos de
los capitalistas actuales a manos de la clase obrera”. (Bray, págs. 53-55.)
“Mientras permanezca en vigor este sistema de desigualdad de los cambios,
los productores seguirán siendo siempre tan pobres, tan ignorantes, estarán tan
agobiados por el trabajo como lo están actualmente, aun cuando sean abolidos
todos los gravámenes, todos los impuestos gubernamentales... Sólo
un cambio total de sistema, la introducción de la igualdad del trabajo y de los
cambios, puede mejorar este estado de cosas y asegurar a los hombres la
verdadera igualdad de derechos... A los productores les bastará hacer un
esfuerzo —son ellos precisamente quienes deben hacer todos los esfuerzos para
su propia salvación— y sus cadenas serán rotas para siempre... Como fin, la
igualdad política es un error, y como medio, también es un error (As an end,
the polítical equality is there a failure, as a means, also, it is there a
failure).
Con la igualdad de los cambios, el beneficio de uno no puede ser pérdida para
otro: porque todo cambio no es más que una simple transferencia de trabajo y de
riqueza, no exige ningún sacrificio. Por tanto, bajo un sistema social basado
en la igualdad de los cambios, el productor podrá llegar a enriquecerse por
medio de sus ahorros; pero su riqueza no será sino el producto acumulado de su
propio trabajo. Podrá cambiar su riqueza o donarla a otros; pero, si deja de
trabajar, no podrá seguir siendo rico durante un tiempo más o menos prolongado.
Con la igualdad de los cambios, la riqueza pierde el poder actual de renovarse
y de reproducirse, por decirlo así, por sí misma: no podrá llenar el vacío
creado por el consumo; porque, una vez consumida, la riqueza es perdida para
siempre si no es reproducida por el trabajo. Bajo el régimen de cambios iguales
no podrá ya existir lo que ahora llamamos beneficios e intereses. Tanto el
productor como el distribuidor recibirán igual retribución, y el valor de cada
artículo creado y puesto a disposición del consumidor será determinado por la
suma total del trabajo invertido por ellos...
El principio de la igualdad en los cambios debe, pues, conducir por su
propia naturaleza al trabajo universal”. (Bray, págs. 67, 88, 89,
94, 109 y 110).
Después de haber refutado las objeciones de los economistas contra el
comunismo, el señor Bray continúa diciendo:
“Si, por una parte, para conseguir un sistema social basado sobre la
comunidad de bienes, en su forma perfecta, es indispensable un cambio del
carácter humano; si, por otra parte, el régimen actual no ofrece ni las
condiciones ni las facilidades propias para llegar a ese cambio de carácter y
preparar a los hombres para un estado mejor que todos nosotros deseamos, es
evidente que el estado de cosas debe necesariamente seguir siendo el que es, a
menos que no se descubra y no se lleve a cabo una etapa social preparatoria: un
proceso que participe del sistema actual y del sistema futuro (del sistema
fundado en la comunidad de bienes), una especie de estado intermedio, al que la
sociedad pueda arribar con todos sus excesos y todas sus locuras, para luego
salir de él enriquecida con las cualidades y los atributos que son las
condiciones vitales del sistema de comunidad” (Bray, pág. 134).
“Para todo este proceso sería necesaria sólo la cooperación en su forma más
simple... Los gastos de producción determinarían en todas las circunstancias el
valor del producto, y valores iguales se cambiarían siempre por valores
iguales. Si de dos personas una hubiese trabajado una semana entera y la otra
sólo la mitad de la semana, la primera recibiría doble remuneración que la
segunda; pero esta suma adicional no sería percibida por uno a expensas del
otro: la pérdida experimentada por el último no redundaría de ningún modo en
beneficio del primero. Cada persona trocaría el salario recibido
individualmente por artículos del mismo valor que su salario, y el beneficio
obtenido por un hombre o por una rama de producción no implicaría en ningún
caso una perdida para otro hombre o para otra rama de producción. El trabajo de
cada uno sería la única medida de sus ganancias o de sus
perdidas...
... La cantidad de diferentes productos necesarios para el consumo, el
valor relativo de cada artículo en comparación con los otros (el número de
obreros a emplear en las diferentes ramas de trabajo), en una palabra, todo lo
referente a la producción y a la distribución social, se determinaría por medio
de oficinas (boards of trade) centrales y locales. Estos cálculos se
efectuarían para el conjunto de la nación en tan poco tiempo y con la misma
facilidad con que, bajo el régimen actual, se efectúan para una sociedad
particular... Los individuos se agruparían en familias, las familias en
comunas, como bajo el régimen actual...; ni siquiera sería abolida directamente
la distribución de la población en la ciudad y en el campo, por mala que sea
esta distribución... En esta asociación, cada individuo continuaría gozando de
la libertad que ahora posee de acumular, cuanto le plazca, y de hacer de estas
acumulaciones el uso que estimase conveniente... Nuestra sociedad sería, por
decirlo así, una gran sociedad anónima, compuesta de un número infinito de
sociedades anónimas más pequeñas, todas las cuales trabajarían, producirían y
cambiarían sus productos sobre la base de la más perfecta igualdad... Nuestro
nuevo sistema de sociedades anónimas, que no es más que una concesión hecha a
la sociedad actual para llegar al comunismo, admite la coexistencia de la
propiedad individual de los productos y la propiedad en común de
las fuerzas productivas, hace depender la suerte de cada individuo de su propia
actividad y le asigna una parte igual en todas las ventajas facilitadas por la
naturaleza y el progreso de la técnica. Por eso, este sistema puede aplicarse a
la sociedad en su estado actual y prepararla para los cambios ulteriores”
(Bray, págs. 158, 160, 162, 168 y 194).
Sólo nos resta responder en pocas palabras al señor Bray, que, a pesar
nuestro y en contra de nuestra voluntad, ha pasado a ocupar el puesto de señor
Proudhon, con la diferencia, no obstante, de que el señor Bray, lejos de
pretender poseer la última palabra de la humanidad, propone solamente las
medidas que él cree buenas para una época de transición entre la sociedad
actual y el régimen de comunidad de bienes.
Una hora de trabajo de Pedro se cambia por una hora de trabajo de Pablo.
Este es el axioma fundamental del señor Bray.
Supongamos que Pedro ha trabajado doce horas y Pablo sólo seis: en este
caso, Pedro no podrá cambiar con Pablo más que seis horas por otras seis. A
Pedro le quedaran, pues, de reserva seis horas. ¿Qué hará con estas seis horas
de trabajo?
O no hará nada, es decir, habrá trabajado en vano seis horas, o bien
dejará de trabajar otras seis para restablecer el equilibrio, o bien —y esta
será su última salida— dará a Pablo, por añadidura, estas seis horas con las
que él no puede hacer nada.
Así, pues, ¿que habrá ganado en definitiva Pedro en comparación con
Pablo? ¿Horas de trabajo? No. No habrá ganado más que horas de ocio; tendrá que
holgar durante seis horas. Y para que este nuevo derecho a la holganza no sólo
sea reconocido, sino apreciado en la nueva sociedad, hace falta que esta última
encuentre su más alta felicidad en la pereza y que el trabajo le pese como una
cadena de la que deberá librarse a todo trance. Y volviendo a nuestro ejemplo,
¡si al menos estas horas de ocio que Pedro ha sacado de ventaja a Pablo fuesen
para Pedro una ganancia real! Pero no. Pablo, que comenzó trabajando sólo seis
horas, alcanza mediante un trabajo regular y moderado el mismo resultado que Pedro,
el cual comenzó trabajando con un esfuerzo excesivo. Cada uno querrá ser Pablo,
y surgirá la competencia, una competencia de pereza, para lograr la situación
de Pablo.
Por tanto, ¿qué nos ha reportado el cambio de cantidades iguales de
trabajo? Superproducción, desvalorización, exceso de trabajo seguido de
inactividad, en una palabra, todas las relaciones económicas existentes en la
sociedad actual, menos la competencia de trabajo.
Pero no, nos equivocamos. Existe otro medio para salvar la nueva sociedad,
la sociedad de los Pedros y de los Pablos. Pedro consumirá él mismo el producto
de las seis horas de trabajo que le sobran. Mas desde el momento que no tiene
necesidad de cambiar por haber producido, tampoco necesita producir para
cambiar, y esto echa por tierra toda nuestra suposición de una sociedad fundada
en la división del trabajo y el intercambio. La igualdad de cambio se salvaría
sólo por haber cesado todo intercambio: Pablo y Pedro se convertirían en
Robinsones.
Si se supone, pues, que todos los miembros de la sociedad son
trabajadores directos, el cambio de cantidades iguales de horas de trabajo sólo
es posible a condición de que se convenga por anticipado el número de horas que
será preciso emplear en la producción material. Pero semejante acuerdo equivale
a la negación del intercambio individual.
Llegamos a la misma conclusión si tomamos como punto de partida, no la
distribución de los productos creados, sino el acto de la producción. En la
gran industria, Pedro no puede fijar libremente por sí mismo el tiempo de su
trabajo, porque el trabajo de Pedro no es nada sin el concurso de todos los
Pedros y de todos los Pablos que integran el personal de la empresa. Esto
explica mejor que nada la porfiada resistencia que los fabricantes ingleses opusieron
al bill de la jornada de diez horas. Sabían muy bien que una
disminución de dos horas en la jornada de las mujeres y de los jóvenes debía
acarrear igualmente una disminución del tiempo de trabajo de los hombres. La
propia naturaleza de la gran industria requiere que el tiempo de trabajo sea
igual para todos. Lo que hay es resultado de la acción del capital y de la
competencia entre los obreros, mañana, aboliendo la relación entre el trabajo y
el capital, será logrado por efecto de un acuerdo basado en la relación entre
la suma de las fuerzas productivas y la suma de las necesidades existentes.
Mas semejante acuerdo es la condenación del intercambio individual, o sea
que llegamos de nuevo a nuestro primer resultado.
En principio, no hay intercambio de productos, sino intercambio de
trabajos que participan en la producción. Del modo de cambio de las fuerzas
productivas depende el modo de cambio de los productos. En general, la forma
del cambio de los productos corresponde a la forma de la producción. Modificad
esta última, y como consecuencia se modificará la primera. Por eso, en la
historia de la sociedad vemos que el modo de cambiar los productos es regulado
por el modo de producirlos. El intercambio individual corresponde también a un
modo de producción determinado, que, a su vez, responde al antagonismo de
clases. No puede existir, pues, intercambio individual sin antagonismos de
clases.
Pero la conciencia del buen burgués se niega a reconocer este hecho
evidente. Como burgués, no puede por menos de ver en estas relaciones
antagónicas unas relaciones basadas en la armonía y en la justicia eterna, que
no permite a nadie velar por sus intereses a costa del prójimo. A juicio del
burgués, el intercambio individual puede subsistir sin antagonismo de clases:
para él estos dos fenómenos no guardan la menor relación entre sí. El
intercambio individual, tal como se lo figura el burgués, tiene muy poca
afinidad con el intercambio individual tal como se practica.
El señor Bray convierte la ilusión del buen burgués en
el ideal que él quisiera ver realizado. Depurando el
intercambio individual, eliminando todos los elementos antagónicos que en él se
encierran, cree encontrar una relación “igualitaria”, que quisiera
instaurar en la sociedad.
El señor Bray no ve que esta relación igualitaria, este ideal
correctivo, que él quisiera aplicar en el mundo, no es sino el reflejo del
mundo actual, y que, por tanto, es totalmente imposible reconstituir la
sociedad sobre una base que no es más que una sombra embellecida de esta misma
sociedad. A medida que la sombra toma cuerpo, se comprueba que este cuerpo,
lejos de ser la transfiguración soñada, es el cuerpo actual de la sociedad[10].
A) EL
DINERO
“El oro y la plata son las primeras mercancías cuyo valor llego a ser
constituido”. [I, 69]
Por tanto, el oro y la plata son las primeras aplicaciones del “valor
constituido”... por el señor Proudhon. Y como el señor Proudhon constituye los
valores de los productos determinándolos por la cantidad comparativa de trabajo
cuajado en ellos, lo único que le quedaba era demostrar que las
variaciones experimentadas por el valor del oro y de la plata se
explican siempre por las variaciones del tiempo de trabajo necesario para
producirlos. Pero al señor Proudhon ni siquiera se le pasa esto por las
mientes. Habla del oro y de la plata como dinero y no como mercancía.
Toda su lógica, si de lógica puede hablarse, consiste en que a todas las
mercancías cuyo valor se mide por el tiempo de trabajo extiende, mediante un
escamoteo, la cualidad que el oro y la plata tienen de servir de dinero.
Naturalmente, en este escamoteo hay más ingenuidad que malicia.
Como el valor de un producto útil se mide por el tiempo de trabajo
necesario para producirlo, siempre puede ser aceptado a cambio. Testimonio de
ello, exclama el señor Proudhon, son el oro y la plata, que reúnen las
condiciones requeridas de “permutabilidad”. Por tanto, el oro y la plata son el
valor que ha alcanzado estado de constitución, son la encarnación de la idea
del señor Proudhon. No puede ser más afortunado en la elección de su ejemplo.
El oro y la plata, además de su cualidad de ser una mercancía cuyo valor se
determina, como el de cualquier otra, por el tiempo de trabajo, tiene la
cualidad de ser medio universal de cambio, es decir, de ser dinero. Por eso,
tomando el oro y la plata como una aplicación del “valor constituido” por el
tiempo de trabajo, nada más fácil que demostrar que toda mercancía cuyo valor
sea constituido por el tiempo de trabajo, será siempre susceptible de cambio,
será dinero.
En el espíritu del señor Proudhon surge una cuestión muy simple: ¿por qué
tienen el oro y la plata el privilegio de ser el tipo del “valor constituido”?
“La función particular que el uso ha asignado a los metales preciosos de
servir de medio de cambio es puramente convencional, y cualquier otra mercancía
podría cumplir este cometido, con menos comodidad tal vez, pero de una manera
igualmente autentica: Así lo reconocen los economistas, que citan más de un
ejemplo de esta naturaleza. ¿Cuál es, pues, la razón de este privilegio de
servir de dinero, de que gozan en todas partes los metales, y como se explica
este carácter especial de la función de la moneda, función sin par en economía
política?... ¿Es posible restablecer la serie de fenómenos de
la que el dinero parece haber sido separado y, por
consiguiente, reducir este a su verdadero principio?” [I, 68-69]
Formulando la cuestión en estos términos, el señor Proudhon presupone ya el
dinero. La primera cuestión que debiera haberse planteado el señor Proudhon
es saber por que en los cambios, tal como están constituidos actualmente, ha
habido que individualizar, por decirlo así, el valor de cambio creando un medio
especial de intercambio. El dinero no es un objeto: es una relación social.
¿Por qué la relación expresada por el dinero es una relación de la producción,
al igual que cualquier otra relación económica, como la división del trabajo,
etc.? Si el señor Proudhon hubiese tenido idea clara de esta relación, no le
habría parecido el dinero una excepción, un miembro separado de una serie
desconocida o por encontrar.
Habría reconocido, por el contrario, que esta relación es un eslabón y
que, como tal, está íntimamente ligado a toda la cadena de las demás relaciones
económicas; habría reconocido que esta relación corresponde a un modo de
producción determinado, ni más ni menos que el intercambio individual. Pero
¿qué hace él? Comienza por separar el dinero del conjunto del modo de producción
actual, para hacer de él luego el primer miembro de una serie imaginaria, de
una serie que se desea hallar.
Una vez admitida la necesidad de un medio particular de cambio, es decir,
la necesidad del dinero, no queda sino explicar por qué esta función particular
ha sido reservada al oro y la plata, y no a otra mercancía cualquiera. Esta es
una cuestión secundaria, cuya explicación no hay que buscar en el sistema
general de las relaciones de producción, sino en las cualidades específicas
inherentes al oro y a la plata como materia. Es claro, pues, que si los
economistas en este caso “se han lanzado fuera del dominio de la ciencia, si
han discurrido por el campo de la física, de la mecánica, de la historia,
etc.”, cosa que les reprocha el señor Proudhon, no han hecho sino lo que debían
hacer. La cuestión no pertenece al dominio de la economía política.
“Lo que no ha visto ni comprendido ninguno de los economistas —dice el
señor Proudhon—es la razón económica que ha determinado, en
favor de los metales preciosos, el privilegio que disfrutan”. [I, 69]
El señor Proudhon ha visto, comprendido y legado a la posteridad la razón
económica que nadie —y no sin fundamento— había visto ni comprendido.
“Nadie ha observado que, de todas las mercancías, el oro y la plata son
las primeras cuyo valor llegó a ser constituido. En el período patriarcal, el
oro y la plata son todavía objeto de comercio y se cambian en lingotes, pero ya
con una tendencia visible a la dominación y con una marcada preferencia sobre
las demás mercancías. Poco a poco los soberanos se apoderan del oro y la plata
y les estampan su cuño: y de esta consagración soberana nace el dinero, es
decir, la mercancía por excelencia, la mercancía que, en medio de todas las
perturbaciones del comercio, conserva un valor proporcional determinado y es
aceptado en todos los pagos... El rasgo distintivo del oro y de la plata
consiste, lo repito, en que, gracias a sus propiedades metálicas, a las
dificultades de su producción y, sobre todo, a la intervención de la autoridad pública,
adquirieron muy pronto, como mercancías, firmeza y autenticidad”.
Afirmar que, de todas las mercancías, el oro y la plata son las primeras
cuyo valor llegó a ser constituido, es afirmar, como se desprende de lo dicho
más arriba, que el oro y la plata fueron los primeros en convertirse en dinero.
He aquí la gran revelación del señor Proudhon, he aquí la verdad que nadie
había descubierto antes que él.
Si con esto ha querido decir el señor Proudhon que el tiempo necesario
para la obtención del oro y la plata ha sido conocido antes que el tiempo
indispensable para la producción de todas las demás mercancías, esta sería otra
de las suposiciones con las que tanto le gusta agasajar a sus lectores. Si
quisiéramos atenernos a esta erudición patriarcal, diríamos al señor Proudhon
que en primer lugar fue conocido el tiempo necesario para producir los objetos
de primera necesidad, tales como el hierro, etc. No hablemos ya del arco
clásico de Adam Smith.
Pero, después de todo esto, ¿cómo puede hablar todavía el señor Proudhon
de la constitución de un valor, puesto que ningún valor se ha constituido jamás
sólo? El valor se constituye, no por el tiempo necesario para crear un producto
dado, sino en proporción a la cantidad de todos los demás productos que pueden
ser creados durante el mismo tiempo. Por tanto, la constitución del valor del
oro y de la plata supone la constitución ya lograda del valor de multitud de
otros productos.
Por consiguiente, no es la mercancía la que, en forma de oro y plata, ha
alcanzado el estado de “valor constituido”, sino que el “valor constituido” del
señor Proudhon ha alcanzado, en forma de oro y plata, el estado de dinero.
Examinemos ahora más de cerca las razones económicas que, según el señor
Proudhon, han dado al oro y la plata, antes que a todos los demás productos, la
ventaja de ser erigidos en dinero, pasando por el estado constitutivo del
valor.
Estas razones económicas son: la “tendencia visible a la dominación”, la
“marcada preferencia” ya en “el período patriarcal” y otras circunlocuciones de
este mismo hecho que no hacen sino aumentar nuestra dificultad, ya que
multiplican el hecho multiplicando el número de casos que el señor Proudhon
aduce para explicarlo. Pero el señor Proudhon no ha agotado aún todas las
pretendidas razones económicas. He aquí una de fuerza soberana, irresistible:
“De la consagración soberana nace el dinero: los soberanos se apoderan
del oro y la plata y les estampan su cuño”. [I, 69]
¡Así, pues, la arbitrariedad de los soberanos es, para el señor Proudhon,
la razón suprema en economía política!
Verdaderamente, hace falta ignorar en absoluto la historia, para no saber
que, en todos los tiempos, los soberanos se han tenido que someter a las
condiciones económicas, sin poder dictarles nunca su ley. Tanto la legislación
política como la civil no hacen más que expresar y protocolizar las exigencias
de las relaciones económicas.
¿Fue el soberano el que se apoderó del oro y de la plata para hacer de
ellos los medios universales de cambio estampándoles su cuño, o, por el
contrario, fueron estos medios universales de cambio los que se apoderaron más
bien del soberano obligándole a imprimirles su sello y a darles una
consagración política?
El sello que se estampó y se estampa en la plata, no expresa su valor,
sino su peso. La firmeza y la autenticidad de que habla el señor Proudhon no se
refieren sino a la ley de la moneda, y esta ley indica cuanto metal puro
contiene un trozo de plata amonedada.
“El único valor intrínseco de un marco de plata —dice Voltaire con el
buen sentido que le caracteriza— es un marco de plata, media libra de plata de
ocho onzas de peso. Sólo el peso y la ley crean este valor intrínseco”.
(Voltaire, Systeme de Law.)
Pero sigue sin resolver esta cuestión: ¿Cuánto vale una onza de oro y de
plata? Si un casimir de los almacenes Grand Colbert ostenta la
marca de fábrica: “lana pura”, esta marca de fábrica no nos dice nada acerca
del valor del casimir. Quedará por averiguar cuánto vale la lana.
“Felipe I, rey de Francia —dice el señor Proudhon—, agregó a la libra
turonense de Carlomagno un tercio de aleación, imaginándose que, teniendo el
monopolio de acuñar moneda, podía hacer lo que hace con su mercancía cada
comerciante que posee el monopolio de un producto. ¿Qué representaba en
realidad esta alteración de las monedas tan reprochada a Felipe y a sus
sucesores? Un razonamiento muy justo desde el punto de vista de la rutina
comercial, pero muy falso desde el punto de vista de la ciencia económica. Este
razonamiento se reduce a lo siguiente: puesto que el valor se regula por la
oferta y la demanda, se puede elevar la estimación y, por tanto, el valor de
las cosas, bien creando una escasez ficticia, bien acaparando la fabricación, y
esto es tan verdad en relación al oro y la plata como respecto al trigo, al
vino, al aceite, al tabaco. Sin embargo, en cuanto se sospechó el fraude de
Felipe, su moneda quedó reducida a su justo valor y el perdió todo lo que
esperaba ganar a costa de sus súbditos. Idéntica suerte corrieron todas las
demás tentativas análogas”. [I, 70-71]
En primer lugar, se ha demostrado ya muchas veces que, si el soberano se
decide a alterar la moneda, es él quien sale perdiendo. Lo que gana una vez con
la primera emisión, lo pierde luego cada vez que las monedas falsas retornan a
él en forma de impuestos, etc. Pero Felipe y sus sucesores supieron
resguardarse más o menos de esta pérdida, porque, después de poner en
circulación la moneda alterada, ordenaron inmediatamente una refundición
general de monedas según el modelo antiguo.
Por lo demás, si Felipe I hubiese razonado efectivamente como el señor
Proudhon, no habría razonado “desde el punto de vista comercial”. Ni Felipe I
ni el señor Proudhon dan pruebas de genio mercantil imaginándose que el valor
del oro, igual que el valor de cualquier otra mercancía, puede ser alterado por
la sola razón de que su valor se determina por la relación entre la oferta y la
demanda.
Si el rey de Francia hubiese ordenado que un moyo de trigo se llamase en
adelante dos moyos de trigo, el rey habría sido un estafador. Habría engañado a
todos los rentistas, a todos cuantos tuvieran que recibir 100 moyos de trigo;
habría sido la causa de que todas estas gentes, en lugar de recibir 100 moyos
de trigo, hubieran recibido sólo 50. Suponed que el rey debiera a alguien 100
moyos de trigo; no habría tenido que pagar más que 50. Pero en el comercio los
100 moyos de trigo de ninguna manera habrían valido más de 50 de los
anteriores. Cambiando el nombre no se cambia la cosa. La cantidad de trigo,
como objeto de oferta o como objeto de demanda, no disminuirá ni aumentará por
el mero cambio de nombre. Por tanto, puesto que la relación entre la oferta y
la demanda no cambia a pesar de esta alteración de nombres, el precio del trigo
no sufrirá ninguna alteración real. Al hablar de la oferta y la demanda de las
cosas, no se habla de la oferta y la demanda del nombre de las cosas, Felipe I
no creaba el oro o la plata, como dice el señor Proudhon; sólo creaba el nombre
de las monedas. Haced pasar vuestros casimires franceses por casimires
asiáticos y es posible que engañéis a un comprador o dos; pero en cuanto sea
conocido el fraude, el precio de vuestros supuestos casimires asiáticos
descenderá hasta el precio de los casimires franceses. Dando una falsa etiqueta
al oro y a la plata, el rey Felipe I sólo podía engañar mientras el fraude no
fuera descubierto. Como cualquier otro tendero, engañaba a sus clientes dando
una falsa calificación a la mercancía: pero esto sólo podía durar cierto
tiempo. Tarde o temprano debía sufrir el rigor de las leyes comerciales, esto lo que el señor Proudhon quería
demostrar? No. Según el, es el soberano, y no el comercio, el que da al dinero
su valor. ¿Y qué ha demostrado en realidad? Que el comercio es más soberano que
el propio soberano. Si el soberano ordena que un marco se convierta en dos
marcos, el comercio os dirá siempre que estos dos marcos nuevos no valen más
que uno de los antiguos.
Pero esto no hace avanzar ni un pasó la cuestión del valor determinado
por la cantidad de trabajo. Queda por resolver si el valor de estos dos marcos,
convertidos de nuevo en un marco de los antiguos, es determinado por los gastos
de producción o por la ley de la oferta y la demanda.
El señor Proudhon continúa diciendo:
“Hay que señalar además que, si en lugar de alterar las monedas, hubiese
podido el rey duplicar su masa, el valor de cambio del oro y de la plata habría
bajado inmediatamente a la mitad, por esta misma razón de la proporcionalidad y
del equilibrio”. [I, 71]
Si es justa esta opinión, que el señor Proudhon comparte con los demás
economistas, constituye una prueba en favor de su doctrina de la oferta y la
demanda, pero de ningún modo en favor de la proporcionalidad del señor
Proudhon. Porque, según esta opinión, cualquiera que sea la cantidad de trabajo
materializado en la masa duplicada de oro y de plata, su valor bajaría a la
mitad por la simple razón de que la demanda sería la misma, mientras que la
oferta se habría doblado. ¿O bien es que, esta vez, “la ley de proporcionalidad”
coincidiría por casualidad con la ley tan desdeñada de la oferta y la demanda?
Esta justa proporcionalidad del señor Proudhon es en efecto tan elástica, se
presta a tantas variaciones, combinaciones y cambios, que bien puede coincidir
alguna vez con la relación entre la oferta y la demanda.
Asignar “a toda mercancía la capacidad de ser aceptable en el cambio, si
no de hecho, al menos de derecho”, fundándose para ello en el papel que
desempeñan el oro y la plata, significa no comprender este papel. El oro y la
plata no son aceptables de derecho sino porque lo son de hecho, y lo son de
hecho porque la organización actual de la producción necesita un medio
universal de cambio. El derecho no es más que el reconocimiento oficial del
hecho.
Hemos visto que el ejemplo del dinero como aplicación del valor que ha
alcanzado el estado de constitución, no ha sido elegido por el señor Proudhon
sino para hacer pasar de contrabando toda su doctrina de la permutabilidad, es
decir, para demostrar que toda mercancía evaluada según su coste de producción
debe convertirse en dinero. Todo esto estaría muy bien, a no ser por el
inconveniente de que, de todas las mercancías, precisamente el oro y la plata
son, como dinero, las únicas que no se determinan por su coste de producción; y
esto es tan cierto, que en la circulación pueden ser reemplazadas por el papel.
Mientras se observe una cierta proporción entre las necesidades de la
circulación y la cantidad de moneda emitida, bien sea en papel, en oro, en
platino o en cobre, no puede plantearse la cuestión de observar una proporción
entre el valor intrínseco (el coste de producción) y el valor nominal del
dinero. Sin duda, en el comercio internacional, el dinero, como toda otra
mercancía, es determinado por el tiempo de trabajo. Pero esto ocurre porque, en
el comercio internacional, hasta el oro y la plata son medios de cambio como
producto y no como dinero, es decir, el oro y la plata pierden los rasgos de
“firmeza y autenticidad”, de “consagración soberana” que constituyen, según la
opinión del señor Proudhon, su carácter específico. Ricardo ha comprendido tan
bien esta verdad, que después de haber basado todo su sistema en el valor
determinado por el tiempo de trabajo y después de haber dicho que “el oro y la
plata, como todas las demás mercancías, no tienen valor sino en proporción a la
cantidad de trabajo necesario para producirlos y hacerlos llegar al mercado”,
agrega, sin embargo, que el valor del dinero no se determina por el tiempo de
trabajo cristalizado en su materia, sino solamente por la ley de la oferta y la
demanda.
“Aunque el papel moneda no tiene ningún valor intrínseco, sin embargo, si
se limita la cantidad, su valor de cambio puede ser tan grande como el valor
del dinero metálico de la misma denominación o como el del metal contenido en
este dinero. Con arreglo a este mismo principio, es decir, limitando la
cantidad de dinero, las monedas desgastadas pueden circular por el mismo valor
que tendrían si su peso y su ley fuesen los legítimos, y no según el valor
intrínseco del metal puro que contengan. He aquí por qué en la historia de las
monedas inglesas nos encontramos con que nuestro numerario nunca se ha
desvalorizado en la misma proporción en que se ha alterado su calidad. La razón
consiste en que jamás ha aumentado su cantidad proporcionalmente a la
disminución de su valor intrínseco”. (Ricardo, lug. cit. [págs. 206-207]).
He aquí lo que observa J. B. Say a propósito de este pasaje de Ricardo:
“Este ejemplo debería bastar, yo creo, para convencer al
autor de que la base de todo valor no es la cantidad de trabajo necesario para
producir una mercancía, sino la necesidad que se tiene de ella, confrontada con
su escasez”4.
Así, pues, el dinero, que, en opinión de Ricardo, no es ya un valor
determinado por el tiempo de trabajo, y que a causa de esto J. B. Say toma como
ejemplo a fin de convencer a Ricardo de que tampoco los demás valores pueden
ser determinados por el tiempo de trabajo, el dinero, repito, que J. B. Say
toma como ejemplo de un valor determinado exclusivamente por la oferta y la
demanda, es, según el señor Proudhon, el ejemplo por excelencia de la
aplicación del valor constituido... por el tiempo de trabajo.
Para terminar, si el dinero no es un “valor constituido” por el tiempo de
trabajo, menos aún puede tener algo de común con la justa “proporcionalidad”
del señor Proudhon. El oro y la plata son siempre cambiables, porque tienen la
función particular de servir como medio universal de cambio, y de ningún modo
porque existan en una cantidad proporcional al conjunto de riquezas; o mejor
dicho, son siempre proporciónales por ser las únicas mercancías que sirven de
dinero, de medio universal de cambio, cualquiera que sea su cantidad con
relación al conjunto de riquezas.
“El dinero en circulación nunca puede ser lo bastante abundante para
resultar superfluo; pues si bajáis su valor, aumentaréis en la misma proporción
la cantidad, y aumentando su valor disminuiréis la cantidad”. (Ricardo [II,
205].)
“¡Qué embrollo el de la economía política!”, prorrumpe el señor Proudhon.
[I, 72]
“¡Maldito oro!, exclama graciosamente un comunista” (por boca del señor
Proudhon). “Con la misma razón podría decirse: ¡Maldito trigo, malditas viñas,
malditas ovejas!, pues, al igual que el oro la plata, todo valor comercial debe
llegar a su exacta y rigurosa determinación”. [I, 73]
La idea de atribuir a las ovejas y a las viñas las propiedades del dinero
no es nueva. En Francia pertenece al siglo de Luis XIV. En esta época, cuando
el dinero comenzó a alcanzar su omnipotencia, alzábanse quejas a propósito de
la desvalorización de todas las demás mercancías y las gentes ansiaban con
vehemencia que llegara el momento en que “todo valor comercial” pudiese llegar
a su exacta y rigurosa determinación, convirtiéndose a su vez en dinero. He
aquí lo que encontramos ya en Bois-Guillebert, uno de los más antiguos
economistas de Francia:
“Entonces el dinero, gracias a esta irrupción de innumerables
competidores representados por las propias mercancías restablecidas en sus
justos valores, será situado en sus límites naturales”. (Economistes
financiers du XVIII siècle, pág. 422, edic. Daire.)
Como se ve, las primeras ilusiones de la burguesía son también las
últimas.
B) EL
REMANENTE DEL TRABAJO
“En las obras de economía política se puede ver esta hipótesis
absurda: Si el precio de todas las cosas se doblase. . . ¡Como si
el precio de todas las cosas no fuese la proporción de las cosas, y como si se
pudiese doblar una proporción, una relación, una ley!” (Proudhon, t. I, pág.
81.)
Los economistas han incurrido en este error a causa de no haber sabido
aplicar la “ley de proporcionalidad” y el “valor constituido”.
Desgraciadamente, en el tomo I de la obra misma del señor Proudhon nos
encontramos en la página 110 con esta hipótesis absurda de que “si el salario
experimentase un alza general, se elevaría el precio de todas las cosas”. Por
lo demás, si se encuentra en las obras de economía política la frase en
cuestión, también se encuentra en ellas su explicación.
“Si se dice que sube o baja el precio de todas las mercancías, siempre se
excluye una u otra mercancía: la mercancía excluida es, por lo general, el
dinero o el trabajo”. (Encyclopedia Metropolitana or Universal Dictionary of
Knowledge [“Enciclopedia Metropolitana o Diccionario Universal del
Saber”], t. IV, artículo Polítical Economy[“Economía Política”], de
Senior, Londres, 1836. Véase también sobre esta expresión: J. St. Mill, Essays
on some unsettled questions of polítical economy [“Ensayos acerca de
algunas cuestiones no resueltas de economía política”], Londres, 1844, y
Tooke: A history of prices, etc. [“Historia de los precios,
etc.”], Londres, 1838.)
Pasemos ahora a la segunda aplicación del “valor
constituido” y de otras proporcionalidades cuyo único defecto estriba en ser poco
proporcionadas, y veamos si el señor Proudhon es más afortunado en este caso
que en el intento de convertir en dinero a las ovejas.
“Un axioma generalmente admitido por los economistas es que todo trabajo
debe dejar un remanente. Esta proposición constituye para mí una verdad
universal y absoluta: es el corolario de la ley de la proporcionalidad, que se
puede considerar como el compendio de toda la ciencia económica. Pero, que me
perdonen los economistas, el principio de que todo trabajo debe dejar
un remanente no tiene sentido en su teoría y no es susceptible
de demostración alguna”. (Proudhon [I, 73].)
Para probar que todo trabajo debe dejar un remanente, el señor Proudhon
personifica la sociedad; hace de ella una sociedad persona,
sociedad que no es lo mismo que la sociedad integrada por personas, puesto que
posee sus leyes particulares, las cuales no tienen nada de común con las
personas de que se compone la sociedad, y su “inteligencia propia”, que no es
la inteligencia del común de las gentes, sino una inteligencia sin sentido
común. El señor Proudhon reprocha a los economistas el no haber comprendido la
personalidad de este ser colectivo. Estimamos que no estará de más oponer a sus
palabras el siguiente pasaje de un economista americano que echa en cara a los
demás economistas todo lo contrario:
“La entidad moral (the moral entity), el ser gramatical (the
grammatical being) denominado sociedad ha sido revestido de atribuciones
que sólo tiene existencia real en la imaginación de los que con una palabra
hacen una cosa... He aquí lo que ha dado lugar a tantas dificultades y a
deplorables equivocaciones en economía política”. Th. Cooper, Lectures
on the Elements of Political Economy [“Conferencias sobre elementos de
Economía política”], Columbia, 1826.)
El señor Proudhon prosigue:
“En relación a los individuos, este principio del remanente del trabajo
no es verdadero sino porque emana de la sociedad, que les transfiere así la
acción benéfica de sus propias leyes”. [I, 75]
¿Quiere decir simplemente con esto el señor Proudhon que el individuo
social produce más que el individuo aislado? ¿Se refiere el señor Proudhon a
este excedente de la producción de los individuos asociados en comparación con
la de los individuos no asociados? Si es así, podemos citarle un centenar de
economistas que han expresado esta simple verdad sin todo ese misticismo de que
se rodea el señor Proudhon. He aquí lo que dice, por ejemplo, el señor Sadler:
“El trabajo combinado da resultados que no podría proporcionar nunca el
trabajo individual. A medida, pues, que la humanidad aumente en número, los
productos del trabajo mancomunado rebasarán con mucho la suma de una simple
adición calculada sobre la base de este aumento... Actualmente, tanto en las
artes mecánicas como en los trabajos científicos, un hombre puede hacer en un
día más que un individuo aislado en toda su vida. Aplicado al punto que nos
ocupa, no resulta cierto el axioma de los matemáticos de que el todo es igual a
las partes. En cuanto al trabajo, este gran pilar de la existencia humana (the
great pillar of human existence), se puede decir que el producto de los
esfuerzos acumulados supera con mucho a todo lo que puedan jamás crear los
esfuerzos individuales y separados”. (T. Sadler, The law of population [“La
ley de la población”], Londres, 1830.)
Volvamos al señor Proudhon. El remanente de trabajo, dice, se explica por
la sociedad persona. La vida de esta persona se subordina a leyes opuestas a
las que determinan la actividad del hombre como individuo, cosa que el señor
Proudhon quiere demostrar con “hechos”.
“El descubrimiento de un nuevo procedimiento en la esfera económica no
puede nunca reportar al inventor un beneficio igual al que proporciona a la
sociedad... Se ha observado que las empresas ferroviarias son para los
empresarios una fuente de riqueza en mucho menor grado que para el Estado... La
tarifa media del transporte de mercancías por carretera es de 18 céntimos por
tonelada-kilometro, comprendidos los gastos de carga y descarga en el almacén.
Se ha calculado que una empresa ordinaria de ferrocarriles no obtendría a ese
precio ni siquiera un diez por ciento de beneficio neto, que es aproximadamente
lo que viene a recibir una empresa de acarreo. Pero admitamos que la velocidad
del transporte por ferrocarril sea a la del transporte por carretera como 4 es
a 1: como en la sociedad el tiempo es el valor mismo, a igual tarifa el camino
de hierro brindara en comparación con el acarreo una ventaja de 400%. Sin
embargo, esta enorme ventaja, muy real para la sociedad, está bien lejos de
realizarse en la misma proporción para el dueño de la empresa de transporte:
mientras proporciona a la sociedad un beneficio de 400%, el ni siquiera
consigue un 10%. Supongamos, en efecto, para mayor claridad, que el ferrocarril
ha elevado la tarifa a 25 céntimos, en tanto que la del transporte por
carretera sigue siendo de 18; en ese caso el ferrocarril perdería al instante
todas sus consignaciones de mercaderías. Expedidores, destinatarios, todo el
mundo retornaría al viejo furgón y, si fuese preciso, al carro. La locomotora
seria desechada: una ventaja social de 400% seria sacrificada a una pérdida
privada de 35%. Y se comprende la razón: la ventaja que resulta de la velocidad
del transporte por ferrocarril es una ventaja enteramente social, y cada
individuo no participa de ella sino en una proporción mínima (no olvidemos que
en este momento se trata sólo del transporte de mercancías), mientras que la
perdida afecta directa y personalmente al consumidor. Un beneficio social igual
a 400 representa para el individuo, si la sociedad se compone solamente de un
millón de seres, cuatro diezmilésimas, mientras que una perdida de 33% para el
consumidor supondría un déficit social de 33 millones”. (Proudhon [I, 75, 76].)
Pase que el señor Proudhon exprese por 400% de la velocidad primitiva una
velocidad cuadruplicada; pero relacionar los porcentajes de velocidad con los
porcentajes de ganancia y formar una proporción entre dos relaciones que, si
bien cada una por separado se mide por tantos por cientos, sin embargo, son
inconmensurables entre sí, equivale a establecer una proporción entre los
porcentajes dejando a un lado las propias cosas a las que los porcentajes se
refieren.
Los porcentajes son siempre porcentajes. 10% y 400% son conmensurables;
son el uno al otro como 10 es a 400.
Por consiguiente, concluye el señor Proudhon, un beneficio de 10% vale 40
veces menos que una velocidad cuadruplicada. Con el fin de guardar las
apariencias, dice que, para la sociedad, el tiempo es dinero (time is money).
Este error proviene de que el recuerda confusamente que existe una relación
entre el valor y el tiempo de trabajo y se apresura a equiparar el tiempo de
trabajo con el tiempo de transporte, es decir, identifica con la sociedad
entera unos cuantos fogoneros, conductores y mozos de tren, cuyo tiempo de
trabajo equivale efectivamente al tiempo de transporte. Convirtiendo, pues, la
velocidad en capital, dice con toda razón: “Un beneficio de 400% sería
sacrificado a una pérdida de 35%”. Después de haber formulado como matemático
esta extraña proposición, nos la explica como economista.
“Un beneficio social igual a 400 representa para el individuo, si la
sociedad se compone solamente de un millón de seres, cuatro diezmilésimas”. De
acuerdo, pero no se trata de 400, sino de 400%, y un beneficio de 400%
representa para el individuo 400%, ni más ni menos. Cualquiera que sea el
capital, los dividendos siempre constituirán en este caso un 400%. ¿Qué hace el
señor Proudhon? Toma los porcentajes por el capital y, como temiendo que su
embrollo no sea lo bastante manifiesto, lo bastante “claro”, continúa:
“Una pérdida de 33% para el consumidor supondría un déficit social de 33
millones”. 33% de perdida para cada uno de los consumidores son 33% de perdida
para un millón de consumidores. Además, ¿cómo puede el señor Proudhon afirmar a
este propósito que el déficit social, en el caso de una pérdida de 33%, se
eleva a 33 millones, cuando no conoce ni el capital social ni siquiera el
capital de uno sólo de los interesados? Por tanto, al señor Proudhon no le
basta haber confundido el capital y los porcentajes,
sino que va más allá, identificando el capital colocado en una
empresa con el número de los interesados.
“Supongamos en efecto, para mayor claridad”, un capital determinado. Una
ganancia social de 400%, distribuida entre un millón de participantes, cada uno
de los cuales haya aportado un franco, da 4 francos de beneficio por cabeza y
no 0,0004, como afirma el señor Proudhon. De igual modo, una pérdida de 33% para
cada uno de los participantes representa un déficit social de 330.000 francos,
y no de 33 millones (100:33 = 1.000.000:330.000).
El señor Proudhon, absorbido por su teoría de la sociedad persona, se
olvida de hacer la división por 100. Así, obtiene 330.000 francos de pérdida;
pero 4 francos de ganancia por cabeza constituyen para la sociedad 4 millones
de francos de beneficio. Por tanto, queda para la sociedad una ganancia neta de
3.670.000 francos. Este cálculo exacto demuestra precisamente todo lo contrario
de lo que ha querido demostrar el señor Proudhon, a saber: que las ganancias y
las pérdidas de la sociedad no están de ningún modo en razón inversa de las
ganancias y las pérdidas de los individuos.
Después de haber rectificado estos simples errores de puro cálculo,
veamos un poco las consecuencias a que llegaríamos si, haciendo abstracción de
los errores de cálculo, resolviéramos admitir para los ferrocarriles la
relación establecida por el señor Proudhon entre la velocidad y el capital.
Supongamos que un transporte cuatro veces más rápido cueste cuatro veces más;
en tal caso, este transporte no rendiría menos ganancia que el transporte por
carretera, cuatro veces más lento y cuatro veces más barato. O sea, si el
acarreo cuesta 18 céntimos, el ferrocarril costaría 72. Esta sería la
consecuencia “rigurosamente matemática” de las suposiciones del señor Proudhon,
haciendo una vez más abstracción de los errores de cálculo. Pero he aquí que se
nos dice inopinadamente que si, en lugar de 72 céntimos, el ferrocarril cobrase
sólo 25, perdería al punto todas sus consignaciones de mercaderías.
Decididamente, en tal caso habría que retornar al furgón e inclusive al carro.
Lo único que aconsejamos al señor Proudhon es que en su “Programa de la
asociación progresiva” no se olvide de hacer la división por 100. Pero esa
es la desgracia: no abrigamos la menor esperanza de que sea escuchado nuestro
consejo, porque el señor Proudhon esta tan encantado de su cálculo
“progresivo”, correspondiente a la “asociación progresiva”, que clama con gran
énfasis:
“Con la solución de la antinomia del valor, ya he mostrado en el capítulo
segundo que la ventaja de todo descubrimiento útil es incomparablemente menor
para el inventor, haga lo que haga, que para la sociedad; ¡la demostración de
este punto la ha realizado con todo rigor matemático!”
Volvamos a la ficción de la sociedad persona, ficción cuya única
finalidad era probar la simple verdad de que cada nuevo invento disminuye el
valor de cambio del producto al dar la posibilidad de producir con la misma
cantidad de trabajo un mayor número de mercancías. La sociedad sale, pues,
beneficiada, no porque obtenga más valores de cambio, sino porque obtiene más
mercancías por el mismo valor. En cuanto al inventor, la competencia hace que
su beneficio descienda gradualmente hasta el nivel general de las ganancias,
¿Ha demostrado el señor Proudhon este enunciado como quería hacerlo? No. Esto
no le impide reprochar a los economistas el no haber hecho esta demostración.
Para persuadirle de lo contrario no citaremos más que a Ricardo y Lauderdale;
Ricardo, jefe de la escuela que determina el valor por el tiempo de trabajo, y
Lauderdale, uno de los defensores más furibundos de la determinación del valor
por la oferta y la demanda. Ambos han demostrado la misma tesis.
“Aumentando constantemente la facilidad de producción, disminuimos
constantemente el valor de algunas de las mercancías producidas antes, aunque
por ese mismo medio aumentamos no sólo la riqueza nacional, sino también la
capacidad de producir en el futuro... Tan pronto como con la ayuda de las
máquinas, o por nuestros conocimientos en física, obligamos a los agentes
naturales a realizar el trabajo que antes era hecho por el hombre, el valor de
cambio de este trabajo baja consecutivamente. Si hacían falta diez hombres para
mover un molino de trigo y después se descubría que por medio del viento o del
agua podía ser ahorrado el trabajo de estos diez hombres, el valor de la harina
producida por la acción del molino descenderá en proporción a la suma de
trabajo economizado, y la sociedad se verá enriquecida con todo el valor de las
cosas que podrá producir el trabajo de estos diez hombres, ya que los fondos
destinados al sostenimiento de los trabajadores no experimentarán la menor
disminución”. (Ricardo, [II, 59].)
Lauderdale, a su vez, dice:
“El beneficio de los capitales proviene siempre de que estos suplen una
parte del trabajo que el hombre tendría que realizar con sus manos, o bien de
que efectúan una parte de trabajo superior a las fuerzas personales del hombre
y que el hombre no podría ejecutar por sí solo. La exigua ganancia que de
ordinario obtienen los propietarios de las máquinas, en comparación con el
precio del trabajo que las máquinas suplen, es posible que de lugar a dudas sobre
la justeza de esta opinión. Por ejemplo, una bomba de vapor extrae en un día de
una mina de carbón más agua de la que podrían sacar sobre sus espaldas
trescientos hombres, aun valiéndose de herradas; y es indudable que la bomba
sustituye el trabajo de estos hombres con muchos menos gastos. Lo mismo se
puede decir de todas las máquinas restantes. Realizan a más bajo precio el
trabajo que hacía la mano del hombre, sustituida ahora por ellas... Supongamos
que el inventor de una máquina que reemplaza el trabajo de cuatro hombres ha
recibido una patente: como el privilegio exclusivo impide toda competencia,
excepto la que resulta del trabajo de los obreros reemplazados por su máquina,
es claro que, mientras dure el privilegio, el salario de estos obreros será la
medida que determine el precio a que el inventor puede vender sus productos;
por consiguiente, para asegurar la venta de su producción, el inventor tendrá
que exigir tan sólo un poco menos de lo que supone el salario del trabajo que
su máquina suple. Pero cuando expire el plazo del privilegio, aparecerán otras
máquinas de la misma especie, que rivalizarán con la suya. Entonces regulará su
precio sobre la base del principio general, haciéndolo depender de la
abundancia de máquinas. El beneficio del capital invertido..., aunque es el
resultado de un trabajo suplido, se regula en definitiva, no por el valor de
este trabajo, sino, como en todos los demás casos, por la competencia entre los
poseedores de capitales; y el grado de esta competencia es determinado siempre
por la proporción entre la cantidad de capitales ofrecidos para este fin y la
demanda que de ellos se haga”. [págs. 119, 123, 124, 125, 134]
En fin de cuentas resulta, pues, que si en la nueva rama de producción el
beneficio es mayor que en las restantes, siempre habrá capitales que tenderán a
colocarse en esta rama, hasta que la cuota de ganancia descienda al nivel
común.
Acabamos de ver que el ejemplo del ferrocarril es bien poco valido para
arrojar alguna luz sobre la ficción de la sociedad persona. Sin embargo, el
señor Proudhon prosigue audaz su discurso:
“Esclarecido este punto, nada más fácil que explicar por qué el trabajo
debe dejar a cada productor un remanente”. [I, 77]
Lo que sigue a continuación pertenece a la antigüedad clásica. Es un
cuento poético escrito con la finalidad de hacer descansar al lector de las
fatigas que ha debido causarle el rigor de las demostraciones matemáticas que
le preceden. El señor Proudhon da a su sociedad persona el nombre de Prometeo,
cuyas proezas glorifica en estos términos:
“Primeramente, saliendo del seno de la naturaleza, Prometeo se despierta
a la vida en una inercia plena de encantos”, etc., etc. “Prometeo pone manos a
la obra, y desde el primer día, el primer día de la segunda creación, el producto
de Prometeo, es decir, su riqueza, su bienestar, es igual a diez. El segundo
día, Prometeo divide su trabajo, y su producto crece hasta cien. El tercer día
y cada uno de los siguientes, Prometeo inventa máquinas, descubre nuevas
propiedades útiles de los cuerpos, nuevas fuerzas de la naturaleza... Cada paso
de su actividad productiva eleva la cifra de su producción, anunciándole un
acrecentamiento de su felicidad. Y por último, como para él consumir significa
producir, es claro que cada día de consumo, no llevándose más que el producto
del día anterior, le deja un excedente de producto para el día siguiente”. [I,
77-78]
Este Prometeo del señor Proudhon es un personaje peregrino, tan poco
fuerte en lógica como en economía política. Mientras Prometeo se limita a
aleccionarnos diciendo que la división del trabajo, el empleo de máquinas y la
explotación de las fuerzas naturales y del poder de la ciencia multiplican las
fuerzas productivas de los hombres y dan un excedente en comparación con lo que
produce el trabajo aislado, la desgracia de este nuevo Prometeo consiste
únicamente en haber aparecido demasiado tarde. Pero en cuanto Prometeo se pone
a hablar de producción y consumo, es realmente grotesco. Para él, consumir es
producir; consume al día siguiente lo que ha producido la víspera, y así cuenta
siempre con un día de reserva: esta jornada sobrante es su “remanente de
trabajo”. Pero consumiendo hoy lo que produjo ayer, Prometeo, el primer día,
que no tuvo víspera, hubo de trabajar jornada doble a fin de disponer luego de
un día de reserva. ¿Cómo pudo Prometeo conseguir el primer día este remanente,
si no había ni división de trabajo, ni máquinas, ni conocimiento de más fuerzas
de la naturaleza que la del fuego? Por tanto, retrotrayendo la cuestión “al
primer día de la segunda creación”, no se avanza ni un pasó. Esta manera de
explicar las cosas, medio griega, medio hebrea, a la vez mística y alegórica,
da al señor Proudhon pleno derecho para decir:
“He demostrado por medio de la teoría y de los hechos el principio de que
todo trabajo debe dejar un remanente”.
Los hechos son el famoso cálculo progresivo; la teoría es el mito de
Prometeo.
“Pero —continua el señor Proudhon— este principio, tan cierto como un
postulado de aritmética, está todavía lejos de realizarse para todos. Al mismo
tiempo que el progreso de la actividad productora colectiva aumenta
constantemente el producto de cada jornada de trabajo individual, y ese aumento
debería traer como consecuencia necesaria que el trabajador, con el mismo
salario, fuese cada día más rico, vemos que unas capas de la sociedad se
benefician mientras otras decaen”. [I, 79-80]
En 1770, la población del Reino Unido de la Gran Bretaña ascendía a 15
millones, y la población activa era de 3 millones. La fuerza productiva de los
perfeccionamientos técnicos equivalía aproximadamente a 12 millones más de
personas; por tanto, la suma total de fuerzas productivas era igual a 15
millones. La capacidad productiva era, pues, a la población como 1 es a 1, y la
productividad de los adelantos técnicos era al rendimiento del trabajo manual
como 4 es a 1.
En 1840, la población no pasaba de 30 millones: la población activa era
de 6 millones, mientras que la productividad de los perfeccionamientos técnicos
ascendía a 650 millones, es decir, era al conjunto de la población como 21 es a
1, y al rendimiento del trabajo manual como 108 es a 1.
En la sociedad inglesa, la productividad de la jornada de trabajo ha
aumentado, por tanto, en setenta años en 2.700%, es decir, en el año 1840 se
producía en un día veintisiete veces más que en 1770. Según el señor Proudhon,
habría que plantear esta cuestión: ¿Por qué el obrero inglés de 1840 no es
veintisiete veces más rico que el de 1770? Plantear semejante cuestión
significaría, naturalmente, suponer que los ingleses habrían, podido producir
estas riquezas sin que existiesen las condiciones históricas en que habían sido
producidas, o sea: la acumulación de
capitales privados, la división moderna del trabajo, la fábrica mecanizada, la
competencia anárquica, el sistema de trabajo asalariado, en una palabra, todo
lo que está basado en el antagonismo de clases. Pero precisamente estas
condiciones eran necesarias para el desarrollo de las fuerzas productivas y
para el aumento del remanente de trabajo. Por tanto, para obtener este
desarrollo de las fuerzas productivas y este remanente de trabajo, era
necesaria la existencia de unas clases que se benefician y de otras que decaen.
¿Qué es, pues, en resumidas cuentas, este Prometeo resucitado por el señor
Proudhon? Es la sociedad, son las relaciones sociales basadas en el antagonismo
de clases. Estas relaciones no son relaciones entre un individuo y otro, sino
entre el obrero y el capitalista, entre el arrendatario y el propietario de la
tierra, etc. Suprimid esas relaciones y habréis destruido toda la sociedad.
Vuestro Prometeo quedaría convertido en un fantasma sin brazos y sin piernas,
es decir, sin fábrica y sin división del trabajo; en una palabra, sin todo lo
que desde el primer momento le habéis proporcionado para hacerle obtener ese
remanente de trabajo.
Por tanto, si en teoría bastaba, como lo hace el señor Proudhon, dar una
interpretación igualitaria de la fórmula del remanente de trabajo, sin tomar en
cuenta las condiciones actuales de la producción, en la práctica debería bastar
hacer entre los obreros un reparto igualitario de todas las riquezas adquiridas
actualmente, sin cambiar para nada las condiciones modernas de la producción.
Este reparto no aseguraría, claro está, un alto grado de bienestar a cada uno
de sus participantes.
Pero el señor Proudhon es menos pesimista de lo que podría parecer. Como
para él la proporcionalidad lo es todo, en el Prometeo tal cual realmente
existe, es decir, en la sociedad presente, no puede por menos de ver un
comienzo de realización de su idea favorita.
“Pero, a la vez, el progreso de la riqueza, es decir, la proporcionalidad
de los valores, es la ley dominante; y cuando los economistas oponen a las
quejas del partido social el crecimiento progresivo de la fortuna pública y la
mejoría de la situación inclusive de las clases más desventuradas de la
sociedad, proclaman, sin ellos sospecharlo, una verdad que es la condenación de
sus teorías”. [I, 80]
¿Qué es, en realidad, la riqueza colectiva, la fortuna pública? Es la riqueza de la burguesía, y no de
cada burgués en particular. Pues bien, los economistas no han hecho otra cosa
que demostrar cómo, en las relaciones de producción existentes, ha crecido y
debe crecer aún más la riqueza de la burguesía. En cuanto a la clase obrera,
está todavía por ver si su situación ha mejorado a consecuencia del aumento de
la pretendida riqueza pública. Cuando los economistas nos citan, en apoyo
de su optimismo, el ejemplo de los obreros ingleses ocupados en la industria
algodonera, no ven su situación sino en los raros momentos de prosperidad del
comercio. Con respecto a los períodos de crisis y de estancamiento, esos
momentos de prosperidad guardan la “justa proporción” de 3 a 10. ¿O tal vez,
hablando de mejoría, los economistas querían referirse a esos millones de
obreros que tuvieron que perecer en las Indias Orientales para procurar al
millón y medio de obreros ocupados en Inglaterra en esa misina rama de
industria tres años de prosperidad de cada diez?
En cuanto a la participación temporal en el crecimiento de la riqueza
pública, ya es otra cuestión. El hecho de esta participación temporal se
explica por la teoría de los economistas. Es la confirmación de esta teoría, y
en modo alguno su “condenación”, como asegura el señor Proudhon. Si algo hay
que condenar es, naturalmente, el sistema del señor Proudhon, que, como hemos
demostrado, sometería a los obreros a un mínimo de salario, pese al incremento
de la riqueza. Sólo sometiéndolos a un mínimo de salario, el señor Proudhon
podría aplicar aquí el principio de la justa proporcionalidad de los valores,
el principio del “valor constituido” por el tiempo de trabajo. Precisamente
porque el salario, a causa de la competencia, oscila por encima o por debajo
del precio de los víveres necesarios para el sustento del obrero, este puede
participar, siquiera sea en el grado más insignificante, en el crecimiento de
la riqueza colectiva; pero precisamente por eso puede también perecer como
consecuencia de la miseria. En esto consiste toda la teoría de los economistas,
que no se hacen ilusiones al respecto.
Después de sus largas divagaciones a propósito de los ferrocarriles, de
Prometeo y de la nueva sociedad a reconstituir sobre la base del “valor
constituido”, el señor Proudhon se recoge en sí mismo; la emoción lo domina, y
exclama con un tono paternal:
“Yo conjuro a los economistas a que se interroguen un momento, en el
fondo de su corazón, abandonando los prejuicios que les turban y la
preocupación por los cargos que ocupan o que esperan, por los intereses a cuyo
servicio están, por los votos que ambicionan, por las distinciones que halagan
su vanidad; que se interroguen y digan si hasta ahora el principio de que todo
trabajo debe dejar un remanente se lo habían imaginado con esta cadena de
premisas y consecuencias que nosotros hemos puesto de relieve”. [I, 80]
_______________________
[1] Como se sabe, Ricardo determina el valor de una mercancía “por la cantidad de trabajo invertido en su
producción”. Pero la forma de cambio imperante en todo modo de producción
fundado en la producción de mercancías, y, por consiguiente, también en el modo
capitalista de producción, hace que este valor no se exprese directamente en la
cantidad de trabajo, sino en una cantidad de alguna otra mercancía. El valor de
una mercancía expresado en determinada cantidad de otra mercancía (sea dinero o
no, lo mismo da) es denominada por Ricardo valor relativo de esta mercancía. (Nota
de F. Engels a la edición alemana de 1885.)
[2] La tesis de que el precio “natural”, es decir, normal, de la fuerza
de trabajo coincide con el mínimo de salario, esto es, con el equivalente del
valor de los medios de subsistencia absolutamente indispensables para la vida
del obrero y para la prolongación de su especie, fue formulada primeramente por
mí en el Esbozo
de crítica de la Economía política (Deutsch-Franzosische
Jahrbiicher, Paris, 1844) y
en La situación de la clase obrera en Inglaterra. Como se ve por el
texto, Marx aceptó entonces esta tesis. De nosotros dos la tomó Lassalle. Pero,
aunque el salario tiene efectivamente la tendencia constante a aproximarse a su
mínimo, la citada tesis no es exacta. El hecho de que, por término medio, la
fuerza de trabajo se paga de ordinario por debajo de su valor, no puede modificar
su valor. En El
Capital, Marx corrigió la mencionada tesis (apartado Compra y venta de
la fuerza de trabajo) y explicó (capitulo
XXIII: Ley general de la acumulación capitalista) las
circunstancias que permiten en la producción capitalista reducir más y más el
precio de la fuerza de trabajo por debajo de su valor. (Nota de F. Engels a
la edición alemana de 1885.)
[3] Antigua medida francesa de capacidad; para los áridos equivalía 18
hectolitros aproximadamente. (N. de la Red.)
[4] Las verdaderas denominaciones de las cosas. (N. de la Red.)
[5] Siervo. (N. de la Red.)
[6] Conservar. (N. de la Red.)
[7] En el ejemplar regalado por Marx a N. Utina en 1876, después de la
palabra “trabajo” se agregó: “fuerza de trabajo”. Idéntica adición fue hecha al
editar la obra en francés en 1896. (N. de la Red.)
[8] ¡Y perder en aras de la vida toda la raíz vital! (Juvenal, Sátiras.)
(N. de la Red.)
[9] ¡Aquí fue Troya! (N. de la Red.)
[10] Como toda otra teoría, la del señor Bray ha encontrado partidarios
que se han dejado engañar por las apariencias. En Londres, en Sheffield, en
Leeds y en otras muchas ciudades de Inglaterra se han fundado
equitable-labour-exchange-bazars (bazares para el cambio justo de productos del
trabajo). Después de haber absorbido capitales considerables, estos bazares han
sufrido bancarrotas escandalosas. Esto ha hecho que la gente haya perdido la afición
a ellos para siempre. ¡Aviso al señor Proudhon! (Nota de C. Marx).
Como se sabe, Proudhon desoyó este aviso. En 1849 intentó organizar un
nuevo banco de cambio en Paris. Pero este banco se declara en quiebra incluso
antes de haber iniciado su funcionamiento regular. El proceso incoado contra
Proudhon sirvió para encubrir esta bancarrota. (Nota de F. Engels a la
edición alemana de 1885.)
CAPÍTULO
SEGUNDO LA METAFÍSICA DE LA ECONOMÍA
POLITICA
§ I. EL
MÉTODO
¡Henos en el corazón mismo de Alemania! Vamos a hablar de metafísica, al
tiempo que discurrimos sobre economía política. También en este caso no hacemos
sino seguir las “contradicciones” del señor Proudhon. Hasta hace un momento nos
obligaba a hablar en inglés, a convertirnos hasta cierto punto en un inglés.
Ahora la escena cambia. El señor Proudhon nos traslada a nuestra querida patria
y nos hace recobrar por fuerza nuestra calidad de alemán.
Si el inglés transforma los hombres en sombreros, el alemán transforma
los sombreros en ideas. El inglés es Ricardo, acaudalado banquero y distinguido
economista; el alemán es Hegel, simple profesor de filosofía en la Universidad
de Berlín.
Luis XV, Último rey absoluto y representante de la decadencia de la
monarquía francesa, tenía a su servicio un médico que era a la vez el primer
economista de Francia. Este médico, este economista, personificaba el triunfo
inminente y seguro de la burguesía francesa. El doctor Quesnay hizo de la
economía política una ciencia; la resumió en su famoso “Cuadro económico”
Además de los mil y un comentarios que han sido escritos sobre este cuadro,
poseemos uno debido al propio doctor. Es el “análisis del cuadro económico”,
seguido de “siete observaciones importantes”.
El señor Proudhon es un segundo doctor Quesnay. Es el Quesnay de la
metafísica de la economía política.
Ahora bien, la metafísica, como en general toda la filosofía, se resume,
según Hegel, en el método. Tendremos, pues, que tratar de esclarecer el método
del señor Proudhon, que es por lo menos tan oscuro como el Cuadro
económico. Con este fin haremos siete observaciones más o menos
importantes. Si el doctor Proudhon no está conforme con nuestras observaciones,
eso nada importa: puede hacer de abate Baudeau y dar él mismo la “explicación
del método económico-metafísico”5.
PRIMERA
OBSERVACIÓN
“No exponemos aquí una historia según el orden cronológico,
sino según la sucesión de las ideas. Las fases o categorías
económicas unas veces son simultáneas en sus manifestaciones y otras veces
aparecen invertidas en el tiempo... Sin embargo, las teorías económicas tienen
su sucesión lógica y su serie en el entendimiento:
ese orden es el que nosotros nos ufanamos de haber descubierto”. (Proudhon, t.
I, pág. 146.)
En verdad, el señor Proudhon ha querido asustar a los franceses,
lanzándoles frases casi hegelianas. Tenemos, pues, que vérnoslas con dos
hombres: primero con el señor Proudhon y luego con Hegel. ¿En que se distingue
el señor Proudhon de los demos economistas? qué papel desempeña Hegel en la
economía política del señor Proudhon?
Los
economistas presentan las relaciones de la producción burguesa —la división del
trabajo, el crédito, el dinero, etc.— como categorías fijas, inmutables,
eternas. El señor Proudhon, que tiene ante si estas categorías perfectamente
formadas, quiere explicarnos el acto de la formación, el origen de estas
categorías, principios, leyes, ideas y pensamientos.
Los economistas nos explican cómo se lleva a cabo la producción en dichas
relaciones, pero lo que no nos explican es cómo se producen esas relaciones, es
decir, el movimiento histórico que las engendra. El señor Proudhon, que toma
esas relaciones como principios, categorías y pensamientos abstractos, no tiene
más que poner orden en esos pensamientos, que se encuentran ya dispuestos en
orden alfabético al final de cualquier tratado de economía política. El
material de los economistas es la vida activa y dinámica de los hombres; los
materiales del señor Proudhon son los dogmas de los economistas. Pero desde el
momento en que no se sigue el desarrollo histórico de las relaciones de
.producción, de las que las categorías no son sino la expresión teórica, desde
el momento en que no se quiere ver en estas categorías más que ideas y
pensamientos espontáneos, independientes de las relaciones reales, quiérase o
no se tiene que buscar el origen de estos pensamientos en el movimiento de la
razón pura. ¿Cómo da vida a estos pensamientos la razón pura, eterna,
impersonal? ¿Cómo procede para crearlos?
Si poseyésemos la intrepidez del señor Proudhon en materia de
hegelianismo, diríamos que la razón pura se distingue en sí misma de sí misma.
¿Qué significa esto? Como la razón impersonal no tiene fuera de ella ni terreno
sobre el que pueda asentarse, ni objeto al cual pueda oponerse, ni sujeto con
el que pueda combinarse, se ve forzada a dar volteretas situándose en sí misma,
oponiéndose a sí misma y combinándose consigo misma: posición, oposición,
combinación. Hablando en griego, tenemos la tesis, la antítesis, la síntesis.
En cuanto a los que desconocen el lenguaje hegeliano, les diremos la fórmula
sacramental: afirmación, negación, negación de la negación. He aquí lo que
significa manejar las palabras. Esto, naturalmente, no es la cábala, dicho sea
sin ofensa para el señor Proudhon; pero es el lenguaje de esa razón tan pura,
separada del individuo. En lugar del individuo ordinario, con su manera
ordinaria de hablar y de pensar, no tenemos otra cosa que esta manera ordinaria
completamente pura, sin el individuo.
¿Es de extrañar que, en último grado de abstracción —porque aquí hay
abstracción y no análisis—, toda cosa se presente en forma de categoría lógica?
¿Es de extrañar que, eliminando poco a poco todo lo que constituye la
individualidad de una casa y haciendo abstracción de los materiales de que se
compone y de la forma que la distingue, lleguemos a obtener sólo un cuerpo en
general; que, haciendo abstracción de los límites de ese cuerpo, no tengamos
como resultado más que un espacio; que haciendo, por último, abstracción de las
dimensiones de este espacio, terminemos teniendo únicamente la cantidad pura,
la categoría lógica? A fuerza de abstraer así de todo sujeto todos los llamados
accidentes, animados o inanimados, hombres o cosas, tenemos motivo para decir
que, en último grado de abstracción, se llega a obtener como sustancia las
categorías lógicas. Así, los metafísicos, que, haciendo estas abstracciones,
creen hacer análisis, y que, apartándose más y más de los objetos, creen
aproximarse a ellos y penetrar en su entraña, esos metafísicos tienen, a su
modo de ver, todas las razones para decir que las cosas de nuestro mundo son
bordados cuyo cañamazo está formado por las categorías lógicas. Esto es lo que
distingue al filósofo del cristiano. El cristiano no conoce más que una sola
encarnación del Logos, a despecho de la lógica; el filósofo conoce
un sinfín de encarnaciones. ¿Qué de extraño es, después de esto, que todo lo
existente, cuanto vive sobre la tierra y bajo el agua, pueda, a fuerza de
abstracción, ser reducido a una categoría lógica, y que, por tanto, todo el
mundo real pueda hundirse en el mundo de las abstracciones, en el mundo de las
categorías lógicas?
Todo lo que existe, todo lo que vive sobre la tierra y bajo el agua, no
existe y no vive sino en virtud de un movimiento cualquiera. Así, el movimiento
de la historia crea las relaciones sociales, el movimiento de la industria nos
proporciona los productos industriales, etc.
Así como por medio de la abstracción transformamos toda cosa en categoría
lógica, de igual modo Basta hacer abstracción de todo rasgo distintivo de los
diferentes movimientos para llegar al movimiento en estado abstracto, al
movimiento puramente formal, a la fórmula puramente lógica del movimiento. Y si
en las categorías lógicas se encuentra la sustancia de todas las cosas, en la
fórmula lógica del movimiento se cree haber encontrado el método absoluto, que
no sólo explica cada cosa, sino que implica además el movimiento de las cosas.
De este método absoluto habla Hegel en los términos siguientes:
“El método es la fuerza absoluta, única, suprema, infinita, a la que
ningún objeto puede oponer resistencia; es la tendencia de la razón a
encontrarse y reconocerse a sí misma en cada cosa”. (Lógica, t. III.)
Si cada cosa se reduce a una categoría lógica, y cada movimiento, cada
acto de producción al método, de aquí se infiere naturalmente que cada conjunto
de productos y de producción, de objetos y de movimiento, se reduce a una
metafísica aplicada. Lo que Hegel ha hecho para la religión, el derecho, etc.,
el señor Proudhon pretende hacerlo para la economía política.
¿Qué es, pues, este método absoluto? La abstracción del movimiento. ¿Qué es
la abstracción del movimiento? El movimiento en estado abstracto. ¿Qué es el
movimiento en estado abstracto? La fórmula puramente lógica del movimiento o el
movimiento de la razón pura. En que consiste el movimiento de la razón pura? En
situarse en sí misma, oponerse a sí misma y combinarse consigo misma, en
formularse como tesis, antitesis y síntesis, o bien en afirmarse, negarse y
negar su negación.
¿Cómo hace la razón para afirmarse, para presentarse en forma de una
categoría determinada? Esto ya es cosa de la razón misma y de sus apologistas.
Pero una vez que la razón ha conseguido situarse en sí misma como tesis,
este pensamiento, opuesto a sí mismo, se desdobla en dos pensamientos
contradictorios, el positivo y el negativo, el sí y el no. La lucha de estos
dos elementos antagónicos, comprendidos en la antitesis, constituye el
movimiento dialéctico. El sí se convierte en no, él no se convierte en sí, el
sí pasa a ser a la vez sí y no, él no es a la vez no y sí, los contrarios se
equilibran, se neutralizan, se paralizan recíprocamente. La fusión de estos dos
pensamientos contradictorios constituye un pensamiento nuevo, que es su
síntesis. Este pensamiento nuevo vuelve a desdoblarse en dos pensamientos
contradictorios, que se funden a su vez en una nueva síntesis. De este proceso
de gestación nace un grupo de pensamientos. Este grupo de pensamientos sigue el
mismo movimiento dialéctico que una categoría simple y tiene por antitesis un
grupo contradictorio. De estos dos grupos de pensamientos nace un nuevo grupo
de pensamientos, que es su síntesis.
Así como del movimiento dialéctico de las categorías simples nace el
grupo, Así también del movimiento dialéctico de los grupos nace la serie, y del
movimiento dialéctico de las series nace todo el sistema.
Aplicad este método a las categorías de la economía política y tendréis
la lógica y la metafísica de la economía política, o, en otros términos,
tendréis las categorías económicas conocidas por todos y traducidas a un
lenguaje poco conocido, por lo cual dan la impresión de que acaban de nacer en
una cabeza llena de razón pura: hasta tal punto estas categorías parecen
engendrarse unas a otras, encadenarse y entrelazarse las unas en las otras por
la acción exclusiva del movimiento dialéctico. Que el lector no se asuste de
esta metafísica con toda su armazón de categorías, de grupos, de series y de
sistemas. El señor Proudhon, pese a todo su celo por escalar la cima del sistema
de las contradicciones, no ha podido jamás pasar de los dos primeros
escalones: de la tesis y de la antítesis simples, y además no ha llegado a
ellos más que dos veces, y, de estas dos veces, una ha caído boca arriba. Hasta
aquí no hemos expuesto sino la dialéctica de Hegel. Más adelante veremos cómo
el señor Proudhon ha logrado reducirla a las proporciones más mezquinas. Así,
según Hegel, todo lo que ha acaecido y todo lo que sigue acaeciendo corresponde
exactamente a lo que acaece en su propio pensamiento. Por tanto, la filosofía
de la historia no es más que la historia de la filosofía, de su propia
filosofía. No existe ya la “historia según el orden cronológico”: lo único que
existe es la “sucesión de las ideas en el entendimiento”. Se imagina que
construye el mundo por mediación del movimiento del pensamiento, pero en
realidad no hace más que reconstruir sistemáticamente y disponer con arreglo a
su método absoluto los pensamientos que anidan en la cabeza de todos los
hombres.
SEGUNDA
OBSERVACIÓN
Las categorías económicas no son más que expresiones teóricas,
abstracciones de las relaciones sociales de producción. Como autentico
filósofo, el señor Proudhon comprende las cosas al revés, no ve en las
relaciones reales más que la encarnación de esos principios, de esas categorías
que han estado dormitando, como nos dice también el señor Proudhon filósofo, en
el seno “de la razón impersonal de la humanidad”.
El señor Proudhon economista ha sabido ver muy bien que los hombres hacen
el paño, el lienzo, la seda, en el marco de relaciones de producción
determinadas. Pero lo que no ha sabido ver es que estas relaciones sociales
determinadas son producidas por los hombres lo mismo que el lienzo, el lino,
etc. Las relaciones sociales están íntimamente vinculadas a las fuerzas
productivas. Al adquirir nuevas fuerzas productivas, los hombres cambian de
modo de producción, y al cambiar el modo de producción, la manera de ganarse la
vida, cambian todas sus relaciones sociales. El molino movido a brazo nos da la
sociedad de los señores feudales; el molino de vapor, la sociedad de los
capitalistas industriales.
Los hombres, al establecer las relaciones sociales con arreglo al
desarrollo de su producción material, crean también los principios, las ideas y
las categorías conforme a sus relaciones sociales.
Por tanto, estas ideas, estas categorías, son tan poco eternas como las
relaciones a las que sirven de expresión. Son productos históricos y
transitorios.
Existe un movimiento continuo de crecimiento de las fuerzas productivas,
de destrucción de las relaciones sociales, de formación de las ideas; lo único
inmutable es la abstracción del movimiento: mors immortalis.
TERCERA
OBSERVACIÓN
En cada sociedad las relaciones de producción forman un todo. El señor
Proudhon concibe las relaciones económicas como otras tantas fases sociales,
que se engendran una a otra, se derivan una de otra, lo mismo que la antitesis
de la tesis, y realizan en su sucesión lógica la razón impersonal de la
humanidad.
El único inconveniente de este método es que, al abordar el examen de una
sola de esas fases, el señor Proudhon no puede explicarla sin recurrir a todas
las demás relaciones sociales, relaciones que, sin embargo, no ha podido
todavía engendrar por medio de su movimiento dialéctico. Y cuando el señor
Proudhon pasa después, con la ayuda de la razón pura, a engendrar las otras
fases, hace como si acabasen de nacer, olvidando que son tan viejas como la
primera.
Así, para llegar a la constitución del valor, que, a juicio suyo, es la
base de todas las evoluciones económicas, no
podía prescindir de la división del trabajo, de la competencia, etc. Sin
embargo, estas relaciones todavía no existían en la serie, en el entendimiento
del señor Proudhon, en la sucesión lógica.
Construyendo con las categorías de la economía política el edificio de un
sistema ideológico, se dislocan los miembros del sistema social. Se transforman
los diferentes miembros de la sociedad en otras tantas sociedades, que se
suceden una tras otra. En efecto, ¿cómo la fórmula lógica del movimiento, de la
sucesión, del tiempo, podría explicarnos por sí sola el organismo social, en el
que todas las relaciones existen simultáneamente y se sostienen las unas en las
otras?
CUARTA
OBSERVACIÓN
Veamos ahora que modificaciones hace sufrir el señor Proudhon a la
dialéctica de Hegel aplicándola a la economía política.
Para él, para el señor Proudhon, cada
categoría económica tiene dos lados, uno bueno y otro malo. Considera las
categorías como el pequeño burgués considera a las grandes figuras
históricas: Napoleón es
un gran hombre; ha hecho mucho bien, pero también ha hecho mucho mal.
El lado bueno y el lado malo, la ventaja y
el inconveniente, tomados en conjunto, forman según Proudhon la
contradicción inherente a cada categoría económica.
Problema a resolver: Conservar el lado bueno, eliminando el malo.
La esclavitud es una categoría económica como otra
cualquiera. Por consiguiente, también tiene sus dos lados. Dejemos el lado malo
de la esclavitud y hablemos de su lado bueno: de suyo se comprende que sólo se
trata de la esclavitud directa, de la esclavitud de los negros en el Surinam,
en el Brasil, en los Estados meridionales de América del Norte.
Lo mismo que las máquinas, el crédito, etc., la esclavitud directa es la
base de la industria burguesa. Sin esclavitud no habría algodón; sin algodón no
habría industria moderna. La esclavitud ha dado su valor a las colonias, las
colonias han creado el comercio universal, el comercio universal es la
condición necesaria de la gran industria. Por tanto, la esclavitud es una
categoría económica de la más alta importancia.
Sin esclavitud, América del Norte, el país de más rápido progreso, se
transformaría en un país patriarcal. Borrad Norteamérica del mapa del mundo y
tendréis la anarquía, la decadencia completa del comercio y de la civilización
moderna. Suprimid la esclavitud y habréis borrado Norteamérica del mapa de los
pueblos[1].
Como la esclavitud es una categoría económica, siempre ha figurado entre
las instituciones de los pueblos. Los pueblos modernos no han hecho más que
encubrir la esclavitud en sus propios países y la han impuesto sin tapujos en
el Nuevo Mundo.
¿Cómo se las arreglará el señor Proudhon para salvar la esclavitud?
Planteará este problema: Conservar el lado bueno de esta categoría económica y
eliminar el malo.
Hegel no necesita plantear problemas. No tiene más que la dialéctica. El
señor Proudhon no tiene de la dialéctica de Hegel más que el lenguaje. A su
juicio, el movimiento dialéctico es la distinción dogmática de lo bueno y de lo
malo.
Tomemos por un instante al propio señor Proudhon como categoría.
Examinemos su lado bueno y su lado malo, sus virtudes y sus defectos.
Si en comparación con Hegel tiene la virtud de plantear problemas,
reservándose el derecho de solucionarlos para el mayor bien de la humanidad, en
cambio tiene el defecto de adolecer de esterilidad cuando se trata de engendrar
por la acción de la dialéctica una nueva categoría. La coexistencia de dos
lados contradictorios, su lucha y su fusión en una nueva categoría constituyen
el movimiento dialéctico. El que se plantea el problema de eliminar el lado
malo, con ello mismo pone fin de golpe al movimiento dialéctico. Ya no es la
categoría la que se sitúa en sí misma y se opone a sí misma en virtud de su
naturaleza contradictoria, sino que es el señor Proudhon el que se mueve,
forcejea y se agita entre los dos lados de la categoría.
Puesto así en un atolladero, del que es difícil salir por los medios
legales, el señor Proudhon hace un esfuerzo desesperado y de un salto se ve
trasladado a una nueva categoría. Entonces aparece ante sus ojos asombrados
la serie en el entendimiento.
Toma la primera categoría que se le viene a mano y le atribuye
arbitrariamente la propiedad de suprimir los inconvenientes de la categoría que
se trata de depurar. Así, los impuestos, de creer al señor Proudhon, suprimen
los inconvenientes del monopolio; el balance comercial, los inconvenientes de
los impuestos; la propiedad territorial, los inconvenientes del crédito.
Tomando así sucesivamente las categorías económicas una por una y
concibiendo una de las categorías como antídoto de la otra, el
señor Proudhon llega a componer, con esta mezcla de contradicciones, dos
volúmenes de contradicciones, que denomina con justa razón Sistema de
las contradicciones económicas.
QUINTA
OBSERVACIÓN
“En la razón absoluta todas estas ideas... son igualmente simples y
generales... De hecho no llegamos a la ciencia sino levantando con nuestras
ideas una especie de andamiaje. Pero la verdad en sí no depende de
estas figuras dialécticas y está libre de las combinaciones de nuestro
espíritu”. (Proudhon, t. II, pág. 97.)
Por tanto, de golpe, mediante un brusco viraje cuyo secreto conocemos
ahora, ¡la metafísica de la economía política se ha convertido en una ilusión!
Jamás el señor Proudhon había dicho nada más justo. Naturalmente, desde el
momento en que el proceso del movimiento dialéctico se reduce al simple
procedimiento de oponer el bien al mal, de plantear problemas cuya finalidad
consiste en eliminar el mal y de emplear una categoría como antídoto de otra,
las categorías pierden su espontaneidad; la idea “deja de funcionar”; en
ella ya no hay vida. La idea ya no puede ni situarse en sí misma en forma de
categorías ni descomponerse en ellas. La sucesión de categorías se convierte en
una especie de andamiaje. La dialéctica no es ya el movimiento de
la razón absoluta. De la dialéctica no queda nada, y en su lugar vemos todo lo
más la moral pura.
Al hablar el señor Proudhon de la serie en el entendimiento,
de la sucesión lógica de las categorías, declaraba
positivamente que no quería exponer la historia en el orden cronológico,
es decir, según el señor Proudhon, la sucesión histórica en la que las
categorías se han manifestado. Todo ocurría entonces para él en
el éter puro de la razón. Todo debía desprenderse de este éter por
medio de la dialéctica. Ahora que se trata de poner en práctica esta
dialéctica, la razón le traiciona. La dialéctica del señor Proudhon abjura de
la dialéctica de Hegel, y el señor Proudhon se ve precisado a reconocer que el
orden en que expone las categorías económicas no es el orden en que se
engendran unas a otras. Las evoluciones económicas no son ya las evoluciones de
la razón misma.
¿Qué es, pues, lo que nos presenta el señor Proudhon? ¿La historia real,
es decir, según lo entiende el señor Proudhon, la sucesión en la que las
categorías se han manifestado siguiendo el orden cronológico? No. ¿La historia,
tal como se desarrolla en la idea misma? Aún menos. Por tanto, ¡no nos presenta
ni la historia profana de las categorías ni su historia sagrada! ¿Qué historia
nos ofrece, en fin de cuentas? La historia de sus propias contradicciones.
Veamos cómo se mueven estas contradicciones y cómo arrastran en su marcha al
señor Proudhon.
Antes de emprender este examen, que dará lugar a la sexta observación
importante, debemos hacer otra observación menos importante.
Supongamos con el señor Proudhon que la historia real, la historia según
el orden cronológico, es la sucesión histórica en la que se han manifestado las
ideas, las categorías, los principios.
Cada principio ha tenido su siglo para manifestarse: el principio de autoridad, por ejemplo, corresponde al siglo XI; el
principio del individualismo, al siglo XVIII. Yendo de consecuencia en
consecuencia, tendríamos que decir que el siglo pertenece al principio, y no el
principio al siglo. En otros términos, sería el principio el que ha creado la
historia, y no la historia la que ha creado el principio. Pero si, para salvar
los principios y la historia, se pregunta por qué tal principio se ha
manifestado en el siglo XI o en el XVIII, y no en otro cualquiera, se deberá
por fuerza examinar minuciosamente cuáles eran los hombres del siglo XI, cuales
los del XVIII, cuales eran sus respectivas necesidades, sus fuerzas
productivas, su modo de producción, las materias primas empleadas en su
producción, y por último, las relaciones entre los hombres, derivadas de todas
estas condiciones de existencia. ¿Es que estudiar todas estas cuestiones no
significa exponer la historia real, la historia profana de los hombres de cada
siglo, presentar a estos hombres a la vez como los autores y los actores de su
propio drama? Pero, desde el momento en que presentáis a los hombres como los
actores y los autores de su propia historia, llegáis, dando un rodeo, al
verdadero punto de arranque, porque abandonáis los principios eternos de los
que habíais partido al comienzo.
En cuanto al señor Proudhon, ni siquiera con esos rodeos que da el
ideólogo ha avanzado lo suficiente para salir al anchuroso camino de la
historia.
SEXTA
OBSERVACIÓN
Sigamos con el señor Proudhon esos rodeos.
Admitamos que las relaciones económicas, concebidas como leyes
inmutables, como principios eternos, como categorías
ideales, hayan precedido a la vida activa y dinámica de los hombres;
admitamos, además, que estas leyes, estos principios, estas categorías hayan
estado dormitando, desde los tiempos más remotos, “en la razón impersonal de la
humanidad”. Ya hemos visto que todas estas
eternidades inmutables e inmóviles no dejan margen para la historia; todo
lo más que queda es la historia en la idea, es decir, la historia que se
refleja en el movimiento dialéctico de la razón pura. Diciendo que en el
movimiento dialéctico las ideas ya no se “diferencian”, el señor
Proudhon anula toda sombra de movimiento y todo movimiento
de las sombras con las que habría podido al menos crear un simulacro
de historia. En lugar de esto atribuye a la historia su propia impotencia y
tiene quejas para todo, hasta para la lengua francesa.
“No es exacto afirmar —dice el señor Proudhon filósofo— que una cosa
adviene, que una cosa se produce: en la civilización, igual que en el universo,
todo existe, todo actúa desde el comienzo de los siglos. Lo mismo acontece
con toda la economía social” (t. II, pág. 102).
La fuerza activa de las contradicciones que funcionan en el sistema del
señor Proudhon y que hacen funcionar al señor Proudhon es tan grande, que,
queriendo explicar la historia, se ve obligado a negarla; queriendo explicar la
aparición consecutiva de las relaciones sociales, niega que una cosa
cualquiera pueda advenir; queriendo explicar la producción
y todas sus fases, niega que una cosa cualquiera pueda producirse.
Por tanto, para el señor Proudhon no hay ni historia ni sucesión de
ideas, y sin embargo continua existiendo su libro; y ese libro es precisamente,
de acuerdo con su propia expresión, la “historia según, la sucesión de las
ideas”. ¿Cómo encontrar una fórmula —pues el señor Proudhon es el hombre de
las fórmulas— con la que poder saltar de un brinco por encima de todas estas
contradicciones?
Para esto ha inventado una razón nueva, que no es ni la razón absoluta,
pura y virgen, ni la razón común de los hombres activos y dinámicos en las diferentes
épocas históricas, sino una razón de un género completamente particular, la
razón de la sociedad-persona, del sujeto-humanidad, razón que la pluma del
señor Proudhon presenta también a veces como “genio social”, como “razón
universal” o, por último, como “razón humana”. Sin embargo, a esta
razón, rebozada con tantos nombres, se la reconoce a cada instante como la
razón individual del señor Proudhon con su lado bueno y su lado malo, sus
antídotos y sus problemas.
“La razón humana no crea la verdad”, oculta en las profundidades de la
razón absoluta, eterna. Sólo puede descubrirla. Pero las verdades que ha
descubierto hasta el presente son incompletas, insuficientes y, por lo mismo,
contradictorias. En consecuencia, las categorías económicas, siendo a su vez
verdades descubiertas y reveladas por la razón humana, por el genio social, son
también incompletas y contienen el germen de la contradicción. Antes del señor
Proudhon, el genio social había vista tan sólo los elementos antagónicos,
y no la fórmula sintética, aunque tanto los elementos como la
fórmula estuviesen ocultos simultáneamente en la razón absoluta.
Por eso, las relaciones económicas, no siendo sino la realización terrenal de
estas verdades insuficientes, de estas categorías incompletas, de estas
nociones contradictorias, contienen en sí mismas la contradicción y presentan
los dos lados, uno bueno y otro mato.
Encontrar la verdad completa, la noción en toda su plenitud, la fórmula
sintética que destruye la antinomia: he aquí el problema que debe resolver el
genio social. Y he aquí también por que, en la imaginación del señor Proudhon,
ese mismo genio social ha tenido que pasar de una categoría a otra, sin haber
conseguido aún, pese a toda la batería de sus categorías, arrancar a Dios, a la
razón absoluta, una fórmula sintética.
“La sociedad (el genio social) comienza por suponer un primer hecho, por
sentar una hipótesis..., verdadera antinomia cuyos resultados antagónicos se
desarrollan en la economía social en el mismo orden en que habrían podido ser
deducidos en la mente como consecuencias; de suerte que el movimiento
industrial, siguiendo en todo la deducción de las ideas, se divide en dos
corrientes: la una de efectos útiles y la otra de resultados nefastos... Para
constituir armónicamente este principio doble y resolver esta antinomia, la
sociedad hace surgir una segunda antinomia, a la que no tardará en seguir una
tercera, y tal será la marcha del genio social hasta que,
agotadas todas sus contradicciones —yo supongo, aunque ello no está demostrado,
que las contradicciones en la humanidad tienen un término—, retorne de un salto
a todas sus posiciones anteriores y resuelva en una sola fórmula todos
sus problemas” (t. I, pág. 133).
Así como antes la antitesis se transformó en antídoto, ahora la tesis
pasa a ser hipótesis. Pero este cambio de términos del señor
Proudhon no puede ya causarnos sorpresa. La razón humana, que no tiene nada de
pura, por no poseer más que opiniones incompletas, tropieza a cada paso con
nuevos problemas a resolver. Cada nueva tesis descubierta por ella en la razón
absoluta y que representa la negación de la primera tesis, se convierte para
ella en una síntesis, que acepta con bastante ingenuidad como la solución del
problema en cuestión. Así es como esta razón se agita en contradicciones
siempre nuevas, hasta que, al llegar punto final de las contradicciones,
advierte que todas sus tesis y síntesis no son otra cosa, que hipótesis
contradictorias. En su perplejidad, “la razón humana, el genio social, retorna
de un salto a todas sus posiciones anteriores y resuelve en una sola fórmula
todos sus problemas”. Digamos de paso que esta fórmula única constituye el
verdadero descubrimiento del señor Proudhon. Es el valor constituido.
Las hipótesis no se sientan sino con un fin determinado. El fin que se
propone en primer Lugar el genio social que habla por boca del señor Proudhon,
es eliminar lo que haya de malo en cada categoría económica, para que no quede
más que lo bueno. El bien, el bien supremo, el verdadero fin practico, es para
él la igualdad por que el genio social prefiere la igualdad a la desigualdad, a
la fraternidad, al catolicismo o a cualquier otro principio? Porque “la
humanidad ha realizado sucesivamente tantas hipótesis particulares teniendo en
cuenta una hipótesis superior”, que es cabalmente la igualdad. En otras
palabras: porque la igualdad es el ideal
del señor Proudhon. Él se imagina que la división del trabajo, el crédito,
la fábrica, en suma, todas las relaciones económicas han sido inventadas únicamente en beneficio de la igualdad, y sin
embargo han terminado siempre por volverse contra ella. Del hecho de que la
historia y la ficción del señor Proudhon se contradigan a cada paso, el deduce
que en esto hay una contradicción. Si hay contradicción, sóla existe centre su
idea fija y el movimiento real.
En adelante el lado bueno de cada relación económica es el que afirma la
igualdad, y el lado malo, el que la niega y afirma la desigualdad. Toda nueva
categoría es una hipótesis del genio social para eliminar la desigualdad
engendrada por la hipótesis precedente. En resumen, la igualdad es la intención
primitiva, la tendencia mística, el fin providencial que
el genio social no pierde nunca de vista, girando en el círculo de las
contradicciones económicas. Por eso, la Providencia es la locomotora que hace marchar todo el
bagaje económico del señor Proudhon mucho mejor que su razón pura y etérea.
Nuestro autor ha consagrado a la Providencia todo un capitulo, que sigue al de los impuestos.
Providencia, fin providencial: he aquí la palabra altisonante que hoy se
emplea para explicar la marcha de la historia. En realidad, esta palabra no
explica nada. Es todo lo más una forma retórica, una manera como otra
cualquiera de parafrasear los hechos.
Sabido es que en Escocia aumentó el valor de la propiedad de la tierra
gracias al desarrollo de la industria inglesa. Esta industria abrió a la lana
nuevos mercados de venta. Para producir la lana en vasta escala, era preciso
transformar los campos de labor en pastizales. Para efectuar esta
transformación, era preciso concentrar la propiedad. Para concentrar la
propiedad, era precise acabar con las pequeñas haciendas de los arrendatarios,
expulsar a miles de ellos de su país natal y colocar en su lugar a unos cuantos
pastores encargados de cuidar millones de ovejas. Así, pues, la propiedad
territorial condujo en Escocia, mediante transformaciones sucesivas, a que los
hombres se viesen desplazados por las ovejas. Decid ahora que el fin
providencial de la institución de la propiedad territorial en Escocia era hacer
que los hombres fuesen desplazados por las ovejas, y tendréis la historia
providencial.
Naturalmente, la tendencia a la igualdad es propia de nuestro siglo. Pero
afirmar que todos los siglos anteriores —con sus necesidades, medios de
producción, etc., completamente distintos— se esforzaron providencialmente por
realizar la igualdad, es, ante todo, confundir los medios y los hombres de
nuestro siglo con los hombres y los medios de siglos anteriores y desconocer el
movimiento histórico por el que las generaciones sucesivas han ido
transformando los resultados adquiridos por las generaciones precedentes. Los
economistas saben muy bien que la misma cosa que para uno era un producto
elaborado, no era para otro más que la materia prima destinada a una nueva
producción.
Suponed, como lo hace el señor Proudhon, que el genio social produjo o,
mejor dicho, improvisó a los señores feudales con el fin providencial de
transformar a los colonos en trabajadores responsables e
iguales entre sí, y habréis hecho una sustitución de fines y de personas,
muy digna de esa Providencia que en Escocia instituía la propiedad territorial
para permitirse el maligno placer de ver a los hombres desplazados por las
ovejas.
Pero puesto que el señor Proudhon demuestra un interés tan tierno por la
Providencia, le remitimos a la Historia de la Economía política del
señor De Villeneuve-Bargemont, que también persigue un fin providencial. Este fin no es ya la igualdad, sino el
catolicismo.
SÉPTIMA Y
ÚLTIMA OBSERVACIÓN
Los economistas razonan de singular manera. Para ellos no hay más que dos clases de instituciones:
las unas, artificiales, y las otras,
naturales. Las instituciones del feudalismo son artificiales, y las de
la burguesía son naturales. En esto los economistas se parecen a los teólogos, que a su vez establecen
dos clases de religiones. Toda religión
extraña es pura invención humana, mientras que su propia religión es una
emanación de Dios. Al decir que las actuales relaciones —las de la producción
burguesa— son naturales, los economistas dan a entender que se trata
precisamente de unas relaciones bajo las cuales se crea la riqueza y se
desarrollan las fuerzas productivas de acuerdo con las leyes de la naturaleza.
Por consiguiente, estas relaciones son en sí leyes naturales, independientes de
la influencia del tiempo. Son leyes eternas que deben regir siempre la
sociedad. De modo que hasta ahora ha habido historia, pero ahora ya no la hay.
Ha habido historia porque ha habido instituciones feudales y porque en estas
instituciones feudales nos encontramos con unas relaciones de producción
completamente diferentes de las relaciones de producción de la sociedad
burguesa, que los economistas quieren hacer pasar por naturales y, por
tanto, eternas.
El feudalismo también tenía su proletariado: los siervos, estamento que
encerraba todos los gérmenes de la burguesía. La producción feudal también tenía
dos elementos antagónicos, que se designan igualmente con el nombre de lado
bueno y lado malo del feudalismo, sin tener en cuenta
que, en definitiva, el lado malo prevalece siempre sobre el lado bueno. Es
cabalmente el lado malo el que, dando origen a la lucha, produce el movimiento
que crea la historia. Si, en la época de la dominación del feudalismo, los
economistas, entusiasmados por las virtudes caballerescas, por la buena armonía
entre los derechos y los deberes, por la vida patriarcal de las ciudades, por
el estado de prosperidad de la industria doméstica en el campo, por el
desarrollo de la industria organizada en corporaciones, cofradías y gremios, en
una palabra, por todo lo que constituye el lado bueno del feudalismo, se
hubiesen propuesto la tarea de eliminar todo lo que ensombrecía este cuadro —la
servidumbre, los privilegios y la anarquía—, ¿cuál habría sido el resultado? Se
habrían destruido todos los elementos que desencadenan la lucha y matado en
germen el desarrollo de la burguesía. Los economistas se habrían propuesto la
empresa absurda de borrar la historia.
Cuando la burguesía se impuso, la cuestión ya no residía en el lado bueno
ni en el lado malo del feudalismo. La burguesía entró en posesión de las
fuerzas productivas que habían sido desarrolladas por ella bajo el feudalismo.
Fueron destruidas todas las viejas formas económicas, las relaciones civiles
con ellas congruentes y el régimen político que era la expresión oficial de la
antigua sociedad civil.
Así, pues, para formarse un juicio exacto de la producción feudal, es
menester enfocarla como un modo de producción basado en el antagonismo. Es
menester investigar cómo se producía la riqueza en el seno de este antagonismo,
como se iban desarrollando las fuerzas productivas al mismo tiempo que el
antagonismo de clases, como una de estas clases, el lado malo y negativo de la
sociedad, fue creciendo incesantemente hasta que llegaron a su madurez las
condiciones materiales para la emancipación. ¿Acaso no significa esto que el
modo de producción, las relaciones en las que las fuerzas productivas se
desarrollan, no son en modo alguno leyes eternas, sino que corresponden a un
nivel determinado de desarrollo de los hombres y de sus fuerzas productivas, y
que todo cambio operado en las fuerzas productivas de los hombres lleva
necesariamente consigo un cambio en sus relaciones de producción? Como lo que
importa ante todo es no verse privado de los frutos de la civilización, de las
fuerzas productivas adquiridas, hace falta romper las formas tradicionales en
las que dichas fuerzas se han producido. Desde ese instante, la clase antes
revolucionaria se hace conservadora.
La burguesía comienza su desarrollo histórico con un proletariado que es,
a su vez, un resto del proletariado[2] de los tiempos feudales. En el curso de su
desenvolvimiento histórico, la burguesía desarrolla necesariamente su carácter
antagónico, que al principio se encuentra más o menos encubierto, que no existe
sino en estado latente. A medida que se desarrolla la burguesía, va
desarrollándose en su seno un nuevo proletariado, un proletariado moderno se
desarrolla una lucha entre la clase proletaria y la clase burguesa, lucha que,
antes de que ambas partes la sientan, la perciban, la aprecien, la comprendan,
la reconozcan y la proclamen en alto, no se manifiesta en los primeros momentos
sino en conflictos parciales y fugaces, en hechos sueltos de carácter
subversivo. Por otra parte, si todos los miembros de la burguesía moderna
tienen un mismo interés por cuanto forman una sola clase frente a otra clase, tienen
intereses opuestos y antagónicos por cuanto se contraponen los unos a los
otros. Esta oposición de intereses dimana de las condiciones económicas de su
vida burguesa. Por tanto, cada día es más evidente que las relaciones de
producción en que la burguesía se desenvuelve no tienen un carácter uniforme y
simple, sino un doble carácter; que dentro de las mismas relaciones en que se
produce la riqueza, se produce también la miseria; que dentro de las mismas
relaciones en que se opera el desarrollo de las fuerzas productivas, existe
asimismo una fuerza que da origen a la opresión; que estas relaciones no crean
la riqueza burguesa, es decir, la riqueza de la clase burguesa, sino
destruyendo continuamente la riqueza de los miembros integrantes de esta clase
y formando un proletariado que crece sin cesar.
Cuanto más se pone de manifiesto este carácter antagónico tanto más
entran en desacuerdo con su propia teoría los
economistas, los representantes científicos de la producción burguesa, y se
forman diferentes escuelas.
Existen
los economistas fatalistas,
que en su teoría son tan indiferentes a lo que ellos denominan inconvenientes
de la producción burguesa como los burgueses mismos lo son en la práctica ante
los sufrimientos de los proletarios que les ayudan adquirir riquezas. Esta
escuela fatalista tiene sus clásicos y sus románticos. Los clásicos, como Adam
Smith y Ricardo, son representantes
de una burguesía que, luchando todavía contra los restos de la sociedad feudal,
sólo pretende depurar de manchas feudales las relaciones económicas, aumentar
las fuerzas productivas y dar un nuevo impulso a la industria y al comercio.
A su juicio, los sufrimientos del proletariado que participa en esa
lucha, absorbido por esa actividad febril, sólo son pasajeros, accidentales, y
el proletariado mismo los considera come tales. Los economistas como Adam Smith
y Ricardo, que son los historiadores de esta época, no tienen otra misión que
mostrar cómo se adquiere la riqueza en el marco de las relaciones de la
producción burguesa, formular estas relaciones en categorías y leyes y
demostrar que estas leyes y categorías son, para la producción de riquezas,
superiores a las leyes y a las categorías de la sociedad feudal. A sus ojos la
miseria no es más que el dolor que acompaña a todo alumbramiento, mismo en la
naturaleza que en la industria.
Los románticos pertenecen a nuestra época, en la que la burguesía está en
oposición directa con el proletariado, en la que la miseria se engendra en tan
gran abundancia como la riqueza. Los economistas adoptan entonces la pose de
fatalistas saciados que, desde lo alto de su posición, lanzan una mirada
soberbia de desprecio sobre los hombres-máquinas que crean la riqueza. Copian
todos los razonamientos de sus predecesores, pero la indiferencia, que en estos
últimos era ingenuidad, en ellos es coquetería.
Luego sigue la escuela humanitaria, que toma a pecho
el lado malo de las relaciones de producción actuales. Para tranquilidad de
conciencia se esfuerza en paliar todo lo posible los contrastes reales; deplora
sinceramente las penalidades del proletariado y la desenfrenada competencia
entre los burgueses; aconseja a los obreros que sean sobrios, trabajen bien y
tengan pocos hijos; recomienda a los burgueses que moderen su ardor en la
esfera de la producción. Toda la teoría de esta escuela se basa en distinciones
interminables entre la teoría y la práctica, entre los principios y sus
resultados, entre la idea y su aplicación, entre el contenido y la forma, entre
la esencia y la realidad, entre el derecho y el hecho, entre el lado bueno y el
malo.
La escuela filantrópica es la escuela humanitaria perfeccionada. Niega la necesidad del
antagonismo; quiere convertir a todos los hombres en burgueses; quiere realizar
la teoría en tanto que se distinga de la práctica y no contenga antagonismo.
Dicho se está que en la teoría es fácil hacer abstracción de las
contradicciones que se encuentran a cada paso en la realidad. Esta teoría
equivaldrá entonces a la realidad idealizada. Por consiguiente, los filántropos
quieren conservar las categorías que expresan las relaciones burguesas, pero
sin el antagonismo que constituye la esencia de estas categorías y que es
inseparable de ellas. Los filántropos creen que combaten en serio la práctica
burguesa, pero son más burgueses que nadie.
Así como los economistas son los representantes
científicos de la clase burguesa, los socialistas y los comunistas son
los teóricos de la clase proletaria. Mientras el proletariado no está aún lo
suficientemente desarrollado para constituirse como clase; mientras, por
consiguiente, la lucha misma del proletariado contra la burguesía no reviste
todavía carácter político, y mientras las fuerzas productivas no se han
.desarrollado en el seno de la propia burguesía hasta el grado de dejar entrever
las condiciones materiales necesarias para la emancipación del proletariado y
para la edificación de una sociedad nueva, estos teóricos son sólo utopistas
que, para mitigar las penurias de las clases oprimidas, improvisan sistemas y
andan entregados a la búsqueda de una ciencia regeneradora. Pero a medida que
la historia avanza, y con ella empieza a destacarse, con trazos cada vez más
claros, la lucha del proletariado, aquellos no tienen ya necesidad de buscar la
ciencia en sus cabezas: les basta con darse cuenta de lo que se desarrolla ante
sus ojos y convertirse en portavoces de esa realidad. Mientras se limitan a
buscar la ciencia y a construir sistemas, mientras se encuentran en los
umbrales de la lucha, no ven en la miseria más que la miseria, sin advertir su
aspecto revolucionario, destructor, que terminara por derrocar a la vieja
sociedad. Una vez advertido este aspecto, la ciencia, producto del movimiento
histórico, en el que participa ya con pleno conocimiento de causa, deja de ser
doctrinaria para convertirse en revolucionaria.
Volvamos al señor Proudhon.
Toda relación económica tiene su lado bueno y su lado malo: este es el
único punto en que el señor Proudhon no se desmiente. En su opinión, el lado
bueno lo exponen los economistas, y lado malo lo denuncian los socialistas. De
los economistas toma la necesidad de unas relaciones eternas, y de los
socialistas esa ilusión que no les permite ver en la miseria nada más que la
miseria. Proudhon está de acuerdo con unos y otros, tratando de apoyarse en la
autoridad de la ciencia. En él la ciencia se reduce a las magras proporciones
de una fórmula científica; es un hombre a la caza de fórmulas. De este modo, el
señor Proudhon se jacta de ofrecernos a la vez una crítica de la economía
política y del comunismo, cuando en realidad se queda muy por debajo de una y
de otro. De los economistas, porque considerándose, como filósofo, en posesión
de una fórmula mágica, se cree relevado de la obligación de entrar en detalles
puramente económicos; de los socialistas, porque carece de la perspicacia y del
valor necesarios para alzarse, aunque sólo sea en el terreno de la
especulación, sobre los horizontes de la burguesía.
Pretende ser la síntesis y no es más que un error compuesto.
Pretende
flotar sobre burgueses y proletarios como hombre de ciencia, y no es más que un
pequeño burgués, que oscila constantemente entre el capital y el trabajo, entre
la economía política y el comunismo
§ II. LA
DIVISIÓN DEL TRABAJO Y LAS MÁQUINAS
La serie de evoluciones económicas comienza, según el
.señor Proudhon, con la división del trabajo.
Lado bueno de la división del trabajo:
“Considerada en su esencia, la división del trabajo es el modo de
realizar la igualdad de condiciones y de inteligencias” (t. I,
pág. 93).
Lado malo de la división del trabajo:
“La división del trabajo se ha convertido para nosotros en una fuente de
miseria” (t. I, pág. 94).
Variante
“El trabajo, dividiéndose según la ley que le es propia
y que constituye la primera condición de su fecundidad, llega a la negación de
sus fines y se destruye a sí mismo” (t. I, pág. 94).
Problema a resolver:
Encontrar “la nueva combinación que suprima los inconvenientes de la
división, conservando a la par sus efectos útiles” (t. I, pág. 97).
La división
del trabajo es, en opinión del señor Proudhon, una ley eterna, una
categoría simple y abstracta. Por consiguiente, la abstracción, la idea, la
palabra le bastan para explicar la división del trabajo en las diferentes
épocas. Las castas, las corporaciones, el régimen de la manufactura, la gran
industria deben ser explicados con una sola palabra: dividir.
Comenzad por estudiar bien el sentido de la palabra “dividir” y no tendréis
necesidad de estudiar las numerosas influencias que dan a la división del
trabajo un carácter determinado en cada época.
Naturalmente, reducir las cosas a las categorías del señor Proudhon seria
simplificarlas demasiado. La historia no procede de un modo tan categórico. En Alemania hicieron falta tres siglos
enteros para establecer la primer gran división del trabajo, es decir, la
separación de la ciudad y del campo. A medida que se modificaba esta sola
relación entre la ciudad y el campo, se iba modificando toda la sociedad.
Incluso tomando este solo aspecto de la división del trabajo, tenemos en un
caso las repúblicas de la antigüedad, y en otro el feudalismo cristiano; en un
caso, la antigua Inglaterra con sus barones, y en otro, la Inglaterra moderna
con sus señores del algodón (cotton-lords). En los siglos XIV y XV,
cuando aún no había colonias, cuando América todavía no existía para Europa,
cuando las relaciones con Asía se mantenían únicamente a través de
Constantinopla, cuando el Mediterráneo era el centro de la actividad comercial,
la división del trabajo tenía una forma y un carácter completamente distintos
que en el siglo XVII, cuando los españoles, los portugueses, los holandeses,
los ingleses y los franceses poseían colonias establecidas en todas las partes
del mundo. La extensión del mercado y su fisonomía dan a la división del
trabajo en las diferentes épocas una fisonomía y un carácter que sería difícil
deducir de la sola palabra “dividir”, de la idea, de la categoría.
“Todos los economistas —dice el señor Proudhon—, a partir de A. Smith,
han señalado las ventajas y los inconvenientes de
la ley de la división del trabajo, pero atribuyendo una importancia mucho mayor
a las primeras que a los segundos, porque esto correspondía más a su optimismo,
y sin que ninguno de ellos se haya preguntado nunca en que podían consistir los
inconvenientes de una ley... ¿De qué modo un mismo principio, aplicado con
rigor en todas sus consecuencias, surte efectos diametralmente opuestos? Ningún
economista, ni antes ni después de A. Smith, se ha percatado siquiera de que en
este punto había un problema a dilucidar. Say llega a reconocer que en la
división del trabajo la misma causa que produce el bien engendra el mal”. [I,
95-96]
A. Smith fue más perspicaz de lo que piensa el señor Proudhon. Vio muy
bien que “en realidad la diferencia de talentos naturales entre los individuos
es mucho menor de lo que creemos. Estas disposiciones tan diferentes, que
parecen distinguir a las personas de diversas profesiones, cuando llegan a la
edad madura, no son tanto la causa como el efecto de la
división del trabajo” [I, 20]. La diferencia inicial entre un mozo de
cuerda y un filósofo es menor que la que existe entre un mastín y un galgo. El
abismo entre uno y otro lo ha abierto la división del trabajo. Esto no le
impide al señor Proudhon decir, en otro lugar, que Adam Smith no sospechaba
siquiera los inconvenientes de la división del trabajo. Es esto también lo que
le hace decir que J. B. Say fue el primero en reconocer “que
en la división del trabajo la misma causa que produce el bien engendra el mal”.
[I, 96]
Pero escuchemos a Lemontey: Suum cuique[3].
“El señor J. B. Say me ha hecho el honor de adoptar en su excelente
tratado de economía política el principio que yo he formulado en este fragmento
sobre la influencia moral de la división del trabajo. Sin duda, el titulo un
poco frívolo de mi libro8 no le ha permitido citarme. Sólo a este motivo puedo
atribuir el silencio de un escritor demasiado rico en pensamientos propios para
negar esta apropiación tan insignificante”. (Lemontey, Obras completes,
t. I, pág. 245, Paris, 1840.)
Hagamos justicia a Lemontey: ha expuesto con gran ingenio las
consecuencias perniciosas de la división del trabajo tal como ha llegado a ser
en nuestros días, y el señor Proudhon no ha tenido nada que agregar. Pero ya
que, por culpa del señor Proudhon, nos hemos enzarzado en esta disputa sobre la
prioridad, diremos de pasada que mucho antes de Lemontey y diecisiete años
antes que Adam Smith, discípulo de A. Ferguson, este expuso con nitidez el
punto en cuestión en un capítulo que trata especialmente de la división del
trabajo:
“Podría hasta dudarse de si la capacidad general de una nación crece en
proporción al progreso de la técnica. En muchas artes mecánicas... la finalidad
se logra perfectamente sin el menor concurso de la razón y del sentimiento, y
la ignorancia es la madre de la industria tanto como lo es de la superstición.
La reflexión y la imaginación están sujetas a error, pero el movimiento habitual
del pie o de la mano no depende ni de la una ni de la otra. Por tanto, se
podría decir que, en relación a la manufactura, la perfección consiste en poder
prescindir de la capacidad intelectual, de manera que sin ningún esfuerzo
mental el taller pueda ser considerado como una máquina cuyas partes son seres
humanos... El general puede ser muy hábil en el arte de la guerra, mientras que
todo lo que se requiere del soldado se reduce a la ejecución de unos cuantos
movimientos de los pies o de las manos. El primero puede haber ganado lo que el
segundo había perdido... En un periodo en el que todas las funciones están
separadas, el arte mismo de pensar puede formar un oficio aparte”. (A.
Ferguson, Essai sur l'histoire de la société civile [“Ensayo
sobre la historia de la sociedad civil”], Paris, 1783). [II, 108, 109, 110].)
Para terminar este resumen literario, negamos formalmente que “todos los
economistas hayan atribuido una importancia mucho mayor a las ventajas que a
los inconvenientes de la división del trabajo”. Basta recordar a Sismondi.
Así, pues, en lo que concierne a las ventajas de la división del trabajo,
al señor Proudhon no le quedaba otra cosa que parafrasear más o menos
pomposamente las frases generales que todo el mundo conocía.
Veamos ahora de qué modo hace derivar Proudhon de la división del trabajo
tomada como ley general, como categoría, como idea, los inconvenientes que
le son propios. ¿Cómo es que esta categoría, esta ley implica una distribución
desigual del trabajo en detrimento del sistema igualitario del señor Proudhon?
“En esta hora solemne de la división del trabajo, el viento de las
tempestades comienza a soplar sobre la humanidad. El progreso no se efectúa de
una manera igual y uniforme para todos; ...comienza por comprender a un pequeño
número de privilegiados... Esta parcialidad del progreso con respecto a
determinadas personas es la que ha hecho creer durante largo tiempo en la
desigualdad natural y providencial de condiciones, originado las castas y
constituido jerárquicamente todas las sociedades”. (Proudhon, t. I, pág. 94.)
La división del trabajo ha creado las castas. Ahora bien, las castas
constituyen los inconvenientes de la división del trabajo; por tanto, los
inconvenientes se deben a la división del trabajo. Quod erat demonstrandum[4]. Si
queremos ir más allá y preguntamos qué ha hecho a la división del trabajo crear
las castas, el régimen jerárquico y los privilegios, el señor Proudhon nos
dirá: El progreso. ¿Y que ha dado origen al progreso? La limitación. Limitación
llama el señor Proudhon a la parcialidad del progreso con respecto a
determinadas personas.
Después de la filosofía viene la historia. No es ya ni historia
descriptiva, ni historia dialéctica, sino historia comparada. El señor Proudhon
establece un paralelo entre el actual obrero impresor y el de la Edad Media,
entre el obrero de las fabricas Creusot y el herrero de aldea, entre el hombre
de letras de nuestros días y el hombre de letras medieval, y hace Inclinar la
balanza del lado de los que representan en mayor o menor medida la división del
trabajo establecida o transmitida por la Edad Media. Opone la división del
trabajo de una época histórica a la división del trabajo de otra época
histórica. Era esto lo que el señor Proudhon tenía que demostrar? No. Tenía que
mostrarnos los inconvenientes de la división del trabajo en general, de la
división del trabajo como categoría. Más, ¿para qué detenernos en esta parte de
la obra del señor Proudhon, si un poco más adelante le veremos retractarse
formalmente de todos estos pretendidos argumentos?
“El primer efecto del trabajo parcelario —prosigue el señor Proudhon—,
después de la depravación del alma, es la prolongación de la jornada,
que crece en razón inversa de la suma de fuerzas intelectuales gastadas... Pero
como la duración de la jornada no puede exceder de dieciséis a dieciocho horas,
cuando sea imposible compensar la disminución del gasto de fuerzas
intelectuales con un, aumento del tiempo de trabajo, la compensación se hará a
cuenta del precio del trabajo, y el salario disminuirá… Lo cierto, y lo único
que necesitamos anotar, es que la conciencia universal no mide
por el mismo rasero el trabajo de un contramaestre y el de un peón. Por
consiguiente, es necesario reducir el precio de la jornada, de suerte que el
trabajador, además de la aflicción espiritual del cumplimiento de una función
degradante, tenga que sufrir privaciones físicas a causa de la parquedad de la
remuneración”. [I, 97, 98]
No vamos a detenernos en el valor lógico de estos silogismos, que Kant
llamaría paralogismos que desvían.
He aquí su sustancia:
La división del trabajo reduce al obrero a una función degradante; a esta
función degradante corresponde un alma depravada; a la depravación del alma
corresponde una reducción cada vez mayor del salario. Y al objeto de demostrar
que esta reducción del salario corresponde a un alma depravada, el señor
Proudhon dice, para descargo de conciencia, que tal es la voluntad de la
conciencia universal. ¿Estará incluida el alma del señor Proudhon en la
conciencia universal?
Las máquinas son, para el señor Proudhon, “la antitesis lógica de la
división del trabajo”, y, en apoyo de su dialéctica, comienza por transformar
las máquinas en fábrica.
Después de haber supuesto la fábrica moderna para deducir de la división
del trabajo la miseria, el señor Proudhon supone la miseria engendrada por la
división del trabajo para llegar a la fábrica y para poder presentarla como la
negación dialéctica de esta miseria. Después de haber castigado al trabajador
en el sentido moral con una función degradante y en el sentido
físico con la parquedad del salario; después de haber colocado al obrero en
dependencia del contramaestre y rebajado su trabajo hasta el nivel
del trabajo de un peón, el señor Proudhon vuelve a la fábrica y a
las máquinas para acusarlas de degradar al trabajador,
“dándole un amo”, y, para coronar el envilecimiento del trabajador,
“le hace descender del rango de artesano al de peón”. ¡Hermosa
dialéctica! Y si al menos se detuviera pero no, el necesita una nueva historia
de la división del trabajo, no ya para inferir de ella las contradicciones,
sino para reconstruir la fábrica a su manera. Para llegar a este fin tiene que
olvidar todo cuanto había dicho poco antes sobre la división del trabajo.
El trabajo se organiza y se divide de diferentes modos según sean los
instrumentos de que disponga. El molino movido a brazo supone una división del
trabajo distinta que el molino de vapor. Querer comenzar por división del
trabajo en general, para luego llegar a uno de los instrumentos específicos de
la producción, a las máquinas, significa, pues, burlarse de la historia.
Las máquinas no constituyen una categoría económica, como tampoco el buey
que tira del arado. Las maquinas no son más que una fuerza productiva. La
fábrica moderna, basada en el empleo de las máquinas, es una relación social de
producción, una categoría económica.
Veamos ahora cómo ocurren las cosas en la brillante imaginación del señor
Proudhon.
“En la sociedad, la aparición incesante de nuevas máquinas es la
antitesis, la fórmula inversa de la división del trabajo: es la protesta del
genio industrial contra el trabajo parcelario y homicida. ¿Qué es, en
efecto, una máquina? Una manera de reunir diversas partículas de
trabajo, que la división había separado. Toda máquina puede ser definida
como un conjunto de múltiples operaciones... Por tanto, mediante la máquina se
llevará a efecto la restauración del trabajador... Las máquinas,
por ser en economía política lo contrario de la división del trabajo,
representan la síntesis que en la mente humana se opone al análisis... La
división no hacia más que separar las diversas partes del trabajo, permitiendo
a cada uno ocuparse de la especialidad más acorde con sus inclinaciones: la
fábrica agrupa a los trabajadores según la relación entre cada parte y el
todo..., introduce el principio de autoridad en el trabajo... Pero esto no es
todo; la máquina o la fábrica, después de haber
degradado al trabajador dándole un amo, corona su envilecimiento haciéndole
descender del rango de artesano al de peón... El período que ahora estamos
atravesando, el de las máquinas, se distingue por un rasgo particular, a saber,
el trabajo asalariado. El trabajo asalariado es posterior a la
división del trabajo y al cambio”. [I, 135, 136, 161].
Una simple observación al señor Proudhon. La separación de las diversas
partes del trabajo, que permite a nada uno dedicarse a la especialidad que más
le agrade, separación que, según el señor Proudhon, data desde el comienzo del
mundo, existe solamente en la industria moderna, bajo el régimen de la
competencia.
El señor Proudhon nos ofrece luego una “genealogía” extraordinariamente
“interesante”, para demostrar cómo la fábrica ha nacido de la división del
trabajo, y el trabajo asalariado de la fábrica.
1) Supone un hombre que “observe que, dividiendo la producción en sus
diversas partes y haciendo ejecutar cada una de ellas a un obrero”, se
multiplicarían las fuerzas productivas.
2) Este hombre, “siguiendo el hilo de esta idea, se dice a si mismo que,
formando un grupo permanente de trabajadores escogidos para el fin especial
que se propone, obtendrá una producción más regular, etc.” (I,
161).
3) Este hombre hace una proposición a otros hombres con
el fin de inducirles a aceptar su idea y seguir el hilo de su idea.
4) Este hombre, en los primeros tiempos de la industria, trata de igual
a igual con sus compañeros de taller, que más tarde serán
sus obreros.
5) “Se comprende, desde luego, que esta igualdad primitiva tenía que
desaparecer rápidamente debido a la situación ventajosa del maestro y a la
dependencia del asalariado”. (I, 163).
He aquí una nueva muestra del método histórico y descriptivo del
señor Proudhon.
Veamos ahora, desde el punto de vista histórico y económico, si el
principio de autoridad fue introducido realmente en la sociedad por la fábrica
o la máquina con posterioridad a la división del trabajo; si esto trajo como
consecuencia, por una parte, una rehabilitación del obrero, aunque
sometiéndolo, por otra, a la autoridad; si la máquina es la precomposición del
trabajo dividido, la síntesis del trabajo opuesto a su análisis.
Lo que la sociedad tiene de común con la estructura interna de una fábrica
es que también en ella existe su división del trabajo. Si tomamos como modelo
la división del trabajo en una fábrica moderna, para aplicarla después al
conjunto de la sociedad, veremos que la sociedad mejor organizada para la
producción de riquezas sería incontestablemente la que tuviese un solo
empresario-jefe, que distribuyera el trabajo entre los diversos miembros de la
comunidad según reglas establecidas de antemano. Pero, en realidad, las cosas
ocurren de un modo completamente distinto. Mientras que en el interior de la
fábrica moderna la división del trabajo esta minuciosamente reglamentada por la
autoridad del empresario, la sociedad moderna no posee, Para distribuir el
trabajo, más regla, más autoridad que la libre concurrencia.
Bajo el régimen patriarcal, bajo el régimen de castas, bajo el régimen
feudal y corporativo, existía división del trabajo en la sociedad entera según
reglas fijas ¿Establecía esas reglas un legislador? No. Nacidas primeramente de
las condiciones de la producción material, sólo mucho más tarde fueron erigidas
en leyes. Así, estas diversas formas de división del trabajo pasaron a ser la
base de las distintas formas de organización social. En cuanto a la división
del trabajo dentro del taller, estaba muy poco desarrollada en todas las formas
mencionadas de organización de la sociedad.
Se puede incluso establecer como regla general que, cuanto menos es
presidida por la autoridad la división del trabajo en el seno de la sociedad,
más se desarrolla la división del trabajo en el interior del taller y más se
somete dicha división a la autoridad de una sola persona. Por tanto, con
respecto a la división del trabajo, la autoridad en el taller y la autoridad en
la sociedad están en razón inversa la una de la otra.
Veamos ahora que es la fábrica, en la que las funciones están muy
separadas, donde la tarea de cada obrero se reduce a una operación muy simple y
donde la autoridad, el capital, agrupa y dirige los trabajos. ¿Cómo ha nacido
la fábrica? Para responder a esta pregunta tendríamos que examinar cómo se fue
desarrollando la industria manufacturera propiamente dicha. Me refiero a esa
industria que no es aún la industria moderna, con sus máquinas, pero que
tampoco es ya ni la industria de los artesanos de la Edad Media, ni la industria
doméstica. No entraremos en grandes detalles: expondremos algunos puntos
sumarios, para demostrar que con fórmulas no se puede escribir la historia.
Una condición de las más indispensables para la formación de la industria
manufacturera fue la acumulación de capitales, facilitada por el descubrimiento
de América y la importación de sus metates preciosos.
Está suficientemente demostrado que el aumento de los medios de cambio
trajo como consecuencia, por un lado, la desvalorización de los salarios y de
la renta de la tierra y, por otro, el crecimiento de los beneficios
industriales. En otros términos: a medida que decaían la clase de los
propietarios territoriales y la clase de los trabajadores, los señores feudales
y el pueblo, se elevaba la clase de los capitalistas, la burguesía.
Hubo además otras circunstancias que contribuyeron simultáneamente al
desarrollo de la industria manufacturera: aumento de las mercancías puestas en
circulación desde que el comercio penetró en las Indias Orientales a través del
cabo de Buena Esperanza, el régimen colonial y el desarrollo del comercio
marítimo.
Otro punto que no ha sido aun debidamente apreciado en la historia de la
industria manufacturera, es el licenciamiento de los numerosos séquitos de los
señores feudales, a consecuencia de lo cual elementos subalternos de estos
séquitos se convirtieron en vagabundos antes de entrar en los talleres. La
creación del taller manufacturero fue precedida de un vagabundeo casi universal
en los siglos XV y XVI. El taller encontró además un poderoso apoyo en el gran
número de campesinos que afluyeron a las ciudades durante siglos enteros, al
ser expulsados continuamente del campo debido a la transformación de las
tierras de cultivo en pastizales y a los progresos de la agricultura, que
hacían necesario un menor número de brazos para el laboreo del suelo.
La ampliación del mercado, la acumulación de capitales, los cambios
operados en la posición social de las clases, la aparición de numerosas gentes
privadas de sus fuentes de ingresos: tales son las condiciones históricas para
la formación de la manufactura. La congregación de los trabajadores en el
taller manufacturero no fue, como afirma el señor Proudhon, obra de pactos
amistosos entre iguales. La manufactura no nació en el seno de los antiguos
gremios. Es el comerciante quien se transforme en el jefe del taller moderno, y
no el antiguo maestro de los gremios. Casi por doquier se libre una lucha
encarnizada entre la manufactura y los oficios artesanos.
La acumulación y la concentración de los instrumentos y de los
trabajadores precedió al desarrollo de la división del trabajo en el seno del
taller. El rasgo distintivo de la manufactura era más bien la reunión de muchos
trabajadores y de muchos trabajadores en un solo lugar, en un mismo local, bajo
el mando de un capital, y no la fragmentación del trabajo y la adaptación de
los obreros operaciones muy simples.
La utilidad de un taller manufacturero consistía no tanto en la división
del trabajo propiamente dicha, como en la circunstancia de que la producci5n se
llevaba a cabo en mayor escala, se reducían muchos gastos accesorios, etc. A
fines del .siglo XVI y comienzos del XVII, la manufactura holandesa apenas
conocía la división del trabajo.
El desarrollo de la división del trabajo supone la reunión de los
trabajadores en un taller. Ni en el siglo XVI ni en el siglo XVII encontramos
un solo ejemplo de un desarrollo tal de las diversas ramas de un mismo oficio,
que bastara reunirlas en un solo lugar para obtener un taller manufacturero
completamente preparado. Pero una vez reunidos en un solo lugar los hombres y
los instrumentos, la división del trabajo existente en el régimen gremial se
reproducía y se reflejaba necesariamente en el interior del taller.
Para el señor Proudhon, que ve las cosas al revés, cuando las ve, la
división del trabajo tal como la entiende Adam Smith precede al taller
manufacturero, siendo así que, en realidad, el taller es una condición
necesaria para la existencia de la división del trabajo.
Las máquinas propiamente dichas datan de fines del siglo
XVIII. Nada más absurdo que ver en las máquinas la antitesis de
la división del trabajo, la síntesis que restablece la unidad
en el trabajo fragmentado.
La máquina es un conjunto de instrumentos de trabajo, y no una
combinación de trabajos para el propio obrero.
“Cuando, por la división del trabajo, cada operación particular ha sido
reducida al empleo de un instrumento simple, la reunión de todos estos
instrumentos, puestos en acción por un solo motor, constituye una máquina.”
(Babbage, Traité sur l'Economie des machines, etc. [“Tratado sobre
la Economía de las máquinas”, etc.], París. 1833.)
Útiles simples, acumulación de útiles, útiles compuestos, puesta en
acción de un útil compuesto por un solo motor: por las manos del hombre; puesta
en acción de estos instrumentos por las fuerzas naturales; máquina; sistema de
máquinas con un solo motor; sistema de máquinas con un motor automático: este
es el curso de desarrollo de las máquinas.
La concentración de los instrumentos de producción y la división del
trabajo son tan inseparables la una de la otra como, en la edema política, la
concentración de los poderes públicos y la división de los intereses privados.
En Inglaterra, con la concentración de las tierras, instrumentos del trabajo
agrícola, tenemos también la división del trabajo agrícola y la aplicación de
la maquinaria al laboreo de la tierra. En Francia, donde los instrumentos de
trabajo agrícola están dispersos, donde predomina el sistema parcelario, no tenemos
en general ni división del trabajo agrícola ni aplicación de las máquinas al
cultivo de la tierra.
A juicio del señor Proudhon, concentración de los instrumentos de trabajo
es la negación de la división del trabajo. En realidad, una vez más vemos todo
lo contrario. A medida que se desarrolla la concentración de los instrumentos,
se desarrolla también la división del trabajo, y viceversa. Por eso, todo gran
invento en la mecánica es seguido de una mayor división del trabajo, y todo
desarrollo de la división del trabajo conduce, a su vez, a nuevas inventos en
el dominio de la mecánica.
No es necesario recordar que los grandes progresos de división del
trabajo comenzaron en Inglaterra después de la invención de las máquinas. Así,
los tejedores y los hiladores eran en su mayoría campesinos como los que aún
encontramos los países atrasados. La invención de las máquinas acabó de separar
la industria manufacturera del trabajo agrícola. El tejedor y el hilador,
reunidos antes en una sola familia, fueron separados por la máquina. Gracias a
la máquina, el hilador puede habitar en Inglaterra mientras el tejedor se
encuentra en las Indias Orientales. Antes de la invención de las máquinas, la
industria de un país se desenvolvía principalmente a base de las materias primas
que eran producto de su propio suelo: Así, Inglaterra elaboraba la lana,
Alemania el lino, Francia la seda y el lino, las Indias Orientales y Levante,
el algodón, etc. Gracias a la aplicación de las máquinas y del vapor, la
división del trabajo alcancó tales proporciones que la gran industria,
desligada del suelo nacional, dependía únicamente del mercado mundial, del
comercio internacional y de la división internacional del trabajo. Por Ultimo,
la máquina ejerce una influencia tal sobre la división del trabajo que, desde
que en la fabricación de un artículo cualquiera se ha encontrado el medio de
preparar con procedimientos mecánicos tal o cual parte del mismo, la
fabricación se divide al instante en dos ramas independientes la una de la
otra.
¿Hace falta hablar del fin providencial y filantrópico
descubierto por el señor Proudhon en la invención y el empleo inicial de las
máquinas?
Cuando el mercado adquiría en Inglaterra un desarrollo tal que el trabajo
manual no podía ya satisfacer la demanda, se sintió la necesidad de máquinas.
Entonces se empezó a pensar en la aplicación de la ciencia mecánica, que en el
siglo XVIII ya estaba plenamente formada.
La aparición de la fábrica fue acompañada de actos que eran todo menos
filantrópicos. Los niños eran retenidos en el trabajo a golpes de látigo; se
les hacía objeto de tráfico, y para conseguir mano de obra infantil se
ajustaban contratos con los orfanatos. Fueron abolidas todas las leyes
relativas al aprendizaje de los obreros, porque, para decirlo con una expresión
del señor Proudhon, ya no había necesidad de obreros sintéticos.
Por último, a partir de 1825, casi todas las nuevas invenciones fueron el
resultado de colisiones entre obreros y patronos, que trataban a toda costa de
depreciar la especialidad de los obreros. Después de cada nueva huelga de
alguna importancia surgía una nueva máquina. El obrero hasta tal punto no veía
en el empleo de las máquinas una especie de rehabilitación, de restauración,
como dice el señor Proudhon, que en el siglo XVIII opuso resistencia durante
largo tiempo al imperio naciente de los mecanismos automáticos.
“Wyatt —dice el doctor Ure— había descubierto los bastidores de hilar (la
serie de cilindros acanalados) mucho antes que Arkwright. ... Pero la
dificultad principal no consistía tanto en la invención de un mecanismo
automático... La dificultad estribaba sobre todo en la disciplina necesaria
para hacer que los operarios renunciasen a sus hábitos irregulares dentro del
trabajo y para identificarles con la regularidad invariable del gran autómata.
Inventar y poner en vigor un código de disciplina fabril ajustado a las
necesidades y a la celeridad del sistema mecánico: he aquí una empresa digna de
Hércules, he aquí la noble obra de Arkwright”. [I, 21-22, 23].
En suma, la introducción de las máquinas acentuó la división del trabajo
en el seno de la sociedad, simplificó la tarea del obrero en el interior del
taller, aumentó la concentración del capital y desarticuló aún más al hombre.
Cuando el señor Proudhon quiere ser economista y abandonar por un
instante “la evolución en la serie del entendimiento”, toma su erudición de A.
Smith, que escribió sus obras cuando la fábrica no hacía más que nacer. En
efecto, ¡qué diferencia entre la división del trabajo existente en tiempos de
Adam Smith y la que vemos en la fábrica moderna! Para comprenderla bien,
bastará citar algunos pasajes de la Filosofía de la fábrica del
doctor Ure.
“Cuando A. Smith escribió su obra inmortal sobre los elementos de
economía política, apenas era conocido el sistema de la industria mecánica. En
la división del trabajo veía con razón el gran principio del perfeccionamiento
de la manufactura; con el ejemplo de la fabricación de alfileres demostró que
un obrero, perfeccionándose mediante la ejecución de una misma operación, se
torna más expeditivo y menos costoso. En cada rama de manufactura vio que,
según este principio, ciertas operaciones, como la de cortar alambre de latón
en partes iguales, resultaban mucho más fáciles, y que otras, como la de moldear
y fijar la cabeza de un alfiler, eran relativamente más difíciles; de aquí
dedujo que lo natural sería adaptar a un obrero a cada una de estas operaciones
y que su salario correspondiese a su habilidad. Esta adaptación es
la esencia de la división del trabajo. Pero lo que podía servir de ejemplo útil
en los tiempos del doctor Smith, hoy no haría sino inducir al público a error
en cuanto al principio real de la industria fabril. En efecto, la distribución
o, mejor dicho, la adaptación de los trabajos a las diferentes capacidades
individuales no entra apenas en el plan de acción de la fábrica: por el
contrario, en todos aquellos casos en que una operación exige gran habilidad y
una mano segura, el brazo del obrero, demasiado hábil y propenso con frecuencia
a irregularidades de toda clase, es reemplazado por un mecanismo especial, tan
perfectamente regulado que basta un niño para vigilarlo.
El principio del sistema fabril consiste, pues, en sustituir la mano de
obra por la máquina y en reemplazar la división del trabajo entre los diversos
operarios por la descomposición del proceso en sus partes integrantes. En el
sistema de operaciones manuales, el trabajo humano era ordinariamente el
elemento más dispendioso de cualquier producto; en el sistema de trabajo mecanizado,
la pericia del artífice se ve suplida cada día más por simples auxiliares de
las máquinas.
La debilidad de la naturaleza humana es tal que, cuanto más hábil sea el
obrero, se vuelve más voluntarioso e intratable y, por lo mismo, menos idóneo
resulta para un sistema mecánico a cuyo conjunto pueden inferir considerable
daño sus salidas caprichosas. Por consiguiente, el gran fin del fabricante
actual consiste, combinando la ciencia con sus capitales, en reducir las
funciones de sus obreros a poner en juego su vigilancia y su destreza,
facultades que se perfeccionan bien en la juventud, si son concentradas en
un solo objeto.
En el sistema de gradaciones del trabajo se requieren muchos años de
aprendizaje antes de que el ojo y la mano sean lo bastante expertos para
efectuar ciertas operaciones mecánicas muy difíciles; pero en el sistema que
descompone los procesos en sus partes integrantes, y que hace que todas las
partes sean ejecutadas por una máquina automática, se puede confiar estas
partes elementales a un operario dotado de una capacidad ordinaria, después de
haberlo sometido a una corta prueba; en caso de necesidad se le puede hacer
pasar de una máquina a otra, a voluntad del que dirige los trabajos. Tales
cambios están en oposición abierta con la vieja rutina que divide el trabajo y
que asigna a un obrero la tarea de moldear la cabeza de un alfiler y a otro la
de aguzarle la punta, trabajo cuya fastidiosa uniformidad les enerva... Pero
bajo el dominio del principio de la igualación, es decir, en el
sistema fabril, las facultades del obrero son sometidas solamente a un
ejercicio agradable, etc... Como sus obligaciones se circunscriben a vigilar el
trabajo de un mecanismo bien regulado, se puede imponer en ellas en poco
tiempo: y cuando pasa de una máquina a otra, introduce variedad en su tarea y
desarrolla sus ideas al reflexionar en las combinaciones generales que resultan
de su trabajo y del de sus compañeros. Por eso, en el régimen de distribución
igual de trabajos no se puede dar, en circunstancias ordinarias, esa
coerción de las facultades, esa estrechez de horizontes y ese freno del
desarrollo físico del obrero que no sin razón son atribuidos a la división del
trabajo.
La finalidad constante y la tendencia de todo perfeccionamiento del
mecanismo es, en efecto, prescindir por completo del trabajo del hombre o
disminuir su precio, sustituyendo el trabajo de obreros varones y adultos con
el de mujeres y niños, o el de obreros diestros con el de obreros sin
calificar... Esta tendencia a no emplear más que niños de ojos vivaces y dedos
ágiles en lugar de operarios de larga experiencia demuestra que nuestros
fabricantes instruidos han desechado, al fin, el dogma escolástico de la
división del trabajo según los diferentes grados de habilidad”. (Andre Ure, Philosophie
des manufactures ou Economie industrielle [“Filosofía de la fábrica o
Economía industrial”], t. I, cap. I [págs. 34-35].)
Lo que caracteriza la división del trabajo en el seno de la sociedad es
que engendra las especialidades, las distintas profesiones, y con ellas el
idiotismo del oficio.
“Nos causa admiración —dice Lemontey— ver que entre los antiguos un mismo
personaje era a la vez, en grado eminente, filósofo, poeta, orador,
historiador, sacerdote, gobernante y caudillo militar. El espíritu se sobrecoge
ante un campo de acción tan vasto. Cada uno planta su cercado y se encierra en
el ignoro si por efecto de este fraccionamiento, se agranda el campo de acción,
pero sé muy bien que el hombre se achica”.
Lo que caracteriza la división del trabajo en el taller mecánico es que
el trabajo pierde dentro de él todo carácter de especialidad. Pero, en cuanto
cesa todo desarrollo especial, comienza a dejarse sentir el afán de
universalidad, la tendencia a un desarrollo integral del individuo. El taller
mecánico suprime las profesiones aisladas y el idiotismo del oficio.
El señor Proudhon, por no haber comprendido ni tan siquiera este solo
aspecto revolucionario del taller mecánico, da un paso atrás y propone al
obrero que no se limite a hacer la doceava parte de un alfiler, sino que
prepare sucesivamente las doce partes. El obrero alcanzaría así un conocimiento
pleno y profundo del alfiler. En esto consiste el trabajo sintético del señor
Proudhon. Nadie negará que dar un paso adelante y otro atrás es igualmente
hacer un movimiento sintético.
En resumen, el señor Proudhon no ha ido más allá del ideal del pequeño
burgués. Y para realizar este ideal, no concibe nada mejor que reducirnos a la
condición de compañeros de taller o, todo lo más, de maestros artesanos de la
Edad Media. Basta, dice en un lugar de su libro, haber creado una sola vez en
la vida una obra maestra, haberse sentido una sola vez hombre. ¿No es esto,
tanto por la forma como por el fondo, la obra maestra exigida por los gremios artesanales
de la Edad Media?
Lado bueno de la competencia:
“La competencia es tan esencial para el trabajo como la división de
éste... Es necesaria para el advenimiento de la igualdad”. [I, 186,
188]
Lado malo de la competencia:
“Su principio se niega a sí mismo. Su efecto más seguro es hundir a los
que se dejen arrastrar por ella”. [I, 185]
Reflexión general:
“Los inconvenientes que acarrea la competencia, lo mismo
que el bien que proporciona…, emanan lógicamente del principio”. [I, 185-186]
Problema a resolver:
“Encontrar el principio conciliador que debe arrancar de
una ley superior a la libertad misma”. [I, 185]
Variante:
“No se trata, pues, destruir la competencia, cosa tan imposible como
destruirla libertad; se trata de encontrar para ella el equilibrio, y yo diría
de buena gana: la policía. [I, 185]
Proudhon comienza defendiendo la necesidad eterna de la competencia
contra los que quieren reemplazarla por la emulación[5].
No hay “emulación sin un fin”. Y así como “el objeto de toda pasión es
necesariamente análogo a la pasión misma: una mujer para el amante, el poder
para el ambicioso, el oro para el avaro, una corona para el poeta, de la misma
manera el objeto de la emulación industrial es necesariamente la ganancia. La
emulación no es otra cosa que la competencia misma”. [I, 187]
La competencia es la emulación con fines de ganancia. La emulación
industrial ¿es necesariamente la emulación con miras al beneficio, es decir, la
concurrencia? El señor Proudhon lo demuestra con una simple afirmación. Ya
hemos visto que, para él, afirmar es demostrar, lo mismo que suponer es negar.
Si el objeto inmediato de la pasión del amante es la mujer, el objeto
inmediato de la emulación industrial es el producto y no el beneficio.
La competencia no es la emulación industrial, es la emulación comercial.
En nuestro tiempo, la emulación industrial no existe sino con fines
comerciales. Hay inclusive fases en la vida económica de los pueblos modernos
en las que todo el mundo esta poseído de una especie de fiebre por obtener
ganancias sin producir. Esta fiebre de la especulación, que sobreviene
periódicamente, pone al desnudo el verdadero carácter de la competencia, que
tiende a evitar la necesidad de la emulación industrial.
Si hubierais dicho a un artesano del siglo XVI que serían abolidos los
privilegios y toda la organización feudal de la industria para sustituirlos por
la emulación industrial, denominada competencia, os habría respondido que los
privilegios de las diversas corporaciones, cofradías y gremios son la
competencia organizada. Eso mismo dice el señor Proudhon al afirmar que “la
emulación no es otra cosa que la competencia”.
“Ordenad que a partir del 1° de enero de 1847 sean garantizados a todo el
mundo el trabajo y el salario: inmediatamente, a la tensión impetuosa de la
industria sucederá un inmenso estancamiento”.
En lugar de una suposición, de una afirmación y de una negación tenemos
ahora una ordenanza que el señor Proudhon dicta expresamente para demostrar la
necesidad de la competencia, su eternidad como categoría, etc.
Si nos imaginamos que para salir de la competencia no hacen falta más que
ordenanzas, jamás se saldrá de ella. Y llevar las cosas hasta proponer la
abolición de la competencia manteniendo el salario, equivale a proponer un
despropósito por decreto real. Pero los pueblos no proceden en virtud de
decretos reales. Antes de recurrir a tales ordenanzas, los pueblos tienen que
haber cambiado al menos de arriba abajo sus condiciones de existencia
industrial y política, y por consiguiente toda su manera de ser.
El señor Proudhon responderá, con su aplomo imperturbable, que ésta es la
hipótesis “de una transformación de nuestra naturaleza sin precedentes en la
historia” y que él tendría derecho a “dejarnos al margen de la
discusión”, no se sabe en virtud de qué ordenanza.
El señor Proudhon ignora que toda la historia no es otra cosa que una
transformación continúa de la naturaleza humana.
“Atengámonos a los hechos. La revolución francesa fue hecha tanto en
nombre de la libertad industrial como de la libertad política; y aunque la
Francia de 1789 —digámoslo en alto— no comprendía todas las consecuencias del principio
cuya aplicación reclamaba, no se engañó ni en sus deseos ni en sus esperanzas.
Quien trate de negarlo perderá para mí todo derecho a la crítica: yo no
disputaré jamás con un adversario que admita en principio el error espontáneo
de veinticinco millones de personas... Si la competencia no era un principio de
la economía social, un decreto del destino, una necesidad del alma
humana, ¿por qué en lugar de abolir las corporaciones,
cofradías y gremios, no se prefirió corregirlas?” [I, 191, 192]
Por tanto, como los franceses del siglo XVIII abolieron las
corporaciones, cofradías y gremios en lugar de modificarlos, los franceses del
siglo XIX deben modificar la competencia en vez de suprimirla. Como la
competencia fue establecida en la Francia del siglo XVIII a consecuencia de
necesidades históricas, esta competencia no debe ser destruida en el siglo XIX
a causa de otras necesidades históricas. No comprendiendo que el
establecimiento de la competencia estaba vinculado con el desarrollo real de
los hombres del siglo XVIII, el señor Proudhon convierte la competencia en una
necesidad del alma humana, IN PARTIBUS INFIDELIUM[6]. Tratando del siglo XVII, ¿en qué habría
convertido al gran Colbert?
Después de la revolución viene el estado de cosas actual. El señor
Proudhon aduce igualmente de él hechos para probar la eternidad de la
competencia, demostrando que todas las ramas de la producción en las que esta
categoría no se halla aún bastante desarrollada, como, por ejemplo, la
agricultura, se encuentran en estado de atraso y decadencia.
Decir que algunas ramas de la producción no se han desarrollado aún hasta
llegar a la competencia, y que otras no han alcanzado todavía el nivel de la
producción burguesa, es pura palabrería que no prueba en lo más mínimo la
eternidad de la competencia.
Toda la lógica del señor Proudhon se resume en esto: La competencia es
una relación social en la que desarrollamos actualmente nuestras fuerzas productivas.
Esta verdad no va acompañada de un razonamiento lógico, sino de formulaciones
frecuentemente muy altisonantes, diciendo que la competencia es la emulación
industrial, el modo actual de ser libre, la responsabilidad en el trabajo, la
constitución del valor, una condición para el advenimiento de la igualdad, un
principio de la economía social, un decreto del destino, una necesidad del alma
humana, una inspiración de la justicia eterna, la libertad en la división, la
división en la libertad, una categoría económica.
“La competencia y la asociación se apoyan la una en la otra.
Lejos de excluirse, no son ni siquiera divergentes. La competencia presupone
necesariamente un fin común. Por consiguiente, la competencia no es el egoísmo y
el error más deplorable del socialismo consiste en haberla concebido como un
trastorno de la sociedad”. [I, 223]
La competencia presupone un fin común, y esto prueba, de un lado, que la
competencia es la asociación, y, de otro, que la competencia no es el egoísmo.
¿Y acaso el egoísmo no presupone un fin común? Todo egoísmo obra en la sociedad
y por medio de la sociedad. Presupone, por tanto, la sociedad, es decir, fines
comunes, necesidades comunes, medios de producción comunes, etc., etc. ¿Es,
pues, casual que la competencia y la asociación de qué hablan los socialistas
no sean ni siquiera divergentes?
Los socialistas saben muy bien que la sociedad actual se basa en la
competencia. ¿Cómo podían ellos reprochara la competencia el trastornar la
sociedad actual que ellos mismos quieren abolir? ¿Y cómo podían reprochar a la
competencia el trastornar la sociedad del porvenir, en la que ellos ven, por el
contrario, la supresión de la competencia?
El señor Proudhon dice más adelante que la competencia es lo
contrario del monopolio y, que, por consiguiente, no puede ser lo
contrario de la asociación.
El feudalismo era, desde sus orígenes, opuesto a la monarquía patriarcal;
por tanto, no era opuesto a la competencia, que aún no existía. ¿Se deduce de
aquí que la competencia no es opuesta al feudalismo?
En realidad, los vocablos sociedad y asociación son
denominaciones que se pueden dar a todas las sociedades, lo mismo a la sociedad
feudal que a la burguesa, que es la asociación fundada en la competencia. ¿Cómo
puede haber socialistas que crean posible impugnar la competencia con la sola
palabra asociación? ¿Y cómo puede el señor Proudhon querer defender
la competencia contra el socialismo, designándola con el solo nombre de asociación?
Todo lo que acabamos de decir se refiere al lado bueno de la competencia,
tal como la entiende el señor Proudhon. Pasemos ahora al lado malo, es decir,
al lado negativo de la concurrencia, a sus inconvenientes, a lo que tiene de
destructivo, de funesto, de pernicioso.
El cuadro que nos dibuja el señor Proudhon es lúgubre en extremo.
La concurrencia engendra la miseria, fomenta la guerra civil, “cambia las
condiciones naturales de las zonas terrestres”, mezcla las nacionalidades,
perturba las familias, corrompe la conciencia pública, “trastorna las nociones
de equidad, de justicia”, de moral, y, lo que es peor, destruye el comercio
honrado y libre y no da en compensación ni siquiera el valor sintético,
el precio fijo y honesto. La competencia decepciona a todo el mundo, incluso a
los economistas. Lleva las cosas hasta a .destruirse a sí misma.
Después de todo lo que el señor Proudhon dice de malo, ¿puede haber, para
las relaciones de la sociedad burguesa, para sus principios y sus ilusiones, un
elemento más disolvente y más destructivo que la competencia?
Observemos que la competencia es cada vez más destructiva para las
relaciones burguesas, a medida que suscita una creación febril de nuevas
fuerzas productivas, es decir, las condiciones materiales de una nueva
sociedad. En este sentido, al menos, el lado malo de la competencia podría
contener en sí algo bueno.
“Considerada desde el punto de vista de su origen, la competencia, como
estado o fase económica, es el resultado necesario... de la teoría de la
reducción del coste general de producción”. [I, 235]
Para el señor Proudhon, la circulación de la sangre debe ser una
consecuencia de la teoría de Harvey.
“El monopolio es el resultado fatal de la competencia,
que lo engendra por una negación incesante de sí misma. Este origen del
monopolio implica ya su justificación... El monopolio es la oposición natural
de la competencia..., pero, como la competencia es necesaria, implica la idea
del monopolio, ya que el monopolio es como el asiento de cada individualidad
competidora”. [I, 236, 237]
Nos alegramos con el señor Proudhon de que haya podido al menos una vez
aplicar bien su fórmula de la tesis y la antítesis. Todo el mundo sabe que el
monopolio moderno es engendrado por la competencia.
En cuanto al contenido, el señor Proudhon se atiene a imágenes poéticas.
La competencia hacía “de cada subdivisión del trabajo como una región soberana
en la que cada individuo manifestaba su fuerza y su independencia”. El
monopolio es “el asiento de cada individualidad competidora”. “Región soberana”
suena al menos tan bien como “asiento”.
El señor Proudhon no habla más que del monopolio moderno engendrado por
la competencia. Pero todos sabemos que la competencia ha sido engendrada por el
monopolio feudal. Así, pues, primitivamente la competencia ha sido lo contrario
del monopolio, y no el monopolio lo contrario de la competencia. Por tanto, el
monopolio moderno no es una simple antítesis, sino que, por el contrario, es la
verdadera síntesis.
Tesis: El monopolio feudal anterior
a la competencia.
Antítesis: La competencia.
Síntesis: El monopolio moderno, que es
la negación del monopolio feudal por cuanto presupone el régimen de la
competencia, y la negación de la competencia por cuanto es monopolio.
Así, pues, el monopolio moderno, el monopolio burgués, es el monopolio
sintético, la negación de la negación, la unidad de los contrarios. Es el
monopolio en estado puro, normal, racional. El señor Proudhon entra en
contradicción con su propia filosofía al concebir el monopolio burgués como el
monopolio en estado tosco, simplista, contradictorio, espasmódico.
El señor Rossi, al que el señor Proudhon cita reiteradamente a propósito del
monopolio, ha comprendido mejor, por lo visto, el carácter sintético del
monopolio burgués. En su Curso de Economía política establece
la distinción entre monopolios artificiales y monopolios naturales. Los
monopolios feudales, dice, son artificiales, es decir, arbitrarios; los
monopolios burgueses son naturales, es decir, racionales.
El monopolio es una buena cosa, razona el señor Proudhon, porque es una
categoría económica, una emanación “de la razón impersonal de la humanidad”. La
competencia es también una buena cosa, porque a su vez es una categoría
económica. Pero lo que no es bueno es la realidad del monopolio y la realidad
de la competencia. Y lo peor es que la competencia y el monopolio se devoran
mutuamente. ¿Qué hacer? Buscar la síntesis de estas dos ideas eternas,
arrancarla del seno de Dios, donde está depositada desde tiempos inmemoriales.
En la vida práctica encontramos no solamente la competencia, el monopolio
y el antagonismo entre la una y el otro, sino también su síntesis, que no es
una fórmula, sino un movimiento. El monopolio engendra la competencia, la
competencia engendra el monopolio. Los monopolistas compiten entre sí, los
competidores pasan a ser monopolistas. Si los monopolistas restringen la
competencia entre ellos por medio de asociaciones parciales, se acentúa la
competencia entre los obreros; y cuanto más crece la masa de proletarios con
respecto a los monopolistas de una nación, más desenfrenada es la competencia
entre los monopolistas de diferentes naciones. La síntesis consiste en que el
monopolio no puede mantenerse sino librando continuamente la lucha de la
competencia.
Para deducir dialécticamente los impuestos que siguen al
monopolio, el señor Proudhon nos habla del genio social que,
después de haber seguido intrépidamente su ruta en zigzag, “después
de haber marchado a paso seguro, sin arrepentirse y sin detenerse, cuando llega
a la esquina del monopolio lanza una melancólica mirada atrás y, luego de una
profunda reflexión, grava con impuestos todos los artículos de la producción y
crea toda una organización administrativa a fin de que todos los empleos sean
concedidos al proletariado y pagados por los monopolistas”. [I, 284, 285]
¿Qué decir de este genio que, en ayunas, se pasea en zigzag? ¿Y qué decir
de este paseo, que no tiene otro fin que agobiar a los burgueses a fuerza de
impuestos, siendo así que los impuestos sirven precisamente para proporcionar a
los burgueses el ,medio de mantenerse como clase dominante?
Para dar al lector una idea de la manera como el señor Proudhon expone
los detalles económicos, bastará decir que, según él, el impuesto sobre
el consumo fue establecido con fines de igualdad y para ayudar al
proletariado.
El impuesto sobre el consumo no ha alcanzado su verdadero desarrollo sino
después del advenimiento de la burguesía. En manos del capital industrial, es
decir, de la riqueza sobria y económica que se mantiene, se reproduce y se
agranda por la explotación directa del trabajo, el puesto sobre el consumo era
un medio de explotar la riqueza frívola, alegre y pródiga de los grandes
señores que no hacían más que consumir. James Steuart ha expuesto muy bien esta
finalidad primitiva del impuesto sobre el consumo en sus Recherches des
príncipes de l'Economie politique [“Investigaciones sobre los
principios de Economía política”], obra publicada diez años antes de aparecer
el libro de A. Smith.
“En la monarquía pura —dice—, los soberanos ven, por decirlo así, con
cierta envidia el crecimiento de las riquezas y por eso cargan de impuestos a
los que se enriquecen: impuestos sobre la producción. Bajo un gobierno
constitucional, los impuestos recaen principalmente sobre los pobres: impuestos
sobre el consumo. Así, los monarcas establecen un gravamen sobre la
industria... Por ejemplo, la capitación y el tributo repartido por cabezas a
los plebeyos son proporcionales a la riqueza supuesta de los contribuyentes. A
cada uno se le imponen las tributaciones en proporción al beneficio que se
supone va a obtener. Bajo las formas constitucionales de gobierno, los
impuestos gravan ordinariamente el consumo. A cada uno se le asignan las cargas
fiscales con arreglo a la magnitud de sus gastos”. [II, 190-191]
En cuanto a la sucesión lógica de los impuestos, del
balance comercial y del crédito —en la mente del señor Proudhon—, señalaremos
únicamente que la burguesía inglesa, que estableció bajo Guillermo de Orange su
régimen político, creó inmediatamente un nuevo sistema tributario, el crédito
público y el sistema de aranceles protectores, en cuanto tuvo la posibilidad de
desarrollar libremente sus condiciones de existencia.
Estas breves observaciones bastarán para dar al lector una justa idea de
las elucubraciones del señor Proudhon sobre la policía o los impuestos, el
balance comercial, el crédito, el comunismo y la población. Apostamos a que aún
la crítica más indulgente será incapaz de abordar seriamente los capítulos
dedicados a estas cuestiones.
En cada
época histórica la propiedad se ha desarrollado de modo distinto y bajo una
serie de relaciones sociales totalmente diferentes. Por
tanto, definir la propiedad burguesa no
es otra cosa que exponer todas las relaciones sociales de la producción
burguesa.
Querer concebir la propiedad como una relación independiente, una
categoría aparte y una idea abstracta y eterna, no es más que una ilusión
metafísica o jurídica.
Aunque el señor Proudhon hace como que habla de la propiedad en general,
no trata más que de la propiedad del suelo, de la renta de
la tierra.
“EL origen de la renta, como el de la propiedad, es, por decirlo así,
extraeconómico: descansa en consideraciones sicológicas y morales, sólo
remotamente relacionadas con la producción de la riqueza”. (T. II, pág. 265).
Por tanto, el señor Proudhon
reconoce su incapacidad de comprender el origen económico de la renta y de la
propiedad. Confiesa que esta incapacidad le obliga a recurrir a
consideraciones sicológicas y morales, que, estando en efecto remotamente
relacionadas con la producción de la riqueza, guardan, en cambio, una conexión
muy estrecha con la exigüidad de sus horizontes históricos. El señor Proudhon
afirma que el origen de la propiedad tiene algo de místico y
de misterioso. Ahora bien, ver misterio en el origen de la
propiedad, es decir, transformar en Misterio la relación entre la producción
misma y la distribución de los instrumentos de producción, ¿no equivale acaso,
hablando con el lenguaje del señor Proudhon, a renunciar a toda pretensión en
ciencia económica?
El señor Proudhon
“se limita a recordar que en la séptima época de la evolución
económica —el crédito—, cuando la realidad fue desvanecida por la
ficción y la actividad humana se vio amenazada por el peligro de perderse en el
vacío, se hizo necesario vincular al hombre con lazos más fuertes a la
naturaleza: la renta fue el precio de este nuevo contrato”. (T. II, pág.
269.)
El hombre de los cuarenta escudos presintió
la aparición de un Proudhon. “Sea hecha vuestra voluntad, señor Creador: cada
uno es dueño en su mundo, pero jamás me haréis creer que el mundo en que
habitamos sea de cristal”. En vuestro mundo, donde el crédito era un medio
para perderse en el vacío, es muy posible que la propiedad fuese
necesaria para vincular al hombre a la naturaleza. Pero en el mundo
de la producción real, en el que la propiedad del suelo precedió siempre al
crédito, no podía existir el horror vacui[7] del
señor Proudhon.
Una vez admitida la existencia de la renta, cualquiera que sea su origen,
ésta se debate contradictoriamente entre el arrendatario y el propietario del
suelo. ¿Cuál es el resultado final del debate? En otros términos, ¿cuál es la
cuota media de la renta? He aquí lo que dice el señor Proudhon:
“La teoría de Ricardo responde a esta cuestión. En los comienzos de la
sociedad, cuando el hombre, nuevo sobre la tierra, no tenía ante sí más que la
inmensidad de los bosques, cuando la tierra era mucha y la industria sólo se
hallaba en germen, la renta debía equivaler a cero. La tierra, no cultivada aún
por el hombre, era un objeto de utilidad; no era un valor de cambio: era común,
pero no social. Poco a poco, a consecuencia de la multiplicación de las
familias y del progreso de la agricultura, la tierra comenzó a adquirir precio.
El trabajo dio al suelo su valor, y de ahí nació la renta. Cuantos más frutos
podía proporcionar un campo con la misma cantidad de trabajo, tanto mayor era
la evaluación de la tierra; por eso los propietarios tendían siempre a
atribuirse la totalidad de los frutos del suelo, descontado el salario del
arrendatario, es decir, descontado el coste de producción. Por tanto, la
propiedad arrebata en seguida al trabajo todos los frutos que quedan después de
los gastos reales de producción. Mientras que el propietario cumple un deber
místico y representa con relación al colono la comunidad, el arrendatario no
es, en los designios de la Providencia, más que un trabajador responsable, que
debe dar cuenta a la sociedad de todo lo que obtiene por encima de su salario
legítimo... Por su esencia y su destino la renta es, consiguientemente, un
instrumento de justicia distributiva, uno de los mil medios de que se vale el
genio económico para llegar a la igualdad. Es un inmenso catastro formado desde
puntos de vista opuestos por los propietarios y los arrendatarios, sin solución
posible, en aras de un fin superior, y cuyo resultado definitivo debe consistir
en igualar la posesión de la tierra entre los explotadores del suelo y los
industriales... Era precisa esta fuerza mágica de la propiedad para arrancar al
colono el excedente del producto, que él no puede por menos de considerar suyo,
creyendo ser su autor exclusivo. La renta, o, mejor dicho, la propiedad del
suelo, ha destruido el egoísmo agrícola y creado una solidaridad que no habría
podido ser engendrada por fuerza alguna, por ningún reparto de tierras... En el
presente, obtenido el efecto moral de la propiedad, queda por hacer la
distribución de la renta”. [II, 270-272]
Todo este estruendo verbal se reduce ante todo a lo siguiente: Ricardo
dice que la medida de la renta se determina por el remanente que queda después
de deducir del precio de los productos agrícolas el coste de su producción,
incluyendo las ganancias e intereses usuales del capital. El señor Proudhon
procede mejor: hace intervenir al propietario, como un Deus ex machina[8], que
arranca al colono todo el remanente que queda después de deducir de su producto
el coste de producción. Se sirve de la intervención del propietario para
explicar la propiedad y de la intervención del arrendador para explicar la renta.
Responde al problema planteando el mismo problema y aumentando una sílaba[9].
Observemos además que, determinando la renta por la diferencia de
fecundidad de la tierra, el señor Proudhon le asigna un nuevo origen, puesto
que la tierra, antes de ser evaluada por los diferentes grados de fertilidad,
“no era”, según él, “un valor de cambio: era común”. ¿A dónde ha ido a parar,
pues, la ficción proudhoniana de la renta, engendrada por la necesidad de
reintegrar a la tierra al hombre que iba a perderse en
lo infinito del vacío?
Libremos ahora a la doctrina de Ricardo de las frases providenciales,
alegóricas y místicas en las que el señor Proudhon la ha envuelto con tanto
celo.
La renta, en el sentido de Ricardo, es la propiedad del suelo en su
modalidad burguesa: es decir, la propiedad feudal sometida a las condiciones de
la producción burguesa.
Hemos visto que, según la doctrina de Ricardo, el precio de todos los
objetos es determinado en última instancia por el coste de producción, incluido
el beneficio industrial; en otros términos, por el tiempo de trabajo empleado.
En la industria, el precio del producto obtenido por el mínimo de trabajo
determina el precio de todas las demás mercancías de la misma especie, ya que
los instrumentos de producción menos costosos y más productivos se pueden
multiplicar hasta el infinito, y la libre concurrencia crea necesariamente un
precio de mercado, es decir, un precio común para todos los productos de la
misma especie.
En la agricultura, por el contrario, es el precio del producto obtenido
mediante el empleo de la mayor cantidad de trabajo el que determina el precio
de todos los productos de la misma especie. En primer lugar, en la agricultura
no se puede multiplicar a voluntad, como en la industria, los instrumentos de
producción del mismo grado de productividad, es decir, los terrenos de idéntica
fecundidad. Además, a medida que la población aumenta, se ponen en explotación
tierras de calidad inferior o se procede a nuevas inversiones de capital en los
mismos terrenos, proporcionalmente amenos productivas que las primeras
inversiones. En uno y otro caso se hace uso de una mayor cantidad de trabajo
para obtener un producto proporcionalmente menor. Como las necesidades de la
población han hecho preciso este aumento de trabajo, el producto de un terreno
de explotación más costosa encuentra indefectiblemente mercado, lo mismo que el
producto de un terreno de explotación más barata. Y como la competencia nivela
los precios de mercado, los productos del mejor terreno serán vendidos tan
caros como los del terreno de calidad inferior. Este remanente que queda
después de deducir del precio de los productos del mejor terreno el coste de su
producción es el que constituye la renta. Si se pudiese disponer siempre de
terrenos del mismo grado de fertilidad; si en la agricultura se pudiese, como
en la industria, recurrir constantemente a máquinas menos costosas y de mayor
rendimiento, o si las consecutivas inversiones de capital en la tierra
produjesen tanto como las primeras, entonces el precio de los productos
agrícolas sería determinado por el precio de las mercancías producidas por los
mejores instrumentos de producción, como lo hemos visto en lo que atañe a los
precios de los artículos industriales. Pero entonces desaparecería la renta.
Para que la doctrina de Ricardo sea en general exacta[10], es
preciso que los capitales puedan ser invertidos libremente en las diferentes
ramas de la producción; que una competencia fuertemente desarrollada entre los
capitalistas reduzca las ganancias a un mismo nivel; que el arrendatario no sea
otra cosa que un capitalista industrial que demande para su capital invertido
en terrenos de calidad inferior[11] unas ganancias iguales a las que obtendría
de su capital en cualquier rama de la industria; que la explotación de la
tierra sea sometida al régimen de la gran producción, y que, por último, el
propietario de tierras aspire a obtener exclusivamente ingresos monetarios.
Se puede dar el caso, como en Irlanda, de que no exista aún la renta de
la tierra, aunque el arrendamiento se haya desarrollado en extremo. Como la
renta es un remanente no sólo del salario, sino también del beneficio
industrial, no puede existir donde, como en Irlanda, los ingresos del
propietario no son más que un simple descuento del salario.
Así, pues, la renta, lejos de convertir al usufructuario de la tierra, al
arrendatario, en un simple trabajador y de “arrancar al colono
el excedente del producto, que él no puede por menos de considerar suyo”, pone
ante el propietario del suelo —en lugar del esclavo, del siervo, del campesino
censatario y del asalariado— al capitalista industrial. Una vez que la
propiedad del suelo se constituye en manantial de renta, el propietario recibe
sólo el remanente que queda después de deducir el coste de producción,
determinado no sólo por el salario, sino también por el beneficio industrial.
Es, pues, al propietario del suelo a quien la renta arranca una parte de sus
ingresos[12]. Pasó
mucho tiempo antes de que el arrendatario feudal fuese reemplazado por el
capitalista industrial. En Alemania, por ejemplo, esta transformación no
comenzó sino en el último tercio del siglo XVIII. Sólo en Inglaterra han
alcanzado pleno desarrollo estas relaciones entre el capitalista industrial y
el propietario del suelo.
Mientras existía tan sólo el colono del señor Proudhon,
no había renta. Pero desde que existe la renta, el colono no es ya el
arrendatario, sino el obrero, el colono del arrendatario. El menoscabo del
trabajador, reducido al papel de simple obrero, jornalero, asalariado, que
trabaja para el capitalista industrial; la aparición del capitalista
industrial, que explota la tierra como una fábrica cualquiera, la
transformación del propietario del suelo de pequeño soberano en usurero vulgar:
he aquí las diferentes relaciones expresadas por la renta.
La renta, en el sentido de Ricardo, es la agricultura patriarcal
transformada en empresa comercial, el capital industrial aplicado a la tierra,
la burguesía de las ciudades trasplantada al campo. La renta, en lugar de atar
al hombre a la naturaleza, no ha hecho más que atar la explotación de la
tierra a la competencia. Una vez constituida en manantial de renta, la
propiedad misma del suelo es ya el resultado de la competencia,
puesto que desde entonces depende del valor mercantil de los productos
agrícolas. Como renta, la propiedad del suelo pierde su inmovilidad y pasa a
ser objeto de comercio. La renta no es posible sino desde que el desarrollo de
la industria de las ciudades y la organización social que resulta de este
desarrollo obligan al propietario del suelo a aspirar exclusivamente a la
ganancia comercial, a obtener ingresos monetarios de la venta de sus productos
agrícolas, a no ver en su propiedad territorial más que una máquina de acuñar
moneda. La renta ha apartado hasta tal punto al propietario territorial del
suelo, de la naturaleza, que ni siquiera tiene necesidad de conocer sus fincas,
como podemos verlo en Inglaterra. En cuanto al arrendatario, al capitalista
industrial y al obrero agrícola, no están más vinculados a la tierra que
explotan que el empresario y el obrero de una manufactura al algodón o a la
lana que elaboran; se ven vinculados únicamente por el precio de su hacienda,
por el ingreso monetario. De ahí las jeremiadas de los partidos reaccionarios,
que ansían la vuelta al feudalismo, a la buena vida patriarcal, a las
costumbres sencillas y a las grandes virtudes de nuestros abuelos. El
sometimiento del suelo a las mismas leyes que regulan todas las otras
industrias es y será siempre objeto de lamentos interesados. Se puede decir,
pues, que la renta representó la fuerza motriz que lanzó el idilio al
movimiento de la historia.
Ricardo,
después de haber supuesto la producción burguesa como condición necesaria de la
existencia de la renta, aplica, sin embargo, su concepto de la renta a la
propiedad territorial de todas las épocas y de todos los países. Esta es la
obcecación de todos los economistas, que presentan las relaciones de la
producción burguesa como categorías eternas.
Del fin providencial que atribuye a la renta —transformación del colono
en trabajador responsable—, el señor Proudhon pasa la distribución
igualitaria de la renta.
Acabamos de ver que la renta se forma como resultado del precio
igual de los productos de terrenos de desigual fertilidad,
de manera que un hectolitro de trigo que ha costado 10 francos es vendido a 20
francos si el coste de producción se eleva, para un terreno de calidad
inferior, a 20 francos.
Mientras la necesidad obliga a comprar todos los productos agrícolas
llevados al mercado, el precio de mercado se determina por los gastos de
producción más costosos.
Esta nivelación de precios, resultante de la competencia y no de la
¡diferente fertilidad de los terrenos, es la que proporciona al propietario del
mejor terreno una renta de 10 francos por cada hectolitro de trigo que vende su
arrendatario.
Supongamos por un instante que el precio del trigo sea determinado por el
tiempo de trabajo necesario para producirlo; entonces el hectolitro de trigo
obtenido en el mejor terreno se venderá a 10 francos, en tanto que el
hectolitro de trigo obtenido en el terreno de calidad inferior costará 20
francos. Admitido esto, el precio medio de mercado será de 15 francos, mientras
que, según la ley de la competencia, es de 20 francos. Si el precio medio fuese
de 15 francos, no podría haber distribución alguna, ni igualitaria ni de
ninguna otra especie, porque no habría renta. La renta no existe sino porque el
hectolitro de trigo que cuesta al productor 10 francos se vende a 20 francos.
El señor Proudhon supone la igualdad de precios de mercado siendo desigual el
coste de producción, para llegar a la repartición igualitaria del producto de
la desigualdad.
Comprendemos que economistas tales como Mill, Cherbuliez, Hilditch y
otros hayan demandado que el Estado se apropie la renta a fin de sustituir con
ella los impuestos. Era la expresión franca del odio que el capitalista
industrial siente hacia el propietario del suelo, el cual es a sus ojos inútil
y superfluo en el conjunto de la producción burguesa.
Pero hacer pagar primero el hectolitro de trigo a 20 francos para luego
verificar una distribución general de los 10 francos que se han sacado de más a
los consumidores, es más que suficiente para que el genio social prosiga melancólicamente
su camino en zigzag y dé con la cabeza en la primera esquina.
La renta se convierte, bajo la pluma del señor Proudhon, “en un
inmenso catastro formado desde puntos de vista opuestos por
los propietarios y los arrendatarios... en aras de un fin superior, y cuyo
resultado definitivo debe consistir en igualar la posesión de la tierra entre
los explotadores del suelo y los industriales” [II, 271]
Sólo en las condiciones de la sociedad actual puede tener valor práctico
un catastro formado por la renta.
Ahora bien, hemos demostrado que el canon pagado por el arrendatario al
propietario de la tierra expresa con mayor o menor exactitud la renta
únicamente en los países más avanzados en el sentido industrial y comercial. Y
aun entonces en el precio del arriendo se incluye frecuentemente el interés
abonado al propietario por el capital invertido en la tierra. El emplazamiento
de los terrenos, la proximidad de las ciudades y otras muchas circunstancias
influyen sobre el precio en que se arrienda una heredad y modifican la renta.
Estas razones incontrovertibles bastarían para demostrar la inexactitud de un
catastro basado sobre la renta.
Por otra parte, la renta no puede servir de índice constante del grado de
fertilidad de un terreno, pues la aplicación moderna de la química cambia
constantemente la naturaleza del terreno, y los conocimientos geológicos
comienzan precisamente en nuestros días a trastocar toda la vieja valoración de
la fertilidad relativa: hace sólo unos veinte años que se comenzó a roturar
vastos terrenos en los condados orientales de Inglaterra, terrenos que hasta
entonces habían permanecido incultos porque no se conocían bien las relaciones
entre el humus y la composición de la capa inferior.
Así, pues, la historia, lejos de dar en la renta un catastro formado, no
hace sino cambiar y trastocar totalmente los catastros ya formados.
Por último, la fertilidad no es una cualidad tan natural como podría
creerse: está íntimamente vinculada a las relaciones sociales modernas. Una
tierra puede ser muy fértil dedicada al cultivo del trigo y, sin embargo, los
precios del mercado pueden impulsar al agricultor a transformarla en pradera
artificial y a hacerla, por tanto, infecunda.
El señor Proudhon ha inventado su catastro, que no tiene ni siquiera (el
valor del catastro ordinario, únicamente para encarnar en él el fin
providencialmente igualitario de la renta.
“La renta —continúa el señor Proudhon— es el interés pagado por un capital
que jamás desaparece, a saber, por la tierra. Y como este capital no puede
experimentar aumento alguno en cuanto a la materia, y sí sólo un mejoramiento
indefinido en cuanto al uso, de aquí se deduce que, mientras el interés o el
beneficio del préstamo (mutuum) tiende a disminuir sin cesar por
efecto de la abundancia de capitales, la renta tiende a aumentar constantemente
gracias al perfeccionamiento de la industria, el cual lleva a mejorar el
laboreo de la tierra... Tal es, en esencia, la renta”. (T. II, pág. 265:)
Esta vez, el señor Proudhon ve en la renta todos los síntomas del
interés, con la sola diferencia de que la renta proviene de un capital de
naturaleza específica. Este capital es la tierra, capital eterno, “que no puede
experimentar aumento alguno en cuanto a la materia, y sí sólo un mejoramiento
indefinido en cuanto al uso”. En la marcha progresiva de la civilización, el
interés tiene una tendencia continua a la baja, mientras que la renta tiende
continuamente al alza. El interés baja a causa de la abundancia de capitales;
la renta sube a causa de los perfeccionamientos introducidos en la industria,
consecuencia de los cuales son los métodos cada vez mejores de laboreo del
suelo.
Tal es, en esencia, la opinión del señor Proudhon.
Examinemos, ante todo, hasta qué punto es justo decir que la renta
constituye el interés de un capital.
Para el propietario del suelo, la renta representa el interés del capital
que le ha costado la tierra o que podría obtener si la vendiese. Pero,
comprando o vendiendo la tierra, no compra o vende más que la renta. El precio
que paga para adquirir la renta se regula según el tipo del interés en general
y no tiene nada de común con la naturaleza misma de la renta. El interés de los
capitales invertidos en la tierra es, en general, inferior al interés de los
capitales colocados en la industria o el comercio. Por tanto, si no se hace una
distinción entre la renta misma y el interés que la tierra reporta al
propietario, resultará que el interés de la tierra capital disminuye aún más
que el interés de los otros capitales. Pero de lo que se trata no es del precio
de compra o de venta de la renta, del valor mercantil de la renta, de la renta
capitalizada, sino de la renta misma.
El precio del arriendo puede implicar, además de la renta propiamente
dicha, el interés del capital incorporado a la tierra. En tal caso, el
propietario recibe esta parte del arrendamiento no como propietario, sino como
capitalista; pero ésta no es la renta propiamente dicha, de la que vamos a
hablar.
La tierra, mientras no es explotada como medio de producción, no
representa un capital. La cantidad de tierra capital puede aumentar como los
demás instrumentos de producción. No se añade nada a la materia, hablando con
el lenguaje del señor Proudhon, pero se multiplica la cantidad de tierras que
sirven de instrumento de producción. Con sólo invertir nuevos capitales en
tierras ya transformadas en medios de producción, se aumenta la tierra capital
sin añadir nada a la tierra materia, es decir, a la superficie de tierra. Por
tierra materia el señor Proudhon entiende la tierra con sus límites propios. En
cuanto a la eternidad que atribuye a la tierra, no tenemos nada en contra de
que se le asigne esta virtud como materia. La tierra capital no es más eterna que
cualquier otro capital.
El oro y la plata, que reportan interés, son tan duraderos y eternos como
la tierra. Si el precio del oro y de la plata baja, en tanto que el de la
tierra sube, esto no se debe de ningún modo a que la tierra sea de naturaleza
más o menos eterna.
La tierra capital es un capital fijo, pero el capital fijo se desgasta lo
mismo que los capitales circulantes. Las mejoras aportadas a la tierra
necesitan ser reproducidas y que se realicen gastos para mantenerlas en buen
estado; sólo duran cierto tiempo, y esto es lo que tienen de común con todas
las demás mejoras hechas para transformar la materia en medio de producción. Si
la tierra capital fuese eterna, ciertos terrenos presentarían un aspecto muy
distinto al que ofrecen en nuestros días y veríamos la Campaña de Roma, Sicilia
y Palestina en todo el esplendor de su antigua prosperidad.
Hay incluso casos en que la tierra capital podría desaparecer aun
manteniéndose las mejoras hechas en ella.
En primer lugar, esto ocurre cada vez que la renta propiamente dicha
desaparece por la competencia de nuevos terrenos más fértiles; en segundo
lugar, las mejoras que podían tener valor en cierta época, lo pierden en el
momento en que pasan a ser universales por el desarrollo de la agronomía.
El representante de la tierra capital no es el propietario del suelo,
sino el arrendatario. Los ingresos provenientes de la tierra como capital son
el interés y el beneficio industrial, y no la renta. Hay tierras que reportan
este interés y este beneficio y que no reportan renta.
En resumen, la tierra, en tanto en cuanto proporciona interés, es tierra
capital, y, como tierra capital, no da renta, no constituye la propiedad del
suelo. La renta es un resultado de las relaciones sociales en las que se lleva
a cabo la explotación de la tierra. No puede ser resultado de la naturaleza más
o menos sólida, más o menos duradera de la tierra. La renta debe su origen a la
sociedad y no al suelo.
Según el señor Proudhon, “la mejora del laboreo de la tierra”
—consecuencia “del perfeccionamiento de la industria”— es causa del alza
continua de la renta. Lo contrario es lo cierto: esta mejora la hace descender
periódicamente.
¿En qué consiste, en general, toda mejora, ya sea en la agricultura o en
la industria? En producir más con el mismo trabajo, en producir tanto e incluso
más con menos trabajo. Gracias a estas mejoras, el arrendatario no tiene
necesidad de emplear una mayor cantidad de trabajo para obtener un producto
proporcionalmente menor. Entonces no necesita recurrir al laboreo de tierras de
calidad inferior, y las sucesivas inversiones de capital en un mismo terreno
siguen siendo igualmente productivas. Por tanto, estas mejoras, lejos de elevar
continuamente la renta, como dice el señor Proudhon, son, por el contrario,
otros tantos obstáculos temporales que se oponen a su alza.
Los propietarios ingleses del siglo XVII comprendían tan bien esta
verdad, que se opusieron a los progresos de la agricultura por temor a ver
disminuir sus ingresos. (Véase Petty, economista inglés de los tiempos de
Carlos II).
“Todo movimiento de alza de los salarios no puede tener otro efecto que
un alza del trigo, del vino, etc., es decir, un aumento de la carestía. Porque
¿qué es el salario? Es el precio de coste del trigo, etc.; es el precio íntegro
de todas las cosas. Vamos más lejos aún: el salario es la proporcionalidad de
los elementos que componen la riqueza y que son consumidos cada día por la masa
de los trabajadores con el fin de llevar a cabo la reproducción. Ahora bien,
duplicar los salarios... equivaldría a entregar a cada uno de los productores
una parte mayor que su producto, lo cual representa una contradicción; y si el
alza no afectase más que a un pequeño número de ramas de producción,
equivaldría a provocar una perturbación general en los cambios, en una palabra,
un aumento de la carestía... Yo afirmo que las huelgas seguidas de
un aumento de los salarios no pueden por menos de suscitar una elevación
general de precios: esto es tan cierto como dos y dos son cuatro”.
(Proudhon, t. 1, págs. 110 y 111.)
Negamos todas estas aserciones, excepto la de que dos y dos son cuatro.
En primer lugar, no puede haber elevación general de precios.
Si el precio de todas las cosas se duplica al mismo tiempo que el salario, no
habrá cambio alguno en los precios; lo único que cambia son los términos.
En segundo lugar, un alza general de salarios no puede jamás producir un
encarecimiento más o menos general de las mercancías. En efecto, si todas las
ramas de la producción empleasen el mismo número de obreros en relación con el
capital fijo o con los instrumentos de trabajo de que se sirven, un alza
general de salarios produciría un descenso general de las ganancias y el precio
corriente de las mercancías no sufriría alteración alguna.
Pero como la relación entre el trabajo manual y el capital fijo no es la
misma en las diferentes ramas de producción, todas las ramas que emplean una
masa relativamente mayor de capital fijo y menos obreros se verán forzadas tarde
o temprano a bajar el precio de sus mercancías. En caso contrario, si el precio
de sus mercancías no bajase, sus beneficios se elevarían por encima de la cuota
común de ganancia. Las máquinas no reciben salario. Por tanto, el alza general
de salarios afectaría en menor medida a las ramas que, en comparación con las
demás, emplean más máquinas y menos obreros. Pero la elevación de tales o
cuales ganancias por encima de la cuota ordinaria sería sólo pasajera, ya que
la competencia tiende siempre a nivelar los beneficios. Así, pues, aparte de
algunas oscilaciones, un alza general de los salarios traería consigo, no una
elevación general de los precios, como dice el señor Proudhon, sino un descenso
parcial, es decir, una disminución del precio corriente de las mercancías que
se fabrican principalmente con la ayuda de máquinas.
El alza y la baja de la ganancia y de los salarios no expresan sino la
proporción en que los capitalistas y los trabajadores participan en el producto
de una jornada de trabajo, sin influir en la mayoría de los casos en el precio
del producto. Pero ideas como la de que “las huelgas seguidas de un aumento de
salarios suscitan una elevación general de los precios, un aumento de la
carestía”, no pueden nacer más que en el cerebro de un poeta incomprendido.
En Inglaterra las huelgas han servido constantemente de motivo para
inventar y aplicar nuevas máquinas. Las máquinas eran, por decirlo así, el arma
que empleaban los capitalistas para sofocar la rebeldía de los obreros
calificados. La invención más grande de la industria moderna —el self-acting
mule— puso fuera de combate a los hilanderos sublevados. Aun cuando las
coaliciones y las huelgas tuviesen como único resultado que el pensamiento
innovador en el terreno de la mecánica dirigiera contra ella sus esfuerzos, aun
en ese caso las coaliciones y las huelgas ejercerían una influencia inmensa
sobre el desarrollo de la industria.
“En un artículo publicado por el señor León Faucher... en septiembre de
1845 —continúa el señor Proudhon— leo que desde hace algún tiempo los obreros
ingleses han perdido el hábito de las coaliciones, lo que constituye
ciertamente un progreso del que no se puede por menos de felicitarles; pero que
esta mejora de la moral de los obreros es sobre todo una consecuencia de su
instrucción económica. “Los salarios no dependen de los fabricantes —exclamó en
un mitin de Bolton un obrero hilandero—. En los períodos de depresión los
patronos no son, por decirlo así, más que el látigo en manos de la necesidad y,
quiéranlo o no, deben asestar golpes. El principio regulador es la relación
entre la oferta y la demanda, y los patronos carecen de poder a este
respecto”... Enhorabuena —dice el señor Proudhon—, he aquí unos obreros bien
amaestrados, unos obreros modelo, etc., etc., etc. Sólo le faltaba a Inglaterra
esta desdicha; pero no pasará el estrecho”. (Proudhon, t. I, págs. 261 y 262.)
De todas las ciudades inglesas, en Bolton es donde más desarrollado está
el radicalismo. Los obreros de Bolton son conocidos como los revolucionarios
más extremados. Durante la gran agitación que tuvo lugar en Inglaterra en pro
de la abolición de las leyes cerealistas, los fabricantes ingleses no creyeron
poder hacer frente a los, propietarios de tierras sino poniendo por delante a
los obreros. Pero como los intereses de los obreros no eran menos opuestos a
los de los fabricantes que los intereses de los fabricantes a los de los
propietarios de tierras, era natural que los fabricantes saliesen malparados en
los mítines obreros. ¿Qué hicieron los fabricantes? Para cubrir las apariencias
organizaron mítines en los que tomaban parte principalmente contramaestres, un
pequeño número de obreros que les eran afectos y amigos del comercio propiamente
dichos. Luego, cuando los verdaderos obreros intentaron, como ocurrió en Bolton
y Mánchester, participar en los mítines para protestar contra estos actos
públicos artificiales, se les prohibió la entrada so pretexto de que eran ticket-meeting.
Este nombre se da a los mítines en los que sólo se admite a quienes van provistos
de billete de entrada. Pero en los carteles fijados en las paredes se había
anunciado que los mítines eran públicos. Cada vez que se celebraban estos
mítines, los periódicos de los fabricantes publicaban reseñas pomposas y
detalladas de los discursos pronunciados en ellos. Ni que decir tiene que eran
los contramaestres quienes pronunciaban esos discursos. Los periódicos
londinenses los reproducían al pie de la letra. El señor Proudhon ha tenido la
desgracia de tomar a los contramaestres como obreros ordinarios y les ha
prohibido terminantemente pasar el estrecho.
Si en 1844 y en 1845 se oyó hablar menos de huelgas que en años
anteriores, se debió a que 1844 y 1845 fueron los dos primeros años de
prosperidad que conoció la industria inglesa después de 1837. Sin embargo,
ninguna de las tradeuniones fue disuelta.
Oigamos ahora a los contramaestres de Bolton. Según ellos, los
fabricantes no ejercen poder sobre el salario, porque no depende de ellos el
precio del producto; y no depende de ellos el precio del producto porque no
ejercen poder sobre el mercado mundial. Por esta razón daban a entender que no
era preciso organizar coaliciones para arrancar a los patronos aumentos de
salarios. El señor Proudhon, por el contrario, prohíbe las coaliciones por temor
a que susciten un alza de salarios y una elevación general de la carestía. No
hace falta decir que sobre un punto existe un entendimiento cordial entre los
contramaestres y el señor Proudhon: en que un alza de salarios equivale a un
alza en los precios de los productos.
Pero ¿es en realidad el temor de un aumento de la carestía lo que suscita
la inquina del señor Proudhon? No. Se enoja con los contramaestres de Bolton
simplemente porque éstos determinan el valor por la oferta y la demanda y les
tienen sin cuidado el valor constituido, el valor que ha llegado al estado de
constitución, la constitución del valor, comprendidas la permutabilidad
permanente y todas las otras proporcionalidades de relaciones y relaciones
de proporcionalidad, flanqueadas por la Providencia.
“La huelga de los obreros es ilegal, y esto lo dice no solamente
el Código penal, sino el sistema económico, la necesidad del orden
establecido... Que cada obrero individualmente tenga libertad de disponer de su
persona y de sus brazos, se puede tolerar; pero que los obreros recurran
mediante las coaliciones a la violencia contra el monopolio, es cosa que la
sociedad no puede permitir”. (T. I, págs. 334 y 335.)
El señor Proudhon pretende hacer pasar un artículo del Código penal por
un resultado necesario y general de las relaciones de producción burguesas.
En Inglaterra las coaliciones son autorizadas por un acto del Parlamento,
y es el sistema económico el que ha obligado al Parlamento a dar esta sanción
legal. En 1825, cuando, siendo ministro Huskisson, el Parlamento modificó la
legislación para ponerla más a tono con un estado de cosas resultante de la
libre concurrencia, tuvo que abolir necesariamente todas las leyes que
prohibían las coaliciones de los obreros. Cuanto más se desarrollan la industria
moderna y la competencia, más son los elementos que suscitan la aparición de
las coaliciones y favorecen su actividad, y cuando las coaliciones pasan a ser
un hecho económico, más firme cada día, no pueden tardar en convertirse en un
hecho legal.
Así, pues, el artículo del Código penal demuestra todo lo más que la
industria moderna y la competencia no estaban aún suficientemente desarrolladas
en tiempos de la Asamblea Constituyente y bajo el Imperio.
Los economistas y los socialistas[13] están
de acuerdo en un solo punto: en condenar las coaliciones. Sólo que
motivan de diferente modo su condena.
Los economistas dicen a los obreros: No os unáis en coaliciones.
Uniéndoos, entorpecéis la marcha regular de la industria, impedís que los
fabricantes cumplan los pedidos, perturbáis el comercio y precipitáis la
introducción de las máquinas, que, haciendo inútil en parte vuestro trabajo, os
obligan a aceptar un salario todavía más bajo.
Por lo demás, vuestros esfuerzos son estériles. Vuestro salario será
determinado siempre por la relación entre la demanda de mano de obra y su
oferta; alzarse contra las leyes eternas de la economía política es tan
ridículo como peligroso.
Los socialistas dicen a los obreros: No os unáis en coaliciones, porque,
en fin de cuentas, ¿qué saldríais ganando? ¿Un aumento de salarios? Los
economistas os demostrarán hasta la evidencia que los pocos céntimos que
podríais ganar por unos momentos en caso de éxito, serían seguidos de un
descenso del salario para siempre. Expertos calculadores os demostrarán que
serían precisos muchos años para que el aumento de los salarios pudiese
compensar aunque sólo fuera los gastos necesarios para organizar y mantener las
coaliciones. Y nosotros, como socialistas, os diremos que, independientemente
de esta cuestión de dinero, con las coaliciones no dejaréis de ser obreros, y
los patronos serán siempre patronos, como lo eran antes. Por tanto, nada de
coaliciones, nada de política, pues organizar coaliciones ¿no significa acaso
hacer política?
Los
economistas quieren que los obreros permanezcan en la sociedad
tal como está constituida y tal como ellos la describen y la refrendan en sus
manuales.
Los
socialistas quieren que los obreros dejen en paz a la vieja
sociedad para poder entrar mejor en la sociedad nueva que ellos les tienen
preparada con tanta previsión.
Pese a unos y a otros, pese a los manuales y a las utopías, las
coaliciones no han cesado un instante de progresar y crecer con el desarrollo y
el incremento de la industria moderna. En la actualidad se puede decir que el
grado a que han llegado las coaliciones en un país indica exactamente el lugar
que ocupa en la jerarquía del mercado mundial. En Inglaterra, donde la industria
ha alcanzado el más alto grado de desarrollo, existen las coaliciones más
vastas y mejor organizadas,
En Inglaterra los obreros no se han limitado a coaliciones parciales, sin
otro fin que una huelga pasajera y que desaparecen al cesar esta. Se han
formado coaliciones permanentes, tradeuniones que sirven a los
obreros de baluarte en sus luchas contra los patronos. Actualmente todas
estas tradeuniones locales están agrupadas en laNational
Association of United Trades, cuyo Comité central reside en Londres y que
cuenta ya con 80.000 miembros. La organización de estas huelgas, coaliciones y
tradeuniones se desenvuelve simultáneamente con las luchas políticas de los
obreros, que constituyen hoy un gran partido político, bajo el nombre de cartistas.
Los primeros intentos de los trabajadores para asociarse han adoptado
siempre la forma de coaliciones.
La gran industria concentra en un mismo sitio a una masa de personas que
no se conocen entre sí. La competencia divide sus intereses. Pero la defensa
del salario, este interés común a todos ellos frente a su patrono, los une en
una idea común de resistencia: la coalición. Por tanto, la
coalición persigue siempre una doble finalidad: acabar con la competencia entre
los obreros para poder hacer una competencia general a los capitalistas. Si el
primer fin de la resistencia se reducía a la defensa del salario, después, a
medida que los capitalistas se asocian a su vez movidos par la idea de la
represión, las coaliciones, en un principio aisladas, forman grupos, y la
defensa por los obreros de sus asociaciones frente al capital, siempre unido,
acaba siendo para ellos más necesario que la defensa del salario. Hasta tal
punto esto es cierto, que los economistas ingleses no salían de su asombro al
ver que los obreros sacrificaban una buena parte del salario en favor de
asociaciones que, a juicio de estos economistas, se habían fundado
exclusivamente para luchar en pro del salario. En esta lucha —verdadera guerra civil— se van uniendo y
desarrollando todos los elementos para la batalla futura. Al llegar a este
punto, la coalición toma carácter político.
Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la
población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta
masa una situación común, intereses comunes. Así, pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún
no es una clase para sí. En la lucha, de la que no hemos señalado más
que algunas fases, esta masa se une, se constituye como clase para sí. Los
intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de
clase contra clase es una lucha política.
En la historia de la burguesía debemos diferenciar dos fases: en la primera
se constituye como clase bajo el régimen del feudalismo y de la monarquía
absoluta; en la segunda, la burguesía
constituida ya como clase, derroca el feudalismo y la monarquía, para
transformar la vieja sociedad en una sociedad burguesa. La primera de estas
fases fue más prolongada y requieren mayores esfuerzos. También la burguesía
comenzó su lucha con coaliciones parciales contra los señores feudales.
Se han hecho no pocos estudios para presentar las diferentes fases
históricas recorridas por la burguesía, desde la comunidad urbana autónoma
hasta su constitución como clase.
Pero cuando se trata de darse cuenta exacta de las huelgas, de las
coaliciones y de otras formas en las que los proletarios efectúan ante nuestros
ojos su organización como clase, los unos son presa de verdadero espanto y los
otros hacen alarde de un desdén trascendental.
La existencia de una clase oprimida es la condición vital de toda
sociedad fundada en el antagonismo de clases. La emancipación de la clase
oprimida implica, pues, necesariamente la creación de una sociedad nueva. Para
que la clase oprimida pueda liberarse, es preciso que las fuerzas productivas
ya adquiridas y las relaciones sociales vigentes no puedan seguir existiendo
unas al lado de otras. De todos los instrumentos de producción, la fuerza
productiva más grande es la propia clase revolucionaria. La organización de los
elementos revolucionarios como clase supone la existencia de todas las fuerzas
productivas que podían engendrarse en el seno de la vieja sociedad.
¿Quiere esto decir que después del derrocamiento de la vieja sociedad
sobrevendrá una nueva dominación de clase, traducida en un nuevo poder
político? No.
La condición de la emancipación de la clase obrera es la abolición de
todas las clases, del mismo modo que la condición de la emancipación del tercer
estado, del orden burgués, fue la abolición de todos los estados[14] y
de todos los órdenes.
En el transcurso de su desarrollo, la clase obrera sustituirá la antigua
sociedad civil por una asociación que excluya a las clases y su antagonismo; y
no existirá ya un poder político propiamente dicho, pues el poder político es
precisamente la expresión oficial del antagonismo de clase dentro de la
sociedad civil.
Mientras tanto, el antagonismo entre el proletariado y la burguesía es la
lucha de una clase contra otra clase, lucha que, llevada a su más alta
expresión, implica una revolución total. Por cierto, puede causar extrañeza que
una sociedad basada en la oposición de las clases llegue, como
último desenlace, a la contradicción brutal, a un choque
cuerpo a cuerpo?
No digáis que el movimiento social excluye el movimiento político. No hay
jamás movimiento político que, al mismo tiempo, no sea social.
Sólo en un orden de cosas en el que ya no existan clases y antagonismo de
clases, las evoluciones sociales dejaran de ser revoluciones políticas. Hasta
que ese momento llegue, en vísperas de toda reorganización general de la
sociedad, la última palabra de la ciencia social será siempre:
“Luchar o morir; la lucha sangrienta o la nada. Es el dilema inexorable”.
Jorge Sand
Jorge Sand
______________________
[1] Para 1847 esto era completamente justo. A la
sazón, el comercio de los Estados Unidos con el resto del mundo se
circunscribía principalmente a la importación de inmigrantes y de artículos de
la industria y a la exportación de algodón y tabaco, es decir, de productos del
trabajo de los esclavos del Sur. Los Estados septentrionales producían más que
nada trigo y carne para los Estados en que subsistía la esclavitud. La
abolición de esta sólo fue posible cuando el Norte comenzó a producir trigo y
carne para la exportación, a la vez que se convertía en un país industrial,
mientras que el monopolio algodonero de Norteamérica tropezaba con una fuerte
competencia de la India, Egipto, el Brasil, etc. Y aun entonces, una
consecuencia de la supresión de la esclavitud fue la ruina del Sur, que no pudo
sustituir la esclavitud abierta de los negros por la esclavitud embozada de los
coolies indios y chinos. (Nota de F. Engels a la edición alemana de 1885.)
[2] En el ejemplar regalado a N. Utina figura esta
acotación: “de la clase trabajadora”. (N. de la Red.)
[6] Fuera de la realidad (literalmente, “en los
países ocupados por los infieles”: dícese del obispo católico cuyo título es
puramente honorífico). (N. de la Red.)
[8] Literalmente: “un dios [bajado] por medio de
una máquina” (en el teatro de la antigüedad los actores que representaban a los
dioses bajaban al escenario valiéndose de una máquina”; en sentido figurado,
esta expresión designa la aparición súbita de un personaje que salva la
situación. (N. de la Red.)
[9] La propriété (propiedad) se
explica por la intervención del propriétaire (propietario), y la rente (renta)
por la intervención del rentier (el que recibe la renta). (N.
de la Red.)
[10] En el ejemplar regalado por Marx a N. Utina,
el comienzo de esta frase fue modificado así: “Para que la doctrina de Ricardo,
de aceptar sus postulados, sea en general exacta, es preciso además”. (N. de
la Red.)
[11] En el ejemplar regalado a N. Utina, las
palabras “en terrenos de calidad inferior” fueron sustituidas por las palabras:
“en la tierra”. (N. de la Red.)
[12] En la edición alemana de 1885, estas dos
últimas frases fueron omitidas, y en lugar de ellas, a las palabras que las
precedían: “al capitalista industrial”, se agregó lo siguiente: “que explota la
tierra por medio de sus obreros asalariados y que sólo paga al propietario del
suelo en calidad de renta el remanente que queda después de deducir el coste de
producción, incluido en este último el beneficio del capital”. (N. de la Red.)
[13] Es decir, los socialistas de aquel tiempo: los
fourieristas en Francia y los owenianos en Inglaterra. (Nota de F. Engels a
la edición alemana de 1885.)
[14] Se habla aquí de los estados en el sentido
histórico, como estamentos del Estado feudal, estamentos con privilegios
concretos y rigurosamente delimitados. La revolución burguesa destruyó los
estados junto con sus privilegios. La sociedad burguesa no conoce más que las
clases. Por eso, quien denomina al proletariado “cuarto estado”, incurre en
flagrante contradicción con la historia. (Nota de F. Engels a la edición
alemana de 1885.)
MARX A J. B. SCHWEITZER
Londres, 24
de enero de 1865
Muy señor
mío:
Ayer recibí
su carta en la que me invita usted a dar un juicio detallado sobre Proudhon.
La falta de tiempo no me permite atender a su deseo. Además, no tengo a mano ni
un solo trabajo de Proudhon. Sin embargo, y en prueba de mi buena voluntad, he
trazado a toda prisa un breve esbozo. Puede usted completarlo, alargarlo o
reducirlo; en una palabra, puede usted hacer con é1 lo que mejor le parezca.
No recuerdo
ya cuales fueron los primeros ensayos de Proudhon. Su trabajo de escolar
sobre La lengua universal demuestra la falta de escrúpulo con
que trataba problemas para cuya solución le faltaban los conocimientos más
elementales.
Su primera
obra ¿Qué es la propiedad? es indudablemente la mejor de
todas. Aunque no por la novedad de su contenido, si por la forma nueva y audaz
de decir lo viejo, dicha obra marca una época. En las obras de los socialistas
y comunistas franceses conocidas por él, la “propiedad” no sólo había
sido, como es natural, criticada desde varios puntos de vista, sino también
utópicamente “abolida”. Con este libro, Proudhon se colocó con respecto
a Saint-Simon y Fourier en el mismo plano en que Feuerbach se encuentra con
respecto a Hegel. Comparado con Hegel, Feuerbach es extremadamente pobre. Sin
embargo, después de Hegel señaló una época, ya que realzó
algunos puntos desagradables para la conciencia cristiana e importantes para el
progreso de la crítica y que Hegel había dejado en una mística penumbra.
En esta obra
de Proudhon predomina aún, permítaseme la expresión, un estilo de fuerte
musculatura, lo cual, a mi juicio, constituye su principal mérito. Se ve que,
incluso en los lugares donde Proudhon se limita a reproducir lo viejo, dicha
reproducción constituye para él un descubrimiento propio; cuanto dice es para
el algo nuevo y como tal lo presenta. La audacia provocativa con que ataca
el sancta sanctorum de la economía política, las ingeniosas
paradojas con que se burla del sentido común burgués, la crítica demoledora, la
ironía mordaz, ese profundo y sincero sentimiento de indignación que manifiesta
de cuando en cuando contra las infamias del orden existente, su convicción revolucionaria,
todas estas cualidades contribuyeron a que el libro ¿Qué es la
propiedad? electrizase a los lectores y produjese una gran impresión
desde el primer momento de su salida a la luz. En una historia rigurosamente
científica de la economía política, dicho libro apenas hubiese merecido los
honores de ser mencionado. Pero, lo mismo que en la literatura, las obras
sensacionales de este género juegan su papel en la ciencia. Tómese, por
ejemplo, el libro de Malthus “De la población”. En su primera edición no
constituyó más que un “panfleto sensacional”, y, por añadidura, un
plagio desde la primera hasta la última línea. Y a pesar de todo, ¡cómo
impresionó este libelo al género humano!
De tener a
mano el libro de Proudhon me hubiese sido fácil demostrar con algunos ejemplos
su modalidad inicial. En los párrafos considerados por el
mismo como los más importantes, imita a Kant —el único filósofo alemán que
conocía en aquella época a través de las traducciones— en la manera de tratar
las antinomias, dejándonos la firme impresión de que para él, lo mismo que para
Kant, la solución de las antinomias es algo situado “más allá” de la razón
humana, es decir, algo que para su propio entendimiento permanece en la
oscuridad.
A pesar de
todo su carácter aparentemente archirrevolucionario, en ¿Qué es la
propiedad? nos encontramos ya con la contradicción de que Proudhon, de
una parte, critica la sociedad a través del prisma y con los ojos del campesino
parcelario francés (más tarde del pequeño burgués) y, de otra, le
aplica la escala que ha tornado prestada a los socialistas.
El propio
título indica ya las deficiencias del libro. El problema había sido planteado
de un modo tan erróneo, que la solución no podía ser acertada. Las
relaciones de propiedad de los tiempos antiguos fueron destruidas por
las feudales, y estas por las burguesas. Así, pues, la
propia Historia se encargó de someter a crítica las relaciones de
propiedad del pasado. De lo que trata en el fondo Proudhon es de
la moderna propiedad burguesa, tal como existe hoy día. A la
pregunta: ¿qué es esa propiedad?, sólo se podía contestar con un análisis crítico
de la economía política, que abarcase el conjunto de esas relaciones de
propiedad, no en su expresión jurídica, como relaciones
volitivas, sino en su forma real, es decir, como relaciones de
producción. Más como Proudhon vinculaba todo el conjunto de estas
relaciones económicas al concepto jurídico general de “propiedad”, “la
propriété”, no podía ir más allá de la contestación que ya Brissot había
dado en una obra similar, antes de 1789, repitiéndola con las mismas palabras:
“La propiedad es un robo”,
En el mejor
de los casos, de aquí se puede deducir únicamente que el concepto jurídico
burgués del “robo” es aplicable también a las ganancias “bien habidas”
del propio burgués. Por otro lado, en vista de que el robo, como violación de
la propiedad, presupone la propiedad, Proudhon se enredó en toda clase de
sutiles razonamientos, oscuros hasta para él mismo, sobre la verdadera
propiedad burguesa.
Durante mi
estancia en Paris, en 1844, trabe conocimiento personal con Proudhon. Menciono
aquí este hecho porque, en cierto grado, soy responsable de su “sofistería”
(sophistication, como llaman los ingleses a la adulteración de las mercancías).
En nuestras largas discusiones, que con frecuencia duraban toda la noche, le
contagie, para gran desgracia suya, el hegelianismo que por su desconocimiento
del alemán no pudo estudiar a fondo. Después de mi expulsión de Paris, el
señor Karl Grün continuó lo que yo había iniciado. Como
profesor de filosofía alemana me llevaba la ventaja de no entender una palabra
en la materia.
Poco antes
de que apareciese su segunda obra importante, Filosofía de la Miseria,
etc., me anunció Proudhon mismo su próxima publicación en una carta muy
detallada, donde, entre otras cosas, me decía lo siguiente: “Espero la
férula de su crítica”. En efecto, mi crítica cayó muy pronto sobre él (en
mi libro Miseria de la Filosofía, etc., Paris 1847) en tal forma
que puso fin para siempre a nuestra amistad.
Por lo que
acabo de decir verá usted que, en su libro Filosofía de la Miseria o
sistema de las contradicciones económicas, Proudhon responde realmente por
vez primera a la pregunta: “¿Qué es la propiedad?”. De hecho, tan sólo
después de la publicación de su primer libro fue cuando Proudhon inició sus
estudios económicos; y descubrió que a la pregunta que había planteado no se
podía contestar con invectivas, sino únicamente con un análisis de la economía
política moderna. Al mismo tiempo, hizo un intento de exponer dialécticamente
el sistema de las categorías económicas. En lugar de las insolubles
“antinomias” de Kant, ahora tenía que aparecer la “contradicción”
hegeliana como medio de desarrollo.
En el libro
que escribí como réplica hallará usted la crítica de los dos gruesos volúmenes
de su obra. Allí demuestro entre otras cosas lo poco que penetró Proudhon en
los secretos de la dialéctica científica y hasta qué punto, por otro lado, comparte
las ilusiones de la filosofía especulativa, cuando, en lugar de considerar
las categorías económicas como expresiones teóricas de relaciones de
producción formadas históricamente y correspondientes a una determinada fase de
desarrollo de la producción material, las convierte de un modo absurdo
en ideas eternas, existentes de siempre, y cómo, después de dar
este rodeo, retorna al punto de vista de la economía burguesa[1].
Más adelante
demuestro también lo insuficiente que es su conocimiento —a veces digno de un
escolar— de la economía política, a cuya critica se dedica, y como, al igual
que los utopistas, corre en pos de una pretendida “ciencia”, con ayuda
de la cual se puede excogitar a priori una fórmula para la “solución del
problema social”, en lugar de ir a buscar la fuente de la ciencia en el
conocimiento crítico del movimiento histórico, de ese movimiento que crea por
sí mismo las condiciones materiales de la emancipación. Demuestro
allí, sobre todo, lo confusas, erróneas e incompletas que siguen siendo las
concepciones de Proudhon sobre el valor de cambio, base de todas
las cosas, y cómo, incluso, ve en la interpretación utópica de la teoría del
valor de Ricardo la base de una nueva ciencia. Mi juicio sobre
su punto de vista general lo resumo en las siguientes palabras:
“Toda
relación económica tiene su lado bueno y su lado malo: este es el único punto
en que el señor Proudhon no se desmiente. En su opinión, el lado bueno lo
exponen los economistas, y el lado malo lo denuncian los socialistas.
De los
economistas toma la necesidad de unas relaciones eternas, y de los socialistas
esa ilusión que no les permite ver en la miseria nada más que la miseria (en
lugar de ver en ella el lado revolucionario destructivo que ha de acabar con la
vieja sociedad). Proudhon está de acuerdo con unos y otros, tratando de
apoyarse en la autoridad de la ciencia. En él la ciencia se reduce a las magras
proporciones de una fórmula científica; es un hombre a la caza de fórmulas. De
este modo, el señor Proudhon se jacta de ofrecernos a la vez una crítica de la
economía política y del comunismo, cuando en realidad se queda muy por debajo
de una y de otro. De los economistas, porque considerándose, como filósofo, en
posesión de una fórmula mágica, se cree relevado de la obligación de entrar en
detalles puramente económicos; de los socialistas, porque carece de la
perspicacia y del valor necesarios para alzarse, aunque sólo sea en el terreno
de la especulación, sobre los horizontes de la burguesía... Pretende flotar
sobre burgueses y proletarios como hombre de ciencia, y no es más que
un pequeño burgués, que oscila constantemente entre el capital y el
trabajo, entre la economía política y el comunismo”[2].
Por severo
que pueda parecer este juicio, suscribo hoy día cada una de sus palabras. Al
mismo tiempo, es preciso tener presente que en la época en que yo afirmé que el
libro de Proudhon era el código del socialismo pequeño burgués y lo demostré
teóricamente, los economistas y los socialistas excomulgaban a Proudhon por
ultrarrevolucionario. Esta es la razón de que después jamás haya unido mi voz a
la de los que gritaban su “traición” a la revolución. Y no es culpa suya si,
mal comprendido en un principio tanto por los demás como por él mismo, no
justificó las injustificadas esperanzas.
En
comparación con ¿Qué es la propiedad?, en la Filosofia de
la miseria todos los defectos del modo de exposición proudhoniano
resaltan con particular desventaja. El estilo es a cada paso, como dicen los
franceses, ampoulé [ampuloso].
Siempre que
le falla la agudeza gala aparece una pomposa jerga especulativa que pretende
ser el estilo filosófico alemán. Dan verdadera grima sus alabanzas a sí mismo,
su tono chillón de pregonero y, sobre todo, los alardes que hace de una
supuesta “ciencia” y toda su cháchara en torno a ella. El sincero calor
que anima su primera obra, aquí, en determinados pasajes, se sustituye de un
modo sistemático por el ardor febril de la declamación. A todo esto viene a
sumarse ese afán impotente y repulsivo por hacer gala de erudición, afán propio
de un autodidacta, cuyo orgullo nato por su pensamiento original e independiente
ya está quebrantado, y que en su calidad de advenedizo de la ciencia se
considera obligado a presumir de lo que no es y de lo que no tiene. Y por
añadidura, esa mentalidad de pequeño burgués, que le impulsa a atacar de un
modo indigno, grosero, torpe, superficial y hasta injusto a un hombre como
Cabet —merecedor de respeto por su actividad práctica en el movimiento del
proletariado francés—, mientras extrema su amabilidad, por ejemplo, con Dunoyer (Consejero
de Estado, por cierto), a pesar de que toda la significación de este Dunoyer se
reduce a la cómica seriedad con que en tres gruesos volúmenes,
insoportablemente tediosos, predica el rigorismo, caracterizado por Helvetius
en los términos siguientes: “On veut que les malheureux soient parfaits”
[se quiere que los desgraciados sean perfectos].
La
revolución de Febrero fue realmente muy inoportuna para Proudhon, pues tan sólo
unas semanas antes había demostrado de un modo irrefutable que la “era de
las revoluciones” había pasado para siempre. Su intervención en la Asamblea
Nacional merece todos los elogios, a pesar de haber puesto en evidencia lo poco
que comprendía todo lo que estaba ocurriendo. Después de la insurrección de
Junio constituyó un acto de gran valor. Su intervención tuvo, además, resultados
positivos: en el discurso que pronunció para oponerse a las proposiciones de
Proudhon, y que fue editado más tarde en folleto aparte, el Sr. Thiers demostró
a toda Europa cuan mísero e infantil era el catecismo que servía de pedestal a
ese pilar espiritual de la burguesía francesa. Comparado con el Sr. Thiers,
Proudhon adquiría ciertamente las dimensiones de un coloso antediluviano.
El
descubrimiento del “Crédito gratuito” y el “Banco del pueblo”
basado en él son las últimas “hazañas” económicas de Proudhon. En mi Contribución
a la crítica de la Economía política. Parte primera. Berlín 1859 (págs.
59-64), se demuestra que la base teórica de sus ideas tiene su origen en el
desconocimiento de los principios elementales de la economía política burguesa,
a saber, la relación entre la mercancía y el dinero, mientras que
la superestructura práctica no es más que una simple reproducción de esquemas
viejos y mucho mejor desarrollados. No cabe duda y es de por sí evidente que el
crédito, como ocurrió en Inglaterra a principios del siglo XVIII, y como volvió
a ocurrir en ese mismo país a principios del XIX, contribuyó a que las riquezas
pasasen de manos de una clase a las de otra, y que en determinadas condiciones
económicas y políticas puede ser un factor que acelere la emancipación del
proletariado. Pero es una fantasía genuinamente pequeñoburguesa considerar que el
capital que produce intereses es la forma principal del capital y
tratar de convertir una aplicación particular del crédito —una supuesta
abolición del interés— en la base de la transformación de la sociedad. En
efecto, esa fantasía ya había sido minuciosamente desarrollada por los
portavoces económicos de la pequeña burguesía inglesa del siglo XVII. La
polémica de Proudhon con Bastiat (1850) sobre el capital que produce intereses
está muy por debajo de la Filosofía de la miseria. Proudhon llega
al extremo de ser derrotado hasta por Bastiat, y entra en un cómico furor cada
vez que el adversario le asesta algún golpe.
Hace unos
cuantos años, Proudhon escribió para un concurso organizado, si mal no
recuerdo, por el gobierno de Lausana, un trabajo sobre Los impuestos.
Aquí desaparecen por completo los últimos vestigios del genio y no queda más
que el pequeño burgués puro y simple.
Por lo que
respecta a las obras políticas y filosóficas de Proudhon, todas ellas
demuestran el mismo carácter doble y contradictorio que sus trabajos sobre
economía. Además, su valor es puramente local; se refieren únicamente a
Francia. Sin embargo, sus ataques contra la religión, la Iglesia, etc., tienen
un gran mérito por haber sido escritos en Francia en una época en que los
socialistas franceses creían oportuno hacer constar que sus sentimientos
religiosos les situaban por encima del volterianismo burgués del siglo XVIII y
del ateismo alemán del siglo XIX. Si Pedro el Grande había derrotado la
barbarie rusa con la barbarie, Proudhon hizo todo lo que pudo para derrotar con
frases la fraseología francesa.
Su libro
sobre El golpe de Estado no debe ser considerado simplemente
como una obra mala, sino como una verdadera villanía que, por otra parte,
corresponde plenamente a su punto de vista pequeño burgués. En este libro
coquetea con Luis Bonaparte y trata de hacerle aceptable para los obreros
franceses. Otro tanto ocurre con su última obra contra Polonia, en la que, para
mayor gloria del zar, demuestra el cinismo propio de un cretino.
Proudhon ha sido frecuentemente
comparado con Rousseau. Nada más erróneo. Más bien se parece a Nic.
Linguet, cuyo libro, La teoría de las leyes civiles, es, dicho
sea de paso, una obra genial.
Proudhon
tenía una inclinación natural por la dialéctica. Pero como nunca comprendió la
verdadera dialéctica científica, no pudo ir más allá de la sofistería. En
realidad, esto estaba ligado a su punto de vista pequeñoburgués. Al
igual que el historiador Raumer, el pequeño burgués consta de “por
una parte” y de “por otra parte”. Como tal se nos aparece en sus intereses
económicos y, por consiguiente, también en su política y en sus
concepciones religiosas, científicas y artísticas. Así se nos aparece en su
moral y en todo. Es la contradicción personificada. Y si por añadidura es, como
Proudhon, una persona de ingenio, pronto aprenderá a hacer juegos de manos con
sus propias contradicciones y a convertirlas, según las circunstancias, en
paradojas inesperadas, espectaculares, ora escandalosas, ora brillantes. El
charlatanismo en la ciencia y la contemporización en la política son compañeros
inseparables de semejante punto de vista. A tales individuos no les queda más
que un acicate: la vanidad; como a todos los vanidosos, sólo les preocupa el
éxito momentáneo, la sensación. Y aquí es donde se pierde indefectiblemente ese
tacto moral que siempre preservó a un Rousseau, por ejemplo, de todo
compromiso, siquiera fuese aparente, con los poderes existentes.
Tal vez la
posteridad distinga este reciente período de la historia de Francia diciendo
que Luis Bonaparte fue su Napoleón y Proudhon su Rousseau-Voltaire.
Ahora hago
recaer sobre usted toda la responsabilidad por haberme impuesto tan pronto
después de la muerte de este hombre el papel de juez póstumo.
Sinceramente
suyo
Carlos
Marx
______________
[1] “Al
decir que las actuales relaciones —las de la producción burguesas —son
naturales, los economistas dan a entender que se trata precisamente de unas
relaciones bajo las cuales se crea la riqueza y se desarrollan las fuerzas
productivas de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Por consiguiente, estas
relaciones son en sí leyes naturales, independientes de la influencia del
tiempo. Son leyes eternas que deben regir siempre la sociedad. De modo que
hasta ahora ha habido historia, pero ahora ya no la hay” (pág. 113 de mi
libro). (Nota de Marx.)
[2] Marx, Miseria
de la Filosofía, cap. II. (N. de la Red.)
DEL
TRABAJO DE C. MARX: CONTRIBUCIÓN A LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA
Berlín, 1859, págs. 61-64
La teoría del tiempo de trabajo como unidad
directa de medida del dinero ha sido desarrollada por vez primera
sistemáticamente por John Gray[1]. Propone que el Banco Central nacional, con la ayuda de sus
sucursales, certifique el tiempo de trabajo empleado en la producción de las
distintas mercancías. A cambio de su mercancía, el productor recibe un
certificado oficial de su valor, es decir, un recibo acreditando la cantidad de
tiempo de trabajo contenido en su mercancía[2]; estos
billetes de banco por una semana de trabajo, por una jornada de trabajo, por
una hora de trabajo, etc., sirven a la vez de certificado para obtener el
equivalente bajo la forma de cualquiera de las demás mercancías de los
depósitos del banco[3]. Este
es el principio Básico de Gray, concienzudamente elaborado por él en todos sus
detalles y adaptado en todas partes a las instituciones inglesas vigentes. Con
este sistema, dice Gray, “sería tan fácil en todo momento vender por dinero
como ahora lo es comprar con dinero; la producción sería una fuente uniforme e
inagotable de demanda”[4]. Los
metales preciosos perderían su “privilegio” con respecto a las demás mercancías
y “ocuparían el lugar que les corresponde en el mercado junto al aceite, los
huevos, el paño y el percal, y el valor de los metales preciosos no nos
interesaría más que el de los diamantes”[5].
“Debemos mantener nuestra ficticia medida del valor, el oro,
inmovilizando así las fuerzas productivas del país, o bien debemos recurrir a
la medida natural del valor, al trabajo, y abrir campo libre a las
fuerzas productivas del país?”[6].
Si el tiempo de trabajo es la medida inmanente
del valor, ¿por qué al lado de ella existe otra medida exterior? ¿Por qué el
valor de cambio tiene su desarrollo en el precio? ¿Por qué todas las mercancías
estiman su valor en una mercancía exclusiva, que se transforma así en la
existencia adecuada del valor de cambio, en dinero? Este es el problema que
Gray debería haber resuelto. En lugar de resolverlo, se imagina que las
mercancías podrían tener una relación directa las unas con las otras como
productos del trabajo social. Pero sólo pueden tener una relación entre si por
lo que realmente representan. Las mercancías son, directamente, productos de
trabajos privados aislados e independientes, que a través de su enajenación en
el proceso del intercambio privado deben mostrar su carácter de trabajo social
general; con otras palabras, el trabajo sobre la base de la producción
mercantil se convierte en trabajo social únicamente a través de la enajenación
integral de los trabajos individuales. Pero si Gray concibe el tiempo de
trabajo contenido en las mercancías como directamente social, lo
concibe como tiempo de trabajo social (gemeinschaftliche) o como tiempo
de trabajo de individuos asociados directamente. En tal caso, efectivamente,
una mercancía especifica cualquiera, como el oro y la plata, no podría oponerse
a las demás mercancías como encarnación del trabajo general, el valor de cambio
no se transformaría en precio; pero, a la vez, el valor de uso no se
transformaría en valor de cambio, el producto no pasaría a ser mercancía, y por
tanto sería destruida la base misma de la producción burguesa. Pero ésta no es
en modo alguno la opinión de Gray. A juicio suyo, los productos deben producirse
como mercancías, pero no deben cambiarse como mercancías.
Gray encomienda la ejecución de este piadoso
deseo al Banco nacional. Por una parte, la sociedad, bajo la forma del banco,
independiza a los individuos de las condiciones del intercambio privado, y, por
otra parte, les permite continuar produciendo sobre la base del intercambio
privado. Por eso, la lógica interna obliga a Gray a negar una tras otra las
condiciones de la producción burguesa, aunque sólo quiere “reformar” la moneda,
surgida del intercambio mercantil. Así, convierte el capital en capital
nacional[7],
la propiedad de la tierra en propiedad
nacional[8], y si examinamos atentamente su banco, veremos que, además de recibir
con una mano las mercancías y de entregar con la otra los recibos por el
trabajo aportado, regula la producción misma. En su última obra, Lectures on
money, en la que trata tímidamente de presentar sus bonos de trabajo como una
reforma puramente burguesa, Gray se embrolla incurriendo en despropósitos aún
más evidentes.
Toda mercancía es directamente dinero. Tal era
la teoría de Gray, derivada de su análisis de la mercancía, incompleto y, por
lo mismo, falso. La construcción “orgánica” de los “bonos de trabajo”, del
“banco nacional” y de los “depósitos de mercancías” no es sino un espejismo en
el que el dogma se presenta en forma ilusoria como una ley universal. Desde
luego, el dogma según el cual la mercancía es directamente dinero o el trabajo
privado individual contenido en ella es trabajo directamente social, no será
exacto por el hecho de que el banco crea en él y opere de acuerdo con él. Por
el contrario, en ese caso la bancarrota asumiría el papel de crítica práctica.
Lo que en Gray sigue siendo secreto y desconocido para él mismo, a saber, que
los bonos de trabajo son una frase económica sonora que encubre el buen deseo
de destruir el dinero, y con el dinero el valor de cambio, con el valor de
cambio la mercancía y con la mercancía la forma burguesa de producción, es
expresado clara y terminantemente por algunos socialistas ingleses, parte de
los cuales escribieron antes de Gray y otra parte después de él[9]. Pero sólo al señor
Proudhon y a su escuela le estaba reservada la misión de preconizar en serio la
degradación del dinero y la apoteosis de la mercancía como esencia del
socialismo, reduciendo así el socialismo a una incomprensión elemental de la
conexión necesaria entre la mercancía y el dinero[10].
_________________________
[1] John Gray: The
social system. A Treatise on the principle of exchange, Edimburgo, 1831.
Véanse también sus Lectures on the nature and use of money,
Edimburgo, 1848. Después de la revolución
de Febrero, Gray elevó al Gobierno Provisional francés un memorandum, en el que
le hacia ver que Francia no necesitaba una “organización del trabajo” [“organisation
of labour”], sino una “organización del cambio” [“organisation of
exchange”], cuyo plan, totalmente elaborado, se contenía en el sistema
monetario ideado por el. El incomparable John no sospechaba que, dieciséis años
después de haber aparecido su Social system, la patente de este
mismo descubrimiento sería usurpada por el ingenioso Proudhon.
[2] Gray, The
social system, etc., pág. 63: “El dinero sólo debe ser un certificado
acreditativo de que su poseedor, bien ha contribuido con un cierto valor al
fondo nacional de riquezas, bien ha adquirido el derecho a recibir ese mismo
valor de una persona que ya había contribuido con el”.
[3] “Cuando un
determinado valor haya sido ya materializado en el producto, puede ser
depositado en el banco y retirado de é1 tan pronto como sea necesario; pero
estipulando como condición, mediante el consentimiento común, que la persona
que haya depositado un bien cualquiera de su propiedad en el proyectado Banco
nacional, puede retirar un valor igual bajo cualquier otra forma, sin que este
obligado a retirar precisamente el mismo objeto que había depositado en el
banco”. (Loc.
cit., pág. 68).
[4] Loc. cit., pág. 16.
[6] Loc. cit., pág.
169.
[7] “Los negocios de
cada país deben ser llevados a cabo sobre la base del capital nacional”. (John
Gray: The social system, etc., pág. 171.)
[8] “La tierra debe
pasar a ser propiedad de la nación” (Loc. cit., pág. 298).
[9] Véase, por ejemplo,
W. Thompson: An inquiry into the distribution of wealth, etc.,
Londres, 1827; Bray Labour's wrongs and labour's remedy, Leeds,
1839.
[10] Como compendio de
esta melodramática teoría del dinero se puede ver el libro de Alfred
Darimont: De la réforme des banques, Paris, 1856.
DISCURSO
SOBRE EL LIBRE CAMBIO. Pronunciado por Carlos Marx el 9 de enero de 1848 en una sesión pública
de la Sociedad Democrática de Bruselas
DISCURSO
SOBRE EL LIBRE CAMBIO
Pronunciado
por Marx el 9 de enero de 1848 en una sesión pública de la Sociedad Democrática
de Bruselas[1]
[1] Discurso sobre el libre
cambio fue publicado en Bruselas a comienzos de febrero de 1848 en
francés. Fue traducido ese mismo año al alemán y editado en Alemania por
Joseph Weydemeyer, amigo de Marx y Engels. En 1885, por deseo de Engels, este
trabajo fue incorporado como apéndice a la primera edición alemana de la Miseria
de la Filosofía.
Señores:
La abolición
de las leyes cerealistas en Inglaterra es el triunfo más grande que el libre
cambio ha alcanzado en el siglo XIX. En todos los países donde los fabricantes
hablan de libre cambio, tienen en cuenta principalmente el libre cambio del
grano y de las materias primas en general. “Gravar
con aranceles protectores el grano extranjero es una infamia, es especular con
el hambre de los pueblos”.
Pan barato y
salarios altos —cheap food, high wages—: he aquí el único objetivo en
aras del cual los freetraders ingleses han gastado millones, y ya han
contagiado con su entusiasmo a sus cofrades del continente. En general, si se
quiere el libre cambio es para mejorar la situación de la clase trabajadora.
Pero, ¡cosa
extraña!, el pueblo, al que se quiere proporcionar a toda costa pan barato, es
muy ingrato. El pan barato goza hoy en Inglaterra de tan mala reputación como
el Gobierno barato en Francia. El pueblo ve en los hombres llenos de
abnegación, en un Bowring, un Bright y consortes, sus mayores enemigos y los
hipócritas más desvergonzados.
Todo el
mundo sabe que la lucha entre los liberales y los demócratas es en Inglaterra
la lucha entre los freetraders y los cartistas.
Veamos ahora
cómo los freetraders ingleses han demostrado al pueblo los buenos sentimientos
que les mueven.
He aquí lo
que decían a los obreros de las fábricas:
El arancel
de los cereales es un impuesto sobre el salario; este impuesto lo pagáis a los
grandes terratenientes, a esos representantes de la aristocracia de la Edad
Media; si vuestra situación es calamitosa, la causa estriba en la carestía de
los artículos de primera necesidad.
Los obreros,
a su vez, preguntan a los fabricantes: ¿Cómo se explica que en el curso de los
últimos treinta años, en los que nuestra industria ha alcanzado el mayor
desarrollo, nuestro salario haya bajado en una proporción mucho mayor de lo que
ha subido el precio de los cereales?
El impuesto
que, según afirmáis, pagamos a los propietarios del suelo, equivale para cada
obrero a tres peniques aproximadamente por semana. Y, sin embargo, el salario
del tejedor manual ha descendido de 28 chelines por semana a 5 chelines en el
periodo comprendido entre 1815 y 1843; y el salario del tejedor que trabaja en
telares mecánicos ha sido reducido de 20 chelines semanales a ocho chelines
entre los años 1823 y 1843.
Durante todo
ese tiempo, el impuesto que hemos pagado a los propietarios de la tierra no ha
pasado nunca de los tres peniques. Y en 1834, cuando el pan estaba muy barato y
en la vida comercial reinaba gran animación, ¿que nos decíais? ¡Si sois
desgraciados es porque tenéis demasiados hijos, porque vuestros matrimonios son
más fecundos que vuestro oficio!
Esto es lo
que nos decías entonces, al mismo tiempo que promulgabais las nuevas leyes
sobre los pobres y construías las work-houses (Casas de Trabajo), esas
bastillas de los proletarios.
A esto
replicaban los fabricantes:
Tenéis
razón, señores obreros; el salario no está determinado solamente por el precio
de los cereales, sino también por la competencia entre los brazos que se
ofrecen en demanda de trabajo.
Pero fijaos
bien en que nuestro suelo no se compone sino de rocas y arenales. ¡No iréis a
pensar que se pueda cultivar trigo en macetas! Pues bien, si en lugar de
dedicar nuestro capital y nuestro trabajo al laboreo de un suelo totalmente
estéril, abandonásemos la agricultura para dedicarnos exclusivamente a la
industria, toda Europa se vería obligada a cerrar sus fábricas e Inglaterra
formaría una sola gran ciudad fabril, mientras el resto de Europa quedaría
convertido en una provincia agrícola.
Pero este
dialogo del fabricante con sus obreros lo interrumpe el pequeño comerciante
diciendo:
Si
aboliésemos las leyes cerealistas, es cierto que arruinaríamos nuestra
agricultura, pero no obligaríamos con ello a los demás países a hacer pedidos a
nuestras fábricas y a cerrar las suyas.
¿Cuál sería
el resultado? Yo perdería los clientes que ahora tengo en el campo, y el
comercio interior perdería sus mercados.
El
fabricante, volviendo la espalda a los obreros, responde al tendero: En cuanto
a esto, concedednos libertad de acción. Una vez abolido el impuesto sobre los
cereales, recibiremos del extranjero trigo más barato. Luego bajaremos el
salario, que subirá al mismo tiempo en los países que nos proporcionen el
grano.
Así, además
de las ventajas que ya disfrutamos, tendremos la de un salario menor, y con
todas estas ventajas obligaremos al continente a adquirir nuestras mercancías.
Pero he aquí
que en la discusión se mezclan el arrendatario y el obrero del campo.
¿Y nosotros?,
exclaman. ¿Qué será de nosotros?
¿Es que
vamos a pronunciar la sentencia de muerte contra la agricultura que nos da de
comer? ¿Consentiremos sin rechistar que se nos arrebate el terreno que pisamos?
Por toda
respuesta, la Liga contra las leyes cerealistas se conformó con asignar premios
para los tres mejores trabajos que tratasen acerca de la influencia saludable
de la abolición de las leyes cerealistas sobre la agricultura inglesa.
Estos
premios han sido adjudicados a los señores Hope, Morse y Greg, cuyos libros se
han difundido por las zonas rurales en miles de ejemplares.
Uno de los
laureados pretende demostrar que quienes perderán por la libre importación de
grano extranjero no serán ni los arrendatarios ni los obreros agrícolas, sino
los terratenientes. El arrendatario inglés, escribe, no tiene por que temer la
abolición de las leyes cerealistas, porque ningún país puede producir trigo de
tan buena calidad y tan barato como Inglaterra.
Por tanto,
afirma, si bien bajaría el precio del trigo, ello no os causaría perjuicio
alguno, porque esta baja afectaría sólo a la renta, que se vería disminuida,
pero no al beneficio industrial y al salario, que seguirían siendo los mismos.
El segundo
laureado, el señor Morse, sostiene, por el contrario, que el precio del trigo
se elevaría a consecuencia de la abolición de las leyes cerealistas. Hace
denodados esfuerzos para demostrar que los aranceles proteccionistas no han
podido jamás asegurar al trigo un precio remunerador.
En apoyo de
su aserto cita el hecho de que el precio del trigo ha subido considerablemente
en Inglaterra siempre que se ha importado grano del extranjero, y cuando se ha
importado poco, el precio ha descendido muy sensiblemente. El laureado olvida
que la importación no era la causa del precio elevado, sino que el precio
elevado era la causa de la importación.
En completo
desacuerdo con su co-laureado, afirma que toda alza en el precio del grano
redunda en beneficio del arrendatario y del obrero, y no en beneficio del
propietario.
El tercer
laureado, el señor Greg, que es un gran fabricante y que ha escrito su libro
para la clase de los grandes arrendatarios, no podía contentarse con repetir
semejantes simplezas. Su lenguaje es más científico.
Reconoce que
las leyes cerealistas no contribuyen a elevar la renta sino en tanto en cuanto
suscitan una elevación del precio del trigo, y que no promueven el alza del
precio del trigo sino imponiendo al capital la necesidad de buscar aplicación
en terrenos de calidad inferior, lo que se explica muy sencillamente.
A medida que
crece la población, si el grano extranjero no puede entrar en el país, se
tienen que poner por fuerza en cultivo tierras menos fértiles, cuyo
aprovechamiento requiere más gastos y cuyo producto es, por tanto, más caro.
Como la
venta del grano está plenamente asegurada, el precio se regulará necesariamente
por el precio de los productos obtenidos en los terrenos que exigen más gastos.
La diferencia entre este precio y el coste de producción en los terrenos
mejores constituye la renta.
Así, pues,
si con la abolición de las leyes cerealistas desciende el precio del trigo y,
por consiguiente, también la renta, es porque dejarán de cultivarse los
terrenos menos fértiles. De donde se deduce que la disminución de la renta
acarreará indefectiblemente la ruina de una parte de los arrendatarios.
Estas
observaciones eran necesarias para hacer comprender el lenguaje del señor Greg.
Los pequeños
arrendatarios, dice, que no podrán continuar dedicándose a la agricultura,
encontrarán los medios de sustento en la industria. En cuanto a los grandes
arrendatarios, saldrán ganando con ello. Los propietarios del suelo se verán
obligados a vender sus tierras a muy bajo precio, o bien a concertar con ellos
contratos de arrendamiento por plazos muy largos. Esto permitirá a los
arrendatarios invertir en la tierra grandes capitales, emplear en ella máquinas
en mayor escala y economizar así trabajo manual, que, por otra parte, será más
barato a causa del descenso general de los salarios, consecuencia inmediata de
la abolición de las leyes cerealistas.
El doctor
Bowring ha dado a todos estos argumentos una sanción religiosa al exclamar en
un mitin público: “¡Jesucristo es el
libre cambio; el libre cambio es Jesucristo!”
Se comprende
que toda esta hipocresía no contribuye a hacer que el pan barato sea menos
amargo para los obreros.
¿Cómo iban a
creer los obreros en la súbita filantropía de los fabricantes, de los mismos
que no cejaban en su lucha contra el bill de las diez horas, que estipulaba la
reducción de la jornada de trabajo de los obreros de las fábricas de doce horas
a diez?
Para que os
forméis una idea de la filantropía de estos fabricantes, os recordaré, señores,
los reglamentos establecidos en todas las fábricas.
Cada
fabricante dispone para su uso particular de un verdadero código, en el que se
prescriben multas por todas las faltas voluntarias o involuntarias. Por
ejemplo, el obrero pagará tanto si tiene la desgracia de sentarse en una silla,
si cuchichea, conversa o se ríe, si llega algunos minutos más tarde, si se
rompe alguna parte de la máquina, si las piezas que entrega no son de la
calidad requerida, etc., etc. Las multas son siempre superiores al daño causado
realmente por el obrero. Y para que el obrero pueda fácilmente incurrir en
multas, se adelanta el reloj de la fábrica, se le facilitan materas primas
pésimas, con las que el obrero debe fabricar piezas de buena calidad. Se
destituye al contramaestre que no posee la habilidad suficiente para
multiplicar los casos de contravención.
Como veis,
señores, esta legislación doméstica ha sido ideada para dar lugar a
contravenciones, y se da lugar a contravenciones para ganar dinero. Así, pues,
el fabricante recurre a todos los medios para reducir el salario nominal y para
sacar beneficio hasta de accidentes fortuitos que no dependen del obrero.
Estos
fabricantes son los mismos filántropos que han querido hacer creer a los
obreros que eran capaces de realizar dispendios enormes únicamente para mejorar
la suerte de éstos.
Así, de un
lado cercenan de la manera más mezquina el salario del obrero valiéndose de los
reglamentos de fábrica, y, de otro, se imponen los mayores sacrificios para
elevarlo con el concurso de la Liga contra las leyes cerealistas.
A costa de
grandes dispendios construyen palacios en los que la Liga establece en cierto
modo su sede oficial, envían un ejército de misioneros a todos los puntos de
Inglaterra para que prediquen la religión del libre cambio, publican y
distribuyen gratis millares de folletos para hacer ver a los obreros sus
propios intereses, gastan sumas enormes para atraer a su lado a la prensa,
montan un gran aparato administrativo para dirigir los movimientos
librecambistas y derrochan elocuencia en los mítines públicos. En uno de esos
mítines un obrero exclamó:
“¡Si los propietarios de la tierra
vendiesen nuestros huesos, vosotros, los fabricantes, seriáis los primeros en
comprarlos para echarlos a un molino de vapor y hacer con ellos harina!”
Los obreros
ingleses han comprendido muy bien la significación de la lucha entre los
propietarios del suelo y los capitalistas industriales. Saben muy bien que se
quería rebajar el precio del pan para rebajar el salario y que el beneficio
industrial aumentaría en la misma proporción en que disminuyera la renta.
Ricardo, el
apóstol de los freetraders ingleses, el economista más distinguido de nuestro
siglo, en este punto está completamente de acuerdo con los obreros.
En su famosa
obra sobre economía política dice:
“Si en lugar
de cultivar trigo en nuestro país, descubriésemos un nuevo mercado en el que
pudiéramos obtenerlo a un precio más bajo, en ese caso deberían bajar los
salarios y aumentar las ganancias. El descenso de los precios de los productos
agrícolas reduce los salarios no sólo de los obreros ocupados en el cultivo de
la tierra, sino también de todos los que trabajan en la industria o están
empleados en el comercio”.
Y no creáis,
señores, que al obrero le es totalmente indiferente que no vaya a recibir más
que cuatro francos, estando el trigo más barato, cuando antes recibía cinco.
¿Acaso su
salario no ha ido descendiendo más y más con respecto a la ganancia? ¿No es
claro que su posición social ha ido empeorando en comparación con la del
capitalista? Pero, además, sufre de hecho una pérdida directa.
Mientras el
precio del trigo era más alto, siéndolo igualmente el salario, al obrero le
bastaban unas pequeñas economías hechas en el consumo de pan para poder
satisfacer otras necesidades. Pero en cuanto baja el precio del pan y, en
consecuencia, el salario, el obrero no puede economizar apenas en el pan para
comprar otros artículos.
Los obreros
ingleses han dado a entender a los freetraders que no están dispuestos a ser víctimas
de sus ilusiones y de sus engaños, y si, a pesar de eso, se han unido a ellos
contra los propietarios de la tierra, ha sido para destruir los últimos restos
del feudalismo y para no tener que vérselas más que con un solo enemigo. Los
obreros no se han engañado en sus cálculos; porque los propietarios de la
tierra, para vengarse de los fabricantes, han hecho causa común con los obreros
a fin de conseguir la aprobación del bill de las diez horas, que estos últimos
venían demandando en vano desde hace 30 años y que ha sido aprobado
inmediatamente después de la abolición de las leyes cerealistas.
En el
Congreso de los economistas, el doctor Bowring sacó del bolsillo una larga
lista para hacer ver la cantidad de carne de vaca, jamón, tocino, pollos, etc.,
etc., importada a Inglaterra con objeto de satisfacer, según él, las
necesidades de los obreros; pero, lamentablemente, se olvidó añadir que, al
mismo tiempo, los obreros de Mánchester y de otras ciudades fabriles habían
sido arrojados a la calle por la crisis que comenzaba.
En
principio, en economía política, no hay que deducir nunca leyes generales a
base de las cifras referentes a un solo año. Hay que tomar siempre el término
medio de seis a siete años, lapso de tiempo durante el que la industria moderna
pasa por las diferentes fases de prosperidad, de superproducción, de estancamiento y de crisis, recorriendo así
su ciclo fatal.
De suyo se
comprende que si baja el precio de todas las mercancías —y este descenso es la
consecuencia necesaria del libre cambio—, yo podría adquirir por un franco
muchas más cosas que antes. Y el franco del obrero vale tanto como cualquier
otro. Por tanto, el libre cambio será muy ventajoso para el obrero. En esto hay
sólo un pequeño inconveniente, y es que el obrero, antes de cambiar su franco
por otras mercancías, tiene que llevar a efecto el cambio de su trabajo con el
capital. Si al realizar este cambio siguiese recibiendo por el mismo trabajo el
franco en cuestión y bajasen los precios de todas las demás mercancías, saldría
siempre ganando en una tal transacción. La dificultad no estriba en demostrar
que, bajando el precio de todas las mercancías, por el mismo dinero podría yo
comprar más mercancías.
Los
economistas examinan siempre el precio del trabajo en el momento en que el
trabajo se cambia por otras mercancías. Pero siempre dejan completamente de
lado el momento en que el trabajo efectúa su cambio con el capital.
Cuando hagan
falta menos gastos para poner en movimiento la máquina que produce las
mercancías, igualmente costarán menos las cosas necesarias para mantener la
máquina llamada obrero. Si abaratan todas las mercancías, el trabajo, que es
también una mercancía, bajará igualmente de precio, y, como veremos más
adelante, este trabajo mercancía bajará proporcionalmente mucho más que las
demás mercancías. El trabajador, siguiendo siempre la argumentación de los
economistas, descubrirá que el franco se ha fundido en su bolsillo y que de él
no le quedan más que cinco sus.
Los
economistas replicarán a esto: Bien, supongamos que la competencia entre los
obreros, que, ciertamente, no disminuirá bajo el régimen del libre cambio, no
tardará en poner los salarios de acuerdo con el bajo precio de las mercancías.
Pero, por otra parte, la disminución del precio de las mercancías hará que
aumente el consumo; un mayor consumo exigirá una mayor producción, que será
seguida de una mayor demanda de brazos, y a esta mayor demanda de brazos
seguirá un alza de salarios.
Toda esta
argumentación se reduce a lo siguiente: El libre cambio aumenta las fuerzas
productivas. Si la industria crece, si la riqueza, si la capacidad productiva,
en una palabra, si el capital productivo aumenta la demanda de trabajo, aumenta
igualmente el precio del trabajo y, por consiguiente, el salario. La mejor
condición para el obrero es el crecimiento del capital. Hay que convenir en
ello. Si el capital permanece estacionario, la industria no sólo permanecerá
estacionaria, sino que declinará, y el obrero será en ese caso la primera víctima.
El obrero sucumbirá antes que el capitalista. Y en el caso en que el capital
vaya creciendo, en ese estado de cosas que hemos calificado como el mejor para
el obrero, ¿cuál será su suerte? Sucumbirá igualmente. El crecimiento del
capital productivo implica la acumulación y la conservación de capitales. La
centralización de capitales conduce a una mayor división del trabajo y a un
mayor empleo de las máquinas. Una mayor división del trabajo reduce a la nada
la especialidad del trabajador y, colocando en lugar de esta especialidad un
trabajo que todo el mundo puede hacer, aumenta la competencia entre los
obreros.
Esta
competencia es tanto más fuerte, por cuanto la división del trabajo permite al
obrero realizar él solo el trabajo de tres. Las máquinas producen el mismo
resultado en una escala mucho mayor. El crecimiento del capital productivo, al
obligar a los capitalistas industriales a desenvolverse en sus empresas con
medios cada vez mayores, arruina a los pequeños industriales y los arroja a las
filas del proletariado. Además, como el tipo de interés disminuye a medida que
se acumulan los capitales, los pequeños rentistas, que ya no pueden vivir de
sus rentas, se ven forzados a lanzarse a la industria para luego ir a engrosar
el número de proletarios.
Por último,
cuanto más aumenta el capital productivo, tanto más obligado se ve a producir
para un mercado cuyas necesidades no conoce, tanto más precede la producción al
consumo, tanto más tiende la oferta a aumentar la demanda y, por consiguiente,
las crisis son cada vez más intensas y más frecuentes. Pero toda crisis, a su
vez, acelera la centralización de capitales y hace crecer las filas del
proletariado.
Así, pues, a
medida que crece el capital productivo, la competencia entre los obreros
aumenta en una proporción mucho mayor. La remuneración del trabajo disminuye
para todos, y el peso del trabajo aumenta para algunos.
En 1829
había en Mánchester 1.088 hiladores ocupados en 36 fábricas. En 1841 no había
más que 448, y estos obreros atendían a 53.353 husos más que los 1.088 obreros
de 1829. Si la cantidad de trabajo manual empleado hubiese aumentado
proporcionalmente al desarrollo de las fuerzas productivas, el número de
obreros debería haber alcanzado la cifra de 1.848; por consiguiente, los
perfeccionamientos introducidos en la mecánica dejaron sin trabajo a 1.100
obreros.
Sabemos de
antemano la respuesta de los economistas. Estos hombres privados de trabajo,
dicen, encontrarán otra ocupación. El doctor Bowring no ha dejado de repetir
este argumento en el Congreso de los economistas, pero tampoco ha dejado de
refutarse a sí mismo.
En 1835, el
doctor Bowring pronunció un discurso en la Cámara de los Comunes a propósito de
los 50.000 tejedores de Londres que desde hacía largo tiempo se morían de
hambre, sin poder encontrar esa nueva ocupación que los freetraders les hacían
entrever en lontananza.
Citemos los
pasajes más salientes de este discurso del doctor Bowring.
“La miseria
de los tejedores manuales —dice— es la suerte inevitable de todo trabajo que se
aprende fácilmente y que puede ser reemplazado a cada instante por medios menos
costosos. Como en este caso la competencia entre los obreros es grande en extremo,
la menor disminución de la demanda origina una crisis. Los tejedores manuales
se encuentran, por decirlo así, situados en los límites de la existencia
humana. Un paso más, y su existencia será imposible. El menor golpe basta para
condenarles a perecer. El progreso de la mecánica, al suprimir más y más el
trabajo manual, reporta indefectiblemente durante la época de transición
numerosos sufrimientos temporales. El bienestar nacional no se puede lograr
sino a costa de determinado número de calamidades individuales. En la industria
no se avanza sino a expensas de los rezagados; de todos los inventos, el telar
de vapor es el que más pesa sobre los tejedores manuales. En la producción de
muchos artículos que antes se hacían a mano, el tejedor ha sido ya desplazado
por completo, y tendrá que correr la misma suerte en la producción de otros
muchos que aún se fabrican a base del trabajo manual”.
“Tengo ante
mis ojos —dice más adelante— una correspondencia del gobernador general con la
compañía de las Indias Orientales. Esta correspondencia se refiere a los
tejedores del distrito de Dacca. El gobernador dice en sus cartas: Hace algunos
años, la compañía de las Indias Orientales compraba de seis a ocho millones de
piezas de algodón, fabricadas en los telares manuales del país. La demanda
descendió de modo gradual, hasta quedar reducida aproximadamente a un millón de
piezas.
En la
actualidad, la demanda ha cesado casi por completo. Además, en 1800, América
del Norte obtuvo de la India cerca de 800.000 piezas de algodón. En 1830 no
recibió ni 4.000. Por último, en 1800 fue embarcado, para su transporte a
Portugal, un millón de piezas de algodón. En 1830, Portugal no recibió más que
20.000.
Los informes
sobre las calamidades de los tejedores indios son terribles. ¿Y cuál es el
origen de estas calamidades?
La presencia
de productos ingleses en el mercado, la producción del artículo por medio de
telares de vapor. Gran número de tejedores han muerto de inanición; el resto ha
pasado a otras ocupaciones y, sobre todo, a las faenas agrícolas. No saber
cambiar de profesión equivale a condenarse a muerte. Y en estos momentos el
distrito de Dacca se ve invadido de tejidos e hilados ingleses. La muselina de
Dacca, famosa en todo el mundo por su belleza y su firme textura, también ha
sido eclipsada por la competencia de las máquinas inglesas. En toda la historia
del comercio sería difícil, tal vez, encontrar sufrimientos semejantes a los
que han tenido que soportar, de este modo, clases enteras en las Indias
Orientales”.
El discurso
del doctor Bowring es tanto más significativo cuanto que los hechos en él
citados son exactos, y las frases con que trata de paliarlos llevan impreso el
sello de la hipocresía común a todos los sermones librecambistas. Presenta a
los obreros como medios de producción que es preciso reemplazar por medios de
producción menos costosos. Finge ver en la rama de trabajo de que habla una
rama completamente excepcional, y en la máquina que ha exterminado a los
tejedores una máquina igualmente excepcional. Olvida que no existe ni una sola
rama del trabajo manual que no pueda experimentar un buen día la suerte de la
tejedura.
“El fin
constante y la tendencia de todo perfeccionamiento en mecánica es, en efecto,
el desplazamiento total del trabajo del hombre o la disminución de su precio,
sustituyendo el trabajo del obrero adulto por el de las mujeres y los niños, o
el del hábil artífice por el del obrero sin calificar. En la mayor parte de las
hilanderías mecánicas —en inglés throstle-mills—, el trabajo es ejecutado exclusivamente
por muchachas de dieciséis años y aun más jóvenes. Como resultado de la
sustitución de la máquina ordinaria de hilar por la máquina automática, la
mayor parte de los hiladores adultos han sido despedidos y sólo han quedado
niños y adolescentes”.
Estas
palabras del doctor Uren, el librecambista más apasionado, sirven para
completar las confesiones del señor Bowring. El señor Bowring habla de algunas
calamidades individuales y dice al mismo tiempo que estas calamidades
individuales hacen sucumbir a clases enteras; habla de sufrimientos pasajeros
en la época de transición, y al mismo tiempo que habla de esto no oculta que
estos sufrimientos pasajeros han significado para la mayoría el paso de la vida
a la muerte, y para los restantes el tránsito de la situación anterior a una
peor. Al afirmar más adelante que las penalidades de los obreros son
inseparables del progreso de la industria y necesarias para el bienestar
nacional, reconoce simplemente que la infelicidad de la clase trabajadora es
condición necesaria para el bienestar de la clase burguesa.
Todo el
consuelo que el señor Bowring prodiga a los obreros que sucumben, y en general
toda la doctrina de compensación que formulan los freetraders, se reducen a lo
siguiente:
Vosotros,
millares de obreros que sucumbís, no debéis desesperar. Podéis morir con toda
tranquilidad. Vuestra clase no perecerá. Será siempre lo bastante numerosa para
que el capital la pueda diezmar sin temor a acabar totalmente con ella. Pero,
además, ¿Cómo queréis que el capital encuentre un empleo útil si no se preocupa
de asegurarse la materia explotable, los obreros, para explotarlos de nuevo?
Pero,
entonces, ¿por qué seguir hablando de la influencia que la realización del
libre cambio ejercerá sobre la situación de la clase obrera? Todas las leyes,
expuestas por los economistas, desde Quesnay hasta Ricardo, se basan en la
suposición de que las trabas que coartan aún el libre cambio han dejado de
existir. Estas leyes se confirman a medida que se realiza el libre cambio. La
primera de ellas consiste en que la competencia reduce el precio de toda
mercancía hasta el mínimo de su coste de producción. Por tanto, el mínimo de
salario es el precio natural del trabajo. ¿Y qué es el mínimo de salario? Es
justamente lo que hace falta para producir los artículos indispensables para el
sustento del obrero, con el fin de que esté en condiciones de alimentarse bien
que mal y propagar a poco que sea su especie.
No saquemos
de aquí la conclusión de que el obrero no podrá recibir más que este mínimo de
salario, y no vayamos a creer tampoco que ha de recibir siempre este mínimo.
No, como
resultado de la acción de esta ley, la clase obrera conocerá a veces momentos
más felices. Habrá ocasiones en que reciba más que el mínimo; pero este
excedente no será más que el suplemento de lo que haya recibido —menos que el
mínimo— durante los tiempos de estancamiento industrial. Esto quiere decir que,
en un determinado lapso de tiempo que es siempre periódico, en el ciclo que
recorre la industria, pasando por las fases de prosperidad, de superproducción,
de estagnación y de crisis, la clase obrera —si se cuenta todo lo que recibe
por encima de lo necesario y todo lo que recibe de menos— no tendrá en suma ni
más ni menos que el mínimo: es decir, la clase obrera se conservará como clase
a pesar de todas las calamidades y de la miseria sufridas, a pesar de los
cadáveres dejados sobre el campo de batalla industrial. Pero, ¿qué importa? La
clase subsiste y, lo que es mejor aún, crecerá en número.
Esto no es
todo. El progreso de la industria produce
medios de existencia menos costosos. Así, el aguardiente ha reemplazado a la
cerveza, el algodón a la lana y el lino, y la patata al pan.
Por tanto,
como se descubren constantemente nuevos medios para alimentar a los obreros con
artículos más baratos y peores, el mínimo de salario disminuye de continuo.
Este salario, que al principio obligaba al hombre a trabajar para vivir, ha
terminado por hacer vivir al hombre una vida de autómata. Su existencia no
tiene otro valor que el de una simple fuerza productiva, y como tal lo trata el
capitalista.
Esta ley del
trabajo mercancía, ley del mínimo de salario, se manifestará más y más a medida
que sea un hecho real y verdadero la suposición de los economistas, el libre
cambio. Así, pues, una de dos: o es preciso negar toda la economía política
basada en el postulado del libre cambio, o bien hay que convenir en que, bajo
este libre cambio, los obreros habrán de experimentar todo el rigor de las
leyes económicas.
Resumamos:
¿Qué es, pues, el libre cambio en el estado actual de la sociedad? Es la
libertad del capital. Cuando hayáis hecho desaparecer las pocas trabas
nacionales que aún obstaculizan la marcha del capital, no habréis hecho más que
concederle plena libertad de acción. Por favorables que sean las condiciones en
que se haga el intercambio de una mercancía por otra, mientras subsistan las
relaciones entre el trabajo asalariado y el capital, siempre existirán la clase
de los explotadores y la clase de los explotados. Verdaderamente es difícil
comprender la pretensión de los librecambistas, que se imaginan que un empleo
más ventajoso del capital hará desaparecer el antagonismo entre los
capitalistas industriales y los trabajadores asalariados, Por el contrario,
ello no puede acarrear sino una manifestación aún más neta de la oposición
entre estas dos clases.
Admitid por
un instante que no existen ya ni leyes cerealistas, ni aduanas, ni arbitrios
municipales, en una palabra, que han desaparecido por completo todas las
circunstancias accidentales que el obrero podía tomar aún como las causas de su
situación miserable, y habréis desgarrado todos los velos que no le permitían
ver a su verdadero enemigo.
El obrero
comprobará entonces que el capital, desembarazado de toda traba, le reporta no
menos esclavitud que el capital coartado por los derechos de aduanas.
Señores: No
os dejéis engañar por la palabra abstracta de libertad. ¿Libertad de quién?
No es la libertad de cada individuo con relación a otro individuo. Es la libertad del capital para machacar al
trabajador.
¿Cómo podéis
refrendar la libre concurrencia con la idea de libertad, cuando esta libertad
no es más que el producto de un estado de cosas basado en la libre
concurrencia?
Hemos
mostrado el género de fraternidad que el libre cambio engendra entre las
diferentes clases de una misma nación. La fraternidad que el libre cambio
establecería entre las diferentes naciones de la tierra no sería más fraternal.
Designar con el nombre de fraternidad universal la explotación en su aspecto
cosmopolita, es una idea que sólo podía nacer en el seno de la burguesía. Todos
los fenómenos destructores suscitados por la libre concurrencia en el interior
de un país se reproducen en proporciones más gigantescas en el mercado mundial.
No necesitamos detenernos por más tiempo en los sofismas que difunden a este
propósito los librecambistas y que tienen tanto valor como los argumentos de
nuestros tres laureados, los señores Hope, Morse y Greg.
Se nos dice,
por ejemplo, que el libre cambio hará nacer una división internacional del
trabajo, determinando para cada país el género de producción que corresponda a
sus ventajas naturales.
Pensaréis,
tal vez, señores, que la producción de café y de azúcar es el destino natural
de las Indias Occidentales.
Hace dos
siglos, la naturaleza, que apenas tiene que ver con el comercio, no había
plantado allí ni el árbol del café ni la caña de azúcar.
No pasará,
tal vez, medio siglo y ya no encontraréis allí ni café ni azúcar, puesto que
las Indias Orientales, gracias a su producción más barata, discuten ya con
ventaja a las Indias Occidentales su pretendido destino natural. Y estas Indias
Occidentales, con sus dones naturales, son ya para los ingleses una carga tan
pesada como los tejedores de Dacca, que también estaban destinados, desde
tiempos inmemoriales, a tejer a mano.
Hay otra
circunstancia que no debe perderse de vista: como todo ha pasado a ser
monopolio, existen en nuestros días algunas ramas de industria que predominan
sobre todas las demás y que aseguran a los pueblos que más se dedican a ellas
el dominio en el mercado mundial. Así, por ejemplo, en el comercio
internacional el algodón tiene más valor comercial que todas las demás materias
primas juntas empleadas en la fabricación de vestidos, Causa verdaderamente
risa ver cómo los librecambistas escogen algunos tipos especiales de producción
en cada rama industrial para colocarlos en la balanza con los productos de use
común, que se fabrican a más bajo coste en los países donde la industria ha
alcanzado el mayor desarrollo.
Nada de
extraño tiene que los librecambistas sean incapaces de comprender cómo un país
puede enriquecerse a costa de otro, pues estos mismos señores tampoco quieren
comprender cómo en el interior de un país una clase puede enriquecerse a costa
de otra.
No creáis,
señores, que al criticar la libertad comercial tengamos el propósito de
defender el sistema proteccionista.
Se puede ser
enemigo del régimen constitucional sin ser partidario del viejo régimen.
Por lo
demás, el sistema proteccionista no es sino un medio de establecer en un pueblo
la gran industria, es decir, de hacerle depender del mercado mundial; pero
desde el momento en que depende del mercado mundial, depende ya más o menos del
libre cambio. Además, el sistema proteccionista contribuye a desarrollar la
libre concurrencia en el interior de un país. Por eso vemos que, en los países
donde la burguesía comienza a hacerse valer como clase, en Alemania, por
ejemplo, realiza grandes esfuerzos para lograr aranceles protectores. Para ella
son armas contra el feudalismo y contra el poder absoluto; son para ella un
medio de concentrar sus fuerzas y de realizar el libre cambio en el interior
del propio país.
Pero, en
general, el sistema proteccionista es en nuestros días conservador, mientras
que el sistema del libre cambio es destructor. Corroe las viejas nacionalidades
y lleva al extremo el antagonismo entre la burguesía y el proletariado. En una palabra, el sistema de la libertad de
comercio acelera la revolución social. Y sólo en este sentido revolucionario,
yo voto, señores, a favor del libre cambio.
______________________
[1] Discurso sobre el libre cambio fue
publicado en Bruselas a comienzos de febrero de 1848 en francés. Fue
traducido ese mismo año al alemán y editado en Alemania por Joseph Weydemeyer,
amigo de Marx y Engels. En 1885, por deseo de Engels, este trabajo fue
incorporado como apéndice a la primera edición alemana de la Miseria de
la Filosofía.
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