Momentos estelares de la humanidad es un libro de pasajes de
historia novelados escrita por Stefan Zweig.
Momentos
estelares de la humanidad: El tren de libre circulación - Stefan Zweig
En el libro
del escritor suizo Stefan Zweig , Momentos estelares de la
humanidad, en el cual trabajó durante más de veinte años en el que retrata los
14 acontecimientos de la historia mundial más importantes desde su punto de
vista.
El penúltimo relato de esos momentos históricos, “El tren libre de circulación”, Zweig lo dedica a la llegada de Lenin en tren a la Estación de Finlandia. Cuenta desde que Lenin “con regularidad constante va cada día a las nueve de la mañana a la biblioteca pública, permaneciendo en ella hasta las doce, hora en que ésta se cierra. A los diez minutos está ya en su casa para tomar su frugal comida, y vuelve a salir a la una menos diez para ser nuevamente el primero en llegar a la biblioteca, donde permanece hasta las seis de la tarde” hasta su llegada a Petrogrado y el comienzo de los “diez días que cambiaron el mundo”.
Momentos estelares de la humanidad
El tren de libre circulación
Lenin, 9 de abril de 1917
El
huésped del zapatero remendón
SUIZA, oasis de paz, refugio de toda clase de gente durante la primera guerra mundial, se convirtió desde 1915 a 1918 en escenario de una emocionante novela detectivesca. En los hoteles de lujo se cruzaban con fría indiferencia, como si no se conocieran, los embajadores de las potencias beligerantes, que un año atrás jugaban amistosamente al bridge. Salen y entran continuamente de sus habitaciones toda una serie de impenetrables figuras: delegados, secretarios, agregados diplomáticos, hombres de negocios, damas, ocupados en misiones secretas. Ante los hoteles se ven lujosos automóviles con matrículas extranjeras, de los cuales descienden industriales, periodistas y, al parecer, casuales turistas.
SUIZA, oasis de paz, refugio de toda clase de gente durante la primera guerra mundial, se convirtió desde 1915 a 1918 en escenario de una emocionante novela detectivesca. En los hoteles de lujo se cruzaban con fría indiferencia, como si no se conocieran, los embajadores de las potencias beligerantes, que un año atrás jugaban amistosamente al bridge. Salen y entran continuamente de sus habitaciones toda una serie de impenetrables figuras: delegados, secretarios, agregados diplomáticos, hombres de negocios, damas, ocupados en misiones secretas. Ante los hoteles se ven lujosos automóviles con matrículas extranjeras, de los cuales descienden industriales, periodistas y, al parecer, casuales turistas.
Pero casi todos ellos tienen la misma misión: enterarse de algo, descubrir algo. Y también el conserje, el botones que los conduce a sus habitaciones, la mujer de la limpieza, han recibido el encargo de vigilar, de escuchar lo que puedan. Por todas partes luchan, en una guerra sorda e invisible, unos contra otros, hora en los hoteles, en las pensiones, en las oficinas de correos, en los cafés. Lo que llaman propaganda es, en gran parte, espionaje; lo que se disfraza de amor, traición; cualquiera de los negocios declarados de todos aquellos apresurados visitantes resultan un segundo o un tercer negocio completamente distinto.
Todo es motivo de observación, todos los movimientos son vigilados. Si un alemán pisa el suelo de Zürich, lo sabe inmediatamente la embajada enemiga en Berna, y al cabo de una hora se enteran en París. Las grandes y pequeñas agencias envían cada día a los agregados enormes cantidades de papel con informes verídicos o inventados, informes que ellos se encargan de difundir luego. Las paredes parecen transparentes; se escuchan todas las conversaciones telefónicas. De los trozos de papel de las papeleras y las huellas de tinta impresas en los papeles secantes se pretende rehacer la correspondencia que puede interesar. Es tal el maremágnum, que hay muchos que ni ellos mismos saben lo que son, si perseguidores o perseguidos, espías o espiados, traicionados o traidores.
Sin embargo,
hay un hombre de quien nadie dice nada, quizá porque no llama la atención y no
habita en ningún gran hotel, ni frecuenta los cafés, ni asiste a ningún acto de
propaganda, sino que vive retirado con su esposa en casa de un zapatero
remendón. Contiguo al Limmat, en la Spiegelgasse, viejo y angosto callejón,
habita en el segundo piso de una de aquellas casas de la ciudad antigua, de
sólida construcción, rematada por un tejado y ennegrecida por el tiempo y por
el humo que sale de una fábrica de embutidos que está en el patio de la casa.
Tiene por vecinos a una panadera, a un italiano y a un actor teatral austriaco.
Como es poco comunicativo, los otros inquilinos apenas saben más de él que su
condición de ruso y que tiene un nombre difícil de pronunciar. La patrona puede
darse perfecta cuenta de que hace muchos años que su huésped huyó de su patria,
que no dispone de mucho dinero y que no se dedica a ningún negocio lucrativo,
por lo parco de su alimentación y la modestia, rayana en la miseria, de los
vestidos de ambos cónyuges, que no precisan de grandes maletas para su
transporte, ya que no alcanzan a colmar el cesto que trajeron consigo cuando
llegaron.
Este hombre, pues, pasa inadvertido, lo cual es muy comprensible, dada su reservada manera de vivir. Evita toda compañía. Las gentes de aquella casa tienen pocas ocasiones de ver la acerada y oscura mirada de sus oblicuos ojos. Visitas apenas recibe. Pero con regularidad constante va cada día a las nueve de la mañana a la biblioteca pública, permaneciendo en ella hasta las doce, hora en que ésta se cierra. A los diez minutos está ya en su casa para tomar su frugal comida, y vuelve a salir a la una menos diez para ser nuevamente el primero en llegar a la biblioteca, donde permanece hasta las seis de la tarde.
Los reporteros y agentes de noticias sólo se fijan en los hombres que se mueven mucho, sin darse cuenta de que son siempre los solitarios, los ávidos de sabiduría, los que encierran ideas revolucionarias, y no se interesan por aquel insignificante individuo que vive en casa de un zapatero. En los círculos socialistas se sabe de él que fue redactor en Londres de un pequeño diario de tendencias radicales publicado por los emigrados rusos, y que en San Petersburgo se le cree el jefe de cierto partido aislado del que es preferible no acordarse; pero como habla dura y despectivamente de las personas más destacadas del partido socialista, considerando equivocados sus planes, y como se manifiesta intransigente y por completo opuesto a toda conciliación, no se preocupan mucho de él. Claro está que convoca de vez en cuando, por la noche, alguna reunión en un café proletario, pero sólo acuden a ella unas quince o veinte personas, jóvenes en su mayoría, y por lo tanto se considera a aquellos solitarios individuos como el resto de esos emigrados cuyos cerebros se exaltan a base de abundante té y muchas discusiones. Nadie concede importancia al hombrecillo de frente voluntariosa; no hay persona en Zürich capaz de querer grabar en su memoria el nombre del célebre huésped del zapatero, de ese Vladimiro Ilitch Ulianov. Y si por entonces alguno de los lujosos automóviles que iban apresuradamente de embajada en embajada lo atropellara, causándole la muerte en plena calle, tampoco el mundo le hubiera reconocido ni bajo el nombre de Ulianov ni por el de Lenin.
¿Realización?
Un día, sin embargo, el 15 de marzo de 1917, el bibliotecario de Zürich advierte con extrañeza que, a pesar de que las saetas del reloj marcan las nueve, el puesto que acostumbraba ocupar el misterioso individuo está vacío. Pasan las nueve y media, las diez, pero aquel lector incansable, aquel devorador de libros, no comparece, ni comparecerá jamás. Y es que, camino de la biblioteca, uno de sus amigos rusos le ha dado la noticia de que en Rusia había estallado la revolución. Lenin, al principio, no quería creerlo; está como anonadado ante semejante nueva. Pero luego, con sus característicos pasos, cortos y firmes, se precipita hacia el quiosco de periódicos situado a la orilla del lago, y tanto allí como ante la redacción del periódico espera la confirmación del trascendental acontecimiento durante horas y horas, días y días. Pero sí, la noticia era fidedigna. Cada vez se convence más de ello. Primero fue un simple rumor de que había ocurrido algo en el palacio de los zares. Se habló luego de un total cambio de Ministerio, y más tarde de la abdicación del Zar, de la instauración de una regencia provisional, la Duma, la libertad del pueblo ruso, la amnistía de los presos políticos... Todo, todo aquello que desde hacía años venía él soñando, todo aquello por lo cual había trabajado durante veinte años en organizaciones secretas, en la cárcel, en Siberia, en el destierro, se había cumplido. Y de pronto tiene la impresión de que los millones de hombres muertos en la guerra no habían caído inútilmente. Ya no le parecen víctimas sin sentido. Este hombre, soñador y calculador a la vez, frío y cauteloso, se siente como embriagado. Y, como él, se estremecen de emoción y sienten inmenso júbilo muchos otros desterrados que habitan en humildes viviendas en Ginebra, en Lausana y en Berna.
¡Oh, poder volver a la patria, regresar a Rusia! Y regresar no con nombres y pasaportes falsos, no con peligro de muerte, al Imperio de los Zares, sino como ciudadanos libres a un país libre. Todos preparan ya su mísero equipaje, puesto que los periódicos publican un telegrama de Gorki, redactado en términos lacónicos, que dice así: «Regresad todos a la patria.» Envían cartas y telegramas a múltiples direcciones. ¡Oh felicidad inmensa! Poder regresar, concentrarse todos y volver a ofrendar otra vez la vida, que habían ya dedicado desde las primeras horas lúcidas de su existencia, a la inmensa obra: la revolución rusa.
Decepción
Al cabo de algunos días llega la noticia que es para ellos como una consternadota sentencia: la revolución rusa, que había conmovido sus corazones profundamente, no es la revolución que habían soñado, no es ninguna revolución propiamente rusa. Ha sido simplemente un alzamiento palaciego contra el Zar, urdido por diplomáticos ingleses y franceses, para impedir que el Zar concertara una paz por separado con Alemania. No, no era la revolución del pueblo, que pretende la paz y la consecución de sus derechos. No, no es la revolución por la que vivieron y por la que están dispuestos a morir, sino una intriga de partidos bélicos, de generales y de imperialistas, que no quieren estorbos en sus planes.
Y presto reconocen Lenin y los suyos que la invitación a volver a la patria no afecta a todos aquellos que quieren la verdadera y radical revolución marxista. Incluso Miliukov y otros liberales han dado orden ya para que se retrase su regreso. Y mientras socialistas moderados como Plechanov, necesarios para la continuación de la guerra, son conducidos de Inglaterra a San Petersburgo con todos los honores en un torpedero, retienen a Trotsky en Halifax y a los otros radicales en la frontera. En todos los Estados de la En ente hay listas negras con los nombres de los participantes en el Congreso de la Tercera Internacional en Zimmerwald. Desconcertado, Lenin envía telegrama tras telegrama a San Petersburgo, pero o bien son interceptados o quedan sin despachar. Lo que en Zürich se ignora, y apenas hay quien lo sepa en Europa, lo conocen a fondo en Rusia: el peligro que representa para sus contrarios aquel hombre al parecer insignificante que se llama Vladimiro Ilitch Lenin. La desesperación de los «fichados » por no poder regresar no tiene límites. Desde años y años han estado planeando la estrategia de su revolución rusa en las sesiones memorables de su Estado Mayor en Londres, en París y en Viena. Han sopesado, estudiado y discutido cada uno de los detalles de la organización. En abierto debate han equilibrado por espacio de varios decenios, en sus publicaciones teóricas y prácticas, las dificultades, los peligros, las posibilidades. Ese hombre ha estado toda su vida revisándolas una y otra vez hasta llegar a una conclusión definitiva. Y ahora, hallándose retenido en Suiza, ha de ver cómo esa revolución que era «suya» es desvirtuada por otros, cómo la idea, para él santa, de la liberación del pueblo se supeditaba al servicio de naciones e intereses extranjeros. Existe cierta curiosa analogía entre el destino de Lenin y Hindenburg, pues éste, después de pasarse cuarenta años realizando maniobras estratégicas en supuestos campos de batalla rusos, al estallar la guerra se ve obligado a permanecer en casa vestido de paisano y a seguir con banderitas sobre un mapa los avances y retrocesos del ejército mandado por otros generales. En aquellos días de desconcierto, las ideas más fantásticas y disparatadas pasaron por el cerebro del hombre realista que fue siempre Lenin. ¿No podría alquilarse un avión que salvara la distancia sobre Alemania y Austria? Pero el primero que se le ofreció para tal empresa resultó ser un espía. Cada vez se van haciendo más descabelladas y confusas las ideas de la fuga. Escribe a Suecia para que le procuren un pasaporte sueco, pensando hacerse pasar por mudo para no tener que dar explicaciones. Como es natural, por la mañana, tras aquellas noches de desenfrenada fantasía, el mismo Lenin se da cuenta de lo irrealizable que son semejantes sueños. Pero tiene una obligación que no puede eludir: ha de regresar a Rusia, ha de hacer su propia revolución en lugar de la otra; ha de llevar a cabo la auténtica revolución, la revolución honrada, en lugar de la revolución meramente política. Tiene que regresar a la patria lo antes posible. ¡A toda costa! Caso de obtener una paz inmediata por su mediación, asumirá una tremenda responsabilidad que implacablemente le tendrá en cuenta la Historia por haber impedido la paz justa y victoriosa de Rusia. No sólo los revolucionarios tibios, sino los que comparten incondicionalmente sus ideas, quedan horrorizados cuando les da cuenta de lo que se propone hacer, o sea escoger el medio, el camino más difícil y más comprometido. Consternados, le indican que existen ya negociaciones a través de los socialdemócratas suizos para conseguir el regreso de los revolucionarios rusos por el camino legal y neutral del intercambio de prisioneros. Pero Lenin ve inmediatamente el tiempo que se perderá utilizando aquel camino, máxime estando seguro de que el Gobierno ruso procurará retardar el regreso cuanto sea posible. Además, cree que cada día y cada hora que pasan son decisivos. Él sólo ve el fin que persigue, mientras los demás, menos cínicos y menos audaces, no se atreven a decidirse a llevar a cabo lo que desde todos los puntos de vista, leyes y ética humanos no deja de ser una traición. Pero Lenin, resuelto, inicia bajo su responsabilidad personal las negociaciones con el Gobierno alemán.
El Celebre Pacto
Justamente porque Lenin sabía muy bien lo escandaloso y trascendental que era el paso que iba a dar, quiso obrar con la máxima claridad. A instancias suyas, el secretario del Sindicato Obrero Suizo, Fritz Platten, visita al embajador alemán, que antes ya había tratado en términos generales con los emigrados rusos, y le expone las condiciones de Lenin. Porque aquel insignificante y desconocido desterrado, como si previese su futura autoridad, no se dirige al Gobierno alemán en tono suplicante, sino que le presenta sus condiciones bajo las cuales los viajeros estarían dispuestos a aceptar la conformidad del Gobierno alemán y que son éstas: Que se le conceda al vagón en que viajan el derecho de extraterritorialidad; que ni la entrada ni a la salida de Alemania se ejerza inspección de pasaportes y personas; que puedan pagar por sí mismos el importe del billete del ferrocarril según la tarifa corriente establecida, y, por último, que ni por orden superior ni por propia iniciativa saldrán del vagón. El ministro Romberg dio curso a estas noticias. Llegaron a conocimiento incluso de Ludendorff, y merecieron su apoyo, aunque en sus memorias no se lee ni una palabra sobre esta decisión de tanta trascendencia histórica, quizá la más importante de su vida. En algunos detalles pretende el embajador obtener alguna modificación, pues el protocolo está redactado astutamente por Lenin en forma tan ambigua que se presta a que en el famoso tren puedan viajar sin fiscalización de ninguna clase no solamente rusos, sino incluso un austríaco, como Radek. Pero, igual que Lenin, el Gobierno alemán también tiene prisa. Por aquellos días, precisamente el 5 de abril, los Estados Unidos de América declaran la guerra a Alemania. Y Fritz Platten, secretario del Sindicato Obrero Suizo, recibe por fin, el 6 de abril al mediodía, la memorable comunicación: «Asunto resuelto favorablemente.» El 9 de abril de 1917, a las dos y media de la tarde, un reducido grupo de gente mal vestida, cargada con sus maletas, sale del restaurante Zähringer Hof hacia la estación de Zürich. Suman en total treinta y dos personas, incluyendo mujeres y niños. De los hombres sólo ha perdurado el nombre de tres de ellos: Lenin, Grigori Zinóviev y Karl Radek. Todos juntos comieron modestamente y firmaron un documento en el que manifestaban que conocen la publicación de la noticia por parte del Petit Parisien, según la cual el Gobierno provisional de Rusia piensa considerar a los viajeros que atraviesen Alemania como reos de alta traición. Firmaron con desmañada letra que aceptaban la plena responsabilidad que puede derivarse de aquel viaje y que se avenían a todas las condiciones. Y silenciosa y resueltamente, aquellos hombres emprenden el viaje que ha de repercutir en la historia del mundo. Su llegada a la estación no suscitó curiosidad alguna por parte de nadie. No comparecieron ni reporteros ni fotógrafos. Y es que ¿quién conoce en Suiza a aquel tal señor Ulianov que, tocado con un deformado sombrero, vistiendo una raída chaqueta y calzado con unas pesadas botas de montaña, busca en silencio un sitio en el vagón, entre el apiñado montón de hombres y mujeres cargados con fardos y cestos? Por su aspecto, en nada se diferencian estas gentes de los numerosísimos emigrantes que, procedentes de Yugoslavia, Rutenia y Rumania, suelen verse en la estación de Zürich sentados en sus equipajes, gozando de unas horas de descanso mientras esperan poder continuar el viaje hasta el litoral francés y de allí a ultramar. El Partido Obrero Suizo, que no está conforme con semejante aventura, no ha enviado a ningún representante suyo. Sólo han acudido a despedirlos unos cuantos rusos que aprovechan la ocasión para enviar algunas provisiones y saludos a los familiares que tienen en la patria, y también ciertos compañeros que en el último momento intentan aún disuadir a Lenin de la insensata y peligrosa empresa. Pero la decisión estaba tomada. A las tres y diez de la tarde dan la señal de salida. Y el tren parte en dirección a Gottmadingen, la frontera alemana. Desde aquella memorable hora, el mundo seguirá un rumbo distinto.
El Vagón Precintado.
Millones de aniquiladores proyectiles se dispararon durante la guerra mundial, ideados por ingenieros para que tuvieran el máximo alcance y la máxima potencia. Pero ninguno de ellos tuvo mayor alcance, más decisiva intervención en el destino de la Historia, que ese tren que, transportando a los revolucionarios más peligrosos y más resueltos del siglo, corre velozmente ahora desde la frontera suiza a través de toda Alemania, facilitándoles su vuelta a Rusia, a San Petersburgo, donde harán saltar hecho añicos el orden establecido hasta entonces. En Gottmadingen espera la llegada de ese extraordinario proyectil un vagón con departamentos de segunda y tercera clase; las mujeres y los niños ocupan los de segunda; los de tercera, los hombres. En el suelo, una raya trazada con yeso limita y separa la parte ocupada por los rusos del departamento donde van los dos oficiales alemanes que custodian aquel transporte de explosivos humanos. Transcurre la noche sin incidentes. Sólo al llegar a Francfort irrumpen de pronto en la estación algunos soldados alemanes que se habían enterado del paso de los revolucionarios rusos, y es rechazado totalmente un intento de los socialdemócratas germanos para entenderse con los rusos. Lenin sabe muy bien las sospechas que se atraería si cambiara una sola palabra con algún alemán en su propio suelo.
En Suecia son recibidos con entusiasmo. Hambrientos devoran los viajeros el desayuno preparado al estilo del país para ellos. Los smorgas les saben a gloria. Lenin se provee de otro calzado y algunas prendas de vestir. Al fin se encuentra en la frontera rusa.
Efecto del Proyectil
Lo primero que hace Lenin al llegar al territorio ruso es muy propio de él: no va a ver a las gentes aisladamente, sino que se apresura ante todo a visitar las redacciones de algunos periódicos. Hace catorce años que falta de su patria, que no ha visto la tierra rusa, ni la bandera de la nación, ni los uniformes de los soldados. Pero, distinto a los demás compañeros del viaje, aquel férreo idealista no lloró, ni abrazó a los sorprendidos soldados, como hicieron las mujeres. No, lo primero para él era correr a las redacciones de los periódicos, sobre todo a la de Pravda, para comprobar si «su periódico» sabe mantener firmemente su punto de vista internacional. Indignado, rompe el ejemplar después de leerlo.
No, no es bastante, todavía no se subraya debidamente la auténtica revolución, todavía destila patriotismo, patriotería. Ha llegado a tiempo, a su modo de ver, para tomar la dirección del asunto y luchar por sus ideas hasta triunfar o ser derrotado. Pero ¿lo conseguirá? Por última vez siente todavía cierta angustiosa inquietud. ¿No procurará Miliukov hacerle encarcelar allí mismo, en Petrogrado? (Aunque por poco tiempo, la ciudad se llama aún así.) Los amigos que acuden a su encuentro están ya en el tren.
Kamenev y Stalin sonríen de un modo inescrutable en el oscuro departamento de tercera clase, vagamente iluminado por la mortecina luz de un farol. No le contestan o no quieren contestar. Pero la respuesta, que la realidad se encarga de dar, es insospechada. Cuando el tren entra en agujas en una estación finlandesa, la inmensa plaza está llena de gente. Pueden contarse por millares los obreros; representaciones de todos los cuerpos armados esperan para rendir honores a los desterrados que vuelven a la patria. Resuena la « Internacional».
Y cuando Vladimiro Ilitch Ulianov desciende del tren, aquel hombre insignificante que hasta hace poco vivía en Suiza en casa de un zapatero remendón, es aplaudido por una ingente multitud y llevado en hombros hasta un automóvil blindado. Los reflectores instalados en las fachadas de las casas y en el castillo se concentran sobre él, y desde aquel coche blindado dirige su primer discurso al pueblo. Bulle animadamente el gentío por las calles. Ha comenzado el «ciclo de diez días que lo trastorna todo». El proyectil ha dado en el blanco, ha destruido un imperio y cambiado la faz del mundo.
El tren precintado, de Stefan Zweig.
El texto,
breve, pertenece al maravilloso libro de relatos del autor citado, “Momentos
estelares de la humanidad”. Zweig no era un comunista sino un hombre de
ideas progresistas que vio en la revolución de Octubre y en el ánimo del grupo
que encabezaba Lenin una hermosa y justa voluntad de cambiar el mundo. En “el
tren precintado” el autor nos cuenta el viaje desde Suiza hasta la Estación de
Helsinki, en San Peterburgo, de Lenin y una treintena de camaradas suyos, con
sus dudas y temores antes de la partida y sus esperanzas de redención de los
explotados y oprimidos en la Rusia que habían tenido que abandonar, perseguidos
por la policía zarista
EL TREN PRECINTADO STEFAN ZWEIG
EL HOMBRE QUE SE ALOJABA EN CASA DEL
ZAPATERO REMENDÓN
Suiza, la
pequeña isla de paz cuyas costas eran azotadas de todos lados por las
rompientes de la Guerra Mundial, fue durante los años 1915, 1916, 1917 y 1918,
la escena ininterrumpida de una novela policíaca excitante. En los hoteles a la
moda, los enviados de las potencias beligerantes, que un año antes habían
jugado juntos al bridge en los términos más amistosos y habían cambiado
invitaciones para banquetes, pasaban ahora unos al lado de los otros sin un
leve saludo, como si fueran desconocidos. De sus departamentos salía un tren de
figuras sin mayor relieve -delegados, secretarios, hombres de negocios, damas
con velillo o descubiertas-, pero comprometidos, uno y todos, en comisiones
secretas. Abajo se movían hermosos automóviles decorados con insignias
extranjeras y, cuando se detenían, desembuchaban industriales, periodistas,
virtuosos, o personas que pretendían que sólo viajaban por entretenimiento.
Pero en casi todos los casos tenían la misma comisión: reunir informaciones,
espiar el terreno. Los mismos porteadores que servían a tales personas, las
criadas que limpiaban las habitaciones, estaban igualmente sobornados para
observar y oír. En todas partes rivalizaban una con otra las organizaciones: en
las tabernas, en las casas de huéspedes, en las oficinas de correo, en los cafés.
Lo que pasaba como propaganda era más de la mitad espionaje; la traición se
cubría con la máscara del amor; y detrás de la ocupación declarada de la
mayoría de estos apresurados visitantes se escondían una segunda o una tercera
que era desconocida. Todo se informaba, todo era inspeccionado, Apenas un
alemán de cualquier posición podía poner el pie en Zurich sin que se enviara
instantáneamente a Berna, y una hora más tarde a París, un informe sobre su
llegada. Volúmenes completos de informaciones verdaderas o no eran enviados
diariamente por agentes grandes y pequeños a los agregados, y eran pasados por
éstos a sus jefes. Las paredes eran tan transparentes como el cristal, los
teléfonos estaban conectados; con los residuos de las cestas papeleras y de las
hojas de papel secante se reconstruía cuidadosamente la correspondencia; y tan
loca llegó a ser la baraúnda, que muchos de los comprendidos en ella no podían
ya saber si eran cazadores o cazados, espías o espiados, traidores o
traicionados.
Sólo respecto
a un extranjero en Suiza se informó escasamente en aquellos días, acaso porque
se destacaba tan poco, nunca entró en un hotel elegante, jamás se sentó en un
café ni asistió a una reunión propagandista, sino que vivía retirado con su
esposa en la casa de un zapatero de viejo en que se alojaba. Sus habitaciones
estaban en la Spíegelgasse, cercana al Limmat, en el segundo piso de una de las
casas de vecinos sólidamente construidas de la Ciudad Vieja, de fachada
embarrada, parte por la edad y parte por los humos de la pequeña fábrica de
salchichas que trabajaba debajo de las ventanas. Sus vecinos eran la esposa de
un panadero, un italiano, y un actor austríaco; y sólo sabían de él (por ser
muy poco comunicativo) que era un ruso con un nombre casi impronunciable. Tal
vez la mujer del zapatero, la huéspeda, sabía algo más que los otros: que había
sido durante años un refugiado, y que se hallaba en circunstancias difíciles
por no tener un trabajo lucrativo. Todo esto fue deducido en parte de las
exiguas comidas y las raídas ropas de los dos rusos, cuyas pertenencias totales
apenas llenaban el maltratado baúl con que habían llegado allí.
El hombre,
bajo y fuerte, tenía un aspecto nada llamativa y era visible que deseaba pasar
inadvertido. Esquivaba la sociedad; sus vecinos rara vez podían captar una
mirada de sus ojos oscuros, pero agudos y estrechos; y muy pocos visitantes
llegaban a verlo. Regularmente, día tras día, iba a la biblioteca pública a las
nueve y estaba allí hasta mediodía, hora en que se cerraba. A las doce y diez
estaba de regreso en su casa, para salir a las trece y diez y ser de los
primeros en llegar de nuevo a la biblioteca en donde se quedaba hasta las
dieciocho. Pero como los agentes de los varios beligerantes que se encontraban
en la Confederación seguían los pasos únicamente a los locuaces, y no sabían
que, invariablemente, el solitario, el que lee mucho y aprende mucho es más
peligroso y el que muy probablemente revoluciona al mundo, no escribieron
informaciones acerca de este hombre que pasaba inadvertido y se alojaba en la
casa del zapatero remendón. No se conocía mucho de él en los círculos
socialistas, salvo que en Londres había sido editor de un periodiquito sin
importancia de tendencia revolucionaria y de escasa circulación entre los refugiados
rusos; que antes de salir de San Petersburgo había sido líder de una fracción
cuyo nombre, como el propio, era impronunciable; que hablaba dura y
desdeñosamente de los miembros más respetados del partido socialista,
declarando que sus métodos eran absolutamente equivocados; que él era
inasequible, pendenciero e intransigente. Por lo tanto, era natural que se
preocuparan por él muy poco. A las reuniones a que él concurría, una que otra
vez, en un pequeño café de obreros, asistían sólo contadas personas, quince o
veinte cuando más y, como regla general, jóvenes. El salvaje camarada estaba
encasillado como uno de los numerosos refugiados rusos que aguzan su ingenio
con mucho té y discusiones interminables. ¿Cómo podría el obstinado hombrecito
ser importante? En todo caso no llegaban a tres docenas las personas que en
Zurich conocían el nombre de Vladimir Ulich Ulianov, el inquilino del zapatero
remendón. Si uno de aquellos hermosos automóviles que, en tales días, corrían
de embajada en embajada le hubiera atropellado en la calle y cortado
prematuramente su vida, el mundo en general, también, no habría oído hablar
jamás de él bajo el nombre de Ulianov o de Lenin.
REALIZACIÓN...
Un día -fue
el 15 de marzo de 1917- el empleado de la biblioteca de Zurich quedó un poco
sorprendido. Habían sonado las nueve y el lugar del más puntual de los lectores
estaba vacío. Pasó media hora, dieron las diez, pero el infatigable lector no
había llegado y no llegaría más. Porque cuando se dirigía aquella mañana a la
biblioteca se le acercó un amigo, más aún, le cerró el paso, dándole la noticia
de que había estallado en Rusia la revolución.
Lenin, al
principio, no podía creer tales nuevas. Las recibió como si hubiera sido un trueno.
Después, con cortas y rápidas zancadas se dirigió al quiosco situado frente al
lago, donde, afuera de la agencia de diarios, esperó hora tras hora, día tras
día. Sí, era verdad, se fue haciendo más gloriosamente verdad a medida que
transcurría el tiempo. Primeramente pareció que no sería más que una revolución
palaciega o un simple cambio de ministerio. No, el Zar había abdicado; se había
nombrado un gobierno provisional; se crearía una Duma; la libertad había
llegado a Rusia; se decretó la amnistía para todos los prisioneros políticos.
Esto es lo que él había estado soñando durante años. Tenía realización al fin
todo aquello por lo que él había estado trabajando por espacio de dos décadas:
en sociedades secretas, en las cárceles, en Siberia y en el destierro. Como si,
por arte de magia, pareciera que los millones de muertos caídos en esta guerra,
después de todo, no habían muerto en vano. No fueron hombres sacrificados sin
fruto. Eran mártires en nombre del nuevo reino de libertad, justicia y paz perpetua;
el nuevo reino que sería instalado. Estaba como intoxicado el hombre que hasta
ahora había sido un visionario calculador, frío y sereno. Como él, también
vociferaban expresando . su júbilo los cientos de rusos que ocupaban estrechas
viviendas en Zurich y Ginebra, en Lausana y Berna. Estas nuevas placenteras
significaban que podrían volver a sus hogares. Sin pasaportes forjados, sin
nombres supuestos, sin arriesgar sus vidas, podrían volver a entrar en lo que
había sido el reino del Zar. Retornarían como ciudadanos libres de un país
libre. Prontamente empezaron a empaquetar sus escasos efectos, porque los
diarios habían publicado el lacónico telegrama de Gorki: "Vengan todos al
hogar." Se cambiaban cartas y telegramas en toda dirección: venga a casa,
voy a casa, reunámonos, estemos unidos. Una vez más podían consagrarse
abiertamente a la causa que les había fascinado desde la primera hora
consciente de sus vidas, la causa de la revolución rusa.
...Y DESILUSIÓN
Pero pocos
días después llegaron noticias consternadoras. La revolución rusa, cuyo
advenimiento había elevado sus corazones como llevados en alas de águilas, no
era la revolución con que habían soñado, no era la revolución por completo.
Había sido nada más que un alzamiento palaciego contra el Zar, un alzamiento
fomentado por los diplomáticos británicos y franceses, cuyo propósito era
impedir que Nicolás firmara por separado la paz con Alemania. No era la revolución de pueblo -que quería, en
realidad, la paz, pero también establecer sus propios derechos. No era la
revolución por la que los refugiados rusos habían vivido y estaban dispuestos a
morir; era una intriga de los partidarios de la guerra, de los imperialistas y
los generales que deseaban proseguir sin estor- " bo sus planes. Lenin y
sus amigos se dieron cuenta prontamente de que la invitación a regresar no
comprendía a aquellos refugiados que querían una revolución genuina, radical,
marxiana. Miliukov y otros líderes liberales habían ya dado las órdenes para
que no fueran readmitidos. Mientras que los moderados, socialistas tales como
Plekhanov en cuyos servicios podía confiarse para la prolongación de la guerra,
fueron enviados muy amablemente en torpederos británicos a San Petersburgo, con
guardias de honor, Trotsky era detenido en Halifax y los otros revolucionarios
en las fronteras. En todos los países de la "entente" habían sido
enviadas listas negras a las fronteras conteniendo los nombres de los que
habían tomado parte en el Congreso de Zimmerwald. En vano envió Lenin
telegrama tras telegrama a San Petersburgo. Fueron interceptados o dejados sin
contestación. Lo que se desconocía en Zurich o en otras partes de la Europa
Occidental, era muy bien sabido en Rusia: que Vladimir Ilich Lenin era fuerte,
enérgico, de larga visión y peligroso para sus adversarios.
No tuvo límites
la desilusión de los refugiados impotentes. Por espacio de muchos años, en
reuniones en Londres, París y Viena, habían estado considerando con todo
detalle la estrategia de la revolución rusa. Por décadas habían discutido en
sus periódicos sobre los planes teóricos y prácticos, las dificultades, los peligros,
las posibilidades de sus proyectos. El mismo Lenin, durante toda su vida,
consagró la mayor parte de su tiempo a este tema, revisando los planes de la
revolución una y otra vez hasta haber alcanzado una formulación definitiva.
Ahora, mientras estaba acorralado en Suiza, su revolución iba a ser diluida y desmenuzada
por otros; la santificada noción de hacer de los rusos un pueblo libre iba a
ser envilecida para servir a naciones extranjeras. Por una singular analogía,
Lenin tuvo que sufrir en esta época lo que había sido la triste suerte de
Hindenburg durante las fases de apertura de la guerra. Por cuarenta años
Hindenburg había maniobrado y hecho el juego de guerra con un ojo puesto en la
campaña de Rusia, y luego, cuando estalló el conflicto, fue obligado a estarse
en su casa, en traje civil, y mover banderitas sobre el mapa, registrando las
ganancias y marcando los desatinos de los generales en servicio activo.
Sometido a un esfuerzo similar, Lenin, usualmente un realista de sólidas
convicciones, resolvió en su mente el más loco y más fantástico de los sueños.
¿No podría alquilar un aeroplano y cruzar así por Alemania o Austria? La idea
era enloquecedora. ¿No podría atravesar un país u otro con la ayuda de un
pasaporte falsificado? El primer hombre que se ofreció a ayudarle en esta idea
resultó ser un espía. Su fantasía se extravió más y se hizo más absurda.
Escribió a Suecia pidiendo un pasaporte sueco, intentando fingirse sordomudo
para evitar que su lengua lo denunciara. Por supuesto, después de revolver
tales proyectos descabellados en las noches de insomnio, cuando apuntaba el día
los reconocía impracticables y desatinados. Pero tanto de día como de noche
permanecía convencido de que, de una forma o de otra, debía volver a Rusia.
Debía transformar la revolución rusa en su propia revolución, en vez de
permitir que fuera la de algún otro; debía hacer de ella una revolución
genuina, en vez de una semblanza puramente política. Debía regresar a Rusia,
más pronto o más tarde, costara lo que costara.
¿A TRAVÉS DE
ALEMANIA? ¿SÍ O NO?
Suiza está
cercada por Italia, Francia, Alemania y Austria. El camino a través de los
países aliados estaba cerrado para Lenin porque era un revolucionario, y a
través de Alemania y Austria porque era ruso, uno de los súbditos de una
potencia enemiga. No obstante, por lo absurdo de la situación, tenía más razón
para esperar amistad de la Alemania del Emperador Guillermo que de la Rusia de
Miliukov o la Francia de Poincaré. Cuando los Estados Unidos estaban a punto de
tomar las armas contra ella, Alemania necesitaba paz con Rusia de cualquier
modo y, por consiguiente, un revolucionario capaz de embarazar las gestiones de
los embajadores británico y francés en San Petersburgo era una persona que
podía ser considerada con favor.
Pero para
Lenín envolvería graves responsabilidades la apertura de negociaciones con la
Alemania imperial, un país al que había amenazado e injuriado cientos de veces
en sus escritos. De acuerdo con todos los "standards" morales aceptados,
sería claramente una traición entrar y viajar cruzando un país enemigo con
permiso y con la aprobación de su estado mayor general. Lenin debía saber
perfectamente que con semejante curso de acción comprometería a su partido y su
causa; que él mismo se haría sospechoso de haber sido enviado a Rusia como un
mercenario del gobierno alemán, y que si conseguía éxito en asegurar la paz
inmediata para Rusia su nombre quedaría escrito en la historia como el del
hombre que roba a su país el fruto de la victoria. Era natural, por
consiguiente, que no sólo los revolucionarios fríos de entre los refugiados
rusos, sino aun la mayor parte de los que eran de su misma manera de pensar, se
sintieran ultrajados cuando anunció su determinación de adoptar, en caso
necesario, este método peligroso y comprometedor. Airadamente indicaron que
mediante los buenos oficios de demócratas sociales de Suiza se estaban llevando
a cabo negociaciones para el retorno de los revolucionarios rusos por la vía
legítima y neutral de un cambio de prisioneros. Lenin sabía que este plan era
insufriblemente tedioso, que las autoridades rusas adoptarían todas las
astucias posibles para diferirlo indefinidamente - en un momento en que cada
día, cada hora, era de vital importancia -. El mantuvo fijos sus ojos en el fin
que debía ser alcanzado, mientras que los demás, menos realistas y menos
audaces, rechazaron un plan que, según los "standards"
prevalecientes, era traicionero. Lenin acalló sus escrúpulos y, desconociendo
los argumentos en contrario, se hizo justicia por sí mismo para abrir
negociaciones con el gobierno alemán.
EL PACTO
Precisamente
porque Lenin sabía que su propuesta sería considerada como un desafío y
atraería mucha atención, se puso a trabajar tan abiertamente como era posible.
Siguiendo sus instrucciones, el secretario de la unión obrera de Suiza, Fritz
Platten, se presentó al embajador alemán, quien ya había tenido previamente
tratos con los refugiados suizos, y le expuso las condiciones de Lenin. Este
oscuro refugiado, como si previese la autoridad que ejercería pronto, no se
dirigió al gobierno alemán con una petición sino que anunció, lisa y
llanamente, las condiciones en que él y sus asociados estarían dispuestos a
aceptar la autorización alemana para cruzar el país enemigo. El coche de
ferrocarril en que viajarían gozaría de derechos extraterritoriales. No habría
inspección de pasaportes ni de personas al entrar o salir de Alemania. Los
viajeros pagarían sus pasajes a la tarifa ordinaria acostumbrada. Ninguno de
ellos abandonaría el coche por órdenes de los alemanes ni por propia
iniciativa. El embajador, Romberg, envió en seguida la petición al cuartel
general. Sin el menor titubeo Ludendorff dio su conformidad, aunque sus Memorias
le la Guerra no contienen una sola palabra respecto a una decisión que habría
de resultar de mayor importancia histórica que toda otra de su vida. El
embajador había tratado en vano, hasta ahora, de conseguir modificaciones en el
texto del pacto, que Lenin había redactado a propósito tan ambiguamente que
hasta Radek (un austríaco) podría unirse a los viajeros rusos que no serían
fiscalizados. El hecho es que el gobierno alemán estaba no menos apresurado que
Lenin, ya que los Estados Unidos habían declarado la guerra el 5 de abril. En
consecuencia, al mediodía del 6 de abril, Fritz Platten recibió la memorable
misiva: "Asuntos arreglados como se deseaba." El 9 de abril de 1917,
a las catorce y media, un pequeño grupo de personas mal vestidas, llevando sus
propios equipajes, salieron del restaurante Zahringer Hof para la estación de
Zurich. Eran treinta y dos en total, incluso mujeres y niños. De los hombres,
sólo Lenin, Zinoviev y Radek se hicieron famosos. Después de haber comido un
modesto lunch, firmaron conjuntamente un documento declarando que habían tenido
conocimiento por el Petit Parisien de la determinación del gobierno provisional
ruso de tratar como traidores a todo el que regresara a Rusia por vía de
Alemania. El manuscrito declaraba además que los firmantes aceptaban la
completa responsabilidad del viaje y aprobaban las condiciones en que se
realizaba. Habiendo firmado, tranquila y resueltamente iniciaron un viaje que
la historia habría de considerar transcendental.
Su llegada a
la estación no despertó interés. No estuvieron presentes cronistas de diarios
ni fotógrafos. Nadie en Suiza sabía nada acerca de Herr Ulianov, quien, con un
chambergo de fieltro, un traje raído y botas con clavos (que usó hasta que el
grupo llegó a Suecia), como miembro de una banda de hombres, mujeres y niños
cargados de equipajes, silenciosamente y sin llamar la atención buscaba un
lugar en el tren. No había nada que los distinguiera de los innumerables
refugiados -servios, rutenos y rumanos- a los que se veía con frecuencia en la
estación de Zurich sentados sobre sus cajas de madera tomándose un descanso en
su viaje a Ginebra y más allá. El partido laborista suizo, que desaprobó el
viaje, no envió representante. Sólo concurrieron unos cuantos rusos, algunos
para decirles adiós; otros para llevarles algo de lo poco de que podían
disponer, y algún alimento para los viajeros; algunos para enviar saludos a los
amigos en Rusia; y otros que todavía esperaban disuadir a Lenin de "su
empresa descabellada y criminal". Pero su decisión era irrevocable. A las
15.10 sonó el silbato del guarda, y las ruedas comenzaron a girar mientras que
el tren partía para Gottmandingen, la estación de la frontera alemana. Eran las
15.10 y, desde entonces, el reloj del mundo ha marcado tiempo diferente.
EL TREN
PRECINTADO
En la Guerra
Mundial fueron disparados millones de tiros destructivos - los proyectiles más
poderosos diseñados hasta entonces y del mayor alcance conocido-. Pero ninguno
de ellos fue tan fatal y de tan largo alcance como el tren que estaba por
iniciar el cruce de Alemania desde la frontera suiza, cargado con los
revolucionarios más peligrosos y resueltos del siglo, y con destino a San
Petersburgo, donde harían pedazos el orden existente.
Sobre los
rieles de la estación de Gottmadingen se encontraba este proyectil único,
compuesto de un coche de segunda y tercera clase, en el que las mujeres y los
niños ocupaban la segunda y los hombres la tercera. Trazos de tiza sobre el
terreno marcaban una zona neutral, el territorio de los rusos, como separación
del departamento de los dos oficiales alemanes que acompañaron este transporte
de alto explosivo viviente. El tren se movió sin incidentes durante la noche, y
sólo en Frankfurt se acercaron algunos soldados alemanes que habían oído que
unos revolucionarios rusos estaban en camino a través de Alemania; y una vez
los social-demócratas alemanes trataron de comunicarse con los viajeros, pero
se les impidió el acceso. Lenin no ignoraba con cuánta sospecha se le vería si
cambiaba una sola palabra con un alemán en suelo alemán. En Suecia fueron
recibidos con alegría. Los hambrientos rusos participaron de las golosinas
suecas que se les ofrecieron para almorzar; luego Lenin se quitó las botas
claveteadas, cambiándolas por unos zapatos nuevos que había comprado, así como
un traje. Al fin llegaron a la frontera rusa.
EL PROYECTIL PECA EN EL
BLANCO
La primera
acción de Lenin en suelo ruso fue característica rústica. No prestó atención a
los seres humanos, se lanzó sobre los diarios. Habían transcurrido catorce años
desde su salida de Rusia, desde la última vez que vio tierra rusa, una bandera
rusa o un uniforme ruso. Pero este idealista férreo no derramó lágrimas como
hicieron los otros, no abrazó a los soldados como hicieron las mujeres del
grupo. Lo que él necesitaba eran diarios. Pravda, sobre todos, para ver si el
periódico, su periódico, sostenía firmemente el punto de vista internacional.
Coléricamente arrugó el papel y lo tiró al suelo. No era bastante adicto.
Todavía dislates patrióticos; no lo que él consideraba revolución
verdaderamente roja. "Era tiempo de que yo regresara -pensó-. Tiempo para
poner mis manos en el timón, y guiar el barco a la victoria o a la destrucción...
¿Podré hacerlo?" Estaba ansioso, intranquilo. Si Miliukov le hubiera
puesto en prisión tan pronto como llegó a San Petersburgo ¿habría cambiado el
nombre tanto tiempo llevado por la ciudad? Los amigos que habían llegado a
recibirle, Kamenev y Stalin, sonrieron misteriosamente en el compartimiento de
tercera clase, malamente iluminado; pero no contestaron, o no quisieron
contestar.
La respuesta
dada por los hechos fue sin precedentes. Tan pronto como el tren se detuvo en
la plataforma de la estación finlandesa, la enorme plaza exterior estaba
colmada por obreros en número de decenas de miles y por tropas de todas las
armas, que habían acudido a dar la bienvenida al desterrado que regresaba. Como
una sola voz, la multitud empezó a cantar "La Internacional". Cuando
Vladimir Ilich Ulianov descendió del tren, el hombre que dos o tres días antes
había sido inquilino del zapatero remendón fue levantado por un ciento de manos
y subido a un automóvil blindado. Los focos desde las casas y los fuertes se
concentraban sobre él, y desde el automóvil pronunció su primer discurso al
pueblo. Las calles se estremecían con las aclamaciones, y no tardó mucho en que
tuvieran comienzo los "Diez días que hicieron estremecer al mundo".
El tiro había pegado en el blanco para hacer pedazos un reino, un mundo.
El tren de
Lenin. Película completa
3:23:13
John Reed 10
DÍAS QUE ESTREMECIERON AL MUNDO
Díez Días
que Conmovieron al Mundo
Vladimir
Ilich Lenin. Cartas desde lejos. Suiza 1917, Informe sobre la revolución de
1905, las Tesis de abril
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