Índice
1. ¿Qué es la economía política? ….2
2. Historia económica (I)
………….44
3. Historia económica (II)………….. 80
4. La producción mercantil……….108
5. Ley del salario……………………….129
6. Las tendencias de la economía capitalista…153
Rosa
Luxemburg en castellano
Rosa
Luxemburgo. Introducción a la economía política (1916)
Presentación
En noviembre de 1906 el Partido Socialdemócrata alemán inauguró en Berlín
una Escuela Central para la formación de sus cuadros. En esta Escuela dictaron
sus cursos la mayoría de los marxistas más destacados de la época. Hilferding,
Mehring y Pannekoek estuvieron entre sus profesores. A partir de octubre de
1907 Rosa Luxemburgo enseñó economía política e historia económica, y desde
1911 dictó además un curso sobre historia del socialismo.
Desde 1908 Rosa Luxemburgo proyectaba la edición de sus conferencias en
la Escuela Central; sin embargo, la elaboración de su principal obra “La
Acumulación del Capital” y su activa participación en la lucha
política la privó del tiempo necesario para realizar este trabajo. Sólo durante
el período de su prisión en Wronke, en 1916-1917, dispuso Rosa Luxemburgo
forzosamente del tiempo necesario para elaborar sus notas de clase y dar forma
a los manuscritos de la “Introducción a la Economía Política”. Nunca llegó a terminar
completamente su obra: en enero de 1919 fue detenida y asesinada. Su casa fue
saqueada y algunos de sus manuscritos se perdieron, por desgracia,
definitivamente. Pero una parte –probablemente la más importante– de su trabajo
para la “Introducción a la economía política” pudo ser salvada. Paul Levi –que
se había ocupado de custodiar los manuscritos de la autora– publicó esta
obra en 1925. Por una carta a su editor, escrita en la prisión de mujeres
de Berlín, el 28 de julio de 1916, conocemos el plan de conjunto de la obra.
Los capítulos previstos eran diez: l. ¿Qué es la economía política? 2.
El trabajo social; 3. Elementos de historia económica: la sociedad comunista
primitiva; 4. Id.: el sistema económico feudal; 5. Id.: la ciudad medieval
y las corporaciones de oficio; 6. La producción mercantil; 7. El
trabajo asalariado; 8. El beneficio capitalista; 9. La crisis; 10. Las
tendencias de la evolución capitalista.
Sin embargo, entre los manuscritos que pudieron ser recuperados sólo se
encontraron los capítulos 1, 3, 6, 7 y 10. Son estos capítulos los que
fueron publicados luego por Levi.
La obra, pese al estado mutilado en que ha llegado hasta nosotros,
conserva un interés de primer orden. La “Introducción” de Rosa Luxemburgo
supera en muchos aspectos –y sin duda alguna en originalidad– a los manuales
clásicos de Kautsky, Bogdanov o Bujarin, escritos muy pocos años antes.
Título: Introducción a la Economía Política
Autor: Rosa Luxemburgo Edición:
Siglo XXI de España, 1974, 2015
Pablo Eduardo SLAVIN
Índice
1. ¿Qué es la economía política? ….2
I
La economía es una ciencia muy particular. Los problemas y las
controversias aparecen apenas se da el primer paso en esta rama del
conocimiento, apenas se plantea la pregunta fundamental: de qué trata esta
ciencia. El obrero común, que tiene sólo una idea muy vaga de qué es la
economía, atribuirá su falta de conocimiento a una deficiencia en su educación
general. Pero en cierto sentido comparte su perplejidad con muchos estudiosos y
profesores eruditos, que escriben obras de muchos tomos sobre el tema de la
economía y dictan cursos de economía a los estudiantes universitarios. Parece
increíble, pero es cierto: la mayoría de los profesores de economía tienen una
idea muy nebulosa del contenido real de su erudición.
Puesto que es común que estos profesores galardonados con títulos y
honores académicos trabajen con definiciones, es decir, que traten de expresar
la esencia de los fenómenos más complejos en unas cuantas frases prolijamente
elaboradas, hagamos un experimento, tratemos de aprender de un representante de
la economía burguesa oficial de qué trata esta ciencia. Consultemos en primer
lugar al decano del mundo académico alemán, autor de una inmensa cantidad de
mamotretos sobre economía, el fundador de la llamada “escuela
histórica” de la economía. Wilhelm
Roscher. En su primera gran obra, Die Grundlagen der Nationalokonomie Ein
Handund Lesebuch für Geschaftsmánner und Studierende (Los fundamentos de la
economía política. Manual y libro de lectura para hombres de empresa y
estudiantes) publicada en 1854, pero que ha conocido desde entonces veintitrés
ediciones, leemos en el capítulo 2, parágrafo 16: “Por ciencia de la economía
nacional o política entendemos aquella ciencia que trata de las leyes del
desarrollo de la economía de una nación, o de su vida económica nacional
(filosofía de la historia de la economía política, según von Mangoldt). Al
igual que todas las ciencias políticas, o ciencias de la vida nacional, estudia,
por una parte, al hombre individual y por la otra extiende su campo de
investigación al conjunto de la humanidad.”
¿Comprenden ahora los “hombres de negocios y estudiantes” qué es la
economía? Pues, la economía es la ciencia que estudia la vida económica. ¿Qué
son los anteojos de carey? Anteojos con marco de carey, desde luego. ¿Qué es un
asno de carga? Pues, ¡un asno con una carga sobre su lomo! En realidad, éste es
un buen método para enseñarles a los niños el significado de las palabras más
complejas. Es de lamentar, sin embargo, que si no se entiende el significado de
las palabras de nada servirá que éstas se ordenen de tal o cual manera.
Consultemos ahora a otro estudioso alemán, actualmente catedrático de
economía en la Universidad de Berlín, verdadera luminaria de la ciencia
oficial, famoso “a lo largo y a lo ancho del país” (como se suele decir), el
profesor Schmoller. En un artículo sobre economía publicado en el gran
compendio de los profesores alemanes, el Diccionario manual de las ciencias
políticas, de los profesores Konrad y Lexis, Schmoller nos da la siguiente
respuesta: “Yo diría que es la ciencia que describe, define y dilucida las
causas de los fenómenos económicos, y los aprehende en sus interrelaciones.
Ello supone, desde luego, que empecemos por definir correctamente a la
economía. En el centro de esta ciencia debemos colocar las formas típicas, que
se repiten en todos los pueblos civilizados modernos, de división y
organización del trabajo, del comercio, de la distribución de los ingresos, de
las instituciones socioeconómicas que, apoyadas por cierto tipo de leyes
privadas y públicas y dominadas por fuerzas síquicas parecidas o similares,
generan relaciones de fuerzas parecidas o similares, cuya descripción nos daría
las estadísticas del mundo civilizado contemporáneo: una especie de cuadro de
situación de éste. A partir de allí, la ciencia ha intentado discernir las
diferencias entre las distintas economías nacionales, una en comparación con
las demás, los distintos tipos de organización aquí y en otras partes; se ha
preguntado en qué relación y con qué secuencia aparecen las distintas formas y
ha llegado así a la concepción del desarrollo causal de estas formas distintas
y la secuencia histórica de las circunstancias económicas. Y puesto que ha
llegado, desde el comienzo mismo, a la afirmación de ideales mediante juicios
de valores morales e históricos, ha mantenido esta función práctica, en cierta
medida, hasta el presente. Además de la teoría, la economía siempre ha
propagado principios prácticos para la vida cotidiana.”
¡Bueno! Respirad profundamente. ¿Cómo era eso? Instituciones
socioeconómicas-ley pública y privada-fuerzas síquicas-parecido y
similar-similar y parecido-estadísticas-estática-dinámica-cuadro de
situación-desarrollo causal-juicios de valor histórico-morales... El común de
los mortales no puede dejar de preguntarse, luego de leer esto, por qué su
cabeza le da vueltas como un trompo. Con fe ciega en la sabiduría profesoral
que aquí se dispensa, y buscando tozudamente un poco de sabiduría, se podría
tratar de descifrar este galimatías dos, quizás tres veces; tememos que el
esfuerzo sería en vano. Aquí no hay sino
fraseología hueca, cháchara pomposa. Y ello constituye, de por sí, un
síntoma infalible. Quien piense con seriedad y domine el tema que está
estudiando, se expresará concisa e
inteligiblemente. Quien, salvo cuando se trata de la acrobacia intelectual
de la filosofía o los espectros fantasmagóricos de la mística religiosa, se
expresa de manera oscura y carente de concisión, revela estar en la
oscuridad... o querer evitar la claridad. Más adelante veremos que la
terminología confusa y oscurantista de los profesores burgueses no es fruto de
la casualidad, que refleja no sólo su falta de claridad sino también su aversión
tendenciosa y tenaz hacia un verdadero análisis del problema que nos ocupa.
Se puede demostrar que la definición de la esencia de la economía es
asunto polémico apoyándose en un hecho superficial: su edad. Se han expresado
las opiniones más contradictorias en torno a la edad de esta ciencia. Por
ejemplo, un conocido historiador y ex profesor de economía de la Universidad de
París, Adolphe Blanqui (hermano del famoso dirigente socialista y soldado de la
Comunna Auguste Blanqui) comienza el primer capítulo de su Historia del
desarrollo económico con la siguiente frase: “La economía es más antigua de lo
que generalmente se cree. Los griegos y romanos ya la poseían.” Por otra parte,
otros autores que han estudiado la historia de la economía, por ejemplo Eugen
Dühring, ex profesor en la Universidad de Berlín, consideran importante
recalcar que la economía es mucho más moderna de lo que generalmente se cree;
surgió en la segunda mitad del siglo XVIII. Para dar también una opinión
socialista, citemos a Lassalle, en el prefacio de su clásica polémica escrita
en 1864 contra Capital y trabajo de Schultze-Delitzsch: “La economía es una
ciencia cuyos rudimentos existen, pero que todavía no ha sido definida”
Por otra parte, Carlos Marx le puso a su obra maestra de la economía, El
capital, el subtítulo de Crítica de la economía política. El primer
tomo apareció, como para cumplir la profecía de Lassalle, tres años más
tarde, en 1867. Con este
subtítulo Marx coloca a su obra fuera del marco de la economía convencional,
considerando que ésta está terminada definitivamente: sólo resta criticarla.
Algunos sostienen que esta ciencia es tan antigua como la historia
escrita de la humanidad. Para otros tiene apenas un siglo y medio de
antigüedad. Un tercer grupo sostiene que se halla en pañales. Otros dicen que
está perimida y que ha llegado la hora de pronunciar un juicio crítico y
definitivo para acelerar su desaparición. ¿Quién no está dispuesto a reconocer
que semejante ciencia presenta un fenómeno único y complicado?
No sería aconsejable preguntarle a algún representante oficial burgués de
esta ciencia: ¿Cómo explica usted el hecho curioso de que la economía (ésta es
la opinión predominante en nuestros días) haya comenzado hace apenas ciento
cincuenta años? El profesor Dühring, por ejemplo, respondería con un gran
palabrerío, afirmando que los griegos y los romanos no tenían concepciones
científicas de los problemas económicos, sólo nociones “irresponsables,
superficiales, muy vulgares” extraídas de la experiencia diaria; que la Edad Media
fue “acientífica” hasta la enésima potencia. Es obvio que esta explicación
erudita no nos sirve; por el contrario, es bastante engañosa, sobre todo esa
forma de generalizar sobre la Edad Media.
El profesor Schmoller nos brinda una explicación tan peculiar como la
anterior. En su obra, que citamos más arriba, añade la siguiente perla a la confusión reinante: “Durante siglos
se habían observado y descrito muchos fenómenos económicos privados y sociales,
se habían reconocido unas cuantas verdades económicas y los códigos legales y
éticos habían discutido problemas económicos. Estos hechos sin relación entre
sí, fueron unificados en una ciencia especial cuando los problemas económicos
adquirieron importancia sin precedentes en el manejo y administración del
estado; desde el siglo XVII hasta el XIX, cuando numerosos autores se ocuparon
de estos problemas, el conocimiento de los mismos se convirtió en necesidad
para los estudiantes universitarios y al mismo tiempo la evolución del
pensamiento científico en general condujo a interrelacionar estos dichos y
hechos económicos en un sistema independiente utilizando ciertas nociones
fundamentales, tales como dinero y comercio, la política nacional en materia
económica, el trabajo y la división del trabajo: todo ello lo intentaron los
autores del siglo XVIII. Desde entonces la teoría económica existe como ciencia
independiente.”
Cuando extraemos el poco sentido que le encontramos a este verborrágico pasaje, obtenemos lo
siguiente: existían varias observaciones económicas que, durante un tiempo,
estuvieron tiradas aquí y allá, casi ociosas. Entonces, de repente, apenas el
“manejo y administración del estado” (quiere decir el gobierno) lo necesitaron,
y en consecuencia se hizo necesario enseñar economía en las universidades,
estos dichos económicos fueron rejuntados y enseñados a estudiantes
universitarios. Asombroso, y a la vez, ¡qué típica de un profesor es esta
explicación! Primero, en virtud de las necesidades del honorable gobierno, se
funda una cátedra... cuya titularidad es ocupada por un honorable profesor.
Entonces, desde luego, se crea la ciencia, si no, ¿qué podría enseñar el
profesor? Al leer este pasaje nos acordamos (¿quién no?) del maestro de
ceremonias de la Corte que afirmó estar convencido de que la monarquía
perduraría para siempre; después de todo, si desapareciera la monarquía, ¿de
qué viviría? Esta es, pues, la esencia del parágrafo: la economía nació porque
el gobierno del estado moderno necesitaba de esa ciencia. Se supone que la
orden de las autoridades constituidas es el certificado de nacimiento de la
economía: esa forma de razonar es típica de un profesor contemporáneo.
El
sirviente científico del gobierno que, a pedido de éste, redoblará
“científicamente” el tambor a favor de cualquier tarifa o impuesto para la
Marina, que en época de guerra será una verdadera hiena del campo de batalla, predicador del chovinismo, el odio nacional
y el canibalismo intelectual, semejante tipo no tiene empacho en imaginar
que las necesidades financieras del soberano, los deseos fiscales del tesoro,
la inclinación de cabeza de las autoridades constituidas, todo ello bastó para
crear una ciencia del día a la noche... ¡de la nada! Para los que no ocupamos
puestos de gobierno tales nociones presentan alguna dificultad. Además, la
explicación plantea otro interrogante: ¿qué ocurrió en el siglo XVII, que
obligó a los gobiernos de los estados modernos (siguiendo el razonamiento del
profesor Schmoller) a sentir la necesidad de exprimir a sus amados súbditos en
forma científica, de repente, mientras que durante siglos las cosas habían
marchado bastante bien, por cierto, con los métodos viejos? ¿No se da vuelta
las cosas aquí, no es más probable que las nuevas necesidades de los tesoros
fiscales hayan sido una modesta consecuencia de esos grandes cambios históricos
que fueron el origen real de la nueva ciencia de la economía a mediados del
siglo XVIII?
En síntesis, sólo podemos decir que los profesores eruditos no nos
quieren revelar de qué trata la economía y encima no quieren revelar cómo y por
qué se originó esta ciencia.
II
Sin embargo, una cosa es cierta: en todas las definiciones de los sabios
burgueses que hemos citado se trata invariablemente de la “economía política”
[Volkswirtschaft]. Nationalokonomie es sólo, un término de origen extranjero
equivalente a teoría económica. El concepto de economía nacional está en el
centro de las explicaciones de todos los representantes oficiales de esta
ciencia. Áhora bien, ¿qué es exactamente la economía nacional? El profesor
Bücher, cuya obra Die Entstehung der Volkswirtschaft (La formación de la
economía política) goza de gran fama en Alemania y en el extranjero, nos dice
lo siguiente a este respecto:
“El conjunto, de las organizaciones, mecanismos y procedimientos que
permite la satisfacción de las necesidades de un pueblo entero constituye la
economía política. La economía política se compone de numerosas haciendas que
se encuentran vinculadas entre sí y son interdependientes en muchos sentidos en
razón del tráfico, de tal modo que cada una de ellas asume ciertos cometidos
para todas las demás y hace asumir a otras tareas semejantes para sí.”
Tratemos de
traducir también esta erudita “definición” al lenguaje de los simples mortales.
Si oímos hablar del “conjunto de los mecanismos y procedimientos”
destinados a satisfacer las necesidades de todo un pueblo, tenemos que pensar
en todo lo que puede estar comprendido en esta expresión: fábricas y talleres,
agricultura y ganadería, ferrocarriles y almacenes así como en sermones y
puestos de policía, en representaciones de ballet, en registros civiles y
observatorios astronómicos, en elecciones parlamentarias, en príncipes de la
tierra, en organizaciones de veteranos, clubes de ajedrez, exposiciones caninas
y duelos (pues hoy día todo esto y una interminable cadena de otros “mecanismos
y procedimientos” sirve “para satisfacer las necesidades de todo un pueblo”). Entonces la economía política sería todas
las cosas juntas, todo lo que está entre el cielo y la tierra, y la economía
política sería una ciencia universal “de todas las cosas y algunas más”, como
dice un adagio latino.
Es evidente que hay que someter la generosa definición del profesor de
Leipzig a una delimitación. Probablemente sólo quiso hablar de “mecanismos y
procedimientos” para la satisfacción de necesidades materiales de un pueblo, o
mejor: conducentes a la satisfacción de las necesidades mediante objetos
materiales. Aun entonces, el “conjunto” estaría concebido mucho más ampliamente
de lo que es lícito y seguiría perdiéndose fácilmente en la nebulosa. Tratemos
pues de orientarnos en ello lo mejor posible.
Todos los hombres, para poder vivir, necesitan comida y bebida un refugio
que los abrigue, en las zonas frías ropa, y además utensilios de todo tipo para
usar en casa. Estas cosas pueden proveerse en formas más simples o más
refinadas, con más estrechez o más abundancia, pero son indispensables para la
existencia de toda sociedad humana, de modo que (puesto que en ninguna parte le
caen a uno palomas asadas en la boca) tienen que producirlas constantemente los
hombres. En todos los estados de la civilización aparecen objetos de todas
clases que sirven para el embellecimiento de la vida y la satisfacción de
necesidades espirituales, sociales, así como armas para la defensa frente a los
enemigos; entre los llamados salvajes, máscaras de danza, arco y flecha,
ídolos, entre nosotros objetos de lujo, iglesias, ametralladoras y submarinos.
Para la producción de todos estos objetos se requieren a su vez diversas
sustancias naturales a partir de las cuales, y diversos instrumentos mediante
los cuales, se los produce. También las materias como las piedras, la madera,
el metal, las plantas, etc., son arrancadas de la corteza terrestre mediante
trabajo humano, y los instrumentos que se utilizan para ello son asimismo
productos del trabajo humano.
Si queremos darnos momentáneamente por satisfechos con esta idea esbozada
rápidamente ¿podríamos pensar la economía política más o menos del siguiente
modo? Todo pueblo crea en forma permanente, mediante su propio trabajo, una
cantidad de objetos necesarios para la vida: alimento, ropa, edificios,
mobiliario, adornos, armas, artículos culturales, etc., así como materiales e
instrumentos indispensables para la producción de aquéllos. Ahora bien, la
forma y el modo en que un pueblo desarrolla todo este trabajo, cómo distribuye
los bienes producidos entre sus diversos miembros, cómo los utiliza y produce
nuevamente en el ciclo eterno de la vida, todo eso en conjunto constituye la
economía del pueblo en cuestión, una “economía política”. Este sería más o
menos el sentido de la primera frase de la definición del profesor Bücher. Pero
prosigamos con la explicación.
“La economía política se compone de numerosas haciendas que se encuentran
vinculadas entre sí y son interdependientes en muchos sentidos en razón del
tráfico, de tal modo que cada una de ellas asume ciertos cometidos para todas
las demás y hace asumir a otras tareas semejantes para sí.” Ahora nos
encontramos frente a un nuevo problema: ¿qué clase de “haciendas” son ésas en
las que ha de descomponerse la “economía política” que hemos imaginado
fatigosamente? Lo más sencillo es que haya que entender por ello los diversos
hogares, las haciendas familiares. En realidad, todo pueblo consiste, en los
países llamados civilizados, en una cantidad de familias y cada familia, por lo
general, es en sí una “hacienda”. Esta hacienda privada consiste en que la
familia, ya sea a raíz de la actividad de sus miembros adultos, ya sea a partir
de otras fuentes, percibe ciertos ingresos monetarios con los que a su vez hace
frente a sus necesidades de alimentación, vestido, alojamiento, etc., por lo
que al pensar en una hacienda familiar, nos representamos habitualmente al ama
de casa, la cocina, el armario, el cuarto de los niños. ¿Ha de componerse la
“economía política” de semejantes “haciendas individuales”? Caemos en cierta
confusión. En lo referente a la economía política tal como nos la hemos
imaginado, se trata ante todo de la producción de todos los bienes que, como el
alimento, el vestido, el alojamiento, el mobiliario, instrumentos y materiales,
hacen falta para vivir y trabajar. En el
centro de la economía política se encuentra la producción. En las haciendas
familiares, en cambio, se trata del consumo de los objetos que la familia se
procura ya listos a cambio de sus ingresos. Sabemos que la mayoría de las
familias, en los estados modernos, compran hoy día, ya listos, casi todos los
alimentos, ropa, muebles, etc., en las tiendas, en el mercado. En la hacienda
doméstica solamente se prepara la comida con alimentos comprados, o a lo sumo
se hacen ropas con materiales comprados. Únicamente en aquellas zonas rurales
muy atrasadas se encuentran todavía familias campesinas que mediante su propio
trabajo se hacen solas la mayor parte de lo que necesitan para vivir. Cierto es
que, por otro lado, hay también en los estados modernos muchas familias que
producen directamente en su casa diversos artículos industriales: así ocurre
con los tejedores a domicilio, los trabajadores de la confección; hay también,
como sabemos, aldeas enteras en las que se hacen juguetes y cosas semejantes en
la industria domiciliaria. Sólo que incluso en este caso el producto hecho por
las familias pertenece exclusivamente al empresario que lo encarga y paga, y ni
una mínima parte entra en el consumo de la familia que trabaja en el hogar.
Para su hacienda propia los trabajadores domiciliarios compran todo listo con
su mezquino salario al igual que las demás familias. De modo que, con la
proposición que enuncia Bücher, en el sentido que la economía política se
compone de muchas haciendas individuales, llegaríamos en otras palabras más o
menos a este resultado: la producción de los medios de existencia de todo un
pueblo se “compone” del simple consumo de los medios de vida por familias, lo
cual es un absurdo.
Surge otra duda aún. Según el profesor Bücher las “haciendas
individuales” estarían también “ligadas unas a otras por el tráfico” y serían
plenamente interdependientes porque “cada una asume ciertos cometidos para
todas las demás”. ¿De qué tráfico y de qué interdependencia puede tratarse? ¿Es
algo así como el comercio de tipo amical y de buenos vecinos que se produce
entre distintas familias? Pero ¿qué tendría que ver este comercio con la
economía política y con la economía en general? Toda buena ama de casa nos dirá
que cuanto menor es la circulación de casa a casa tanto mejor para la economía
y la paz doméstica. Y, en cuanto a la mentada “interdependencia”, no es posible
descubrir qué “cometidos” habría asumido la hacienda doméstica del rentista
Fulano para la del director de escuela Mengano y “para todas las demás”. Es
evidente que hemos errado el camino y tenemos que retomar el problema desde
otro estado.
La “economía política” del profesor Bücher no puede, pues descomponerse
en haciendas familiares individuales. ¿No se descompondrá en las diversas
fábricas, talleres, empresas agrícolas, etc.? Hay una circunstancia que parece
confirmar que, esta vez, estamos en el camino correcto. En todas estas empresas
se produce realmente una variedad de artículos que sirven para la manutención
de todo el pueblo, y por otro lado existe también un verdadero comercio y
dependencia recíproca entre ellas. Una fábrica de botones para pantalones, por
ejemplo, necesita absolutamente de los talleres de sastrería en los que
encuentra clientes para su mercancía, mientras los sastres no pueden hacer bien
los pantalones sin botones. Por otro lado, como los talleres de sastrería
necesitan telas, necesitan por lo tanto las tejedurías de lana y algodón las
que, a su vez, dependen de la ganadería ovina y del comercio algodonero, etc.
Realmente, aquí podemos observar una ligazón de conjunto de la producción,
altamente ramificada: Cierto es que resulta un tanto pomposo hablar de las
“tareas” que cada una de estas empiesas “asume para todas las demás” puesto que
se trata de la más común de las ventas: botones para pantalones a los sastres,
lana de oveja a las tejedurías y cosas por el estilo. Pero tenemos que tomar
estos floreos simplemente como el inevitable galimatías profesoral que gusta de
recubrir los pequeños negocios lucrativos del mundo empresarial con un poco de
poesía y “juicios de valor de índole moral”, como dice tan bellamente el
profesor Schmoller. Solo que aquí nos surgen dudas aún más profundas. Las
diversas fábricas, empresas agrícolas, minas de carbón establecimientos
siderúrgicos, serían otras tantas “haciendas individuales” en las que se
“descompondría” la economía política. Pero el concepto de “economía”, al menos
en la forma en que nos hemos representado la economía política, tiene
evidentemente que comprender, dentro de cierto ámbito, tanto la producción de
medios de vida como su consumo. En las fábricas, talleres, minas no se hace
sino producir; y por cierto que para otros. Allí sólo se consumen las materias
primas de que se componen los instrumentos y los instrumentos con los cuales se
trabaja. En cuanto al producto terminado, no entra en lo más mínimo en el
consumo dentro de la empresa. El fabricante y su familia, y menos aún los
obreros de la fábrica, no consumen ni uno solo de los botones para pantalones;
el propietario del establecimiento siderúrgico no consume ni un caño de hierro
en su familia. Además, si queremos determinar con mayor precisión la
“economía”, entonces tenemos que entender por ella algo completo en sí mismo,
en cierta medida cerrado, aproximadamente la producción y consumo de los medios
de vida más importantes para la existencia de los hombres. Pero las diversas
empresas industriales y agrícolas de hoy, como saben hasta los niños, proveen
solo uno, a lo más algunos productos que no bastarían para la manutención de la
gente, y la mayoría no son consumibles en absoluto puesto que constituyen
únicamente una parte de un medio de vida, o un material o instrumento para
producirlo. Las empresas productivas actuales son simples fragmentos de una
economía que no tienen en sí mismos ningún sentido ni objeto desde el punto de
vista económico, y salta a la vista del más inexperto que cada una de ellas en
sí no es ninguna “economía” sino sólo un trozo amorfo de una economía. Así, si
se afirma que: la economía política, es decir el conjunto de mecanismos y
procedimientos conducentes a la satisfacción de las necesidades de un pueblo,
se descompone en haciendas particulares tales como fábricas y establecimientos
industriales minas etc., podría afirmarse igualmente que el conjunto de
mecanismos biológicos conducentes al cumplimiento de todas las funciones del
organismo humano es el hombre mismo, quien se descompone a su vez en organismos
particulares tales como nariz, oídos, piernas, brazos, etc. En realidad, una
fábrica de la actualidad es tanto una “hacienda particular” más o menos como la
nariz un organismo particular.
Así llegamos también por este camino a un absurdo; una prueba de que las
artificiosas definiciones de los sabios burgueses, basadas en meros signos
exteriores y despliegues verbales, tienen evidentemente por motivo eludir en
este caso el verdadero meollo del asunto.
Tratemos de someter nosotros mismos la noción de economía política a un
examen más estricto.
III
Se nos habla de las necesidades de un pueblo, de la satisfacción de estas
necesidades en una economía coherente y, de este modo, de la economía de un
pueblo. La economía política tiene que ser la ciencia que nos explica la
esencia de esta economía, es decir las leyes según las cuales un pueblo crea su
riqueza mediante el trabajo, la incrementa, la distribuye entre los individuos,
la consume y la recrea. Ha de ser pues la vida económica de un pueblo entero lo
que constituye el objeto de la investigación, a diferencia de la economía
privada o economía individual, cualquiera sea el significado que estas últimas
puedan tener. Confirmando aparentemente este concepto, la obra del inglés Adam Smith, llamado
el padre de la economía política, aparecida en 1776 y que hizo época, lleva
precisamente el título de La
riqueza de las naciones.
Pero ante todo tenemos que preguntarnos: ¿existe en la realidad algo así
como la economía de un pueblo? ¿Significa esto que los pueblos llevan cada uno
su propia economía particular, una vida económica cerrada en sí misma? La
expresión: economía nacional (Volkswirtschaft, Nationalokonomie) se utiliza en
Alemania con especial predilección, de modo que dirijamos la mirada hacia
Alemania.
Las manos de los obreros y obreras alemanes producen anualmente, en la
agricultura y en la industria, enormes cantidades de artículos de consumo de
todo tipo. Pero, ¿se produce todo esto para el consumo propio de la población
que habita el Imperio Alemán? Sabemos que una parte enorme y anualmente
creciente de los productos alemanes se exporta hacia otros pueblos, a otros
países y continentes. Los productos de hierro alemanes pasan por distintos
países vecinos de Europa hacia Sudamérica, hacia Australia; el cuero y las
mercancías de cuero salen de Alemania hacia todos los estados europeos, los
artículos de vidrio, el azúcar, los guantes se trasladan a Inglaterra; las
pieles hacia Francia, Inglaterra, Austria-Hungría; la alizarina, materia
colorante, hacia Inglaterra, los Estados Unidos, la India; la materia prima
para la harina de Thomas, que sirve como abono, hacia los Países Bajos, hacia
AustriaHungría; el coque hacia Francia, la hulla hacia Austria, Bélgica, hacia
los Países Bajos, Suiza; cables eléctricos hacia Inglaterra, Suecia, Bélgica;
juguetes hacia los Estados Unidos; la cerveza, alemana, el índigo, así como la
anilina y otras sustancias colorantes alquitranadas, medicamentos, celulosa,
objetos de oro, calcetines, telas de algodón y lanas alemanas, rieles alemanes,
se envían hacia casi todos los países del mundo que intervienen en el comercio.
Pero inversamente el trabajo del pueblo alemán necesita a cada paso de
productos de países y pueblos extranjeros tanto para trabajar como para el
consumo cotidiano. Comemos pan de granos rusos y carne de ganado húngaro,
danés, ruso; el arroz que consumimos procede de las Indias Orientales y de Norteamérica,
el tabaco de las Indias neerlandesas y de Brasil; recibimos granos de cacao de África
occidental, pimienta de la India, manteca de cerdo de los Estados Unidos, té de
China, frutas de Italia, España y de los Estados Unidos, café de Brasil,
América Central y las Indias neerlandesas; extracto de carne de Uruguay, huevos
de Rusia, Hungría y Bulgaria; cigarrillos de la isla de Cuba relojes de
bolsillo de Suiza, vinos espumantes de Francia, cueros vacunos de Argentina,
plumas de China, seda de Italia y de Francia, lino y cáñamo de Rusia, algodón
de los Estados Unidos, India y Egipto, lana fina de Inglaterra; yute de India
malta de Austria-Hungría, semilla de lino de la Argentina; ciertos tipos de
hulla de Inglaterra, lignito de Austria, salitre de, Chile; madera de quebracho
para curtiembre de Argentina; madera para construcción de Rusia, mimbre de
Portugal, cobre de los Estados Unidos estaño de las Indias neerlandesas, zinc
de Australia, aluminio de Austria-Hungría y Canadá, asbesto de Canadá, asfalto
y mármol de Italia, adoquines de Suecia; plomo de Bélgica, los Estados Unidos,
Australia, grafito de Ceilán, cal con sales fosfóricas de Norteamenca y
Argelia, yodo de Chile…
Desde los alimentos más sencillos y de uso cotidiano hasta los objetos de
lujo más apreciados y los materiales e instrumentos más indispensables, procede
la mayor parte, directa o indirectamente, en su totalidad o en una porción
cualquiera, de países extranjeros, es producto del trabajo de pueblos
extranjeros: Así es como, para poder vivir y trabajar en Alemania, hacemos
trabajar para nosotros a países, pueblos, y hasta continentes enteros y, por
nuestra parte, trabajamos para todos los países.
Para darnos una idea de las enormes dimensiones de este intercambio,
echemos un vistazo a las estadísticas oficiales de importaciones y
exportaciones. Según el Statistischen Jahrbuch für das Deutsche de 1914, el
comercio alemán, con exclusión de las mercancías extranjeras en tránsito, se
presentaba corno sigue:
Alemania importó en el año 1913:
Materias
primas
|
5,262
millones de marcos
|
Mercancías
semielaboradas
|
1,246
millones de marcos
|
Mercancías
terminadas
|
1,776 millones
de marcos
|
Productos
alimenticios
|
3,063
millones de marcos
|
Animales
vivos
|
289 millones
de marcos
|
Total
|
11,638
millones de marcos
|
O sea, aproximadamente 12 millones de marcos.
El mismo año Alemania exportó
Materias
primas
|
1,720
millones de marcos
|
Mercancías
semielaboradas
|
1,159
millones de marcos
|
Mercancías
terminadas
|
6,642
millones de marcos
|
Productos
alimenticios
|
1,362
millones de marcos
|
Animales
vivos
|
7 millones
de marcos
|
Total
|
10,891
millones de marcos
|
o sea, aproximadamente, 11 millones de marcos. Con ello, el comercio
exterior anual de Alemania se eleva en conjunto a más de 22 millones.
Pero la situación es la misma, en mayor o menor medida, en los otros
países modernos, es decir en aquéllos de cuya vida económica se ocupa
exclusivamente la economía política. Todos estos países producen unos para
otros, en parte también para los continentes más distantes, así como utilizan a
cada paso productos de todos los continentes en el consumo y en la producción.
Frente a un intercambio recíproco de tan enorme desarrollo, ¿cómo han de
trazarse los límites entre la “economía” de un pueblo y la de otro? ¿Cómo puede
hablarse de otras tantas “economías nacionales”, como si se tratase de esferas
económicas autónomas que hubiesen de considerarse cada una por sí?
El creciente intercambio internacional de mercancías no es evidentemente
ninguna revelación que los eruditos burgueses no conozcan. Las estadísticas
oficiales, publicadas en informes anuales, hicieron que estos hechos tuvieran
desde hace mucho tiempo una gran difusión entre la gente culta; por lo demás,
el hombre de negocios, el obrero industrial, los conoce a partir de su vida
diaria. El hecho del rápido crecimiento del comercio mundial es, hoy, tan
conocido y reconocido, que no puede ya negarse ni ser objeto de dudas. ¿Pero
cómo conciben este hecho los expertos en economía política? Como una relación
puramente exterior y circunstancial, como exportación del llamado “excedente”
de productos de un país en relación con sus necesidades propias y como
importación de lo “faltante” para su economía (ligazón que no les impide en lo
más mínimo seguir hablando de la “economía política” y de la “teoría de la
economía política”.
Es así como el profesor Bücher, por ejemplo, después de habernos
instruido extensamente sobre la “economía política” actual como el grado de
desarrollo más alto y último en la serie de las formas históricas de economía,
dictamina:
“Es un error pensar que de las facilidades aportadas por la era liberal
al comercio internacional se deduzca que el período de la economía nacional se
agote cediendo su lugar al período de la economía mundial. Por cierto que hoy
vemos en Europa una serie de estados carentes de autonomía nacional en el
aprovisionamiento de bienes en la medida en que tienen que obtener del
extranjero importantes cantidades de productos alimenticios, mientras su
actividad productiva industrial ha superado ampliamente las necesidades
nacionales y libera en forma permanente excedentes que tienen que encontrar
utilización en mercados extranjeros. Pero la coexistencia de tales países
productores de artículos industriales, y productores de materias primas recíprocamente
dependientes, esta ‘división internacional del trabajo’, no debe verse como un
síntoma de que la humanidad esté a punto de alcanzar un nuevo grado de
desarrollo que hubiese de contraponerse a los anteriores bajo el nombre de
economía mundial. Pues, por un lado, en ningún nivel de desarrollo la economía
ha garantizado una satisfacción plenamente autónoma de sus necesidades en forma
duradera; en todo momento existieron lagunas que tuvieron que rellenarse de un
modo u otro. Por otro lado, la llamada economía mundial no ha presentado, al
menos hasta ahora, fenómenos que se diferencien esencialmente de los de la
economía nacional y es muy dudoso que tales fenómenos se produzcan en un futuro
previsible.” (Bücher, Die Entstehung der Volkswirtschaft, 5a edición, p. 147.)
Aún más osado que Bücher es su joven colega Sombart, quien explica sin
rodeos que no estamos entrando en la economía mundial sino que, exactamente al
revés, nos alejamos cada vez más de ella: “Los pueblos civilizados, pienso yo,
no están cada vez más ligados entre sí por relaciones comerciales, sino que por
el contrario, lo están cada vez menos. Cada economía nacional no está hoy más
integrada al mercado mundial que hace cien o cincuenta años, sino menos. Es
erróneo considerar que las relaciones comerciales internacionales adquieren
importancia relativamente creciente para la economía nacional moderna. Ocurre
al revés” El profesor Sombart está convencido de que “las diversas economías
nacionales se convierten en microcosmos cada vez más perfectos y que para todas
las industrias el mercado interno predomina siempre más sobre el mercado
mundial”. (W. Sombart Die deutsch
Volkswirtschaft im 19 Jahrhundert, 2a edición, 1909, pp. 399-420).
Esta notoria tontería, que abofetea sin ceremonias todas las
observaciones cotidianas de la vida económica, resulta de lo más feliz para
subrayar la encarnizada aversión de los señores eruditos del gremio hacia el
reconocimiento de la economía mundial como una nueva fase de desarrollo de la
sociedad humana, aversión de la que debemos tomar nota para investigar sus
raíces ocultas.
De modo que, dado que ya en “anteriores grados de desarrollo de la
economía”, por ejemplo en tiempos del rey Nabucodonosor, se llenaban “ciertas
lagunas” en la vida económica de los hombres mediante el intercambio, el
comercio mundial de hoy no indica nada y sigue en pie la “economía nacional”.
Esta es la opinión del profesor Bücher.
Esto caracteriza bien la grosería de las concepciones históricas de un
erudito cuya fama reposa en una penetración supuestamente aguda y profunda de
la historia económica. En nombre de un esquema absurdo, pone sin más en una
misma bolsa el comercio exterior correspondiente a los grados de desarrollo de
la civilización y de la economía más diversos, distantes milenios unos de
otros. Claro está que no hay ni hubo ninguna forma social sin intercambio. Los
más antiguos hallazgos prehistóricos, las cavernas más rústicas que sirvieron
de habitación a la humanidad “antediluviana”, los sepulcros más primitivos de
la antigüedad, son otros tantos signos de cierto intercambio de productos entre
zonas muy alejadas unas de otras. El intercambio es tan antiguo como la
historia civilizada de la humanidad, desde siempre la acompañó y fue el gran
motor de su progreso. En este planteo general, y totalmente vago en su
generalidad, ahoga ahora nuestro erudito todas las particularidades de las diversas
épocas, de los distintos grados de desarrollo de la civilización, de las
diversas formas económicas. Así como en la noche todos los gatos son pardos,
así también en la oscuridad de esta profesoral teoría son una y la misma cosa
todas las extremadamente diversificadas formas del intercambio. El primitivo
intercambio de una horda botocuda en Brasil que ocasionalmente intercambia
máscaras para la danza trenzadas de modo especial, por arcos y flechas
artísticamente fabricados por otra horda; los deslumbrantes almacenes de
mercancías de Babilonia, donde se desplegaba la magnificencia de las cortes
orientales; el antiguo mercado de Corinto, donde se exponían en el novilunio
lienzos orientales, cerámicas griegas, papel de Tiro, esclavos sirios y
anatolios para los ricos esclavistas; el comercio naval medieval de Venecia,
que llevaba objetos de lujo para las cortes feudales y casas patricias europeas
y el comercio mundial capitalista de hoy que extiende su red a Oriente y
Occidente, Norte y Sur, todos los océanos y rincones del mundo que año a año
lleva de aquí para allá enormes masas de objetos (desde el pan y las cerillas
de todos los días del pordiosero hasta el objeto de lujo más rebuscado del rico
aficionado desde el más sencillo producto agrícola hasta el más complejo de los
instrumentos desde los brazos laboriosos de los hombres, fuente de toda
riqueza, hasta los instrumentos de muerte de la guerra), todo eso es, para
nuestro profesor de economía nacional, una y la misma cosa: ¡simplemente
“relleno” “de ciertas lagunas” en los organismos económicos autónomos!...
Hace 50 años Schultze von Delitzsch hizo a los obreros alemanes el cuento
de que actualmente cada uno produce en primer término para sí, pero
“intercambia los productos que no necesita para sí mismo por los productos de
los demás”. La respuesta que dio Lassalle a este disparate es inolvidable.
“¡Señor Schultze! ¡Juez del feudo! ¿No tiene Ud., pues, ninguna idea de
la verdadera forma del actual trabajo social? ¿Quiere decir que no ha salido
Ud. nunca de Bitterfeld y Dolitzsch? ¿En qué siglo de la Edad Media vive Ud.
entonces, con semejantes concepciones? ¿No tiene Ud. noción de que el trabajo
social de hoy se caracteriza justamente por producir cada uno aquello que no
puede consumir por sí mismo? ¿No tiene Ud, noción de que esto tiene que ser así
desde que existe la gran industria, que en ello reside la forma y la esencia
del trabajo de nuestro tiempo y de que, sin establecer del modo más firme este
punto, no es posible captar ningún aspecto de las condiciones económicas en las
que hoy vivimos, ninguno de nuestros fenómenos económicos actuales?
“Según Ud., entonces, el Sr. Leonor Reichenheim produce en primer
término, en Wüste-Giersdorf, el hilado de algodón que necesita para sí. El
excedente de hilado, la parte que sus hermanas ya no pueden transformar para él
en medias y camisones, lo intercambia.”
“El Sr. Borsig produce primeramente máquinas para sus necesidades
familiares. Luego, intercambia las máquinas sobrantes.”
“Los almacenes de artículos de luto trabajan en primer término,
previsoramente, para los casos de muerte que ocurran en la propia familia.
Intercambian las telas de luto que sobran por producirse en la familia
demasiado pocos fallecimientos.”
“El Sr. Wolff, propietario de nuestro telégrafo, dedica primeramente los
telegramas a su propia instrucción y solaz. ¡Una vez que se ha satisfecho de
ellos, intercambia lo que queda con los lobos de la Bolsa y las redacciones de
los periódicos, que le brindan a cambio de ello los despachos periodísticos que
les sobran!”
“Así pues, el carácter distintivo,
a tener muy en cuenta, del trabajo en períodos históricos pretéritos, es
que entonces se producía en primer término para las propias necesidades y se entregaba a otros el sobrante, es
decir que se ejercía predominantemente una economía
natural. Y, en cambio, el carácter
distintivo, la determinación específica del trabajo en la sociedad moderna,
es que cada uno produce lo que no necesita absolutamente, es decir que cada uno
produce valores de cambio, mientras
que antes producía predominantemente valores
de uso.”
“Y no comprende Ud., Sr. Schultze, que esta es la forma y la clase de
ejecución del trabajo necesaria y cada vez más difundida en una sociedad en la
que se ha desarrollado tanto la división
del trabajo como en la sociedad moderna?”
Lo que Lassalle trata de explicar a Schultze en este texto sobre la
empresa privada capitalista, corresponde cada día más estrictamente a la
economía de países capitalistas tan desarrollados como Inglaterra, Alemania,
Bélgica, los Estados Unidos, cuyas huellas van siguiendo, uno tras otro, los
demás países. Y la confusión provocada en los trabajadores por el progresista
juez feudal de Bitterfeld fue mucho más ingenua, pero no más grosera que la
tendenciosa polémica de un Bucher o de un Sombart contra el concepto de
economía mundial actual.
Un profesor alemán, como puntual funcionario, ama el orden en la
dependencia a su cargo. En honor al orden acostumbra también a ubicar al mundo,
con magnífica nitidez, en las gavetas de un esquema científico. Y así, como
dispone sus libros en los estantes, reparte los diversos países en dos
estantes: por un lado, los países que elaboran productos industriales y tienen
de ellos “un excedente”; por otro, los países dedicados a la agricultura y la
ganadería y de cuyos productos primarios carecen los otros países. De ello
surge, y sobre ello descansa, el comercio internacional.
Alemania es uno de los países más industriales del mundo. Según el
esquema, tendría que tener el más asiduo intercambio con un gran país agrario
como Rusia. ¿Cómo es que los países que más comercian con Alemania son otros
dos países industriales, los Estados Unidos de Norteamérica e Inglaterra?
Concretamente, el intercambio de Alemania con los Estados Unidos se elevó en
1913 a 2.400 millones de marcos, con Inglaterra a 2.300 millones de marcos;
Rusia viene sólo en tercer lugar. Y, particularmente en relación con las
exportaciones, el primer país industrial del mundo es el más grande de los
clientes de la industria alemana: con 1.400 millones de marcos de importaciones
anuales de Alemania aparece Inglaterra en el primer puesto y deja atrás
ampliamente a todos los demás estados. El Imperio Británico, con sus colonias,
abarca no menos de un quinto de todas las exportaciones alemanas. ¿Qué puede
decir sobre este notable fenómeno nuestro docto profesor?
Por un lado un país industrial, por el otro un estado agrario he aquí el
rígido esquema de las relaciones de la economía mundial con el que operan el
profesor Bücher y la mayoría de sus colegas. Ahora bien, Alemania era, en los
años sesenta, un país agrario; exportaba un excedente de productos agrícolas y
tenía que procurarse en Inglaterra las mercancías de origen industrial más
necesarias. Desde entonces, se ha transformado en un estado industrial y en el
más poderoso de los rivales de Inglaterra. Los Estados Unidos hacen lo mismo
que Alemania había hecho en los años setenta y ochenta, en un plazo aún más
breve; están actualmente en plena transformación. Sigue siendo, junto a Rusia,
Canadá, Australia y Rumania el máximo país triguero del mundo y, según el
último censo (del año 1900), no menos del 36% de su población total estaba ocupada
en la agricultura. Pero al mismo tiempo la industria de la Unión progresa con
rapidez nunca vista, de tal modo que aparece junto a la inglesa y la alemana
como peligrosa rival. Y cedemos a alguna prestigiosa facultad de economía
política la solución del problema consistente en determinar si los Estados
Unidos, en el esquema del profesor Bücher, han de incluirse en el rubro de los
estados agrarios o en el de los estados industriales. Rusia sigue lentamente el
mismo camino y (no bien haya cortado las cadenas de una forma de estado
obsoleta) gracias a su enorme población y su inagotable riqueza natural,
cubrirá un retraso con botas de siete leguas para ubicarse, quizás ante los
ojos de quienes vivimos hoy, como poderoso estado industrial junto a Alemania,
Inglaterra y la Unión americana, y acaso para superar a estos países. Así, el mundo
no es un armazón rígido como la sabiduría de un profesor, sino que se mueve,
vive, se modifica. La polaridad entre industria y agricultura, de la cual
solamente tendría que surgir el intercambio internacional, es ella misma un
elemento fluido que va siendo desplazado cada vez más de la esfera del moderno
mundo civilizado hacia su periferia. ¿Pero qué ocurre entretanto con el
comercio dentro de esta esfera civilizada? Según la teoría de Bücher, tendría
que contraerse cada vez más. En vez de ser así (¡oh, maravilla!) se hace cada
vez más intenso justamente entre los países industriales.
Nada más instructivo al respecto que el cuadro que nos presenta el
desarrollo de nuestro campo económico moderno en el último cuarto de siglo.
Aunque, desde la década del ochenta, experimentamos en todos los países
industriales y grandes estados de Europa y de América verdaderas orgías de
protección aduanera, es decir de cerrazón artificial recíproca de las
“economías nacionales”, no sólo no se ha detenido el desarrollo del comercio
mundial sino que ha entrado en una carrera vertiginosa. Además, la creciente
industrialización está estrechamente vinculada con el comercio mundial, cosa
que hasta un ciego puede percibir en los tres países líderes: Inglaterra,
Alemania y los Estados Unidos.
El carbón y el hierro son el alma de la industria moderna. Ahora bien, entre
1885 y 1910 la producción de carbón creció del siguiente modo:
En
Inglaterra
|
De 162 a 269
millones de toneladas
|
En Alemania
|
De 74 a 222
millones de toneladas
|
En los
Estados Unidos
|
De 101 a 455
millones de toneladas
|
La producción de mineral hierro creció así en el mismo período:
En
Inglaterra
|
De 7,5 a
10,2 millones de toneladas
|
En Alemania
|
De 3,7 a
14,8 millones de toneladas
|
En los
Estados Unidos
|
De 4,1 a
17,7 millones de toneladas
|
Al mismo tiempo, el comercio internacional (importación y exportaciones)
creció entre 1885 y 1912 del siguiente modo:
En
Inglaterra
|
De 13.000 a
27.400 millones de marcos
|
En Alemania
|
De 6.200 a
21.300 millones de marcos
|
En los Estados
Unidos
|
De 5.500 a
16.000 millones de marcos
|
Pero si se toma el conjunto del comercio exterior (importaciones y
exportaciones) de todos los países importantes de la tierra en los últimos
tiempos, se comprueba que creció de 105.000 millones de marcos en el año 1904 a
165.000 millones de marcos en el año 1912. ¡Esto equivale a un crecimiento del 57%
en ocho años! ¡Realmente, un ritmo de desarrollo económico tan asombroso
que toda la historia mundial hasta ahora no presenta un ejemplo comparable!
“Los muertos cabalgan a galope”. La “economía nacional” capitalista parece
presurosa de agotar los límites de su existencia, de abreviar el plazo de
gracia en que puede aún subsistir. ¿Qué puede decir, sin embargo, de todo esto
el esquema de “ciertas lagunas”, y de la torpe oposición entre estado
industrial y estado agrario?
En la vida económica moderna, aún hay más enigmas de este tipo.
Consideremos más detenidamente las tablas de importaciones y
exportaciones alemanas, en lugar de contentarnos con las sumas totales de valor
de las mercancías intercambiadas o con sus grandes categorías generales.
Citemos, a manera de prueba, las variedades más importantes de mercancías del
comercio alemán.
En el año 1913
Se importaron a Alemania
|
En millones
de marcos
|
Se exportaron de Alemania
|
En millones
de marcos
|
Algodón en
rama
|
607
|
Máquinas de
todo tipo
|
680
|
Trigo
|
417
|
Productos de
hierro
|
652
|
Lan sucia
|
313
|
Carbón de
piedra
|
516
|
Cebada
|
390
|
Artículos de
algodón
|
446
|
Cobre en
bruto
|
335
|
Artículos de
lana
|
271
|
Cuero
vacunos
|
322
|
Papel y
artículos de papel
|
263
|
Mineral de
hierro
|
227
|
Pieles y
artículos de peletería
|
225
|
Carbón
piedra
|
204
|
Hierro en
barras
|
205
|
Huevos
|
194
|
Coque
|
147
|
Pieles y
artículos peletería
|
188
|
Anilina y
otros productos bituminosos
|
142
|
Salitre de
Chile
|
172
|
Ropas
|
132
|
Seda natural
|
158
|
Artículos de
cobre
|
130
|
Caucho
|
147
|
Empeines
|
114
|
Mandera de
coníferas aserrada
|
135
|
Artículos de
cuero
|
114
|
Hilo de
algodón
|
116
|
Juguetes
|
103
|
Hilado de
lana
|
108
|
Planchas de
hierro
|
102
|
Madera de coníferas
en bruto
|
97
|
Hilado de
lana
|
91
|
Cuero de
ternero
|
95
|
Caños de
hierro
|
84
|
Yute
|
94
|
Cueros
vacunos
|
81
|
Máquinas de
todo tipo
|
80
|
Alambre de
hierro
|
76
|
Cueros de
cordero, oveja y cabra
|
73
|
Rieles
ferroviarios, etc
|
73
|
Artículos de
algodón
|
72
|
Hierro bruto
|
65
|
Lignito
|
69
|
Hilado de
algodón
|
61
|
Lana peinada
|
61
|
Artículos de
caucho
|
57
|
Artículos de
lana
|
45
|
Artículos de
seda
|
202
|
Dos hechos saltan a la vista. El primero es que un mismo tipo de
mercancía figura varias veces en ambas columnas aunque con distintas sumas.
Alemana despacha maquinas al exterior por sumas de dinero enormes, pero al
mismo tiempo compra del exterior máquinas por la respetable cantidad de 80
millones de marcos anuales. Del mismo modo se exporta de Alemania carbón de
piedra a la vez que se importa a Alemania carbón de piedra extranjero. Lo mismo
ocurre con los artículos de algodón, los hilados de lana y los artículos de
lana, al igual que con los cueros bovinos y las pieles y muchas otras
mercancías que no aparecen en la tabla. Desde el punto de vista simplista de la
oposición entre industria y agricultura, que ayuda a nuestro profesor de
economía nacional, como la lámpara mágica de Aladino, a esclarecer todos los
enigmas del comercio mundial moderno, esta notable duplicidad es absolutamente
inconcebible, funciona como un absurdo total. ¿Cómo es entonces el problema?
Alemania, en materia de máquinas, ¿tiene un “excedente por sobre sus propias
necesidades”, o tiene, por el contrario, “ciertas lagunas”? ¿Y en materia de
carbón de piedra y de artículos de algodón? ¿Y en materia de cueros de vaca? ¡Y
en materia de cien cosas más! O bien, ¿cómo podría una “economía nacional”
tener al mismo tiempo, y con respecto a los mismos productos, constantemente un
“excedente” y “ciertas lagunas”? La lámpara de Aladino emite ahora llamas
vacilantes. Es evidente “que el hecho considerado sólo puede explicarse si
aceptamos que, entre Alemania y los demás países existen lazos económicos
complejos, profundos, una división· del trabajo con ramificaciones muy numerosas
y sutiles, que hace producir ciertas especies de los mismos productos en
Alemania para el extranjero, otras especies en el extranjero para Alemania,
crea un ir y venir cotidiano y sólo permite a los distintos países aparecer
como partes orgánicas de un conjunto más vasto.
Otro hecho sorprendente a primera vista en la tabla: que las
importaciones y exportaciones no aparezcan como fenómenos separados, (que se
expliquen en unos casos por “lagunas” de la propia economía, en otros por sus
“excedentes”) sino que más bien estén vinculadas casualmente. Las enormes
importaciones de algodón de Alemania evidentemente no están determinadas por
las propias necesidades de la población, están destinadas a posibilitar, desde
un comienzo, las grandes exportaciones alemanas de telas de algodón y ropas.
Una relación similar existe entre las importaciones de lana y las exportaciones
de artículos de lana, lo mismo que entre las grandes importaciones de mineral
extranjero y las considerables exportaciones de productos de hierro bajo
diversas formas, y así en muchos otros casos. De modo tal que Alemania importa
para poder exportar. Se crean artificialmente ciertas “lagunas” para luego
transformarlas en otros tantos “excedentes”. Así el “microcosmos” alemán desde
un comienzo aparece en todas sus dimensiones, como un fragmento de un todo
mayor, como un taller del mundo.
Examinemos pues este “microcosmos” más detalladamente en su autonomía
“cada vez más perfecta”. Imaginemos que, por causa de una catástrofe cualquiera
social o política, la “economía nacional” alemana se viera apartada
verdaderamente del resto del mundo limitada a sí misma. ¿Qué cuadro se
presentaría ante nuestros ojos?
Comencemos por el pan de cada día. La agricultura alemana presenta un
rendimiento doble a la de los Estados Unidos. Desde el punto de vista de la
calidad, ocupa entre los estados agrarios del mundo el primer lugar y sólo es
superada por los países de cultivo intensivo: Bélgica, Irlanda y los Países
Bajos. Hace 50 años Alemania con su agricultura en ese entonces mucho más
atrasada, se contaba entre los graneros de Europa, proveía a otros países con
el excedente que tenía de pan. Hoy, pese a sus rendimientos, la agricultura
alemana no alcanza ni remotamente para alimentar a su propio pueblo y a su propio
ganado: es necesario traer del extranjero la sexta parte de los productos
alimenticios. Esto significa, en otros términos, lo siguiente: separen ustedes
la “economía nacional” alemana del mundo, y un
sexto de la población, más de 11 millones de alemanes, ¡se verían privados de
sus alimentos!
El pueblo alemán consume anualmente 220 millones de marcos de café, 67
millones, de cacao, 8 millones de té, 61 millones de arroz; y consume algo así
como una docena de millones de distintos condimentos, y 134 millones de marcos
de hojas de tabaco extranjeras. Todos estos productos, sin los cuales no puede
vivir actualmente ni el más pobre, que pertenecen a los hábitos cotidianos, a
nuestro nivel de vida, no se producen en Alemania (o, como en el caso del
cultivo de tabaco, sólo en pequeña cantidad), por razones c1imáticas. Aíslen
ustedes a Alemania del mundo durante cierto tiempo y la dieta del pueblo
alemán, correspondiente a su actual civilización, se desmorona.
Luego de la alimentación, consideramos el vestido. La lencería y toda la
vestimenta de las amplias masas populares, son en la actualidad casi únicamente
de algodón; la lencería de la burguesía rica es de lino y sus ropas de lana
fina y seda. El algodón y la seda no se producen en Alemania, tampoco la importantísima
materia prima textil que es el yute, ni la lana más fina cuyo monopolio posee
en todo el mundo Inglaterra; en materia de cáñamo y lino, Alemania padece un
gran déficit. Separen ustedes a Alemania del mundo durante cierto tiempo,
quítenle las materias primas y los mercados de venta en el extranjero, y el
pueblo alemán se encontrará privado en todos sus estratos de su vestimenta más
necesaria, y la industria textil alemana
que hoy, junto con la industria de la confección, alimenta a 1.400.000 trabajadores
de ambos sexos adultos y jóvenes, estará arruinada.
Continuemos. La espina dorsal de la gran industria actual es la llamada
industria pesada: la producción de máquinas y la transformación de los metales;
pero la espina dorsal de éstas son los minerales en bruto. Alemania consume
anualmente (en 1913) unos 17 millones de toneladas de mineral de hierro. Su
propia producción de mineral de hierro suma igualmente 17 millones de
toneladas. A primera vista se podría pensar que la “economía nacional”
alemana cubre por sí misma sus requerimientos de hierro. Para la producción de
hierro bruto, sin embargo, hace falta mineral de hierro, y observamos que la
extracción propia de Alemania sólo llega a unos 27 millones de toneladas por
valor de más de 110 millones de marcos, mientras que se importan de Suecia,
Francia y España 12 millones de toneladas de minerales de hierro más valiosos,
por valor de más de 200 millones de marcos, sin los cuales la industria
metálica alemana no podría funcionar.
En relación con los demás metales, nos encontramos ante un cuadro más o
menos similar a éste. Con un consumo anual de 220.000 toneladas de cinc,
Alemania tiene una producción interna de 270.000 toneladas, de las que se
exportan 100.000 toneladas, mientras más de 50.000 toneladas de metal
extranjero tienen que contribuir a cubrir las necesidades alemanas. A su vez,
los minerales de cinc que se necesitan se extraen sólo en parte en Alemania:
concretamente, cerca de medio millón de toneladas por valor de 50 millones de
marcos. Es preciso traer del exterior 300.000 toneladas de mineral de la mejor
calidad por valor de 40 millones de marcos. En cuanto al plomo, Alemania
importa 94.000 toneladas de metal y 123.000 toneladas de mineral. Finalmente,
en lo que respecta al cobre, con un consumo anual de 241.000 toneladas, la
producción en Alemania depende de la importación, que alcanza no menos de
206.000 toneladas. El estaño procede exclusivamente del exterior. Separen
ustedes a Alemania del mundo por un tiempo y, junto con este aprovisionamiento
del más valioso metal y con las enormes ventas de productos de hierro alemanes
y máquinas alemanas en el extranjero, desaparecerá la base de existencia de la
transformación de metales de Alemania, que
ocupa a 662.000 trabajadores, y de la industria de máquinas, en la que
trabajan 1.300.000 obreros de ambos sexos.
Junto con las industrias metalúrgicas y mecánicas, tendría que desmoronarse
toda una serie de otras ramas industriales que reciben de ellas materias primas
e instrumentos, al igual que otras que les proporcionan materias primas y
auxiliares, como por ejemplo la minería del carbón, y finalmente las que
producen medios de vida para los poderosos ejércitos de trabajadores de estas
ramas de la industria.
Mencionemos también la industria química con sus 168.000 obreros que produce para todo el mundo. Mencionemos la
industria de la madera, que emplea actualmente 450.000 obreros pero que, sin madera de construcción ni madera para
labrar extranjeras, tendría que cerrar en su mayor parte. Mencionemos la
industria del cuero, que, sin cueros extranjeros o sin los grandes mercados de
venta que tiene en el extranjero, paralizaría a sus 117.000 obreros.
Mencionemos los metales preciosos como el oro y la plata, que constituyen el
material amonedable y, como tal, la base indispensable de toda la vida
económica actual pero que no se producen en Alemania. Representémonos vivamente
todo esto, y preguntemos: ¿Qué es la “economía nacional” alemana? Es
decir, suponiendo que Alemania se viese realmente y en forma duradera separada
del resto del mundo y tuviera que llevar adelante su economía enteramente sola,
¿qué sería de la vida económica actual de Alemania y, con ella, de toda su
actual cultura? Se desplomaría una rama industrial tras otra, se arrastrarían
unas a otras al abismo, una enorme masa proletaria quedaría sin trabajo, toda
la población despojada de los más elementales alimentos y estimulantes y de su
vestimenta, el comercio privado de su base, el dinero de metal precioso, ¡toda
la “economía nacional” se convertiría en un montón de escombros, un
buque encallado y destrozado!
Esto es lo que ocurre con las “ciertas lagunas” en la vida económica
alemana y con el “microcosmos cada vez más perfecto”, que flota
presuntuosamente en el éter azul de la teoría profesoral.
Pero, ¡alto! ¿Y la guerra mundial de 1914, la gran prueba ejemplar de la
“economía nacional”? ¿No ha justificado del modo más brillante a los
Bücher y Sombart? ¿No mostró al envidioso mundo cuán perfectamente el
“microcosmos” alemán resulta viable, fuerte y vigoroso incluso en hermético
aislamiento del tráfico mundial, gracias a su rigurosa organización estatal y a
los rendimientos de la técnica alemana? ¿Acaso no se alcanzó a alimentar al
pueblo sin la agricultura extranjera, o no prosiguió lozanamente su marcha el
engranaje de la industria sin aprovisionamiento del extranjero ni mercados de
venta externos?
Examinemos los hechos.
En primer término, veamos la alimentación. Ésta no era asegurada, ni
mucho menos, por la agricultura alemana sola. Varios millones de miembros de la
población adulta, pertenecientes al ejército, fueron mantenidos, casi durante
toda la guerra por países extranjeros: por Bélgica, por el norte de Francia y,
en parte, por Polonia y Lituania. De modo que, para la alimentación del pueblo alemán,
la superficie de la propia “economía nacional” se vio ampliada a toda la
superficie de los territorios ocupados de Bélgica y del norte de Francia, y en
el segundo año de la guerra a la parte occidental del imperio ruso, que
tuvieron que cubrir la gran insuficiencia de los aprovisionamientos alemanes
aportando sus productos agrícolas. La contrapartida de esto fue la terrible
subalimentación de las poblaciones en esos territorios ocupados, socorridas a
su vez, como es el caso de Bélgica, por la ayuda norteamericana en productos
agrícolas. Otra consecuencia fue, en Alemania el encarecimiento de todos los
alimentos a razón de un 100 a un 200 por cien, y la terrible subalimeritación
de los más amplios estratos de la población.
¿Y el engranaje industrial? ¿Cómo pudo ser mantenido en funcionamiento
sin el aprovisionamiento de materias primas y otros medios de producción del
extranjero, cuya enorme importancia hemos señalado anteriormente? ¿Cómo pudo
ocurrir semejante prodigio? El misterio se explica del modo más simple y sin
ningún milagro. La industria alemana pudo continuar funcionando única y exclusivamente
porque fue constantemente aprovisionada de las materias primas extranjeras
indispensables, obteniéndolas por tres vías. Primero, a partir de los grandes
stocks que tenía ya Alemania en su territorio de algodón, lana, cobre en
diversas formas, etc., y que solo tuvo que sacar de sus escondrijos y poner en
circulación; segundo, de los stocks que secuestró en países extranjeros:
Bélgica, norte de Francia, en parte Polonia y Lituania por la fuerza de la
ocupación militar, y puso a disposición de su propia industria; tercero, del
aprovisionamiento normal en el extranjero que, por intermedio de países
neutrales y del Luxemburgo, no cesó en todo el curso de la guerra. Si a eso se
agrega que enormes stocks de metales preciosos extranjeros, condición
indispensable de toda esta “economía de guerra”, se
hallaban acumulados en los bancos alemanes, se hace evidente que el aislamiento
hermético de la industria alemana y del comercio con el mundo exterior resulta
pura leyenda, lo mismo que la alimentación suficiente de la población alemana
mediante la agricultura interna, y que la pretendida autonomía del
“microcosmos” alemán en la guerra mundial se basa en dos cuentos de niños.
Finalmente en lo que respecta a los mercados de venta de la industria
alemana, tan importantes en todas las regiones del mundo, fueron reemplazados
durante la guerra por las necesidades bélicas propias del estado. En otras
palabras, las más importantes ramas de la
industria: las industrias metalúrgicas, textil, del cuero, química,
experimentaron un remodelamiento, transformándose en industrias destinadas
exclusivamente al aprovisionamiento del ejército. Puesto que los costos de
la guerra son pagados por los contribuyentes alemanes, esta transformación de
la industria en industria de la guerra significaba que la “economía nacional”
alemana, en vez de enviar una gran parte de sus productos al exterior para el
intercambio, la entregaba a la destrucción corriente en la guerra, y con las pérdidas
que de allí surgían gravó los productos futuros de la economía, por décadas
enteras, a través del sistema de crédito público.
Si se tienen en cuenta todas estas consideraciones, resulta claro que la
maravillosa prosperidad del “microcosmos” en la guerra constituyó en todo
sentido un experimento sobre el cual sólo cabía formular una pregunta: ¿por
cuánto tiempo podía prolongarse sin que se desmoronara todo el artificial
edificio como un castillo de naipes?
Detengámonos, ahora, una vez más en un fenómeno notable. Si consideramos
el comercio exterior de Alemania en su conjunto, se observa que sus importaciones son significativamente superiores a
sus exportaciones: las primeras alcanzaron en 1913 a 11.600 millones de
marcos, las segundas 10.900 millones. Y 1913 no es una excepción, ya que puede
comprobarse la misma relación desde hace una larga serie de años. Lo mismo
ocurre con Gran Bretaña, que en 1913, en el total de su comercio, importó por
valor de 13.000 millones de marcos y exportó por valor de 10.000 millones. Muy
similar es el caso de Francia, de Bélgica, de los Países Bajos. ¿Cómo resulta
posible semejante fenómeno? ¿Desea esclarecemos el profesor Bücher con su
teoría del “excedente por sobre las propias necesidades” y de las “ciertas
lagunas”?
Si las relaciones económicas de las diversas “economías nacionales” se
agotan mutuamente puesto que, como nos enseña el profesor, las diversas
“economías nacionales”, se trasmiten, como ya ocurría en tiempos de
Nabucodonosor, sus respectivos “excedentes”, es decir si el intercambio simple
de mercancías constituye el único puente que surca el aire azul que media entre
uno y otro de estos “microcosmos” y los separa entre sí, entonces es evidente
que un país puede importar mercancías extranjeras exactamente en la misma
cantidad en que exporta de las suyas. Pues el dinero es en el intercambio
mercantil simple, un simple intermediario, y las mercancías extranjeras se
pagan, en última instancia, con las mercancías propias. ¿Cómo puede, pues, una
“economía nacional” llevar a cabo la hazaña de importar del extranjero
permanentemente más que el “excedente” propio que exporta? Quizás el profesor
nos indique burlonamente: pero la solución es la más sencilla del mundo; el
país importador tiene que cubrir el remanente de sus importaciones sobre sus
exportaciones simplemente mediante dinero. Sólo que, ¡perdón!, semejante lujo,
el de arrojar, año tras año, al abismo del comercio exterior una suma
significativa de dinero contante y sonante para no volver a verla más sólo
podría permitírselo, en el mejor de los casos, un país con ricas minas de oro y
plata propias, lo que no ocurre ni con Alemania ni con Francia; ni con Bélgica
ni con los Países Bajos. Además nos encontramos (¡oh, maravilla!) con la
siguiente sorpresa: ¡Alemania importa permanentemente no sólo mas mercancías,
sino también más dinero del que exporta! Así las importaciones alemanas de oro
y plata se elevaron en 1913 a 441,3 millones de marcos, y las exportaciones a
102,8 millones, y desde hace años se repite más o menos la misma relación. ¿Qué
dice el profesor Bücher de este misterio, con sus “excedentes” y “lagunas”? Las
llamas de la lámpara mágica vacilan tristemente. Comenzamos a sospechar que,
detrás de esos misterios del comercio exterior, tienen que existir relaciones
económicas totalmente diferentes entre las diversas “economías nacionales”,
relaciones muy distintas del simple intercambio de mercancías. Sacar
permanentemente de otros países más productos que los que uno les da, sólo
podría hacerlo, evidentemente, un país que tuviera sobre aquellos otros ciertos
derechos económicos. Esos derechos no tienen nada que ver con el intercambio
entre iguales. Y semejantes derechos y relaciones de dependencia entre los
países existen efectivamente, aunque las teorías profesorales no sepan nada de
ellos. Esa relación de dependencia, y en
su forma más sencilla por cierto, es la de una de las llamadas metrópolis
sobre sus colonias. Gran Bretaña extrae de la mayor de sus colonias, la
India Británica, un tributo anual de más de mil millones de marcos en distintas
formas. Y vemos así que las exportaciones de mercancías de la India superan
anualmente a sus importaciones sólo en 1.200 millones de marcos. Este
“excedente” no es más que la expresión económica de la explotación colonial de
la India por el capitalismo inglés, ya sea porque las mercancías son destinadas
directamente a Gran Bretaña, o que la India tenga que vender cada año a otros
estados mercancías por valor de 1.200 millones de marcos para pagar el tributo
a sus explotadores ingleses. Pero hay
también otras relaciones económicas de dependencia que no se basan en la
dominación política violenta. Rusia exporta anualmente mercancías por valor
de 1.000 millones de marcos más de lo que importa. ¿Es por ventura la gran
“abundancia” de productos agrícolas por sobre las necesidades de la propia
economía, lo que drena todos los años este caudaloso torrente de mercancías del
imperio ruso? Pero el mujik ruso, cuyos granos son destinados al extranjero,
sufre, como se sabe, de escorbuto debido a la desnutrición, y consume
frecuentemente pan al que se le ha agregado corteza de árbol. La exportación
masiva del pan que él produce es, por intermedio del correspondiente sistema
financiero y fiscal interno, una necesidad vital para el estado ruso, para
hacer frente a las obligaciones procedentes de los empréstitos externos. El
aparato estatal de Rusia se costea, desde el famoso derrumbe de la guerra de Crimea y desde su
modernización, en gran parte mediante capital prestado de Europa occidental,
principalmente de Francia. Y para poder pagar los intereses de los empréstitos
franceses, Rusia tiene que vender anualmente masas de trigo, madera, lino,
cáñamo, ganado y aves a Inglaterra, Alemania, los Países Bajos. El enorme
remanente de las exportaciones rusas representa por ello el tributo del deudor
al acreedor, una relación a la que corresponde, por parte de Francia, un gran
remanente de las importaciones que no representa otra cosa que los intereses
del capital de préstamo repatriados. Pero en la propia Rusia el encadenamiento
de relaciones económicas va más allá. El capital francés prestado sirve desde
hace décadas principalmente para dos finalidades: construcción ferroviaria con
garantías del estado y armamentos militares. Para servir ambas finalidades ha
surgido en Rusia desde los años setenta (bajo la protección del sistema de
tarifas aduaneras elevadas) una gran industria. El capital de préstamo
procedente del viejo país capitalista que es Francia gestó en Rusia un joven
capitalismo que, por su parte, requiere para su mantenimiento y completamiento
importaciones significativas de máquinas y otros medios de producción
procedentes de países técnicamente adelantados, como Inglaterra y Alemania. Así
se teje entre Rusia, Francia, Alemania e Inglaterra una serie de lazos
económicos para los cuales el intercambio de mercancías es el término menos
adecuado.
Pero la multiplicidad de los lazos no queda agotada con esto. Un país
como Turquía o China plantea al esquema profesoral otro enigma: tiene, a la
inversa de Rusia y de manera similar a Alemania y Francia, importaciones
ampliamente preponderantes que, en muchos casos, representan casi el doble de
las exportaciones. ¿Cómo puede Turquía o China darse el lujo de rellenar tan
abundantemente sus “lagunas” en la “economía nacional”, puesto que esta
economía nacional suya no está ni por asomo en condiciones de entregar los
correspondientes “excedentes”? ¿Será que las potencias occidentales europeas,
en su cristiano amor al prójimo, regalan año tras año a la Media Luna y al
Imperio de la Coleta más de 100 millones de marcos en forma de mercancías de
todo tipo? Pero hasta los niños saben que tanto Turquía como China están presas
en las garras del usurero europeo y obligadas a pagar enormes tributos a los
bancos ingleses, alemanes, franceses. Según el ejemplo ruso, Turquía y China
deberían tener un excedente de exportaciones de productos del país, para poder
pagar intereses a sus benefactores europeos occidentales. Sólo que en Turquía,
como en China, la llamada “economía nacional” es fundamentalmente distinta de
la rusa. Es cierto que los empréstitos extranjeros también son destinados
fundamentalmente a construcciones ferroviarias y portuarias así como a
armamentos. Pero Turquía prácticamente no posee una industria propia ni puede
hacerla surgir súbitamente a partir de una economía campesina natural y
medieval con sus cultivos primitivos y sus diezmos. Más o menos lo mismo ocurre
en China, bajo formas diferentes. Es por ello que no sólo todos los
requerimientos de la población en términos de productos industriales, sino también
todos los elementos necesarios para las construcciones de transportes y para el
armamento de ejército y flota, tienen que transportarse finalizados desde
Europa occidental y realizarse in situ por parte de empresarios, técnicos,
ingenieros europeos. Los préstamos son frecuentemente acordados en relación con
esos aprovisionamientos. China obtiene, por ejemplo, sus préstamos del capital
bancario alemán y austríaco sólo bajo la condición de encargar a las fábricas
Skoda y Krupp armamentos por determinada suma; otros préstamos están atados de
antemano a concesiones para la construcción de ferrocarriles. Así pasa el
capital europeo a Turquía, China, en su mayor parte ya en forma de mercancías
(armamentos), o como capital industrial en especie, bajo forma de máquinas,
etc. Estas últimas mercancías fluyen, no para el intercambio, sino para la
obtención de beneficios. Los intereses sobre este capital y los demás
beneficios los obtienen los capitalistas europeos en el país mismo,
extrayéndolos de los campesinos turcos o de los campesinos chinos con ayuda del
correspondiente sistema fiscal bajo control financiero europeo. Detrás de las
insuficientes cifras relativas a la preponderancia de las importaciones turcas
o chinas y de las correspondientes exportaciones europeas, se disimula así la
especial relación existente entre el rico occidente del gran capital y el
oriente pobre y atrasado a quien aquél oprime, equipándolo con los más modernos
y poderosos medios de locomoción e instalaciones militares mientras, simultáneamente,
arruina la antigua “economía nacional” campesina.
Los Estados Unidos nos presentan otro caso más. Aquí, como en Rusia, las
exportaciones superan significativamente a las importaciones (estas últimas, en
1913, sumaron 7.400 millones de marcos, aquéllas 10.200 millones); pero las
causas de este fenómeno son fundamentalmente distintas de las del caso de
Rusia. Cierto es que también la Unión norteamericana absorbe enormes cantidades
de capital europeo. Desde comienzos del siglo XIX, la Bolsa de Londres acumula
grandes cantidades de acciones y títulos de empréstitos norteamericanos. La
especulación con títulos y papeles norteamericanos indicaba hasta los años
sesenta, como un termómetro clínico, la inminente crisis de la gran industria y
el comercio inglés. Desde entonces no ha cesado la afluencia de capital inglés
a los Estados Unidos. Este capital migra hacia la Unión en parte como capital
de préstamo a las ciudades y sociedades privadas, pero principalmente como
capital industrial, ya sea porque en la Bolsa de Londres se compran papeles
ferroviarios e industriales norteamericanos, o porque cárteles industriales
ingleses fundan filiales en la Unión para saltar las barreras aduaneras, o
porque se apropien mediante compra de acciones de las empresas norteamericanas
para deshacerse de su competencia en el mercado mundial. Los Estados Unidos
poseen hoy también una gran industria altamente desarrollada y que progresa
cada vez más rápidamente, y que, mientras le llega permanentemente
capital-dinero de Europa, exporta en proporciones crecientes capital industrial
(máquinas, carbón) a Canadá, México y otros países de América Central y de
Sudamérica. De ese modo, los Estados Unidos combinan una enorme exportación de
productos primarios: algodón, cobre, trigo, madera, petróleo, hacia los viejos
países capitalistas, con crecientes exportaciones industriales hacia los
jóvenes países en vías de industrialización. Así, en el gran remanente de las
exportaciones de los Estados Unidos se refleja la etapa propiamente de transición
de un país agrario receptor de capital a un país industrial exportador de
capital, cumpliendo el papel de intermediario entre la vieja Europa capitalista
y el joven y atrasado continente americano.
Si se abarca en conjunto esta gran migración del capital de los viejos
países industriales a los jóvenes y la correspondiente migración en sentido
inverso de los ingresos surgidos de aquel capital, que fluye anualmente como
tributo de los países jóvenes a los viejos, resultan fundamentalmente tres
poderosas corrientes. Inglaterra, según estimaciones del año 1906, ya había
invertido por entonces en sus colonias y en el extranjero 54.000 millones de
marcos, de los que obtenía un ingreso anual de 2.800 millones de marcos en
forma de intereses. El capital invertido por Francia en el extranjero alcanzaba
alrededor de la misma fecha a 32.000 millones de marcos, con ingresos anuales
de por lo menos 1.300 millones de marcos. Finalmente, Alemania ya había
invertido hace 10 años 26.000 millones de marcos en el exterior, que le
reportaban anualmente unos 1.240 millones de marcos. Desde entonces han crecido
rápidamente tanto estas inversiones como sus ingresos. Sin embargo, las grandes
corrientes principales se dividen en otras secundarias, no tan amplias. Así
como los Estados Unidos difunden el capitalismo en el continente americano,
también Rusia (alimentada por completo por el capital francés, por la industria
inglesa y alemana) transfiere ya capital de préstamo y productos industriales a
sus países subsidiarios asiáticos: a China, Persia, Asia Centra. En China
participa en la construcción de ferrocarriles, etc.
Así descubrimos, tras los áridos jeroglíficos del comercio internacional,
toda una red de lazos económicos que no tienen nada que ver con el simple
intercambio de mercancías que es lo único que existe para la sabiduría
profesoral.
Descubrimos que el distingo del erudito Sr. Bücher en países de
producción industrial y países de producción primaria no es más que un producto
primario del esquematismo profesoral. Los perfumes, las telas de algodón y las
máquinas son productos elaborados por igual. Las exportaciones francesas de
perfumes sólo prueban que Francia es el país de la producción del lujo para el
pequeño sector de la burguesía rica de todo el mundo; las exportaciones
japonesas de telas de algodón prueba que Japón, compitiendo con Europa
occidental, socava en toda Asia oriental la producción tradicional campesina y
artesanal y la remplaza por el comercio de mercancías; las exportaciones de
máquinas de Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos, por su parte, muestra
que estos tres países trasplantan la propia gran industria a todas partes del
mundo.
Descubrimos entonces que hoy se exporta e importa una “mercancía” que era
absolutamente desconocida en tiempos del rey Nabucodonosor así como en las
épocas antigua y medieval: el capital. Y esta mercancía no sirve para llenar
“ciertas lagunas” de “economías nacionales” extranjeras sino, por el contrario,
para crear brechas, abrir grietas y fisuras en los muros de antiguas “economías
nacionales”, invadirlas actuando como polvorines y, en corto o largo tiempo,
convertir esas “economías nacionales” en escombros. Con la “mercancía” capital
se expanden masivamente “mercancías” aún más notables desde algunos países
llamados civilizados al mundo entero: modernos medios de transporte y
exterminio de poblaciones autóctonas enteras, economía monetaria y
endeudamiento del campesinado, riqueza y miseria, proletariado y explotación,
inseguridad de la existencia y crisis, anarquía y revoluciones. Las “economías
nacionales” europeas extienden sus tentáculos hasta todos los países y pueblos
de la tierra para ahogarlos en la gran red de la explotación capitalista.
IV
Pero, ¿puede el profesor Bücher, pese a todo ello, creer en una economía
política, mundial? No. Pues el sabio en cuestión, después de examinar
cuidadosamente todas las regiones del mundo sin descubrir nada, nos explica; no
hay nada que hacer, no veo ningún “fenómeno especial” que “se aparte
esencialmente” de una economía nacional, “y es muy dudoso que tales fenómenos
surjan en un futuro previsible”).
¡Y bien!, dejemos de lado el comercio y las estadísticas comerciales y
dirijámonos directamente a la vida, a la historia de las relaciones económicas
modernas. Detengámonos en una pequeña parcela de ese cuadro gigantesco y
abigarrado.
En el año 1768, Cartwright establece en Nottingham, Inglaterra, la
primera hilandería mecánica de algodón; en el año 1785, inventa el telar
mecánico. La primera consecuencia es, en Inglaterra, la desaparición de la
tejeduría manual y la rápida difusión de la fabricación mecánica. A comienzos
del siglo XIX había en Inglaterra, según una estimación de la época, cerca de
un millón de tejedores manuales; ahora están en proceso de extinción, y
alrededor del año 1860 sólo quedan en el Reino Unido algunos miles de tejedores
manuales. En cambio, más de medio millón de obreros fabriles trabajan en la
rama algodonera. En 1863, el primer ministro Gladstone habla en el parlamento
de un “aumento embriagador de riqueza y poder” que habría caído sobre la
burguesía inglesa, sin que la clase obrera participara en absoluto en él.
La industria algodonera inglesa obtiene su materia prima de Norteamérica.
El crecimiento de las fábricas en el distrito de Lancashire hizo surgir enormes
plantaciones de algodón en el sur de los Estados Unidos. Se importaron negros
de África como fuerza de trabajo barata para el mortífero trabajo en las
plantaciones de algodón, lo mismo que para las plantaciones de azúcar, arroz y
tabaco. En África se intensifica extraordinariamente la trata, tribus negras
enteras son cazadas en el interior del “continente negro”, vendidas por sus
caciques, transportadas a enormes distancias por tierra y agua, para ser
vendidas y enviadas a Norteamérica. Surge formalmente una “migración” negra.
A fines del siglo XVIII, en 1790, se estimó en Norteamérica el número de
negros en sólo 697.000, pero en 1861 ya eran 4 millones.
La colosal extensión de la trata y del trabajo de los esclavos en el sur
de la Unión provoca una cruzada de los estados del norte contra este atentado
abominable a los principios cristianos. La entrada masiva de capital inglés en
los años 1825-1860 había puesto en marcha en el norte de los Estados
Unidos una activa construcción de ferrocarriles y los comienzos de una
industria propia y, con esto, una burguesía que bullía por introducir reformas más modernas en la explotación, la esclavitud
asalariada capitalista. Los fabulosos negocios de los plantadores del sur,
que eran capaces de hacer trabajar a sus esclavos tan brutalmente que éstos morían en un término de siete años,
eran a los ojos de los piadosos puritanos del norte una atrocidad, tanto más
cuanto que las condiciones climáticas no permitían a estos últimos establecer
el mismo paraíso en sus estados. Así es como, a instigación de los estados del
norte, quedó abolida la esclavitud, en todas sus formas, en todo el territorio
de la Unión, por ley del año 1861. Los plantadores’ del sur, afectados en sus
sentimientos más Íntimos, respondieron al golpe con una sublevación abierta.
Los estados sureños declararon su secesión de la Unión, y estalló la gran
guerra civil.
K. Marx.
A Abraham Lincoln, Presidente de los Estados Unidos de América[1]
Escrito: Por
C. Marx entre el 22 y el 29 de noviembre de 1864.
El primer efecto de la guerra fue la devastación y la ruina económica de
los estados del sur. La producción y el comercio quedaron postrados y las
exportaciones de algodón interrumpidas. Así se vio privada de su materia prima
la industria inglesa y, en 1863, estalla en Inglaterra una tremenda
crisis, la llamada “hambre de algodón”.
En el distrito de Lancashire quedan sin trabajo 250.000 obreros, sólo
parcialmente ocupados 166.000, y 120.000 obreros encuentran aún ocupación plena
aunque con salarios reducidos en un 10-20%. Reina una miseria sin límites entre
la población del distrito, y 50.000 trabajadores exigen al parlamento inglés,
en una petición, que se provean por parte del estado los medios para que ellos
puedan abandonar Inglaterra con esposas e hijos. Se declaran dispuestos a
recibir a los proletarios desocupados de Inglaterra los estados australianos, que están escasos de la fuerza de trabajo
necesaria para su incipiente expansión capitalista (luego de que la población indígena fuera, casi totalmente, diezmada por
los inmigrantes europeos). Pero los fabricantes ingleses protestan
vehementemente “contra la emigración de su “maquinaria
viviente”, que quizá puedan necesitar nuevamente cuando se recupere la
industria. A los obreros se les niegan
los medios de emigrar y se ven obligados a soportar hasta lo último los
horrores de la crisis.
Al agotarse la fuente norteamericana, la industria inglesa busca
procurarse su materia prima por otro lado y dirige su mirada a las Indias Orientales. Se crean allí
febrilmente plantaciones de algodón y la agricultura, que proporciona desde
hace milenios la alimentación cotidiana de la población y constituye su base
vital, tiene que ceder amplias superficies a los provechosos proyectos de los
especuladores. Con este desplazamiento del cultivo del arroz se produce a los
pocos años una extraordinaria carestía y una
hambruna, y en 1866 más de un millón de seres humanos mueren de hambre en un
solo distrito, Orissa, al norte de Bengala.
Se lleva a cabo un segundo experimento en Egipto. El virrey de Egipto,
Ismael Pashá, establece plantaciones de algodón con la mayor premura para
aprovechar la coyuntura de la guerra de secesión. Se produce una revolución
formal en las relaciones de propiedad de la agricultura. Se roba en grandes
extensiones tierra campesina, se la declara propiedad real y se la dedica a
formar plantaciones de las mayores dimensiones. Miles de campesinos siervos son
llevados a latigazos a las plantaciones para construir diques, cavar canales y
empujar el arado para el virrey. Pero éste se endeuda aún más con banqueros
ingleses y franceses para obtener de Inglaterra, con dinero prestado, los más
modernos arados de vapor e instalaciones despepitadoras. La gran especulación
terminó al cabo de sólo un año con la bancarrota cuando, tras el
restablecimiento de la paz en los Estados Unidos, el precio del algodón cayó
nuevamente a un cuarto de su nivel anterior, en pocos días. El resultado del
período del algodón significó para Egipto la acelerada ruina de la hacienda
campesina, el rápido hundimiento de las finanzas y, finalmente, la acelerada
ocupación de Egipto por los militares ingleses.
Entretanto, la industria algodonera realiza nuevas conquistas. La guerra
de Crimea de 1855, que había fue interrumpido el aprovisionamiento de cáñamo y
lino rusos determinó en Europa una violenta crisis en la fabricación textil. El
algodón remplaza entonces en muchos casos al lino, y la industria algodonera se
extiende cada vez más a costa de aquél. En Rusia triunfa entonces tras el
derrumbe del viejo sistema en la guerra de Crimea, una revolución política, la
abolición de la servidumbre, reformas liberales, el librecambio y la rápida
construcción de ferrocarriles. Con ello se abre un nuevo y enorme mercado de
venta para productos industriales en el interior del gigantesco imperio, y la
industria algodonera inglesa es la primera en avanzar sobre los mercados rusos.
En la década del sesenta también China es abierta al comercio inglés luego de
una serie de guerras sangrientas. Inglaterra domina el mercado mundial y la
industria algodonera proporciona la mitad de sus exportaciones. El período de
las décadas del sesenta y setenta es la época de los negocios más brillantes de
los capitalistas ingleses, y también la época en que se encuentran más
inclinados, mediante pequeñas concesiones a los obreros, a asegurarse los
“brazos” y la “paz industrial”. Es en este período cuando las trade unions
inglesas, encabezadas por los hilanderos y tejedores del algodón, alcanzan sus
éxitos más significativos. Al mismo tiempo, las tradiciones revolucionarias del
cartismo y las ideas de Owen se extinguen en el proletariado inglés, que queda
detenido en un sindicalismo conservador.
Pero pronto los tiempos cambian. En todo el continente, a donde
Inglaterra exportaba sus productos de algodón, va surgiendo una industria
algodonera propia. Ya en 1844 se producen levantamientos de los artesanos en
Silesia y Bohemia provocados por el hambre, que preanuncian la revolución de
marzo de 1848. Hasta en las propias colonias de Inglaterra surge una industria
local. Las fábricas algodoneras de Bombay pasan pronto a competir con las
inglesas y, en los años ochenta, contribuyen a quebrar el monopolio de
Inglaterra en el mercado mundial.
Finalmente, en Rusia la expansión de la fabricación algodonera interna
inaugura en los años setenta la era de la gran industria y de la protección
aduanera. Para evitar las altas barreras aduaneras se transportan fábricas
enteras con todo su personal desde Sajonia, desde la Gobernación (Vogtland),
hasta la Polonia rusa, donde crecen nuevos centros fabriles, Lodz, Zgierz, con
rapidez californiana. A comienzos de la década del ochenta las luchas obreras
arrancan en el distrito algodonero de Moscú-Vladimir las primeras leyes de
protección obreras del imperio de los zares. En el año 1896, 60.000 obreros de las fábricas algodoneras de
Petersburgo organizan la primera huelga masiva de Rusia. Y nueve años más
tarde en julio de 1905, en el tercer centro de la industria algodonera,
en Lodz, 100.000 obreros, con los alemanes a la cabeza, levantan las primeras
barricadas de la gran revolución rusa.
Hemos esbozado aquí en términos sucintos, 140 años de historia de una
rama industrial moderna, de una historia que se desarrolla a través de los
cinco continentes, que abarca a millones de vidas humanas, que estalla en un
sitio como crisis, en otro como hambruna, arde ya como guerra, ya como
revolución, y deja en su camino por doquier doradas montañas de riqueza y
abismos de miseria, un vasto torrente de sudor, teñido en sangre, de trabajo
humano.
Son los sobresaltos de la vida, efectos a distancia que llegan hasta las
entrañas de los pueblos, pero que las áridas cifras de las estadísticas del
comercio internacional no reflejan en absoluto.
En todo el siglo y medio transcurrido desde que la industria moderna
irrumpió en Inglaterra, la economía mundial capitalista se elevó verdaderamente
entre dolores y convulsiones de la humanidad entera. Abrazó una rama de la
producción tras otra, se apoderó de un país tras otro. Se abrió paso hasta el
más distante rincón de la tierra con el vapor y la electricidad, con el fuego y
la espada, echó abajo todas las murallas chinas y consagró la unidad económica
de la humanidad actual a través de la era de las crisis mundiales, a través de
periódicas catástrofes colectivas. El proletario italiano que, expulsado de su
país por la miseria provocada por el capitalismo, emigra hacia Argentina o
Canadá, encuentra allí un nuevo yugo del capital importado de los Estados
Unidos o de Inglaterra. Y el proletario alemán que se queda en su país y
pretende ganarse honradamente el sustento, depende, en lo que atañe a su
bienestar, de la marcha de la producción y del comercio en todo el mundo. Que
encuentre o no trabajo, que su salario alcance o no para alimentar a su mujer e
hijos, que él quede condenado varios días por semana al paro forzoso o, día y
noche, al infierno del trabajo excesivo; todo ello depende continuamente de la
cosecha de algodón en los Estados Unidos, la cosecha del trigo en Rusia, el
descubrimiento de nuevos yacimientos de oro o diamantes en África, los
disturbios revolucionarios en Brasil, las guerras de tarifas aduaneras, los
enfrentamientos diplomáticos y guerras en cinco continentes. En la actualidad,
nada reviste una significación tan decisiva en cuanto a la conformación global
de la vida social y política actual como la abierta contradicción entre este
fundamento económico más estrecha y firmemente consolidado cada día que une a
todos los pueblos y países en un gran conjunto, por un lado, y por el otro la
superestructura política de los estados que trata, de dividir artificialmente a
los pueblos en otros tantos sectores extraños y hostiles entre sí, mediante
puestos fronterizos, barreras aduaneras y el militarismo.
¡Y nada de esto existe para los Bücher, Sombart y sus colegas! ¡Para
ellos sólo existe el “microcosmos cada vez más perfecto”! ¡No ven a su
alrededor ningún “fenómeno especial” que “se aparte con signos esenciales” de
una economía nacional! ¿No es esto un enigma? ¿Es concebible, en cualquier otro
terreno del saber que no sea el de la economía política, semejante ceguera de
representantes oficiales de la ciencia con respecto a fenómenos que fluyen
sobre los sentidos de todo observador en masa y con brillante, relampagueante
luminosidad? Indudablemente, en el terreno de las ciencias naturales, un
erudito de reputación que pretendiese exponer públicamente hoy la opinión de
que no es la tierra la que gira alrededor del sol, sino el sol y todos los
astros los que lo hacen alrededor de la tierra, que afirmase que “no conoce
ningún fenómeno” que entre en contradicción con esta opinión “con signos
esenciales”, tendría la seguridad de provocar homéricas carcajadas en todo el
mundo ilustrado y finalmente ser sometido a una verificación de su estado
mental a petición de sus atribulados parientes. Cierto es que hace 400 años
semejantes opiniones no sólo se difundían impunemente sino que aquel que se
atrevía a contradecirlas públicamente se exponía a acabar en la hoguera. El
mantenimiento de la tesis errónea de que la tierra era el centro del universo
en el movimiento de los astros respondía a los urgentes intereses de la Iglesia
Católica, y todo ataque a la supuesta majestad del globo terráqueo en el ámbito
del universo era a la vez un atentado a la violenta dominación de la Iglesia y
a sus diezmos recaudados sobre la prosaica gleba. De ese modo, las ciencias
naturales eran entonces el punto más sensible del sistema social dominante y la
mistificación en el terreno de las ciencias naturales un instrumento
imprescindible de subyugación. Hoy, bajo la dominación del capital, el punto
sensible del sistema social no reside en la creencia en la misión de la tierra
en el espacio celeste sino en la creencia en la misión del estado burgués sobre
la tierra. Y debido a que sobre las procelosas olas de la economía mundial ya
surgen y se agolpan graves infortunios, a que allí se preparan tormentas que
barrerán de la faz de la tierra el “microcosmos” del estado burgués como un
gallinero, la “guardia suiza” científica de la dominación del capital corre
ante los portales de su castillo del “estado nacional”, para defenderlos hasta
el último suspiro. La primera palabra, el concepto fundamental de la economía
nacional de nuestros días es una mistificación científica que corresponde a los
intereses de la burguesía.
V
Muchas veces se da simplemente la siguiente definición de la economía
política: ésta sería “la ciencia de las relaciones económicas entre seres
humanos”. Este encubrimiento de la esencia de lo que estamos tratando no
clarifica el interrogante, lo complica incluso más. Surge la siguiente
pregunta: ¿es necesario, y si lo es, por qué hay que tener una ciencia especial
sobre las relaciones económicas entre “seres humanos”, esto es, todos los seres
humanos, en todo momento y circunstancia?.
Tomemos un ejemplo de relaciones económicas humanas, si es posible dar un
ejemplo fácil e ilustrativo. Imaginémonos viviendo en el periodo histórico en
que no existía la economía mundial, cuando el intercambio de mercancías
florecía únicamente en las ciudades, mientras que en el campo predominaba la economía natural, es decir, la
producción para el consumo propio, tanto en las grandes propiedades
terratenientes como en las pequeñas granjas. Veamos, por ejemplo, las
condiciones en la Alta Escocia en la década de 1850, tal como las describió
Dugald Stewart:
“En ciertas partes de la Alta Escocia [...] apareció más de un pastor, y
también chacarero [...] calzando zapatos de cuero por ellos curtidos [...]
vistiendo ropas que no habían conocido otras manos que las suyas, puesto que
las telas provenían de la esquila de sus propias ovejas, o de la cosecha de su
propio campo de lino. En la preparación de los mismos casi ningún artículo
había sido comprado, salvo la lezna, la aguja, el dedal y la herrería empleados
en el telar. Las tinturas eran extraídas principalmente por las mujeres de los
árboles, arbustos y hierbas.” (Citado por Karl Marx, Das Kapital, T. I., 4ª
edición, página 451; El capital, FCE, México, 1972, Tomo I, página 406)
O, bien, tomemos un ejemplo de Rusia donde hasta hace relativamente poco
tiempo, a fines de 1870, la situación del campesinado era la siguiente:
“El terreno que él [el campesino del distrito de Viasma en la provincia
de Smolensk] cultiva lo provee de alimentos, ropa, casi todo lo que necesita
para su subsistencia: pan, patatas, leche, carne, huevos, tela de lino, pieles
de oveja y lana para el abrigo [...] Utiliza dinero únicamente cuando adquiere
botas, artículos de tocador, cinturones, gorras, guantes y algunos enseres
domésticos esenciales: platos de arcilla o madera, útiles para la chimenea,
cacerolas y cosas similares.” (Profesor Nikolai Siever, Carlos Marx y David
Ricardo, Moscú, 1879, página 480)
Todavía hoy existen economías campesinas en Bosnia y Herzegovina, en
Servia y en Dalmacia. Si le preguntáramos a un campesino que se autoabastece ya
sea en la Alta Escocia, en Rusia, Bosnia o Servia sobre el “origen y distribución
de la riqueza” y demás problemas económicos, nos miraría asombrado. ¿Por y para
qué trabajamos? (O, como dirían los profesores, “¿cuál es la motivación de tu
economía?”) El campesino respondería seguramente de la siguiente manera: “Pues,
veamos. Trabajamos para vivir, puesto que (como dice el dicho) nada sale de la
nada. Si no trabajáramos moriríamos de hambre. Trabajamos para salir adelante,
para tener qué comer, poder vestirnos, mantener un techo sobre nuestras
cabezas. Cuando producimos, ¿cuál es el “propósito” de nuestro trabajo? ¡Qué
pregunta más estúpida! Producimos lo que necesitamos, lo que toda familia
campesina necesita para vivir. Cultivamos trigo y centeno, avena y cebada,
papas; según la situación en que nos hallemos tenemos vacas y ovejas, gallinas
y gansos. En invierno se carda la lana; ése es trabajo para las mujeres,
mientras los hombres hacen todo lo que haya que hacer con el hacha, la sierra y
el martillo. Llámelo, si quiere, “agricultura” o “artesanía”; tenemos que hacer
un poco de todo, puesto que necesitamos toda clase de cosas en la casa y en los
campos. ¿Que cómo dividimos el trabajo? ¡Otra pregunta estúpida! Los hombres,
naturalmente, realizan las tareas que exigen fuerza de hombre; las mujeres
cuidan la casa, el establo y el gallinero; los niños hacen lo que pueden. ¡No
vaya a pensar que yo envío a la mujer a cortar leña mientras yo ordeño la vaca!
(El buen hombre no sabe, agreguemos, que en muchas tribus primitivas, por
ejemplo entre los indios brasileños, son las mujeres quienes cortan leña,
buscan raíces en el bosque y recolectan fruta, mientras que en las tribus
ganaderas de Asia y África los hombres no sólo cuidan a las vacas, también las
ordeñan. Todavía hoy en día, en Dalmacia, puede observarse a la mujer cargando un
pesado fardo sobre sus espaldas, mientras el robusto marido la acompaña montado
en su burro, fumando su pipa. Esa “división del trabajo” les parece tan natural
como le parece natural a nuestro campesino que él deba cortar la leña mientras
su mujer ordeña la vaca.) Prosigamos: ¿qué constituye mi riqueza? ¡Cualquier
niño de la aldea podría responderle! Un campesino es rico cuando tiene un
granero colmado, un establo poblado, una buena majada, un buen gallinero; es
pobre cuando se le empieza a acabar la harina para Pascuas y le aparecen
goteras en el techo cuando llueve. ¿Cuál es la pregunta? Si mi parcela fuera
mayor yo sería más rico, y si en el verano llegara a haber, Dios nos libre, una
granizada, todos los aldeanos quedaremos pobres en menos de veinticuatro
horas.”
Le hemos permitido al campesino responder a las preguntas económicas
usuales con mucha paciencia, pero podemos tener la certeza de que si el
profesor se hubiera personado en la granja, cuaderno y pluma en ristre para
iniciar su investigación, se le hubiera mostrado la salida con cierta
brusquedad antes de que hubiese llegado a la mitad del cuestionario. Y en
realidad todas las relaciones en la economía campesina resultan tan obvias y
trasparentes que su disección mediante el bisturí de la economía parece
realmente un juego inútil.
Puede, desde luego, objetarse que el ejemplo no es muy feliz, que en un
hogar campesino que se autoabastece esa simplicidad extrema es realmente hija
de la escasez de recursos y la pequeña escala en que se produce. Bien, dejemos
al pequeño hogar campesino que logra mantener alejados a los lobos en alguna
localidad olvidada de Dios, elevemos nuestras miras hasta la cima de un
poderoso imperio, examinemos el hogar de Carlomagno. Este emperador logró
convertir al Imperio Germano en el más poderoso de Europa a comienzos del siglo
IX; emprendió no menos de cincuenta y tres campañas militares con el fin de
extender y consolidar su reino, que llegó a abarcar la Alemania moderna además
de Francia, Italia, Suiza, el norte de España, Holanda y Bélgica; este
emperador también se preocupaba de la administración de sus feudos y granjas.
Nada menos que su mano imperial redactó un decreto especial de setenta
parágrafos en los que sentó los principios a aplicarse en la administración de sus
propiedades de campo: el famoso Capitulare
de Villis, es decir, la ley sobre los
señoríos; por suerte este documento, tesoro invalorable de información
histórica, se conserva hasta hoy entre el polvo y el moho de los archivos. Este
documento merece una atención especial por dos razones. En primer lugar, casi
todos los establecimientos agrícolas de Carlomagno se trasformaron en poderosas
ciudades imperiales: Aquisgrán, Colonia, Munich, Basilea, Estrasburgo y muchas
otras ciudades alemanas y francesas fueron en tiempos remotos propiedades
agrícolas de Carlomagno. En segundo lugar, los principios económicos de Carlomagno
eran el modelo que seguían todas las grandes propiedades eclesiásticas y
seculares de la Alta Edad Media; los señoríos de Carlomagno mantenían viva la
vieja tradición romana e implantaban la exquisita cultura de las villas romanas
al tosco ambiente de la joven nobleza teutónica; sus reglas sobre elaboración
de vinos, cultivo de jardines, frutas y vegetales, cría de aves de corral,
etcétera, constituyeron una hazaña económica perdurable.
Observemos este documento más de cerca. El gran emperador pide, en primer
término, que se le sirva con honestidad, que todos los súbditos de sus feudos
reciban cuidados y protección contra la pobreza; que no se les agobie con
trabajos que superen su capacidad normal; que se les recompense el trabajo
nocturno. Los súbditos, por su parte, deben dedicarse al cultivo de la vid y
deben almacenar el jugo de la uva en botellas para que no se deteriore. Si se
muestran remisos a cumplir con su deber, se les castigará “en la espalda u otra
parte del cuerpo”. El emperador decreta asimismo que se deben criar abejas y
gansos; las aves de corral deben ser cuidadas y su número incrementado. Debe
prestarse atención al cuidado del ganado vacuno y caballar y también del lanar.
Deseamos, además, escribe el emperador, que nuestros bosques sean
administrados con inteligencia, que no se los tale, que haya siempre en ellos
gavilanes y halcones. Debe haber a nuestra disposición gansos y pollos gordos
en todo momento; los huevos que no se consumen han de venderse en los mercados.
En cada uno de nuestros señoríos debemos tener siempre a mano una buena
provisión de plumas para colchones, colchones, mantas, enseres de cobre, plomo,
hierro, madera, cadenas, ganchos, hachas, taladros, de modo que no se deba
pedir nada prestado a los demás. Además, el emperador exige que se le rinda
cuenta exacta de la producción de sus feudos, es decir, cuánto se produjo de
cada ítem, y hace la lista de éstos: vegetales, mantequilla, queso, miel,
aceite, vinagre, remolachas “y otras cosas sin importancia”, como dice textualmente
este famoso documento. El emperador ordena asimismo que en cada uno de sus
dominios haya artesanos, expertos en todos los oficios, en número adecuado, y
hace la lista de cada oficio, uno por uno. Designa a la Navidad la fecha anual
en que se le rinden cuentas de todas sus riquezas. El campesino más pobre no
cuenta cada cabeza de ganado y cada huevo que hay en su granja con mayor
cuidado que el gran Emperador Carlos. El parágrafo número 62 del documento
dice: “Es importante que sepamos qué y cuánto poseemos, de cada cosa”. Y una
vez más hace una lista: bueyes, molinos, madera, embarcaciones, vinos,
legumbres, lana, lino, cáñamo, frutas, abejas, peces, cueros, cera y miel,
vinos nuevos y añejos y demás cosas que se le envían. Y para consuelo de sus queridos
vasallos, quienes deben enviarle estas cosas, agrega sin malicia: “Esperamos
que todo esto no les parezca demasiado dificultoso; pues cada uno de vosotros
es señor de su feudo y puede exigir estas cosas a sus súbditos”. En otro
parágrafo de la ley encontramos instrucciones precisas en cuanto al recipiente
y modo de transporte de los vinos, asunto de Estado aparentemente muy caro al
corazón del emperador. “El vino debe transportarse en cubas de madera con
fuertes aros de hierro, jamás en odres de piel. En cuanto a la harina, será
transportada en carros de doble fondo recubiertos de cuero, para que se pueda
cruzar los ríos sin dañar la harina. Quiero también cuentas exactas de los
cuernos de mis ciervos, además de los machos cabríos, asimismo de las pieles de
lobos matados durante el año. En el mes de mayo no olvidéis declarar la guerra
a muerte contra los jóvenes lobatos.” En el último parágrafo Carlomagno hace la
lista de todas las flores y árboles y hierbas que quiere en sus señoríos, tales
como: rosas, lirios, romero, pepinos, cebollas, rabanitos, semillas de
alcaravea, etcétera. Este famoso documento legislativo finaliza con algo que
parece ser la enumeración de las distintas variedades de manzanas.
Este es, entonces, el cuadro de la casa imperial en el siglo IX, y aunque
estamos hablando de uno de los soberanos más ricos y poderosos de la Edad Media
cualquiera reconocerá que tanto su economía familiar como sus principios
administrativos nos recuerdan al pequeño hogar campesino que vimos antes. Si le
planteáramos a nuestro anfitrión imperial las mismas preguntas acerca de su
economía, la naturaleza de su riqueza, el objeto de la producción, la división
del trabajo, etcétera, extendería su mano real para señalamos las montañas de
trigo, lana y cáñamo, los toneles de vino, aceite y vinagre, los establos
repletos de vacas, bueyes y ovejas. Y es probable que no pudiéramos encontrar
misteriosos problemas para que la ciencia de la economía analice y resuelva,
puesto que todas las relaciones, causa y efecto, trabajo y resultado, son
claras como la luz del día.
Quizás alguien nos quiera observar que volvimos a encontrar un ejemplo
poco feliz. ¿Acaso el documento no revela que no estamos tratando con la vida
económica pública del Imperio Germano, sino con la hacienda privada del
emperador? Pero cualquiera que contrapusiese ambos conceptos cometería un grave
error respecto de la Edad Media. Es cierto que la ley se aplicaba a la economía
de las propiedades y feudos del Emperador Carlomagno, pero él regenteaba esta
hacienda como soberano, no como ciudadano particular. O, para ser más precisos,
el emperador era señor en sus propios señoríos, pero todo gran señor de la Edad
Media, sobre todo en la época de Carlomagno, era un emperador en menor escala,
porque su posesión noble de la tierra lo convertía en legislador, recaudador de
impuestos y juez de todos los habitantes de sus feudos. Los decretos económicos
de Carlos eran, como lo demuestra su forma, decretos de gobierno: forman parte
de las sesenta y cinco leyes, o capitulare, de Carlos, redactadas por el
emperador y promulgadas en la dieta anual de sus príncipes. Y los decretos
sobre rabanitos y cascos de vino reforzados con aros de hierro provienen de la
misma autoridad déspota, y están redactados en el mismo estilo que, por
ejemplo, sus amonestaciones a los eclesiásticos en el Capitulare Episcoporum,
la “ley episcopal”, donde Carlos toma a los siervos del Señor de las orejas y
les impone severamente que no deben blasfemar, ni embriagarse, ni frecuentar
lugares de mala fama, ni mantener amantes, ni vender los sacramentos por un
precio demasiado elevado. Podríamos cansarnos de hurgar en la Edad Media, y no
encontraríamos una sola unidad económica rural donde los señoríos de Carlomagno
no fueran prototipos y modelos, ya se trate de propiedades señoriales o de
pequeños campesinos, de familias campesinas tomadas individualmente o
comunidades cooperativas.
Lo que más nos llama la atención en ambos ejemplos es que las necesidades
de la subsistencia humana guían y dirigen el trabajo, que los resultados
corresponden exactamente a las intenciones y necesidades y que,
independientemente de la escala de la producción, las relaciones económicas
denotan una asombrosa simplicidad y transparencia. Tanto el pequeño campesino
en su parcela como el gran soberano en sus feudos saben exactamente qué quieren
lograr en la producción. Y, más aun, ninguno de los dos tiene que ser un genio
para saberlo. Ambos quieren satisfacer las necesidades humanas fundamentales en
cuanto a alimentos, bebida, ropa y las distintas cosas buenas de la vida. La
diferencia consiste en que el campesino duerme en un camastro de paja, mientras
el noble señor duerme en un lecho de plumas; el campesino bebe cerveza,
aguamiel y también agua; el señor, vinos finos. La diferencia está en la
cantidad y tipo de bienes producidos. La base de la economía y sus objetivos,
son los mismos a saber: satisfacción directa de las necesidades humanas. Va de
suyo que el tipo de trabajo necesario para lograr este propósito se adecúa a los
resultados que se quieren obtener. Y también hay diferencias en el proceso de
trabajo: el campesino trabaja con sus manos acompañado de su familia; recibe
los productos del trabajo que su parcela y la parte que le corresponde de la
tierra comunitaria le pueden brindar o, más precisamente (puesto que hablamos
del siervo medieval), todo lo que le queda después de los tributos y diezmos
que le extraen el señor y el obispo. El emperador y los nobles no trabajan,
obligan a sus súbditos y arrendatarios a trabajar para ellos. Pero, trabaje la
familia campesina para sí o para el señor, bajo la supervisión del anciano de
la aldea o del administrador del noble, el resultado de la producción es una
cantidad simple de medios de subsistencia (en el sentido más amplio del
término): lo que se necesita y en la proporción requerida. Podemos darle a esta
economía las vueltas que queramos; no encontraremos en ella enigma alguno que
requiera el análisis profundo de una ciencia especial para su solución. El
campesino más torpe de la Edad Media sabía qué era lo que determinaba su
“riqueza” (quizás sería más acertado
decir su “pobreza”), además de las catástrofes de la naturaleza, que
asolaban su propiedad tanto como la del señor. El campesino sabía que su
pobreza obedecía a una causa muy simple y directa: primero, la infinita serie
de impuestos en trabajo y dinero que le extraía el señor; en segundo lugar, el
pillaje de ese señor a expensas de las tierras comunes, bosques y agua de la
aldea. Y el campesino clamaba su sabiduría a los cielos cada vez que asaltaba
las casas de los chupasangres. Lo único que le queda por investigar a la
ciencia en este tipo de economía es el origen histórico y desarrollo de esta
clase de relaciones: cómo fue que en Europa las que habían sido tierras de
campesinos libres se transformaron en propiedades señoriales de las que se
extraían rentas y tributos, cómo un campesinado antes libre se había
transformado en una masa de súbditos sujetos a corvea y luego también siervos
de la gleba.
Las cosas toman un cariz enteramente distinto apenas volvemos nuestra
atención a cualquiera de los fenómenos de la vida económica contemporánea.
Veamos, por ejemplo, uno de los más notables y asombrosos: la crisis comercial. Cada uno de nosotros ha vivido unas cuantas
crisis comerciales e industriales y conocemos por experiencia el proceso que
Engels describe en una cita clásica: “El comercio se paraliza, los mercados
están sobresaturados de mercancías, los productos se estancan en los almacenes
abarrotados sin encontrar salida; el dinero efectivo se hace invisible; el
crédito desaparece; las fábricas paran; las masas obreras carecen de medios de
vida precisamente por haberlos producido en exceso; las bancarrotas y las
liquidaciones se suceden unas a otras. El estancamiento dura años enteros, las
fuerzas productivas y los productos se derrochan y destruyen en masa, hasta
que, por fin, las masas de mercancías acumuladas, más o menos depreciadas,
encuentran salida, y la producción y el cambio van reanimándose poco a poco.
Paulatinamente, la marcha comienza a andar al trote; el trote industrial se
convierte en galope y, por último, en una carrera desenfrenada, en una carrera
de obstáculos que juegan la industria, el comercio, el crédito y la
especulación, para terminar finalmente, después de los saltos más arriesgados,
en la fosa de una crisis.” (F.
Engels, Anti-Dühring, Kerr, páginas 286-287; Grijalbo, México, 1968,
página 273) (y aquí año 1878) Todos sabemos cómo aterroriza el
espectro de la crisis comercial a cualquier país moderno: la manera de
anunciarse el advenimiento de dicha crisis es, de por sí, significativa.
Después de unos cuantos años de prosperidad y buenos negocios, empiezan a
aparecer vagos rumores en los diarios; la Bolsa recibe algunas noticias poco
tranquilizadoras de ciertas quiebras; las indirectas que lanza la prensa se
vuelven más específicas; la Bolsa se pone cada vez más aprensiva; el banco
nacional aumenta la tasa de crédito, lo cual significa que el crédito es más
difícil de obtener y los montos disponibles son menores; por último, las
noticias de bancarrotas y cierres caen como gotas de agua en un chaparrón. Y una vez que la crisis está en pleno auge,
empiezan las discusiones acerca de quién tiene la culpa. Los comerciantes
echan la culpa a la negativa de los bancos a conceder crédito y a la manía
especulativa de los corredores de bolsa; los corredores se la echan a los
industriales; los industriales se la achacan a la escasez de dinero líquido,
etcétera. Y cuando por fin los negocios empiezan a mejorar, la Bolsa y los
diarios ven los primeros síntomas con alivio, hasta que vuelven por un tiempo
la esperanza, la paz y la seguridad. Lo más notable de esto es que todos los
afectados, el conjunto de la sociedad, consideran
y tratan a la crisis como algo fuera de la esfera de la voluntad y el control
humanos, un golpe fuerte propinado por un poder invisible y mayor, una prueba
enviada desde el cielo, parecida a una gran tormenta eléctrica, un terremoto,
una inundación. El lenguaje que suelen utilizar los periódicos
especializados al referirse a la crisis está lleno de frases tales como: “el cielo del mundo de los negocios, hasta
ahora sereno, se está empezando a cubrir de negros nubarrones”; o cuando se
anuncia un drástico aumento de las tasas de crédito bancario, aparece
invariablemente bajo el título de “se
anuncian tormentas”, y después de la crisis leemos cómo pasó la tormenta y qué despejado está el horizonte comercial.
Este estilo periodístico revela algo más que el mal gusto de los plumíferos de
la página financiera; es típico de la actitud hacia la crisis, como si ésta
fuera el resultado de una ley natural. La sociedad moderna contempla con horror
cómo se cierne; agacha la cabeza temblorosa bajo los golpes que caen como una
granizada; aguarda el fin de la prueba y vuelve a levantar cabeza, tímida y
escépticamente; mucho después la sociedad comienza a sentirse segura una vez
más. Así esperaban los pueblos de la Edad Media las plagas y hambrunas; la
misma consternación e impotencia ante una prueba severa. Pero las hambrunas y
pestes son antes que nada fenómenos naturales, aunque en última instancia las
malas cosechas, las epidemias, etcétera, también tienen que ver con causas
sociales. Una tormenta eléctrica es un acontecimiento provocado por elementos
físicos y nadie, dado el desarrollo alcanzado por las ciencias naturales y la
tecnología, es capaz de producir o impedir una tormenta eléctrica. Pero, ¿qué
es una crisis moderna? Consiste en la producción de demasiadas mercancías. No
hay compradores, y por lo tanto se detienen la industria y el comercio. La
fabricación de mercancías, su venta, comercio, industria: tales son las
relaciones en la sociedad moderna. Es el hombre quien produce las mercancías, y
el hombre mismo quien las vende; el intercambio se da entre una persona y otra,
y dentro de los factores que constituyen la crisis moderna no encontraremos un
solo elemento que trascienda la esfera de la actividad humana. Es la sociedad
humana, por tanto, la que produce periódicamente las crisis. Y al mismo tiempo
sabemos que la crisis es un verdadero azote de la sociedad moderna, esperada
con horror, soportada con desesperación y que nadie desea. Salvo para algunos
especuladores bursátiles que tratan de enriquecerse rápidamente a costa de los
demás, y que con frecuencia no se ven afectados por ella, la crisis constituye,
en el mejor de los casos, un riesgo o un inconveniente para todos. Nadie desea
la crisis; sin embargo ésta se produce. El hombre la crea con sus propias
manos, aunque no la quiere por nada del mundo. Tenemos aquí un hecho de la vida
económica que ninguno de sus protagonistas puede explicar. El campesino
medieval producía en su parcela lo que su señor, por un lado, y él mismo, por
el otro, querían y deseaban: granos y ganado, buenos vinos y ropas lujosas,
alimentos y bienes suntuosos para sí y para su hogar. Pero la sociedad moderna produce lo que no quiere ni necesita: crisis.
De vez en cuando produce bienes que no puede consumir. Sufre hambrunas
periódicas mientras los almacenes se abarrotan de artículos imposibles de
vender. Las necesidades y su satisfacción ya no concuerdan más; algo oscuro y
misterioso se ha interpuesto entre ellas.
Tomemos otro ejemplo de la vida contemporánea, que conocemos todos, sobre
todo los obreros de cualquier país: la
desocupación.
Al igual
que la crisis, el desempleo es un cataclismo que aflige de tanto en tanto a la
sociedad; en mayor o menor medida es uno de los síntomas constantes de la vida
económica contemporánea. Los estratos mejor organizados y pagos de la clase
obrera que llevan el registro de los desocupados de su gremio saben de la
cadena ininterrumpida en las estadísticas de desocupación para cada año y para
cada semana y mes del año. La cantidad de obreros desocupados tendrá
fluctuaciones, pero jamás, ni por un solo
instante, se reduce a cero. La sociedad contemporánea demuestra su
impotencia ante la plaga de la desocupación cada vez que ésta se vuelve tan
seria que los órganos legislativos se ven obligados a tratar el problema.
Después de mucho discutir, estas deliberaciones concluyen en una resolución
para iniciar una investigación sobre la cantidad real de desocupados. Generalmente se limitan a medir la
envergadura de la tragedia, así como en las inundaciones se mide el nivel
del agua con un indicador. En el mejor de los casos se aplica el débil paliativo del seguro al parado (a
expensas, generalmente, de los obreros ocupados) para disminuir los efectos del
fenómeno, sin siquiera tratar de llegar a la raíz del mal.
Thomas Robert Malthus (1766-1834):
clérigo y economista inglés que predijo que la población mundial superaría la
cantidad de alimentos disponibles.
A principios del siglo XIX, el cura Malthus, ese gran profeta de la
burguesía inglesa, proclamó con esa refrescante brutalidad tan característica
en él: “Si el obrero no puede obtener
medios de subsistencia de sus parientes, a quienes se los puede reclamar con
justicia, y si la sociedad no necesita su trabajo, el que nace en un mundo
donde ya existe el pleno empleo no tiene derecho a la menor partícula de
alimento, en realidad nada tiene que hacer en ese mundo. No tiene un sitio
reservado en la gran mesa de la naturaleza. Ésta le ordena desaparecer y
rápidamente ejecuta la orden.” La sociedad moderna, con esa hipocresía
“social-reformista” que la caracteriza, frunce el ceño ante tanta candidez. En
los hechos le permite al proletario parado “cuyo trabajo no necesita”,
“desaparecer” de alguna manera, tarde o temprano: así lo demuestran las estadísticas de deterioro de la salud pública,
de mortalidad infantil, los crímenes contra la propiedad en todas las épocas de
crisis.
La analogía que trazamos entre las inundaciones y la desocupación revela
un hecho asombroso: ¡que nuestra impotencia ante las grandes catástrofes
naturales es menor que la que padecemos ante nuestros propios asuntos puramente
humanos, puramente sociales! Las inundaciones periódicas que provocan tamaños
estragos en el este de Alemania todas las primaveras son, en última instancia,
resultado de no aplicar contramedida alguna, como se ha demostrado hasta ahora.
La tecnología, con el nivel de desarrollo que ha alcanzado, nos da los medios
adecuados para proteger a la agricultura de las devastaciones provocadas por
las aguas incontroladas. Desde luego que para poner freno a esta fuerza
potencial es necesario aplicar en gran escala los medios que nos brinda la
tecnología: un gran plan regional de control de las aguas reconstruiría toda la
zona de peligro, protegería los campos de labranza y pastoreo, construiría
diques y compuertas y regularía el curso de los ríos. No se está realizando
esta gran reforma en parte porque ni el Estado ni el capital privado quieren
aportar los fondos necesarios, y en parte porque el gobierno tendría que hacer
frente al obstáculo del derecho a la propiedad privada en la extensa zona
afectada. Los medios para el control de las inundaciones y para encauzar las
aguas turbulentas existen, aunque la sociedad sea incapaz de utilizarlos. Por
otra parte, la sociedad contemporánea no ha encontrado el remedio para la
desocupación. Y sin embargo no se trata de una ley de la naturaleza, ni de una
fuerza física de la naturaleza, ni de un poder sobrenatural, sino de un producto de relaciones económicas
puramente humanas. Una vez más nos encontramos con un enigma económico, que
nadie desea que nadie provoca adrede, pero que se sucede periódicamente, con la
regularidad de un fenómeno natural, por encima de las cabezas de los hombres
podríamos decir.
Ni siquiera tenemos necesidad de recurrir a hechos tan notables de la
vida cotidiana como las depresiones y el paro, es decir, calamidades que quedan
fuera de la esfera de lo normal (al menos la opinión pública sostiene que
dichos eventos conforman una excepción al curso normal de los acontecimientos).
Veamos, en cambio, el ejemplo más común de la vida diaria, que se multiplica en
todos los países: la fluctuación de los
precios de las mercancías. Hasta un niño sabe que los precios de las
mercancías no son algo fijo e inmutable sino todo lo contrario, suben y bajan
casi todos los días, incluso a toda hora. Tomemos cualquier diario, vayamos a
las informaciones financieras y leamos los precios del día anterior; trigo:
débil a la mañana, mejor al mediodía, más alto o más bajo al cierre. Lo mismo
ocurre con el cobre, el hierro, el azúcar y el aceite de uva. Y lo mismo con
las acciones de las empresas industriales, privadas o estatales, en la Bolsa.
Las fluctuaciones de los precios son un hecho incesante, “normal”, cotidiano,
de la vida económica contemporánea. Pero de estas fluctuaciones resulta que la
situación financiera de los dueños de todas estas mercancías cambia en forma
diaria y horaria. Si aumenta el precio del algodón, aumenta la riqueza de los
comerciantes y fabricantes que poseen acciones en el algodón; si bajan, la
riqueza disminuye. Si aumenta el precio del cobre, los accionistas se
enriquecen; si disminuye, se empobrecen. Así con una simple fluctuación de
precios, con los resultados bursátiles, una persona puede convertirse en
millonario o en mendigo en cuestión de pocas horas. Desde luego, la especulación y el fraude se basan en este mecanismo.
El propietario medieval se enriquecía o empobrecía con una buena o mala
cosecha; o, como un caballero errante, se enriquecía si asaltaba en los caminos
a una cantidad suficiente de comerciantes acaudalados; o aumentaba su riqueza
(éste era el método consagrado y preferido) exprimiendo aún más a sus siervos
mediante impuestos en especie y dinero. Hoy una persona puede volverse rica o
pobre sin mover Un dedo, sin que medie un acontecimiento natural, sin dar nada
a nadie, sin robar cosa alguna. Las
fluctuaciones de los precios son movimientos secretos dirigidos por un agente
invisible que se mueve a espaldas de la sociedad, provocando cambios constantes
en la distribución de la riqueza social. Observamos este movimiento así
como leemos la presión en un barómetro, la temperatura en un termómetro. Y sin
embargo los precios de las mercancías, con sus fluctuaciones, son asuntos
evidentemente humanos, acá no hay magia negra. Nadie sino el hombre, con sus
propias manos, produce estas mercancías y fija los precios, salvo que surja de
sus acciones algo que no pretende ni desea; una vez más la necesidad, el objeto
y el resultado de la actividad económica se encuentran en flagrante
contradicción.
¿Cómo ocurre esto, cuáles son las leyes negras que, operando a espaldas
de los hombres, conducen a la actividad económica del hombre contemporáneo a
resultados tan extraños? Sólo la investigación científica puede resolver estos
problemas. Se ha vuelto necesario resolver todos estos enigmas mediante la
investigación exhaustiva, la meditación profunda, el análisis, la analogía,
para penetrar en las relaciones ocultas cuyo resultado es que las relaciones
económicas humanas no corresponden a las intenciones, a la voluntad, en fin, a
la conciencia del hombre. De esta manera el problema que enfrenta la
investigación científica puede definirse como la falta de conciencia humana de
la vida económica de la sociedad, y así llegamos a la razón inmediata del
surgimiento de la economía política.
Darwin, en la descripción de su viaje por el mundo, nos dice lo siguiente
acerca de los indígenas que habitan Tierra del Fuego (en el extremo austral de
América del Sur): “Suelen padecer hambrunas. El Sr. Low, capitán de un
ballenero, que conoce íntimamente a los nativos de este país, hizo un relato
curioso sobre la situación de un grupo de unos ciento cincuenta nativos en la
costa occidental, sumamente delgados. Una serie de tormentas de viento había
impedido a las mujeres recoger mariscos en la costa y a los hombres salir en
sus canoas a cazar focas. Una pequeña partida de hombres salió una mañana y los
indígenas que quedaban le explicaron a Low que se iban a buscar alimentos. A su
regreso, Low salió a su encuentro, y los encontró sumamente cansados. Cada
hombre portaba un gran trozo de carne podrida de ballena, a la que habían hecho
un agujero en el medio por donde habían pasado la cabeza, como hacen los
gauchos con sus ponchos. Apenas la carne era llevada al toldo, un anciano la
cortaba en tiras y las asaba durante un minuto, murmurando alguna cosa, y las
distribuía a los hombres famélicos, que durante todo este tiempo se mantenían
en el más profundo silencio.” (Darwin, Voyage of a naturalist round the world,
página 245)
Estamos hablando de uno de los pueblos más primitivos de la tierra. Los
límites que enmarcan su voluntad y planificación son sumamente estrechos. El
hombre se encuentra todavía muy ligado a la madre naturaleza, y dependiente de
sus favores. Y sin embargo, dentro de límites tan estrechos, esta pequeña
sociedad de ciento cincuenta hombres cumple un plan que organiza a todo el
cuerpo social. Las previsiones tendientes a garantizar el bienestar futuro son
el depósito de carne podrida, oculto en algún lado. Pero esta miseria se divide
entre todos los miembros de la tribu, y se cumplen ciertas ceremonias; todos
participan, bajo una dirección y con un plan, de la recolección de alimentos.
Consideremos ahora un oikos griego, la economía familiar esclavista de la
Antigüedad, economía que constituía un verdadero “microcosmos”, un pequeño
mundo. Observamos grandes desigualdades sociales. La pobreza primitiva ha
cedido ante los confortables excedentes de los frutos del trabajo humano. El
trabajo físico se convirtió en la maldición de unos, el ocio en privilegio de
otros; el trabajador se volvió una propiedad del que no trabaja. Pero esta
relación amo-esclavo tiene como base la planificación y organización más
estrictas de la economía, del trabajo, del proceso de distribución. Su
fundamento es la voluntad despótica del amo, su brazo ejecutor es el látigo del
capataz.
En el señorío feudal de la Edad Media la organización despótica de la
vida económica da lugar rápidamente al código de trabajo detallado, en el que
se definen clara y rígidamente la planificación y la división del trabajo, los
derechos y deberes de cada uno. En el umbral de este periodo histórico aparece
ese bonito documento que vimos antes, el Capitulare de Villis de Carlomagno,
rebosante de alegría y buen humor, gozando voluptuosamente de la abundancia de
bienes materiales, cuya producción es el único objeto de la vida económica. Al
fin del periodo histórico feudal encontramos un terrible código de tributos en
trabajo y dinero impuesto por los señores feudales ávidos de riquezas, código
que provocó las guerras campesinas del siglo XV en Alemania y que, dos siglos
más tarde, redujo al campesino francés al estado de una bestia miserable que se
levantaría a pelear por sus derechos al argentino clarín de la Gran Revolución
Francesa. Pero mientras la escoba de la historia no barrió la basura feudal, la
relación señor-siervo con toda su miseria determinaba clara y rígidamente las
condiciones de la economía feudal, como una suerte preestablecida.
Hoy no tenemos amos, esclavos, señores feudales ni siervos. La libertad y
la igualdad ante la ley liquidaron todas las relaciones despóticas, al menos en
las naciones burguesas más antiguas; en las colonias (como todos saben) estos
mismos estados frecuentemente introducen el esclavismo y la servidumbre. Pero
en la propia casa de la burguesía reina la libre competencia como única ley que
rige las relaciones económicas y todo plan, toda organización, ha desaparecido
de la economía. Desde luego que si indagamos en las distintas empresas
privadas, en las fábricas modernas o en un gran complejo fabril como Krupp o
cualquier empresa agrícola en gran escala de Estados Unidos, encontraremos la
organización más estricta, la división más detallada del trabajo, la
planificación más minuciosa basada en la más reciente información científica.
Aquí todo trascurre fluidamente, como por arte de magia, bajo la administración
de una voluntad, una sola conciencia. Pero apenas nos alejamos de la gran
fábrica o del gran establecimiento agrícola, nos encontramos en medio del caos.
Mientras las innumerables unidades (y cualquier empresa privada, hasta la más
gigantesca, es sólo un fragmento de la gran estructura económica que abarca a
todo el globo) se encuentran bajo la disciplina más férrea, la entidad de todas
las llamadas economías nacionales, o sea la economía mundial, está totalmente
desorganizada. En la entidad que abarca océanos y continentes no existe
planificación, conciencia ni reglamento, solamente el choque ciego de
desconocidas fuerzas incontroladas que juegan caprichosamente con el destino
económico del hombre. Desde luego que aun hoy un soberano todopoderoso domina a
obreros y obreras: el capital. Pero la
soberanía del capital no se manifiesta a través del despotismo sino de la
anarquía.
Y es precisamente la anarquía la responsable de que la economía de la
sociedad humana produzca resultados que constituyen un misterio imposible de
predecir para todos los afectados. La anarquía hace de la vida económica humana
algo desconocido, ajeno, incontrolable, cuyas leyes debemos descubrir de la
misma forma que descubrimos las de la naturaleza, de la misma manera en que
tratamos de descubrir las leyes que gobiernan la vida de los reinos animal y
vegetal, las formaciones geológicas de la superficie terrestre, el movimiento
de los cuerpos celestes. El análisis científico debe descubrir ex post facto
los propósitos y las leyes que gobiernan la vida económica humana, los que no
fueron impuestos por una planificación consciente.
Ya deben de tener claro por qué a los economistas burgueses les resulta
imposible explicar la esencia de su ciencia, poner el dedo en la llaga del
organismo social, denunciar su malformación congénita. Reconocer y afirmar que la anarquía es la fuerza motriz vital del
dominio del capital es pronunciar su sentencia de muerte, afirmar que sus días
están contados. Resulta claro por qué los científicos defensores oficiales
del dominio del capital tratan de oscurecer el problema mediante toda clase de
artificios semánticos, tratan de alejar
la investigación del meollo de la cuestión, tomar las apariencias externas y
discutir la “economía nacional” en lugar de la economía mundial. Al dar un
solo paso más allá del umbral del conocimiento económico, con la primera
premisa básica de la economía, las economías burguesa y proletaria se van por
sendas distintas. Con el primer interrogante, por abstracto y poco práctico que
parezca en relación a las luchas sociales que se libran en esta época, se forja
un vínculo especial entre la economía como ciencia y el proletariado como clase
revolucionaria.
VI
Si partimos de lo visto anteriormente, se aclaran varios interrogantes
que en otras circunstancias nos podrían parecer enigmáticos.
En primer término se soluciona el problema de la edad de la economía. Una ciencia cuyo tema es el descubrimiento
de las leyes de la anarquía de la producción capitalista mal podría haber
surgido antes de esa forma de producción, antes de que aparecieran las
condiciones históricas para el dominio de clase de la burguesía moderna, a
través de siglos de dolores de parto, de cambios políticos y económicos.
Según el profesor Bucher, el surgimiento del orden social imperante fue
un hecho muy simple, por supuesto, que poco tuvo que ver con fenómenos sociales
anteriores: fue el producto de la exaltada decisión y la sublime sabiduría de
los monarcas absolutistas. Nos dice Bucher: “El desarrollo final de la economía
política [sabemos que para un profesor burgués la frase intencionalmente oscura
‘economía política’ significa modo capitalista de producción] es en esencia
fruto de la centralización política que comienza a fines de la Edad Media con
la aparición de las organizaciones territoriales estatales y encuentra su
concreción en la creación del Estado
nacional unificado. La unificación económica de las fuerzas va de la mano
con la primacía de los elevados destinos de la nación en su conjunto sobre los
intereses políticos privados. En Alemania los príncipes territoriales más
poderosos, a diferencia de los nobles rurales y la aldea, tratan de poner en
práctica la idea nacional moderna” (Bucher, El
surgimiento de la idea nacional, página 134).
Pero también en el resto de Europa (España, Portugal, Inglaterra,
Francia, Países Bajos) el poder principesco acometió hazañas de igual bravura.
“En todas estas tierras y con distintos grados de severidad aparece la
lucha contra los poderes independientes de la Edad Media: la alta nobleza, las
ciudades, provincias, corporaciones religiosas y seculares. El problema
inmediato, por cierto, era la aniquilación de los círculos territoriales
independientes que cerraban el camino a la unificación política. Pero en lo más
profundo del movimiento que conducía hacia el absolutismo real duerme la idea
universal de que las grandes tareas que se plantean a la civilización moderna
exigen la unión organizada de pueblos enteros, una gran comunidad de fuerzas
vivas; y ello sólo podía surgir sobre la base de la actividad económica común.”
(Obra citada)
He aquí la flor del lacayismo intelectual que señalábamos en los profesores
alemanes. Según el profesor Schmoller la ciencia de la economía surgió por
orden del absolutismo ilustrado. Según el profesor Bucher el modo de producción
capitalista es producto de la decisión soberana y los planes de los monarcas
absolutistas que claman al cielo. En realidad cometeríamos una injusticia con
los grandes tiranos españoles y franceses, y también con los pigmeos déspotas
alemanes, si sospecháramos que se movían bajo el impulso de una “idea histórico-universal” o de “las grandes tareas que tiene planteada la
civilización humana” en sus rencillas con generales insolentes a fines de
la Edad Media o durante las costosas cruzadas contra las ciudades holandesas.
Hay veces que realmente se plantean los hechos históricos patas para arriba.
La formación de los grandes estados burocráticamente centralizados fue un
requisito indispensable para el surgimiento del modo de producción capitalista,
pero su formación fue consecuencia de necesidades económicas nuevas, y se
podría invertir el planteamiento de Bucher para decir, correctamente: la realización de la centralización política
fue “esencialmente” producto de la maduración de la “economía política” (esto
es, del modo capitalista de producción).
Es característico del instrumento inconsciente del avance histórico (como
lo fue el absolutismo en la medida en que desempeñó un papel en el proceso
histórico preparatorio) que desempeñe su rol progresivo con la misma
inconsciencia imbécil que emplea para inhibir estas tendencias cada vez que lo
considera conveniente. Esto ocurría, por ejemplo, cuando los
tiranos-por-la-gracia-de-Dios de la Edad Media veían en las ciudades que se les
aliaban contra la nobleza feudal meros objetos de explotación, a ser
traicionados y entregados nuevamente a los barones feudales apenas se
presentara la oportunidad. Lo mismo ocurría cuando, desde el comienzo, no
vieron en el continente descubierto, con toda su población y cultura, sino un
sujeto apto para la explotación más brutal, insidiosa y cruel, para llenar los
“tesoros reales” con pepitas de oro en el menor tiempo posible con el propósito
de servir a “las grandes tareas de la civilización”. Lo mismo ocurría cuando
los mismos tiranos-por-la-gracia-de-Dios se oponían tozudamente a sus “fieles
súbditos” cuando éstos les presentaban
ese pedazo de papel llamado constitución parlamentaria burguesa, que después de
todo fue tan necesaria para el desarrollo irrestricto del capital como lo
fueron la unificación política y la gran centralización estatal.
En realidad, eran otras fuerzas enteramente distintas las que estaban en
juego: a fines de la Edad Media se sucedieron grandes trasformaciones en la
vida económica de los pueblos europeos, y éstas inauguraron un nuevo modo de
producción.
Después que el descubrimiento
de América y la circunnavegación de África, es decir el
descubrimiento de la ruta marítima a la India, produjeron un florecimiento
hasta entonces insospechado y una redistribución de las rutas comerciales, la liquidación del feudalismo y de la dominación de las ciudades
por las corporaciones avanzó a pasos agigantados. Los grandes descubrimientos,
las conquistas, el pillaje de los países recientemente descubiertos, la
afluencia repentina de metales preciosos provenientes del Nuevo Continente, el
gran comercio de especias con la India, el comercio de esclavos que proveía de
negros africanos a las plantaciones de América, todos estos factores crearon en
Europa Occidental nuevas riquezas y deseos en un lapso muy breve. El pequeño
taller del artesano, con sus mil y una limitaciones, se convirtió en freno para
el necesario aumento y rápido avance de la producción. Los grandes comerciantes
superaron el escollo reuniendo a grandes cantidades de artesanos en las
manufacturas, ubicadas fuera de la jurisdicción de las ciudades; supervisados
por los mercaderes, liberados de las restricciones de las corporaciones, los
mecánicos producían más y mejor.
En Inglaterra el nuevo modo de producción fue fruto de una revolución en
la agricultura. El florecimiento de la manufactura lanera en Flandes y la gran
demanda de lanas que fue su elemento concomitante impulsaron a la nobleza rural
inglesa a convertir tierras antes cultivadas en pasturas para las ovejas;
durante este proceso el campesinado inglés fue echado de su tierra en una
escala jamás vista. La Reforma obró de manera similar. Después de la
confiscación de las tierras de la Iglesia (las que fueron regaladas o perdidas
por la nobleza cortesana y los especuladores), también fueron expulsados los
campesinos que vivían en estas tierras. Así los manufactureros y los
capitalistas del campo se encontraron con una gran provisión de proletarios
empobrecidos situados fuera de los reglamentos y restricciones de las
corporaciones feudales y artesanales. Después de un extenso periodo de
martirio, de mendicidad o de reclusión en los asilos públicos, de crueles
persecuciones por parte de la ley y la policía, estos pobres infelices
encontraron refugio en la esclavitud asalariada en beneficio de una nueva clase
de explotadores. Poco después sobrevino la gran revolución tecnológica que
permitió una mayor utilización de trabajadores asalariados sin especialización
al lado de los artesanos altamente especializados, sin llegar a reemplazarlos
totalmente.
En todas partes el florecimiento y maduración de las nuevas relaciones
chocaba con obstáculos feudales y la miseria de las pésimas condiciones de
vida. La economía natural, base y esencia
del feudalismo, y la pauperización de grandes masas, fruto de la presión
irrestricta de la servidumbre, restringía la salida de las mercancías
manufacturadas. Por su parte las corporaciones dividían y maniataban el
elemento más importante de la producción: la
fuerza de trabajo. El aparato del Estado, dividido en un número infinito de
fragmentos políticos, incapaz de garantizar la seguridad pública, y la sucesión
de tarifas y leyes comerciales, restringían
y molestaban al incipiente comercio y al nuevo modo de producción.
Era evidente que de alguna manera la naciente burguesía de Europa
Occidental debía barrer estos escollos o renunciar de plano a su misión
histórico-mundial. Antes de destrozar completamente al feudalismo en la Gran Revolución
Francesa, la burguesía ajustó intelectualmente sus cuentas con el feudalismo, y
así se origina la nueva ciencia de la
economía, una de las armas ideológicas más importantes de la burguesía en su
lucha contra el Estado Medieval y por la instauración del moderno Estado de la
clase capitalista. El nuevo orden económico apareció primero con las
riquezas nuevas, rápidamente adquiridas, que inundaron la sociedad de Europa
Occidental, provenientes de fuentes mucho más lucrativas, aparentemente
inagotables y bastante diferentes de los métodos patriarcales de la explotación
feudal, cuyo apogeo, por otra parte, ya había pasado.
Al principio la fuente más propicia para la nueva opulencia no fue el
naciente modo de producción, sino su marcapasos: el gran auge del comercio. Es por ello que en los centros más
importantes del comercio mundial, como las opulentas repúblicas italianas y
España, se plantean los primeros interrogantes económicos y se hacen los primeros
intentos de hallar respuestas a esos interrogantes.
¿Qué es la
riqueza? ¿Qué es lo que hace que un estado sea rico o pobre? Este era el
interrogante que se planteaba cuando las viejas concepciones de la sociedad
feudal perdieron su validez en el torbellino de las nuevas relaciones. La riqueza es el oro con el cual se puede
comprar cualquier cosa. El comercio crea riqueza. Serán ricos los estados
que importen grandes cantidades de oro y no permitan que se lo saque del país.
El comercio mundial, las conquistas coloniales en el Nuevo Mundo, las
manufacturas que producen para la exportación: todo ello debe ser fomentado;
debe prohibirse la importación de productos foráneos, que sacan el oro del
país. Estas fueron las primeras enseñanzas de la economía, que aparecen en
Italia a fines del siglo XVI y ganan popularidad en Inglaterra y Francia en el
siglo XVII. Y esta doctrina, aunque muy elemental, fue la primera ruptura
abierta con las concepciones de la economía feudal natural y su primera critica
audaz; la primera idealización del comercio, de la producción de mercancías y,
con ello, del capital; el primer programa político a la medida de la joven
burguesía ascendente.
Pronto es el capitalista productor de mercancías, en lugar del
comerciante, quien toma la delantera; al principio cautelosamente, disfrazado
de sirviente pobre que espera en la antecámara del príncipe feudal. La riqueza
de ninguna manera es oro, proclaman los iluministas franceses del siglo XVIII;
el oro es simplemente un medio para el intercambio de mercancías. ¡Qué infantil
la ilusión de ver en el brillante metal una varita mágica para pueblos y
estados! ¿Puede el metal alimentarme cuando tengo hambre; puede protegerme del
frío cuando estoy aterido? ¿Acaso el rey Darío de Persia no sufría los
tormentos infernales de la sed mientras sostenía tesoros en sus brazos, y no
estaba dispuesto a cambiarlos todos por un poco de agua para beber? No; la riqueza es la provisión por la naturaleza
de alimentos y sustancias con las que todos, príncipes y mendigos, satisfacen
sus necesidades. Cuanto mayor el lujo con que la población satisface sus
necesidades, más rico será el Estado... porque mayores serán los impuestos que
el Estado podrá cobrar.
¿Y qué produce el maíz para el pan, las fibras para la ropa, la madera y
los metales brutos con que hacemos casas y herramientas? ¡La agricultura! ¡La
agricultura, no el comercio, es la verdadera fuente de las riquezas! ¡La masa
de la población rural, el campesinado, el pueblo que crea las riquezas de todos,
debe ser rescatado de la explotación feudal y elevado a la prosperidad! (Para
que yo pueda encontrar compradores para mis mercancías, agregaría sotto voce el
capitalista manufacturero.) Los grandes señores terratenientes, los barones
feudales, deberían ser los únicos que paguen impuestos y mantengan al Estado,
puesto que toda la riqueza producida por la agricultura pasa por sus manos. (De
esa manera yo, que aparentemente no creo riquezas, no tendría que pagar
impuestos, murmura astutamente el capitalista) Basta con liberar a la
agricultura, al trabajo rural, de todas las trabas del feudalismo, para que la
fuente de riquezas fluya en toda su plenitud para el Estado y la nación.
Entonces vendrá la felicidad de todo el pueblo, y la armonía de la naturaleza volverá
a reinar en el mundo.
Los primeros nubarrones que anunciaban el asalto a la Bastilla ya se
veían claramente en las posiciones de los iluministas. Rápidamente la burguesía
se sintió lo bastante poderosa como para quitarse la máscara de sumisión y ponerse
en primer plano para exigir resueltamente la remodelación del Estado a su
imagen y semejanza. La agricultura de ninguna manera es la única fuente de
riqueza, proclamó Adam Smith en Inglaterra a fines del siglo XVIII. ¡Cualquier
trabajo afectado a la producción de mercancías crea riqueza! (Cualquier
trabajo, dijo Adam Smith, mostrando hasta qué punto él y sus discípulos se
habían vuelto simples voceros de la burguesía; para él y para sus sucesores el
trabajador ya era por naturaleza el asalariado del capitalista.) Porque el
trabajo asalariado, además de mantener al trabajador, crea también la renta
para el terrateniente y ganancias para el dueño del capital, el patrón. Y la
riqueza se incrementa cuanto mayor sea el número de obreros que trabajan en los
talleres bajo el yugo del capital; cuanto más detallada y minuciosa sea la
división del trabajo entre ellos.
Esta era, pues, la verdadera armonía de la naturaleza, la verdadera
riqueza de las naciones; cualquier trabajo se concreta en el salario del trabajador,
que lo mantiene vivo y lo obliga a seguir trabajando por el salario; en renta,
que le da al terrateniente una vida libre de preocupaciones; y en ganancias,
que mantienen el buen humor del patrón y lo instan a perseverar en sus
negocios. Así todos se ven favorecidos, sin necesidad de recurrir a los métodos
torpes del feudalismo. “La riqueza de las naciones” es fomentada, entonces,
cuando se incrementa la riqueza del empresario capitalista, el patrón que
mantiene todo en funcionamiento y explota la dorada fuente de la riqueza: el trabajo asalariado. Por eso: basta de
cadenas y restricciones de los buenos tiempos de antaño y también de medidas
paternalistas protectoras recientemente instituidas por el Estado: libre competencia, manos libres al capital
privado, que todo el aparato fiscal y estatal se ponga al servicio del patrón,
y así todo estará perfectamente en el mejor de los mundos posibles.
Este era, pues, el evangelio económico de la burguesía, desprovisto de
todo disfraz, y la ciencia de la economía había quedado desnuda hasta el punto
de mostrar su verdadera fisonomía. Desde luego, las propuestas de reformas y
las sugerencias que la burguesía había hecho a los estados feudales fracasaron
tan estruendosamente como todos los intentos históricos de poner vino nuevo en
odres viejos. El martillo de la revolución consiguió en veinticuatro horas lo
que no se pudo lograr en medio siglo de remiendos. La conquista del poder político puso todos los medios y arbitrios en
manos de la burguesía. Pero la economía, igual que todas las teorías
filosóficas, legales y sociales del Siglo de las Luces, y antes que todas
ellas, fue un método de adquirir conciencia, una fuente de conciencia de clase
burguesa. En ese sentido fue un prerrequisito y un acicate para la acción
revolucionaria. En sus variantes más remotas la tarea burguesa de remodelar el
mundo fue alimentada por las ideas de la economía clásica. En Inglaterra,
durante el apogeo de la lucha por el libre cambio, la burguesía sacaba sus
argumentos del arsenal de Smith y Ricardo. Y para las reformas del período
Stein-Hardenburg-Schnarhorst (en la Alemania posnapoleónica), que constituyeron
un intento de volver a darle alguna forma viable a la basura feudal prusiana
después de los golpes que recibió de manos de Napoleón en Jena, también tomaban
sus ideas de las enseñanzas de los economistas clásicos ingleses: el joven
economista alemán Marwitz escribió en 1810 que, después de Napoleón, Adam Smith
era el soberano más poderoso de Europa.
Si ahora comprendemos por qué la economía se originó hace apenas siglo y
medio, también podemos reconstruir su suerte posterior. Si la economía es una ciencia que estudia las leyes peculiares del modo
capitalista de producción, la razón de su existencia y su función están
ligadas a su tiempo de vida; la economía perderá su fundamento apenas haya
dejado de existir ese modo de producción. En otras palabras, la ciencia de la economía habrá cumplido su
misión apenas la economía anárquica del capitalismo haya desaparecido
para dar paso a un orden económico planificado y organizado, dirigido
sistemáticamente por todas las fuerzas laborales de la humanidad. La victoria de la clase obrera moderna y la
realización del socialismo será el fin de la economía como ciencia. Aquí
vemos el vínculo especial que existe entre la economía y la lucha de clase del
proletariado moderno.
Si es tarea de la economía dilucidar las leyes que rigen el surgimiento,
crecimiento y extensión del modo de producción capitalista, se plantea
inexorablemente que, para ser coherente, la economía debe estudiar también la decadencia del
capitalismo. Igual que los anteriores
modos de producción, el capitalismo no es eterno sino una fase transitoria, un
peldaño más en la escala interminable del progreso social. Las enseñanzas sobre el surgimiento del
capitalismo deben transformarse lógicamente en enseñanzas sobre la caída del
capitalismo; la ciencia sobre el modo de producción capitalista se convierte en
la prueba científica del socialismo; el instrumento teórico de la instauración
del dominio de clase de la burguesía se vuelve un arma de la lucha de clases
revolucionaria por la emancipación del proletariado.
Esta segunda parte del problema general de la economía no fue resuelta,
desde luego, por los franceses ni los ingleses, ni mucho menos por los sabios
alemanes provenientes de la burguesía. Las últimas conclusiones de la ciencia
que analiza el modo de producción capitalista fueron extraídas por el hombre
que, desde el comienzo, estuvo en el punto de vista del proletariado revolucionario:
Carlos
Marx. Por primera vez el socialismo y el movimiento obrero moderno se
asentaron sobre la roca indestructible del pensamiento científico.
El
socialismo, en cuanto ideal de orden social basado en la igualdad y fraternidad
de todos los hombres, ideal de comunidad comunista, tiene más
de mil años. Entre los primeros apóstoles del cristianismo, entre las sectas
religiosas de la Edad Media, en las guerras campesinas, el ideal socialista aparecía como la expresión más radical de la
revolución contra la sociedad. Pero en cuanto ideal por el cual abogar en
todo momento, en cualquier momento histórico, el socialismo era la hermosa
visión de unos pocos entusiastas, una fantasía dorada siempre fuera del alcance
de la mano, como la imagen etérea de un arco iris en el cielo.
A fines del siglo XVIII y comienzos del XIX la idea socialista, libre del
frenesí sectario religioso como reacción ante los horrores y devastaciones
perpetrados por el capitalismo en ascenso contra la sociedad, apareció
respaldada por primera vez por una fuerza real. Pero inclusive en ese momento,
el socialismo seguía siendo en el fondo un sueño, el invento de algunas mentes
osadas. Si escuchamos a Cayo
Graco Babeuf, el primer combatiente de vanguardia en las
conmociones revolucionarias desatadas por el proletariado, que quiso con un
golpe de mano introducir la
igualdad social a la fuerza, veremos que el único argumento en que basa
sus aspiraciones comunistas es la flagrante injusticia del orden social
existente. En sus artículos y proclamas apasionadas, como en su defensa ante el
tribunal que lo sentenció a muerte, denunció implacablemente el orden social
contemporáneo. Su evangelio socialista es una denuncia de la sociedad, de los
sufrimientos y tormentos, la miseria y la degradación de las masas
trabajadoras, sobre cuyas espaldas se enriquece el puñado de ociosos que domina
la sociedad. Para Babeuf bastaba con la consideración de que el orden social
existente bien merecía perecer; es decir,
podría haber sido derribado un siglo antes de su tiempo si hubiera existido un
puñado de hombres decididos a tomar el poder estatal para instaurar la igualdad
social, tal como los jacobinos en 1793 tomaron el poder político e instauraron
la República.
En las décadas de 1820 y 1830 tres grandes pensadores representaron, con
genio y brillo mucho mayores, el pensamiento socialista: Saint-Simón y Fourier en
Francia, Owen en
Inglaterra. Se basaban en métodos totalmente distintos pero, en esencia, en la
misma línea de razonamiento que Babeuf. Desde
luego que ni uno de estos hombres pensaba siquiera remotamente en la toma
revolucionaria del poder para la realización del socialismo. Por el
contrario, al igual que todo el resto de la generación posterior a la Gran
Revolución, se sentían desilusionados por las convulsiones sociales y
políticas, convirtiéndose en firmes partidarios de los medios y propaganda
puramente pacifista. Pero el ideal socialista les era común; constituía
fundamentalmente un esquema, la visión de una mente ingeniosa que prescribe su
realización a una humanidad sufriente para rescatarla del infierno del orden
social burgués.
Así, a pesar de todo el poder de su crítica y la magia de sus ideales
futuristas, las ideas socialistas no influenciaron de forma notable los
verdaderos movimientos y luchas de su tiempo. Babeuf pereció con un puñado de
amigos en la oleada contrarrevolucionaria, sin dejar más rastro que una estela
luminosa en las páginas de la historia revolucionaria. Saint-Simón y Fourier
fundaron pequeñas sectas de partidarios entusiastas y talentosos quienes (luego
de sembrar ideas ricas y fértiles en ideales sociales, crítica y experimentos)
se separaron en busca de mejor fortuna. De todos ellos fue Owen quien más
atrajo a la masa proletaria, pero después de agrupar a un sector elitista de
obreros ingleses entre 1830 y 1840 su influencia también desaparece sin dejar
rastro.
En 1840 surgió una nueva generación de dirigentes socialistas: Weitling
en Alemania, Proudhon, Louis Blanc, Blanqui en Francia. La clase obrera
comenzaba a luchar contra las garras del capital; la insurrección de los
obreros textiles de la seda de Lyon y el movimiento cartista de Inglaterra
iniciaron la lucha de clases. Sin embargo
no existía un vínculo directo entre los movimientos espontáneos de las masas
explotadas y las distintas teorías socialistas. Las masas proletarias insurgentes no se planteaban objetivos
socialistas, ni los teóricos socialistas trataban de basar sus ideas en las
luchas políticas de la clase obrera. Su socialismo sería instaurado
mediante algunos artificios astutos, tales como el Banco Popular de Proudhon o las
asociaciones productoras de Louis Blanc.
El único socialista para quien la lucha política era un medio para la
realización de la revolución social era Blanqui; esto lo
convierte en el único verdadero representante del proletariado y de sus
intereses de clase revolucionarios de la época. Pero en lo fundamental su socialismo era un esquema realizable a
voluntad, fruto de la férrea decisión de una minoría revolucionaria y resultado
de un golpe de Estado repentino perpetrado por dicha minoría.
El año 1848 iba a ser el apogeo y también el momento crítico para el
viejo socialismo en todas sus variantes. El proletariado de París, influenciado
por la tradición de luchas revolucionarias anteriores, agitado por los
distintos sistemas socialistas, adoptó con pasión algunas nociones vagas sobre
un orden social justo. Derrocada la monarquía burguesa de Luis Felipe, los
obreros parisinos utilizaron la relación de fuerzas favorable para exigir la
instauración de una “república social”
y una nueva “división del trabajo” a
la burguesía aterrorizada. El gobierno provisional recibió el célebre periodo
de gracia de tres meses para cumplir con esas demandas; durante tres meses los
obreros pasaron hambre y aguardaron, mientras la burguesía y la pequeña
burguesía se armaban secretamente y se preparaban para aplastar a los obreros.
El periodo de gracia terminó con la memorable masacre de junio en la que el
ideal de la “república social”, realizable en cualquier momento, quedó ahogado
en la sangre del proletariado parisino. La Revolución de 1848 no instauró la
igualdad social sino más bien la dominación política de la burguesía y un
incremento sin precedentes de la explotación capitalista bajo el Segundo
Imperio.
Pero a la vez que el socialismo de viejo cuño parecía enterrado
definitivamente bajo las barricadas destrozadas de la Insurrección de Junio,
Marx y Engels colocaron la idea socialista sobre bases enteramente nuevas.
Ninguno de los dos buscó argumentos a favor del socialismo en la depravación
moral del orden social existente ni intentó introducir de contrabando la
igualdad social mediante ardides nuevos e ingeniosos. Se dedicaron al estudio de las relaciones económicas que se establecen
en la sociedad. Allí, en las leyes de
la anarquía capitalista, Marx descubrió la base de las aspiraciones
socialistas. Los economistas clásicos franceses e ingleses habían descubierto
las leyes de la vida y el crecimiento de la economía capitalista; Marx retomó
su trabajo medio siglo después, partiendo de donde ellos habían abandonado.
Descubrió cómo las mismas leyes que regulan la economía actual preparan su
caída, mediante la anarquía creciente que hace peligrar cada vez más a la
sociedad misma, forjando una cadena de catástrofes políticas y económicas
devastadoras. Marx demostró que las
tendencias inherentes al desarrollo capitalista, llegado cierto punto de
madurez, hacen necesaria la transición a un modo de producción planificado,
organizado conscientemente por toda la fuerza trabajadora de la humanidad,
para que la sociedad y civilización humanas no perezcan en las convulsiones de
la anarquía incontrolada. Y el capital acerca esta hora fatal a velocidad
acelerada, movilizando a sus futuros
sepultureros, los proletarios, en número creciente, extendiendo su
dominación a todos los países del globo, instaurando
una economía mundial caótica y sentando las bases para la solidaridad del
proletariado de todos los países en un solo poder revolucionario mundial que
barrerá el dominio de clase del capital. El socialismo dejó de ser un
esquema, una bonita ilusión o un experimento realizado en cada país por grupos
de obreros aislados, cada uno librado a su propia suerte. Programa político de acción común para todo el proletariado
internacional, el socialismo se vuelve una necesidad histórica resultado del
accionar de las propias leyes del desarrollo capitalista.
Debe resultar claro a esta altura por qué Marx ubicó su concepción fuera
de la esfera de la economía oficial y la intituló Crítica de la economía
política. Las leyes de la anarquía capitalista y de su colapso inevitable,
desarrolladas por Marx, son la continuación lógica de la ciencia de la economía
tal como la crearon los economistas burgueses, pero una continuación cuyas
conclusiones finales son el polo opuesto del punto de partida de los sabios
burgueses. La doctrina marxista es hija
de la economía burguesa, pero su parto le costó la vida a la madre. En la
teoría marxista la economía llegó a su culminación, pero también a su muerte
como ciencia. Lo que vendrá (además de la elaboración de los detalles de la
teoría marxista) es la metamorfosis de
esta teoría en acción, es decir, la lucha del proletariado internacional por la
instauración del orden económico socialista. La consumación de la economía
como ciencia es una tarea histórica mundial:
su aplicación a la organización de una economía mundial planificada. El
último capítulo de la economía será la revolución social del proletariado
mundial.
El vínculo especial entre la economía y la clase obrera moderna es una
relación recíproca. Si, por una parte, la ciencia de la economía, perfeccionada
por Marx, es más que cualquier otra ciencia la base indispensable para el
esclarecimiento del proletariado, entonces el proletariado con conciencia de
clase es el único auditorio capaz de comprender las enseñanzas de la economía
científica. Contemplando las ruinas de la vieja sociedad feudal, los Quesnay y
Boisguillebert de Francia, los Ricardo y Adam Smith de Inglaterra volvieron sus
ojos con orgullo y entusiasmo al joven orden burgués, y con fe en el milenio de
la burguesía y su armonía social “natural”, sin el menor temor, permitieron que
sus ojos de águila penetraran en las profundidades de las leyes económicas del
capitalismo.
Pero el impacto creciente de la lucha de la clase proletaria, sobre todo
la Insurrección de Junio del proletariado de París, destruyó hace mucho la fe
de la sociedad burguesa en su propio dios. Desde que comió del árbol de la
sabiduría y supo de las modernas contradicciones de clase, la burguesía
aborrece la clásica desnudez con la que los creadores de su propia economía
política la pintaron para que estuviese a la vista de todos. La burguesía ganó
conciencia del hecho de que los voceros del proletariado moderno habían forjado
sus armas mortíferas en el arsenal de la economía política clásica.
Así es como, desde hace décadas, no sólo la economía socialista, sino
también la economía burguesa, en la medida en que en un tiempo fue verdadera ciencia,
encuentra oídos sordos en las clases poseedoras. Incapaces de comprender las
teorías de sus propios grandes antepasados y aún menos de aceptar la doctrina
de Marx, surgida de aquéllas y que toca a muerto por la sociedad burguesa,
nuestros doctos burgueses exponen, bajo el nombre de economía política, una
masa amorfa de residuos de toda clase de ideas científicas y tergiversaciones
interesadas, con lo cual ya no persiguen el objetivo de desentrañar las
verdaderas tendencias del capitalismo sino solamente el de ocultarlas para
poder sostener que el capitalismo es el mejor, el único, el eterno orden social
posible.
Olvidada y traicionada por la sociedad burguesa, la economía científica
únicamente busca su auditorio entre los proletarios dotados de conciencia de
clase para encontrar en ellos no sólo comprensión teórica sino también una
realización práctica. La conocida frase de Lassalle se aplica en primer término
a la economía política:
“Si se abrazan la ciencia y los obreros, esos polos opuestos de la
sociedad, aplastarán con sus brazos todos los obstáculos que se oponen a la
civilización.”
2.
Historia económica (I)
………….44
I
Nuestros conocimientos sobre las formas de economía más antiguas y
primitivas son de muy reciente data. Todavía en 1847, Marx y Engels escribían
en el primer texto clásico del socialismo científico en el Manifiesto
Comunista: “La historia de todas las
sociedades hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases.” Y
justamente en los tiempos en que los creadores del socialismo científico
enunciaban este principio, él comenzaba a ser cuestionado en todas partes por
los nuevos descubrimientos. Prácticamente cada año aportaba ideas hasta ese
momento desconocidas sobre el estado económico de las más antiguas sociedades
humanas, lo cual llevaba a la conclusión de que en el pasado debían haber
existido períodos extremadamente prolongados en los cuales no había aún luchas
de clases, porque no había diferenciación en distintas clases sociales ni
diferenciaciones entre ricos y pobres, al no haber propiedad privada.
En los años 1851-1853 apareció en Erlangen la primera de las admirables
obras de Georg Ludwig von Maurer, la Einleitung zur Geschichte der Mark-, Hof-,
Dorf- und Stadtverfassung und der öffentlichen Gewalt (Introducción a la
historia de la constitución del mercado, de la hacienda, la aldea y la ciudad y
del poder público), que arrojaba nueva luz sobre el pasado de los pueblos germánicos
y sobre la estructura social y económica de la Edad Media. Hacía ya algunas
décadas que se habían encontrado en ciertos lugares, en Alemania, en los países
nórdicos en Islandia, notables restos de antiquísimas organizaciones campesinas
que indicaban que una vez había, existido propiedad común sobre la tierra en
aquellos lugares, un comunismo agrario. Inicialmente, sin embargo, no se supo
explicar el significado de estos restos. Según una tesis muy difundida,
especialmente desde Moser y Kindlinger, el cultivo de la tierra habría
comenzado en Europa a partir de granjas individuales y cada una de ellas habría
estado rodeada por una extensión de campo perteneciente al propietario de la
granja. Recién en la baja Edad Media, según se creía, las viviendas hasta
entonces dispersas habían sido agrupadas en aldeas para mayor seguridad, y los
campos, divididos antes entre las granjas habían pasado a ser el campo de la
aldea. Si se observa más detenidamente, esta tesis era bastante inverosímil,
pues para fundamentarla había que admitir que las viviendas que en parte se
encontraban muy alejadas unas de otras fueron destruidas para ser reedificadas
simplemente en otro lugar, y que cada uno abandonó por libre determinación la
tranquila situación de sus campos privados situados alrededor de su granja y
disponibles para una explotación enteramente libre, para recuperar luego sus
campos separados en estrechas franjas dispersos por varios sectores y sujetos a
explotación enteramente dependiente de los demás aldeanos. Por muy inverosímil
que fuese esta teoría, dominó hasta mediados del siglo pasado. Von Maurer fue
el primero en articular todos estos descubrimientos sueltos en una teoría audaz
y amplia, y supo probar definitivamente, basándose en un enorme material
fáctico e investigaciones exhaustivas en viejos archivos, documentos,
instituciones jurídicas, que la propiedad comunal de la tierra no había surgido
recién a fines de la Edad Media sino que era en suma la forma antigua típica y
general de las colonias germánicas en Europa desde los orígenes. De modo que
hacía dos mil años, y aún antes, en aquella remota antigüedad de los pueblos
germánicos de la que la historia escrita no sabe nada todavía, regían
condiciones, entre los germanos, radicalmente distintas de las actuales.
No se conocía entonces el estado con leyes coactivas escritas la división
en ricos y pobres, dominadores y trabajadores. Constituían tribus y clanes
libres que erraron largamente por Europa hasta asentarse temporariamente
primero, y luego definitivamente. El cultivo de la tierra, como lo demostró von
Maurer, comenzó en Alemania no a partir de individuos sino de clanes y tribus
enteras, así como en Islandia surgió en sociedades bastante numerosas, llamadas
frändalid y la skulldalid, que quiere decir algo así como compañía y séquito.
Las más antiguas informaciones sobre los antiguos germanos, que provienen de
los romanos, así como el examen de las formas de organización transmitidas por
la tradición, confirman la exactitud de esta concepción. Fueron pueblos pastores
errantes los que poblaron inicialmente Alemania. Como en el caso de otros
nómadas, era la cría de ganado su principal ocupación y, en consecuencia, les
interesaba la propiedad de opulentas praderas. Sin embargo, tampoco ellos
pudieron a la larga subsistir sin agricultura, como ocurrió con otros pueblos
nómadas anteriores y posteriores. Y es justamente en este estado de economía
nómada unida a la agricultura, pero en la que aparecía la cría de ganado como
actividad principal y la agricultura como cosa subordinada, que vivían en
tiempos de Julio César, es decir hace unos 2.000 años, los pueblos germánicos
que éste había conocido, los suevos. Situaciones, costumbres y formas
organizativas semejantes existían también entre los francos, alemanes, vándalos
y otras tribus germánicas. Todos los pueblos germánicos se instalaron, por poco
tiempo al comienzo, agrupados en tribus y clanes; cultivaban el suelo y luego
volvían a partir, debido a que eran expulsados por tribus más poderosas o
porque los pastos no eran suficientes. Sólo cuando las tribus nómadas se
estabilizaron y no se expulsaron entre sí, se asentaron durante más tiempo y se
convirtieron poco a poco en sedentarias. Pero el asentamiento tuvo lugar por
tribus y clanes enteros, ya ocurriese en una u otra época, en tierras
desocupadas o en antiguas posesiones romanas o eslavas. Cada tribu (o cada clan
dentro de una tribu) tomó posesión de un espacio determinado que, luego, pasó a
pertenecer en común a todos sus integrantes. Los antiguos germanos no conocían
lo “mío” y lo “tuyo” en relación con la tierra. Más bien, cada clan constituía,
al asentarse, una comunidad que manejaba en común toda la superficie
perteneciente a ella, la distribuía y la trabajaba. El individuo recibía por
sorteo una porción de tierra que se le dejaba usufructuar sólo por determinado
lapso, con lo que se observaba la más estricta igualdad entre los distintos
lotes. Todos los asuntos económicos, jurídicos y de tipo general de semejante
comunidad, que constituía a la vez en la mayoría de los casos una compañía de
hombres de armas, eran decididos por la asamblea de los propios miembros de la
comunidad que también elegían al que presidía el distrito y a los demás
funcionarios públicos.
Solamente en montañas, bosques o comarcas pantanosas, donde la falta de
espacio o de tierra cultivable impedía un asentamiento más populoso, por
ejemplo en el Odenwald en Westfalia, en los Alpes, los germanos se asentaban
por medio de hogares individuales, aunque también estos hogares constituían
entre sí una comunidad, por lo que los prados, el bosque y los pastos, aunque
no los campos de cultivo, eran propiedad colectiva de toda la aldea,
constituyendo la llamada dula, y la comunidad se ocupaba de todos los asuntos
públicos.
La tribu, como entidad que comprendía muchas comunidades de éstas, la
mayoría de las veces un centenar, funcionaba predominantemente sólo como unidad
superior con fines judiciales y militares. Esta organización comunitaria, como
lo ha demostrado von Maurer en los doce volúmenes de su gran obra, constituyó
la base, la célula mínima por así decirlo, de toda la trama social desde la más
temprana Edad Media hasta fines de la Modernidad, de modo tal que los señoríos
feudales, las aldeas y las ciudades surgieron a través de diversas modificaciones
de aquellas comunidades, cuyos restos encontramos hasta hoy en determinadas
comarcas de Europa central y septentrional.
Cuando se conocieron los primeros descubrimientos de la antigua propiedad
comunal de la tierra en Alemania y en los países nórdicos, surgió la teoría de
que se trataba de cierta forma de organización específicamente germánica que
sólo podía explicarse a partir de las particularidades de la idiosincrasia del
pueblo germánico. Aunque el propio Maurer no coincidía con esta concepción nacional
del comunismo agrario de los germanos, y señaló ejemplos semejantes entre otros
pueblos, siguió siendo un principio admitido en Alemania el convencimiento de
que la antigua comunidad campesina era una especificidad de las relaciones
políticas y jurídicas germánicas, una manifestación del “espíritu germánico”.
Pero, casi simultáneamente con las primeras obras de Maurer sobre el antiguo
comunismo de aldea de los germanos, salieron a la luz nuevos descubrimientos en
una parte totalmente distinta del continente europeo. Entre 1847 y 1852, el
westfaliano barón von Haxthausen quien, a comienzos de la década del 40, había
recorrido Rusia a pedido del emperador ruso Nicolás I, publicó en Berlín sus
Studien über die inineren Zustände, das Volksleben und insbesondere die
ländlichen Einrichtungen Russlands (Estudios sobre las condiciones internas, la
vida popular y particularmente las formas organizativas campesinas de Rusia).
Por medio de esta obra, el mundo se enteró con asombro de que en el Este de
Europa, existían aún en la actualidad formas organizativas completamente
análogas. El antiguo comunismo aldeano, cuyas ruinas había que rescatar
trabajosamente en Alemania del paso de los siglos y milenios posteriores,
estaba presente, vivo, en un gigantesco imperio vecino. En la obra citada y en
otra posterior, aparecida en 1866 en Leipzig y referente a Die ländlich
Verfassung Russlands (La constitución campesina de Rusia), von Haxthausen
demostró que los campesinos rusos no conocían la propiedad privada de los campos
labrantíos, prados y bosques, que la aldea en conjunto era propiedad de ellos y
que las distintas familias campesinas sólo recibían parcelas de tierras de
cultivo en usufructo temporario, parcelas que (exactamente como los antiguos
germanos) sorteaban entre sí. En la época en que Haxthausen recorrió y estudió
el país, imperaba en Rusia el sistema de servidumbre, y en vista de ello
resultaba tanto más sorprendente a primera vista el hecho de que bajo la férrea
cubierta de una dura servidumbre y un despótico mecanismo estatal, la aldea
rusa constituyese un pequeño mundo cerrado en sí mismo, con comunismo agrario y
decisión comunitaria sobre todos los asuntos públicos a través de la asamblea
de la aldea, el mir. El descubridor alemán de estas particularidades presentó
la comuna agraria rusa como producto de la antigua comunidad familiar eslava
que encontramos todavía entre los eslavos del sur en los países balcánicos, tal
como aparece en los documentos jurídicos del siglo XII y posteriores.
El descubrimiento de Haxthausen fue recibido con júbilo por toda una
corriente espiritual y política en Rusia, el eslavofilismo. Esta corriente,
dirigida a la glorificación del mundo eslavo y sus especificidades, de su
“fuerza inagotable” frente al “Occidente podrido” con su cultura germánica,
encontró en las formas organizativas comunistas de la comuna campesina rusa el
punto de apoyo más firme durante los dos a tres decenios siguientes. Según las
ramificaciones reaccionarias o revolucionarias en que se dividió el eslavofilismo,
la comuna rural fue alabada alternativamente como una de las tres
organizaciones básicas auténticamente eslavas de Rusia: la religión ortodoxa griega, el absolutismo zarista y el comunismo
aldeano campesino patriarcal, y por el contrario, como el punto de apoyo
apropiado para lanzar en Rusia en un futuro próximo la revolución socialista y
dar así el salto a la tierra prometida del socialismo mucho antes que Europa
occidental, omitiendo el desarrollo capitalista. Pero los polos opuestos del
eslavofilismo coincidían perfectamente en la concepción según la cual la comuna
campesina rusa era un fenómeno específicamente eslavo que se explicaba a partir
de la idiosincrasia particular de las tribus eslavas.
Entretanto, se agregó otro factor en la historia de las naciones
europeas: entraron en contacto con nuevos continentes, lo que les hizo tomar
conciencia de manera muy tangible de las formas culturales y formas primitivas
de organización política existentes en pueblos que no pertenecían ni al ámbito
germánico ni al eslavo. No se trataba, en este caso, de investigaciones
científicas y eruditos descubrimientos, sino de importantes intereses de los
estados capitalistas de Europa y de su política colonial. En el siglo XIX, en la época del colonialismo, la política colonial
europea había emprendido nuevos caminos. Ya no se trataba, como en el siglo XVI, en el primer
asalto al Nuevo Mundo, del precipitado saqueo de los tesoros y riquezas
naturales de los países tropicales, recién descubiertos, en metales preciosos,
especias, costosas alhajas y esclavos, actividad en la que españoles y portugueses
se habían distinguido. Tampoco se trataba de grandes oportunidades
comerciales por las cuales diversas materias primas de los países ultramarinos
se habían importado a los emporios europeos endilgando, en cambio, a los
aborígenes de aquellos países, baratijas y pacotilla de toda especie, todo lo
cual había sido hecho por los holandeses en el siglo XVII y sirviendo de
ejemplo a los ingleses. Ahora se trataba,
junto a aquellos métodos más antiguos de colonización que, de paso, continúan
floreciendo hasta nuestros días y no han dejado de practicarse nunca, de un
nuevo método de explotación más duradera y sistemática de las poblaciones de
las colonias para el enriquecimiento de la “madre patria”. Dos
factores debían servir a ello: primero, la toma de posesión real de la tierra
como fuente material más importante de la riqueza de todo país, y segundo, la
imposición permanente de contribuciones a las amplias masas de la población. En
este doble esfuerzo tenían que chocar ahora las potencias colonialistas europeas
con un obstáculo notablemente sólido en todos los países exóticos, y este
obstáculo eran las formas especiales de propiedad de los aborígenes, que
oponían a la expoliación por parte de los europeos la resistencia más tenaz.
Para arrancar la tierra de manos de sus anteriores propietarios fue necesario
establecer primeramente quién era el propietario de la tierra. Para poder
cobrar efectivamente contribuciones en vez de imponerlas solamente, fue
necesario establecer la solvencia de los contribuyentes. En este punto los
europeos chocaron en sus colonias con relaciones completamente extrañas para
ellos, que invertían directamente todos sus conceptos relativos a la santidad
de la propiedad privada. Esta experiencia les tocó vivirla tanto a los ingleses
en Asia meridional como a los franceses en África del Norte.
Iniciada ya a comienzos del siglo XVII, la conquista de las Indias por
los ingleses sólo terminó en el siglo XIX, después de la ocupación paulatina de
toda la costa y de Bengala, con el sometimiento del importante país de los
cinco ríos (Penjab) en el norte. Luego del sometimiento político, recién
comenzó la difícil empresa de la explotación sistemática de la India. En ella
sufrieron los ingleses a cada paso las mayores sorpresas: Encontraron las más variadas
comunas campesinas grandes y pequeñas que ocupaban sus tierras desde hacía
milenios, cultivaban arroz y vivían ordenadamente y en tranquilidad, pero
(¡horror!) no se encontraba por ninguna parte, en estas tranquilas aldeas, un
propietario de las tierras. Por más que se buscase, nadie podía llamar suya la
tierra o la parcela por él labrada, ni por tanto venderla, arrendarla,
hipotecarla, darla en garantía de impuestos impagados. Todos los miembros de
tales comunas, que a menudo comprendían grandes clanes enteros, otras veces
sólo unas pocas familias desprendidas del clan, se mantenían firme y fielmente
unidos, y los lazos de sangre entre ellos les significaban todo mientras que la
propiedad del individuo no tenía ningún valor para ellos. Los ingleses tuvieron
pues que descubrir, para su sorpresa, en las márgenes del Indus y del Ganges
muestras tales de comunismo campesino que ante ellas incluso las costumbres
comunistas de las antiguas comunidades germánicas o de las comunas aldeanas
eslavas parecían poco menos que la imagen del pecado original que conduce a la
propiedad privada.
“No observamos [decía en el informe de los magistrados fiscales de la
India del año 1845] ninguna división permanente en parcelas. Cada uno posee la
parcela que cultiva sólo mientras están en curso las operaciones de cultivo. Si
una parcela es dejada sin cultivar, vuelve a integrarse a la tierra comunal y
puede tomarla cualquier otro bajo la condición de cultivarla.”
En la misma época dice un informe gubernamental referente a la
administración en el Penjab (tierra de los cinco ríos) para el período de 1849
a 1851: “Es muy interesante observar cuán fuerte es en esta comunidad el
sentimiento del parentesco y la conciencia de que se procede de antepasados
comunes. La opinión pública se obstina tanto en el mantenimiento de este
sistema que no es raro que veamos a personas cuyos mayores no han participado
en absoluto en la propiedad comunal durante una, o incluso dos generaciones, y
que sin embargo son admitidas en ella.”
“Bajo esta forma de la propiedad del suelo [escribían en el informe del
Consejo de Estado inglés sobre la comunidad clánica india] ningún miembro del
clan puede comprobar que tal o cual porción de tierra comunitaria le
corresponde en usufructo temporario, y mucho menos en propiedad. Los productos
de la economía comunitaria se integran en un fondo común con el que se hace
frente a todas las necesidades.” Así pues, en este caso tenemos una total
ausencia de división de las tierras, inclusive por una campaña agrícola; los
campesinos comunitarios poseen y cultivan en común sus tierras, indivisas y
comunes, llevan la cosecha al granero de la aldea, que también es común y que
naturalmente tenía que parecer un “fondo” a los ojos de los ingleses, y cubren
fraternalmente sus modestas necesidades con el fruto del esfuerzo conjunto. En
el noroeste del Penjab, junto a la frontera de Afganistán, se encontraban otras
costumbres muy notables que desafiaban todo concepto de propiedad privada. Allí
los campos estaban divididos y se intercambiaban periódicamente, pero (¡oh
maravilla!) el intercambio de los campos se hacía no entre familias campesinas
sino entre aldeas enteras que intercambiaban sus campos cada cinco años y se
desplazaban en conjunto. “No debo omitir [escribía en 1852 el comisario fiscal
de la India James a sus superiores en el gobierno] una costumbre muy original
que se ha conservado hasta hoy en ciertas comarcas: me refiero al intercambio
periódico de los campos y sus subdivisiones entre las diversas aldeas. En
ciertos distritos se intercambian solamente las tierras, en otros inclusive las
viviendas.”
Una vez más se enfrentaban con una particularidad de un cierto grupo de
pueblos, en este caso con una particularidad “india”. Pero las instituciones
comunistas de la comuna aldeana india denotaban tanto por su colocación
geográfica como por la fuerza de los lazos de sangre y de las relaciones de
parentesco, un carácter tradicional original y muy antiguo. El hecho de que las
formas antiquísimas del comunismo se conservaran justamente en las regiones más
antiguas habitadas por los indios en el noroeste, indicaba claramente que la
propiedad comunal, al igual que la fuerza de los lazos de parentesco,
remontaban a milenios, a las primeras colonias de inmigrantes indios en su nueva
patria, la India actual. Sir Henry Maine, profesor de derecho comparado en
Oxford y ex miembro del gobierno en la India, dio lecciones sobre las comunas
agrarias indias ya en 1871 y trazó un paralelismo entre ellas y las comunidades
de marca cuya existencia había probado Maurer en Alemania y Nasse en
Inglaterra, como pautas organizativas antiguas del mismo carácter que la comuna
agraria germánica.
La respetable antigüedad histórica de estas instituciones comunistas se
haría sentir además para los sorprendidos ingleses en otra forma: a través de
la tenacidad con que resistirían las artimañas fiscales y administrativas de
los ingleses. Sólo en una lucha de diez años se logró (mediante toda clase de
golpes de fuerza, deslealtades, inescrupulosos avasallamientos de antiguos
derechos y conceptos jurídicos vigentes en el pueblo) introducir una
desesperada confusión en todas las relaciones de propiedad, la inseguridad
general y la ruina de las grandes masas campesinas. Los viejos vínculos fueron
rotos, el tranquilo aislamiento del comunismo fue aniquilado y remplazado por
la querella, la discordia, la desigualdad y la explotación. El resultado fueron
enormes latifundios por un lado, y por el otro grandes masas de millones de
arrendatarios campesinos. La propiedad privada hizo su entrada en la India y,
con él, el tifus, el hambre y el escorbuto se convirtieron en los huéspedes
permanentes de las planicies del Ganges.
Sí luego de los descubrimientos de los colonizadores ingleses en la
India, el antiguo comunismo agrario, ya rastreado en tres ramas de la gran
familia de los pueblos indogermánicos (los germanos, los eslavos, y los
indios), podía ser considerada como una particularidad de los pueblos
indogermánicos, por más incierto que sea ese concepto etnográfico, los
descubrimientos simultáneos de los franceses en África superaban ya ese ámbito.
Se trataba de descubrimientos que establecían la presencia de las mismas pautas
de organización social entre los árabes y bereberes del norte de África, las
mismas que se habían encontrado en el corazón de Europa y en el continente
asiático.
Entre los pastores árabes nómadas la tierra era propiedad de los clanes. Esta
propiedad familiar, escribía el investigador francés Dareste en 1852, se
transmite de generación en generación; ningún árabe puede señalar un trozo de
tierra y decir: esto es mío.
Entre los Kabyles, que se habían arabizado completamente, los
agrupamientos familiares ya se habían ramificado en medida considerable, pero
la fuerza de los clanes seguía siendo grande: respondían solidariamente por los
impuestos, compraban en común el ganado, destinado a ser repartido entre las
ramificaciones de la familia como alimento; en todos los litigios relativos a
la propiedad del suelo, el consejo del clan era el juez suprema; para
establecerse entre los Kabyles era indispensable la aceptación de los clanes; y
el consejo de los clanes disponía también de las tierras sin cultivar. Como
regla, sin embargo, regía la propiedad familiar indivisa. La familia no
comprendía, en el sentido europeo actual, un matrimonio aislado sino que era
una típica familia patriarcal tal como nos la pintan los antiguos israelitas en
la Biblia, un gran círculo de parentesco integrado por padre, madre, hijos, las
mujeres e hijos de éstos, nietos, tíos, tías, sobrinos, primos. En este
círculo, dice otro investigador francés, Letourne en 1873, dispone
habitualmente de la propiedad indivisa el miembro de la familia de más edad
quien, sin embargo, es elegido para cumplir esta función por la familia y tiene
que consultar a todo el consejo familiar en todos los casos de importancia,
particularmente en relación con la venta o compra de tierra.
Tal era la población de Argelia cuando los franceses convirtieron el país
en colonia suya. A Francia le ocurrió en África del norte exactamente lo mismo
que a Inglaterra en la India. En todas partes chocó la política colonial
europea con la resistencia tenaz de antiguos vínculos sociales y de las
instituciones comunistas que protegían al individuo de las garras explotadoras del
capital europeo y de la política financiera europea.
Simultáneamente con estas nuevas experiencias, cayó nueva luz sobre los
recuerdos, olvidados a medias, de los primeros días de la política colonial
europea y sus incursiones depredatorias en el Nuevo Mundo. En las viejas
crónicas de los archivos estatales y claustros españoles se encontraba
conservada desde hacía largos siglos la única noticia de un país sudamericano
de maravilla en el que los conquistadores españoles habían encontrado las
instituciones más extraordinarias ya en la época de los grandes
descubrimientos. La noticia de la existencia de este maravilloso país de
Sudemérica, aparecía ya en los siglos XVII y XVIII en la literatura europea.
Aunque confusamente informaba sobre el Imperio Inca que habían encontrado los
españoles en lo que hoy es Perú y en el cual el pueblo vivía en plena propiedad
comunal bajo el gobierno teocrático y paternalista de benevolos déspotas. Las
ideas fantásticas sobre el fabuloso imperio del comunismo de Perú se mantuvieron
con tanta persistencia que, todavía en 1875, un escritor alemán podía hablar
del Imperio Inca como una monarquía social, de base teocrática “casi única en
la historia de la humanidad” en la cual “la mayor parte de lo que, concebido en
ideas, propugnan los socialdemócratas en el presente sin haberlo alcanzado en
ningún momento” [citado por Cunow, página 6], estaba prácticamente realizado.
Pero entretanto habíase publicado material más preciso sobre aquel
extraordinario país y sus costumbres.
En 1840 apareció la traducción al francés de un importante informe
original de Alonso Zurita, quien había sido auditor de la Real Audiencia de
México, sobre la administración y las relaciones agrarias en las ex colonias
españolas del Nuevo Mundo. Y a mediados del siglo XIX el gobierno español
accedió también a dar a conocer las antiguas informaciones sobre la conquista y
administración de las posesiones americanas de España que se encontraban en los
archivos. Con ello fue posible conocer un nuevo e importante complemento
informativo que se incorporó al material relativo a las situaciones sociales de
las antiguas civilizaciones precapitalistas de países de ultramar.
Ya en la década del setenta el erudito ruso Maxim Kovalevski, sobre la
base de los informes de Zurita, llegó al resultado de que el legendario imperio
inca de Perú no había sido otra cosa que un país en el que regían las mismas
relaciones antiguas de comunismo agrario que ya había examinado Maurer en el
caso de los antiguos germanos, y que era la forma predominante no sólo en Perú
sino también en México y, en general, en todo el nuevo continente conquistado
por españoles. Publicaciones posteriores posibilitaron una investigación más
precisa de las relaciones agrarias peruanas de antaño y pusieron al descubierto
una nueva imagen del primitivo comunismo campesino (nuevamente en un nuevo
continente, en el seno de una raza enteramente distinta, en un nivel de
civilización y en una época completamente diferente con respecto a los
descubrimientos anteriores).
Se trataba de una estructura comunista agraria antigua que (prevaleciente
entre las tribus peruanas desde tiempos inmemoriales) se encontraba en plena
lozanía y vigor aún en el siglo XVI, en la época de la invasión española. Una
unión de parentesco, el clan, era también aquí el único propietario de la
tierra en cada aldea o en algunas aldeas en conjunto. También aquí se dividía
la tierra de cultivo en lotes que se sorteaban anualmente entre los miembros de
la aldea, y los asuntos públicos eran objeto de decisión de la asamblea de la
aldea, que además elegía al jefe. Se encontraban en el lejano país
sudamericano, entre los indios, huellas vivas de un comunismo tan amplio que en
Europa parecía alto totalmente ignoto: eran enormes viviendas masivas donde se
alojaban clanes enteros en habitaciones masivas con cementerio común. Se dice
qúe una de estas habitaciones estaba habitada por más de 4.000 hombres y
mujeres. La sede principal del llamado emperador inca, la ciudad de Cuzco,
consistía en varias habitaciones masivas de este tipo que llevaban, cada una,
el nombre particular de su clan.
Así, a mediados del siglo XIX, y hasta la década del 70, se hizo pública
una abundante documentación que cuestionaba seriamente la noción del carácter
eterno de la propiedad privada y de su existencia desde los orígenes del mundo.
Una vez que se hubo descubierto el comunismo agrario, primero como una
peculiaridad del pueblo germánico, y luego de los eslavos, indios,
árabes-kabyles, antiguos mexicanos, y además del país maravilloso de los incas
peruanos y en muchos otros grupos “específicos” de pueblos en todos los
continentes se llegó forzosamente a la conclusión que este comunismo de aldea
no era ninguna “peculiaridad atávica” de una raza o de un continente sino la
forma típica general de la sociedad humana en un nivel determinado del
desarrollo de la civilización. Al comienzo, la ciencia burguesa oficial, es
decir la economía política, opuso a este conocimiento una resistencia tenaz. La
escuela inglesa de Smith-Ricardo, predominante en toda Europa en la primera
mitad del siglo XIX, negó rotundamente la posibilidad de la propiedad comunal
sobre la tierra. Los más grandes genios de la ciencia económica en la época del
“racionalismo” burgués se comportaron exactamente como los primeros
conquistadores españoles, portugueses, franceses y holandeses que, debido a su
gran ignorancia, eran totalmente incapaces, en la América recientemente
descubierta, de comprender las relaciones agrarias de los nativos y, en
ausencia de propietarios privados, declaraban simplemente a todo el país
“propiedad del emperador”. Por ejemplo, en el siglo XVII el misionero francés
Dubois escribió sobre India lo siguiente: “Los indios no poseen propiedad raíz.
Los campos que ellos trabajan son propiedad del gobierno mongol” Y un doctor en
medicina de la facultad de Montpellier, el señor François Bernier, que recorrió
las tierras del Gran Mongol en Asia y publicó en Amsterdam, en 1699, una
descripción muy conocida de estos países, exclama con indignación: “Estos tres
estados, Turquía, Persia y la India cercana, han aniquilado el concepto mismo
de lo mío y lo tuyo en su aplicación a la propiedad de la tierra, concepto que
constituye el fundamento de todo lo bueno y hermoso en el mundo.” En el siglo
XIX el sabio James Mill, padre del famoso John Stuart Mill, se dedicó a tratar
con la misma ignorancia e incomprensión todo aquello que no tenía aspecto de
cultura capitalista, al escribir en su historia de las Indias británicas:
“Sobre la base de todos los hechos considerados sólo podemos llegar a la
conclusión que la propiedad del suelo en India correspondía al soberano; pues
si quisiésemos suponer que no era él el propietario de la tierra, nos
resultaría imposible determinar quién era entonces el propietario.” Que la
propiedad del suelo correspondía simplemente a las comunidades campesinas
indias que lo venían trabajando desde hacía milenios, que podía haber un país,
una gran sociedad civilizada, en la cual la tierra no fuese un medio de
explotación sino simplemente la base de la existencia de los propios
trabajadores, no entraba en absoluto en la cabeza de un gran sabio de la
burguesía inglesa. Esta limitación, poco menos que conmovedora, del estrecho
horizonte espiritual que delimita la economía capitalista, prueba solamente que
la ciencia oficial de la Ilustración burguesa tiene un campo visual y una
comprensión de la historia de la civilización infinitamente más estrechos que
los romanos de hace casi dos mil años, cuyos generales, como César, e
historiadores, como Tácito, nos dejaron análisis y descripciones muy valiosas
de las relaciones económicas y sociales de sus vecinos los germanos, relaciones
que eran absolutamente extrañas para los romanos.
Como ocurre todavía hoy, la economía política burguesa fue, de todas las
ciencias, la que, como guardia protectora espiritual de la forma vigente de
explotación, tuvo menos comprensión para las otras formas culturales y
económicas, y estaba reservado a otras ramas de la ciencia que se encuentran
algo más apartadas de la oposición directa de intereses y del campo de batalla
entre capital y trabajo, el distinguir en las instituciones comunistas de
tiempos pretéritos una forma general dominante del desarrollo económico y
cultural en cierto nivel de su evolución. Fueron juristas como von Maurer, como
Kovalevski y como el profesor inglés de derecho y consejero de estado para
India, Sir Henry Maine, quienes reconocieron en primer término en el comunismo
agrario una forma primitiva del desarrollo internacional y válida para todos
los continentes y todas las razas. Y estaba reservado a un sociólogo de
formación jurídica, el norteamericano Morgan, descubrir la necesaria estructura
social de la sociedad primitiva como base de esta forma económica de
desarrollo. El gran papel de los lazos de parentesco en las antiguas
comunidades comunistas de aldea había asombrado a los investigadores tanto en
India como en Argelia y entre los eslavos. En cuanto a los germanos, estaba
claro después de las investigaciones de von Maurer que se habían asentado en
Europa por clanes, es decir por grupos de parentesco. La historia de los
pueblos antiguos, de los griegos y romanos, demostraba a cada paso que el clan
desempeñaba en ellos desde siempre un papel de gran importancia como unidad
económica, como institución jurídica, como círculo cerrado de culto religioso.
Finalmente, casi todos los informes de los viajeros sobre los llamados países
salvajes pusieron en claro, con notable unanimidad, el hecho de que cuanto más
primitivo es un pueblo, tanto mayor es el papel desempeñado por los lazos de
parentesco en la vida de este pueblo, tanto más dominan estos lazos sus
relaciones y conceptos económicos, sociales y religiosos.
Se planteaba así a la investigación científica un nuevo y muy importante
problema. ¿Qué eran exactamente aquellos agrupamientos familiares que habían
tenido tanta significación en tiempos primitivos, cómo se habían formado, cuál
era su relación con el comunismo económico y con el desarrollo económico en
general? Morgan, en la Sociedad
primitiva (1877), dio la
clave de todas estas cuestiones en forma memorable. Morgan, quien pasó gran
parte de su vida entre una tribu de iroqueses en el estado de Nueva York e
investigó con la mayor profundidad las relaciones prevalecientes en el seno de
ese primitivo pueblo cazador, concibió una nueva y grandiosa teoría sobre las
formas de desarrollo de la sociedad humana en esos largos períodos de tiempo
previos a todo conocimiento histórico, y lo hizo mediante el cotejo de sus resultados
con los hechos establecidos en relación con otros pueblos primitivos. Las
pioneras ideas de Morgan, que conservan toda su fuerza hasta hoy, pese a una
gran masa de nuevo material obtenido desde entonces y que ha corregido muchos
detalles de su planteamiento, pueden sintetizarse en los siguientes puntos:
El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado
l. Morgan
fue el primero en introducir en la historia cultural de la prehistoria un orden
científico, distinguiendo en ella ciertos grados de desarrollo y descubriendo
la fuerza impulsora fundamental de este desarrollo. Hasta entonces, el enorme
lapso de la vida social anterior a toda historia escrita, así como las
relaciones sociales de los pueblos primitivos todavía existentes, con toda su
abigarrada gama de formas y estadios, constituía, más o menos, un caos total
del que sólo habían sido extraídos en parte a la luz de la investigación
científica algunos capítulos y fragmentos. Las denominaciones “salvajismo” y
“barbarie” con los que se acostumbraba denominar sumariamente aquellos estadios
sociales, tenían vigencia sólo como conceptos negativos, como designación de la
falta de todo lo que se consideraba signo distintivo de la “civilización”, es
decir, de la vida culta del hombre. Desde semejante punto de vista lo
propiamente culto, la vida social digna del hombre, comenzaba recién con los
estados sociales registrados en la historia escrita. Todo lo que correspondía
al “salvajismo” y la “barbarie” constituía por así decirlo una simple
antecámara vergonzosa y de escasísimo valor de la civilización, una existencia
semianimal que la humanidad civilizada de hoy sólo podía contemplar con
condescendiente menosprecio. Lo mismo que, para los representantes oficiales de
la Iglesia cristiana, todas las religiones primitivas y precristianas no son
sino una larga serie de extravíos en la búsqueda de la única religión verdadera
por parte de la humanidad, todas las formas económicas primitivas eran, para los
economistas, sólo intentos fallidos previos al descubrimiento de la única forma
económica verdadera: la propiedad privada
y la explotación, con las que se inician la historia escrita y la civilización.
Morgan asestó a esta concepción un golpe decisivo al plantear la historia
cultural primitiva en su conjunto como una parte de la ininterrumpida escala
del desarrollo de la humanidad, infinitamente más importante, tanto por su
duración infinitamente más prolongada que la del diminuto fragmento de la
historia escrita, como por las decisivas conquistas de la civilización
realizadas justamente en aquella prolongada alborada de la existencia histórica
de la humanidad. Al insuflar un contenido positivo a las “denominaciones”
salvajismo, barbarie y civilización, Morgan hizo de ellas conceptos científicos
exactos y las empleó como instrumentos de investigación científica. Salvajismo, barbarie y civilización son para Morgan tres segmentos del
desarrollo de la cultura, separados unos de otros por signos materiales
perfectamente determinados y dividido cada uno de ellos en un nivel inferior,
uno medio y uno superior diferenciados entre sí nuevamente por conquistas y
progresos culturales concretamente determinados. Hoy, pedantes sabihondos
pueden declamar que el nivel medio del salvajismo no comienza con la pesca ni
el superior con el invento del arco y la flecha, como pensaba Morgan, y otros
planteamientos por el estilo, pues en muchos casos el orden habría sido inverso
y, en otros, niveles enteros deberían eliminarse en atención a circunstancias
naturales: objeciones que pueden plantearse frente a toda clasificación
histórica si se la toma como un esquema rígido de validez absoluta, como una
cadena de hierro esclavizadora del conocimiento, y no como guía viviente y
flexible. Esto no afecta en lo más mínimo el memorable mérito de Morgan por
haber creado las premisas para la indagación de la historia primitiva mediante
su clasificación histórica, que fue la primera, así como es mérito de Linneo
haber producido la primera clasificación científica de las plantas. Pero con
una diferencia de magnitud. Linneo, como es sabido, tomó como base de su
sistematización un signo muy útil, pero puramente exterior (los órganos
sexuales de las plantas), y este primer expediente tuvo luego, como lo
reconoció el propio Linneo, que ser reemplazado por una clasificación natural
más viva desde el ángulo de la historia evolutiva del reino vegetal. En cambio
Morgan estimuló al máximo la investigación mediante la selección del principio
fundamental sobre el que asentó su sistematización: concretamente, tomó como
punto de partida de su clasificación la proposición según la cual es, en cada
caso, el tipo de trabajo social, es la producción, la que determina en primer
término las relaciones sociales de los hombres en cada época histórica desde
los primeros comienzos de la civilización (Kultur), y los progresos principales
de la misma, constituyen otros tantos hitos de este desarrollo.
2. El
segundo gran mérito de Morgan se refiere a las relaciones familiares en la
sociedad primitiva. También en este caso basándose en un cuantioso material
obtenido mediante encuestas internacionales, estableció la primera sucesión
científicamente fundamentada de las formas de desarrollo de la familia, desde
las más remotas, correspondientes a una sociedad enteramente primitiva, hasta
la monogamia hoy prevaleciente, o sea hasta el matrimonio individual consagrado
por el estado con posición dominante del hombre. También es cierto que desde
entonces ha aparecido material que implica correcciones numerosas en un nivel
de detalle al esquema de desarrollo de la familia establecido por Morgan. Pero
los trazos fundamentales de su sistema, que es la primera escala de formas de
familia desde los oscuros tiempos antiguos hasta el presente, guiada firmemente
por la idea del desarrollo, siguen constituyendo una aportación duradera al
tesoro de la ciencia de la sociedad. Además Morgan no enriqueció esta esfera
del conocimiento sólo con su sistematización, sino también con una idea fundamental
y genial referente a lazos existentes entre las relaciones familiares de una
sociedad y el sistema de parentesco en ella vigente. Morgan fue el primero en
hacer notar el hecho, digno de atención, de que en el seno de muchos pueblos
primitivos las verdaderas relaciones de linaje y ascendencia, es decir la
verdadera familia, no coincide en absoluto con los títulos de parentesco que se
dan recíprocamente las gentes y con las obligaciones mutuas que resultan para
ellos de estos títulos. Fue el primero en encontrar para este enigmático
fenómeno una explicación puramente materialista-dialéctica. “La familia [dice
Morgan] es el elemento activo, no es nunca estacionaria, sino que avanza de una
forma inferior a una superior a medida que la sociedad se desarrolla desde un
grado inferior a uno superior. Los sistemas de parentesco, en cambio, son
pasivos, sólo a largo plazo registran los progresos que ha realizado la familia
en el trascurso del tiempo, y sólo experimentan cambios radicales cuando la
familia se ha modificado radicalmente.” Así es como entre los pueblos
primitivos se encuentran en vigor todavía sistemas de parentesco
correspondientes a una forma de familia anterior y ya superada del mismo modo
como, en general, las representaciones e ideas de los hombres permanecen
largamente adheridas a condiciones que, a través del desarrollo material de la
sociedad, ya han sido superadas.
3. Sobre la
base de la historia evolutiva de las relaciones de familia, Morgan produjo la
primera investigación exhaustiva de aquellas antiguas uniones de linaje que
entre todos los pueblos civilizados, entre los griegos y los romanos, entre los
celtas y los germanos, entre los antiguos israelitas, se encuentran en el
inicio de la tradición histórica y cuya vigencia se ha comprobado en la mayoría
de los pueblos primitivos que aún existen. Demostró que estas uniones, basadas
en las relaciones de sangre y de ascendencia común, no son sólo un grado
elevado en el desarrollo de la familia, sino también, el fundamento de la vida
social conjunta de los pueblos (durante los largos períodos en los cuales no
existía aún ningún estado en el sentido moderno del término, es decir ninguna
organización coercitiva política sobre una base territorial firme). Cada tribu,
consistente en cierto número de uniones de linaje o, como las llamaban los
romanos, gentes, tenía su propio territorio que le pertenecía en su conjunto, y
en cada tribu el grupo familiar era la unidad en que se ejercía la vida
doméstica conjunta de modo comunista, en la que no había ricos y pobres,
ociosos y trabajadores, señores y mozos, y en la que las cuestiones públicas y
generales se decidían por opción y libre determinación de todos. Morgan
reseñaba detenidamente, como ejemplo viviente de estas relaciones vividas
antiguamente por todos los pueblos que integran hoy la civilización, la
organización gentilicia de los indios de América en el estado de florecimiento
en que se encontraba en los tiempos de la conquista europea.
“Todos sus miembros [dice] son hombres libres comprometidos a defender la
libertad del otro; iguales en sus derechos personales, ni los dirigentes de la
paz ni los jefes guerreros pretenden preeminencia de ninguna especie;
constituyen una hermandad, ligados por lazos sanguíneos. La libertad, la
igualdad; la fraternidad, aunque nunca formuladas, eran los principios, básicos
de la gens, y ésta era la unidad de todo un sistema social, el fundamento de la
sociedad india organizada. Esto explica el indoblegable sentido de
independencia y la dignidad personal en la conducta que todos reconocen a los
indios.”
4. La
organización gentilieia lleva el desarrollo social hasta el umbral de la
civilización, que Morgan caracteriza como la breve y reciente época de la
historia de la cultura en la que, sobre
las ruinas del comunismo y de la antigua democracia, surgen la propiedad
privada y con ella la explotación, un organización pública coercitiva: el
estado, y la dominación exclusiva del hombre sobre la mujer en el estado,
en el derecho de propiedad y en la familia. En este período histórico
relativamente breve se desarrollan los progresos mayores y más rápidos de la
producción, de la ciencia, del arte, pero
también los más profundos desgarramientos de la sociedad por los antagonismos
de clase, la miseria de los pueblos y su esclavitud. He aquí el juicio de
Morgan sobre nuestra civilización actual, con el que cierra los resultados de
su clásica investigación:
“Desde el comienzo de la civilización el crecimiento de la riqueza ha
sido tan enorme, sus formas tan variadas, su aplicación tan amplia y su
administración tan hábil al servicio de los intereses de los propietarios, que
esta riqueza se ha convertido frente al pueblo en una fuerza insuperable. El
espíritu humano se encuentra perplejo y poscrito ante su propia obra. Sin
embargo, vendrá un tiempo en que la razón humana se fortalezca hasta adquirir
dominio sobre la riqueza, en que ella determine la relación que existe entre el
estado y la propiedad que él protege, así como los límites de los derechos de
los propietarios. Los intereses de la sociedad son absolutamente anteriores a
los intereses individuales y es necesario establecer entre unos y otros una
relación legítima y armónica. La mera persecución de la riqueza no es el
destino final de la humanidad, al menos si el progreso sigue siendo la ley del
futuro como lo fue en el pasado. El tiempo trascurrido desde el comienzo de la
civilización es sólo un pequeño fragmento de la vida pasada de la humanidad,
sólo un pequeño fragmento del tiempo que le queda por vivir. La disolución de la
humanidad se nos presenta amenazante como terminación de una pista histórica
cuya única meta es la riqueza; pues semejante pista contiene los elementos de
su propio aniquilamiento. La democracia en la administración, la fraternidad en
la sociedad, la igualdad de derechos, la educación general inaugurarán el
próximo nivel superior de la sociedad por el que trabajan constantemente la
experiencia, la razón y la ciencia. Esa etapa revivirá entonces (pero en forma
superior) la libertad, la igualdad y la fraternidad de las antiguas gentes.”
La obra de Morgan fue de gran significación para el conocimiento de la
historia económica. Demostró que la antigua economía comunista, sólo
descubierta hasta entonces en algunos casos particularmente claros, era una
regla general del desarrollo cultural, en la etapa de la constitución
gentilicia. Con ello quedó demostrado que
el comunismo originario y la democracia e igualdad social a él correspondientes
son la cuna del desarrollo social. Mediante esta ampliación de los horizontes
del pasado prehistórico, estableció que toda la actual civilización con su propiedad privada, su dominación de
clase, su dominación masculina, su estado y su matrimonio coercitivo, es
sólo una fase breve y temporaria nacida de la disolución de la sociedad
comunista originaria, que a su vez será desplazada en el futuro por formas
sociales superiores. Con ello Morgan proporcionó al socialismo científico un
nuevo y poderoso apoyo. Mientras Marx y
Engels demostraban, por la vía del análisis económico del capitalismo, la
ineluctabilidad del tránsito histórico de la sociedad a la economía mundial
comunista en el futuro próximo, dando con ello una base científica firme a las
luchas socialistas, Morgan proporcionó un sólido fundamento a la obra de
aquéllos, mostrando que la sociedad comunista-democrática, aunque bajo formas
primitivas, abarca todo el largo pasado de la historia de la cultura humana
anterior a la civilización actual. La noble tradición del lejano pasado
extendió así la mano a los esfuerzos revolucionarios del futuro, el círculo del
conocimiento se cerró armónicamente y, desde esta perspectiva, el mundo actual
de la dominación de clase y de la explotación, que pretendía ser la totalidad
de la cultura, la meta más alta de la historia mundial, se mostró simplemente
como una etapa diminuta y pasajera de la gran marcha hacia adelante de la
humanidad.
II
La “comunidad originaria” de Morgan constituyó, por así decirlo, una
introducción tardía al Manifiesto comunista de Marx y Engels. Con ello, sin
embargo, no podía dejar de provocar una reacción en la ciencia burguesa. Dos o
tres décadas después de la mitad del siglo, el concepto del comunismo
originario se había abierto camino en la ciencia. Mientras se trataba de
respetables “antigüedades jurídicas germánicas”, de “peculiaridades tribales
eslavas” o de la exhumación histórica del imperio incaico peruano y cosas
semejantes, los descubrimientos no se salían del terreno de las curiosidades
científicas inofensivas, privadas de significación actual, sin ligazón directa
con los intereses y luchas cotidianas de la sociedad burguesa, A tal punto
estadistas firmemente conservadores o moderadamente liberales como Ludwig von
Maurer o Sir Henry Maine pudieron ganarse con estos descubrimientos los más
grandes méritos. Sin embargo, pronto se produciría esta ligazón y, por cierto,
en dos direcciones. Como hemos visto, ya la política colonial había traído
consigo un conflicto de intereses tangibles entre el mundo burgués y las condiciones
de vida del comunismo primitivo. Cuanto más se extendía el omnímodo poder del
régimen capitalista en Europa Occidental desde mediados del siglo XIX, después
de las borrascas de la revolución de febrero de 1848, tanto más áspero se tomó
aquel conflicto. Además, a partir justamente de la revolución de febrero, otro
enemigo desempeñaba en el propio campo de la sociedad burguesa (el movimiento
obrero revolucionario) un papel siempre creciente. A partir de las jornadas de
junio del año 1848, en París, ya nunca desaparecerá del escenario público el
“espectro rojo”, para resurgir en el año 1871 en la lumbre resplandeciente de
las luchas de la Comuna, para horror de la burguesía francesa e internacional.
A la luz de estas brutales luchas de clase, también el más reciente
descubrimiento de la investigación científica (el comunismo primitivo) mostró su
peligroso rostro. La burguesía, al haber recibido lacerantes heridas en sus
intereses de clase, husmeó una oscura relación entre las antiquísimas
tradiciones comunistas que le oponían en los países coloniales la más enconada
de las resistencias al avance de la “europeización” ávida de lucro de los
aborígenes, y el nuevo evangelio del ímpetu revolucionario de las masas
proletarias en los antiguos países capitalistas. Cuando, en la Asamblea
Nacional francesa en 1873, iba a ser decidida la suerte de los desdichados
árabes de Argelia mediante una ley de introducción coercitiva de la propiedad
privada, sonaba sin cesar en esta asamblea (en la que aún vibraban la cobardía
y las ansias asesinas de los vencedores de la Comuna de París) la consigna de
que era necesario aniquilar a cualquier precio la antiquísima propiedad comunal
de los árabes “como una forma que afianza en los espíritus tendencias
comunistas”. Entretanto, en Alemania, las magnificencias del nuevo imperio
alemán, la especulación de la era de la fundación y el primer crack capitalista
de los años setenta, el régimen de sangre y hierro de Bismarck con su ley
contra los socialistas, estimularían al máximo las luchas de clases y quitarían
también toda intimidad a la investigación científica. El crecimiento inusitado
de la socialdemocracia alemana como encarnación de las teorías de Marx y
Engels, aguzó extraordinariamente el instinto de clase de la ciencia burguesa
en Alemania, y allí es donde se desató con mayor fuerza la reacción contra las
teorías del comunismo originario. Historiadores de la cultura como Lippert y
Schurtz, economistas como Bücher, sociólogos como Starcke, Westermarck y Grosse
son hoy unánimes en su solícito batallar contra la teoría del comunismo
originario, particularmente contra la teoría de Morgan referente a la evolución
de la familia y a la dominación (antaño soberana) de la organización a base del
parentesco, con su igualdad de sexos y su democracia general. Cierto señor
Starcke, por ejemplo en su Primitiven Familie (Familia primitiva) de 1888,
trata a las hipótesis de Morgan sobre los sistemas de parentesco, como un
“sueño salvaje”, “por no decir un delirio”· Pero también científicos más
serios, como el autor de la mejor historia de la cultura que poseemos, Lippert,
se lanzan a la lucha contra Morgan. Basándose en informes anticuados y
superficiales de misioneros del siglo XVII sin formación económica ni
etnológica e ignorando enteramente los grandes estudios de Morgan, Lippert
expone las condiciones económicas de los indios de América del Norte,
justamente los mismos en cuya vida y organización social Morgan penetró más profundamente
que nadie. Así intenta probar que entre los pueblos cazadores no existe ninguna
regulación comunitaria de la producción ni una mínima “previsión” para la
colectividad y para el futuro, y que allí impera la más absoluta anarquía y el
atolondramiento. Lippert adopta sin crítica alguna la necia tergiversación
ejercida por la limitada visión europea de los misioneros sobre las
instituciones comunistas realmente vigentes entre los indios, como lo prueba, a
manera de ejemplo, la siguiente cita de la historia de la misión de los
hermanos evangelistas entre los indios de Norteamérica de Loskiel, del año
1789: “Muchos de ellos (de los indios americanos) [dice nuestro misionero,
perfectamente informado] son tan negligentes que no plantan nada confiados en
que otros no osarán negarse a compartir con ellos sus provisiones. Puesto que,
en virtud de ello, los más diligentes no se aprovechan más de su propio trabajo
que los ociosos de tiempo en tiempo van plantando cada vez menos. Cuando viene
un invierno crudo en el cual la altura de la nieve no les permite ir a cazar,
estalla fácilmente una hambruna general en la que frecuentemente perecen
muchos. Entonces la escasez les enseña a servirse como alimento de raíces y de
la corteza interior de los árboles, especialmente de los robles jóvenes”. “De
este modo [agrega Lippert a las palabras de su garante] naturalmente el regreso
a la anterior despreocupación trajo aparejado el regreso al nivel de la vida
anterior.” Y en esta sociedad india en la que nadie” “osa negarse” a compartir
con otro sus provisiones de comida, y en la que un “hermano evangélico” encaja
con arbitrariedad manifiesta, según el modelo europeo, la inevitable división
en “diligentes” y “perezosos”, quiere encontrar Lippert la mejor prueba que
pueda oponerse al comunismo originario:
“Naturalmente, en este nivel la generación mayor se preocupa aún menos de
la preparación de la generación más joven para la vida. El indio está ya lejos
del hombre primitivo. En cuanto el hombre tiene un instrumento posee ya el
concepto de propiedad, aunque sea limitado a ese objeto. En el nivel más bajo
el indio ya tiene ese concepto: en esta propiedad originaria no existe ningún
carácter comunista; el desarrollo se inicia con lo contrario.”
El profesor Bücher contrapone a la economía comunista originaria su
“teoría de la búsqueda individual del alimento” en los pueblos primitivos y de
los “períodos inmensos de tiempo” en los que “el hombre existió sin trabajar”.
Pero para el historiador de la cultura Schurtz, el profesor Karl Bücher, con su
“visión genial”, es el profeta a quien él sigue ciegamente en cuestiones
referentes a las relaciones económicas primitivas. Pero el prohombre más típico
y enérgico de la reacción contra las peligrosas teorías del comunismo
originario y de la constitución gentilicia, contra el “padre de la Iglesia de
la Socialdemocracia alemana” (Morgan), es el señor Ernst Grosse. A primera
vista, el propio Grosse, es partidario de la concepción materialista de la
historia es decir que deriva diversas formas jurídicas de relaciones entre los
sexos y de pensamiento social, de las correspondientes relaciones de producción
como factor determinante de aquellas formas. “Sólo unos pocos historiadores de
la cultura [dice en sus Anfänge der Kunst (Comienzos del arte) aparecido en
1894] parecen haber comprendido toda la importancia de la producción. Es cierto, por lo demás, que resulta mucho
más fácil subestimarla que sobrestimarla. El movimiento económico es el
centro vital de todas las civilizaciones: influye sobre todos los demás
factores de la cultura del modo más profundo e irresistible, mientras que él
sólo es influenciado por circunstancias geográficas y meteorológicas. Se
podría, con cierto derecho, llamar a la forma de producción el fenómeno
cultural primario, junto al cual todas las restantes ramas de la cultura
aparecen como derivadas y secundarias (claro que no en el sentido de que estas
restantes ramas hubieran surgido, por así decirlo, del tronco de la producción
sino porque, aunque han surgido autónomamente, se han formado y desarrollado
constantemente bajo la presión avasalladora del factor económico dominante).” A
primera vista parece que el propio Grosse ha tomado sus principales ideas de
los “padres de la Iglesia de la socialdemocracia alemana”, de Marx y Engels,
aunque se cuida muy bien de dejar traslucir, ni con una sola palabra, la fuente
científica sobre la que basa su superioridad sobre la “mayoría de los
historiadores de la cultura”. De hecho, aún en relación con la concepción
materialista de la historia, es “más papista que el papa”. Mientras Engels
(creador con Marx de la concepción materialista de la historia) vio en la
evolución de la familia desde los tiempos primitivos hasta la formación del
matrimonio actual sancionado por el estado, una sucesión de formas
independientes de las relaciones económicas, ya que su función era
centralmente, la del sostenimiento y proliferación del género humano, Grosse va
en ello mucho más allá. Plantea la teoría de que en todos los tiempos la
correspondiente forma de familia fue simplemente el producto directo de las
relaciones económicas entonces vigentes. “En ninguna parte… [dice], se destaca
con tanta evidencia la significación cultural de la producción como en la
historia de la familia. Las extrañas formas de las familias humanas, que han
entusiasmado a los sociólogos hasta hacerles concebir hipótesis aún más
extrañas, resultan sorprendentemente comprensibles en cuanto se consideran en
relación con las formas de la producción.”
Su libro Sie formen der Familie und Die Formen del Wirtschaft (Las formas
de la familia y las formas de la economía), aparecido en 1896, está consagrado
enteramente a la demostración de esta idea. Pero al mismo tiempo, Grosse es un
oponente decidido de la teoría del comunismo originario. Y trata de demostrar
que el desarrollo social de la humanidad no comenzó en realidad con la
propiedad común sino con la propiedad privada, y se esfuerza como Lippert y
Bücher en probar desde su punto de vista que, cuanto más retrocedemos en la
historia primitiva, tanto más exclusiva y avasalladoramente domina el
“individuo” con su “propiedad individual”, Claro que los descubrimientos sobre
la comunidad aldeana comunista en todos los continentes y, en relación con
ella, las uniones clánicas o, como las llama Grosse, las parentelas (Sippen),
no se dejaron negar fácilmente. Sólo que Grosse (en ello consiste propiamente
su teoría) hace sobrevenir sólo en cierto nivel del desarrollo las
organizaciones clánicas como marco de la economía comunista: con la agricultura
inferior. Rápidamente las hacen entrar en disolución, en el nivel de la
agricultura superior, para dar paso nuevamente a la “propiedad individual”. De
este modo, con gesto triunfante, Grosse pone directamente patas arriba la
perspectiva histórica de Marx y de Morgan. Según esta última, el comunismo era
la cuna de la humanidad que evolucionaba hacia la civilización, la forma de las
relaciones económicas que acompañó esta evolución durante enormes períodos de
tiempo para entrar en disolución recién con la civilización dando paso a la
propiedad privada; luego la civilización, por su parte, va al encuentro de un
rápido proceso de disolución, retornando así al comunismo, pero en la forma
superior del ordenamiento socialista. Según Grosse era la propiedad privada la
que acompañó el surgimiento y progreso de la cultura para ceder su lugar al
comunismo sólo transitoriamente en un nivel determinado que sería el de la
agricultura inferior. Segun Marx-Engels y Morgan el punto de arranque y de
culminación de la historia de la cultura es la propiedad común, la solidaridad
social; según Grosse y sus colegas de la ciencia burguesa, el “individuo” con
la propiedad privada. Pero no acaba aquí el asunto. Grosse es enemigo declarado
no sólo de Morgan y del comunismo originario sino de toda la teoría del
desarrollo en el terreno de la vida social, y derrama sus ironías sobre los
espíritus infantiles que pretenden disponer todos los fenómenos de la vida
social en una serie evolutiva y concebirlos como un proceso unitario, como un progreso
de la humanidad de formas de vida inferiores a otras superiores Herr Grosse
combate con toda la fuerza de que dispone, como típico erudito burgués, esta
idea fundamental que sirve de base a toda la ciencia social moderna en general
y, en particular, a la concepción de la historia y a la teoría del socialismo
científico. “La humanidad [dictamina] no se desplaza en absoluto por una línea
única y en una sola dirección; sino que las vías y metas de los pueblos son tan
diversas como sus condiciones de vida.” Así, en la persona de Grosse, la
ciencia social burguesa en su reacción contra las consecuencias revolucionarias
de sus propios descubrimientos ha llegado al mismo punto al que había llegado
la economía vulgar burguesa en su reacción contra la economía clásica: a la
negación de la existencia misma de leyes del desarrollo social. Examinemos un
poco más de cerca el extraño “materialismo” histórico del más reciente de los
vencedores de Marx, Engels y Morgan.
Grosse habla mucho de “producción”, habla constantemente, del “carácter
de la producción” como factor determinante, que influye sobre toda la cultura.
Pero ¿qué entiende por producción y por carácter de la producción? “La forma
económica que domina o predomina en un grupo social, la forma en que los miembros
del gupo se ganan el sustento, es un hecho que se puede observar directamente y
establecer en todas partes, en sus líneas generales, con suficiente certeza.
Podemos todavía tener muchas dudas sobre las concepciones religiosas y sociales
de los australianos; pero no es posible alentar la menor duda sobre el carácter
de su producción: los australianos son cazadores y recolectores. Quizá sea
imposible penetrar en la cultura espiritual de los antiguos peruanos; pero el
hecho de que los ciudadanos del imperio incaico eran un pueblo agricultor es
evidente a todas las miradas.” (Grosse, Anfänge der Kunst, página 34)
De modo pues que por “producción” y su “carácter”, Grosse entiende
simplemente la fuente principal de manutención del pueblo en cada caso. Caza,
pesca, cría de ganado; agricultura (he aquí las “relaciones de producción” que inciden de modo determinante sobre
todas las demás relaciones de la cultura de un pueblo). Aquí hay que observar
inmediatamente que, si se basaba en este magro descubrimiento, la petulancia de
Herr Grosse con respecto a la “mayoría de los historiadores de la cultura” era
enteramente infundada. El conocimiento de que la fuente principal que sirve a
un pueblo para su manutención es extraordinariamente importante para su desarrollo
cultural, no es un flamante descubrimiento de Herr Grosse sino una antiquísima
y respetable pieza que figura en el inventario de todos los eruditos de la
historia de la cultura. Este conocimiento ha llevado, justamente, a la
archiconocida clasificación de los pueblos en cazadores, pastores y
agricultores, que está en todas las historias de la cultura y que Herr Grosse
mismo, después de muchos dimes y diretes, termina por aplicar. Pero es que este
conocimiento no es sólo muy antiguo sino también (en la versión banal en que lo
toma Grosse) muy falso. Si sabemos simplemente que un pueblo vive de la caza,
del pastoreo o de la agricultura, todavía no sabemos nada de sus relaciones de
producción y de su cultura pretérita. Los hotentotes actuales de África sudoccidental,
a quienes los alemanes quitaron sus rebaños y con ellos sus medios de
subsistencia, dotándolos en cambio de modernas escopetas, se han convertido,
forzosamente, de nuevo en cazadores. Sin embargo, las relaciones de producción
de este “pueblo cazador” no tienen absolutamente nada en común con los
cazadores indios de California que viven todavía en su primitivo aislamiento
del mundo, y estos últimos a su vez se asemejan muy poco a las compañías de
cazadores de Canadá, quienes proveen industrialmente de pieles a capitalistas
norteamericanos y europeos. Los pastores peruanos que antes de la invasión
española criaban sus llamas en la Cordillera de los Andes de forma comunista
bajo la dominación incaica, los nómadas árabes con sus rebaños en África o Arabia,
los campesinos que viven actualmente en los Alpes suizos, bávaros o tiroleses
que conservan sus costumbres tradicionales en medio del mundo capitalista, los
esclavos romanos que vivían en Apulia, en estado semi-salvaje cuidando los
enormes rebaños de sus amos, los farmers que en la Argentina de hoy engordan
innumerables rebaños para los mataderos de Ohio, todos son ejemplos de pueblos
ganaderos que constituyen otros tantos tipos totalmente distintos de producción
y de cultura. Finalmente, la “agricultura” comprende una gama tan amplia de
modos de economía y niveles de cultura diversos, desde la primitiva comunidad
india hasta el latifundio moderno, desde la minúscula granja del campesino
hasta el solar del noble al este del Elba, desde el arrendatario inglés hasta
la jobagia rumana, desde la horticultura china hasta la plantación brasileña y
el trabajo de los esclavos, desde la primitiva agricultura de azada que ejercen
las mujeres en Tahití hasta la moderna granja norteamericana con máquinas
accionadas a vapor y a electricidad. En realidad las revelaciones de Herr
Grosse sobre la importancia de la producción, sólo nos revelan su notable
incomprensión de lo que verdaderamente es la producción. Marx y Engels se
ocuparon precisamente de enfrentar este tipo de “materialismo” grueso y burdo
que sólo toma en consideración las condiciones naturales exteriores de la
producción y de la cultura y que tuvo su expresión más exhaustiva en el
sociólogo inglés Buckle. Lo decisivo en
las relaciones económicas y culturales de los hombres no es la fuente natural
exterior de la manutención, sino las relaciones entre los hombres en su
trabajo.
Las
relaciones sociales de producción determinan la cuestión de la forma de
producción dominante en un pueblo dado. Sólo cuando se ha captado en
profundidad este lado de la producción, puede comprenderse las influencias
determinantes de la producción de un pueblo sobre sus relaciones de familia,
sus conceptos jurídicos, sus representaciones religiosas, su desarrollo
artístico. Pero penetrar en las relaciones sociales de producción de los
llamados pueblos salvajes es algo extraordinariamente difícil para la mayoría
de los observadores europeos. Contrariamente a Herr Grosse, quien cree que lo
sabe todo cuando en realidad no sabe sino que los peruanos incaicos eran un
pueblo agricultor, un erudito serio como Sir Henry Maine, escribe:
“El error característico de los observadores directos de las relaciones
sociales o jurídicas de otro pueblo es que las comparan demasiado rápidamente
con relaciones para ellos conocidas que, en apariencia, son del mismo tipo.”
El nexo de las formas de familia con las “formas de producción” así
entendidas, se presenta del siguiente modo en la obra de Herr Grosse:
“En el nivel más bajo, el hombre se alimenta mediante la caza (en el
sentido más amplio) y mediante la recolección de vegetales. En esta primitiva
forma de producción se manifiesta ya la forma más primitiva de división del
trabajo, la división fisiológica del trabajo, entre ambos sexos. Mientras el hombre
se reserva los cuidados correspondientes a la alimentación animal, la
recolección de raíces y frutos es tarea de la mujer. En estas condiciones, el
centro de gravedad económico se encuentra casi siempre del lado del hombre, y
en consecuencia la forma primitiva de familia presenta en todas partes un
carácter patriarcal inequívoco. Y cualesquiera que sean las concepciones
referentes al parentesco sanguíneo, el hombre primitivo, aun si no se conceptúa
pariente sanguíneo de su descendencia, es de hecho amo y propietario entre sus
mujeres y sus hijos. A partir de este nivel ínfimo la producción puede avanzar
en dos direcciones, según que la acción económica femenina o masculina
experimente un desarrollo ulterior. Empero, cuál de las dos ramas habrá de
convertirse en tronco principal, esto depende en primer término de las
condiciones naturales en que vive el grupo primitivo. Si la flora y el clima
del país incitan a acumular reservas primero y luego a cultivar plantas útiles,
se desarrolla la rama económica femenina, la recolección se va transformando en
cultivo. En realidad, entre los pueblos agricultores primitivos, esta tarea se
encuentra constantemente en manos de la mujer. En consecuencia, también el
centro de gravedad económico se encuentra situado del lado femenino, y por ello
encontramos, en todas las sociedades primitivas que se basan preponderantemente
en la agricultura, una forma de familia matriarcal o las huellas de tal forma.
La mujer, como proveedora principal de alimentos y señora de la tierra, se
encuentra en el centro de la familia. Con todo, sólo en muy pocos casos se ha llegado al desarrollo de un matriarcado
en sentido propio, a una verdadera dominación de las mujeres. Esto ocurrió
sólo allí donde el grupo social se encontraba apartado de los ataques de
enemigos exteriores. En todos los demás casos recuperó el hombre, como
defensor, el predominio que había perdido como proveedor de alimentos. De este
modo surgen las formas de familia que dominan en la mayoría de estos pueblos
agricultores y que constituyen un compromiso entre las direcciones matriarcal y
patriarcal.
Una gran parte de la humanidad ha experimentado un desarrollo
completamente distinto. Los pueblos cazadores que vivían en comarcas
desfavorables a la agricultura pero que ofrecían a los hombres animales que
admitían la domesticación y que convenía someter a ella, pasaron no al cultivo
de plantas como aquéllos, sino a la cría de ganado. Pero la ganadería, que se
ha desarrollado gradualmente a partir de la caza, se presenta como ésta, originariamente
en todas partes, como prerrogativa del hombre. De este modo se refuena todavía
más el predominio económico que ya tenía el hombre, y esta relación halla
expresión consecuente en el hecho de que la forma de familia patriarcal domina
entre los pueblos que se nutren preferentemente mediante la ganadería. Además,
la posición dominante del hombre se ve elevada aun en las sociedades pastoriles
por otra circunstancia que igualmente está en relación directa con la forma de
producción que practican. Los pueblos pastores tienden constantemente a caer en
enredos bélicos y, en consecuencia, al desarrollo de una organización guerrera
centralizada. El resultado ineluctable es
la forma extrema del patriarcado en que la mujer se sitúa como esclava sin
derecho alguno sometida al poder despótico de su marido y señor. Pero los
pacíficos pueblos agricultores en los que la mujer domina en la familia como
proveedora de alimento o, por lo menos, se adjudica en parte una posición más
libre, son en su mayoría conquistados por los belicosos criadores de ganados y
toman de éstos, con otros usos, también la dominación despótica del hombre en
la familia. “Así es como encontramos hoy a todas las naciones cultas bajo el
signo de una forma patriarcal de familia más o menos marcada.” (Grosse, Anfänge
der Kunst, páginas 36-38)
De modo pues que los extraños destinos históricos de la familia humana
aquí descritos en su dependencia con las formas de producción siguen el
siguiente esquema: período de la caza (familia individual con dominación
masculina); período de la cría de ganados (familia individual con dominación
masculina incluso más recia); período de la agricultura inferior (familia
individual con dominación femenina en ciertos puntos, pero luego sometimiento,
de los agricultores por los criadores de ganados y, por tanto, también en
aquellos casos familia individual con dominación masculina); y como piedra de
remate del edificio: período de la agricultura superior (familia individual con
dominación masculina). Como se ve, Herr Grosse emprende en serio su negación de
la teoría moderna de la evolución. En su obra no existe en absoluto una
evolución de las formas de familia. La historia comienza y termina con la
familia individual y la dominación del hombre. Grosse no advierte que, después
de su promesa de explicar el surgimiento de las formas de familia de las formas
de producción, supone la forma de la familia individual como algo absolutamente
dado, terminado, como un hogar moderno, y lo presenta sin ninguna alteración
bajo todas las formas de producción. Lo que él sigue en realidad como distintas
“formas de familia” en la sucesión de los tiempos es apenas una cuestión de
relación recíproca de los sexos. Dominación de los hombres o dominación de las
mujeres; esto es, según Grosse, la “forma de familia” que él, de este modo
reduce a un signo exterior, con la misma crudeza con que ha reducido la “forma
de producción” a la cuestión: caza, crianza de ganados o agricultura. Que la “dominación de los hombres” o la “dominación de las mujeres” puedan
abarcar docenas de formas de familia diferentes, que en el nivel de desarrollo
cultural de los “cazadores” pueda haber docenas de sistemas de parentesco
diferentes, le preocupa tan poco a Herr Grosse como la cuestión de las
relaciones sociales dentro de un tipo de producción. La relación recíproca de
las formas de familia y de las formas de producción desemboca así en el
siguiente ingenioso “materialismo”: ambos sexos son tratados desde un comienzo
como competidores en los negocios. Quien alimenta a la familia domina también
en el seno de ella, dice el filisteo, repitiendo el código civil burgués. La
mala estrella del sexo femenino quiere, sin embargo, que sólo una vez en la
historia en la agricultura inferior de azada haya estado excepcionalmente a
cargo de la manutención de la familia, pero también en ese caso tuvo que
retirarse, las más veces, ante el belicoso sexo masculino. Y así, en lo
fundamental, la historia de la forma de
familia es simplemente una historia de la esclavitud de la mujer, en todas las
“formas de producción” y a pesar de todas las formas de producción. La
única ligazón de las formas de familia con las formas de economía es entonces
exclusivamente la leve diferencia que media entre formas algo más suaves y algo
más duras de la dominación masculina. Finalmente el primer mensaje de salvación
en la historia de la cultura humana, para la esclavizada mujer, lo aporta la
Iglesia cristiana que, si bien no sobre la tierra, al menos en el azul éter del
cielo no conoce diferencias entre ambos sexos. “A través de esta teoría la
cristiandad ha otorgado a la mujer una nobleza ante la cual tiene que
inclinarse el capricho del hombre” (Grosse, Formen der Familie, página 238),
termina Herr Grosse, al echar el ancla felizmente en la rada de la Iglesia
cristiana, después de largos extravíos sobre las aguas de la historia
económica. ¡No es cierto que resultan “sorprendentemente comprensibles”,
después de todo, las formas de familia que han “entusiasmado a los sociólogos
hasta impulsarlos a tan extrañas hipótesis”, cuando se las considera “en
relación con las formas de producción”!
Pero lo más notable en esta historia de la “forma de familia” es el
tratamiento de la unión clánica o de la parentela, como la llama Grosse. Hemos
visto la enorme importancia del papel social que desempeñaban las uniones
clánicas en los niveles anteriores de desarrollo de la cultura. Sobre todo
después de las trascendentes investigaciones de Morgan sabemos que eran antes
del desarrollo del estado territorial la forma propia de sociedad, y siguieron
siendo mucho tiempo después la unidad económica así como la comunidad
religiosa. ¿En qué posición se encuentran estos hechos con respecto a la
notable historia de las “formas de familia” de Grosse? Evidentemente, Grosse no
puede negar manifiestamente la constitución social sobre la base del parentesco
en todos los pueblos primitivos. Pero como se encuentran en contradicción con
su esquema de las familias individuales y de la dominación de la propiedad
privada, él trata en lo posible de reducir a cero su significación, excepto en
el período de la agricultura inferior. “El poder del parentesco surgió con la
economía agrícola inferior, y con ella se extingue; entre los agricultores
superiores el ordenamiento basado en el parentesco ya ha caducado o está en
vías de desaparecer” (Grosse, Formen der Familie, páginas 207, 215). Así Grosse
hace emerger el “poder del parentesco”, con su economía comunista, en medio de
la historia económica y de la historia de la familia como disparada por una
pistola, para poder disolverlo cuanto antes. ¿Cómo han de explicarse entonces
el surgimiento, la existencia, las funciones del ordenamiento de parentesco en
los milenios de desarrollo de la cultura anteriores a la agricultura inferior?
Puesto que, según Grosse, en aquellos tiempos no tienen ni función económica ni
significación social frente a la familia individual, ¿qué son, en definitiva ,
estos clanes que llevan una vaga existencia en un segundo plano con respecto a
las familias individuales con su economía privada imperante entre los
cazadores, entre los criadores de ganados? Todo esto sigue siendo un secreto
privado de Herr Grosse. No le preocupa tampoco en lo más mínimo que su
historieta se encuentre en evidente contradicción con algunos hechos generalmente
reconocidos. Los clanes adquirirían importancia con la agricultura inferior;
ahora bien, los clanes están ligados en la mayoría de los casos con la
institución de la vendetta, con el culto religioso y muy frecuentemente con la
designación de un animal totémico; ahora bien, todas estas cosas son mucho más
antiguas que la agricultura y deben, por tanto, derivar su fuerza de las
relaciones de producción de períodos culturales mucho más primitivos, con
arreglo a la propia teoría de Grosse. Grosse conceptúa el ordenamiento basado
en el parentesco de los agricultores superiores, germanos, celtas, indios, como
un legado del período de la agricultura inferior, donde los clanes tienen sus
raíces en la economía rural femenina. Pero la agricultura superior de los
pueblos cultos surgió no de la agricultura femenina de azada sino de la cría de
ganados que ya era cosa de hombres y en la que, segun Grosse, la organización
clánica carecía de importancia frente a la economía familiar patriarcal. Según
Grosse el ordenamiento en clanes carece de significación entre los criadores
nómadas de ganados y solo entra en vigor por cierto tiempo cuando él se asienta
y pasa a la agricultura. Sin embargo, según el más famoso de los investigadores
de las civilizaciones agrarias, el verdadero desarrollo transcurrió en la
dirección opuesta: mientras los criadores de ganados llevaron una vida nómada
las uniones clánicas tenían desde todo punto de vista la mayor fuerza, con la
vida sedentaria comienza a aflojarse el lazo del clan, y a retroceder frente a
la unión local de los agricultores cuya comunidad de intereses es más fuerte
que la tradición de los lazos sanguíneos. La comunidad clánica se transforma en
la llamada comunidad vecinal. Es ésta la opinión de Ludwig von Maurer, de Kovalevski,
de Henry Maine, de Laveleye, y actualmente Kaufman demuestra la existencia del
mismo fenómeno entre los kirguises y yakutas de Asia central.
Para terminar, digamos que el mismo Grosse ha confesado no ser capaz de
dar, desde su punto de vista, la menor explicación sobre los fenómenos más
importantes en el terreno de las relaciones primitivas de familia, como el matriarcado, y se
contenta con declarar, encogiéndose de hombros, que el matriarcado es “la más
rara curiosidad de la sociología”; que se anima a efectuar la increíble
afirmación de que entre los australianos las ideas sobre consanguinidad no
habrían tenido ninguna influencia sobre sus sistemas de familia, y lo que es
más inconcebible aún, afirma que entre los antiguos peruanos no habría huella
alguna de organización clánica; que se pronuncia sobre la constitución agraria
de los germanos a partir del material anticuado y poco digno de confianza de
Laveleye, y finalmente que sigue, por ejemplo, al mismo Laveleye en la
estupenda afirmación de que “todavía hoy” la comunidad aldeana rusa
constituiría una unión clánica entre los 35 millones de gran rusos, con
parentesco sanguíneo, una “comunidad familiar”, lo cual es más o menos lo mismo
que afirmar que toda la población de Berlín constituye “todavía hoy” una gran
comunidad familiar. Todo esto habilita muy particularmente a Grosse para tratar
a Morgan, el “padre de la Iglesia de la socialdemocracia alemana”, como a un
perro muerto. Los ejemplos que hemos visto del modo que trata Grosse las formas
de la familia y del clan dan una idea de cómo trata las “formas de la
economía”. Toda su argumentación, dirigida contra la aceptación del comunismo
originario, reposa sobre sonoros “en verdad” y “sin embargo”, con lo cual los
hechos innegables son, es cierto, consignados, pero les contrapone otros para
empequeñecer lo que no le conviene, inflar lo que le conviene y arreglar el
resultado de acuerdo a sus deseos.
El mismo Grosse se refiere a los cazadores inferiores del modo siguiente:
“La propiedad individual que, en todas las sociedades inferiores corresponde
predominante o exclusivamente a los bienes muebles, carece de significación
casi por completo; en cambio, la parte más valiosa de la propiedad, la presa,
pertenece en común a todos los hombres de la tribu. En consecuencia, sus
despojos a menudo tienen que repartirse entre todos los miembros de una horda.
Así es, según informes, entre los botocudos, por ejemplo (Enhrenreich,
Zeitschrift für Ethnologie). Tales usos existen asimismo en algunas partes de
Australia. De ese modo todos los miembros de un grupo primitivo son, y siguen
siendo, aproximadamente pobres por igual. Como no hay diferencias esenciales de
fortuna, falta una fuente principal para el surgimiento de diferencias de
clase. En general, todos los hombres adultos, dentro de una tribu, poseen los
mismos derechos” (páginas 55-56). Asimismo “la pertenencia al clan ejerce, en
ciertos [!] aspectos, una gran influencia sobre la vida del cazador inferior.
Le otorga el derecho a utilizar cierto terreno de caza, y le otorga el derecho,
así como le impone la obligación, de la defensa y de la venganza” (página 64).
Además, Grosse concede la posibilidad de un comunismo clánico entre los
cazadores inferiores de California. Sin embargo los lazos del clan son aquí muy
débiles, no existe una comunidad económica. “El modo de producción de los
cazadores árticos, empero, es tan íntegramente individualista que el lazo de
unión del clan no puede resistir las tendencias centrífugas.” Asimismo, entre
los australianos “la caza y la recolección sobre el terreno común no son, por
lo general, practicadas en común, sino que cada familia lleva adelante su
propia economía”. Y, en general, “la falta de alimentos no tolera ninguna
unificación duradera de grupos mayores, sino que los fuerza a la dispersión”
(página 63).
Pasemos a los cazadores superiores.
Ciertamente “entre los cazadores superiores el suelo también es, en
general, propiedad común de la tribu o del clan” (página 69); cierto es que, en
este nivel, encontramos verdaderas casas colectivas que los clanes habitan en
común (página 84); ciertamente leemos luego lo siguiente: “Los extendidos
terraplenes y defensas que vio Mackenzie en los ríos de Haida y que, según él estimó,
tienen que haber requerido el trabajo de toda la tribu, estaban a cargo del
cacique, y nadie podía pescar sin su autorización. De modo que probablemente
constituían propiedad de la comunidad aldeana en su conjunto a la que
pertenecían asimismo, en forma indivisa, las aguas de pesca y los terrenos de
caza” (página 87).
Pero “la propiedad mueble ha adquirido en este caso tal extensión e
importancia, que puede desarrollar una gran desigualdad de riqueza pese a la
igualdad reinante en cuanto a la propiedad del suelo” (página 69) y “por lo
general los alimentos, en la medida de nuestros conocimientos, distan tanto
como los demás bienes muebles de ser propiedad común. De modo que los clanes
domésticos sólo en un sentido muy limitado pueden considerarse comunidades
económicas” (página 88).
Ocupémonos del nivel cultural inmediato superior: los criadores nómadas
de ganados. Sobre ellos nos dice Grosse:
Cierto que “ni siquiera los más inquietos de los nómadas vagabundean por
distancias ilimitadas, sino que más bien se mueven en conjunto sólo en el
interior de un área por lo general estrictamente delimitada que aparece como
propiedad de su tribu y que frecuentemente se halla subdividida entre las
distintas familias y clanes”. Y más adelante; “El suelo es en casi todo el
dominio de la cría de ganados, propiedad común de la tribu o clan” (página 91).
“Ciertamente la tierra es un bien común de todos los miembros del clan y, como
tal, es repartida entre las diversas familias por el clan o por su jefe”
(página 128).
Pero “la tierra no es la pertenencia más valiosa de los nómadas. Su
máximo bien es su rebaño, y el ganado es invariablemente [!] propiedad
particular de las distintas familias. El clan pastoril nunca [!] llegó a ser
una comunidad económica y de propiedad”
Finalmente vienen los agricultores inferiores. Aquí concede, en efecto,
por primera vez, que el clan es una comunidad económica íntegramente comunista.
Pero (también en esta caso sigue inmediatamente un “pero”) también aquí
la industria socava la igualdad social” (Grosse habla de industria, pero
naturalmente quiere decir producción mercantil, cuya diferencia con aquella
desconoce) y crea una propiedad particular mueble que pesa más que la propiedad
común del suelo y la destruye (páginas 136-137). Y pese a la comunidad de la
tierra “existe aquí también la división entre pobres y ricos”. Así se ve
reducido el comunismo a un breve intervalo de la historia económica que por lo
demás comienza con la propiedad privada para terminar con la propiedad privada.
¡Que es lo que había que demostrar!
III
Para poner a prueba el valor del esquema de Grosse, vayamos directamente
a los hechos. Examinemos (aunque sea de un vistazo) el tipo de economía de los
pueblos atrasados. ¿Cuáles son?
Grosse los llama “cazadores inferiores” y dice de ellos: “Los pueblos
cazadores inferiores constituyen hoy sólo un pequeño fragmento de la humanidad.
Condenados a la debilidad numérica y a la pobreza cultural por su imperfecta e
improductiva forma de producción, han reculado en todas partes ante los pueblos
mayores y más fuertes de modo que hoy viven en selvas infranqueables y yermos
inhospitalarios. Gran parte de estas miserables tribus pertenece a la raza de
los pigmeos. Son los más débiles, que fueron empujados por los más fuertes en
la lucha por la vida, hacia las comarcas más adversas a la cultura y, con ello,
quedaron condenados al estancamiento cultural. Pese a todo, todavía se
encuentran en todos los continentes, excepto Europa, representantes de la forma
más antigua de economía. África alberga una cantidad de pueblos cazadores de
pequeña estatura; lamentablemente hasta ahora sólo contamos con algunos datos
sobre uno de ellos, el de los bosquimanos de la estepa de Kalahari (en el
África sud-occidental alemana): la vida de las restantes tribus de pigmeos se
oculta todavía en la oscuridad de las selvas centrales. Si nos desplazamos de
África hacia el este, encontramos en primer lugar, en el interior de Ceilán
(junto a la punta meridional de la península indostánica), al pueblo pigmeo
cazador de los vedda. Luego, en las islas Andaman los mincopie, en el interior
de Sumatra los kubu y, en los montañosos yermos de las Filipinas, los aeta,
tres tribus que también pertenecen a las razas de pequeña talla. El continente
australiano estaba habitado en toda su amplitud por tribus de cazadores
inferiores antes de la colonización europea y, aunque los aborígenes fueron
desplazados por los colonos de la mayor parte de las zonas costeras, en la
segunda mitad del siglo, se mantienen sin embargo todavía en los yermos del
interior. Finalmente en América puede seguirse toda una serie de grupos de
cultura muy pobre, dispersos desde el extremo sur hasta el extremo norte. En
los eriales montañosos del Cabo de Hornos (extremo meridional de Sudamérica),
azotados por la lluvia y las tormentas, habitan los fueguinos, considerados
como los más miserables y toscos de los hombres por más de un observador. Por
las selvas de Brasil andan, aparte de los temibles botocudos, muchas otras
hordas de cazadores, de entre las cuales al menos la de los bororo nos resulta
ahora bastante conocida gracias a las investigaciones de von der Steinen.
California central (sobre la costa occidental de Norteamérica) encierra
diversas tribus que se encuentran muy poco por encima de los míseros
australianos.” (Grosse, Die Formen der familie und die Formen der Wirtschaft,
página 30) No podemos seguir a Grosse más allá (él clasifica extrañamente a los
esquimales también entre los pueblos de más bajo nivel), por lo que ahora
pasaremos revista a algunas de las tribus arriba enumeradas en busca de huellas
de una organización socialmente planificada del trabajo.
Fijémonos en primer término en los caníbales australianos que, según
muchos eruditos, se encuentran en el estadio más arcaico de cultura que puede
presentar el género humano en la tierra. Entre los negros de Australia
encontramos en primer lugar la primitiva división del trabajo, ya mencionada,
entre hombres y mujeres; éstas procuran principalmente la alimentación de
origen vegetal, así como madera y agua: los hombres se ocupan de la caza y
procuran los alimentos animales.
Además, encontramos un cuadro de trabajo social que es lo opuesto a la
“búsqueda individual del alimento” y a la vez nos provee una muestra de cómo
las sociedades primitivas se aseguran la aplicación necesaria de todas las
fuerzas de trabajo disponibles, por ejemplo: “En la tribu chepara se espera de
todos los hombres que se ocupen de la comida, a menos que estén enfermos. Si un
hombre es holgazán y se queda en el campamento, los demás se burlan de él y lo
injurian. Hombres, mujeres y niños dejan el campamento por la mañana temprano
en busca de comida. Una vez que han cazado lo suficiente, hombres y mujeres
llevan sus presas al pozo de agua más próximo, donde se hace fuego y se asa la
pieza. Hombres, mujeres y niños comen todos juntos amistosamente una vez que
los viejos han repartido el alimento entre todos por igual. Luego de la comida,
las mujeres llevan los restos al campamento y los hombres cazan durante el
trayecto.” (Somló, según Howitt, página 45)
Ahora, algo más preciso sobre el plan de producción entre los negros
australianos. En efecto, es extraordinariamente complicado y se lo elabora
hasta los mínimos detalles. Cada tribu australiana se compone de una cantidad
de grupos, cada uno de los cuales llevan el nombre de un animal o una planta
que venera y posee un trozo de territorio delimitado dentro del territorio de
la tribu. Así, por ejemplo, cierto territorio pertenece a los hombres del
canguro, otro a los hombres del emú (emú es una gran ave que se asemeja al
avestruz), un tercero a los hombres de la culebra (los negros de Australia
comen también culebras), etc. Estos “totems” son, según lo explican las
investigaciones científicas más recientes, casi puramente animales y plantas
que sirven a los negros australianos de alimento. Cada grupo de éstos tiene un
cacique, quien dirige la caza. Ahora bien, el nombre de animal o de planta y el
correspondiente culto no son forma sin contenido: cada uno de los grupos de
negros australianos está obligado a proveer el alimento animal o vegetal que le
da nombre y a cuidar la perdurabilidad y crecimiento de esta fuente de
alimentos. Y por cierto, cada grupo lo hace no para sí, sino, ante todo, para
los demás grupos de la tribu. Así, por ejemplo, los hombres del canguro están
obligados a procurar carne de canguro para los demás miembros de la tribu, los
hombres de la culebra a conseguir culebras, los hombres de la oruga a
garantizar cierta oruga que se considera un manjar exquisito, etc.
Significativamente, todo esto está vinculado con severos usos religiosos y
grandes ceremonias. Así, por ejemplo, es una regla casi general que la gente de
cada grupo no debe comer su propio animal (o planta) totem, o bien hacerlo muy
sobriamente, mientras que tienen que procurarlo a los demás. Por ejemplo, un
hombre del grupo de la culebra, cuando atrapa una culebra (salvo que sufra
mucha hambre) debe contener su deseo y llevarla al campamento para los demás. Del
mismo modo un hombre del emú sólo ha de comer carne de emú con extrema
moderación, mientras que no ha de tomar para sí en absoluto los huevos y la
grasa del ave, que se utiliza como medicamento, sino que ha de entregarlos a
los demás miembros de la tribu. Por otro lado, los otros grupos no deben cazar
o recolectar el animal o la planta sin permiso de los hombres del
correspondiente totem, ni tomarlos como alimento. Todos los años, cada grupo
realiza una solemne ceremonia destinada a asegurar (mediante cantos, música
instrumental y diversas ceremonias del culto) la proliferación del animal (o
planta) totem, y recién después se les permite a los otros grupos comer de
estos últimos. La fecha de las ceremonias es fijada, para cada grupo, por su
jefe que también dirige la ceremonia. Y este momento está directamente ligado a
las condiciones de la producción. En Australia central hay una larga estación
seca en la que animales y plantas sufren mucho, y una breve estación lluviosa a
la que sigue un auge de la vida animal y un exuberante crecimiento de la
vegetación. La mayoría de las ceremonias de los grupos totémicos se llevan a
cabo al aproximarse la buena estación. Ratzel decía todavía que era un “cómico
malentendido” decir que los australianos se nombran según sus principales
alimentos (Fr. Ratzel, Völkerkuzer 1887, 2° tomo, página 64). Sin embargo en el
sistema de los grupos totémicos brevemente referido más arriba cualquiera puede
reconocer al primer vistazo, una desarrollada organización de la producción
social. Los diversos grupos totémicos no son, evidentemente, otra cosa que
miembros de un amplio sistema de división del trabajo. Todos los grupos, en
conjunto, constituyen un todo ordenado y planificado, y asimismo cada grupo por
sí funciona de forma plenamente organizada y planificada bajo dirección
unitaria. Además, el hecho de que este sistema de producción se presenta bajo
forma religiosa en forma de prohibiciones alimentarias, ceremonias, etc., de
todas clases, sólo demuestra que este plan de producción es de muy antigua
data, que esta organización ya existía entre los negros australianos hace
muchos siglos, incluso milenios, de modo tal que tuvo tiempo para solidificarse
en fórmulas rígidas, que lo que originariamente eran simples necesidades en el
ámbito de la producción y del aprovisionamiento alimentario, se convirtieron en
artículos de fe en la creencia de misteriosos vínculos. Estas relaciones,
descubiertas por los ingleses Spencer y Gillen, se ven confirmadas por otro sabio,
Frazier. Este dice explícitamente: “Debemos tener presente que los distintos
grupos totémicos no viven aislados unos de otros en la sociedad totémica; se
mezclan y ejercitan sus fuerzas mágicas para el bien común. En el sistema
originario los hombres del canguro cazaban y mataban (salvo que estemos
equivocados) canguros tanto para consumo de todos los demás grupos totémicos
como para el suyo propio, y así puede haber ocurrido con el totem-oruga, el
totem-halcón y los demás. Bajo el nuevo sistema de forma religiosa, según el
cual estaba prohibido a los hombres matar y comer los animales totémicos, los
hombres del canguro siguieron produciendo canguros, pero no ya para su propio
consumo; los hombres del emú prosiguieron incrementando los emús, aunque a
ellos les estaba prohibido ahora probar carne de emú; los hombres de la oruga
continuaron aplicando sus conjuros para la propagación de las orugas, por más
que estos bocados exquisitos estaban destinados, en adelante, a otros hombres.”
En una palabra: lo que hoy se nos presenta como un sistema de culto ya era, en
épocas muy antiguas, un sistema sencillo de producción social organizada con
amplia división social del trabajo. Si nos fijamos ahora en la distribución de
los productos entre los negros australianos, encontramos un sistema, si cabe, aún
más detallado y complicado. Cada pieza cazada, cada huevo encontrado, cada
puñado de frutos recolectado se atribuye para su consumo a unos u otros
miembros de la sociedad, según un plan muy estricto. Por ejemplo, los alimentos
vegetales recolectados por las mujeres, pertenecen a ellas y a sus niños. Las
presas de caza de los hombres se reparten según reglas que difieren de una
tribu a otra pero que en todas ellas son extremadamente precisas. El científico
inglés Howitt, que estudió a los pueblos del sudeste de Australia
principalmente en el distrito de Victoria, observó el siguiente tipo de
distribución:
“Un hombre mata un canguro a cierta distancia del campamento. Lo
acompañan otros dos hombres, pero no se acercan a asistirlo para matar al
animal. La distancia hasta el campamento es considerable, por lo que el canguro
es asado antes de ser llevado allá. El primer hombre enciende fuego, y los
otros dos parten la presa, asan las entrañas entre los tres y las comen. La
distribución se lleva a cabo del siguiente modo: los hombres número 2 y 3
reciben un muslo, el rabo y un muslo con un trozo de anca, por haber estado
presentes y haber colaborado en la partición. El hombre número 1 conserva el
resto y lo lleva al campamento. Su mujer lleva a sus padres la cabeza y la
faldilla, y el resto va a los padres de él. Si no tiene carne, conserva un poco
para sí, pero si tiene por ejemplo una zarigüeya, entonces entrega todo a
otros. Si su madre ha pescado algo puede darle una parte, o bien sus suegros le
dan una porción de la parte que les ha tocado; en este caso le dan algo también
a la mañana siguiente. Los niños, en todos los casos, son provistos a través de
los abuelos.” (Somló, según Howitt, página 42). En una tribu rigen los
siguientes preceptos; de un canguro, por ejemplo, el que lo ha matado recibe un
trozo de lomo, el padre la faldilla, las costillas, los hombros y la cabeza; la
madre el muslo derecho, el hermano menor la pata delantera izquierda, la
hermana mayor un trozo cortado a lo largo de la faldilla, la menor la pata
delantera derecha. Luego el padre da a sus propios padres el brazo y un trozo
de la faldilla, la madre da a los suyos un trozo de muslo y la tibia. De un
oso, el cazador conserva las costillas izquierdas, el padre recibe la pata
trasera derecha, la madre la izquierda, el hermano mayor la pata delantera
derecha, el menor la izquierda. La hermana mayor recibe la faldilla; la menor
el hígado. El costillar derecho pertenece al hermano del padre, un trozo de
costado al tío materno, y la cabeza va al campamento de los hombres jóvenes.
En cambio, en otra tribu, la comida obtenida se distribuye siempre en
partes iguales entre todos los presentes. Si alguien mata, por ejemplo, un
“wallaby” (especie de canguro pequeño) y se encuentran presentes, por ejemplo,
diez o doce personas, cada una de ellas recibe un trozo del animal. Ninguno
toca el animal ni trozo alguno de él antes que el que lo cazó le entregue su
parte. Si por casualidad el que ha matado al animal está ausente cuando se lo
asa, no lo toca de todos modos nadie hasta que él regresa y lo reparte. Las
mujeres reciben trozos iguales a los de los hombres, y tanto el padre como la
madre cuidan de proveer adecuadamente a los niños. (Somló, según Howitt página
43)
Estas diversas formas de distribución, que difieren de una tribu a otra
dejan traslucir también su carácter antiquísimo en el hecho de que se presenten
en formas rituales (Ratzel, 1894, 1, tomo 1º, página 333). Así se expresa toda
una tradición, quizá milenaria, que rige para todas las generaciones como algo
atávico, como una regla inviolable. Ahora
bien, este sistema muestra nítidamente dos cosas. Ante todo, muestra que
entre los negros australianos, la porción quizá más atrasada de la humanidad, la producción y el consumo, están organizados
de acuerdo a un plan como asunto común y social; y en segundo término, que este plan está orientado nítidamente a la
manutención y protección de todos los miembros de la sociedad y ello, por
cierto, en correspondencia tanto con las necesidades de alimento como con el
nivel de las fuerzas productivas: bajo toda circunstancia, se provee de lo
necesario, ante todo a los ancianos, y éstos a su vez, así como las madres, se
ocupan de los niños. Así, toda la vida económica de los australianos (la
producción, la división del trabajo, la distribución de las provisiones) está
estrictamente organizada de acuerdo con un plan que ha sido codificado en
reglas fijas desde tiempos inmemoriales.
Pasemos ahora de Australia a Norteamérica. En el oeste se encuentran los
escasos restos de los indios, que habitan en la isla Tiburón en el golfo de
California y en una estrecha franja del vecino continente, y presentan un
interés particular en razón de su total aislamiento y su hostilidad hacia los
extraños, por lo que han conservado en alto grado de pureza sus antiguas
costumbres. En 1895, científicos de los Estados Unidos emprendieron una
expedición para investigar a esta tribu, y el norteamericano Mac Gee nos
presenta los resultados. Según éstos, la tribu de los indios seri (pues así se
llama este pueblo ahora muy reducido) se descompone en cuatro grupos que llevan
los nombres de otros tantos animales. Los dos más importantes son el grupo del
pelícano y el grupo de la tortuga. Los usos, costumbres y normas de estos
grupos en relación con sus prespectivos animales-tótem se mantienen en estricto
secreto y fue casi imposible averiguarlos. Pero sí sabemos que su alimentación
consiste principalmente en pelícanos, tortugas, pescados y otros animales
marinos; si por otro lado tenemos en cuenta el sistema, ya reseñado, de los
grupos totémicos entre los negros de Australia, podemos aceptar con cierta
seguridad que también entre los indios californianos el misterioso culto de los
animales totémicos y la distribución de sus tribus en grupos correspondientes a
estos animales no es otra cosa que los restos de un sistema de producción con
división del trabajo, estrictamente organizado y antiquísimo, que se osificó en
símbolos religiosos. Nos afirma en esta conclusión, la circunstancia de que el genio
tutelar máximo de los indios seri es el pelícano; por otro lado es esta ave la
que constituye el fundamento de la vida económica de la tribu en cuestión. La
carne de pelícano es la comida principal, la piel de pelícano sirve como
vestido, lecho, escudo, y bcomo principal artículo de intercambio con los
extranjeros. Ahora bien, el trabajo principal de los seri, la caza, está
estrictamente reglamentada. Así, por ejemplo, la caza del pelícano es una
empresa común perfectamente organizada “de carácter por lo menos
semi-ceremonial”. Las cacerías deben tener lugar sólo en determinadas épocas,
de modo que las aves sean respetadas durante la época de cría, para asegurar su
proliferación. “Después de la matanza (realizada masivamente no presenta
dificultades, pues estos animales son muy pesados) viene un gran banquete donde
las familias, medio muertas de hambre devoran a tientas las partes más
delicadas y beben en abundancia hasta que las domina el sueño. Al día
siguiente, las mujeres seleccionan los pelícanos cuyos plumajes están menos
dañados y separan las pieles cuidadosamente. “El festejo dura varios días y
diversas ceremonias están vinculadas a él.” Ese “gran banquete” ese “devorar a
tientas”, y además con estruendo, que el profesor Bücher quisiera tomar como
signo de conducta puramente animal está en realidad muy bien organizado (el
propio carácter ceremonial nos lo indica suficientemente). Las normas estrictas
de la distribución y del consumo están ligadas al carácter planificado de la
cacería. La comida celebrada colectivamente se desarrolla en cierta sucesión:
primero viene el cacique (que previamente había dirigido la cacería), luego los
demás guerreros por orden de edad, luego la mujer más vieja y detrás de ella
sus hijas, finalmente los niños por orden de edad y las muchachas, que sobre
todo si están cerca de la pubertad, gozan de grandes ventajas gracias a la
indulgencia de las mujeres. “Cada miembro de la familia o del clan puede
reivindicar su derecho a la comida y al vestido necesarios, y las medidas
destinadas a cubrir esta necesidad están a cargo de todos los demás. El grado
de importancia de esta obligación depende en parte de la vecindad, de modo tal
que comienza por la persona más próxima, pero principalmente del rango y de la
responsabilidad en el grupo (habitualmente en relación con la edad). En una
comida es obligación de la primera persona ocuparse de que quede suficiente
para la que le sigue en el orden establecido, y esta obligación se escalona
hacia abajo de tal forma que se provee incluso la necesidad de los niños,
incapaces de satisfacerse por sí mismos.” (Somló, según Mac Gee, página 128)
En cuanto· a Sudamérica, poseemos el testimonio del profesor von der
Steinen referente a la tribu salvaje de los bororo en Brasil. También en este
caso rige ante todo la típica división del trabajo: las mujeres procuran los
alimentos vegetales, buscan raíces con un bastón puntiagudo, trepan ágilmente a
las palmeras recolectando cocos, cortan en la copa las hojas comestibles,
buscan frutas y desempeñan otras tareas semejantes. Las mujeres preparan
también los alimentos vegetales, y asimismo fabrican los cacharros. Cuando
regresan entregan a los hombres frutas, etc., y reciben la carne que queda. La
distribución y el consumo están estrictamente reglamentados.
“La etiqueta no impedía en absoluto a los bororo [dice von der Steinen]
comer juntos, mientras que para ello tenían otros extraños usos que ponen
nítidamente de manifiesto que las tribus que dependen de las presas
estrictamente necesarias de la caza tienen que encontrar algún tipo de medios
para evitar las riñas y pendencias en la distribución. Así, existía en primer
término una regla de lo más singular: ¡Nadie asaba la pieza que había cazado él
mismo, sino que la entregaba a otro para que la asara! Se toma una precaución
del mismo tipo en relación a las pieles y dientes de los animales. Cuando se ha
matado un jaguar, se efectúa un gran festejo; la carne se come. Pero el cazador
no recibe la piel y los dientes sino que se destinan al pariente más cercano
del indio o de la india que ha muerto más recientemente. El cazador es
homenajeado, todos le regalan plumas de papagayó (el ornamento de máxima
distinción entre los bororo) y el arco ornado con cintas de oasú. Pero la norma
más importante que impide la discordia está ligada a las funciones del médico
o, como acostumbran decir los europeos en tales casos, del brujo o sacerdote.
Éste debe estar presente cuando se mata a cualquier animal, pero ante todo debe
autorizar mediante ciertas ceremonias la distribución de cada animal muerto y
también de los alimentos vegetales. La cacería se desarrolla ante el
llamamiento del cacique y bajo su dirección. Los hombres jóvenes y solteros
viven juntos en la “casa de los hombres”, donde trabajan en común, fabrican
armas, utensilios y adornos, hilan, practican lucha y comen también en común en
medio de la más estricta disciplina como ya hemos dicho. “La familia en la que
alguien muere [dice von der Steinen] experimenta una gran pérdida pues todo lo
que usaba el muerto se quema, se arroja al río o se pone con sus huesos para
que no tenga ningún motivo para regresar. La choza es enteramente desocupada.
Sólo que los deudos reciben regalos, se hacen arcos y flechas para ellos y la
costumbre quiere también que, cuando se mata un jaguar, reciba la piel el
hermano de la última mujer muerta o el tío del último hombre muerto.” (Karl von
der Steinen, Unter den Naturvölkern Brasiliens páginas 378-389) De manera que
en la producción y en la distribución reine un plan y una organización social
perfectamente determinados.
Si recorremos el continente americano hasta su extremo meridional,
encontramos en Tierra del Fuego uno de los pueblos más atrasados. Son los
fueguinos, que habitan el inhóspito archiepiélago situado en el extremo sur de
Sudamérica, y sobre quienes los primeros informes nos vienen del siglo XVII. En
el año 1698, por iniciativa de piratas franceses, que habían servido en los
mares del sur durante largos años, el gobierno francés envió una expedición.
Uno de los ingenieros que participaron nos dejó un diario que contiene las
modestas informaciones siguientes sobre los fueguinos:
“Cada familia, es decir padre, madre e hijos aún solteros, tiene su
piragua (bote de corteza de árbol) en la que llevan todo lo que les hace falta.
Se echan a dormir allí donde les sorprende la noche. Si no hay ninguna choza,
erigen una. En el medio encienden una pequeña fogata, alrededor de la cual
yacen sobre algunas hierbas amontonadas. Si tienen hambre, cocinan moluscos que
el más anciano distribuye entre ellos por partes iguales. La ocupación
principal y la obligación de los hombres consiste en la erección de la choza,
la caza y la pesca; corresponde a las mujeres el cuidado de las canoas y la
provisión de moluscos… Cazan ballenas del siguiente modo: parten cinco o seis
canoas juntas y, cuando encuentran una, la pesiguen, la arponean con grandes
saetas de punta habilidosamente labrada en hueso o piedra... Cuando han matado
un animal o ave, o capturado peces y moluscos de los que constituyen su alimento
habitual, los distribuyen entre las familias, con lo que nos aventajan en el
hecho de que tienen en común prácticamente la totalidad de sus alimentos.”
(Rapport de la 2è séance du Congres International des Amerícanistes à París en
1890, fait par M. G. Marcel, París 1892, página 491)
Pasemos de América a Asia. Sobre las tribus de pigmeos de los mincopies
del archipiélago de las Andaman (en el Golfo de Bengala) nos ilustra el
investigador ingles E. H. Mall, que pasó entre ellos once años y llegó a
conocerlos más que cualquier otro europeo:
Los mincopies se dividen en nueve tribus, y cada tribu en un número mayor
de pequeños grupos de 30 a 50 miembros, a veces hasta 300. Cada grupo tiene su
jefe, y la tribu en conjunto un cacique situado por encima de todos. Pero su
autoridad está muy limitada; consiste principalmente en la organización de
asambleas de todas las comunidades pertenecientes a la misma tribu. También
dirige la caza, la pesca y las excursiones, y asimismo arbitra en los
conflictos que se suscitan. Dentro de cada comunidad el trabajo es llevado a
cabo en común y, por cierto, con división de tareas entre hombres y mujeres. A
los hombres corresponden la caza, la pesca, el aprovisionamiento de miel, la
fabricación de canoas, de arcos, flechas, y otros utensilios; las mujeres
proveen de madera y agua, así como alimentos vegetales, producen alhajas y
cocinan. Todos los hombres y mujeres que quedan en casa, los niños, los
enfermos y los ancianos, tienen la obligación de mantener el fuego en las
diversas chozas; todo aquel que es apto para el trabajo está obligado a
trabajar para sí y para la comunidad, y es también habitual que cuiden de que
haya siempre provisiones almacenadas para ofrecer a los amigos que llegan. Los
niños pequeños, los débiles y los ancianos son objeto especial de los cuidados
de todos, y sus necesidades cotidianas son satisfechas mejor que las de los
restantes miembros de la sociedad.
Existen ciertas reglas sobre la alimentación. Un hombre casado sólo puede
comer con otros hombres, de su mismo estado o soltero, pero nunca con mujeres
fuera de las pertenecientes a su propio hogar, a menos que esté ya en edad
avanzada. Los solteros celebran sus comidas por separado (por un lado los
jóvenes, las muchachas por otro).
La preparación de la comida es obligación habitual de las mujeres, que
suelen cumplir durante la ausencia de los hombres. Pero si se encuentran
ocupadas más allá de lo habitual por la obtención de madera o agua, como ocurre
en los días festivos o después de una caceria particularmente fructífera,
cocina uno de los hombres que, cuando la comida está medio hecha la distribuye
entre los presentes y delega en ellos la terminación en sus propios hogares. Si
está presente el cacique, recibe la primera parte, y la parte del león sin duda
alguna, luego vienen los hombres y les siguen las mujeres y los niños; lo que
queda pertenece al distribuidor.
Los mincopies pasan una parte importante del día en la preparación de sus
armas, utensilios y otros artículos, y le dedican gran cuidado, de modo que
pueden pasar horas trabajando laboriosamente un trozo de hierro con un martillo
de piedra para sacar de él una punta de lanza o de flecha o mejorando la forma
de un arco, etc. Estos trabajos deben llevarse a cabo aunque no haya ninguna
necesidad inmediata o previsible que los obligue a tal esfuerzo. No se puede
afirmar que sean egoístas (aunque se diga lo contrario) pues obsequian (naturalmente
se trata de una expresión errónea debida a la mala interpretación europea en
vez de “distribuyen”) frecuentemente lo mejor de lo que tienen y no conservan
para su propio uso en modo alguno los objetos mejor trabajados ni, menos aún,
los hacen para sí. (Somlo, según Man, páginas 96-99)
Quisiéramos cerrar la anterior serie de ejemplos con una muestra representativa
de la vida de los salvajes de África. Los pequeños bosquimanos del desierto de
Kalahari constituyen el ejemplo habitual del mayor atraso y del nivel más bajo
de la cultura humana para ese continente. Los investigadores alemanes, ingleses
y franceses nos informan unánimemente que viven en grupos (hordas) de vida
económica comunitaria. En sus pequeñas bandas reina perfecta igualdad en
relación con los alimentos, armas, etc. Los alimentos que recogen en sus
excursiones se juntan en sacos que luego vacían en el campamento. “Entonces
[relata el alemán Passarge] sale a la vista la cosecha del día: raíces,
tubérculos, frutos, orugas, abubillas, ranas, tortugas, langostas, incluso
culebras e iguanas.” Luego se distribuye el botín entre todos. “La recolección
sistemática de vegetales, tales como frutas, raíces, tubérculos etc., así como
de animales pequeños, corresponde a las mujeres. Tienen que proveer a la horda
de tales provisiones, y los niños ayudan en ello. También el hombre trae muchas
cosas que encuentra a su paso casualmente, sólo que para él la recolección es
completamente secundaria. La obligación del hombre es, ante todo, la caza”. La
horda come en común la presa. Junto al fuego comunitario se ofrece sitio y
comida también a bosquimanos que pasan, pertenecientes a hordas amigas.
Passarge, como buen europeo, ve inmediatamente con las gafas espirituales de la
sociedad burguesa, en la “exagerada virtud” con la que los bosquimanos
comparten con otros hasta el último resto de todo, ¡una causa de su incapacidad
cultural! (Somló, página 116)
Así resulta que los pueblos más primitivos y, por cierto, aquellos que se
encuentran muy lejos de la vida sedentaria y de la agricultura, que, por todo
lo que conocemos a partir de la observación directa, se encuentran en cierta
medida en el punto de arranque de la cadena de la evolución, nos presentan un
cuadro completamente distinto del esquema de Herr Grosse. Por todas partes
distinguimos comunidades económicas estrictamente reglamentadas con rasgos
típicos de la organización comunista, y no “dispersión” y “economía
individual”. Esto se refiere a los “cazadores inferiores”. Con respecto a los
“cazadores superiores” basta con el cuadro que ofrece la economía de clan de
los iroqueses, tal como la describió Morgan detalladamente. Pero también los
criadores de ganado proporcionan material suficiente para desmentir las audaces
afirmaciones de Grosse.
La comunidad agrícola de marca no es la única, sino simplemente la más
altamente desarrollada, no la primera sino la última de las organizaciones
comunistas originarias que encontramos en la historia económica. No es siquiera
un producto de la agricultura sino de las tradiciones infinitamente anteriores
del comunismo que, nacido en el seno de la organización gentilicia y finalmente
aplicado a la agricultura, alcanzó justamente en ella un nivel tal que apresuró
su declinación. Así pues, los hechos no confirman en absoluto el esquema de
Grosse. Ahora, si le pedimos una explicación de esta notable aparición del
comunismo, que surge en medio de la historia económica para perderse de nuevo
poco después, Herr Grosse nos suministra una de sus ingeniosas explicaciones’
“materialistas”: “Hemos visto, realmente, que el clan adquirió tanta más fuerza
y arraigo entre los agricultores inferiores que entre los pueblos de otros
niveles de cultura porque es en ese nivel donde surge como comunidad de
vivienda, propiedad y economía. El hecho de que allí se haya desarrollado hasta
ser tal se explica a su vez por la naturaleza de la agricultura inferior, que
unifica a los hombres, mientras que la caza y la cría de ganado los dispersa”
(página 158). De modo tal que la “unificación” espacial o, al contrario, la
“dispersión” de los hombres en su trabajo decide si reina el comunismo o la
propiedad privada. Lástima que Herr Grosse haya olvidado explicamos por qué las
selvas y prados, donde la gente se “dispersa” más a gusto, mantuvieron por más
tiempo (en ciertos casos hasta la actualidad) la propiedad comunitaria,
mientras que los campos de cultivo donde la gente se “unifica”, fueron los
primeros en pasar al régimen de propiedad privada. Y luego por qué la forma de
producción que más “unifica” a los hombres en toda la historia económica, la
gran industria, ha traído aparejada no la propiedad común sino la forma más
desarrollada de la propiedad privada, la propiedad capitalista.
Como puede observarse, el “materialismo” de Grosse es una prueba más de
que no basta hablar de la “producción” y su importancia en la vida económica de
la sociedad para concebir la historia de modo materialista. Separado de su otro
aspecto, de la idea revolucionaria de desarrollo, el materialismo histórico se
convierte en una burda y tosca muleta de madera en vez de ser, como en Marx, un
aletazo genial del espíritu investigador.
Ante todo queda de manifiesto que Grosse, que tanto habla de la
producción y sus formas, no comprende los conceptos más fundamentales de las relaciones de producción. Ya hemos
visto que por formas de producción entiende, en primer término, categorías
meramente externas tales como la caza, la cría de ganado, o la agricultura.
Para resolver luego, en el interior de cada una de estas “formas de
producción”, el problema de las formas de propiedad (propiedad común, familiar
o privada y la identidad del poseedor) distingue categorías como “propiedad de
bienes raíces” y “de bienes muebles”. Si encuentra titulares diferentes para
esas diferentes propiedades, se pregunta cuál es la más importante. La que al
arbitrio de Grosse le parece más importante, ésa pasa a ser, a su criterio, la
forma de propiedad dominante en la sociedad. Así dictamina, por ejemplo, que
entre los cazadores superiores “la propiedad mueble ya ha adquirido cierta
importancia”, que ella es más importante que la propiedad del suelo y, puesto
que los bienes muebles, inclusive los alimentos, serían propiedad privada, Grosse
no reconoce en este caso ninguna economía comunista pese a que la propiedad
comunitaria de la tierra es evidente.
Ahora bien, tales distingos según signos puramente exteriores (como bienes
muebles y bienes inmuebles) no tienen el menor sentido en relación con la
producción y se encuentran más o menos al mismo nivel que las demás
distinciones que efectúa Grosse entre las formas de familia según que dominen
los hombres o las mujeres, o entre las formas de producción según sus efectos
de dispersión o de unificación. La “propiedad mueble”, por ejemplo, puede
consistir en alimentos (o en materias primas, alhajas y objetos culturales o en
instrumentos). Pueden producirse bienes muebles para el uso propio de la
sociedad en cuestión o para el intercambio. Según esto, su importancia variará
mucho en relación con las relaciones de producción. Grosse juzga de forma
especial las relaciones de producción y de propiedad de los pueblos (y en ello
es un representante típico de la ciencia burguesa actual) según los alimentos y
demás objetos de consumo en el sentido más amplio. Encuentra que los objetos de
consumo son apropiados y utilizados individualmente, y en virtud de ello queda
demostrado, según él, que la propiedad individual domina en el pueblo que está
considerando. Esta es la vía típica por la cual se descarta hoy
“científicamente”, el comunismo originario. (Somló) Desde este profundo punto
de vista una comunidad de mendigos tal como se la encuentra frecuentemente en
Oriente, que pone en común los modestos dones que recibe y los devora en común,
o la banda de ladrones que consume solidariamente lo robado, aparecen como un
cultivo de “comunidad económica comunista”. En comparación una comunidad de marca,
que posee y trabaja la tierra de forma colectiva pero consume los frutos por
familia (cada familia lo producido por su parcela) puede ser denominada
“comunidad económica sólo en un sentido muy limitado”. En pocas palabras, lo
decisivo en cuanto al carácter de la producción es, según esta concepción, el
derecho de propiedad de los medios de consumo y no de los medios de producción,
es decir las condiciones de la distribución y no de la producción. Aquí hemos
llegado a un punto central de la concepción de la economía política, punto de
importancia básica para la comprensión de toda la historia económica. Dejemos
librado a su suerte, a Herr Grosse, y concentrémonos ahora en esta cuestión
general.
IV
Quien aborda el estudio de la historia económica, quien quiere conocer
las diversas formas en que se han presentado las relaciones económicas de la
sociedad en su desarrollo histórico, tiene que alcanzar claridad ante todo en
cuanto a qué signo de las relaciones económicas ha de tomar como piedra de
toque y patrón de medida de dicho desarrollo. Para poder orientarse en la
multiplicidad de los fenómenos correspondientes a una esfera determinada y
concretamente para desentrañar su devenir histórico es indispensable saber qué
factor constituye el eje interior alrededor del cual giran los fenómenos. Morgan por ejemplo, tomó como patrón de la
historia de la cultura y piedra de toque del nivel de ésta en cada caso, un
factor perfectamente determinado (el desarrollo de la técnica productiva).
Con ello, por decirlo así, captó las raíces de la existencia cultural global de
la humanidad. Ahora bien, para nuestros fines, para la historia económica, el
patrón de medida de Morgan no basta. La técnica del trabajo social muestra por
cierto el nivel alcanzado por los hombres de cada período en la dominación de
la naturaleza exterior. Cada nuevo paso dado en el perfeccionamiento de la
técnica de producción es a la vez un nuevo paso en el camino del sojuzgamiento
de la naturaleza física por el espíritu humano y, en virtud de ello, un paso en
el desarrollo de la cultura humana general. Pero si pretendemos específicamente
investigar las formas de la producción en la sociedad, entonces no nos basta la relación de los hombres con
la naturaleza, en ese caso el centro de nuestro interés se coloca en otro
aspecto del trabajo humano: son las relaciones entre los hombres en el trabajo,
es decir que nos interesa no la técnica de la producción, sino su organización
social. En cuanto al nivel cultural de un pueblo primitivo es muy ilustrativo
que sepamos que este pueblo conoce el torno de alfarería y ejerce este oficio.
Morgan toma este significativo progreso en la técnica como mojón de todo un
período cultural que caracteriza como transición del salvajismo a la barbarie.
Pero en realidad, con el conocimiento de datos tan pobres podemos llegar a muy
pocas conclusiones sobre la forma de producción de este pueblo. Para ello
tenemos que averiguar previamente toda una serie de circunstancias, por ejemplo
quién, en el seno de la sociedad, ejerce el oficio de alfarería, si son todos
los miembros de la sociedad o bien sólo parte de ellos, quizás un sexo, las
mujeres, por ejemplo, quienes proveen de cacharros a la comunidad; si los
productos de la artesanía alfarera se aplican sólo al consumo de la comunidad,
quizás de la aldea, o si sirven para el intercambio con otros; si los productos
elaborados por cada persona que ejerce la alfarería son usados sólo por ella
misma o si, por lo contrario, todos los objetos producidos sirven en común a
todos los miembros de la comunidad. Como se ve, son variadas las relaciones
sociales que pueden determinar el carácter de la forma de producción en una
sociedad: división del trabajo, distribución de los productos entre los
consumidores, intercambio. Pero todos estos aspectos de la vida económica
están, a su vez, determinados por un factor decisivo de la producción. Basta
una simple mirada para darse cuenta que la distribución de los productos, así
como el intercambio mismo, no pueden ser más que fenómenos derivados. Para que
los productos puedan ser distribuidos entre los consumidores o intercambiados,
ante todo tienen que ser elaborados. Así, la producción es el momento primero y
más importante de la vida económica de la sociedad. Pero en el proceso de
producción lo decisivo es lo siguiente: ¿en qué relación se encuentran los
trabajadores con sus medios de producción? Todo trabajo requiere ciertas
materias primas, un lugar de trabajo determinado y, luego, ciertos
instrumentos. Ya conocemos cuan grande es la significación que corresponde a
los instrumentos de trabajo y a su producción en la vida de la sociedad humana.
La fuerza humana para ejecutar el trabajo y producir los medios de consumo, en
el sentido más amplio, necesarios para la vida de la sociedad, se aplica a
estos instrumentos y los demás medios de producción inertes. Ahora bien, la
relación entre los hombres que trabajan con sus medios de producción es la
primera cuestión relativa a la producción y su factor decisivo. No nos referimos
aquí a la relación técnica, no nos referimos a la mayor o menor perfección de
los medios de producción con los cuales los hombres trabajan, ni a la forma
como abordan su trabajo. Nos referimos a la relación social entre la fuerza
humana de trabajo y los inertes medios de producción. Concretamente nos
referimos a la cuestión: ¿a quién pertenecen los medios de producción? Esta
relación se ha modificado muchas veces en el curso de los tiempos, y con ella
todo el carácter de la producción, (la distribución de los productos, la forma
de la división del trabajo, la dirección y los alcances del intercambio y,
finalmente, toda la vida material y espiritual de la sociedad). Según que los
trabajadores posean en común sus medios de producción, o que cada uno posea los
suyos, o que al contrario sean ellos mismos, como medios de producción,
propiedad de no-trabajadores, o que como esclavos se encuentren encadenados a
los medios de producción, o que como hombres libres carentes de todo medio de
producción, se encuentren forzados a vender su fuerza de trabajo como medio de
producción, tenemos una economía comunista o de pequeños campesinos y
artesanos, o una economía esclavista, o una economía feudal basada en la
servidumbre o, finalmente, una economía
capitalista basada en el trabajo asalariado. Y cada una de estas formas económicas tiene un tipo particular de
división del trabajo, de distribución de los productos, de intercambio, de vida
social, jurídica y espiritual. Ha bastado, en la historia económica de los
hombres, que se modificasen radicalmente las relaciones entre los trabajadores
y los medios de producción para que, en cada ocasión, se modificasen también
radicalmente todos los demás aspectos de la vida económica, política y
espiritual, para que surgiera una sociedad enteramente nueva. Existe, por
cierto, una interacción permanente entre todos estos aspectos de la vida
económica de la sociedad. No sólo la relación de la fuerza de trabajo con los
medios de producción influye sobre la división del trabajo, la distribución de
los productos, el intercambio, sino que también éstos actúan inversamente, por
su parte, sobre aquella relación de producción. Pero el tipo de influencia es
distinto en uno y otro caso. El tipo de división del trabajo, la distribución
de las riquezas, concretamente el intercambio, prevalecientes en cada nivel de desarrollo
de la economía, pueden socavar poco a poco la relación entre la fuerza de
trabajo y los medios de producción de la cual ellos mismos han surgido. Pero su
forma se modifica cuando en la relación (que se ha tornado inactual) entre
fuerza de trabajo y medio de producción se ha producido una revolución radical.
Así es como las respectivas revoluciones que han tenido lugar en la relación de
la fuerza de trabajo y los medios de producción constituyen las piedras
miliares visibles en el camino de la historia económica; son verdaderos mojones
que marcan las épocas naturales en el desarrollo económico de la sociedad
humana. Un examen del método más apreciado actualmente por la economía política
burguesa alemana y corrientemente adoptada para dividir la historia económica,
mostrará con claridad la enorme importancia que tiene, para comprender la
historia económica, saber distinguir lo esencial de lo secundario. Nos
referimos a la clasificación del profesor Bücher. En su Entstehung der
Volkswirtschaft (Surgimiento de la economía nacional), el profesor Bücher
señala la importancia de una clasificación correcta de la historia económica en
épocas, para la comprensión de dicha historia. Pero, según su costumbre, no
aborda sencillamente la cuestión para no exponernos los resultados de sus
investigaciones racionales, sino que previamente nos prepara para una correcta
apreciación de su obra explayándose sobre las insuficiencias de todos sus antecesores.
“El primer problema [dice] que el economista tiene que plantearse si
pretende comprender la economía de un pueblo en una época remota, será este:
¿Su economía es una economía nacional; sus fenómenos son idénticos a los de
nuestra economía comercial de hoy, o son ambas esencialmente distintas? No
puede resolverse este problema sin renunciar a investigar los fenómenos
económicos del pasado con los mismos medios de análisis conceptual y de
deducción psicológica, que han dado resultados tan brillantes en manos de los
maestros de la antigua economía nacional “abstracta” para el estudio de la
economía del presente.”
“Es necesario reprochar a la escuela “histórica” moderna que traslade al
pasado sin el menor reparo las categorías habituales, abstraídas de los
fenómenos de la economía nacional moderna, o de haber dado tantas vueltas
alrededor de los conceptos correspondientes a la economía comercial que
finalmente, bien o mal, parecieron aplicables a todas las épocas económicas en
vez de penetrar la esencia de las épocas económicas pretéritas. En nada se nota
esto más nítidamente que en la forma como se caracterizan las diferencias entre
el tipo de economía actual de los pueblos cultos y la economía de épocas
pretéritas o de pueblos de pobre evolución cultural. Es lo que ocurre con el
planteamiento de los llamados niveles de desarrollo, denominación en la cual se
incluye según lugares comunes toda la marcha del desarrollo de la historia
económica... Todos los intentos anteriores de esa clase presentan el inconveniente
de no conducir a la esencia de las cosas, incapaces de penetrar la superficie.”
(Bücher, Entstehung der Volkwirtichaft, página 54)
Ahora bien, ¿qué clasificación de la historia económica propone el
profesor Bücher? Escuchemos.
“Si queremos concebir toda esta evolución desde un punto de vista único,
éste sólo puede ser un punto de vista que nos permita acceder a los fenómenos
esenciales de la economía nacional, pero que nos revela al mismo tiempo el
factor organizativo de los períodos económicos anteriores. No puede ser otro
que la relación entre la producción de los bienes con el consumo de los mismos
o, más precisamente, la longitud del trayecto que recorren los bienes del
productor al consumidor. Desde este ángulo llegamos a dividir toda la evolución
económica en tres etapas, al menos en el caso de los pueblos de Europa central
y occidental, donde ella puede seguirse con mayor precisión histórica.
1. La etapa de la economía
doméstica cerrada (producción sólo para sí, economía sin intercambio), en
la cual los bienes se consumen en la misma unidad donde han sido elaborados.
2. La etapa de la economía urbana
(producción para los clientes o nivel del intercambio simple), en la cual los
bienes pasan directamente de la unidad de producción a la de consumo.
3. Etapa de la economía nacional
(producción de mercancías, circulación de los bienes), en la cual los bienes
tienen que pasar generalmente por una serie de unidades antes de llegar a ser
utilizados.” (Bücher, obra citada, página 58).
Este esquema de la historia económica es interesante ante todo por lo que
no contiene. Para el profesor Bücher, la historia económica comienza con la
comunidad de marca de los pueblos civilizados europeos, es decir sólo con la
agricultura superior. Todo el lapso milenario de las relaciones de producción
primitivas que precedieron a la agricultura superior, etapa en la que se
encuentran aún numerosos pueblos, Bücher lo conceptúa como “no-economía”, como
el período de su famosa “búsqueda individual del alimento” y del “no-trabajo”.
Así el profesor Bücher inicia la historia económica con la forma postrera del
comunismo originario, en la que, con la vida sedentaria y la agricultura
superior, están ya en marcha los gérmenes de la inevitable descomposición y de
la transición a la desigualdad, la explotación y la sociedad de clases. Grosse
niega el comunismo en todo el período de desarrollo previo a la comunidad de
marca agrícola; Bücher, por su parte, elimina directamente ese período de la
historia económica.
La segunda etapa, la de la “economía urbana” cerrada es otro
descubrimiento trascendental que debemos, como diría Schurtz, a la “mirada
genial” de nuestro profesor de Leipzig. Si la “economía doméstica cerrada” de
una comunidad de marca, por ejemplo, se caracterizaba por abarcar un círculo de
personas que satisfacían todas sus necesidades económicas dentro de esta
economía doméstica debe señalarse que en la ciudad medieval de Europa central y
occidental (pues Bücher sólo incluye estas regiones en su “economía urbana”) ocurría
directamente lo contrario. En la ciudad medieval no existía ninguna “economía”
común sino (para expresamos en la jerga propia del profesor Bücher) tantas
“economías” como talleres y hogares de artesanos agremiados, cada una de las
cuales producía, vendía y consumía independientemente (si bien dentro de reglas
gremiales y municipales). Pero tampoco la ciudad corporativa medieval
constituía en Alemania o en Francia un espacio económico “cerrado”, puesto que
su existencia se apoyaba justamente en el intercambio recíproco con el campo
del que recibía alimentos y materias primas y para el cual elaboraba productos
industriales. Bücher inventa, alrededor de cada ciudad, una extensión de campo
cerrado que incluye en su “economía urbana”, reduciendo cómodamente el
intercambio entre ciudad y campo al intercambio con campesinos de las
inmediaciones. Las cortes de los ricos señores feudales, que eran los mejores
clientes del comercio urbano y que estaban, en parte, dispersos lejos de las
ciudades y, en parte, tenían su sede en algunas de ellas, en el caso de las
ciudades imperiales y episcopales son dejadas de lado completamente a pesar de
que constituían un espacio económico propio. Del mismo modo Bücher abstrae
totalmente el comercio exterior, que tenía una gran importancia para las
relaciones económicas medievales y particularmente para los destinos de las
ciudades. Pero el profesor Bücher no presta atención a lo verdaderamente
característico de las ciudades medievales: que eran núcleos de la producción
mercantil, que se había convertido allí por primera vez en la forma de
producción dominante. Bücher lo ignora. Al contrario, para él la producción
mercantil comienza justo en la etapa de la “economía nacional” (como es sabido, la economía burguesa
acostumbra a designar con esta ficción el sistema económico capitalista actual,
o sea una etapa de la vida económica que se caracteriza justamente por ser, no
producción mercantil simplemente, sino producción capitalista). Grosse denomina
la producción mercantil, sin más ni más, “industria”, mientras que el profesor
Bücher para probar la superioridad de un profesor de economía sobre un simple
sociólogo transforma sin más ni más la industria en “producción mercantil”.
Pasemos de estas cuestiones laterales a la cuestión fundamental. El
profesor Bücher establece como primera “etapa” de su historia económica la
“economía doméstica cerrada”. ¿Qué entiende por ello? Ya hemos mencionado que
este nivel comienza con la comunidad agrícola aldeana. Pero, fuera de la
primitiva comunidad de marca, el profesor Bücher incluye en la etapa de la
“economía doméstica cerrada” otras formas históricas, concretamente la antigua
economía esclavista de los griegos y romanos y el dominio servil del feudalismo
medieval. Toda la historia económica de la humanidad civilizada, desde la
oscura prehistoria, incluyendo la Antigüedad clásica, y todo el Medioevo, hasta
el umbral de la Modernidad, resulta englobada como una “etapa’” de la
producción a la que se le opone como segunda etapa la ciudad corporativa europea
medieval y, como tercera, la economía capitalista actual. De modo que, en la
historia económica del profesor Bücher, la comunidad aldeana comunista que
lleva adelante su tranquila existencia en cualquier parte de los valles
montañosos del Penjab en India, la economía doméstica de Pericles en la época
brillante del florecimiento de la cultura ateniense y el dominio feudal del
obispo de Bamberg en la Edad Media aparecen incluidos en la misma “etapa
económica”. Pero cualquier niño dotado de algunos superficiales conocimientos
procedentes de los libros escolares de historia tiene que captar que aquí se
han puesto en el mismo saco fenómenos que son fundamentalmente distintos. En
las comunidades agrarias comunistas, igualdad de la masa campesina en derechos y
posesiones; en las antiguas Grecia o Roma, así como en la Europa medieval
feudal, el más rígido desarrollo de clases sociales, hombres libres y esclavos,
privilegiados y masas privadas de todo derecho, señores y siervos, riqueza y
pobreza o miseria. Allí, obligación de trabajar para todos, aquí oposición
directa entre la masa subyugada de los trabajadores y la minoría dominante de
los ociosos. Y, a su vez, entre la economía esclavista antigua de los griegos o
romanos y la economía feudal medieval existía una diferencia tan grande que la
esclavitud antigua, en última instancia, produjo el ocaso de la cultura
greco-romana mientras que el feudalismo medieval engendró en su seno la
artesanía corporativa con el comercio urbano y, por esta vía, en última instancia
el capitalismo actual. De modo que quien agrupa bajo un mismo concepto, en un
mismo esquema, todas estas formas económicas y sociales y épocas históricas tan
enormemente distantes unas de otras tiene que aplicar a los períodos económicos
un criterio sumamente original. El propio profesor Bücher nos explica
amablemente qué patrón de medida utiliza para crear su noche de la “economía
doméstica cerrada” en la que todos los gatos son pardos, sacándonos con un
paréntesis de nuestra perplejidad conceptual. “Economía sin intercambio” es el
nombre de la primera etapa que se extiende desde el comienzo de la historia
escrita hasta la Modernidad y a continuación de la cual se colocan la ciudad
medieval como “etapa del intercambio directo” y el sistema económico actual
como “etapa de la circulación de los bienes”. Así pues, no intercambio,
intercambio simple o intercambio complejo (en términos más simples: ausencia de
comercio, comercio simple, comercio mundial desarrollado), he aquí el patrón de
medida que el profesor Bücher aplica a las épocas económicas. El problema
fundamental de la historia económica consiste en dilucidar si el comerciante ya
está, o aún no está en el mundo, si se confunde con el productor en una misma
persona o constituye una persona separada y distinta. Perdonemos al profesor,
por el momento, su “economía sin intercambio”; no es más que una quimera
profesoral que no se ha descubierto todavía en ningún rincón de la tierra y
que, aplicada a las antiguas Grecia o Roma, o a la Edad Media feudal a partir
del siglo X, constituye una fantasía histórica de una estupenda audacia. Tomar
como patrón de medida del desarrollo de la producción, no las relaciones de
producción, sino las relaciones de intercambio, considerar la figura del
comerciante el centro del sistema económico y la medida de todas las cosas allí
donde aún ni existe siquiera (¡esos son los brillantes resultados del “análisis
conceptual, de la deducción psicológica” y, ante todo, de la “penetración en la
esencia de las cosas”, desechando todo “quedarse-en-la-superficie”!) El viejo y
sencillo esquema de la “escuela histórica”, la clasificación de la historia
económica en tres épocas: la “economía natural, la economía monetaria y la
economía crediticia”, ¿no es mucho mejor y más próximo a la verdad que este
producto pretencioso del ingenio del profesor Bücher, que tuerce primero la
nariz ante todos los “intentos anteriores de este tipo” para, luego, tomar como
idea básica exactamente el mismo “quedarse en la superficie” del intercambio
desfigurándolo apenas mediante argumentos pedantes hasta hacer de él un esquema
totalmente errado?
No es por azar que la ciencia burguesa se “quede en la superficie” de la
historia económica. Entre los sabios burgueses, algunos como Friedrich List,
dividen la historia según la naturaleza exterior de las principales fuentes de
alimentación y distinguen las épocas de la caza, de la cría de ganados, de la
agricultura y de la industria (clasificaciones que no alcanzan siquiera para
una historia exterior de la cultura). Otros, como el profesor Hildebrand,
dividen la historia económica, según la forma exterior del intercambio, en
economías natural, monetaria y crediticia o, como Bücher, en economías sin
intercambio, de intercambio directo y de circulación mercantil. Otros, como
Grosse, toman la distribución de los bienes como punto de partida de su
caracterización de las formas económicas. En una palabra, los sabios de la
burguesía colocan en el primer plano de sus caracterizaciones históricas el
intercambio, la distribución, el consumo, todo, menos la forma social de la
producción, es decir aquello que, justamente, es decisivo en todas las épocas
históricas y de donde resultan el intercambio, la distribución y el consumo en
su particular configuración. ¿A qué se debe esto? A la misma razón que los
mueve a plantear la “economía nacional”, es decir el modo de producción
capitalista, como peldaño máximo y último de la historia de la humanidad, y a
negar el ulterior desarrollo de la economía mundial con sus tendencias
revolucionarias. La forma social de la producción, es decir la cuestión de la
relación de los trabajadores con los medios de producción, es el punto nodal de
toda época económica, pero es también el punto más sensible de toda sociedad de
clases, donde los medios de producción son ajenos a los trabajadores. De una u
otra forma es el fundamento común de esas sociedades puesto que constituye la
condición básica de toda explotación y dominación de clase. Apartar la atención
de este punto sensible para concentrarla en los aspectos exteriores y
secundarios no es, seguramente, la aspiración consciente del sabio burgués sino
la repugnancia instintiva de la clase que él representa intelectualmente a
probar el peligroso fruto del árbol del conocimiento. Un profesor absolutamente
moderno y afamado, como Bücher, demuestra este instinto de clase con “mirada
genial” cuando comprime alegremente en un extremo de su esquema extensos
períodos históricos como el comunismo originario, la esclavitud, la economía
servil con sus tipos fundamentalmente distintos de relaciones entre la fuerza
de trabajo y los medios de producción mientras se explaya en sutiles
distinciones concernientes a la historia de la industria, separando
pretenciosamente las “tareas domésticas”, el “trabajo asalariado”, el “trabajo
artesanal”, el “trabajo a domicilio”, etc. También los ideólogos de las masas
explotadas, los más antiguos defensores del socialismo, los primeros comunistas
erraban en las tinieblas, andaban en el aire con su prédica de la igualdad
entre los hombres, mientras dirigían sus acusaciones y su lucha
fundamentalmente contra la distribución injusta o (como algunos socialistas en
el siglo XIX) contra las formas modernas del intercambio. Sólo cuando los mejores dirigentes de la clase obrera comprendieron que
la distribución y el intercambio dependen de la organización de la producción,
y que en ésta, la relación de los
trabajadores con los medios de producción es decisiva, sólo entonces las
aspiraciones socialistas encontraron un fundamento científico firme. A
partir de esta concepción unificada, la posición científica del proletariado se
separa de la burguesía en la comprensión de la historia económica, así como se
había separado de ella en el terreno de la economía política. Así como
corresponde al interés de clase de la burguesía encubrir la cuestión central de
la historia económica en su movimiento histórico (la forma adoptada por las
relaciones entre la fuerza de trabajo y los medios de producción), el interés
del proletariado exige poner estas relaciones en primer plano, hacer de ellas
el patrón de medida de la estructura económica de la sociedad. Para los
trabajadores es necesario considerar los grandes virajes de la historia que
delimitan la sociedad comunista antigua de la sociedad de clases posterior, así
como las diferencias entre las diversas formas históricas de la propia sociedad
de clases. Sólo quien comprende claramente las particularidades económicas de
la sociedad comunista primitiva y las características de la economía esclavista
antigua y de la economía servil medieval, puede comprender sólidamente por qué
la sociedad capitalista ofrece por primera vez la posibilidad histórica de
realizar el socialismo y en qué consiste la diferencia fundamental entre la
economía mundial socialista del futuro y los grupos comunistas primitivos de la
prehistoria.
3.
Historia económica (II)………….. 80
Examinemos la organización interna de la comunidad de marca germánica que es la que ha sido mejor estudiada.
Los germanos se asentaban, como sabemos, por tribus y clanes. En el seno
de cada clan, cada padre de familia recibía un terreno para erigir su casa y el
corral. Luego, un trozo de terreno se consagraba al cultivo, y cada familia
recibía un lote. Según el testimonio de César, alrededor del comienzo de la era
cristiana, una tribu de alemanes (los suavos) cultivaba comunitariamente la
tierra sin distribuirla previamente entre las familias, pero la redistribución
anual de los lotes ya era una práctica corriente en la generalidad de los
pueblos, particularmente en tiempos del historiador romano Tácito, es decir en
el siglo II. En comarcas aisladas, como en la comunidad Frickhofen, en el
distrito de Nassau, aún en los siglos XVII y XVIII eran comunes las
redistribuciones anuales. En el siglo XIX todavía eran habituales en algunas
comunidades de Baviera y del Rin los sorteos de tierra de cultivo, aunque a
intervalos más largos: cada 3, 4, 9, 12, 14, 18 años. Estos campos se
convirtieron definitivamente en propiedad privada recién a mediados del siglo
pasado. También en algunas regiones de Escocia han existido redistribuciones de
campos hasta los tiempos más recientes. Originariamente, todos los lotes eran
exactamente iguales, y su extensión adaptada a las necesidades medias de una
familia, la fertilidad del suelo y la productividad del trabajo. Abarcaban,
según la calidad de la tierra, 15, 30, 40 o más yugadas según las diferentes
regiones. En la mayor parte de Europa los lotes pasaron a ser campos
hereditarios de las diversas familias a través de redistribuciones, cada vez
menos frecuentes y finalmente suprimidas, ya en los siglos V y VI. Pero esto
sólo afectó a los campos de cultivo. El resto de la superficie: bosques,
prados, aguas, así como los baldíos, quedaba como propiedad indivisa de la
marca. Con lo obtenido de los extensos bosques, por ejemplo, se hacía frente a
las necesidades colectivas y a las contribuciones públicas, y el resto se
dividía.
Los campos de pastoreo se usaban en común. Esta marca indivisa o dula se
mantuvo mucho tiempo y existe aún en los Alpes bávaros, tiroleses y suizos, en
Francia (en la Vendée), en Noruega y Suecia.
Para garantizar una igualdad total en la distribución de los campos de
labranza, se los dividía en zonas (llamadas Oesche o Gewanne) según su calidad
y su posición y luego se las seccionaba en tantas franjas estrechas como
miembros de la marca había con derecho. Si uno de ellos dudaba de haber
recibido un lote igual a los de otros, podía en cualquier momento exigir una
nueva medición de toda la tierra, y se castigaba a quien quisiera impedirlo.
Pero, incluso cuando las redistribuciones y sorteos periódicos cayeron
completamente en desuso, el trabajo de todos los miembros de la marca, aún en
los campos de cultivo, siguió siendo íntegramente comunitario y regido por
normas estrictas de la colectividad. En primer lugar, resultaba de ello para
todo poseedor de un trozo de la tierra de la marca la obligación de trabajar en
general. Luego, no bastaba estar domiciliado en la marca para ser un verdadero
miembro.
Para ello, era necesario habitar en la marca y cultivar por sí mismo su
tierra. Quien durante una serie de años no cultivaba su lote lo perdía sin más,
y la marca podía otorgarlo a otro para su cultivo. Además, el trabajo mismo se
hacía bajo la dirección de la comunidad. En los primeros tiempos después del
asentamiento de los alemanes, en el centro de la vida económica se encontraba
la cría de ganado, que se llevaba a cabo en los prados comunes, a cargo de
pastores comunales. Se utilizaban para el pastoreo también las tierras en barbecho,
así como los campos de labor después de la cosecha. De aquí resulta que las
épocas de la siembra y la cosecha, la rotación de los cultivos y el barbecho
para cada porción de territorio, se regulaban en común, y todos debían
someterse al ordenamiento general. Cada zona se encontraba rodeada por una
cerca, cerrada desde la siembra hasta la cosecha; la fecha de cierre y de
apertura de las zonas estaba determinada para toda la aldea. Cada zona se
encontraba al cuidado de un supervisor, investido como funcionario por la
marca, que debía aplicar el ordenamiento prescrito; el control de las zonas
tomó la forma de actos solemnes de toda la aldea a los que se llevaba también a
los niños y se les hacía fijar los límites en la memoria dándoles bofetadas
para que más tarde pudieran prestar testimonio.
La cría de ganado se llevaba a cabo en común; el pastoreo individual
estaba prohibido a los miembros de la marca. Todos los animales de la aldea se
distribuían en rebaños comunitarios según la especie, cada uno de ellos con sus
propios pastores de aldea y un animal-guía estaba también prescrito que los
rebaños tuvieran cascabeles. Igualmente, era común a todos los miembros el
derecho de caza y pesca en toda la superficie de la marca. Nadie estaba
autorizado para preparar trampas, ya fueran lazos u hoyos, sin poner en
conocimiento de ello a sus compañeros. Los metales y otros objetos que se
encontraban en la tierra a una profundidad mayor que la que alcanzaba la reja
del arado, pertenecían también a la colectividad y no al individuo que los
hallaba. Cada marca tenía que contar con los artesanos necesarios, aunque cada
familia campesina elaboraba por sí misma la mayor parte de los objetos de uso
diario. Se cocinaba y se elaboraba la bebida en casa, así como se hilaba y se
tejía. Pero tempranamente se habían especializado los artesanos que elaboraban
útiles de labranza. Así, en la marca forestal de Wolpe, en Baja Sajonia, los
miembros debían “tener en el bosque un hombre de cada oficio, para que pudiese
hacer con madera lo que urgiese”.
En todas partes se prescribía a los artesanos el tipo y la cantidad de
madera que podían usar, para conservar el bosque y fabricar solamente lo
necesario para los miembros de la marca. Los artesanos recibían de la marca lo
necesario para vivir y, por lo general, estaban en la misma situación que la
masa de los restantes campesinos; sin embargo no tenían plenitud de derechos en
la marca (en parte por ser gente errante, en parte, lo que en definitiva
equivale a lo anterior, porque no se dedicaban a la producción agraria, la cual
se encontraba entonces en el centro de la vida económica). La vida pública
giraba en torno de ella, así como los derechos y obligaciones de todos los
miembros de la marca. En virtud de ello, no cualquiera podía ingresar en la
comunidad. Para la admisión de extraños se requería la anuencia unánime de
todos los integrantes, y nadie podía ceder su lote sino a un miembro de la
comunidad, no a extraños, y ello sólo ante el tribunal de la marca.
A la cabeza de la marca se encontraba el alcalde de la aldea, llamado
“Dorfgraf” o “Schultheiss” o en otros sitios “Markmeister” o “Centener”. Era
elegido por los demás miembros de la comunidad. Esta designación no era sólo un honor, sino que entrañaba una
obligación para el elegido; si rechazaba su elección era castigado. Con el
tiempo, este cargo, en verdad, se haría hereditario en el seno de ciertas
familias, y entonces sólo faltaba un paso para que, en razón del poder y los
ingresos que confería, se tornase venal y, transferible perdiendo así, de forma
general, su carácter puramente democrático y electivo y transformándose en un instrumento de dominación sobre la comunidad.
Pero en la época de apogeo de la marca, el
jefe no era otra cosa que el ejecutor de la voluntad colectiva. Los asuntos
comunes eran objeto de decisión de la asamblea de todos los miembros de la
marca, allí se resolvían los diferendos y se imponían las penas. Todo el
ordenamiento de las tareas agrícolas, los caminos y las construcciones, los
cultivos, la policía del campo y de la aldea, se decidían por mayoría en la
asamblea, y a ésta se rendían también cuentas mediante los “libros de la
comuna”. La justicia era ejercida oral y públicamente por los miembros
presentes ante el jefe de la marca; sólo los miembros de la marca podían estar
presentes en el Tribunal, a los extraños se les vedaba el acceso. Los miembros
de la marca tenían la obligación de servirse mutuamente de testigos y prestarse
apoyo, así como, en general, tenían la obligación de ayudarse fiel y fraternalmente
en cualquier dificultad, incendio o ataque enemigo. En el ejército, los
miembros de una marca constituían una sección y combatían unos juntos a otros.
La marca entera respondía solidariamente por los crímenes o daños que ocurrían
dentro de ella o que cometía uno de sus miembros hacia afuera. Estaban
obligados a hospedar a los viajeros y a socorrer a los necesitados. Cada marca
constituía originariamente una comunidad religiosa y, desde la introducción del
cristianismo (que ocurrió muy tarde, sólo en el siglo IX entre algunos germanos
y entre los sajones), una congregación. Finalmente, la marca sostenía por lo
general un maestro para toda la juventud de la aldea.
Es imposible imaginarse algo a la vez más sencillo y más armónico que
este sistema económico de la antigua marca germánica. Todo el mecanismo de la
vida social aparece con absoluta claridad. Un plan estricto y una sólida
organización envuelven aquí la actividad de cada uno integrándolo en el
conjunto como una pieza. El punto de
partida y el fin de toda la organización son las necesidades directas de la
vida cotidiana y su satisfacción,
pareja para todos. Todos trabajan en
común para todos y deciden en común sobre todo. Pero, ¿de dónde proviene y
en qué se basa esta organización y el poder de la colectividad sobre los
individuos? No es otra cosa que el
comunismo en relación con el suelo, es decir la propiedad común del principal
medio de producción. Pero los rasgos
típicos de la organización económica del comunismo agrario se hacen visibles al
máximo si se los estudia comparativamente sobre una base internacional, para
concebirla como una fuerza mundial de la producción, en su multiplicidad y
flexibilidad históricas.
Pasemos al antiguo imperio inca en
Sudamérica. El territorio de este imperio, que abarca las actuales
repúblicas del Perú, Bolivia y Chile,
son un territorio de [3.364.600
quilómetros cuadrados] y una
población actual de 12 millones de habitantes era administrado, todavía en
la época de la conquista española efectuada por Pizarro del mismo modo que
durante los largos siglos anteriores. Ante todo encontramos allí idénticos
mecanismos que entre los antiguos germanos. Cada comunidad familiar, que es a
la vez una compañía de hombres aptos para prestar servicio militar, recibe
determinado territorio que le pertenece y que, curiosamente, tiene el mismo
nombre que entre los germanos: la marca.
Del territorio de la marca se separaba la tierra de labranza se la dividía en
lotes que se sorteaban anualmente entre las familias antes de la siembra. Las
dimensiones del lote dependían de las de la familia, es decir de sus
necesidades. El lote más grande lo recibía el jefe de aldea, cuyo cargo ya
había pasado de electivo a hereditario en tiempos de la formación del imperio
incaico, es decir alrededor de los siglos X y XI. En Perú septentrional no
cultivaba cada familia individualmente su parcela, sino que trabajaban en
grupos de diez bajo la dirección de un jefe (mecanismo que existía, según
señalan ciertos hechos, también entre los antiguos germanos). La cuadrilla de
diez cultivaba sucesivamente las parcelas de todos sus miembros, sin excluir a
los ausentes que estaban prestando el servicio de guerra o de tanda para los
incas. Cada familia recibía los frutos crecidos en su parcela. Sólo tenía
derecho a un lote de tierra quien habitaba en la marca y pertenecía al clan.
Todos estaban obligados a cultivar por sí mismos sus propias parcelas. Quien la
dejaba sin cultivar durante una serie de años (en México tres años) perdía su
derecho a ella. Las parcelas no se podían vender ni obsequiar. Estaba
rigurosamente prohibido abandonar la propia marca y establecerse en una marca
extraña, lo que se relacionaba con los fuertes lazos de sangre de los clanes
aldeanos. La agricultura en las comarcas costeras, donde sólo llueve a
intervalos periódicos, requirió siempre irrigación artificial por canales
construidos mediante el trabajo comunitario de toda la marca. Existían reglas
estrictas sobre el uso del agua y su distribución entre las diversas aldeas,
así como dentro de cada una de ellas. Cada aldea tenía también “campos de pobres”, que cultivaban todos
los miembros de la marca y cuyas cosechas distribuían los jefes de aldea entre
los ancianos, las viudas y demás necesitados. Todo el resto del territorio,
fuera de los campos de labranza, constituía la marcapacha (territorio comunal).
En la parte montañosa del país, donde la agricultura no prosperaba, una modesta
ganadería, casi únicamente de llamas, era el fundamento de la existencia de los
habitantes que, de tanto en tanto, llevaban al valle su producto principal (la
lana) para cambiarlo a los agricultores por maíz, pimientos y frijoles. Allí,
en la montaña, en los tiempos de la conquista, ya había rebaños privados y
significativas diferencias de fortuna. Un miembro ordinario de la marca poseía
de 3 a 10 llamas, mientras que un cacique principal podía poseer de 50 a 100 de
ellas. El suelo, los bosques y los pastos constituían también allí propiedad
común y, fuera de los rebaños privados, había rebaños de aldea, que no podían
dividirse. En ciertas épocas se sacrificaba una parte de los rebaños comunes y
se distribuían entre las familias la carne y la lana. No había artesanos
especialistas, cada familia fabricaba en el hogar todo lo necesario, pero había
aldeas que resultaban particularmente hábiles en alguna actividad: textil,
alfarería o el trabajo de los metales. A la cabeza de cada aldea se encontraban
jefes inicialmente electivos, luego hereditarios, que supervisaban los
cultivos, pero el jefe, en toda circunstancia de importancia mayor, celebraba
reunión con la asamblea de los mayores de edad que convocaba mediante una
trompeta de concha.
Hasta aquí, la comunidad de marca peruana antigua aparece como copia fiel
de la germánica en todos sus rasgos esenciales. Pero aquellos aspectos que
difieren de la imagen típica que nosotros conocemos, nos permiten penetrar
mejor la naturaleza de ese sistema social. Lo específico del antiguo imperio
incaico es que se trataba de una región conquistada, en la que se había
establecido una dominación extranjera. Los conquistadores, los incas,
pertenecían por cierto, también a las tribus indias, pero sometieron a las
pacíficas y sedentarias tribus quechuas precisamente gracias al aislamiento en
el cual éstas vivían en sus aldeas, ocupándose sólo de sí mismas, sin lazos que
abarcasen territorio mayor, sin interés por nada de lo que se encontrase o
pudiese ocurrir fuera de los límites de la marca. Esta organización social,
particularmente en el grado máximo, que había facilitado tanto a los incas su
campaña de conquista, quedó en general intacta. Pero los incas montaron sobre
ella un refinado sistema de explotación económica y de dominación política.
Cada marca conquistada tenía que separar algunos terrenos como “campos del
inca” y “campos del Sol” que, ciertamente, seguían perteneciéndole, pero cuyo
producto se entregaba en especie a la tribu dominante de los incas así como a
su casta sacerdotal. Igualmente, las marcas montañesas criadoras de ganados
tenían que marcar una parte de los rebaños como “rebaños del señor” y
reservados para el soberano. El apacentamiento de estos rebaños, así como la
labranza de los campos del inca y de los sacerdotes, era una obligación de toda
la comunidad. Luego, estaban también las tandas para el laboreo de las minas y
las obras públicas, las obras de caminos y puentes cuya dirección ejercían los
gobernantes, un servicio militar estrictamente disciplinado, y finalmente un
tributo expresado en muchachas jóvenes que los incas utilizaban en parte como
víctimas para fines de culto, y en parte como concubinas… Este sólido sistema
de explotación, sin embargo, dejó en su antiguo estado la vida interna de la
marca, así como sus mecanismos comunistas democráticos. Las propias tandas y
gabelas se soportaban como cargas comunes de las marcas a la manera comunista.
Pero lo notable es que la organización aldeana comunista no resultó
simplemente, como ya había ocurrido tantas veces en la historia, base sólida y
resistente para un sistema secular de explotación y servidumbre, sino que este
sistema a su vez estaba organizado también de modo comunista. Los incas,
quienes se habían instalado cómodamente sobre las espaldas de las tribus
peruanas conquistadas, vivían ellos mismos de acuerdo a relaciones de linaje y
en comunidad de marca. Su capital, la ciudad del Cuzco no era otra cosa que la
reunión de una docena y media de viviendas masivas cada una de las cuales
servía de alojamiento a todo un clan con un cementerio común en su interior y,
en consecuencia, también un culto común. Alrededor de estas grandes casas de
los clanes se extendían los terrenos de marca de los clanes incaicos, con
bosques y pastizales indivisos y campos de cultivo parcelados que, igualmente,
eran trabajados comunitariamente. Es decir que, como pueblo primitivo que eran,
estos explotadores y dominadores no habían renunciado aún al trabajo, y
utilizaban su posición de dominación sólo para vivir mejor que sus dominados y
aportar al culto que practicaban víctimas más abundantes. El arte moderno de
hacerse nutrir exclusivamente por el trabajo ajeno y hacer del ocio propio,
atributo de la dominación, aún era extraño a la esencia de esta organización
social en la que la propiedad común y la obligación general de trabajar
constituían costumbres populares profundamente arraigadas. El ejercicio de la
dominación política también fue organizado como función común de las familias
incaicas. Los administradores incas instalados en las provincias del Perú, cuyo
cargo los asemejaba a los residentes holandeses del archipiélago malayo, eran
tratados como delegados de sus clanes en Cuzco, donde retenían su domicilio en
las viviendas colectivas, y participaban de la vida de su propia comunidad.
Anualmente, estos delegados volvían a Cuzco para la fiesta del verano a rendir
cuentas de su administración y a celebrar la gran fiesta religiosa con los
demás miembros de sus tribus.
De modo que tenemos ante nosotros, en cierta medida, dos clases sociales
superpuestas que, organizadas de modo comunista ambas en su interior, se
encontraban, una con respecto a la otra, en una relación de explotación y
servidumbre. Este fenómeno puede parecer inconcebible a primera vista por
encontrarse en la más tajante contradicción con los principios de igualdad,
fraternidad y, democracia que servían de base a la comunidad de marca. Pero
justamente en esto tenemos una elocuente prueba de lo poco que tenían que ver,
en la realidad los mecanismos comunistas originarios con los principios de
igualdad y libertad generales de los hombres. Estos “principios”, al menos en su
vigencia general extendida por los países “civilizados”, es decir por los
países de cultura capitalista, referidos al “hombre” abstracto o sea a todos
los hombres, son sólo un producto tardío de la sociedad burguesa moderna, cuyas
revoluciones (en América y en Francia) los proclamaron por primera vez. La
sociedad comunista originaria no conocía principio alguno generalizado a todos
los hombres; su igualdad y solidaridad surgía de las tradiciones de los
vínculos sanguíneos comunes y de la propiedad común de los medios de
producción. Hasta donde alcanzaban estos vínculos de sangre y esta propiedad,
alcanzaban también la igualdad de derechos y la solidaridad de los intereses.
Lo que se salía de estos límites (que no iban más allá del espacio comprendido
entre las cuatro estacas de la aldea o cuanto más al territorio de una tribu),
era extraño y podía, por tanto, también ser hostil. Las comunidades, basadas
interiormente en la solidaridad económica, mientras escalaban aquel antiguo
peldaño del desarrollo de la producción y debido a la aridez o agotamiento de
las fuentes de alimento, con una población creciente, podían y tenían que verse
llevadas periódicamente a entrar en mortales conflictos de intereses con otras
comunidades del mismo tipo; conflictos en los cuales, la lucha bestial que es
la guerra, tenía que decidir; y el desenlace de ésta era el exterminio de una
de las partes en la lucha o, mucho más a menudo, el establecimiento de una
relación de explotación. El fundamento del comunismo originario no era el renunciamiento
en aras de principios abstractos de igualdad y libertad, sino la férrea
necesidad del desarrollo primitivo de la cultura humana; era el desamparo de
los hombres, frente a la naturaleza exterior, lo que les imponía vivir juntos
en unidades mayores y trabajar mancomunadamente según un plan, en la lucha por
la existencia. Era su limitado grado de dominio sobre la naturaleza lo que
restringía el plan común y el procedimiento comunitario en el trabajo al ámbito
reducido de los prados naturales o de los campos alrededor de las aldeas, y los
hacía completamente inadecuados para una acción común en escala mayor. El
primitivo estado en que se encontraba la agricultura no permitía entonces
cultivos mayores que los de una marca aldeana y, con ello, fijaba límites muy
estrechos a la solidaridad de intereses. Y era, finalmente, la propia
insuficiencia del desarrollo de la productividad del trabajo la que, a la vez,
traía aparejada la periódica contradicción de intereses entre las diferentes
unidades sociales y, con ello, planteaba la fuerza bruta como único medio de
resolver esta contradicción. Así es como se hacía la guerra como método
permanente de resolución de conflictos de intereses entre comunidades sociales,
método que había de reinar hasta que el máximo desarrollo de la productividad
del trabajo, es decir la dominación plena de la naturaleza por los hombres,
ponga punto final a sus contradicciones de intereses materiales. Pero, si el
choque entre comunidades comunistas primitivas era un fenómeno permanente, el
desarrollo alcanzado en esa época por la productividad del trabajo determinaba
el resultado. Cuando se trataba del conflicto entre dos pueblos nómadas
criadores de ganado que se habían trabado en lucha por campos de pastoreo, sólo
la violencia pura y simple podía determinar quiénes quedarían allí como amos y
quiénes habrían de ser expulsados a inhóspitas y áridas comarcas, o bien
simplemente exterminados. Pero allí donde la agricultura había prosperado hasta
poder alimentar bien y en forma permanente a la población sin requerir toda la
fuerza de trabajo y toda la duración de la vida, allí estaba dada al mismo
tiempo la base necesaria para una explotación sistemática de estos agricultores
por parte de conquistadores extranjeros. Y así es como vemos surgir tales
relaciones en Perú, donde una comunidad comunista se establece como explotadora
de otra. Esta estructura peculiar del imperio inca es importante porque nos
ofrece la clave para comprender toda una serie de formas similares que existen
en la Antigüedad clásica, concretamente en el umbral de la historia griega. Si,
por ejemplo, la historia escrita nos da la breve información de que en la isla
de Creta dominada por los dorios, los sometidos tenían que entregar a la
comunidad global todo el producto rendido por sus campos de labranza (deducida
la manutención precisa para ellos y sus familias) con el cual se afrontaba el
costo de las comidas que los libres (es decir, los dominadores dorios)
celebraban en común; o que en Esparta, también una comunidad doria, había
“esclavos del estado” o ilotas que el estado cedía a individuos para que
cultivaran sus campos, estas relaciones resultan inicialmente un enigma. Y un
sabio burgués como, por ejemplo, el profesor de Heidelberg, Max Weber, plantea
las hipótesis más extrañas, desde el ángulo de las relaciones y los conceptos
actuales, para explicar estas curiosidades de la histona. “Allí [en Esparta],
la población sojuzgada recibe el trato de esclavos del estado sus
contribuciones en especie solventan la manutención de los guerreros, en parte
en común, y en parte de modo que cada individuo depende del producto de cierto
trozo de tierra trabajada por esclavos que le pertenece en diverso grado, y más
tarde cada vez más hereditariamente. Reasignaciones y nuevas distribuciones de
estos lotes eran practicables también ya en tiempos históricos, y parecen
haberse producido. Naturalmente, no se trata de redistribuciones de campos
(“naturalmente” un profesor burgués no puede conceder que tal cosa ocurra,
mientras le sea dado negarlo), en cierto modo redistribuciones de un fondo de
renta. Criterios militares, especialmente una política militar de poblamiento,
deciden sobre todos los detalles… El carácter feudal urbano de esta política se
manifiesta en forma característica en el hecho de que, en Cortyna, los campos
dotados de siervos de un hombre libre son objeto de aquel privilegio
militarista: constituyen el klaros, ligado al interés de la sustentación de la
familia guerrera. (Traducido, de la lengua profesoral, a un lenguaje claro: los
lotes de tierra de labor son propiedad de toda la comunidad, no pueden por
tanto venderse y tampoco ser divididos a la muerte de su propietario, lo que el
profesor Weber conceptúa en otro pasaje como una sabia disposición “para
dificultar la dispersión de los patrimonios” y “para el mantenimiento del
destino de clase de los guerreros”.) La organización culmina en la institución
de la mesa común de los guerreros, al modo de un casilla de oficiales, las
“sisitias”, y la instrucción en común de los niños, como cadetes, por parte del
estado para hacer guerreros de ellos.” (Handwörterbücher der Staatswissenschaften, tomo I, Agrarverhältnisse im
Altertum, 2ª edición, página 69). Con lo que los griegos de los
tiempos heroicos, de Héctor y Aquiles, quedan transformados en fideicomisos
prusianos y en casinos de oficiales con sus orgías y banquetes “de clase”; y
los florecientes jóvenes y muchachas desnudos de Esparta, que recibían
instrucción popular común, se transforman en pensionistas de un colegio de
cadetes de Gross-Lichterfelde junto a Berlín, semejante a un presidio.
Para quien conoce la estructura interna del imperio incaico, las
relaciones arriba expuestas no presentan dificultades. Son, sin lugar a dudas,
el producto de la existencia de deformaciones sociales comunistas, de las
cuales una es una sociedad agraria explotada por la otra. Hasta qué punto se ha
mantenido el fundamento comunista en los usos de los dominadores así como en la
situación de los sojuzgados, depende del grado de desarrollo, de la duración,
de las circunstancias en que se desarrolla este proceso, todo lo cual puede
presentar toda una gama de gradaciones. El imperio incaico, en el que los
dominadores trabajan aún, y donde la propiedad del suelo del sojuzgado está aún
intacta en conjunto y cada clase social está todavía organizada en sí de modo
cerrado, puede ser considerado perfectamente como la forma más originaria de
relaciones de explotación de tal especie que, gracias al grado de desarrollo
relativamente primitivo de la cultura y al aislamiento del país, pudieron
conservarse durante siglos. Muestran un estadio más avanzado los datos
referentes a Creta, donde la comunidad campesina sojuzgada tenía que entregar
todo el producto de su trabajo menos lo necesario para su manutención y donde,
en consecuencia, la comunidad dominante no se sustentaba por su propio trabajo
en los campos, sino por los impuestos de la comunidad de marca explotada, pero
todavía los consumía internamente de modo comunista. En Esparta encontramos (un
paso más allá en la evolución) que el suelo no es ya propiedad de la comunidad
sojuzgada sino propiedad de la comunidad dominante, y es redistribuido y
sorteado a la manera de la comunidad de marca entre los miembros de ésta. La
organización social de los sojuzgados ha sido rota por la pérdida de su base,
del derecho de propiedad sobre el suelo; son ellos mismos propiedad de la
comunidad dominante, la cual los entrega como fuerza de trabajo a los diversos
miembros de la marca, junto con los campos de labranza, de manera comunista,
“por medio del estado”. Los espartanos dominantes viven ellos mismos todavía
enmarcados en relaciones estrictas de comunidad de marca. Y relaciones
semejantes tienen que haber tenido vigencia, con diferencia de matices, en
Tesalia, donde los anteriores habitantes, los penestas “gente pobre”, fueron
sometidos por los eolios; también en Bitinia, donde los maroandinos fueron
puestos en condición semejante, por tribus tracias. Pero la existencia
parasitaria lleva inevitablemente a la introducción del germen de la disolución
también en la comunidad dominante. Ya la conquista y la necesidad de afianzar
la explotación como mecanismo permanente, lleva a un fuerte desarrollo de la
actividad guerrera, cosa que vemos tanto en el estado incaico como en el
espartano. Con esto quedan puestos los primeros cimientos para la desigualdad,
para el desarrollo de clases privilegiadas, en el seno de la masa campesina
originariamente igual y libre. Ya no faltaban más que circunstancias
geográficas e histórico-culturales propicias que, por el choque con pueblos más
civilizados despiertan necesidades más refinadas y un intercambio más animado,
para que la desigualdad progresase rápidamente también entre los dominadores,
debilitase la solidaridad comunista e introdujese la propiedad privada con su
división en ricos y pobres. Sigue siendo un ejemplo clásico de este proceso los
comienzos de la historia del mundo griego, después de su choque con los pueblos
de antigua cultura del Oriente. En consecuencia, el resultado del sojuzgamiento
de una sociedad comunista originaria por otra es, tarde o temprano, siempre el
mismo: la quiebra de los lazos sociales comunistas tradicionales tanto entre
los dominadores como entre los dominados y el nacimiento de una formación
social completamente nueva en la que la propiedad privada, con la desigualdad y
la explotación creándose mutuamente, llegan al mundo simultáneamente. Y así es
cómo la historia de la antigua comunidad de marca, en la Antigüedad clásica,
desemboca por un lado, en el antagonismo entre una masa de pequeños campesinos
endeudados y la nobleza que se ha apropiado del servicio de las armas, de los
cargos públicos, del comercio y de las tierras comunitarias indivisas como gran
propiedad raíz; y, por otro lado, en el antagonismo entre el conjunto de esta
sociedad de hombres libres y los explotados esclavos. Desde aquellas formas
múltiples de la explotación, de hombres sojuzgados en la guerra por una
comunidad, sólo faltaba un paso para la introducción de esclavos obtenidos por
compra de los individuos. Este paso fue acelerado en Grecia por el tráfico
marítimo y el comercio internacional con las consecuencias que tuvieron en los
estados de la costa y de las islas. También Ciccotti distingue dos tipos de
esclavitud: “La forma más antigua, significativa y difundida de avasallamiento
económico [dice] que encontramos en el umbral de la historia griega, no es la
esclavitud sino una forma de servidumbre, que casi preferiría llamar vasallaje.”
Observaba Teopompos: “Después de los tesalios y lacedemonios, fueron los
quiotas (habitantes de la isla de Quío, en Asia Menor) los primeros entre los
helenos en utilizar esclavos, pero no los adquirían en la misma forma que
aquéllos... Puede verse que los lacedemonios y tesalios compusieron su clase de
esclavos con helenos que habían habitado antes que ellos la tierra que hoy
poseen, forzando a servirles a los equeos, tesalios, perrebes y magnetos,
llamando a los sojuzgados ilotas y penestas. Los quiotas, en cambio, se
procuraban bárbaros (nogriegos) como esclavos y pagaban un precio por ellos.”
“Y la base de esta diferencia [agrega Ciccottí con razón] residía en los
distintos grados de desarrollo de los pueblos del continente por un lado y de los
pueblos de las islas por el otro. La falta absoluta o la insignificancia de la
riqueza acumulada, así como el escaso desarrollo del tráfico comercial,
excluían en un país una producción directa y creciente de los propietarios así
como la utilización directa de esclavos, llevando en vez de ellos a la forma
más rudimentaria del tributo, a una división del trabajo y a una formación de
clases tal, que hizo de la clase dominante un ejército en armas y de la
dominada una clase de agricultores.” (Ciccotti, Untergang der Sklaverei im
Altertum, páginas 37 y 38)
La organización interna del estado incaico peruano nos ha descubierto un
importante aspecto en el carácter de la sociedad primitiva y, al mismo tiempo,
nos ha revelado una de las formas de su declinación. Se nos presentará otro
viraje en los destinos de esta forma de sociedad al recorrer el próximo
capítulo de la historia de los indios del Perú, y de otras colonias españolas
de América. Aquí nos encontramos con un método de conquista completamente
nuevo, y desconocido para la dominación incaica. La dominación de los españoles, de los primeros europeos en el Nuevo
Mundo, comenzó directamente diezmando de forma inmisericorde a la población
sojuzgada. Según algunos testimonios de los propios españoles, el número de
indios exterminados por ellos en pocos años después del descubrimiento de
América alcanza a 12 o 15 millones. “Nos encontramos autorizados a sostener [dice Las Casas] [y aquí] que los españoles, con su monstruoso e
inhumano proceder, han aniquilado a 12 millones de personas, entre ellas
mujeres y niños; en mi opinión personal [dice más adelante] el número de
indígenas a quienes se quitó la vida en esos tiempos supera incluso los 15
millones.” (Brevisima relación de la destinación de los incas, Sevilla 1552,
citado por Kovalevski) “En la isla de Haití [dice Handelmann] el número de
indígenas encontrados por los españoles se elevaba a un millón, y en 1508 quedaban sólo 60.000 y nueve años más tarde sólo 14.000; de tal modo que los
españoles, para tener el número necesario de brazos para el trabajo, tuvieron
que echar mano de la introducción de indios desde islas cercanas. En 1508
solamente fueron transportados a la isla de Haití, y convertidos en esclavos, 40.000 indígenas de las islas Bahamas.”
(Heinrich Handelmann, Geschidite der Insel Haiti, Kiel 1856, página 6) Los
españoles practicaron la caza sistemática de indios, lo que nos queda descrito
por un testigo ocular y participante, el italiano Girolamo Benzoni. “En parte
por falta de alimento y en parte de pena por haber sido separados de sus
padres, madres e hijos [dice Benzoni después de una cacería de ese tipo
realizada en la isla de Kumagna, en la que se habían capturado 4.000 indios], la mayor parte de los
esclavizados aborígenes habían muerto en viaje hacia el puerto de Kumani. Cada
vez que algunos de los esclavos se encontraban imposibilitados por la fatiga de
marchar tan rápidamente como sus compañeros, los españoles los ensartaban en
sus puñales por detrás, asesinándolos inhumanamente, por miedo a que se
quedasen atrás y pudiesen atacarlos por la espalda. Era un espectáculo que
partía el corazón el de estos desdichados seres, completamente desnudos,
extenuados, heridos y tan agotados de hambre, que apenas podían tenerse en pie.
Llevaban cadenas de hierro en el pescuezo, las manos y los pies. No había una
sola muchacha entre ellos que no hubiese sido violada por aquellos bandidos
(españoles) quienes, en esta circunstancia, se entregaron a un libertinaje tan
asqueante que muchas de ellas quedaron para siempre completamente corroídas por
la sífilis... Todos los aborígenes esclavizados son marcados con un hierro al
rojo. Los capitanes separan una parte de ellos para sí, repartiendo a los demás
entre los soldados. Estos se los disputan entre sí en el juego o los venden a
los colonos españoles. Los comerciantes que han adquirido esta mercancía a
cambio de vino, harina, azúcar y otros artículos de necesidad cotidiana,
transportan a los esclavos a las partes de las colonias españolas donde existe
la mayor demanda de ellos. Durante el traslado perece una parte de estos
desdichados a consecuencia de la falta de agua y del aire corrompido de las
bodegas, dado que los mercaderes amontonan a todos los esclavos en el fondo de
los buques sin dejarles sitio suficiente para que se sienten ni para que puedan
respirar.” (Storia
del Mundo Nuovo di Girolamo Benzoni, Venecia 1565, citada
por Kovalevski, página 51). Pero, para ahorrarse inclusive la fatiga de la caza
de los indios y los costos de su adquisición por compra, los españoles
introdujeron en sus posesiones de las Indias occidentales y en el continente
americano el sistema de los llamados repartimientos, es decir de la división
del territorio. Todas las tierras conquistadas fueron divididas por los
gobernadores en partes cuyos jefes de aldea, “caciques”, estaban sencillamente
obligados a entregar a los españoles, como esclavos, el número de indígenas que
éstos exigían. Cada colono español recibía periódicamente del gobernador un
número dado de esclavos bajo la condición “de cuidar de su conversión al
cristianismo”. (Charleroix, Histoire de l’Isle Espagnole ou de St. Dominique,
París 1730, I 228, citada por Kovalevski, página 50). Los malos tratos a los
que los colonos sometían a los esclavos iban más allá de todo lo concebible.
Hasta cuando los mataban, esto constituía una liberación para los indios. “Los
españoles [dice un contemporáneo] fuerzan a todos los indígenas por ellos
capturados a cumplir labores fatigosas y extenuantes en las minas, lejos de su
patria y familia y bajo la amenaza de permanentes castigos corporales. No hay
que extrañarse de que miles de esclavos, que no ven ninguna otra posibilidad de
escapar a su sombrío destino, no sólo pongan fin violentamente a la propia
vida, ahorcándose, ahogándose o de otro modo, sino que además matan a sus
mujeres e hijos para poner término de una vez a su común situación de desdicha
y desesperanza. Por otro lado las mujeres buscan refugio en el seno de sus
madres para abortar a sus hijos, o rehuyen el comercio carnal con los hombres,
ya que no quieren dar a luz esclavos.” (Acosta, Historia
natural y moral de las Indias, citada por Kovalevski, página 52)
José de Acosta. Historia natural y moral de las Indias
Finalmente los colonos lograron, por intermedio del confesor del
emperador, el devoto Padre García
de Loyosa, obtener del Habsburgo Carlos V un decreto que declaraba sumariamente a
los indios esclavos hereditarios de los colonos españoles. Es cierto que
Benzoni piensa que el decreto se refería solamente a los caníbales caribes,
pero fue interpretado y aplicado a todos los indios en general. Para justificar
su atrocidad, los colonizadores españoles difundieron planificadamente los
mayores horrores sobre la antropofagia y demás vicios de los indios, de tal
modo que, por ejemplo, un historiador francés contemporáneo. Marlyde Chatel;
pudo escribir sobre ellos en su Historia general de las Indias occidentales
(Paris 1569) lo siguiente: “Dios los ha castigado con la esclavitud por su
malicia y sus vicios, pues el propio Cam no pecó contra su padre Noé en el
mismo grado que los indios contra Dios nuestro Señor.” Y sin embargo, alrededor
de la misma época, escribió un español, Acosta, en su Historia natural y
moral de las Indias (Barcelona, 1591), refiriéndose a los mismos
indios, que eran un “Pueblo bondadoso, siempre dispuesto a hacer un favor a los
europeos, un pueblo de conducta tan inocente y sincera que unas gentes que no
se incontrasen privadas de todas las cualidades de la naturaleza humana no
podrían en absoluto tratarles de otro modo que con ternura y amor”.
Es claro que hubo también intentos de oponerse a los horrores que se
cometían. En 1531 el Papa
Pablo III emitió una bula en la cual declaraba a los indios pertenecientes a la
especie humana, y, en virtud de ello, libres de esclavitud. También el Consejo
Imperial Español para las Indias occidentales se pronunció más tarde contra la
esclavitud, con lo cual los reiterados decretos ponen de manifiesto más bien el
fracaso que la sinceridad de estos esfuerzos.
Lo que liberó a los indios de la esclavitud no fue ni la devota acción
del clero católico ni las protestas de los reyes españoles; sino el simple
hecho de que los indios, por su constitución física y espiritual, no eran aptos
en absoluto para el duro trabajo de la esclavitud. Frente a esta descarnada
imposibilidad fueron inútiles, a la larga, las mayores crueldades de los
españoles; las indios caían como moscas en la esclavitud, huían o se
suicidaban; en, pocas palabras el negocio se hizo antieconómico en grado sumo y
justo nada más suspenderse los infructuosos experimentos que se realizaban con
los indios el ardoroso e infatigable defensor de éstos, el obispo Las Casas,
concibió la idea de importar en lugar de los endebles indígenas, negros más
robustos de África. Este descubrimiento práctico tuvo efectos más rápidos y
enérgicos que todos los panfletos de Las Casas sobre las crueldades de los
españoles. Los indios se vieron liberados de la esclavitud al cabo de algunas
décadas y empezó la esclavitud de los negros, que había de durar cuatro siglos.
A fines del siglo XVIII un honesto alemán, el “buen viejo Nettelbeck”, de
Kalberg, capitán de un barco, llevó de Guinea a la Guayana en Sudamérica, donde
otros “buenos prusianos” explotaban plantaciones, centenares de esclavos negros
que había obtenido en África por vía de intercambio, junto con otras
mercancías, y que mantenía amontonados en el fondo del buque exactamente como
los capitanes españoles del siglo XVI. El progreso de la humanitaria época de
la Ilustración se manifestaba en que Nettelbeck, para evitar que cundieran
entre ellos la melancalía y la muerte, hacía bailar todas las naches a sus
esclavos sobre cubierta entre música y chasquidos del látigo, lo cual no se les
había ocurrido, en su época, a los toscos tratantes españoles. Y a fines del
siglo XIX, en 1871, el noble David Livingstone, quien había pasado en África 30
años para encontrar las fuentes del Nilo, escribía en su famosa carta al
norteamericano Gordon Bennett: “Si mis descubrimientos sobre las relaciones
reinantes en Udjidji pusieran término a la espantosa trata de esclavos en
África oriental, yo apreciaría este logro más que los descubrimientos de todas
las fuentes del Nilo juntas. En su país la esclavitud ha quedado completamente
abolida; tiéndanos su poderosa y generosa mano para lograrlo nosotros también.
Este hermoso país está como afectado por una plaga o por la maldición del
Altísimo…”
Por lo demás, la suerte de los indios no quedó tadavía globalmente
mejorada par esta peripecia. Solamente se había entronizado otro sistema de colonización
en lugar del anterior. En vez de los repartimientos que estaban dirigidos a la
esclavitud directa de la población, se introdujeron las llamadas encomiendas.
Con ello se reconocía a los aborígenes, formalmente, su libertad personal y la
plena propiedad de la tierra. Sólo que los territorios fueron puestos baja la
dirección administrativa de los colonizadores españoles, ante todo de los
descendientes de los primeros conquistadores, quienes en su carácter de
encomenderos debían ejercer tutela sobre los indios, declarados incapaces, y
difundir entre ellos el cristianismo. Para cubrir los costos de la construcción
de iglesias para los indígenas así como en carácter de indemnización por sus
propios desvelos en el ejercicio de la tutela, los encomenderos recibían
legalmente el derecho de exigir de la población “cuantiosos impuestos en moneda
y en especie”. Estas disposiciones bastaron para convertir prontamente las
encomiendas en un infierno para los indios. Se les dejaba su tierra, como
propiedad indivisa de las tribus. Por tal tierra los españoles entendían, o
querían entender, solamente, la tierra de cultivo que se encontraba bajo el
arado. Las tierras no utilizadas, e incluso las fajas dejadas en barbecho fueron
arrebatadas por los españoles que las consideraban “tierra baldía”. Y ello con
tanta meticulosidad y desvergüenza que Zurita escribe al respecto: “No hay una
parcela de tierra ni una granja que no haya sido declarada propiedad de los
europeos sin ninguna preocupación por el menoscabo que ello entraña para los
derechos de propiedad de los indígenas quienes, de este modo, se ven forzados a
abandonar los terrenos que venían habitando desde tiempos remotos. No es raro
que se les tomen tierras cultivadas con el pretexto de que las habrían sembrado
con la finalidad de dificultar la apropiación de ellas por los europeos.
Gracias a este sistema, los españoles han extendído tanto sus propiedades en
algunas provincias que ya no queda a los aborígenes tierra alguna para
cultivar.” (Zurita, páginas 57-79; Kovalevski, 62). Al mismo tiempo los
encomenderos españoles aumentaron tan desvergonzadamente los “cuantiosos”
tributos, que los indios quedaron aplastados por su peso. “Todo lo que poseen
los indios [dice el mismo Zurita] no alcanza para hacer frente a los impuestos
con que se les ha agravado. Se encuentran, entre los indios, muchos cuya
fortuna no alcanza siquiera a un peso, y que viven de su trabajo asalariado
cotidiano; de este modo, no les quedan a los infelices siquiera medios
suficientes para mantener a su familia. Esta es la causa de que tantas personas
jóvenes prefieran el comercio carnal ilegítimo al legítimo, especialmente
cuando sus padres no disponen siquiera de cuatro o cinco reales. Los indios
difícilmente pueden permitirse el lujo de un vestido; muchos que no tienen
medios para comprarse una prenda de ropa no pueden permitirse asistir al
servicio divino. No es extraño que la mayoría de ellos caiga en la
desesperación puesto que no encuentran medio de proporcionar a su familia el
alimento necesario... En mis primeros viajes llegué a saber que muchos indios
se habían ahorcado de desesperación después de explicar a sus mujeres e hijos
que lo hacían en vista de la imposibilidad de pagar los impuestos que se les
exigían.” (Zurita, página 329; Kovalevski, página 63)
Finalmente, para complementar el saqueo del país y la presión de los
tributos, llegó el trabajo forzado. A comienzos del siglo XVII los españoles
vuelven abiertamente al sistema formalmente abandonado en el siglo XVI.
Ciertamente, la esclavitud para los indios ha quedado abolida, pero ocupa su
lugar un sistema peculiar de trabajo asalariado forzoso que, en su esencia, no
se diferencia casi en nada de aquélla. Ya a mediados del siglo XVI Zurita nos
pinta del siguiente modo la situación de los trabajadores asalariados indios al
servicio de los españoles: “En todo este tiempo, los indios no reciben otro
alimento que panes de maíz… El encomendero le hace trabajar de la mañana a la
noche, dejándoles desnudos en las heladas matinal y vespertina, bajo tormentas
y tempestades sin proporcionarles otra comida que panes medio podridos… Los
indios pasan la noche al aire libre. Como el jornal sólo se paga al finalizar
el período de trabajo forzado, los indios no tienen medios para comprarse las ropas
abrigadas necesarias. No es extraño que en semejantes condiciones el trabajo al
servicio de los encomenderos les resulte extenuante en grado sumo y pueda
considerarse como una de las causas de su rápida extinción.” (Zurita, XI,
página 295; Kovalevski, página 65). Ahora bien, este sistema de trabajo
asalariado forzoso fue introducido por ley, de forma oficial y general, por la
corona española a comienzos del siglo XVII. La ley aduce como causa que los
indios no querían trabajar voluntariamente, mientras que las minas sólo podían
explotarse muy deficientemente incluso con todos los negros disponsibles. Las
aldeas indias se ven sujetas entonces a la obligación de proporcionar un número
preciso de trabajadores (en Perú la séptima parte, en Nueva España el cuatro
por ciento de la población), que son puestos a merced de los encomenderos. Las
consecuencias mortales de este sistema se hacen inmediatamente visibles. En un
memorial anónimo dirigido a Felipe IV, que se titula Informe sobre el peligroso
estado en que se encuentra el Reino de Chile en los aspectos terrenal y
espiritual, se dice: “La causa conocida
de la rápida disminución numérica de los aborígenes es el sistema de trabajo
forzado en las minas y en los campos de los encomenderos. Aunque los españoles
disponen de un enorme número de negros, aunque han gravado a los indios con
tributos incomparablemente más altos que los que pagaban a sus caciques antes
de la conquista, consideran imposible pese a ello abandonar el sistema del
trabajo forzado.” (Citado por Kovalevski, página 66) Los trabajos forzados
tenían, además, por consecuencia que los indios frecuentemente no estuvieran en
condiciones de cultivar sus campos, lo que a su vez proporcionaba a los
españoles un pretexto para arrebatarlos como “tierra baldía”. La ruina de la agricultura
india preparó, naturalmente, el terreno para la usura. “Bajo sus señores
aborígenes [dice Zurita], los indios no conocíeron usureros.” Los españoles les
hicieron conocer a fondo este bello producto de la economía monetaria y de la
presión fiscal. Carcomidos por las deudas, las tierras de los indíos que
simplemente no habían sido robadas por los españoles, pasaron masivamente a
manos de capitalistas españoles, y la tasación de estas tierras constituye de
por sí un capítulo particular de la infamia europea. El robo de la tierra, los
tributos, el trabajo forzado y la usura se cierran en un círculo de hierro que
destruyó la comunidad de marca india. El orden público tradicional, los lazos
sociales usuales de los indios fueron disueltos por el desmoronamiento de su
fundamento económico: la agricultura comunitaria de marca. Por su parte, ésta
fue llevada a la ruina, planificadamente por los españoles, a través de la
descomposición de todas las autoridades tradicionales. Los jefes de aldea y los
caciques de las tribus necesitaban, en efecto, ser confirmados por los
encomenderos, circunstancia que éstos utilizaban para colocar en tales cargos a
sus criaturas, los sujetos más depravados de la sociedad india. El
alborotamiento sistemático de los indios contra sus caciques constituía
asimismo un medio por el que los españoles tenían predilección. Bajo el
pretexto de la cristiana intención de proteger a los aborígenes de la
explotación de sus caciques, los declararon libres de la obligación de pagar
los tributos tradicionales que debían a estos caciques. “Los españoles [dice
Zurita] consideran, basándose en lo que actualmente ocurre en España, que los
caciques saquean a sus tribus, pero son ellos mismos quienes tienen la
responsabilidad de tales exacciones, pues son ellos mismos, y ningún otro,
quienes quitaron a los anteriores caciques su posición y sus ingresos
remplazándolos por otros que se cuentan entre sus creaciones.” (Zurita, página
87, citado por KovalevsKi, página 69) Asimismo, se esforzaban por fraguar
motines cuando los jefes de aldea o los caciques de las tribus protestaban
contra enajenaciones ilegales de tierras a miembros de la marca realizadas en
beneficio de los españoles. El resultado fueron revueltas crónicas y una
sucesión infinita de procesos alrededor de ventas injustificadas de tierras
entre los propios indígenas. A la ruina, el hambre y la esclavitud se añadía la
anarquía, completando el infierno que era la vida de los indios. El descarnado
resumen de esta tutela hispano-cristiana podía encerrarse en dos palabras: paso de la tierra a manos de los españoles y
aniquilamiento de los indios. “En todos los territorios españoles de
las Indias [dice Zurita] las tribus indígenas desaparecen totalmente o bien
quedan reducidas a un pequeño número, aunque algunas personas pretenden
sostener lo contrario. Los aborígenes abandonan sus viviendas y tierras, que
han perdido para ellos su valor en virtud de los cuantiosos tributos en especie
y en moneda; marchan a otros países, errando sin cesar de una comarca a otra, o
se ocultan en las selvas exponiéndose a ser tarde o temprano víctimas de
bestias salvajes. Muchos ponen término a su vida suicidándose, de lo cual he
tenido numerosas oportunidades de convencerme por observación personal o
consultando a los habitantes del lugar.” (Zurita, página 341) Y medio siglo más
tarde informa otro alto funcionario del gobierno español del Perú, Juan Orter
de Cervantes: “La población aborigen de las colonias españolas se hace cada vez
menor, abandona los lugares donde hasta ahora había vivido, deja la tierra sin
cultivar, de tal modo que los españoles sólo con dificultad encuentran el
número necesario de agricultores y pastores. Los llamados mitayos, tribu sin la
cual es imposible el laboreo de las minas de oro y plata, abandonan
completamente las ciudades habitadas por españoles o, si se quedan en ellas, se
extinguen con asombrosa rapidez.” (Memorial que presenta a su Magestad el
licendado Juan Orter de Cervantes, Abogado y Procurador general del Reyno del
Perú y encomenderos, sobre pedir remedio del daño y disminución de los indios,
Anno MDCXIX, citado por Kovalevski, página 61)
Causa realmente admiración la fantástica tenacidad del pueblo indio y de
los mecanismos de la comunidad de marca, considerando que se han conservado
restos de ambos, pese a todo, hasta el siglo XIX.
La gran colonia inglesa de la India nos muestra, bajo otro aspecto, los
destinos de la antigua comunidad de marca. Allí se puede estudiar como en ningún
rincón de la tierra todo un muestrario de las formas más diversas de la
propiedad de la tierra que, como la carta del firmamento de Herschel,
constituye una historia de milenios proyectada sobre una superficie plana.
Comunidad aldeana junto a comunidades de linaje, redistribuciones periódicas de
parcelas de tierra iguales junto a la retención vitalicia de parcelas
desiguales, trabajo comunitario de la tierra junto a la empresa individual
privada, igualdad de derechos de todos los habitantes de la aldea en cuanto a
las tierras comunales junto a los privilegios de ciertos grupos y, finalmente,
junto a todas estas formas de propiedad común, la propiedad privada pura de la
tierra y ésta misma en forma de minifundios campesinos breves arriendos y
enormes latifundios (todo esto podía estudiarse en tamaño natural en India,
todavía, hace pocos decenios). Que la comunidad de marca es en la India una
organización antiquísima, lo muestran las fuentes jurídicas indias; así, el más
antiguo derecho consuetudinario codificado, el Manu, del siglo IX a.C.,
contiene numerosas disposiciones sobre cuestiones de límites entre las marcas
sobre la marca indivisa, sobre nuevos asentamientos de aldeas hermanas sobre
tierras indivisas de marcas más antiguas. Ese código sólo conoce la propiedad
basada en el trabajo propio; todavía menciona la artesanía como ocupación
secundaria con respecto a la agricultura; busca acabar con el poder económico
de los brahmanes, es decir de los sacerdotes, al permitir que se les obsequien
solamente bienes muebles. Los que serían más tarde príncipes autóctonos, los
rajás, figuran allí todavía como grandes jefes electivos. También los códigos
posteriores, correspondientes al siglo V, el Yachnavalkia y el Narada,
reconocen los lazos de linaje como la organización social, y el poder público
así como la administración de justicia, se encuentra aquí en manos de la
asamblea de los miembros de la marca. Ésta respondía solidariamente por los
delitos y crímenes de los individuos. A la cabeza de la aldea se encuentra el
jefe electivo. Ambos códigos aconsejan elegir para estos cargos a los miembros
más rectos, buenos y amantes de la libertad, y prestarles obediencia
incondicional. El libro Narada distingue dos clases de comunidades de marca:
los “parientes” es decir comunidades basadas en el linaje y los “vecinos”, es
decir comunidades vecinales, como unidades locales de gente no emparentada
entre sí. Pero ambos códigos reconocen la propiedad sólo sobre la base del
trabajo personal; un campo abandonado pertenece a aquel que se pone a
trabajarlo, la propiedad ilegítima no se reconoce aun al cabo de tres
generaciones a menos que el trabajo propio esté ligado a ella. De modo que,
hasta aquí vemos entre el pueblo indio todavía los mismos vínculos sociales y
relaciones económicas primitivas que caracterizaron su vida durante milenios en
el territorio del Indo y, después, en la época heroica de la conquista del
territorio del Ganges que dio origen a las grandes epopeyas populares Ramayana
y Mahabharata. Los comentarios a los antiguos códigos, que son siempre el
síntoma característico de profundas transformaciones sociales y de la pugna por
adaptar e interpretar antiguas concepciones jurídicas de acuerdo a intereses
nuevos, constituyen una prueba nítida de que hasta el siglo XIV (época en que
actuaron los comentaristas) la sociedad india había llevado a cabo profundas
transformaciones en su estructura social. Entretanto, en efecto, surgió una
influyente clase sacerdotal que se eleva material y jurídicamente por encima de
la masa de los campesinos. Los comentaristas tratan (exactamente como sus
colegas cristianos en el Occidente feudal) de “interpretar” el prístino
lenguaje de los antiguos códigos de tal modo que queda justificada la propiedad
raíz sacerdotal, incitar a la concreción de obsequios de tierra a los brahmines
y estimular así la división de las tierras de marca y la constitución de una
gran propiedad territorial de los sacerdotes a costa de la masa campesina. Este
proceso fue típico del destino de todas las sociedades orientales.
La, cuestión fundamental en toda agricultura algo avanzada en la mayoría
de las comarcas de Oriente es la irrigación artificial. Así es como vemos
tempranamente en India y Egipto, como
sólidas bases de la agricultura, grandiosas obras de irrigación, canales,
perforaciones, o precauciones planificadas para la adaptación de la agricultura
a las inundaciones periódicas. Todas estas empresas en gran escala, sobrepasan
de antemano las fuerzas de las diversas comunidades de marca tomadas individualmente,
pero también su iniciativa y su plan económico. Para dirigirlas y llevarlas a
término hacía falta una autoridad que se encontrase por encima de las diversas
comunidades aldeanas, y pudiese unir sus fuerzas de trabajo en una unidad
superior; hacía falta para ello, asimismo, un dominio de las leyes naturales
superior al que era accesible al campo de la observación y de experiencia de la
masa de agricultores encerrados en las cuatro estacas de sus aldeas. De estas
necesidades surgió la importante función que cupo a los sacerdotes en Oriente;
éstos eran los que estaban en mejor situación para dirigir las grandes obras
públicas de irrigación, gracias a la observación de la naturaleza ligada a toda
religión natural, así como por la liberación, con respecto a la participación
directa de la agricultura, que comienza en cierto nivel de desarrollo. Pero de
esta función puramente económica emergió, naturalmente, con el tiempo, también
un poder social particular de los sacerdotes; la especialización, surgida de la
división del trabajo, de una parte de la sociedad, se transformó en casta
hereditaria y cerrada con privilegios e intereses de explotación, frente a la
masa del campesinado. La rapidez con que este proceso se desarrolló y el punto
al que llegó en tal o cual pueblo, a que haya quedado en estado embrionario,
como entre los indios peruanos, o se haya desarrollado hasta la dominación
estatal formal del clero, la teocracia, como en Egipto o entre los antiguos
hebreos, dependió en cada caso de las circunstancias geográficas e históricas
particulares, según que los frecuentes enfrentamientos bélicos con los pueblos
cercanos hicieron o no hicieron surgir, aparte de la casta sacerdotal, una
poderosa casta guerrera que se elevase, junto a la casta sacerdotal, por encima
de ella, o compitiendo con ella, como nobleza militar. En todos los casos la
limitación particularista de la antigua marca comunista, cuya organización no
se prestaba para la realización de tareas de envergadura ni económicas ni
políticas, la obligaba a aceptar la dominación de fuerzas externas a ella y
situadas por encima de ella, que cubrían aquellas funciones. Es tan seguro que
la clave de la dominación política y la explotación económica de las grandes
masas campesinas residía en estas funciones, que todos los conquistadores
bárbaros de Oriente (ya fuesen mongoles, persas o árabes) además del poder
militar en el país conquistado, tomaron invariablemente en sus manos la
dirección y realización de las grandes obras públicas que constituían una
condición vital para la viabilidad de la agricultura. Exactamente igual que los
incas en Perú, las diversas dinastías despóticas asiáticas que se sucedieron en
el curso de los siglos en India, trataban la supervisión de las obras de
regadío artificial y de la construcción de caminos y puentes como privilegio,
pero también como una obligación. Y, pese a la
constitución de castas, pese a la despótica dominación extranjera que se
entronizaba en el país, pese a las convulsiones políticas, la aldea india
continuaba su vida modesta y tranquila. En el interior de cada aldea, las
antiguas leyes tradicionales continuaban rigiendo la comunidad; bajo la
cubierta de la tormentosa historia política, sufrían su propia historia
interna, calma e imperceptible, abolían viejas formas, introducían otras
nuevas, maduraban el florecimiento, la decadencia, la disolución y el
renacimiento. Ningún cronista ha registrado estos procesos y, mientras la
historia universal describe la audaz campaña de Alejandro de Macedonia hasta
las fuentes del Indo y está llena de fragor de las armas del sangriento
Tamerlán y sus mongoles, pasa en silencio sobre la historia económica interna
del pueblo indio. Sólo los restos de todos los antiguos estratos de esta
historia nos permiten reconstruir un esquema de desarrollo hipotético de la
comunidad india, y es mérito de Kovalevski haber resuelto esta importante tarea
científica. Según Kovalevski, es posible ordenar en la siguiente sucesión los
diversos tipos de comunidad rural observados en India, todavía a mediados del siglo XIX:
l. Como la
forma más antigua ha de considerarse la comunidad de linaje pura, que comprende
al conjunto de las personas emparentadas por la sangre (un clan), posee la
tierra en común y la trabaja también comunitariamente. Los campos son
indivisos, y sólo se distribuyen los frutos cosechados y conservados en
almacenes comunes de la aldea. Este, el tipo más primitivo de comunidad
aldeana, sólo se ha conservado en pocas regiones del norte de India, pero sus
habitantes por lo general estaban reducidos a algunas ramas (“putti”) de la
antigua gens. Kovalevski ve en él, por analogía con la “zadruga” de
Bosnia-Herzegovina, el producto de la disolución de los lazos sanguíneos
originarios que a causa del crecimiento de la población, con el tiempo, se
escinde en algunas grandes familias que se separan también con sus tierras. A
mediados del siglo pasado, había aún notables comunidades aldeanas de este
tipo, algunas de las cuales tenían más de 150 miembros y otras llegaban a 400.
Preponderaba, no obstante, el tipo de pequeñas comunidades aldeanas que sólo se
reunían en grupos comunales más amplios, del tamaño de la antigua gens, en
circunstancias extraordinarias, por ejemplo en ocasión de ventas de tierras.
Normalmente llevaban una vida aislada, estrictamente reglamentada, que Marx
describe brevemente en El capital, siguiendo fuentes inglesas:
“Aquellas comunidades indias pequeñas y de gran antigüedad, por ejemplo,
que en parte continúan existiendo, se basan en la propiedad común de la tierra,
sobre la ligazón directa entre agricultura y artesanía y en una firme división
del trabajo que, al fundarse nuevas comunidades, sirve de plan y esbozo.
Constituyen en sí mismas conjuntos productivos suficientes cuya extensión útil
productiva varía entre 100 y unos 1.000 acres [1 acre = 40,5 áreas = 4.050 m2].
La masa principal de bienes se produce para las necesidades propias directas de
la comunidad, no como mercancías, y por ello la producción misma es
independiente de la división del trabajo de conjunto de la sociedad india,
facilitada ésta por el intercambio de mercancías. Sólo el remanente de
productos se transforma en mercancías, y en parte recién lo hace en manos del
estado, al que afluye desde tiempo inmemorial una cantidad determinada como
renta en especie. Distintas partes de la India poseen diversas formas de
comunidad. En la forma más sencilla; la comunidad cultiva la tierra
comunitariamente y distribuye los productos entre sus miembros, mientras cada
familia ejerce el hilado, el tejido, etc., como industria secundaria doméstica.
Aparte de esta masa cuya ocupación es uniforme, encontramos al habitante
principal, juez, policía y recaudador de impuestos en una misma persona, al
contable, que lleva las cuentas de la agricultura y confecciona elenco y registro
de todo lo que a ella se refiere; a un tercer funcionario que persigue a los
criminales y protege y guía a los viajeros de una aldea a otra: al hombre de
los limites, que vigila los límites de la comunidad contra las comunidades
vecinas; al supervisor de aguas, quien distribuye el agua de los recipientes
comunitarios para fines agrícolas; al brahmin, quien desempeña las funciones
relativas al culto religioso; al maestro de escuela, quien enseña a los niños
de la comunidad a escribir y a leer en la arena; al brahmin del calendario,
quien indica, en su papel de astrólogo, el momento de la siembra, la cosecha y
los períodos favorables y aciagos para todas las operaciones particulares de la
agricultura; a un herrero y a un carpintero, quienes fabrican y reparan todos
los aperos agrícolas; al alfarero, que hace todas las vasijas para la aldea; al
barbero, al lavador, para la limpieza de las ropas, al platero en algunos casos
al poeta, quien reemplaza en ciertas comunidades al platero, en otras al
maestro de escuela. Estas doce personas son mantenidas a costas de toda la
comunidad. Si crece la población, se asienta en tierra inculta una nueva
comunidad según el modelo de la antigua… La ley que regula la división del
trabajo de la comunidad, rige aquí con la autoridad inquebrantable de una ley
natural… El sencillo organismo productivo de estas comunidades autosuficientes
que se reproducen permanentemente en la misma forma y si, por ventura, se ven
destruidas, se reconstruyen en el mismo sitio y bajo el mismo nombre, da la
clave del misterio de la inmutabilidad de las sociedades asiáticas, y contrasta
sorprendentemente con la permanente disolución y reconstrucción de los estados
y el infatigable cambio de dinastías asiáticas. La estructura de los elementos
económicos fundamentales de la sociedad no se ve afectada por las tempestades
de esta región políticamente nubosa.” (Karl Marx, Das Kapital, tomo I, página
321; El Capital, FCE, Tomo I, 1972, páginas 290, 291 y 292)
2. En tiempos
de la conquista inglesa, la primitiva comunidad de linaje con sus tierras
indivisas, en gran parte ya se había disuelto. De su disolución había surgido
una comunidad de parentesco en la que la tierra de labor estaba dividida en
parcelas desiguales, cuyas dimensiones dependían exactamente del grado de
parentesco que unía a las familias titulares a los antepasados. Esta forma se
encontraba ampliamente difundida en el noroeste de la India, así como en el
Penjab. Las parcelas no son en este caso ni vitalicias ni hereditarias, sino
que quedan en propiedad de las familias hasta que el crecimiento de la
población, o la necesidad de dar participación en la tierra de la marca a
parientes que se encontraban temporalmente ausentes, hace necesaria una
redistribución. Pero frecuentemente los nuevos derechos no se atienden con una
redistribución general sino mediante la atribución de nuevas parcelas sobre
tierras incultas de la marca. De este modo las parcelas familiares (si no de
derecho, al menos de hecho) se tornan vitalicias y hasta hereditarias. Fuera de
estos campos de la marca tan desigualmente divididos quedan, con todo, bosques,
pantanos, prados, tierras incultas, como propiedad común de todas las familias,
y éstas las utilizan en común. Esta notable organización comunista basada en la
desigualdad entra con el tiempo en contradicción con nuevos intereses. Con cada
nueva generación se hace más difícil la determinación del grado de parentesco
de cada individuo, pierde vigencia la tradición de los vínculos sanguíneos, y
los perjudicados encuentran cada vez más injusta la desigualdad de las parcelas
familiares. Por lo demás, en muchas comarcas, por la emigración de una parte de
los parientes por la guerra, y el consiguiente aniquilamiento de otra parte de
la población, por el asentamiento e incorporación de nuevos forasteros, se va
produciendo inevitablemente una mezcla de la población. Así, pese a toda la
inmutabilidad aparente de las relaciones, la población de las comunidades se ve
dividida seguramente según sus posesiones en zonas (“wund”), y cada familia
recibe fajas separadas tanto en las zonas mejores, irrigadas (que se denominan
“sholgura”, de “shola” = arroz), como en las peores (“culmee”). Inicialmente
las redistribuciones no eran periódicas al menos antes de la conquista inglesa;
por el contrario se llevaban a cabo cada vez que el crecimiento natural de la
población había producido una desigualdad de hecho en la situación económica de
las familias. Así sucedía en las comunidades que disponían de mucha tierra, y
mantenían reservas utilizables. En comunidades más pequeñas la redistribución
se llevaba a cabo cada 10, 8 o 5 años, a menudo todos los años. Esto último
ocurría allí donde la falta de buenas zonas hacía imposible su distribución
igualitaria cada año entre todos los miembros de la marca y donde, en
consecuencia, sólo podía alcanzarse la equidad por compensación mediante la
utilización por turno de distintas zonas: de esa manera la comunidad de linaje
india en vías de disolución acaba en la forma histórica que tenía en sus
orígenes la comunidad de marca germánica.
Hemos tomado conocimiento de dos ejemplos clásicos en la India británica
y en América, de la desesperada lucha y el trágico fin de la antigua
organización económica comunista, al chocar ésta con el capitalismo europeo. El
cuadro de los variables destinos de la comunidad agraria no quedaría completo
si no considerásemos, para terminar, el ejemplo notable de un país donde la
historia ha tomado aparentemente un curso completamente distinto, es decir
donde el estado no buscaba destruir violentamente la propiedad común campesina
sino, precisamente al contrario, salvarla y conservarla por todos los medios. Este país es la Rusia zarista.
No tenemos que ocupamos aquí de la gran polémica teórica sobre el origen
de la comunidad rural campesina rusa, que ha durado décadas. Era absolutamente
natural y concuerda enteramente con la mentalidad general de la ciencia
burguesa actual, hostil al comunismo originario, que los “descubrimientos” del
profesor ruso Chicherin del año 1858, según los cuales la comunidad rural no
habría sido en Rusia un producto histórico originario sino un producto
artificial de la política fiscal del zarismo, encontrase entre los sabios
alemanes bienvenida y acuerdo. Chicherin, que demuestra nuevamente que los
sabios liberales son, predominantemente, mucho más ineptos como historiadores
que sus colegas reaccionarios, adopta todavía para el caso de los rusos la
teoría, definitivamente dejada de lado para Europa occidental desde Maurer, de
que a partir de los asentamientos individuales las comunidades habrían surgido
en los siglos XVI y XVII. Chicherin hace derivar el cultivo en común de los
campos y la explotación en común de las zonas del carácter mixto de las fajas
de campo, la propiedad común del suelo de los conflictos de límites, los
poderes públicos ejercidos por la comunidad de marca, de la responsabilidad
fiscal colectiva para los impuestos personales introducidos en el siglo XVI; de
manera que pone patas arriba todas las relaciones, causas y efectos históricos,
del modo más liberal.
Como sea que se piense sobre la antigüedad y el origen de la comunidad
rural campesina en Rusia, en todo caso ésta sobrevivió a toda la larga historia
de la servidumbre y también de su abolición, hasta los últimos tiempos. Sólo
nos interesan aquí los que fueron sus destinos en el siglo XIX.
Cuando el zar Alejandro
II llevó a cabo su “liberación de los campesinos”, los señores les
vendieron su propia tierra (a la manera prusiana), por lo que estos últimos
fueron generosamente indemnizados por el estado por las peores partes de los
supuestos dominios señoriales e impusieron a los campesinos por la tierra “prestada” una deuda [900 millones de rublos]
que debía amortizarse en cuotas anuales
de rescate del 6 por ciento durante 49 años. Pero esta tierra no fue
otorgada, como en Prusia, en propiedad privada a las familias campesinas, sino
a comunidades enteras como propiedad común inalienable y no hipotecable. Las
comunidades respondían solidariamente por la deuda, así como por todos los
impuestos y tributos, y quedaron en libertad para determinar las tasaciones
correspondientes a sus diversos miembros. A comienzos de la década de 1890 la
división de toda la propiedad del suelo en Rusia europea (sin Polonia,
Finlandia ni el territorio de los casacos del Don) era la siguiente: los dominios del estado, consistentes
principalmente en zonas boscosas del norte y de tierras baldías, comprendían
150 millones de deciatinas (1 deciatina = 1,09 hectáreas); infantazgos
imperiales, 7 millones; en propiedad de la Iglesia y de las ciudades se
encontraban no menos de 9 millones; en propiedad privada 93 millones, de los
que sólo el 5% pertenecía a los campesinos y el resto a la nobleza; 131
millones de deciatinas, con todo, constituían propiedad común campesina. En
1900, todavía 122 millones de hectáreas constituían propiedad común de los
campesinos y sólo 22 millones propiedad privada campesina.
Si uno examina la economía del campesinado ruso en este enorme territorio
tal como se desarrollaba hasta los últimos tiempos y en parte todavía hoy,
reconoce fácilmente los mecanismos típicos de la comunidad de marca tal como
eran habituales en Alemania, en África, sobre el Ganges, o en el Perú. Los
campos estaban divididos, mientras que los bosques, prados y aguas constituían
el territorio común indiviso. Con predominio generalizado del primitivo sistema
de tres hojas, se dividían los campos de verano e invierno en zonas según la
calidad de la tierra, y cada zona, a su vez, en bandas. Se acostumbraba dividir
las zonas de verano en abril, las de invierno en junio. La observación
meticulosa de la igualdad en la repartición, desarrolló complicadas
combinaciones. Por ejemplo, en la gobernación de Moscú, correspondían en
promedio 11 zonas a los campos de verano e invierno, de tal modo que cada
campesino tenía para cultivar por lo menos 22 parcelas diseminadas. La
comunidad separaba normalmente terrenos que se cultivaban para casos de
necesidades colectivas o bien se acumulaban provisiones en almacenes a los que
los miembros individuales debían entregar granos. Para asegurar el progreso
técnico de la economía, cada familia campesina debía retener su parcela durante
diez años bajo la condición de abonarla, o bien se demarcaban en cada zona de
antemano, parcelas que se abonaban y sólo se redistribuían cada diez, años. La
misma regla regía para la mayoría de los campos de lino, vergeles y huertas.
La distribución de los rebaños comunitarios entre distintos prados y
pastos, la contratación de los pastores, el cercado de los pastos, la
protección de los campos así como la determinación del sistema de cultivo, de
las fechas de realización de las diversas operaciones agrícolas, del término y
la forma en que se realizarían las redistribuciones (todos estos eran asuntos
de la comunidad, es decir de la asamblea de la aldea). En lo referente a la
frecuencia con que se llevaban a cabo las redistribuciones, hubo grandes
variaciones. En una sola gobernación, por ejemplo Saratov, de 278 comunidades
aldeanas investigadas en 1877, cerca de la mitad emprendía el resorteo anualmente,
las demás cada 2, 3, 4, 6, 8 u 11 años, mientras que 38 comunidades que
practicaban la fertilización general habían abandonado totalmente las
redistribuciones (Trirogor, página 4).
Lo más notable en la comunidad agraria rusa es la forma de distribución
del suelo. No reinaba allí el principio de los lotes iguales como entre los
antiguos alemanes, ni el de la magnitud de las necesidades familiares como
entre los peruanos, sino exclusivamente el principio de la capacidad
tributaria. Los problemas fiscales dominaban, desde la “liberación de los
campesinos”, toda la vida de la comunidad de aldea, y todas las instituciones
giraban en torno a los impuestos. Para el gobierno zarista sólo existían, como
base de la imposición de tributos, las llamadas “almas de registro”, es decir
todos los habitantes varones de la comunidad sin tener en cuenta diferencias de
edad, tal como quedan determinados mediante los famosos “registros” realizados
a intervalos de unos 20 años desde el primer censo de campesinos realizado bajo
Pedro el Grande; estos procedimientos eran el terror del pueblo ruso y ante
ellos huían aldeas enteras.
El gobierno gravaba a las aldeas según el número de “almas” registradas.
La comunidad, por su parte, asignaba la suma global de impuestos que recaía
sobre ella a los hogares campesinos según sus respectivas fuerzas de trabajo, y
la parcela de tierra de cada hogar se medía por la capacidad contributiva así
calculada. Con ello, la parcela de tierra apareció de antemano, en Rusia, a
partir de 1861, no como fundamento de la manutención de los campesinos sino
como fundamento de la tributación, no era un beneficio al que tuviese derecho
cada hogar campesino sino una obligación que se le imponía a cada miembro de la
comunidad como servicio del estado. Por tanto, nada más original que una
asamblea de aldea rusa en la que tenía lugar la división de la tierra. Por
todas partes podían oírse protestas por la atribución de parcelas demasiado
grandes; a las familias pobres carentes de verdaderas fuerzas de trabajo, cuyos
miembros eran predominantemente mujeres o menores, se las dispensaba
misericordiosamente de toda parcela por su “debilidad”, mientras que la masa de
los campesinos más pobres imponía a los campesinos ricos las parcelas más
grandes. La presión fiscal que se encuentra de este modo en el centro de la
vida de la aldea rusa, era enorme. A las sumas de rescate de la deuda venían a
agregarse la capitación, el impuesto de comunidad, la tasa eclesiástica, el
impuesto de sal, etc. En la década del ochenta se absolvieron la capitación y
el impuesto de sal, pese a lo cual la carga impositiva siguió siendo tan enorme
que devoraba todos los medios económicos con que contaba el campesinado. Según
datos estadísticos de los años noventa, el 70% del campesinado sacaba de sus
parcelas menos que el mínimo vital, el 20% estaba en condiciones de alimentarse
a sí mismo, pero no de criar ganado, y sólo el 9%, más o menos, podían vender
un remanente por encima de sus propias necesidades. Es por ello que,
inmediatamente después de la “liberación de los campesinos”, el atraso en el
pago de los impuestos se convirtió en un fenómeno permanente de la aldea rusa.
Ya en los años setenta apareció un atraso anual de 11 millones de rublos, con
una recaudación anual media, por capitación, de 50 millones. Después de la
abolición de la capitación, la miseria del campo ruso continuó acentuándose en
razón de los impuestos indirectos que aumentaban constantemente desde los años
ochenta. En 1904, los atrasos impositivos
sumaban 127 millones de rubIos que, dada la imposibilidad de cobrarlos y en
vista del fermento revolucionario que se observaba, fueron casi enteramente
condonados. Pronto los impuestos absorbieron todos los ingresos del campesinado
y obligaron a los campesinos a buscar otros ingresos. Por un lado, se trataba
del trabajo estacional en la agricultura que, todavía hoy, provoca verdaderas
migraciones en el interior de Rusia en época de cosecha, con lo que los
habitantes varones más fuertes de las aldeas se conchababan como jornaleros en
las grandes posesiones de los señores y abandonaban sus propias parcelas a las
fuerzas más débiles de ancianos, mujeres y adolescentes. Por otro lado, los
atraía la ciudad, la industria fabril. Así se constituyó en la región
industrial central la capa de los trabajadores temporeros que se trasladaban
por el invierno solamente a la ciudad, principalmente a las fábricas textiles,
para volver en primavera a su aldea, con lo que habían ganado, para trabajar en
los campos. Finalmente, en muchas regiones se añadía aún el trabajo industrial
a domicilio o la ocupación agrícola complementaria eventual como la de
acarreador o leñador. Con todo esto, todavía la gran masa de los campesinos no
lograba ganarse el sustento. Los impuestos absorbían no sólo todos los frutos
de la agricultura sino también los ingresos adicionales de las ocupaciones
industriales. El estado había provisto de medios coercitivos rigurosos a la
comunidad, que respondía solidariamente por los impuestos de sus miembros. La
comunidad, podía alquilar afuera (como obreros) a los que adeudaban impuestos y
embargar el dinero que ganaban, otorgaba o denegaba a sus miembros el
salvoconducto sin el cual el campesino no podía alejarse de su aldea.
Finalmente, tenía legalmente el derecho de castigar físicamente a sus miembros
por causa del persistente atraso en el pago de los impuestos. Periódicamente la
aldea rusa, en toda la inmensa extensión del interior de Rusia, presentaba un
cuadro muy peculiar. Al llegar los recaudadores de impuestos, se iniciaba en la
aldea un procedimiento para el cual la Rusia zarista había forjado el nombre de
“extracción de impuestos atrasados mediante apaleo”. La asamblea aldeana
comparecía en pleno, los “atrasados” tenían que quitarse los pantalones,
echarse sobre el banco, y allí sus propios compañeros de la comunidad les
azotaban sangrientamente uno tras otro a golpes de vara. Gemidos y sollozos de
los apaleados (en su mayoría barbudos padres de familia o ancianos de cabellos
blancos) acompañaban a las altas autoridades que, cumplida su tarea, se
lanzaban en troicas con cascabeles hacia otra aldea para repetir el
procedimiento. No era raro que los campesinos se salvasen de la ejecución
pública suicidándose. Otra original maravilla de este tipo de relaciones era la
“mendicidad del impuesto”, consistente en que ancianos campesinos empobrecidos
se echaban a andar con un báculo de mendigo para juntar las sumas exigibles por
concepto de impuestos y traerlas a la aldea a su regreso. El estado custodiaba
con severidad y perseverancia la institución de las comunidades agrarias
convertida así en una máquina de exprimir impuestos. La ley 1881, por ejemplo,
dispone que la tierra campesina sólo pueda ser vendida por la comunidad entera,
siempre que los dos tercios de los campesinos así lo determinen, a lo que se
agregaba el requerimiento de confirmación por los ministros del interior, de
las finanzas y de los dominios. Además, los campesinos sólo podían vender los
bienes obtenidos por herencia a miembros de su propia comunidad. Estaba
prohibido hipotecar la tierra campesina. Bajo Alejandro III se arrancó a las
comunidades de aldea toda autonomía, poniéndolas bajo la férula de los
“capitanes rurales” (institución semejante a la de los prefectos prusianos).
Los acuerdos de la asamblea comunitaria requerían la confirmación de este
funcionario. Las redistribuciones de tierra se llevaban a cabo bajo su
supervisión, así como las tasaciones y cobros de impuestos. La ley de 1893 hace
una concesión parcial al impulso de los tiempos al declarar permitidas las
redistribuciones cada 12 años. Pero al mismo tiempo la separación de la
comunidad agraria queda supeditada al consentimiento de la comunidad y a la
condición de que el causante salde íntegramente la deuda de rescate que le
toca.
Pese a todas estas pinzas legales que la comprimían, pese a la tutela a
cargo de tres ministerios y pese a un enjambre de chinovniks [funcionarios
rusos, N. del T.], la disolución de la comunidad aldeana ya no podía detenerse.
La carga impositiva aplastante, la decadencia de la economía campesina a causa
de la ocupación secundaria, agraria e industrial, la falta de tierra,
particularmente de pastos y bosques, que la nobleza había tomado para sí, pero
también de tierras cultivables necesarias por el crecimiento demográfico,
engendraron dos fenómenos en la vida de la comunidad aldeana: la fuga hacia la
ciudad y el advenimiento de la usura dentro de la aldea. En la medida en que la
parcela de tierra, junto con la ocupación adicional industrial o de otro tipo,
servía cada vez más sólo para soportar los impuestos sin saldarlos
verdaderamente y sin poder solventar la más modesta de las vidas, la
pertenencia a la comunidad agraria se convirtió en una cadena de hierro, en el
cuello del hambriento campesino. Y la aspiración natural, para los más pobres,
era escapar de esta cadena. La policía llevó a centenares de estos fugitivos,
como vagabundos sin salvoconducto, de vuelta a sus comunidades, y allí sus compañeros
de la aldea les castigaron sobre el banco a golpes de vara. Pero la vara y la
obligación de llevar salvoconducto resultaron impotentes contra la huida masiva
de los campesinos, que escapaban por la noche y entre la niebla a la ciudad
desde el infierno de su “comunismo aldeano”, para zambullirse definitivamente
en el mar del proletariado industrial. Otros a quienes los lazos familiares u
otras circunstancias hacían desaconsejable la fuga, buscaron por vía legal
realizar su salida de la comunidad. Pero para ello era necesario cancelar la
deuda del rescate, y para ello estaba disponible el socorro del usurero. Tanto
la carga fiscal misma como la venta del grano en las peores condiciones
impuestas por la recaudación fiscal entregaron muy pronto al campesino ruso al
usurero. Cada situación de apuro, cada mala cosecha hacían una y otra vez
insoslayable recurrir al usurero. Para liberarse del yugo de la comunidad no
había otro medio que entregarse al yugo del usurero, a quien se obligaban a
prestar servicio y tributo por tiempo interminable. Mientras los campesinos
pobres se esforzaban en liberarse de los lazos de la comunidad para escapar a
la miseria, los campesinos ricos volvían frecuentemente la espalda a estos
lazos para descargar la pesada responsabilidad solidaria por los impuestos
sobre los más pobres. Pero de todos modos, allí donde no se separaron
formalmente, los campesinos ricos constituían (al ser en su mayoría usureros de
la aldea) el poder dominante en la asamblea comunal, donde arrancaban a la masa
de los pobres, endeudada y dependiente de ellos, decisiones que les convenían.
Así se constituyó en el seno de la comunidad aldeana, formalmente basada en la
igualdad y la propiedad común, una clara división en clases: una pequeña pero
influyente burguesía local y una masa de campesinos dependientes y, de hecho,
proletarizados. La decadencia interior de la comunidad aldeana, aplastada por
el peso de los impuestos, devorada por el usurero, escindida internamente,
terminó por manifestarse exteriormente. La
hambruna y las revueltas campesinas se convirtieron en Rusia, en los años
ochenta, en fenómenos periódicos que atribulaban a las gobernaciones del
interior con la misma inexorabilidad con la que también el recaudador de
impuestos y las tropas les seguían los pasos para lograr la “pacificación” de
las aldeas. Los campos de Rusia se convirtieron en teatro de horrorosas
matanzas y sangrientos tumultos. El mujik ruso sufrió el destino del campesino
indio, y Orissa se llamó aquí Saratov, Samara, y tantas otras bajando el curso
del Volga (Parvus y Lehmann). Cuando
finalmente estalló la revolución del proletariado urbano de Rusia en 1904 y
1905, los tumultos campesinos, hasta entonces caóticos, cayeron con todo su
peso, por primera vez, como factor político en el platillo de la revolución, y la cuestión agraria se convirtió en el punto
central. Entonces, cuando los campesinos se derramaron como una marea
incontenible sobre los dominios de la nobleza e hicieron desaparecer entre las
llamas los refugios de los nobles, cuando el partido de los trabajadores
formuló la angustia del campesinado en la
exigencia revolucionaria de expropiar sin indemnización la propiedad
raíz estatal y la gran propiedad, y entregarla a los campesinos, el
zarismo abandonó por fin su política agraria llevada a cabo con férrea
tenacidad durante siglos. Ya no había que salvar a la comunidad agraria de
su ocaso, sino abolirla.
Ya en 1902 cayó el hacha sobre las raíces mismas de la comunidad aldeana
en su forma específicamente rusa: quedó abolida la solidaridad impositiva.
Cierto es que las propias finanzas del zarismo habían preparado enérgicamente
esta medida. El fisco podía fácilmente
renunciar a la solidaridad con respecto a los impuestos directos al haber
alcanzado los indirectos tal cuantía que en el presupuesto del año 1906, por ejemplo, con una
recaudación total ordinaria de 2.030
millones de rublos sólo 148
millones correspondían a impuestos directos y 1.100 a impuestos
indirectos, de los cuales 558 millones correspondían sólo al monopolio
del aguardiente, introducido por el “liberal” ministro von Witte para combatir
el alcoholismo. El pago puntual de estos impuestos estaba asegurado por la
miseria, la desesperación y la ignorancia de la masa campesina. En 1905 y 1906 lo que quedaba de la deuda de
rescate fue reducido a la mitad, y en 1907 totalmente anulado. Y
entonces la “reforma agraria” llevada a cabo en 1907, se planteó como objetivo
la creación de la pequeña propiedad privada campesina. Para lograrlo ha de
procederse a la parcelación de los dominios, infantazgos y, en parte, de la
gran propiedad territorial. Así la
revolución proletaria del siglo XX, en su primera fase inconclusa ha
liquidado los últimos restos de la servidumbre y a la vez de la comunidad
agraria artificialmente conservada por el zarismo.
II
Con la comunidad aldeana rusa queda agotado el variable curso del
comunismo agrario primitivo, queda cerrado el círculo. Comenzando como producto
natural del desarrollo social, como la mejor garantía del progreso económico,
del avance material y espiritual de la sociedad, la comunidad agraria termina
aquí por ser instrumento del atraso político y económico. El campesino ruso,
castigado a golpes de vara por sus propios compañeros de comunidad, para
beneficio del absolutismo zarista, constituye la crítica histórica más feroz a
los estrechos límites del comunismo originario y la expresión más clara de que
también esta forma de sociedad está sujeta a la norma dialéctica de que la
razón se torna insensatez y el favor, vejación.
Cuando se examina atentamente los destinos de la comunidad agraria en los
diferentes países y continentes, dos hechos saltan a la vista. Lejos de ser un
modelo inmutable y rígido, esta forma última y más elevada del sistema económico comunista primitivo evidencia ante todo una
infinita diversidad, flexibilidad y capacidad de adaptación al medio histórico.
En cada medio y en todas las circunstancias, pasa por un insensible proceso de
transformación que se opera tan lentamente que en un primer momento no se
evidencia en el exterior. Reemplaza, dentro de la sociedad, las estructuras
envejecidas por otras nuevas, bajo todas las superestructuras políticas de las
instituciones estatales indígenas o extranjeras, en la vida económica y social,
y está permanentemente en situación de nacer o de desaparecer, de desarrollarse
o de periclitar.
Merced a su elasticidad y a su capacidad de adaptación, esta forma de
sociedad posee una tenacidad y una solidez extraordinarias. Desafía todas las
tempestades de la historia política o más bien las soporta a todas, las deja
pasar sobre sí y sufre pacientemente durante siglos la presión de las
explotaciones. Sólo hay un contacto que
no soporta y al cual no sobrevive: el de la civilización europea, es decir el
del capitalismo. En todas partes y sin excepción, el enfrentamiento con
este último es mortal para la antigua sociedad, y culmina en lo que los
milenarios y más salvajes conquistadores orientales no pudieron realizar: disolver desde dentro esta estructura
social, romper los lazos tradicionales y trasformar la sociedad en un montón de
ruinas informes.
El soplo mortal del capitalismo europeo sólo es el último factor, no el
único, que torna inevitable, en un plazo más o menos largo, la decadencia de la
sociedad primitiva. Los gérmenes están presentes dentro de esta sociedad. Si
resumimos las diferentes vías de su decadencia, tal como las hemos estudiado en
diferentes ejemplos, podemos destacar una cierta sucesión histórica. La
propiedad comunista de los medios de producción, fundamento de una economía
rigurosamente organizada, aseguró durante largos períodos la mayor
productividad del trabajo y la mejor seguridad material a la sociedad. El lento
pero seguro progreso de la productividad del trabajo debía necesariamente
entrar en conflicto con la organización comunista. Luego que se realizó en el
seno de esta organización el progreso decisivo del pasaje a la agricultura
superior (con el uso del arado) y que la comunidad agraria hubo adquirido sobre
esta base formas estables, el progreso en la evolución de la técnica de
producción exigía un cultivo más intensivo del suelo. Éste, a su vez, sólo
podía ser obtenido, en esa fase de la técnica agrícola, mediante la pequeña
explotación intensiva, por una relación más estrecha y sólida de la fuerza de
trabajo personal con el suelo. La utilización más duradera de una misma parcela
por una sola familia campesina se convirtió en la condición de un cultivo más
cuidado. El abono, en particular, es una causa reconocida de redistribuciones
menos frecuentes de las tierras, tanto en Alemania como en Rusia. De manera
general, la tendencia a redistribuciones cada vez más espaciadas aparece en
todas las comunidades agrarias, lo que tenía como consecuencia el pasaje del sorteo
a la transmisión hereditaria. El paso de la propiedad colectiva a la propiedad
privada se da simultáneamente con la intensificación del trabajo allí donde los
bosques y los pastizales siguen siendo durante más tiempo tierras comunales,
mientras que los campos cultivados más intensivamente abren la vía al reparto
del territorio común y al bien hereditario. La propiedad privada de las
parcelas de tierra arable no elimina, sin embargo, la organización colectiva de
la economía, que se mantiene largo tiempo mediante el entremezclamiento de las
parcelas y la comunidad de los bosques y de los pastizales. Con ello, tampoco
se encuentra todavía eliminada, en el seno de la vieja sociedad, la igualdad
económica y social. Se forma inicialmente sólo una masa de campesinos uniforme
en cuanto a sus condiciones de vida que, en general, puede trabajar y vivir
según las viejas tradiciones durante siglos. Pero, con el carácter hereditario
de las fincas y las particiones o mayorazgos a él ligados, y luego
particularmente con la venalidad y, en general, la alienabilidad de las fincas
campesinas, ya se han abierto las puertas a la desigualdad futura.
El proceso señalado socava con extrema lentitud la organización social
tradicional. Se encuentran en acción otros factores históricos que lo hacen
mucho más rápidamente y mucho más a fondo; son
los gastos públicos cada vez más importantes, que superan los estrechos límites
naturales de la comunidad agraria. Ya hemos visto la importancia decisiva
de la irrigación artificial para el cultivo de los campos en Oriente. Esta
poderosa intensificación del trabajo y fuerte elevación de su productividad
llevaron a resultados de alcance completamente distinto, por ejemplo, del que
tuvo el paso a la utilización de abonos en Occidente. La realización del
regadío artificial implica de antemano el trabajo en gran escala, una empresa
de grandes proporciones. A raíz de ello, no encuentra en el seno de la
organización comunitaria los órganos adecuados y tienen que crearse órganos
especiales situados por encima de la comunidad. Sabemos que la dirección de las
obras hidráulicas públicas era la raíz más profunda de la dominación sacerdotal
y de toda la soberanía oriental. Pero asimismo en Occidente, y en todas partes,
existen diversos asuntos públicos que, por muy sencillos que resulten
comparados con la organización actual de los estados, tienen que resolverse
también en la sociedad primitiva, se multiplican con la evolución y el progreso
de la sociedad y por ello, con el tiempo, llegan a requerir órganos especiales.
En todas partes (en Alemania como en el Perú, en India como en Argelia) hemos
individualizado como línea de desarrollo, que
los cargos públicos tienden, en la sociedad primitiva, a pasar de electivos a
hereditarios.
Ante todo, incluso este cambio que se realiza lenta e insensiblemente, no
entraña aún ruptura con los fundamentos de la sociedad comunista. Más bien, el
carácter hereditario de los cargos públicos se debe, de forma natural, a la
circunstancia de que aquí, como en las sociedades primitivas, son la tradición
y la experiencia personalmente acopiada las que mejor aseguran el correcto
desempeño del cargo. Sólo que, con el tiempo, la permanencia hereditaria de los
cargos en determinadas familias tiene que llevar insoslayablemente a la formación
de una pequeña aristocracia local cuyos miembros se convierten, de servidores
de la comunidad, en dominadores de ésta. Las tierras indivisas, el ager
publicus de los romanos, a las que iba naturalmente unido de forma directa el
poder público, sirvieron de base a la conformación de esta nobleza. El robo de
la tierra indivisa o inculta es el método que emplean regularmente todos los
dominadores autóctonos o extranjeros que se alzan por encima de la masa del
pueblo campesino y lo sojuzgan políticamente. Cuando se trata de un pueblo
excluido de los grandes caminos de la cultura, la nobleza primitiva podía
diferenciarse poco de la población por su forma de vida todavía podía
participar directamente en el proceso de producción, y la sencillez democrática
de las costumbres podía paliar las diferencias de fortuna. Así, la aristocracia
de los yakutos es solamente más acaudalada en cabezas de ganado y más
influyente en los asuntos públicos, que la masa. Pero si sobrevienen el
contacto con pueblos de más elevada civilización y un intercambio más asiduo,
entonces se agregan prontamente a los restantes privilegios de la nobleza
necesidades más refinadas y el desacostumbramiento del trabajo, y se produce en
la sociedad una verdadera división en clases. El cuadro más típico de ello es
la Grecia de los tiempos post-homéricos.
Así es cómo la división del trabajo en el seno de la sociedad primitiva
lleva inevitablemente, tarde o temprano, al estallido desde dentro de la
igualdad política y económica. Pero hay una función de carácter público que
desempeña en este proceso un papel sobresaliente y realiza esta obra mucho más
enérgicamente que los cargos de carácter pacífico: la dirección de la guerra. Al principio es una función de toda la
sociedad, pero con el tiempo, y como resultado de los progresos de la
producción, se torna en especialidad de ciertos círculos dentro de la sociedad
primitiva. Cuanto más desarrollado, regular y planificado es el proceso de
trabajo de la sociedad, tanto menos tolera esta la irregularidad de la
actividad bélica y el desperdicio de tiempo y fuerzas que comporta. Si en la
caza y el pastoreo nómada las campañas guerreras que tienen lugar de tanto en
tanto constituyen el resultado directo del sistema económico, la agricultura va
unida a una vida más pacífica y una mayor pasividad de la masa de la sociedad,
pero por ello mismo requiere a menudo una clase particular de guerreros
dedicados a la defensa. De un modo u otro, la actividad bélica (expresión ella
misma de los estrechos límites de la productividad del trabajo) desempeña un
gran papel entre todos los pueblos primitivos y conduce en todas partes, con el
tiempo, a un nuevo tipo de división del trabajo. La segregación de una nobleza
guerrera o de un estamento de jefes es, en todas partes, el golpe más fuerte
que tiene que sufrir la igualdad social de la sociedad primitiva. De manera que
allí donde encontramos todavía sociedades primitivas históricamente
documentadas o existentes en la actualidad, casi en ningún sitio aparecen
aquellas relaciones de libertad e igualdad que Morgan pudo describirnos, en un
feliz ejemplo, entre los iroqueses. Por el contrario, la desigualdad y la
explotación son en todas partes las señales de todas las sociedades primitivas
como se nos presentan, producto de una larga historia de disociación, ya se
trate de las castas dominantes de Oriente o de la aristocracia de los yakutos,
de los “grandes hombres del clan” de los celtas escoceses, o de la nobleza
guerrera de los griegos, romanos y de los germanos de la época de las grandes
migraciones o, finalmente, de los pequeños déspotas de los reinos negros
africanos. Si consideramos, por ejemplo, el famoso reino del Mauta Kasembe, en
el centro de África del sur al este del Imperio Lunda, en el cual habían
penetrado los portugueses a comienzos del siglo XIX, encontramos allí, en el
corazón de África, incluso en un territorio apenas hollado por europeos, entre
negros primitivos, relaciones sociales en las que ya no se puede encontrar
mucho de la igualdad y la libertad de los miembros del grupo. Así nos pinta la
situación, por ejemplo, la expedición del comandante Monteiro y del capitán
Gamitto, emprendida en 1831, desde Zambezi a aquel país con objetivos de
comercio e investigación. Ante todo, la expedición entró en el país de los
malawi, que llevaban a cabo una primitiva agricultura de azada, habitaban
chozas cónicas y sólo vestían un trapo en las caderas. En la época en que
Monteiro y Gamitto atravesaron el país los malawi se encontraban sometidos a un
despótico cacique que ostentaba el título de Nede. Todas las querellas las
resolvía él en su capital, Muzienda, y no estaba permitido oponer a esta
decisión contradicción alguna. Como mera formalidad reúne a un consejo de
ancianos que, sin embargo, tiene que compartir invariablemente su opinión. El país
se divide en provincias gobernadas por mambos y éstas, a su vez, en distritos
encabezados por funos. Todas estas dignidades son hereditarias. “El 8 de agosto
se llegó a la residencia de Mukanda, el más poderoso cacique de los chewa. Éste,
a quien se había enviado un obsequio compuesto de diversos artículos de
algodón, tela roja, diversas perlas, sal y cauri, llegó al día siguiente al
campamento montado en un negro. Mukanda era un hombre de entre 60 y 70 años, de
expresión agradable, majestuoso. Su único vestido consistía en un trapo sucio
que se había puesto en las caderas. Se quedó unas dos horas y al despedirse
tomó de cada uno, en una forma amistosa e irresistible, un regalo… La
inhumación de los caciques se acompaña entre los chewa de ceremonias
extremadamente bárbaras. Se encierra a todas las mujeres del difunto junto con
el cadáver en una misma cabaña hasta que está todo listo para el entierro.
Luego se pone en marcha el cortejo… hacia la tumba, y al llegar allí bajan a
ella la favorita del muerto y siete mujeres más y se echan allí con las piernas
extendidas. Se cubre esta base viviente con trapos, se pone encima el cadáver y
luego se arrojan en la tumba seis mujeres más a quienes se ha partido
previamente la nuca. Luego se cierra el sepulcro, y la escalofriante ceremonia
concluye con el empalamiento de dos jóvenes, cuyos despojos son colocados sobre
la tumba, uno con un tambor en la cabecera y el otro con arco y flecha a los
pies. El comandante Monteiro fue testigo ocular de una inhumación de este tipo
durante una estancia en el país chewa.” De allí, en dirección al centro del
reino, el terreno ascendía. Los portugueses llegaron “a una comarca elevada,
yerma, casi completamente desprovista de alimentos; por todos lados se presentaban
huellas de devastación por campañas guerreras pasadas, y el hambre acosó a la
expedición del modo más amenazante. Se enviaron mensajeros con regalos al
siguiente mambo, para obtener guías; pero los enviados regresaron con la
aterradora nueva de que habían encontrado al mambo junto a su familia próximos
a la muerte por hambre, en completa soledad por extinción del resto de los
habitantes de la aldea… Antes inclusive de llegar al corazón del reino, se
recibían muestras de la bárbara justicia que estaba allí a la orden del día; no
era raro encontrar a jóvenes a quienes se les habían cortado las orejas, manos,
la nariz u otras partes o miembros, como pena por cualquier falta
insignificante cometida… El 19 de noviembre se alcanzó finalmente el éxito con
la entrada en la capital, donde el asno que montaba el capitán Gamitto causó no
poca sensación. Pronto se alcanzó una calle bordeada de cada lado por una
empalizada de dos o tres metros de alto hecha con varillas entrelazadas y
realizadas con tanta regularidad que parecen paredes. A ambos lados se ven, a
intervalos determinados, puertecitas abiertas en estas paredes de paja. Al
término de esta calle se encuentra una pequeña barraca cuadrangular abierta
sólo por el oeste y en cuyo centro se alza una figura humana esculpida
burdamente en madera, de 70 cm. de altura, sobre un pedestal también de madera.
Ante el costado abierto había un montón de más de 300 cráneos. Allí la calle se
abre en un espacio cuadrangular amplio a cuyo término hay una gran selva
separada de la plaza sólo por un cerco. Sobre el costado exterior de éste, a
ambos lados de la puerta y sujetos a ella, 30 cráneos alineados como ornamento…
Luego se desarrolló el recibimiento del Muata quien, con todos los fastos
bárbaros imaginables, y rodeado por toda su fuerza militar, compuesta por 5.000
a 6.000 hombres, se presentó a los portugueses. Se sentó en una silla cubierta
de tela verde, colocada sobre un montón de pieles de leopardo y de león. Tenía
la cabeza cubierta con un gorro cónico escarlata armado con plumas de 1/2 metro
de longitud. Ceñía su frente una diadema de piedras brillantes; le cubría el
pescuezo y los hombros una especie de collar de caracoles, trozos de espejo
cuadrangulares y gemas falsas. Cada brazo lo tenía envuelto en una ancha faja de
tela azul guarnecida de piel; le rodeaban el antebrazo, además, cordones de
piedras azules. Le cubría el abdomen una tela orlada de amarillo, rojo y azul
tomada por un cinturón. Tenía las piernas adornadas, a semejanza de los brazos,
con piedras azules.
“El monarca estaba sentado allí, orgulloso, protegido del sol por siete
sombrillas de variados colores; como cetro blandía un rabo de ñu, y doce negros
provistos de escobas se ocupaban de alejar del suelo, en su entorno, todo grano
de polvo, toda impureza. Alrededor del soberano se desplegaba una corte muy
complicada. Ante todo, custodiaban su trono dos filas de figuras de 40 cm. de
altura que representaban la parte superior de un negro adornado con cuernos de
animales, y entre estas figuras (había una jaula que contenía una figura más
pequeña ante las figuras) estaban sentados dos negros que quemaban hojas
aromáticas en braseros. El sitio de honor lo ocupaban ambas mujeres
principales, la primera de las cuales estaba vestida en forma semejante al
Muata. Detrás se encontraba desplegado el harén de 400 mujeres; ahora bien,
estas damas estaban completamente desnudas, salvo por el taparrabo. Además de
ellas había otras 200 damas negras por lo que pudiera ofrecerse. Dentro del
cuadrángulo formado por las mujeres se encontraban sentados los máximos
dignatarios del reino, los Kilolo, sobre pieles de león y leopardo, con una
sombrilla cada uno y vestidos de forma semejante al Muata; varias orquestas que
producían un ruido ensordecedor con instrumentos de peculiar figura, y algunos
bufones vestidos con pieles y cuernos de animales que corrían en todas
direcciones, completaban la compañía del Cazembe quien, con esta digna
preparación, aguardaba la llegada de los portugueses. El Muata es el soberano
absoluto de este pueblo, cuyo título significa sencillamente señor.
Directamente por debajo de él se encuentran los Kilolo, o la nobleza, que a su
vez se descompone en dos clases. El príncipe heredero, los parientes próximos
del Muata y el comandante supremo de la fuerza bélica pertenecen al grupo de
los nobles más altos. Pero el Muata dispone de las vidas y propiedades
inclusive de estos nobles, de forma ilimitada.”
“Si este tirano está malhumorado, hace cortar directamente las orejas a
quien, no comprendiendo bien una orden, pregunta nuevamente, “para que aprenda
a oírle mejor”. Todo latrocinio en perjuicio de su propiedad comporta la pena
de amputación de orejas y manos; quien se encuentra o habla con cualquiera de
sus mujeres sufre la muerte o la amputación de todos sus miembros. El
supersticioso pueblo le ve de tal modo que cree que nadie puede tocarle sin
morir por acción de los medios mágicos de que él dispone. Pero como este
contacto no siempre puede evitarse, han encontrado un medio de evitar semejante
muerte. Quien ha tocado al soberano se arrodilla ante él, éste pone la palma de
su mano en contacto con la del otro de un modo misterioso y, de tal forma, le
libera del sortilegio mortal.” (Stanleys und Camerous Reisen durch Afrika
(bearbeitet von Richard Oberländer), Leipzig 1879, página 68 (74-80)) Es el
cuadro de una sociedad que se ha alejado mucho de los fundamentos originarios
de toda comunidad primitiva, de la igualdad y la democracia. Con todo, no es
imposible en absoluto que, bajo esta forma de despotismo político, continuaran
existiendo relaciones comunistas, la propiedad común de la tierra, o el trabajo
organizado colectivamente. Los portugueses, que observaban con el mayor detalle
los cachivaches exteriores de los trajes y audiencias, no tenían penetración,
interés ni patrón, como todos los europeos, para las relaciones económicas, en
particular para aquellas contrarias a la propiedad privada europea. Pero en
todos los casos la desigualdad social y el despotismo de las sociedades
primitivas se diferencian esencialmente de los reinantes en las sociedades
civilizadas y que son trasplantados a las primitivas. La elevación de la
nobleza primitiva a este rango, el poder despótico del jefe primitivo, son
productos naturales de la sociedad lo mismo que sus restantes condiciones de
vida. No son más que otra expresión de la impotencia de la sociedad frente a la
naturaleza circundante y frente a las propias relaciones sociales, aquella
impotencia que se manifiesta tanto en las prácticas mágicas del culto como en
las hambrunas que se instauran periódicamente, donde los despóticos jefes
perecen a medias o completamente junto con la masa de sus súbditos. Por ello,
esta dominación de la nobleza o del jefe mantiene perfecta armonía con el resto
de las formas de vida materiales y espirituales de la sociedad, lo que se hace
perceptible en el significativo hecho que el poder político de los soberanos
está siempre entrelazado con la religión natural primitiva, con el culto de los
difuntos del modo más estrecho, y se apoya en ellos. Desde este punto de vista,
el Muata Cazembe de los negros de Lunda (con quien entierran vivas catorce
mujeres y que, dispone a su voluble capricho de la vida o la muerte de sus
súbditos porque él mismo cree, y su pueblo está inquebrantablemente convencido
de que él es un poderoso mago); o aquel despótico “príncipe Kazongo” de las
márgenes del río Lomami (que 40 años más tarde ejecutó una danza de brincos con
gran dignidad, en medio de sus grandes y su pueblo, con una falda de mujer,
galones de piel de simios y con un pañuelo sucio ciñéndole la cabeza,
acompañado por sus dos hijas desnudas, como acto de bienvenida para el inglés
Cameron) son en sí fenómenos mucho menos absurdos y demenciales que la
dominación por “gracia de Dios” de un hombre de quien ni su más enconado
enemigo podría decir que sea mago, sobre los 67 millones de individuos
integrantes de un pueblo que ha producido un Kant, un Helmholtz y un Goethe.
La sociedad
comunista primitiva lleva por su propio desarrollo interno al desenvolvimiento
de la desigualdad y del despotismo. Pero con ello no perece
todavía, sino que puede continuar existiendo en estas condiciones primitivas
durante milenios. Con todo, tales sociedades se convierten por lo regular,
tarde o temprano, en presa de una conquista extranjera y sufren entonces una
transfiguración social más o menos amplia. Reviste especial importancia
histórica aquí la dominación musulmana sobre pueblos extranjeros, por haberse
adelantado a la europea en vastas porciones de Asia y África. En todos aquellos
países conquistados donde los pueblos nómadas mahometanos (tanto mongoles como
árabes) establecieron y afianzaron su dominación, se produjo un proceso que
Henry Maine y Maxim Kovalevski llaman feudalización del país. Sin apropiarse de
la tierra misma, los conquistadores tenían dos objetivos: recaudación de tributos y afianzamiento militar de su dominación en el
país. Para ambas finalidades servía cierta organización
administrativo-militar según la cual se dividía el país en varias gobernaciones
y se otorgaba una especie de feudo a funcionarios musulmanes que eran, a la
vez, recaudadores de impuestos y jefes militares. También se dedicaban grandes
porciones de tierras baldías a la fundación de colonias militares. Estas
instituciones, junto con la difusión del islam, producían sin lugar a dudas un
profundo cambio en las condiciones generales de existencia de las sociedades
primitivas. Sólo que con ello era poco lo que se modificaban sus condiciones
económicas. Los fundamentos y la organización de la producción permanecían en
el mismo estado y, pese a la explotación y a la opresión militar, se
perpetuaban durante siglos. Claro que la
dominación musulmana no resultaba en todas partes tan prudente en relación
con las condiciones de vida de los aborígenes. En la costa oriental de África,
a partir del sultanado de Zanzíbar, los
árabes efectuaron durante siglos un amplio comercio de esclavos que traía
aparejadas verdaderas cacerías de negros en el interior de África, el
despoblamiento y la destrucción de aldeas enteras, y la acentuación del poder
despótico y de los jefes nativos, quienes encontraban un negocio seductor en la
venta a los árabes de sus propios súbditos o las de tribus vecinas y
tributarias. Pero también este cambio tan profundamente significativo para los
destinos de la sociedad africana ocurrió solo como consecuencia ulterior de influencias europeas: la trata de negros
recién floreció después de los descubrimientos y conquistas efectuados por los
europeos en el siglo XVI, para servir en las plantaciones y minas de América y
Asia.
Desde todo punto de vista, pues, sólo la penetración de la civilización
europea resulta fatal para las relaciones sociales primitivas. Los
conquistadores europeos son los primeros que no sólo emprenden el sojuzgamiento
y explotación económicos de los aborígenes, sino que arrancan de sus manos los
propios medios de producción, la tierra. Pero
con ello el capitalismo europeo quita su base al orden social primitivo.
Surge aquello que es más nocivo que toda opresión y explotación: la anarquía total y el fenómeno
específicamente europeo que es la inseguridad de la existencia social. El capitalismo europeo trata a la población
sojuzgada, a la que priva de sus medios de producción, como simple fuerza de
trabajo, y la esclaviza si como tal sirve a los fines del capital, cuando no la
extermina. Hemos visto este método en las colonias españolas, inglesas,
francesas; ante el avance del capitalismo se rinde el orden social primitivo,
que ha sobrevivido a todas las fases históricas anteriores. Sus últimos restos
son borrados de la faz de la tierra y sus elementos (fuerzas de trabajo y
medios de producción) absorbidos por el capitalismo. Así cayó en todas partes
la sociedad comunista originaria (en última instancia, por haber sido dejada
atrás por el progreso económico), haciendo sitio a nuevas perspectivas de
desarrollo. Este desarrollo y este progreso van a estar representados, durante
largo tiempo, por los infames métodos de una sociedad de clases, hasta que
también ésta sea sobrepasada y apartada del camino por el progreso ulterior.
También aquí, la violencia, está al servicio de la evolución económica.
4. La
producción mercantil……….108
La tarea que nos hemos planteado es la siguiente: una sociedad no puede existir sin trabajo en común, es decir sin
trabajo dotado de plan y organización. Asimismo, hemos encontrado, en todos
los tiempos, las formas más diversas… En la sociedad actual no encontramos
ninguna: ni dominación, ni ley, ni democracia, ni huellas de plan y
organización: sólo la anarquía.
¿Cómo es posible la sociedad capitalista?
I
Para descubrir cómo está construida la Torre de Babel capitalista,
imaginemos nuevamente, por un instante, una sociedad donde el trabajo esté
organizado y planificado. Sea una sociedad con división del trabajo altamente
desarrollada en la que no sólo están separadas la agricultura y la industria,
sino que también dentro de cada una de estas ramas se ha llegado a la
especialización de grupos particulares de trabajadores. Entonces, en la
sociedad hay labradores y guardabosques, pescadores y jardineros, zapateros y
sastres, cerrajeros y herreros, hilanderos y tejedores, etc., etc. Entonces, la
sociedad en su conjunto está abastecida de trabajo de todo tipo y productos de
toda especie. Estos productos benefician, en cantidad mayor o menor, a todos
los miembros de la sociedad, pues el trabajo es común, está dividido y
organizado de antemano por una autoridad cualquiera, ya sea la ley despótica
del gobierno, ya sea la servidumbre o cualquier otra forma de organización.
Para simplificar, imaginemos que se trata de una comunidad comunista con
propiedad común tal como la conocemos ya por el ejemplo de India. Supongamos
por un instante solamente que la división del trabajo dentro de esta comunidad
se encuentra mucho más avanzada de lo que estuvo de hecho históricamente, y que
una parte de los miembros de la comunidad se dedica exclusivamente a la
agricultura, mientras artesanos especiales llevan a cabo los otros trabajos. La
economía de esta comunidad nos resulta enteramente clara: son los propios
miembros de la comunidad quienes poseen en común la tierra y todos los medios
de producción, así como es su voluntad colectiva la que determina qué se ha de
producir, cuándo y cuánto de cada producto. En cambio, la masa de productos,
una vez elaborados, dado que pertenece igualmente a todos, se distribuye entre
todos en proporción a las necesidades. Pero imaginemos ahora que en esta
comunidad comunista así constituida, un buen día ha dejado de existir la
propiedad común y, con ella, también el trabajo común y la voluntad común que
regía la producción. La división del trabajo altamente desarrollada que se
había alcanzado, naturalmente, permanece. El zapatero está sobre su horma, el
panadero no tiene ni entiende nada que no sea su horno, el herrero no tiene más
que su fragua ni sabe hacer otra cosa que blandir el martillo, etc., etc. Pero
se ha roto la cadena que ligaba todos estos trabajos particulares en un trabajo
colectivo, en una economía social. Ahora anda cada uno por su lado: el
labrador, el zapatero, el panadero, el cerrajero, el tejedor, etc. Cada uno de
ellos es un hombre completamente libre e independiente. La comunidad ya no
tiene nada que decirle, nadie puede ordenarle que trabaje para la colectividad,
pero tampoco nadie se preocupa de sus necesidades. La comunidad, que era un
todo, se ha descompuesto en átomos singulares, en partículas separadas, como un
espejo hecho trizas. Cada uno, en cierto modo, flota en el aire como un grano de
polvo suelto y tiene que arreglárselas solo. ¿Qué pasa con una comunidad en la
que ha ocurrido semejante catástrofe de la noche a la mañana? ¿Qué harán los
hombres abandonados a sí mismos? Ante todo, lo único seguro es esto:
inmediatamente después de la catástrofe trabajarán exactamente igual como lo
habían hecho antes. Pues dado que sin trabajo no pueden satisfacerse las
necesidades humanas toda sociedad humana tiene que trabajar. Cualesquiera sean
las evoluciones y cambios que se produzcan, el trabajo no puede interrumpirse
un solo instante. Así pues, aún después de cortarse sus lazos recíprocos y
quedar cada uno por su lado, los que fueron miembros de la comunidad comunista
seguirían trabajando y, puesto que hemos supuesto que cada trabajo está ya
especializado, cada uno sólo podría continuar ejerciendo aquel trabajo que se
ha convertido en su oficio y cuyos medios de producción detenta: el zapatero
haría botas, el panadero cocería pan, el tejedor elaboraría telas, el labrador
cultivaría granos etc. Pero inmediatamente surge la siguiente dificultad: cada
uno de estos productores elabora objetos de consumo de la mayor importancia y
directamente útiles; cada uno de los especialistas: el zapatero, el panadero,
el herrero, el tejedor eran, todavía ayer, miembros útiles de la comunidad que
gozaban de igual estima que los demás y que no podían desenvolverse sin la
comunidad. Cada uno tenía un puesto importante en el conjunto. Pero ahora ya no
existe el conjunto, sino que cada uno existe por sí mismo. Pero ninguno puede
vivir solo de los productos de su trabajo. El zapatero no puede devorar sus
botas, el panadero no puede satisfacer todas sus necesidades con pan, el
agricultor podría, con un granero riquísimamente guarnecido, perecer de hambre
y frío si no tuviese otra cosa que grano. Cada uno tiene necesidades múltiples
y solo no puede satisfacer más que una. Así, cada uno necesita cierta cantidad
de los productos de todos los demás. Todos dependen unos de otros. Pero cómo
realizar esto, puesto que sabemos que no existen más relaciones ni lazos de
ninguna especie entre los diversos productores. El zapatero necesita
urgentemente del panadero, pan; pero no puede obligarlo a que se lo entregue,
puesto que ambos son hombres iguales, libres e independientes. Si quiere beneficiarse
con el fruto del trabajo del panadero, esto evidentemente no puede apoyarse
sino en la reciprocidad, es decir que sólo es posible si él entrega al
panadero, por su parte, un producto que sea útil a éste. Pero igualmente el
panadero necesita productos del zapatero y se encuentra exactamente en la misma
situación que éste. Con ello está dada la base de la reciprocidad. El zapatero
da al panadero botas para obtener de él pan a cambio. Zapatero y panadero
intercambian sus productos y de esta forma pueden satisfacer, uno y otro, sus
necesidades. Así resulta que, con división del trabajo altamente desarrollada,
con independencia total de los productores entre sí y en ausencia de toda
organización entre ellos, la única vía para hacer accesibles a todos los
productos de diversos trabajos es el
intercambio. El zapatero, el panadero, el labrador, el hilandero, el
tejedor, el cerrajero (todos intercambian sus productos entre sí y satisfacen
de este modo sus necesidades de todo tipo). Con esto el intercambio ha creado
un nuevo lazo entre los productores privados dispersos, separados, aislados, y
el trabajo y el consumo; la vida de la comunidad destrozada puede continuar,
pues el intercambio les ha brindado la posibilidad de trabajar nuevamente unos
para otros, es decir que ha hecho nuevamente posible, aun bajo la forma de la
producción privada dispersa, el trabajo social conjunto, la producción social.
Pero se trata por cierto de un tipo nuevo y peculiar de trabajo social
conjunto, y tenemos que considerarlo más de cerca. Cada individuo trabaja ahora
por su cuenta, produce por su cuenta, según su propia voluntad y juicio. Ahora
tiene que producir, para vivir, productos que no necesita él, sino los demás.
De este modo, cada uno trabaja para otros. En sí, esto no es nuevo ni
particular. También en la comunidad comunista trabajaban todos unos para otros.
Lo particular es, sin embargo, que ahora cada uno entrega a otros su producto
en el intercambio y sólo puede obtener productos de otros por vía del
intercambio. Así pues, ahora, para conseguir los productos que necesita, cada
uno tiene que producir con su propio trabajo productos destinados al
intercambio. El zapatero tiene que producir continuamente zapatos que él mismo
no necesita en absoluto, que para él son enteramente inútiles. Para él sólo
tienen la utilidad y finalidad consistentes en que puede intercambiarlos por
otros productos que sí necesita. De modo que produce sus botas de antemano para
el intercambio, es decir que las produce como mercancías. Ahora cada uno puede
satisfacer sus necesidades, es decir obtener productos que han producido otros,
sólo si por su parte aparece con un producto que otros necesitan y que él ha
elaborado con su trabajo para este fin; es decir que cada uno accede a una
participación en los productos de todos los demás, en el producto social,
siempre que él mismo se presente con una mercancía. El producto elaborado por
él mismo para el cambio es ahora su derecho de exigir una parte del producto
social total. El producto social total ya no existe, por cierto, en la forma
anterior como ocurría en la comunidad comunista, donde constituía directamente
en toda su masa, en su totalidad, la riqueza de la comunidad y sólo después se
distribuía. Es decir que era elaborado por todos en común por cuenta de la
comunidad y bajo la dirección de la comunidad, y lo que se producía venía ya al
mundo como producto social. Sólo después se producía la distribución del
producto común entre los individuos, y sólo después entraba el producto en el
consumo privado de los diversos miembros de la comunidad. Ahora ocurre al revés: cada uno produce como persona privada,
individual por su cuenta, y sólo los productos ya elaborados componen, en el
intercambio, una suma que se puede considerar como riqueza social. La participación
del individuo, tanto en el trabajo social como en la riqueza social, está ahora
representada por las mercancías particulares que él ha producido con su trabajo
y traído para cambiarlas con otras. La participación de cada uno en el trabajo
social conjunto ya no se representa por tanto como una cierta cantidad de
trabajo asignada a él de antemano sino en el producto terminado, en la
mercancía, que él entrega según su libre albedrío. Si no quiere, no está
obligado a trabajar en absoluto, puede ir de paseo, nadie le reprenderá por
ello ni lo castigará, como ocurría por cierto con los miembros recalcitrantes
de la comunidad comunista, donde probablemente los holgazanes se veían
duramente reprendidos por el “habitante principal”, la cabeza de la comunidad,
o denunciados en la asamblea de la comunidad, en público. Ahora cada uno es su
propio, libre e limitado amo, la comunidad no existe como autoridad. Pero si no
trabaja, tampoco consigue nada de los productos del trabajo de otros. Por otro
lado, el individuo no está jamás seguro, incluso si trabaja con ahínco, de
obtener los medios de vida que le hacen falta; pues nadie está obligado a
dárselos, ni siquiera a cambio de sus productos. El cambio sólo se produce cuando se presenta una necesidad recíproca.
Si momentáneamente no hacen falta botas en la comunidad, por mucho ahínco que
ponga el zapatero en su trabajo y por muy buenas que sean las mercancías que
elabore, nadie las tomará de él ni le dará por ellas pan, carne, etc., de modo
que se queda sin lo más necesario para la vida. Aquí vuelve a expresarse una
notable diferencia con las relaciones comunistas anteriormente existentes en la
comunidad. La comunidad mantenía al zapatero porque en la comunidad hacen
falta, en general, botas. Cuántas botas debía elaborar, se lo decía la
autoridad comunitaria competente, puesto que él trabajaba en cierto modo sólo
como un empleado de la comunidad, y los demás se encontraban exactamente en la
misma situación. Pero si la comunidad se permitía tener un zapatero, naturalmente
tenía también que alimentarlo. El obtenía su participación como cualquier otro
de la riqueza común, independientemente de su participación en el trabajo.
Claro que tenía que trabajar, y se le alimentaba porque trabajaba, porque era
un miembro útil de la comunidad. Pero, aunque tuviese en el mes en cuestión más
o menos botas que elaborar, o incluso ninguna, su participación en los medios
comunitarios era exactamente igual. Ahora, en cambio, los consigue sólo en la
medida en que se necesita su trabajo, es decir en la medida en que su producto
es tomado por otros en el cambio, toma y daca. De modo que cada uno trabaja a
más no poder como quiere, cuanto quiere, en lo que quiere. La única
comprobación de que ha producido lo correcto, lo que la sociedad necesita, que
realmente ha provisto trabajo socialmente necesario, reside en el hecho de que
su producto es aceptado por otros. De modo que ahora no cualquier trabajo, por
muy diligente y sólido que sea, tiene un fin y un valor desde el punto de vista
social, sino que sólo tienen valor los productos intercambiables, un producto
que nadie acepta en el cambio, por muy sólido que sea, carece de valor,
constituye trabajo derrochado.
Así pues, ahora cada uno tiene que producir mercancías para participar de
los frutos de la producción social y, por ende, también en el trabajo social.
Pero nadie le dice que su trabajo es reconocido como socialmente necesario,
sino que lo experimenta en el hecho de que su mercancía es aceptada en el
cambio, que es intercambiable. Su participación en el trabajo y en el producto
de la colectividad, por tanto, sólo se asegura si le imprime a sus productos el
sello del trabajo socialmente necesario, el
sello del valor de cambio. Si su producto resulta no intercambiable,
entonces él ha elaborado un producto carente de valor, entonces su trabajo era
socialmente superfluo. En ese caso él no es más que un zapatero privado que,
por mero pasatiempo, ha cortado cuero y chapuceado botas, un zapatero privado
que en cierto modo se encuentra fuera de la sociedad; porque la sociedad no
quiere saber nada de su producto, y en razón de ello también le son
inaccesibles los productos de la sociedad. Si nuestro zapatero ha intercambiado
con éxito hoy sus botas, y ha obtenido por ellas medios de vida, no sólo puede
volver a casa saciado y vestido, sino también orgulloso: ha sido reconocido
como miembro útil de la sociedad; su trabajo es un trabajo necesario. Pero si
vuelve con sus botas porque nadie las ha querido tomar, entonces tiene plena
razón de estar melancólico, entonces se queda sin sopa. Así se le ha explicado
aunque con un frío silencio: la sociedad no te necesita, amiguito, tu trabajo
no era necesario en absoluto, de modo que eres un hombre superfluo que puede
colgarse sin que pase nada. Nuestro zapatero tiene contacto con la sociedad
sólo mediante un par de botas intercambiables o, hablando en general, una
mercancía dotada de valor de cambio. Pero en la misma situación, exactamente,
que nuestro zapatero, se encuentran el panadero, el tejedor, el labrador,
todos, en una palabra. La sociedad, que admite en unos casos al zapatero y en
otros lo rechaza fría y desdeñosamente, es la suma de todos estos productores
de mercancías separados unos de otros, que trabajan recíprocamente para el
cambio. Es por ello que, ahora, la suma del trabajo social y del producto
social que de este modo se realiza no se iguala a la suma de todos los trabajos
y productos de los diversos miembros como ocurría anteriormente en la economía
comunitaria comunista. Pues ahora uno u otro puede trabajar diligentemente y su
producto puede ser una cosa desperdiciada, sin embargo, si no encuentra quién
lo acepte en el cambio. Sólo el intercambio determina qué trabajos y qué
productos eran necesarios y, por ende, cuáles cuentan socialmente. Es como si
todos trabajasen primero a más no poder, a ciegas en su casa, y luego
arrastrasen sus productos privados, una vez listos, a un mismo sitio donde
todas las cosas se tamizasen para después estamparles un sello: éste y aquél
eran trabajos socialmente necesarios y se los acepta en el cambio, pero
aquellos no eran trabajos necesarios, de modo que son nulos y vanos. Este sello
indica: esto tiene valor, aquello carece de él, y el resultado constituye buena
o mala suerte privada para el interesado.
Si tomamos en conjunto las diversas unidades, quedan determinadas tres
importantes relaciones por el mero hecho del intercambio mercantil, sin ninguna
otra intervención ni regulación:
1. La participación de cada miembro
de la sociedad en el trabajo social. Esta participación, en cuanto a su tipo y
cantidad, no le es asignada ya de antemano por la comunidad sino sólo post
festum, se la acepta o rechaza en el producto terminado. Antes todos y cada uno
de los pares de botas que elaboraba nuestro zapatero eran trabajo social
directamente y a priori; ya lo eran cuando se encontraban en la horma. Ahora,
sus botas son ante todo trabajo privado que no le importa a nadie. Después se
las tamiza en el mercado y sólo en la medida en que son aceptadas en el cambio
se reconoce el trabajo del zapatero invertido en ellas como trabajo social. De
lo contrario, no pasan de ser un trabajo privado y carecen de valor.
2. La participación de cada
miembro en la riqueza social. Anteriormente, el zapatero obtenía en la
distribución su parte de los productos elaborados en la comunidad. Esto se
medía en primer término por el bienestar general, por la situación en que se
encontraba en cada oportunidad el patrimonio de la comunidad, y en segundo
lugar por las necesidades de los miembros. Una familia numerosa tenía que
recibir más que una menos numerosa. La magnitud de las familias desempeñaba
también un papel en la distribución de las tierras conquistadas entre las
tribus germánicas llegadas en la época de la migración a Europa y que se
establecieron sobre las ruinas del imperio romano. La comunidad rusa, que
todavía emprendía aquí y allí redistribuciones de su propiedad común en los
años ochenta, tomaba en consideración para ello el número de personas, el
número de “bocas” de cada hogar. Cuando reina de forma general el intercambio,
no existe ninguna relación entre la necesidad del miembro de la sociedad y su
participación en la riqueza, así como entre esta participación y la magnitud de
la riqueza global de la sociedad. Ahora sólo determina su participación en la
riqueza social el producto presentado en el mercado por cada miembro, y sólo en
la medida en que es aceptado en el cambio como socialmente necesario.
3. Finalmente, el mecanismo
del intercambio regula inclusive la división social del trabajo. Anteriormente
la comunidad establecía que le hacían falta tantos labradores, tantos
zapateros, panaderos, cerrajeros y herreros, etc. Correspondía a la comunidad y
a sus funcionarios electivos determinar la proporción correcta entre los
diversos oficios así como cuidar que se ejerciesen todas las ramas de trabajo
necesarias. Ustedes conocen el famoso caso de los representantes de una
comunidad aldeana que rogaron que se dejase en libertad a un cerrajero condenado
a muerte y, en todo caso, se ahorcase en su lugar a un herrero, pues había dos
herreros en la aldea. Se trata de un ejemplo rutilante de los cuidados de orden
público que merece la división correcta del trabajo en una comunidad. (Por lo
demás hemos visto cómo, en la Edad Media, el emperador Carlos prescribía
detalladamente los tipos de artesanos y el número de ellos que debía haber en
sus posesiones, Hemos visto también que en las ciudades medievales el
reglamento gremial se ocupaba de que los diversos oficios se ejerciesen en la
medida correcta y se atrajese desde fuera de la ciudad a los artesanos
faltantes.) Cuando reina el intercambio libre e ilimitado, esto está regulado
por el propio intercambio. Ahora nadie ordena a nuestro zapatero que ejerza la
zapatería. Si se le ocurre, puede producir pompas de jabón o dragones de papel.
Pero también, puede, si se le ocurre, dedicarse a tejer, hilar o al arte de
orfebrería en vez de la elaboración de botas. Nadie le dice que la sociedad lo
necesita en general, y que lo necesita específicamente como zapatero. Claro que
la sociedad necesita, en general, la zapatería como actividad. Pero ahora nadie
determina cuántos zapateros pueden cubrir esta necesidad. De modo que a nuestro
zapatero nadie le dice si él es necesario, si no hace mucha más falta un
tejedor o herrero. Pero lo que nadie le dice, lo experimenta única y
exclusivamente en el mercado. Si sus zapatos son aceptados en el cambio, él
sabe que la sociedad lo necesita como zapatero. Y al revés. Puede elaborar las
mejores mercancías, y sin embargo su mercancía será superflua si otros
zapateros han cubierto suficientemente la demanda. Si esto se repite, tiene que
abandonar su oficio. El zapatero superfluo se ve eliminado por la sociedad del
mismo modo mecánico en que las materias superfluas son eliminadas del cuerpo
animal: al no ser apeptado su trabajo como trabajo social, él se ve colocado en
estado de extinción. La propia compulsión a elaborar productos intercambiables
para otros como condición de existencia para sí guiará a nuestro zapatero
desechado a otro oficio donde exista demanda más potente y no suficientemente
cubierta, digamos a la tejeduría o a la elaboración de carros, con lo que se
colma allí el déficit de fuerzas de trabajo. Del mismo modo, por otra parte, no
sólo se establece la proporción adecuada entre los oficios, sino que los
oficios mismos son también suprimidos y creados. Cuando una necesidad
desaparece en la sociedad o resulta satisfecha por productos distintos de los
que lo hacían antes, no ocurre como en la comunidad comunista anterior, que los
miembros lo constatan y, en correspondencia con ello, los trabajadores son
retirados de un oficio y dedicados a otra cosa. Ello se exterioriza simplemente
en el carácter no intercambiable de los productos superados. En el siglo XVII,
los elaboradores de pelucas constituían una artesanía que no debía faltar en
ninguna ciudad. Pero posteriormente la moda cambió y se dejó de usar pelucas,
con lo que este oficio murió de muerte natural debido a que las pelucas se
habían hecho invendibles. Con la difusión de la canalización en las ciudades
modernas, y de las cañerías que proveen, mecánicamente de agua a cada vivienda,
se extinguió paulatinamente el oficio de los aguadores. Tomemos ahora un caso
inverso. Supongamos que nuestro zapatero, a quien la sociedad ha hecho sentir,
rechazando sistemáticamente su mercancía, que él no es socialmente necesario,
supongamos que sea tan presumido que crea, pese a ello, ser un miembro
imprescindible de la humanidad y quiera seguir viviendo. Para vivir, como
sabemos y como sabe él, tiene que producir mercancías. Y ahora inventa un
producto completamente nuevo, digamos una bigotera o una pomada maravillosa
para lustrar botas. ¿Ha creado con ello una nueva rama de trabajo socialmente
necesaria, o será un incomprendido como tantos inventores geniales? Nuevamente,
no se lo dice nadie, y sólo puede saberlo experimentando la respuesta en el
mercado. Si su producto nuevo es aceptado de forma duradera en el cambio
entonces la nueva rama de producción es reconocida como socialmente necesaria,
y la división social del trabajo ha experimentado una nueva ampliación.
Ustedes ven que hemos hecho surgir (y, por cierto, de modo enteramente
mecánico) paulatinamente, de nuevo cierta ligazón, un cierto orden en nuestra
comunidad que, después del desmoronamiento del régimen comunista, de la
propiedad común, después del desvanecimiento de toda autoridad en la vida
económica, de toda organización y orden planificado en el trabajo, de todo
vínculo entre los individuos que la integraban, parecía inmediatamente privada
de toda esperanza. Sin que medie ningún entendimiento entre los diversos
miembros, sin intrusión de poder superior alguno, los fragmentos se han
integrado ahora, mal o bien, para constituir el todo. Ahora el propio
intercambio regula de forma mecánica, como una especie de máquina hidráulica,
toda la economía: establece un vínculo entre los diversos productores, los
obliga a trabajar, regula la división del trabajo entre ellos, determina su
riqueza y la distribución de esta riqueza. El intercambio rige a la sociedad.
Claro que el ordenamiento que se ha alzado ahora ante nosotros es bastante
peculiar. La sociedad tiene ahora un aspecto completamente distinto del que
tenía anteriormente, bajo el régimen de la comunidad comunista. Entonces era un
todo compacto, una especie de familia grande cuyos miembros estaban muy unidos
entre sí y alentaban firme solidaridad, un organismo sólido, incluso osificado,
bastante invariable, rígido. Ahora es una formación laxa en extremo cuyos
miembros se escinden en pedazos y vuelven a juntarse a cada momento. En efecto,
hemos visto que a nuestro zapatero nadie le dice que debe trabajar, qué trabajo
ha de hacer, cuánto ha de trabajar. Por otro lado, nadie pregunta tampoco si
necesita medios de vida, cuáles ni cuánto le hace falta. Nadie se preocupa por
él; él no existe para la sociedad. Anuncia a la sociedad su existencia
apareciendo en el mercado con un producto de su trabajo. Se acepta su
existencia si su mercancía es aceptada. Se reconoce su trabajo como socialmente
necesario, y él por tanto como miembro laborioso de la sociedad, sólo en la
medida en que sus botas son aceptadas en el cambio. Recibe medios de vida de la
riqueza social sólo en la medida en que sus botas son tomadas como mercancías.
De modo que, como persona privada, no es miembro de la sociedad, igual que su
trabajo, que como trabajo privado no es aún trabajo social. Sólo pasa a ser
miembro de la sociedad en la medida en que elabora productos intercambiables,
mercancías, y sólo sigue siendo tal mientras tiene y puede enajenar tales
productos. Cada par de botas intercambiado hace de él un miembro de la
sociedad, y cada par de botas invendible vuelve a excluirlo de la sociedad. Así
pues el zapatero no tiene como tal, como hombre, lazos con la sociedad; sólo
sus botas lo ponen en contacto con la sociedad, y sólo en la medida en que
tienen valor de cambio, son vendibles como mercancías. No se trata pues de un
contacto permanente, sino de uno siempre renovado y que siempre vuelve a
interrumpirse. Pero, junto a nuestro zapatero, todos los demás productores de
mercancías se encuentran en la misma situación. Y no hay en la sociedad más que
productores mercantiles, pues sólo en el cambio se obtienen medios para vivir;
para recibirlos tiene que presentarse cada uno con mercancías. Producir
mercancías es una condición de vida y resulta así un estado de la sociedad en
el cual todos llevan una existencia separada como individuos completamente
desprendidos unos de otros que no existen unos para otros y que sólo a través
de sus mercancías alcanzan un contacto permanentemente variable con la
colectividad, o son desconectados nuevamente de ella. Es ésta una sociedad laxa
y móvil en extremo cuyos miembros se encuentran sujetos a un torbellino
inaudito.
Como vemos, la eliminación de la economía sujeta a un plan, y la
introducción del intercambio, han traído aparejada toda una revolución en las
relaciones sociales de los hombres, han transformado la sociedad de arriba
abajo.
II
Pero el
intercambio como único eslabón económico entre los miembros de la sociedad
tiene sus grandes dificultades, y no corre tan suavemente como lo
venimos suponiendo hasta aquí. Examinemos el asunto más de cerca.
Mientras considerábamos el cambio entre dos productores individuales, el
cambio entre el zapatero y el panadero, el asunto era sencillísimo. El zapatero
no puede vivir sólo de botas y necesita pan; el panadero, como ya lo dicen las
Sagradas Escrituras, no puede vivir sólo de pan y necesita, ciertamente no el
Verbo de Dios, pero sí botas, en este caso. Como aquí existe plena
reciprocidad, el cambio se produce fluidamente; el pan pasa de manos del
panadero, que no lo necesita, a manos del zapatero; las botas pasan del taller
del zapatero a la panadería. Ambos quedan satisfechos en sus necesidades, y
ambos trabajos privados se han acreditado como socialmente necesarios. Pero
suponemos, es claro, que lo mismo ocurre no sólo entre el zapatero y el panadero,
sino entre todos los miembros de la sociedad, es decir entre todos los
productores de mercancías a la vez. Y tenemos derecho a suponerlo puesto que
nos vemos incluso forzados a hacerlo. Pues todos los miembros de la sociedad
tienen que vivir, tienen que satisfacer necesidades múltiples. La producción de
la sociedad (dijimos antes) no puede detenerse ni un instante, pues no se
detiene ni un instante el consumo. Ahora tenemos que agregar: puesto que ahora
la producción está escindida en trabajos privados autónomos individuales,
ninguno de los cuales puede bastar por sí mismo al hombre, entonces (si el
consumo de la sociedad no ha de interrumpirse) tampoco puede el intercambio
detenerse ni un momento. De modo que todos intercambian sus productos permanentemente
con todos. ¿Cómo ocurre esto? Volvamos a nuestro ejemplo. El zapatero no sólo
necesita el producto del panadero sino que querría cierta cantidad de cada una
de las restantes mercancías. Además de pan, necesita carne del carnicero, una
chaqueta del sastre, material para una camisa del tejedor de lino, una galera
del sombrerero, etc. Sólo por vía del cambio puede obtener todas estas
mercancías; pero lo que puede, por su parte, ofrecer, son sólo botas en todos
los casos. En consecuencia, todos los productos que necesita para vivir tienen,
para el zapatero, ante todo la forma de botas. Cuando necesita pan, empieza por
hacer un par de botas; si necesita una camisa, hace botas; si quiere un
sombrero, o cigarros, sigue haciendo nuevamente, botas. En su trabajo especial,
para él personalmente, toda la riqueza social que le es accesible tiene forma
de botas. Sólo a través del intercambio en el mercado puede su trabajo
transformarse, dejando la estrecha forma de las botas por la forma múltiple de
los medios de vida que él necesita. Pero para que se realice efectivamente esta
transformación, para que el cuantioso y diligente trabajo del zapatero, del que
éste espera tantas satisfacciones, no quede atascado en la forma de las botas,
hay una importante condición necesaria que ya conocemos: es necesario que todos
los demás productores necesiten sus botas y estén dispuestos a aceptarlas en el
cambio. El zapatero obtendría todas las demás mercancías sólo si su producto,
las botas, fuese una mercancía demandada por todos los demás productores.
Conseguiría todas las demás mercancías en la cantidad correspondiente a su
trabajo, si sus botas fuesen una mercancía demandada en cualquier situación por
todos, o sea una mercancía de demanda ilimitada. Sería, evidentemente, por parte
del zapatero, una gran presunción y un optimismo infundado creer que su
mercancía particular revistiese carácter tan absoluta e ilimitadamente
imprescindible para el género humano. La cosa empeora si pensamos que todos los
productores individuales: el panadero, el cerrajero, el tejedor, el carnicero,
el sombrerero, el agricultor, etc., se encuentran exactamente en la misma
situación que el zapatero. Cada uno de ellos demanda y necesita los más
diversos productos, pero sólo puede ofrecer en cambio un único producto. Cada
uno de ellos podría satisfacer completamente sus necesidades solamente si su
mercancía particular fuese demandada, y aceptada en el cambio, en todas las
situaciones y por todos los miembros de la sociedad. Una breve reflexión les
indicará que esto es totalmente imposible. Cada uno no puede, en todo momento,
demandar todos los productos por igual. No pueden todos, pues, ser en todo
tiempo adquirientes ilimitados de botas, pan, ropas, cerraduras, hilado,
camisas, sombreros, bigoteras, etc., etc. Pero si no ocurre esto, entonces no
pueden intercambiarse todos los productos en todo momento. Si el intercambio es
imposible como relación universal permanente, entonces es imposible la
satisfacción de todas las necesidades en la sociedad, entonces el trabajo
universal es imposible en esta sociedad, entonces la existencia de la sociedad
es imposible. Y así estaremos todavía en aprietos y no podríamos realizar la
tarea que nos hemos planteado, es decir la explicación de la forma en la que, a
partir de los productores privados separados y dispersos, no ligados por ningún
plan comunitario de trabajo, ninguna organización, ningún lazo, puede sin
embargo, lograrse la cooperación social y formarse una economía. El intercambio
se nos ha presentado como un medio capaz de regular todo esto, aunque por
extrañas vías. Es necesario, sin embargo, que el intercambio pueda funcionar
efectivamente como un mecanismo regular. Pero encontramos tales dificultades,
ya en los primeros pasos, que no captamos en absoluto de qué forma puede
funcionar el intercambio como negocio universal y permanente.
Ahora bien, el medio de superar esta dificultad y hacer, posible el
intercambio social ha sido descubierto. Claro que no fue Cristóbal Colón quien
lo descubrió, sino que la experiencia social y la costumbre encontraron el
medio en el intercambio mismo o, como se suele decir, “la vida” misma resolvió
el problema. La vida social crea siempre junto con las dificultades, los medios
para superarlas. Es claro que no es posible que todas las mercancías sean
demandadas por todos, en masa ilimitada, en, toda ocasión. Pero en toda ocasión
y en toda sociedad hubo alguna mercancía importante, necesaria, útil, como base
de la existencia, para todos, y que por tanto todos demandaban en toda ocasión.
La tal mercancía no debe de haber sido justamente las botas, ya que la
humanidad no es tan vanidosa. Pero el ganado, por ejemplo, pudo ser ese
producto. El hombre no puede desenvolverse sólo con botas, tampoco sólo con
ropas, sólo con sombreros, o sólo con granos. Pero el ganadero, como base de
economía, asegura en todo caso la existencia de la sociedad: da carne, leche,
cueros, fuerza de trabajo, etc. Entre los numerosos pueblos nómadas, el
conjunto de la riqueza suele residir en rebaños. Todavía viven, o al menos
vivían hasta hace poco, las tribus negras de África casi exclusivamente de la
cría de ganados. Supongamos ahora que el ganado sea una riqueza muy codiciada
en nuestra comunidad; aunque no sea el único producto, sí que sea uno preferido
entre muchos otros que se elaboran en la sociedad. El criador de ganado dedica
entonces su trabajo privado a la producción de ganado, como el zapatero a las
botas, el tejedor al lienzo, etc. Sólo que el producto del criador de ganado,
según nuestro supuesto, goza sobre todos los demás de preferencia general
ilimitada, pues parece a todos el más imprescindible o importante. De modo que
el ganado es elemento de enriquecimiento aceptado por todos. Puesto que nos
atenemos a que en nuestra sociedad nadie puede conseguir nada por otro medio
que no sea el cambio, entonces no se puede, evidentemente, obtener del criador
el codiciado ganado de otro modo que a través del intercambio por otro producto
del trabajo. Pero, puesto que hemos supuesto que todos desean tener ganado,
esto significa que todos darían complacidos sus productos en todo momento
contra ganado. Y, a la inversa, se puede conseguir cualquier tipo de producto,
en todo momento, por ganado. De modo que quien tiene ganado sólo tiene que
optar, ya que todo está a su disposición. Y por lo mismo, a la inversa, nadie
quiere cambiar su producto particular por otra cosa que ganado; puesto que
tiene ganado, tiene todo, en virtud de que consigue todo, bajo cualquier
circunstancia, por ganado. Si comprenden esto todos al cabo de cierto tiempo y
se ha hecho costumbre, entonces el ganado se ha convertido paulatinamente en la
mercancía universal, es decir en la única, mercancía de demanda ilimitada y
universalmente codiciada. Por su carácter universal, el ganado facilita ahora
el intercambio entre todas las demás mercancías particulares. Ahora el,
zapatero recibe del panadero, a cambio de sus botas, no directamente pan, sino
ganado; después puede, si quiere, comprar con ganado pan, y todo lo que se le
ofrezca. Ahora puede también el panadero pagarle las botas con ganado, pues ha
obtenido igualmente ganado de otros, del cerrajero, del criador de ganado, del
carnicero, a cambio de su propio producto. Cada uno toma de otros ganados a
cambio de su propio producto y paga luego con el mismo ganado cuando quiere
tener los productos de otros. Así pasa el ganado de mano en mano, interviene en
todo acto de cambio, constituye el lazo espiritual existente entre los diversos
productores de mercancías. (Y cuanto más frecuentemente pasa así, el ganado de
mano en mano como intermediario en las operaciones de cambio, tanto más se
afianza su aceptación ilimitada y universal, tanto más se convierte en la única
mercancía intercambiable deseada en todo momento, en la mercancía universal.
Hemos visto anteriormente que cada producto del trabajo es, en una
sociedad de productores privados escindidos unos de otros, sin plan comunitario
de trabajo, ante todo un trabajo privado. Si este trabajo era socialmente
necesario, si, entonces, su producto tiene un valor y asegura al trabajador una
participación en los productos de la colectividad, todo esto lo muestra única y
exclusivamente el hecho de que este producto es aceptado en el cambio. Pero
ahora todos los productos se intercambian sólo por ganado; de modo que ahora un
producto vale como socialmente necesario sólo en la medida en que es posible
intercambiarlo por ganado. Su intercambiabilidad con el ganado, su equivalencia
con el ganado, da ahora a cada producto privado, el sello del trabajo
socialmente necesario. Hemos visto también que sólo mediante el intercambio y a
través del intercambio recibe el hombre privado, individual y aislado, el sello
de miembro de la sociedad. Es necesario ser más precisos: mediante el
intercambio por ganado. El ganado vale ahora como corporización del trabajo
social y, así, es ahora el ganado el único lazo social entre los hombres.
Al llegar aquí tendrán ustedes, seguramente, la íntima sensación de que
nos hemos enzarzado. Hasta aquí todo era en cierta medida comprensible. Pero el
ganado como mercancía universal, el ganado como corporización del trabajo
social, como único vínculo de la sociedad humana, ¡esto ya es una loca fantasía
y, para colmo, una fantasía ultrajante para el género humano! Sin embargo, se
sentirían ofendidos sin fundamento alguno. Pues aunque ustedes desprecien al
pobre ganado, en todo caso él está mucho más próximo al hombre y es mucho más
semejante, en cierto modo, a él que, digamos, un trozo de barro sacado del
suelo, un guijarro o un trocito de hierro. Tienen ustedes que conceder que el
ganado sería más digno de constituir el vínculo social viviente entre los
hombres, que un pedazo de metal inanimado. Y, sin embargo, la humanidad ha dado
en este caso la preferencia, justamente, al metal. Pues la significación y el
papel anteriormente descritos del ganado, no lo tiene, en el intercambio, sino
el dinero. Ahora, si pueden ustedes imaginarse el dinero en la forma de trozos
de oro o plata amonedados, o simplemente en billetes de banco de papel, y si
encuentran ustedes que este dinero metálico o de papel es algo natural como
intermediario universal del comercio entre los hombres como fuerza social, y
por el contrario encuentran que la descripción en la que el ganado desempeñaba
este papel era una locura, entonces esto sólo demuestra cuán aprisionada tienen
ustedes la mente en las representaciones del mundo capitalista actual. El
cuadro de las relaciones sociales, que tiene algo de razonable parece
completamente absurdo, y que es una perfecta locura parece natural. En
realidad, el dinero en forma de ganado tiene, exactamente, las mismas funciones
que el dinero metálico, y sólo consideraciones de comodidad nos han llevado a
hacer el dinero de metal. El ganado no se puede cambiar ciertamente tan bien,
ni medir su valor tan exactamente, como los homogéneos disquitos de metal,
además de que la conservación del dinero-ganado requeriría un monedero
demasiado grande, semejante a un establo. Pero antes de ocurrírsele a la
humanidad hacer el dinero de metal, estaba listo desde hacía muchísimo tiempo el dinero como intermediario indispensable
del intercambio. Pues el dinero, la mercancía universal, es justamente el
medio indispensable sin el cual no puede producirse intercambio universal, sin
el cual no puede existir la economía social sin plan, integrada por productores
individuales.
En efecto, consideremos ahora el papel múltiple del ganado en el
intercambio. ¿Qué es, en la sociedad que investigamos, lo que ha convertido el
ganado en dinero? El hecho de que él era un producto del trabajo general y
permanentemente codiciado. Pero, ¿por qué era el ganado permanente y
generalmente codiciado? Dijimos: porque era un producto útil en extremo, capaz
de asegurar la existencia como medio de vida múltiple. Sí, eso es cierto en un
comienzo. Pero posteriormente, cuanto más se utilizaba el ganado en el
intercambio general como intermediario, tanto más pasaba a segundo plano el uso
directo del ganado como medio de vida. Quien obtiene ahora ganado a cambio de
su producto se cuidará de matarlo y comerlo o de uncirlo al arado; el ganado
vale más como medio para comprar cualquier otra mercancía en cualquier momento.
De modo que quien recibe ganado no lo consumirá ahora como medio de vida, sino
que lo conservará como medio de cambio para nuevos actos de cambio. Notarán
también ustedes que, con la división del trabajo altamente desarrollada que
suponemos en la sociedad, el uso directo del ganado no es tampoco del todo
admisible. ¿Qué habría de hacer el zapatero, por ejemplo, con el ganado como
tal? ¿O el cerrajero, el tejedor, el sombrerero que no se ocupan de producción
agraria? Así, el uso directo del ganado como medio de vida se deja cada vez más
de lado, y entonces todos codician en todo momento el ganado, ya no porque es
útil para sacrificarlo, ordeñarlo, o para arar la tierra, sino porque otorga en
todo momento la posibilidad de cambiarlo por una mercancía cualquiera. La
utilidad específica, la misión del ganado se convierte cada vez más en
posibilitar el intercambio, servir para la transformación en cualquier momento
de los productos privados en productos sociales, de los trabajos privados en
trabajos sociales. El ganado pierde cada vez más la posibilidad de ser objeto
de uso privado, de servir al hombre como medio de vida y termina dedicándose exclusivamente
a su función de intermediación permanente entre los diversos miembros de la
sociedad. Así también deja de ser, paulatinamente, un producto privado como los
otros, pasando a ser de antemano un producto social, y el trabajo del criador
de ganado se convierte ahora, a diferencia de todos los demás trabajos de la
sociedad, en el único trabajo directamente social. De este modo el ganado se
cría, no ya solamente para ser usado como medio de vida sino, a la vez,
directamente para la finalidad de funcionar como producto social, como
mercancía universal, como dinero. Claro que una porción restringida del ganado
sigue siendo sacrificada o uncida al arado. Pero este carácter privado del
ganado se va extinguiendo progresivamente enfrentado a su carácter oficial de
dinero. Y, como tal, desempeña ahora un papel destacado y múltiple en la vida
de la sociedad.
1. Se convierte
definitivamente en medio de cambio universal y es reconocido oficialmente. Ya
nadie cambia botas por pan, ni camisas por herraduras. Quien pretendiera
hacerlo, sería rechazado con un encogimiento de hombros. Sólo por dinero puede
conseguirse algo. El cambio, anteriormente bilateral, se descompone en dos
operaciones separadas: la venta y la compra. Antes, cuando el cerrajero y el
panadero intercambiaban sus productos, con el simple cambio de manos cada uno
de ellos había vendido ya su mercancía y comprado la del otro. La compra y la
venta eran una misma operación. Ahora, cuando el zapatero vende sus botas, sólo
obtiene, y sólo acepta por ellas, ganado. Por el momento no ha hecho más que
vender su propio producto. Cuándo comprará algo, qué comprará, y si, en
definitiva, comprará o no, es asunto aparte. Suficiente es que el zapatero se
haya deshecho de su producto; ha transformado su trabajo de la forma botas a la
forma ganado. Pero la forma ganado es, como sabemos, la forma social oficial
del trabajo, y el zapatero puede conservar en ella su trabajo tanto tiempo como
quiera; pues sabe que en cualquier momento puede intercambiar el producto de su
trabajo, que reviste la forma de ganado, por cualquier cosa, es decir efectuar una
compra.
2. Pero con
ello el ganado se convierte ahora en el medio de ahorrar y acumular la riqueza,
se convierte en el medio de atesoramiento. Mientras el zapatero intercambiaba
sus productos sólo directamente por medios de vida, también trabajaba sólo para
cubrir sus necesidades cotidianas. Pues, ¿de qué le hubiera servido fabricar
botas para almacenarlas, o bien acumular grandes reservas de pan, carne,
camisas, sombreros, etc.? Lo único que se consigue conservando y almacenando
durante mucho tiempo objetos de uso diario es que se deterioren o inutilicen.
En cambio, ahora, el zapatero puede conservar, como medio destinado a servirle
en el futuro, el ganado que obtiene a cambio de los productos de su trabajo.
Ahora se despierta asimismo en nuestro artesano la economía, buscan vender
tanto como le es posible, guardándose, sin embargo, de gastar todo el ganado
obtenido; por lo contrario, busca acumularlo, puesto que el ganado es bueno
para todo y en todo momento, de modo que lo ahorra y lo junta para el futuro, y
deja a sus hijos, de este modo, los frutos de su trabajo como herencia.
3. El ganado se convierte a la
vez en medida de todos los valores y trabajos. Si el zapatero quiere saber
cuánto le redituará un par de zapatos en el cambio, cuánto vale su producto, se
dice por ejemplo: obtengo medio vacuno por par, mi par de zapatos vale medio
vacuno.
4. Finalmente, de este modo
el ganado se convierte en el contenido de la riqueza. Ahora no se dice de este
o aquél que es rico porque tiene mucho grano, muchos rebaños, ropas, alhajas, o
servidores, sino porque tiene mucho ganado. Se dice: hay que sacarse el
sombrero ante este hombre, “vale” 10.000 bueyes. O se dice: ¡pobre diablo, no
tiene ni una cabeza de ganado!
Como ven, con la difusión del ganado como medio universal de cambio la
sociedad sólo puede pensar en formas de ganado. Se habla y sueña
permanentemente con ganado. Se erige una verdadera adoración y veneración del
ganado: una muchacha es desposada con gusto si sus encantos se ven realzados
con grandes rebaños como dote, inclusive si el pretendiente no es criador de
cerdos sino profesor, clérigo o poeta. El ganado es la quintaesencia de la
felicidad humana. Se dedican poemas al ganado y a su mágico poder, se cometen
delitos y asesinatos por el ganado. Y los hombres repiten, sacudiendo la
cabeza: “el ganado gobierna al mundo”. Si este proverbio les resulta
desconocido, tradúzcanlo ustedes al latín: la antigua palabra romana pecunia =
dinero proviene de pecus = “ganado”.
III
Nuestras investigaciones anteriores sobre la forma que tomarían las
relaciones en la comunidad comunista después del desmoronamiento repentino de
la propiedad común y del plan comunitario de trabajo, les han resultado a
ustedes desmenuzamientos puramente teóricos, y un irse por las ramas. En
realidad, no se trataba más que de una exposición abreviada y simplificada del
surgimiento histórico de la economía mercantil, que corresponde estrechamente a
la realidad histórica en sus rasgos fundamentales.
Con todo, es necesario introducir ciertas correcciones en nuestra
exposición:
l. El
proceso, que hemos presentado como una catástrofe repentina, que redujo a
escombros a la sociedad comunista de la noche a la mañana transformándola en
una sociedad de productores privados libres requirió, en realidad, milenios.
Sin embargo la presentación de tal transformación como una catástrofe repentina
y violenta no es mera fantasía. Corresponde a la realidad en todos los casos en
que tribus comunistas primitivas toman contacto con otros pueblos que se
encuentran ya en un elevado nivel de desarrollo capitalista. Ese es el caso en
la mayoría de los descubrimientos y conquistas europeas de los países llamados
salvajes y semicivilizados: en el descubrimiento de América por los españoles,
en la conquista de la India por los holandeses, de las Indias orientales por
los ingleses, y lo mismo en toma de posesión de África por parte de los
ingleses, holandeses y alemanes. En la mayoría
de estos casos, la repentina invasión de los europeos trajo aparejada una
catástrofe en la vida de los pueblos primitivos. Lo que hemos supuesto un proceso
de 24 horas requiere, en los hechos, frecuentemente algunos decenios. La
conquista del país por un estado europeo, o incluso el simple asentamiento de
algunas colonias mercantiles europeas en estos países, provoca muy pronto la supresión violenta de la propiedad común
de la tierra, su desmembramiento en propiedad privada, el robo de los rebaños,
la subversión de todas las relaciones tradicionales de la sociedad. El
resultado no es, sin embargo, en la mayor parte de los casos, como lo hemos
supuesto, la transformación de la
comunidad comunista en una sociedad de productores libres con intercambio
mercantil. Pues la propiedad común disuelta no es convertida en propiedad
privada de los aborígenes, sino que es robada y saqueada por los intrusos
europeos, y los propios aborígenes son despojados de sus antiguas formas de
existencia y de sus medios de vida. Son convertidos en esclavos asalariados, o
simplemente en esclavos de los comerciantes europeos o bien, cuando esa
transformación no puede ser realizada, son directamente exterminados, como,
hacen actualmente, por ejemplo, los alemanes con los negros en Sudáfrica. Para
todos los pueblos primitivos de los países coloniales el paso de las
condiciones comunistas primitivas a las capitalistas modernas ha ocurrido como
una catástrofe repentina, como una desgracia indecible llena de horribles
dolores. En el caso de la población europea no fue una catástrofe sino un
proceso lento, gradual e imperceptible, que duró siglos. Los griegos y romanos
entran en la historia con la propiedad común; los antiguos germanos, que
penetran de norte a sur poco después del nacimiento de Cristo, destruyendo, el
imperio romano e instalándose en Europa, traen consigo la comunidad comunista
originaria y la mantienen por un tiempo. La
economía mercantil de los pueblos europeos, plenamente desarrollada, surge al
final de la Edad Media, en los siglos XV y XVI.
2. La segunda
corrección que habría que hacer a nuestra presentación resulta de la primera.
Hemos supuesto que todas las ramas posibles de trabajo estaban especializadas y
separadas en el seno de la comunidad comunista, es decir que la división del
trabajo había progresado en la sociedad hasta un grado de evolución muy
elevado, de tal modo que, al producirse la catástrofe que había abolido la
propiedad común e introducido la producción privada con intercambio, la
división del trabajo era ya completa, para servir de fundamento del
intercambio. Este supuesto no se justifica históricamente. Dentro de la
sociedad primitiva, la división del trabajo está muy poco desarrollada, sólo
embrionariamente, en tanto subsiste la propiedad común. Lo hemos visto en el
ejemplo de la comunidad aldeana india. Sólo unas 12 personas se encontraban
separadas de la masa de los habitantes de la comunidad y encargadas de oficios
particulares, y entre ellas había sólo seis verdaderos artesanos: el herrero,
el carpintero, el alfarero, el barbero, el lavandero y el platero. La mayoría
de los trabajos artesanales, como el hilado, el tejido, la confección de ropas,
el horneado, el sacrificio de animales, la preparación de embutidos, etc., todo
esto lo llevaba a cabo cada familia en su casa como ocupación secundaria en
relación con el trabajo agrario principal, como ocurre todavía en muchas aldeas
de Rusia en la medida en que la población no ha sido arrastrada todavía al
intercambio, al comercio. La división del
trabajo, es decir la individualización de diversas ramas de trabajo como
oficios particulares y exclusivos, puede desarrollarse sólo cuando ya están
presentes la propiedad privada y el intercambio. Sólo la propiedad
privada y el intercambio posibilitan la formación de oficios especiales. Pues
sólo cuando un productor tiene la perspectiva de intercambiar regularmente sus
productos por otros, sólo entonces tiene como finalidad dedicarse, en general,
a una producción especial. Y sólo el dinero da a cada productor la posibilidad
de conservar y acumular el fruto de su esfuerzo y también el estímulo a la
producción regular lo más amplia posible para el mercado. Pero, por otro lado,
este producir para el mercado y la acumulación del dinero, representará una
finalidad para el productor si su producto y el correspondiente ingreso son
propiedad privada suya. Pero en la comunidad originaria comunista la propiedad
privada está excluida, y la historia nos
muestra que la propiedad privada sólo ha surgido como consecuencia del
intercambio y de la especialización de los trabajadores. Así resulta que la
formación de oficios especiales, es decir la división del trabajo altamente
desarrollada, sólo es posible con propiedad privada y con intercambio
desarrollado. Sin embargo está claro, por otro lado, que el propio intercambio
sólo es posible si ya está presente la división del trabajo; porque, ¿qué
objeto tendría el intercambio entre productores que producen todos una misma
cosa? Sólo cuando X, por ejemplo, produce solo botas mientras que Y cuece pan,
tiene un sentido y una finalidad que intercambien sus productos. De este modo
chocamos con una extraña contradicción: el intercambio sólo es posible con
propiedad privada y división del trabajo desarrollada, pero la división del
trabajo sólo puede surgir del intercambio y sobre la base de la propiedad
privada, mientras la propiedad privada, por su parte, sólo surge sin embargo por
el intercambio. Se trata incluso, si se fijan ustedes bien, de una doble
contradicción: la división del trabajo tiene que estar presente antes que el
intercambio, y a la vez el intercambio tiene que estar ya presente junto con la
división del trabajo; luego, la propiedad
privada es la premisa de la división del trabajo y del intercambio, pero no
puede desarrollarse ella misma de otro modo que surgiendo de la división del
trabajo y del intercambio. ¿Cómo es posible semejante entrelazamiento? Nos
movemos en círculo, evidentemente, y ya el primer paso en la salida de la
comunidad comunista primitiva aparece como algo imposible. La sociedad humana
estaba, aparentemente, atascada en una contradicción de cuya resolución
dependía el progreso ulterior del desarrollo. Ahora bien, se trata sólo en
apariencia de un callejón sin salida. Una contradicción es, para los hombres
individualmente en la vida corriente, algo insuperable, mientras que en la vida
de la sociedad como un todo, encuentran ustedes tales contradicciones a cada
paso, si examinan la cuestión de cerca. Lo que hoy se presenta como causa de
otro fenómeno es, mañana, su efecto y viceversa, sin que estos cambios
constantes que tienen lugar en las relaciones detengan la vida de la sociedad.
Todo lo contrario. El individuo en su vida privada se encuentra impedido de
avanzar cuando tiene ante sí una contradicción. A tal punto se considera la
contradicción como algo imposible en la vida cotidiana que a un acusado que se
enreda en contradicciones ante el tribunal, se le tiene ya, en virtud de ello,
por convicto de falsedad, y las contradicciones pueden llevarlo, en ciertas
circunstancias, a presidio o directamente a la horca. Pero la sociedad humana
en su conjunto se enreda permanentemente en contradicciones sin perecer por
ello sino que, por lo contrario, sólo se pone en movimiento cuando incurre en
contradicciones. Pues la contradicción, en la vida de la sociedad, se resuelve
siempre en desarrollo, en nuevos progresos de la cultura. El gran filósofo
Hegel dice: “La contradicción es lo que
lleva hacia adelante.” y este desarrollo en abiertas contradicciones es
justamente el tipo de desarrollo de la historia humana. También en el caso que
concretamente nos interesa aquí, es decir en relación con la transición de la
sociedad comunista a la propiedad privada con división del trabajo e
intercambio, la contradicción que habíamos encontrado se resolvió en una
evolución particular, en un largo proceso histórico. Pero este proceso,
abstrayendo las correcciones que hemos efectuado, correspondió en su esencia,
exactamente, a la presentación que hicimos.
Ante todo, el intercambio se inicia en realidad ya en las condiciones
primitivas de la comunidad basada en la propiedad común y lo hace, ciertamente,
como lo supusimos también, en forma de trueque, es decir producto por producto,
directamente. Encontramos el trueque ya en niveles muy antiguos de la evolución
de la cultura de la humanidad. Pero, como queda expuesto, para el intercambio
se requiere la propiedad privada de ambas partes intervinientes, y semejante
cosa es desconocida dentro de la comunidad primitiva; así pues, el primer
trueque no se llevó a cabo dentro de la comunidad o de la tribu, sino fuera; no
entre los miembros de la misma tribu, o de la misma comunidad, sino entre
distintas tribus y comunidades, al ponerse en contacto unas con otras. En este
caso es claro que no es un individuo miembro de una tribu quien trafica con
otro hombre extraño a la tribu, sino que son las tribus, las comunidades en su
conjunto, las que comercian entre sí, haciéndolo por intermedio de sus jefes.
La concepción vulgar de los eruditos de la economía política de un cazador y un
pescador primitivos que, en los primeros albores de la cultura humana,
intercambian en las selvas de América el pescado y la presa, es pues una imagen
doblemente engañosa. No sólo, como hemos visto, no existían en los tiempos
primitivos individuos aislados que viviesen y trabajasen separados, sino que
también el trueque entre individuos se formó milenios más tarde. Inicialmente
la historia no conoce más que tribus y pueblos que comercian entre sí. “Los
pueblos salvajes [dice Laffitteau en su obra sobre los salvajes americanos;
Laffiteau, Moeurs des sauvages américains aux moeurs des premiers temps, 1724,
tomo II, páginas 322-323, Sieb.24S] ejercieron permanentemente comercio entre
sí. Su comercio tiene en común con el comercio de la Antigüedad que constituye
un intercambio directo de productos por productos. Cada uno de estos pueblos
posee algo que los otros no tienen, y el comercio transfiere todas estas cosas
de un pueblo a otro. Granos, cacharros, pieles, tabaco, mantas, canoas, ganado
salvaje, utensilios domésticos, amuletos, algodón, en una palabra, todo lo
necesario para el mantenimiento de la vida humana... Su comercio se lleva a
cabo con el cabeza de la tribu, que representa a todo el pueblo.”
Luego, si en nuestra explicación anterior hicimos empezar el intercambio
con un caso individual (el cambio entre el zapatero y el panadero), y tratamos
esto como algo accidental, también esto corresponde estrictamente a la verdad
histórica. En un comienzo, el intercambio entre las diversas tribus y pueblos
salvajes es algo puramente accidental, irregular, depende de los encuentros y
contactos entre ellos, aún más accidentales. Es por ello que vemos sobrevenir
el trueque regular en primer término en los pueblos nómadas, pues eran los que
más frecuentemente tomaban contacto con otros pueblos, en virtud de sus
frecuentes desplazamientos. Mientras el intercambio es accidental, sólo se
ofrece para el cambio el excedente de productos, aquello que queda después de
cubrir las necesidades propias de la tribu o de la comunidad. Con todo, pasando
el tiempo, cuanto más frecuentemente se repite el intercambio accidental, tanto
más se convierte en costumbre, luego en regla, y poco a poco el hombre comienza
a elaborar los productos directamente para el intercambio. De modo que las
tribus y los pueblos se especializan para el intercambio en una rama de la
producción cualquiera, o en varias. La división del trabajo entre las tribus y
comunidades se desarrolla. Entretanto, el comercio sigue siendo todavía por
mucho tiempo puro trueque, es decir intercambio directo de producto por
producto. En muchas comarcas de los Estados Unidos el trueque era común todavía
a fines del siglo XVII. En Maryland la asamblea legislativa determinaba las
proporciones en que debían intercambiarse mutuamente el tabaco, el aceite, la
carne de cerdo y el pan. En Corrientes, todavía en 1815 andaban por las calles
jóvenes ejerciendo comercio ambulante con el grito: “¡Sal por velas, tabaco por
pan!” En las aldeas rusas, comerciantes ambulantes, los llamados prasols,
llevaban a cabo el trueque simple con los campesinos hasta los años noventa, y
en parte lo hacen aún. Cambian menudencias de todo tipo como agujas, dedales,
cintas, botones, pipas, jabón, etc., por cerdas, plumones, pieles de liebre y
otras cosas semejantes. Un comercio parecido llevan a cabo en Rusia los
alfareros, hojalateros, etc., que andan de aquí para allá en sus carros,
cambiando sus propios productos por grano, lino, cáñamo, lienzo, etc. (Lieb.,
página 246) En la medida que el intercambio se vuelve más frecuente y regular,
se destaca muy pronto por sí misma, en cada comarca, en cada tribu, la mercancía
que es más fácil producir, y que puede ser entregada a cambio de otra con
máxima frecuencia o, al contrario, aquella que más falta y es más deseada por
la generalidad. Tal papel desempeñan, por ejemplo, la sal y los dátiles en el
desierto del Sahara, el azúcar en las Indias occidentales inglesas, el tabaco
en Virginia y Maryland, el llamado té ladrillo (una mezcla de hojas de té y
grasa en forma de ladrillos) en Siberia, el marfil entre los negros de África,
los granos de cacao en el México antiguo. Así las particularidades del clima y
el suelo de las distintas regiones llevan a que se destaque una “mercancía
universal” apropiada para servir como base de todo el comercio e intermediaria
en todos los actos de cambio. Lo mismo resulta, con la evolución posterior, de
la ocupación especial de cada tribu. En los pueblos cazadores, naturalmente, la
presa es la “mercancía universal” ofrecida por ellos a cambio de los más
variados productos. En el comercio de la sociedad de la Bahía de Hudson, las
pieles de castor desempeñaban este papel. En las tribus pescadoras es el
pescado el intercambio natural en todas las operaciones de cambio. Según el
relato de un viajero francés, en las islas Shetland, incluso al comprar una
entrada de teatro, se paga con pescado. La necesidad de una mercancía que goce
del favor universal y pueda servir como intermediaria universal del cambio, se
hace sentir muchas veces muy agudamente. Por ejemplo, el conocido viajero de
África Samuel Baker (Samuel Baker, Reisezuden Elquellen, páginas 211-222), describe
así su trueque con las tribus negras del interior de África: “Se hace cada vez
más difícil procurarse los alimentos. Los indígenas sólo venden harina a cambio
de carne. En consecuencia, nos la procuramos del siguiente modo: a cambio de
ropas y zapatos compramos ‘martillos’ de hierro (layas) a comerciantes turcos;
a cambio de los martillos compramos un buey que es conducido a una aldea
apartada, sacrificado y su carne cortada en unos 100 trozos. Mis hombres se
sientan en tierra con esta carne y tres grandes cestas; luego los aborígenes
vienen y, por cada trozo de carne, echan una pequeña cestilla de harina en la
cesta grande. He aquí un ejemplo del penoso comercio de harina en África
central.”
Con el paso a la cría de ganados, el
ganado se torna mercancía universal en el trueque, y medida universal de
valor. Es lo que ocurría entre los antiguos griegos según la descripción de
Homero. Por ejemplo cuando describe y evalúa con exactitud el equipo de cada
héroe, dice que el de Glauco costaba 100 bueyes, el de Diomedes 9 bueyes. Pero
en aquellos tiempos, además del ganado, algunos otros productos servían como
dinero entre los griegos. El mismo Homero dice que, en el sitio de Troya, el
vino de Lemnos se pagaba con pieles, bueyes, cobre o hierro. Entre los antiguos
romanos, como ya se ha dicho, la noción de “dinero” se identifica con el
ganado; igualmente entre los antiguos germanos el ganado fue mercancía
universal.
Ahora bien, con el paso a la agricultura, los metales, el hierro y el
cobre, adquieren una destacada importancia en la economía como materias primas
para la producción de las armas, o como material para los medios de trabajo
destinados a la agricultura. El metal, al incrementarse su producción y
difundirse su consumo, se convierte en mercancía universal y desplaza al
ganado. Se convierte en mercancía universal, en primer lugar, por ser
universalmente útil y deseado en virtud de su utilidad natural (como material
para instrumentos de todo tipo). En este estadio se lo aplica también en el
comercio, en barras y según su peso. Entre los griegos el hierro era objeto de
uso general, entre los romanos el cobre, entre los chinos una mezcla de cobre y
plomo. Los llamados metales nobles, plata y oro, comienzan a usarse y a ser
objeto de comercio mucho más tarde. Pero también entran en el comercio por
mucho tiempo en estado bruto, según el peso, y no en forma de moneda. Aquí,
pues, es aún visible el origen de la mercancía universal, de la mercancía
dinero, que no es más que un simple producto útil para un uso cualquiera. El
simple trozo de plata que se entregaba un día en el comercio, a cambio de
harina, podía al día siguiente ser utilizado para elaborar un refulgente escudo
de caballero. El uso del metal noble exclusivamente como dinero, es decir el
dinero amonedado, no se conocía ni entre los antiguos indios ni entre los
egipcios, ni tampoco entre los chinos. También los antiguos judíos sólo
conocían, inicialmente, las piezas de metal por peso. Así, según consta en el
Antiguo Testamento, cuando Abraham compró a Efrón el sepulcro para Sara, pagó
400 siclos de plata bien pesados. Se
supone que la acuñación apareció en el siglo X o en el siglo VIII a. C., y por
cierto fueron los griegos los primeros en introducirla. De ellos la
aprendieron los romanos, quienes elaboraron sus primeras monedas de plata y oro
en el siglo III a. C. Con la
acuñación de piezas de oro y plata la milenaria historia de la evolución del
intercambio alcanza, su forma más perfecta y madura, su forma definitiva.
Hemos dicho que el dinero, es decir la mercancía universal, ya estaba
plenamente formado antes de utilizarse metales para fabricarlo. En la forma de
ganado, por ejemplo, el dinero tiene ya en realidad, exactamente las mismas
funciones en el intercambio que hoy las monedas de oro: intermediario de las
operaciones de cambio, medida de valor, medio de atesoramiento, corporización
de la riqueza. Sólo que solo en la forma de dinero de metal se expresa el
destino del dinero en su apariencia exterior. Hemos visto que el intercambio se
inicia con el simple cambio de dos productos cualesquiera del trabajo. Se
produce porque uno de los productores (una de las comunidades o tribus) no
puede desenvolverse bien sin los productos del trabajo de otras. Se ayudan
mutuamente con los productos de su trabajo al intercambiarlos. Con la
frecuencia y regularidad de tales operaciones de cambio se destaca un producto
que es preferido especialmente, por ser objeto del deseo de todos, y se
transforma en intermediario de todos los actos de cambio, se convierte en mercancía
universal. En sí, cualquier producto del trabajo podría llegar a ser tal
mercancía, es decir dinero: botas o sombreros, lino o lana, ganado o grano, y
vemos también que las mercancías más diversas han desempeñado durante un tiempo
este papel. Qué mercancía concretamente es elegida, eso sólo depende de las
necesidades particulares o de la ocupación particular del pueblo en cuestión.
El ganado es apreciado inicialmente, de forma general, como producto útil, como
medio de vida. Con el tiempo, sin embargo, llega a ser codiciado y aceptado
principalmente como dinero. Pues como tal, el ganado sirve a todos para
conservar los frutos de su trabajo en una forma intercambiable en cualquier
momento por cualquier producto del trabajo de la sociedad. El ganado, decíamos, es a diferencia de todos los demás productos
privados, el único directamente social, por ser un producto ilimitadamente
intercambiable en todo momento. Pero en el ganado sigue expresándose con
fuerza la naturaleza doble de la mercancía dinero: una mirada que echemos al
ganado revela que, pese a ser mercancía universal, producto social, es a la vez
un simple medio de vida que se puede sacrificar y devorar, un producto común
del trabajo humano, del trabajo del pueblo pastor. En cambio, en la moneda de
oro ya se ha desvanecido todo recuerdo de que el dinero procede de un simple
producto. El deseado disquito de oro, en sí, no sirve para otra cosa que para
hacer de medio de cambio, de mercancía universal, no presenta ninguna otra
utilidad. Sigue siendo mercancía sólo en la medida en que, como toda otra
mercancía, es producto del trabajo humano, del trabajo del buscador de oro y
del orfebre, pero ha perdido todo su uso privado como medio de vida, no es otra
cosa que un pedazo de trabajo humano sin ninguna forma útil para la vida
privada, no tiene ya utilidad alguna como medio privado de vida, alimento,
vestidura o alhaja, o lo que sea; sólo conserva el uso puramente social de
servir como intermediario en el intercambio de otras mercancías. Y es por ello
que sólo en el objeto en sí, carente de sentido y de finalidad que es la moneda
de oro, se expresa en la forma más pura y madura el carácter puramente social
del dinero, de la mercancía universal.
El desarrollo definitivo del dinero en forma metálica tiene por
consecuencia una fuerte difusión del comercio y la decadencia de todas las
relaciones sociales que, anteriormente, no estaban acomodadas al comercio sino
al consumo personal. El comercio arruina la antigua comunidad comunista, pues
apresura el desarrollo de la desigualdad de patrimonio entre sus miembros, el
desmoronamiento de la propiedad común y, finalmente, la disolución de la
comunidad misma. La pequeña economía campesina libre que, en un principio
produce de todo sólo para sí y vende únicamente el remanente, para meter el
dinero en una media, se ve forzada poco a poco, especialmente por la
introducción de los impuestos en dinero, a vender finalmente todo su, producto,
para después comprar no sólo alimento, vestimenta, utensilios caseros, sino
incluso el grano para la siembra. La Rusia de los últimos decenios nos da un
ejemplo de tal transformación de la economía campesina, de una economía que
producía para las necesidades propias, en una que produce para el mercado, y en
camino de su propia destrucción. El comercio trae consigo una profunda
transformación de la esclavitud antigua. Mientras sólo, se utilizaba a los
esclavos para la economía doméstica, en trabajos agrícolas o artesanales para
consumo del amo y su familia, la esclavitud presentaba todavía un carácter
patriarcal, blando. Sólo cuando los griegos y, más tarde, los romanos
adquirieron el gusto por el dinero e hicieron producir para el comercio, se
inicia una inhumana explotación de los esclavos (Karl Marx, Das Kapital tomo I,
página 197) que, finalmente, dio lugar a los levantamientos masivos que, aunque
en sí mismos sin esperanza, eran presagios y signos nítidos de que la
esclavitud era ya una rémora, se había tornado un régimen insostenible.
Exactamente lo mismo se repite en la Edad Media con las relaciones serviles. Al
principio eran relaciones de protección por las que el campesinado debía al
noble señor un tributo perfectamente determinado en productos o servicio de
trabajo, que servían para el consumo propio del señorío. Luego, cuando la nobleza
llegó a conocer las atracciones del dinero, se elevaron cada vez más los
servicios y tributos orientados por objetivos comerciales, la relación señorial
se convirtió en servidumbre de la gleba y el campesino es desollado hasta los
últimos límites (Ibidem, páginas 198-200). Finalmente, la misma difusión del
comercio y la dominación del dinero llevan a la mutación de las prestaciones
naturales originadas en la servidumbre en tributos en dinero. Con ello ha
sonado la última hora de las relaciones señoriales. El comercio de la Edad
Media lleva a las ciudades libres a una posición de poderío y riqueza,
produciendo al mismo tiempo la disolución y decadencia de la antigua artesanía
gremial. El advenimiento del dinero
metálico da nacimiento al comercio mundial. Ya en la Antigüedad ciertos
pueblos, como los fenicios, se consagran al rol de comerciantes entre los
pueblos para adquirir de este modo masas de dinero y acumular riquezas en forma
de dinero. En la Edad Media este papel les toca a las ciudades libres, principalmente
a las ciudades italianas. Después del descubrimiento de América y de la vía
marítima a las Indias orientales, a fines del siglo XV, el comercio mundial
experimenta una ampliación repentina: las nuevas tierras ofrecían a la vez
nuevos productos para el comercio y nuevas mimas de oro, es decir la materia
prima del dinero. Después de la enorme importación de oro de América en el
siglo XVI, las ciudades del norte de Alemania (sobre todo las ciudades de la
Hansa), luego Holanda e Inglaterra, obtienen enormes riquezas mediante el
comercio mundial. La economía mercantil, es decir la producción para el
intercambio, se convierte en forma dominante de la vida económica en las
ciudades europeas y, en gran parte, también en el campo. El intercambio comienza
en las tinieblas de la prehistoria, en los confines de las tribus comunistas
salvajes; se yergue y crece junto a todas las organizaciones económicas
planificadas que le sucedieron: la simple economía de los campesinos libres, el
despotismo oriental, la esclavitud antigua, la servidumbre y el feudalismo
medieval, el régimen gremial urbano; luego las devora una a una, contribuye a
su desmoronamiento y establece finalmente
la economía sin plan de los productores privados aislados, absolutamente
anárquica, como forma económica dominante única y universal.
IV
Una vez que la economía mercantil se convirtió en la forma de producción
dominante en Europa, al menos en las ciudades, en el siglo XVIII, los eruditos
comenzaron a investigar el fundamento de esta economía, es decir el intercambio
universal. Pero el intercambio se da por intermedio del dinero, y el valor de
cada mercancía en el cambio tiene una expresión monetaria. Ahora bien, ¿Qué
significa ésta en el comercio? He aquí las primeras cuestiones que indagó la
economía política. En la segunda mitad del siglo XVIII y a comienzos del siglo
XIX los ingleses Adam
Smith y David
Ricardo efectuaron el gran descubrimiento
de que el valor de una mercancía no es otra cosa que el trabajo humano
contenido en ella; de que, por tanto, en el intercambio de mercancías se
intercambian cantidades iguales de trabajos distintos. El dinero es sólo el
intermediario y expresa en el precio la correspondiente cantidad de trabajo que
está contenida en cada mercancía. Es sorprendente que se pueda hablar de un
gran descubrimiento, pues podría pensarse que nada es más claro y evidente que
el hecho que el intercambio de mercancías reposa sobre el trabajo en ellas
contenido. Sólo que la expresión del valor de la mercancía en oro, que se había
tornado costumbre universal y exclusiva, encubría esta evidencia. En efecto, si
digo: el zapatero y el panadero intercambian sus respectivos productos, es
claro y visible que el cambio tiene lugar porque, pese a las diferentes
utilidades, ha costado trabajo lo uno tanto como lo otro, de modo que lo uno
vale tanto como lo otro, si es que han requerido igual tiempo. Pero si digo: un
par de zapatos cuesta 10 marcos, esta expresión es, si se la examina
cuidadosamente, algo absolutamente enigmático. Pues, ¿qué tiene en común un par
de zapatos con 10 marcos? ¿En qué son, pues, iguales, para intercambiarse uno
por los otros? ¿Cómo pueden siquiera compararse cosas tan diversas? Y ¿Cómo
puede aceptarse un objeto tan inútil y carente de sentido como los disquitos de
oro y plata acuñados, a cambio de un producto útil, como son los zapatos?
Finalmente, ¿cómo es que justamente estos inútiles disquitos de metal poseen el
poder mágico de procurarle a uno, a cambio de ellos, todo lo que hay en el
mundo? Ahora bien, los grandes creadores
de la economía nacional, Smith y Ricardo, no llegaron a contestar todas estas
preguntas. El descubrimiento que en el valor de cambio de toda mercancía, como
asimismo en el dinero, se esconde simplemente trabajo humano, y que en
consecuencia el valor de una mercancía cualquiera es tanto mayor cuanto más
trabajo exige su producción y viceversa, este descubrimiento no es todavía sino
la mitad de la verdad. La otra mitad de la verdad consiste en la explicación de
lo siguiente: ¿cómo es posible que, y por qué razones, el trabajo humano adopte
la extraña forma del valor de cambio e incluso la misteriosa forma del dinero?
Los creadores ingleses de la economía política ni siquiera se plantearon esta
última pregunta; pues consideraban el crear mercancías para el cambio y el
dinero como una propiedad originaria, natural del trabajo humano. En otros
términos, suponían que el hombre, con la misma naturalidad con que necesita
beber y comer, con la que tiene cabellos sobre la cabeza y una nariz en la
cara, tiene también que producir con sus manos mercancías para el comercio. Lo
creían tan firmemente que Adam Smith, por ejemplo, se plantea con toda seriedad
la pregunta de si los animales mismos no mantienen comercio entre sí, y lo
niega sólo porque no se han observado aún ejemplos de esto entre los animales.
Dice: “Ella [la división del trabajo] es la consecuencia necesaria, aunque muy
lenta y gradual, de cierta inclinación de la naturaleza humana…: de la
inclinación al cambio, a ayudarse mutuamente y a comerciar una cosa por otra.
No corresponde investigar aquí si está inclinación es una de aquellas
tendencias originarias de la naturaleza humana de las que no es posible dar
cuenta más allá o si, lo que es más probable, constituye la consecuencia
necesaria de las dotes de razón y lenguaje. Es común a todos los hombres y no
se la encuentra en ninguna de las otras especies animales, que no parecen
conocer éste ni ningún otro tipo de contrato.” (Adam Smith, Wealt of
Nations, capítulo II; La
riqueza de las naciones, Ediciones Orbis, Madrid, 1983, I, página 57)
Esta concepción ingenua, empero, no significa sino que los grandes creadores de la economía
política vivían en la firme convicción que el orden social capitalista actual,
en el cual todo es mercancía y todo se produce exclusivamente para el comercio,
era un ordenamiento social eterno y el único posible, que duraría mientras
viviese en la Tierra el género humano. Karl Marx que, como socialista que era, no consideraba el
orden capitalista como eterno ni el único posible, sino como una forma social
histórica y transitoria, estableció comparaciones entre la situación actual y
las de otras épocas. Quedó así demostrado que los hombres vivieron y
trabajaron durante milenios sin saber mucho del dinero y del intercambio. Sólo
al cesar el trabajo en común y planificado y al disgregarse la sociedad en una
masa informe y anárquica de productores libres e independientes sobre el
fundamento de la propiedad privada, entonces el intercambio se convirtió en el
único medio de unir a los individuos atomizados y sus trabajos, en una economía
social dotada de cohesión. En el puesto de un plan económico común que precedía
a la producción, se colocó el dinero, que se convirtió en el único vínculo
social directo, porque él es la única realidad común a los numerosos trabajos
privados diferentes unos de otros, es una porción de trabajo humano desprovista
de toda utilidad particular, un producto completamente sin sentido, que no
puede ser utilizado de ninguna manera en la vida privada. Esta invención sin
sentido es, pues, una necesidad, algo sin lo cual el intercambio en general y,
por tanto, toda la historia de la cultura hasta aquí, desde la disolución del
comunismo originario, sería imposible. Es cierto que los economistas burgueses
consideran el dinero también como algo sumamente importante e imprescindible,
pero sólo desde el ángulo de la conveniencia puramente exterior del intercambio
de mercancías. En realidad sólo puede decirse esto del dinero en el mismo
sentido en que, puede decirse que la humanidad, por ejemplo, concibió la
religión por comodidad. De hecho el dinero y la religión son dos poderosos
productos culturales de la humanidad que, sin embargo, enraízan en condiciones
transitorias y perfectamente determinadas y, así como surgieron, con el tiempo
se vuelven prescindibles. Los enormes gastos anuales correspondientes a la
producción de oro, así como los gastos para el culto, lo mismo que los gastos
que requieren las prisiones, el militarismo, la beneficiencia pública, que
gravan pesadamente la economía social pero constituyen costos necesarios a la
existencia de esta forma de economía, desaparecerán por sí mismos con la
abolición de la economía mercantil.
La economía mercantil, en su mecanismo interno, aparece como un orden
social maravillosamente armónico y basado en los más elevados principios
morales. Pues, en primer término, reina
una perfecta libertad individual, cada uno trabaja como y cuanto quiere, y en
lo que quiere, según su libre albedrío, cada uno es amo de sí mismo y sólo
tiene que ajustarse a su propio discernimiento. En segundo lugar, unos cambian sus mercancías, es decir los productos
de su trabajo, por los productos del trabajo de otros, se intercambia trabajo
con trabajo y, en promedio, ciertamente se intercambian cantidades iguales de
trabajo. De modo, pues, que reinan también perfecta igualdad y reciprocidad de
intereses. En tercer lugar, en la
economía mercantil sólo hay mercancía contra mercancía, producto del trabajo
contra producto del trabajo. Así, quien no tiene ningún producto de su trabajo
para ofrecer, quien no trabaja, tampoco obtendrá nada de comer. Existe, pues,
también la más elevada justicia. En efecto, los filósofos y políticos del siglo
XVIII, que luchaban por la completa victoria de la libertad industrial y
estaban a favor de la eliminación de los últimos restos de las antiguas
relaciones de dominación de la reglamentación gremial y de la servidumbre
feudal, los hombres de la gran Revolución
Francesa, prometieron a la humanidad un paraíso en la
Tierra en el que reinarían la libertad, la igualdad y la fraternidad.
De similar parecer eran todavía muchos socialistas importantes de la
primera mitad del siglo XIX. Al crearse la economía política y efectuarse el
gran descubrimiento de Smith-Ricardo, a saber, que todos los valores mercantiles
reposan sobre trabajo humano, inmediatamente algunos individuos amigos de la
clase obrera pensaron que, de efectuarse correctamente el intercambio de
mercancías, tendrían que reinar igualdad y justicia plenas en la sociedad.
Puesto que se cambiaría únicamente trabajo por trabajo, en cantidades iguales,
sería imposible que surgiese desigualdad de riqueza, salvo aquella bien
merecida, entre los laboriosos y los holgazanes, y toda la riqueza social
tendría que pertenecer a aquellos que trabajan, es decir a la clase obrera. Así
pues, si a pesar de ello vemos en la sociedad actual grandes diferencias en la
situación de los hombres, riqueza por un lado y miseria por otro y, justamente,
riqueza en el caso de los que no trabajan y miseria entre aquellos que crean
con su trabajo todos los valores, evidentemente ello tiene que provenir de
alguna deslealtad en el intercambio y, ciertamente, ello tiene que deberse a la
circunstancia de que el dinero se entromete como intermediario en el
intercambio de los productos del trabajo. El dinero oculta el verdadero origen
de todas las riquezas, su procedencia del trabajo, provoca permanentes
oscilaciones de precios y otorga, de este modo, la posibilidad de los precios
arbitrarios, de estafas y acumulación de riquezas a costa de otros. Así pues, ¡fuera el dinero! Este socialismo
dirigido a la abolición del dinero surgió inicialmente en Inglaterra, siendo
sus representantes en ese país, ya en los años veinte y treinta del siglo
pasado, escritores muy talentosos como Thompson, Bray y otros; luego el junker
conservador pomeranio y brillante economista Rodbertus reinventó esta suerte de
socialismo en Prusia y, en tercer lugar, Proudhon reinventó este socialismo en
Francia, en 1849. Inclusive se emprendieron experiencias prácticas en esta
dirección. Bajo la influencia del mencionado Bray se fundaron en Londres y en
muchas otras ciudades de Inglaterra lo que se llamó “bazares para el
intercambio equitativo”, a los cuales se llevaban las mercancías para ser
intercambiadas sin la mediación del dinero, estrictamente según el tiempo de
trabajo contenido en ellas. Proudhon propuso la
fundación de su llamado “banco popular” también con esta finalidad. Estos
intentos, como la teoría misma, entraron pronto en bancarrota. En realidad, el intercambio es impensable
sin dinero, y las oscilaciones de precios que se pretendía abolir son el
único medio de indicar a los productores de mercancías si están produciendo
demasiado o demasiado poco de una mercancía, si emplean en su producción menos
o más trabajo que el necesario, si producen, o no, las mercancías que deben. Si
se elimina este único medio de entenderse que existe entre los aislados
productores de mercancías en la economía anárquica, ellos quedan completamente
perdidos, pues ya no son solamente sordomudos, sino además ciegos. Entonces la
producción tiene que detenerse, y la Torre de Babel capitalista se derrumba. Así pues, no hay más que una utopía en los
planes socialistas que pretendían hacer de la producción mercantil capitalista,
una socialista, por la simple eliminación del dinero.
Ahora bien, ¿qué hay de realidad en
la libertad, igualdad y fraternidad en la producción de mercancías? ¿Cómo
puede surgir desigualdad de riqueza cuando es universal la producción
mercantil, donde nadie puede obtener nada como no sea a cambio de un producto
del trabajo, y donde sólo se intercambian valores iguales? Pero, como todo el mundo sabe, la economía capitalista actual se
caracteriza sobre todo, justamente, por la manifiesta desigualdad existente en
la situación material de los hombres, por una enorme acumulación de riquezas en
pocas manos por un lado, y por la creciente pobreza de las masas por el otro.
En consecuencia, la segunda pregunta que surge lógicamente de lo dicho hasta
aquí, es la siguiente: ¿Cómo la economía
mercantil y el intercambio de mercancías según sus valores hacen posible el
capitalismo?
5. Ley
del salario……………………….129
I
Todas las
mercancías se intercambian unas por otras según su valor, es decir según el
trabajo socialmente necesario en ellas contenido. Si el
dinero desempeña el papel de intermediario, no por ello se altera en nada este
fundamento del intercambio de las mercancías. El dinero no es más que la expresión desnuda del trabajo social, y la
cantidad de valor que contiene cada mercancía se expresa en la cantidad de
dinero, por la cual se vende la mercancía. Sobre la base de esta ley del
valor, reina en el mercado una perfecta igualdad entre las mercancías y
reinaría también plena igualdad entre los vendedores de mercancías si entre los
millones de tipos distintos de mercancías que llegan de todas partes al mercado
para ser intercambiadas, no se encontrase una única mercancía de condición
absolutamente especial: la fuerza de trabajo. Traen al mercado esta mercancía
aquellos que no poseen medios de producción para producir otras mercancías. En
una sociedad basada exclusivamente en el intercambio de mercancías como sabemos,
no se obtiene nada por otra vía que la del intercambio. Quien no lleva al
mercado mercancía alguna no obtiene ningún medio de vida. Ya hemos visto que la
mercancía que cada uno lleva al mercado constituye el único título que permite
a ese hombre pretender participación en la masa social de productos y, a la
vez, da la medida de esta participación. Cada uno obtiene, en mercancías que
elige libremente, tanto de la masa del trabajo realizado en la sociedad cuanto
trabajo socialmente necesario entrega él mismo en forma de cualquier mercancía.
De modo que, para poder vivir, todos tienen que entregar y vender mercancías.
La producción y venta de mercancías se ha convertido en condición de existencia
para el hombre. Pero, para producir cualquier mercancía, hacen falta: medios de
trabajo, instrumentos y objetos semejantes, luego materias primas y materias
auxiliares, así como un lugar de trabajo, un taller con las condiciones de
trabajo requeridas, tales como iluminación, etc., y, finalmente, cierta
cantidad de medios de vida, para poder sostenerse durante la producción y hasta
la venta de la mercancía. Sólo unas pocas mercancías insignificantes pueden
producirse sin desembolsos por concepto de medios de producción: por ejemplo,
los hongos y bayas recolectados en el bosque, los mariscos que recolectan en la
playa los habitantes de las zonas aledañas al mar. Pero incluso para esto
siguen siendo necesarios ciertos medios de producción como cestas y otros
útiles y, en todo caso, medios de vida que hacen posible la existencia durante
el trabajo. Pero la mayor parte de las mercancías exigen, en toda sociedad con
producción mercantil desarrollada, desembolsos de gran significación, a veces
enormes, en medios de producción. Quien no tiene estos medios de producción y no
está en condiciones, por tanto, de producir ninguna mercancía, no tiene otra
salida que llevarse al mercado, a sí mismo, es decir llevar su propia fuerza de
trabajo, como mercancía.
Como toda mercancía, también la mercancía fuerza de trabajo tiene un valor
determinado. Como sabemos, el valor de cada mercancía queda determinado por la
cantidad de trabajo que hace falta para producirla. Para producir la mercancía
fuerza de trabajo, igualmente, es necesaria una cantidad determinada de
trabajo, a saber el trabajo que produce los medios de subsistencia, el
alimento, las ropas, etc., para el trabajador. De modo que la fuerza de trabajo
del hombre vale tanto cuanto trabajo es necesario para mantenerlo apto para
trabajar, para obtener su fuerza de trabajo. Así, el valor de la mercancía
fuerza de trabajo está representado por la cantidad de trabajo que es necesaria
para la producción de los medios de vida para el trabajador. Además, como en el
caso de cualquier otra mercancía, el valor de la fuerza de trabajo se tasa en
precio, es decir en dinero en el mercado. La expresión en dinero, es decir el precio de la mercancía fuerza de trabajo,
se denomina salario. En el caso de
cualquier otra mercancía, el precio sube cuando la demanda aumenta más
rápidamente que la oferta, y cae cuando, al contrario, la oferta de la
mercancía en cuestión supera la demanda. Lo mismo ocurre en relación con
la mercancía fuerza de trabajo: cuando
aumenta la demanda de trabajadores, los salarios tienden en general a aumentar;
si disminuye la demanda o el mercado se ve saturado por nuevos contingentes
de la mercancía, los salarios presentan
tendencia a la caída. Finalmente, como en el caso de cualquier otra
mercancía, el valor de la fuerza de trabajo, y por tanto también su precio, en
definitiva, crece si crece la cantidad de trabajo necesaria para su producción:
en este caso si los medios de vida del trabajador requieren más trabajo para
ser poducidos. Y, a la inversa, todo ahorro en el trabajo necesario para la
producción de los medios de vida para el trabajador, hace disminuir el valor de
la fuerza de trabajo, y por tanto también su precio, es decir el salario.
“Reducid los costos de producción de los sombreros [escribió David Ricardo en
1817] y su precio terminará por descender hasta su nuevo precio natural, por
más que la demanda se duplique triplique o cuadruplique. Reducid los costos de
manutención de los hombres mediante la rebaja del precio natural de los
alimentos y ropas necesarios para la vida, y veréis cómo caen los salarios,
aunque la demanda de trabajadores crezca significativamente.”
De modo que la mercancía fuerza de trabajo no se diferencia, ante todo,
en el mercado de las demás mercancías sino por el hecho de que es inseparable
de su vendedor, el trabajador, y porque, en virtud de ello, no admite esperar
largamente un comprador, porque entonces perece junto con su portador, el
trabajador, por falta de medios de vida, mientras que la mayoría de las otras
mercancías pueden aguantar sin menoscabo una espera más o menos larga hasta la
venta. Así la particularidad de la mercancía fuerza de trabajo no se manifiesta
todavía en el mercado, donde sólo desempeña un papel el valor de cambio. Esa particularidad se encuentra en otra parte,
en el valor de uso de esta mercancía.
Todas las mercancías se compran por la utilidad que pueden prestar en su uso.
Las botas se compran para servir como calzado; una taza se compra para tomar té
en ella. ¿Para qué puede servir una fuerza de trabajo comprada? Evidentemente
para el trabajo. Pero con ello no queda nada dicho. Los hombres pudieron y
debieron trabajar en todos los tiempos desde que existe la sociedad humana, y
sin embargo pasaron milenios enteros en los que la fuerza de trabajo era
totalmente desconocida como mercancía como algo comprable. Por lo demás, si
imaginamos que el hombre pudiese producir sus propios medios de subsistencia
sólo con su plena fuerza de trabajo, la compra de la fuerza de trabajo y, por
ende, la fuerza de trabajo, como mercancía, carecería de sentido. Pues si
alguien comprase y pagase una fuerza de trabajo, luego la hiciese trabajar con
sus propios medios de producción y, finalmente, obtuviese como resultado sólo
los medios de subsistencia para el portador de la mercancía que había comprado,
para el trabajador, resultaría que el trabajador obtendría simplemente,
mediante la venta de su fuerza de trabajo, los medios de producción ajenos para
trabajar con ellos para sí. Se trataría de una operación tan carente de sentido
desde el ángulo del intercambio de mercancías, como si alguien comprase botas
para luego devolverlas al zapatero como regalo. Si la fuerza humana de trabajo
no admitiese ningún otro uso, no tendría utilidad alguna para su comprador y,
por lo tanto, no podría aparecer en el mercado como mercancía. Pues sólo pueden
figurar como mercancías productos dotados de determinada utilidad. Así pues,
para que la fuerza de trabajo aparezca siquiera como mercancía no basta que el
hombre pueda trabajar si se le entregan medios de producción, sino que hace
falta que pueda trabajar más de lo necesario para la producción de sus propios
medios de existencia. Tiene que poder trabajar no sólo para su propia
manutención sino también para el amo, comprador de su fuerza de trabajo. Así,
en su uso, es decir en el trabajo, la fuerza de trabajo tiene que poder no sólo
reponer su propio precio, o sea el salario, sino procurar todavía, por encima
de ello, plustrabajo al comprador. Y, en efecto, la fuerza de trabajo tiene
también esta agradable propiedad. Pero, ¿qué significa eso? ¿Es una especie de propiedad
natural del hombre o del trabajador el que sea capaz de proporcionar
plustrabajo? En la época en que los hombres pasaban años para hacer un hacha de
piedra, necesitaban varios meses para fabricar un solo arco, o producían fuego
frotando durante horas enteras dos trozos de madera uno contra el otro, incluso
el más vivo y despiadado de los empresarios no habría podido exprimir a un
hombre plustrabajo. Es, pues, necesario cierto nivel de productividad del
trabajo humano para que el hombre pueda entregar plustrabajo en general. Es
decir que los instrumentos, la habilidad, el saber del hombre, su dominio de
las fuerzas naturales, tienen que haber alcanzado ya un nivel suficiente para
que la fuerza de un hombre pueda producir no sólo los medios de vida para él
mismo sino algo más, y por tanto, eventualmente para otros. Pero esta
perfección de los instrumentos, el saber, ese cierto dominio de la naturaleza,
sólo se obtienen mediante largos milenios de penosa experiencia de la sociedad
humana. La distancia que media entre los primeros toscos instrumentos de piedra
y el descubrimiento del fuego, y las máquinas de vapor y eléctricas de hoy,
entraña todo el curso de desarrollo social de la humanidad, desarrollo que sólo
fue posible precisamente dentro de la sociedad, mediante la convivencia y
colaboración sociales de los hombres. De modo que esa productividad que otorga
a la fuerza de trabajo del obrero actual la agradable propiedad de entregar
plustrabajo, no es una particularidad del hombre dada por la naturaleza,
fisiológica, sino un fenómeno social, fruto de una larga historia de
desarrollo. El plustrabajo de la mercancía fuerza de trabajo no es más que otra
expresión de la productividad del trabajo social, que es capaz de mantener a
muchos hombres mediante el trabajo de uno solo.
Pero la productividad del trabajo, especialmente cuando condiciones
naturales favorables la facilitan ya en niveles culturales primitivos, no lleva
siempre y en todas partes a la venta de la fuerza de trabajo y a su explotación
capitalista. Trasladémonos por un momento a las favorecidas comarcas tropicales
de América Central y Sudamérica que, desde el descubrimiento de América hasta
comienzos del siglo XIX, fueron colonias españolas, regiones de clima cálido y
suelo fértil donde las bananas constituyen el alimento principal de la
población. “Me pregunto [escribió Humboldt] si existe en algún rincón de la
esfera terráquea otra planta, como el plátano, que sea capaz de producir una
cantidad tan enorme de materia nutritiva en tan poca extensión de terreno.”
“Media hectárea de tierra de bananos de la variedad mayor [calcula Humboldt]
puede proporcionar alimento para más de 50 personas, mientras que en Europa la
misma media hectárea rendiría por año, con cosecha óctuple, apenas 576 kg. de harina
(cantidad que sería insuficiente para la manutención de dos personas).” Además,
el plátano exige el mínimo esfuerzo al hombre, sólo necesita que se revuelva
ligeramente, una o dos veces, la tierra alrededor de sus raíces. “Al pie de la
Cordillera, en los valles húmedos de Veracruz, Valladolid y Guadalajara [dice
después Humboldt] puede producir medios de vida para una familia entera un
hombre que dedica a ello sólo dos días de trabajo ligero por semana.” Es
evidente que, en este caso, la productividad del trabajo en sí posibilita
perfectamente la explotación, y un erudito de auténtica alma capitalista como
Malthus, exclama hasta con lágrimas, al describir este Paraíso terrenal: “¡Qué
enormes recursos para producir riquezas infinitas!” Lo que significa, en otros
términos: cuán magníficamente podría sacarse oro de estos comedores de bananas,
para activos empresarios, si se pudiese hacer trabajar a estos holgazanes.
Pero, ¿qué hemos visto en la realidad? Los habitantes de tan favorecidas
comarcas ni pensaban en deslomarse para acumular dinero, sino que se ocupaban
un poco, aquí y allí, de los árboles, saboreaban sus bananas, y pasaban en el
sol el mucho tiempo libre que tenían, y gozaban de la vida. Humboldt dice
también, muy significativamente: “En las colonias españolas se oye decir
frecuentemente que los habitantes de la zona cálida no salen de su estado de
apatía en el que han vivido siglos, hasta que se extirpan los plátanos por
orden del rey.” Esta (desde el punto de vista europeo) llamada “apatía” es, precisamente, el estado espiritual de todos
los pueblos que viven todavía de acuerdo a las relaciones del comunismo
primitivo, en las cuales la finalidad
del trabajo humano es solamente la satisfacción de las necesidades naturales
del hombre, y no la acumulación de riquezas. Pero mientras prevalecen estas
relaciones no puede pensarse, ni con la más elevada productividad del trabajo,
en una explotación de unos hombres por otros, en la utilización de la fuerza de
trabajo humana para la producción del plustrabajo.
Pero el empresario moderno no fue el primero en descubrir esta propiedad
de la fuerza humana de trabajo. En efecto, ya en épocas antiguas encontramos la
explotación del plustrabajo por parte de hombres ociosos. La esclavitud en la
Antigüedad, así como la relación servil y la servidumbre de la gleba en la Edad
Media, descansan ambas en la productividad ya alcanzada, es decir en la aptitud
del trabajo humano para mantener a más de una persona. Ambas son formas
distintas en que una clase de la sociedad saca ventaja de esta productividad,
haciéndose mantener por la otra clase. En este sentido, tanto el esclavo antiguo como el siervo medieval
son antepasados directos del obrero de hoy. Pero ni en la Antigüedad ni en la Edad Media se transformó la fuerza
de trabajo en mercancía, pese a su productividad y su explotación. Lo
particular que tiene la relación actual entre el trabajador asalariado y el
empresario, lo que la diferencia de la esclavitud así como de la servidumbre
es, ante todo, la libertad personal del
trabajador. La venta de mercancías es, en efecto, una operación privada del
hombre, voluntaria y basada en la plena libertad individual. Un hombre que no
es libre no puede vender su fuerza de trabajo. Pero además es necesario, como
condición para ello, que el trabajador no posea medios de producción. Si los
tuviera, produciría mercancías por sí mismo y no enajenaría su fuerza de
trabajo como mercancía. Así, el desprendimiento, la separación de la fuerza de
trabajo de los medios de producción es, junto con la libertad personal, lo que
hace hoy una mercancía de la fuerza de trabajo. En la economía esclavista la
fuerza de trabajo no está separada de los medios de producción; por el
contrario, constituye ella misma un medio de producción y pertenece como propiedad
privada al amo, junto a los instrumentos, las materias primas, etc. El esclavo
es, él mismo, parte de la masa indiferenciada de los medios de producción del
amo. En la relación servil la fuerza de trabajo se encuentra directamente
encadenada al medio de producción; la gleba, no es más que un accesorio del
medio de producción. Los servicios y tributos no los otorgan personas, sino la
tierra; si la parcela pasa a nuevas manos trabajadoras mediante herencia o de
otro modo, pasan con ella, simultáneamente, los tributos. Ahora el trabajador
es personalmente libre, ni es propiedad de otro ni está encadenado a medios de
producción. Por el contrario, los medios de producción están en una mano, la
fuerza de trabajo en otra, y ambos propietarios se encuentran frente a frente,
por cierto como hombres autónomos y libres, como comprador y vendedor (el capitalista como comprador, el
trabajador como vendedor de la fuerza de trabajo). Pero tampoco la libertad
personal y la separación de la fuerza de trabajo de los medios de producción,
incluso con elevada productividad del trabajo, llevan siempre al trabajo
asalariado, a la venta de la fuerza de trabajo. Vimos un ejemplo de esto en la
antigua Roma, después que la gran masa de los pequeños campesinos fueron
expulsados de sus parcelas mediante la constitución de grandes propiedades
nobles con economía esclavista. Siguieron siendo hombres personalmente libres,
pero como no tenían ya tierra alguna, por lo tanto sin medios de producción, se
trasladaron masivamente del campo a Roma, como proletarios libres. Sin embargo,
no podían vender su fuerza de trabajo, pues no se encontrarían compradores para
ella: los ricos propietarios y capitalistas no necesitaban comprar fuerza de
trabajo, pues se hacían mantener por brazos esclavos. El trabajo esclavo
bastaba entonces plenamente para satisfacer todas las necesidades de los
propietarios de tierras que hacían hacer toda clase de cosas. Pero no podían
aplicar fuerza de trabajo más que para su propia vida y su propio lujo, pues el
objetivo de la producción esclavista era sólo el propio consumo, no la venta de
mercancías. Para los proletarios romanos, en consecuencia, estaban cerradas
todas las fuentes de manutención por el propio trabajo, y así no les quedó otro
medio que vivir de la mendicidad, de la mendicidad estatal, de distribuciones
periódicas de medios de vida. De modo que en la antigua Roma, en vez del
trabajo asalariado, surgió la alimentación masiva de los hombres libres
carentes de propiedad a costa del estado. Esto hizo decir al economista francés
Sismondi: en la antigua Roma, la sociedad mantenía a sus proletarios, hoy los
proletarios mantienen a la sociedad. Pero si hoy es posible el trabajo de los
proletarios para la manutención propia y ajena, la venta de su fuerza de trabajo,
es porque hoy el trabajo libre es la forma única y exclusiva de la producción y
porque ésta, como producción mercantil, no está dirigida justamente al consumo
directo sino a la elaboración de productos para la venta. El esclavista
compraba esclavos para su propia comodidad y lujo; el señor feudal exprimía
servicios y tributos a los siervos con la misma finalidad: para vivir
dispendiosamente con toda su pandilla. El empresario moderno no hace producir a
los trabajadores objetos de alimentación, vestimenta y lujo para su propio uso,
sino que les hace producir mercancías para la venta, para sacar dinero a cambio
de ellas. Y es justamente este negocio el que hace de él un capitalista, así
como hace del trabajador un obrero.
Vemos que el mero hecho de la venta de la fuerza de trabajo como
mercancía señala toda una serie de condiciones sociales e históricas
determinadas. La mera aparición de la fuerza de trabajo como mercancía en el
mercado indica: 1) la libertad personal de los trabajadores; 2)
su separación de los medios de producción, así como la acumulación de los
medios de producción en manos de los ociosos; 3) un alto nivel de
productividad de trabajo, es decir la posibilidad de entregar plustrabajo; 4)
la dominación general de la economía mercantil, es decir la creación del
plustrabajo en forma de mercancías para la venta, como finalidad de la compra
de la fuerza de trabajo.
Exteriormente, desde el punto de vista del mercado, la compra y la venta
de la mercancía fuerza de trabajo es una operación completamente común, de las
que se producen miles a cada instante como una compra de botas o cebollas. El
valor de la mercancía y sus transformaciones; el precio, y sus oscilaciones, la
igualdad e independencia del comprador y del vendedor en el mercado, el carácter
voluntario de la operación, todo es exactamente igual que en cualquier otra
compra-venta. Pero el valor de uso particular de esta mercancía, las
circunstancias particulares que son las únicas capaces de crear este valor de
uso, hacen de esta operación normal del universo mercantil, una relación social
especial, completamente nueva. Veamos ahora qué se desarrolla a partir de esta
operación de mercado.
II
134
El empresario compra la fuerza de trabajo y paga, como todo comprador, su
valor (es decir su costo de producción) al pagar al trabajador, un precio que
cubre su manutención. Pero la fuerza de trabajo comprada, con los medios de
producción utilizados en promedio en la sociedad, es capaz de producir más que
sus simples costos de manutención. Esto constituye incluso, como sabemos una
premisa de toda la operación, pues de otro modo no tendría sentido; en ello consiste el valor de uso de la
mercancía fuerza de trabajo, dado que el valor de las subsistencias de la
fuerza de trabajo, como en el caso de toda otra mercancía, está determinado por
la cantidad de trabajo, necesaria para producirlas, podemos suponer que los
alimentos, las ropas, etc., necesarios para mantener diariamente al trabajador
en condiciones de trabajar demandan, por ejemplo, seis horas de trabajo. El precio de la mercancía fuerza de trabajo,
es decir el salario, tiene entonces que importar seis horas de trabajo en
dinero. Pero el trabajador trabaja para su empresario no seis horas, sino más
tiempo, digamos, por ejemplo, once horas.
En estas once horas, ha restituido al empresario en las primeras seis, el
salario recibido, y además le ha dado
gratuitamente, cinco horas más de trabajo. Así, la jornada de todo
trabajador consta, normal y necesariamente, de dos partes: una pagada,
en la que el trabajador sólo restituye el valor de sus propias subsistencias,
en la que, por decirlo así, trabaja para sí mismo; y una no pagada, en la que hace trabajo gratuito, o plustrabajo para el capitalista.
Cosa semejante ocurría en las formas anteriores de explotación social. En
tiempos de la servidumbre, el trabajo del siervo para sí mismo y su trabajo
para el señor feudal estaban separados en el tiempo y en el espacio. El
campesino sabía perfectamente cuándo, y cuánto, trabajaba para sí y cuándo, y
cuánto, para el mantenimiento del misericordioso señor, noble o eclesiástico.
Trabajaba primero unos días en su propio campo, luego unos días en el del
señor. O bien trabajaba por la mañana en el propio y por la tarde en el del
señor, o bien trabajaba algunas semanas seguidas sólo en el propio, y luego
algunas semanas en el del señor. Así, por ejemplo, en una aldea de la Abadía de
Maurusmünster, en Alsacia, el trabajo servil estaba establecido del siguiente
modo a mediados del siglo XII: desde la mitad de abril hasta la mitad de mayo
cada hogar campesino proporcionaba la fuerza de un hombre por tres días
completos por semana; desde mayo hasta el día de San Juan una tarde por semana;
desde San Juan hasta la siega del heno dos días por semana; durante la cosecha
tres tardes por semana y, desde San Martín hasta Navidad, tres días completos
por semana. En la baja Edad Media, con los progresos de la servidumbre, creció
el trabajo para el señor tan insistentemente que pronto casi todos los días de
la semana y casi todas las semanas del año llegaron a corresponder a las
corveas, y el campesino ya casi no tenía tiempo para cultivar su propio campo.
Pero también entonces sabía perfectamente que no trabajaba para sí, sino para
otros. No era posible engañar al respecto ni incluso al más tonto de los
campesinos.
En el
moderno trabajo asalariado, el asunto es completamente distinto. El
trabajador no crea en la primera parte de su jornada objetos que necesita él
mismo: su alimento, ropas, etc., para producir luego otras cosas para el
empresario. Por el contrario, en la fábrica, el trabajador produce durante todo
el día un mismo objeto y, por cierto, predominantemente un objeto que no
necesita para su propio consumo privado sino en una mínima parte o en absoluto:
plumas de acero, cintas elásticas o tejidos de seda, o bien tubos de hierro
colado. En el montón indiferenciado de plumas de acero, cintas o tejidos que ha
creado durante el día, cada pieza tiene exactamente el mismo aspecto que cualquier
otra, no se distingue la menor diferencia, si una parte es trabajo retribuido o
no retribuido, si una parte es para el trabajador, u otra para el empresario.
Por el contrario, el producto en el que el trabajador vuelca su trabajo no
tiene para él ninguna utilidad, y ninguna partícula de él le pertenece; todo lo
que produce el trabajador pertenece al empresario. Aquí reside una gran
diferencia exterior entre el trabajo asalariado y la servidumbre. El siervo, en
circunstancias normales, tenía poco tiempo para trabajar en su propio campo, y
el trabajo que hacía por su cuenta le pertenecía. En el caso del moderno trabajador asalariado, todo su producto
pertenece al empresario, y así es como parece que su trabajo en la fábrica
no tuviese nada que ver con su propio sostenimiento. Ha recibido su salario y
puede hacer con él lo que quiera. Para ello tiene que trabajar en lo que el
empresario le indique, y todo lo que él produce pertenece al empresario. Pero
la diferencia, que es invisible para el trabajador, se pone después
perfectamente de manifiesto en las cuentas del empresario, cuando éste calcula
los ingresos debidos a la producción de sus obreros. Para el capitalista es la
diferencia entre la suma de dinero que recibe por la venta del producto y sus
egresos tanto en concepto de medios de producción como en concepto de salarios
de sus obreros. Lo que le queda como
ganancia es precisamente el valor creado por el trabajo no retribuido, es decir
la plusvalía que han creado los trabajadores. De modo que cada obrero
produce, aunque solo produzca cintas elásticas, o tejido de seda, o tubos de
hierro colado, ante todo su propio salario y, además, plusvalía gratuita para
el capitalista. Si, por ejemplo, ha tejido en 11 horas, 11 metros de tejido de
seda, entonces 6 metros de los 11 contienen el valor de su salario, y 5 son
plusvalía para el empresario.
Pero la diferencia entre el trabajo asalariado y el trabajo esclavo o
servil tiene consecuencias aún más importantes. El esclavo y el campesino
siervo entregaban su trabajo principalmente para las propias necesidades
privadas, para el consumo del señor. Creaban para su señor objetos alimenticios
y vestimenta, muebles, objetos de lujos, etc. Esto era lo normal, al menos
antes de que la esclavitud y la relación servil degeneraran bajo la influencia
del comercio y entraran en decadencia. Pero la capacidad de consumo del hombre,
incluso el lujo en su vida privada, tiene determinados límites en cada época.
Más que graneros y establos repletos, ricas ropas, una vida regalada para sí y
para toda la corte señorial, cámaras ricamente decoradas, más que todo eso no
podía necesitar el antiguo esclavista o el noble medieval. Los objetos que
sirven para el uso diario no se pueden guardar nunca en cantidades demasiado
grandes, porque sí se estropean: el grano entra fácilmente en putrefacción, o
lo devoran las ratas y ratones; el acopio de heno o de paja se incendia
fácilmente; las ropas se dañan, etc. Los productos lácteos, las verduras y
frutas en general, son difíciles de conservar. Así, el consumo tenía sus
límites naturales en la economía esclavista como en la feudal, aun con la vida
más regalada posible, y en consecuencia tenía también sus límites la
explotación normal del esclavo y del campesino. Otra cosa sucede con el moderno
empresario que compra la fuerza de trabajo para la producción de mercancías. Lo
que el trabajador produce en la fábrica para él, es completamente inútil, pero
igualmente inútil para el empresario. Éste hace producir a la fuerza de trabajo
comprada, no ropas y alimentos para sí, sino cualquier mercancía que, por su
parte, no necesita en lo más mínimo. Hace producir los tejidos de seda, o
tubos, o ataúdes, sólo para deshacerse de ellos lo más rápidamente posible,
para venderlos. Los hace producir para procurarse dinero con su venta. Y recibe
en dinero, tanto sus gastos, que le son así restituidos, como la plusvalía
regalada por sus obreros. Toda la operación la efectúa con este fin, para
obtener en dinero el trabajo no pagado de los obreros. Pero, como sabemos, el dinero es el medio de la acumulación
ilimitada de riqueza. En forma de dinero, la riqueza no pierde ningún valor
por causa de su almacenamiento, por muy prolongado que éste sea; por lo
contrario, como veremos más adelante, la riqueza en forma de dinero parece
incluso crecer por el simple almacenamiento. Y en forma de dinero, la riqueza
no conoce límites, puede crecer hasta el infinito. En correspondencia con ello,
el hambre de plustrabajo del moderno capitalista no conoce límites. Cuanto más
trabajo no retribuido se arranque a los obreros tanto mejor. Exprimir plusvalía y, por cierto, exprimirla
sin límite: he aquí la finalidad propia y el papel de la compra de la fuerza de
trabajo.
El impulso natural del capitalista hacia la incrementación de la plusvalía
arrancada a los obreros encuentra, ante todo, dos vías simples que, por así
decirlo, se ofrecen solas, si consideramos la composición de la jornada de
trabajo. Hemos visto que la jornada de cada trabajador se compone normalmente
de dos partes: de la parte en la cual el obrero repone su propio salario, y de
la otra parte en la cual entrega trabajo no pagado, plusvalía. De modo que,
para incrementar la segunda porción todo lo posible, el empresario puede
avanzar en dos direcciones: prolongando la jornada en su conjunto o abreviando
la primera parte, la parte retribuida de la jornada es decir reducir el salario
del obrero. En realidad el capitalista recurre simultáneamente a ambos métodos
y es por ello que, en el sistema del trabajo asalariado, se verifica una
permanente tendencia doble: tanto a la prolongación del tiempo de trabajo como
a la reducción de los salarios.
Si el capitalista compra la mercancía fuerza de trabajo, la compra como
lo hace con cualquier mercancía, para que le sea útil. Todo comprador de
mercancías trata de obtener el máximo uso de sus mercancías. Si, por ejemplo,
compramos botas, queremos usarlas todo el tiempo que sea posible. Todo el uso,
la utilidad entera de la mercancía pertenece a su comprador. El capitalista,
habiendo comprado la fuerza de trabajo, tiene, desde el punto de vista de la
compra de mercancías, pleno derecho a exigir que la mercancía comprada le sirva
por tanto tiempo como sea posible y tanto como se pueda. Si ha pagado la fuerza
de trabajo por una semana, le pertenece su uso por una semana y tiene, desde su
punto de vista, como comprador, el derecho a hacer trabajar al obrero, si es
posible, siete veces 24 horas en la semana. Pero por su lado, el obrero, como
vendedor de la mercancía, tiene un punto de vista completamente inverso. Claro
que el uso de la fuerza de trabajo corresponde al capitalista, pero éste
encuentra sus límites en la potencia física y mental del obrero. Un caballo
puede trabajar sin deteriorarse, día tras día, sólo ocho horas. Un hombre tiene
que tener cierto tiempo para comer, vestirse, descansar, etc., para recuperar
su fuerza gastada en el trabajo. Si no lo tiene, su fuerza de trabajo no sólo
se consume sino que se destruye. El
trabajo excesivo la debilita, y abrevia la vida del obrero. Si por un uso
inmoderado de la fuerza de trabajo, el capitalista acorta la vida del
trabajador de dos semanas en una semana, es como si se apropiara de tres
semanas por el salario de una. Esto significa, desde el propio punto de vista
del comercio de mercancías, que el capitalista despoja al obrero. De modo que
el capitalista y el obrero, en relación con la duración de la jornada de
trabajo, representan, ambos en el terreno del mercado de las mercancías, dos
puntos de vista exactamente contrapuestos, y la duración efectiva de la
jornada, por consiguiente, sólo se fija a través de la lucha entre la clase
capitalista y la clase obrera, como una relación de fuerzas. La jornada de
trabajo no tiene en sí límites determinados; según el tiempo y el lugar,
encontramos jornadas de ocho, diez, doce, catorce, dieciséis, dieciocho horas. La duración de la jornada es objeto de una
lucha secular. En esta lucha distinguimos dos períodos importantes. El primero comienza ya a fines de la
Edad Media, en el siglo XIV, cuando el capitalismo está dando justo sus
primeros, tímidos pasos, y comenzando a sacudir la coraza del reglamento
gremial. La jornada normal tradicional alcanzaba, en los tiempos de
florecimiento de la artesanía, a unas seis horas, además de guardarse plácida y
ceremoniosamente el tiempo de las comidas, el de sueño, de reposo, la
tranquilidad del domingo y los días festivos. A la antigua artesanía, con su
lento método de trabajo, le bastaba; a
los empresarios fabriles principiantes, no. Y así viene la primera ley de
prolongación forzosa de la jornada que los capitalistas obtienen del gobierno.
Desde el siglo XIV hasta fines del XVII vemos en Inglaterra, en Francia y
Alemania, leyes relativas a la jornada mínima, verdaderas prohibiciones, para
los trabajadores y compañeros, de trabajar menos que cierto número de horas,
que eran predominantemente, doce horas. La lucha contra la holgazanería de los
trabajadores constituye la gran consigna desde la Edad Media hasta entrado el
siglo XVIII. Pero, a partir del momento en que se quiebra la fuerza de la vieja
artesanía gremial, y el proletariado masivo, carente de medios de producción,
depende simplemente de la venta de la fuerza de trabajo, cuando surgieron las
grandes manufacturas con su afiebrada producción en masa, se produce un viraje.
Se inicia una succión repentina e limitada de trabajadores de todas las edades
y de ambos sexos, quedando segadas como por una peste, en pocos años
poblaciones enteras de trabajadores. Un diputado declaró en 1863, en el
parlamento inglés: “La industria
algodonera cuenta noventa años [...] En tres generaciones de la raza inglesa,
ha tragado nueve generaciones de obreros del algodón.” (Karl Marx, Das
Kapital tomo I, página 229) Y un escritor burgués inglés, John Wade; escribe
(en su obra sobre la Historia de la clase media y de la clase obrera): “La codicia de los fabricantes y su crueldad
en la persecución de la ganancia no fueron inferiores a la crueldad de los
españoles con respecto a los indios de América en su carrera del oro. (Cf.
ibíd, página 204) En Inglaterra, en ciertas ramas industriales, como en la
fábrica de encajes, estaban empleados niños de 9 a 10 años todavía en los años
sesenta del siglo XIX, desde las 2, las 3 y las cuatro de la mañana hasta las
10, 11, y 12 de la noche. Son conocidas en Alemania las condiciones que
prevalecían hasta hace poco, por ejemplo, en el tratamiento de espejos con
azogue, y en las panaderías, que prevalecen, aún hoy por regla general, en la
confección, y en la industria domiciliaria. Sólo
la moderna industria capitalista ha logrado la invención del trabajo nocturno,
totalmente desconocido antes. En todos los estados anteriores de la
sociedad la noche se consideraba como tiempo destinado por la naturaleza misma
al reposo del hombre. La empresa capitalista descubrió que la plusvalía
exprimida a los obreros por la noche, no se diferencia en nada de la extraída
durante el día e introdujo los turnos diurno y nocturno. Del mismo modo el
domingo, que en la Edad Media era respetado estrictamente por la artesanía
gremial, fue sacrificado a la voracidad de plusvalía del capitalista y agregado
a los restantes días de trabajo. Se
agregaron a ello, docenas de pequeñas invenciones para la prolongación de la jornada: las comidas realizadas durante el trabajo sin pausa de ningún tipo, la
limpieza de las máquinas, no durante la jornada normal, sino después de su
terminación, es decir durante el tiempo de reposo del trabajador, etc. Esta
práctica de los capitalistas, que en las primeras décadas rigió con toda
libertad y sin límites, hizo necesaria una nueva serie de leyes relativas a la
jornada de trabajo., esta vez no para la prolongación forzosa, sino para su
reducción. Las primeras prescripciones legales relativas la jornada máxima no
fueron arrancadas tanto por la presión de los obreros como por el simple
instinto de conservación de la sociedad capitalista. Las primeras décadas de
manejos sin restricciones de la gran industria, tuvieron efectos tan
destructivos sobre la salud y las condiciones de vida de las masas populares
laboriosas, produjeron una mortalidad, y una morbilidad tan enormes, dejaron
físicamente lisiados y mentalmente destrozados a tantos, determinaron tales
epidemias y tantos casos de ineptitud para el servicio de las armas, que la
existencia misma de la sociedad pareció amenazada del modo más profundo. Era
evidente que si el estado no ponía coto al afán natural de plusvalía del
capital, a la corta o a la larga, éste transformaría estados enteros en
cementerios gigantes en los que sólo se verían huesos de obreros. Sin obreros, no hay explotación de obreros.
Así, en su propio interés, para hacer posible la explotación en el futuro, el
capital tuvo que poner algunos límites a la explotación en el presente. Las
fuerzas del pueblo tuvieron que respetarse algo para asegurar su ulterior
explotación. Hubo que pasar de una economía rapaz, derrochadora, a la
explotación racional. De allí surgieron las primeras leyes de jornada máxima,
así como surge toda reforma social burguesa. Tenemos un equivalente de ello en
las leyes de caza. Así como hay leyes que aseguran a las presas de caza mayor
ciertos miramientos para que se reproduzca racionalmente y puedan ser objeto de
caza regular, así también la reforma social garantiza ciertos miramientos para
con la fuerza de trabajo del proletariado para que ella pueda ser objeto de
explotación racional por parte del capital. O, como dice Marx: la limitación del trabajo fabril fue
impuesta por la misma necesidad que obliga al agricultor a verter abono en los
campos. La legislación fabril nace en la dura lucha de décadas contra la
resistencia de los capitalistas individuales, paso a paso, inicialmente para
niños y mujeres y en ciertas industrias. Siguió Francia, donde la Revolución de
febrero de 1848, bajo la presión inicial del victorioso proletariado de Paris, proclamó la jornada de doce horas, la
cual fue la primera ley general, referente a la jornada de trabajo de todos los
obreros, incluyendo a los hombres adultos en todas las ramas de trabajo. En los
Estados Unidos se inició, inmediatamente después de la guerra civil de 1861, que abolió la esclavitud, un movimiento general de los trabajadores por la jornada de
ocho horas que se extendió al continente europeo. En Rusia aparecieron
las primeras leyes de protección de mujeres y menores a raíz de los grandes
disturbios fabriles de 1882 en el distrito industrial de Moscú, y la jornada de
once horas y media, por las primeras huelgas generales de los 60.000 obreros
textiles de San Petersburgo en 1896 y 1897. Alemania va actualmente a la zaga
de todos los demás grandes estados modernos, con sus leyes de protección sólo
para mujeres y niños.
Hasta aquí hemos hablado sólo de un
aspecto del trabajo asalariado: del tiempo de trabajo, y ya en ello vemos
hasta qué punto la simple, sencilla operación mercantil de la compra-venta de
la fuerza de trabajo ha traído aparejados fenómenos peculiares. Pero es
necesario utilizar aquí las palabras de Marx: “Hay que reconocer que nuestro obrero no sale del proceso de producción
del mismo modo que entró en él. En el mercado se enfrentó, como propietario de
la mercancía fuerza de trabajo, a otros propietarios de mercancías, propietario
de mercancías frente a propietarios de mercancías. El contrato por el cual
vendió al capitalista su fuerza de trabajo demostró acabadamente que él dispone
libremente de sí mismo. Después de cerrar trato se descubre que él no era un
agente libre; que el tiempo por el cual es libre de vender su fuerza de
trabajo, es el tiempo por el cual está obligado a venderla; que, en realidad,
su succionador no ceja mientras queda un músculo, un nervio, una gota de sangre
que explotar. Para ‘protegerse’ de la serpiente de sus males, los obreros
tienen que apiñar sus cabezas y arrancar como clase una ley estatal, un
prepotente obstáculo social que les impida a ellos mismos venderse a sí mismos
y a los suyos, por contrato voluntario con el capital, para la muerte y la
esclavitud.”
Las leyes de protección de los trabajadores son, en realidad, el primer
reconocimiento oficial de la sociedad actual, de que la igualdad y la libertad
formales que sirven de base a la producción mercantil y al intercambio, se
frustran inmediatamente, se convierten en
desigualdad y ausencia de libertad, desde que la fuerza de trabajo aparece como
mercancía en el mercado.
III
El segundo
método del capitalista para incrementar la plusvalía es la reducción del
salario. El salario, como la jornada de
trabajo, no tiene límites fijos. Ante todo: al hablar del salario, debe
distinguirse el dinero que recibe el obrero del empresario, de la cantidad de
medios de vida que obtiene a cambio de él. Si sólo sabemos del salario de un
trabajador que su monto es, por ejemplo, de dos marcos diarios, todavía no
sabemos nada. Pues con los mismos dos marcos se pueden comprar muchos menos
medios de vida en tiempo de carestía que en tiempo de baratura; la misma moneda
de dos marcos entraña un nivel de vida distinto en un país que en otro, incluso
un nivel distinto en cada región de un mismo país. El obrero puede recibir como salario más dinero que antes y, sin
embargo, no vivir mejor sino tan mal como antes, inclusive peor que antes.
El salario real es la suma de medios de vida que recibe el obrero, mientras que
el salario en dinero es sólo el salario nominal. Si el salario no es más que la expresión monetaria del valor de la
fuerza de trabajo, este valor consiste en la cantidad de trabajo que se emplea
en la producción de los medios de vida necesarios para el obrero. Pero,
¿qué se entiende por “medios de vida necesarios”? Si abstraemos las diferencias
individuales entre un obrero y otro, que no tienen aquí ningún papel, la
diferencia de niveles de vida de la clase obrera en distintos países y
períodos, demuestra que el concepto de “medios
de vida necesarios” es muy variable y flexible. El obrero inglés actual,
mejor remunerado, considera el consumo diario de bistecs como necesario para la
vida, mientras que el culí chino vive con un puñado de arroz. Dada la
flexibilidad del concepto de “medios de vida necesarios”, se desarrolla entre
capitalista y obrero, en torno a la magnitud del salario, una lucha semejante a
la referente a la duración de la jornada. El capitalista se atiene a su punto
de vista de comprador de la mercancía cuando argumenta: está muy bien, por
cierto, que yo tenga que pagar la mercancía fuerza de trabajo por su valor,
como todo comprador decente, pero ¿cuál es el valor de la fuerza de trabajo?
¿Los medios de vida necesarios? Muy bien, doy a mi obrero exactamente lo
necesario para vivir; ahora bien, qué es lo absolutamente necesario para
mantener en vida a un hombre, lo dice en primer término la ciencia, la
fisiología, y en segundo término la experiencia general. Y se comprende por sí
mismo que yo entrego este mínimo con absoluta exactitud; pues si diese una
moneda de más, no sería un comprador decente sino un tonto, un filántropo de
los que hacen regalos de su bolsillo a aquel a quien han comprado una
mercancía; tampoco regalo una sola moneda a mi zapatero ni a mi cigarrera, y
trato de comprar sus mercancías tan barato como me es posible. Del mismo modo
trato de comprar la fuerza de trabajo tan barata como es posible, y quedamos
perfectamente a mano si doy a mi obrero el mínimo estricto que le permite
seguir vivo. El capitalista está perfectamente en su derecho desde el punto de
vista de la producción de mercancías. Pero no lo está menos el obrero que, como
vendedor de la mercancía, replica: cierto es que no puedo pretender más que el
valor diario de mi mercancía fuerza de trabajo. Pero exijo, justamente, que me
pagues verdaderamente este valor completo. No pretendo más que los medios de
vida necesarios. Pero, ¿cuáles son los medios de vida necesarios? Dices que la
respuesta la dan la fisiología y la experiencia, que muestran qué es lo que
necesita mínimamente una persona para mantenerse viva. Así suplantas el
concepto “medios de vida necesarios” por la necesidad absoluta, fisiológica.
Pero esto se opone a la ley del intercambio de mercancías. Pues sabes tan bien
como yo que el valor de toda mercancía en el mercado se mide por el trabajo
socialmente necesario para su producción. Si tu zapatero te trae un par de
botas y exige por ellas 20 marcos, porque ha trabajado para producirlas cuatro
días, tú le dirás: “consigo botas como éstas de fábrica, por sólo 12 marcos,
pues allí, a máquina se hace un par en un día. De modo que sus cuatro días de
trabajo (puesto que ya es habitual producir las botas a máquina) no eran
necesarios considerando el asunto socialmente, aunque lo hayan sido para usted
porque usted no trabaja con máquinas. Pero no es culpa mía, y le pago solamente
por el trabajo socialmente necesario, es decir 12 marcos”.
Puesto que procederías así en la compra de botas, en la compra de mi
mercancía fuerza de trabajo tienes que pagarme también los costos socialmente
necesarios de su mantenimiento. Ahora bien, para mi vida es socialmente
necesario todo aquello que, en nuestro país y en nuestros días, constituye la
manutención habitual de un hombre de mi clase. En una palabra, tienes que darme
no el mínimo fisiológicamente necesario, que me mantiene apenas en vida como a
un animal, sino el mínimo socialmente normal que me asegure un nivel de vida
habitual. Sólo así habrás pagado el valor de la mercancía como comprador
decente; de lo contrario la compra por menos que su valor.
Vemos que el obrero, desde un punto de vista puramente mercantil, tiene
al menos tanta razón como el capitalista. Pero sólo con el tiempo llega a hacer
valer este punto de vista; pues sólo puede hacerlo valer como clase social, es
decir como conjunto, como organización. Sólo
con el surgimiento de los sindicatos y del partido obrero comienza a conseguir
la venta de su fuerza de trabajo por su valor, o sea su nivel de vida como necesidad social y cultural. Antes que
los sindicatos se inicien en un país, y antes de que ellos tengan vigencia en
todas las ramas de la industria, resulta determinante, en cambio, para la
fijación de las salarios, la tendencia de los capitalistas a reducir los medios
de vida al mínimo fisiológico, animal por así decirlo, es decir: a pagar la
fuerza de trabajo por debajo de su valor. Los tiempos de la dominación desenfrenada
del capital, a la que todavía no se le oponía ninguna resistencia de la
coalición y las organizaciones de los obreros, llevaron a la misma degradación
bárbara de la clase obrera con respecto a los salarios, que con respecto al
tiempo de trabajo antes de la sanción de las leyes fabriles. Se trata de una
cruzada del capital contra todo rastro de lujo, comodidad, bienestar en la vida
del obrero, incluso de aquello a lo que estaba acostumbrado desde los tiempos
de la artesanía y de la economía campesina. Se
trata de un esfuerzo para reducir el consumo del trabajador a una simple y
tediosa absorción de alimento, tal como se ceba el ganado o se lubrica la máquina.
Además, los trabajadores más atrasados y menos exigentes son presentados como
ejemplo y modelo a los obreros mejor situados. Esta cruzada contra el nivel
de vida humano de los obreros se inició en Inglaterra, con la industria
capitalista. Un autor inglés se lamentaba de este modo en el siglo XVII:
“Considérese solamente la masa espeluznante de artículos superfluos que
consumen nuestros obreros manufactureros, como son: aguardiente, gin, té,
azúcar, frutas importadas, cerveza fuerte, lienzo estampado, rapé, tabaco,
etc.” A los obreros ingleses les ponían entonces por delante a los franceses,
holandeses, alemanes, como ejemplo de sobriedad. Así escribió un fabricante
inglés: “El trabajo es un tercio más barato en Francia que en Inglaterra: pues
los pobres (así se llamaba a los obreros) franceses trabajan duro y economizan
estrictamente los alimentos y ropas, y sus artículos esenciales de consumo son
el pan, las frutas, hierbas raíces, y pescado seco; rara vez comen carne y,
cuando el trigo está caro, muy poco pan.” Hacia el inicio del siglo XIX un
norteamericano, el conde Rumford,
confeccionó especialmente un libro de cocina para obreros con recetas para el
abaratamiento de su alimentación. Este famoso libro, recibido can gran
entusiasmo por la burguesía de diversos países, contenía, por ejemplo, una
receta que decía así: “Cinco libras de cebada, cinco libras de maíz, 30
centavos de arenques, 10 centavos de sal, 10 centavos de vinagre, 20 centavos
de pimienta y hierbas (total 2,08 marcos: da una sopa para 64 personas y, dado
el precio medio del grano, puede incluso reducirse su costo a menos de 3
centavos por cabeza.” Los trabajadores de las minas de Sudamérica soportan
quizá la tarea diaria más pesada del mundo, consistente en sacar a la
superficie sobre sus hombros, desde una profundidad de 450 pies, un peso de
mineral de 180 a 200 libras, y cuenta Justus Liebig que viven sólo de pan y
frijoles. Ellos preferirían alimentarse de puro pan, pero sus patrones, que han
descubierto que con pan no pueden trabajar tan duro, los tratan como a caballos
y los obligan a comer los frijoles, pues éstos favorecen el desarrollo de los
huesos. En Francia se produjo, ya en l831,
la primera revuelta de hambre de los obreros: la de los tejedores de la seda de
Lyon. Bajo el Segundo Imperio, en los años setenta, cuando la verdadera industria maquinizada hizo su entrada en Francia,
el capital celebró sus máximas orgías en la reducción de los salarios. Los
empresarios salieron de la ciudad al campo en busca de brazos más baratos. Y
fueron tan lejos en ello que hubo mujeres que trabajaban por un salario diario
de 1 sou es decir 4 fenigs. Claro que esta gloria no duró mucho, pues
semejantes jornales, no podían bastar siquiera para la vida animal. En Alemania
el capital introdujo condiciones semejantes primeramente en la industria
textil, donde los salarios, reducidos incluso por debajo del mínimo
fisiológico, acarrearon en los años cuarenta los levantamientos de hambre de
los tejedores en Silesia y en Bohemia. Actualmente, el mínimo animal constituye
la regla de los salarios en todos lados donde el sindicato no ejerce su acción
sobre el nivel de vida: entre los obreros rurales en Alemania, en la
confección, en las diversas ramas de la industria domiciliaria.
IV
Formación del ejército de
reserva
Cuando la carga laboral se agrava y la reducción del nivel de vida de los
trabajadores llega hasta niveles cercanos a la vida animal, y a veces hasta al
mismo nivel, la moderna explotación
capitalista se iguala a la que tenía lugar en la economía esclavista y en
la servidumbre de la gleba, durante
la peor degeneración de estas dos formas de economía, en el período en que se
acercaban a su caducidad. Pero lo que ha traído exclusivamente la
producción capitalista de mercancías, que era completamente desconocido en
todas las épocas anteriores, es la
desocupación parcial y, por lo tanto, el no-consumo de los trabajadores como
fenómeno permanente, lo que se llama ejército de reserva de los
trabajadores. La producción capitalista depende del mercado y tiene que
seguir la demanda de éste. Pero ésta varía permanentemente y engendra
alternativamente años, temporadas y meses de buenos y de malos negocios. El
capital tiene que adaptarse constantemente a este cambio de coyuntura y, en
consecuencia, emplear ya más, ya menos obreros. De modo que, para tener en cada
momento a su disposición el número necesario de fuerza de trabajo para hacer
frente a los momentos de máximas exigencias del mercado, tiene que mantener
permanentemente disponible, junto a los
obreros ocupados, un número considerable de desempleados en reserva. Los
obreros parados, como tales, no reciben salario alguno, su fuerza de trabajo no
se compra, está simplemente almacenada; de
modo que el no-consumo de una parte de la clase obrera es parte integrante
esencial de la ley del salario de la producción capitalista. Al capital no le interesa en absoluto cómo
sostienen su vida estos parados, y rechaza todo intento de liquidar el ejército
de reserva como algo que pone en peligro sus propios intereses vitales. La crisis algodonera inglesa de 1863
proveyó un notable ejemplo de esto. Cuando, por falta de algodón en rama norteamericano,
las hilanderías y tejedurías inglesas tuvieron que interrumpir su
funcionamiento repentinamente y, en consecuencia, quedó sin pan una masa de un millón de trabajadores, una parte de
estos parados se decidió a emigrar a Australia para evitar la inminente muerte
por inanición. Exigieron del parlamento
inglés una asignación de 2 millones de libras esterlinas para hacer posible
la emigración de 50.000 obreros sin empleo. Pero los fabricantes algodoneros
levantaron un griterío de indignación contra esta exigencia de los obreros. La
industria no podría desenvolverse sin máquinas y los trabajadores son asimismo
máquinas, de modo que tienen que estar disponibles. “El país” experimentaría
una pérdida de 4 millones de libras esterlinas si los hambrientos parados se
fuesen repentinamente. El parlamento denegó, en consecuencia, el fondo de
emigración, y los parados quedaron encadenados a su hambrienta miseria para
constituir la reserva necesaria para el capital. Los capitalistas franceses
proveyeron otro ejemplo notorio en 1871. Cuando, después de la caída de la
Comuna, se llevó a cabo el degüello de los trabajadores de París, con formas
procesales o sin ellas, en tan enorme escala que fueron asesinados diez mil
proletarios, y por cierto, los mejores y más aptos, la flor de la clase
obrera, en medio de los instintos vengativos desatados surgió entre los
empresarios el temor de que la falta de “brazos” disponibles pudiese lastimar
pronto al capital; en efecto, la industria se encontraba justo entonces,
después de finalizada la guerra, ante un alza animada de los negocios. Muchos
empresarios parisinos se empeñaron por ello ante los tribunales, para moderar
las persecuciones a los luchadores de la Comuna y salvar los brazos obreros de
la carnicería de la espada, para devolverlos al brazo del capital.
El ejército
de reserva cumple una doble función para el capital, primero, la de
proveer la fuerza de trabajo para toda animación repentina de los negocios, y segundo
la de ejercer, mediante la competencia entre parados, una presión constante
sobre los ocupados, y mantener sus salarios en un mínimo.
Marx
distingue en el ejército de reserva cuatro capas diferentes, cuya
función para el capital, y cuyas condiciones de vida, están conformadas de
distinta manera. La capa superior
está constituida por los obreros industriales periódicamente desocupados, que
siempre existen en todos los oficios, incluso en los de mejor situación. Su
personal se renueva permanentemente, pues todo trabajador está parado en unos
períodos y empleado en otros; su número varía fuertemente según la marcha de
los negocios, se hace muy grande en tiempos de crisis y pequeño en las buenas
coyunturas; pero no se agota nunca y, en general, crece en el curso del
desarrollo industrial. La segunda capa,
es el proletariado que fluye del campo a la ciudad, compuesto por
trabajadores no calificados que se presentan en el mercado con las exigencias
mínimas; no están ligados a una rama determinada de trabajo en razón de ser
trabajadores simples, y actúan como reserva de todas ellas esperando la
oportunidad de emplearse. La tercera
categoría es la de los proletarios más atrasados, que no tienen ningún
trabajo regular y se encuentran permanentemente buscando trabajos ocasionales.
Aquí se observan la jornada de trabajo más prolongado y los salarios más bajos,
razón por la cual esta capa es tan útil para el capital y tan indispensable
como la capa del nivel más alto. Esta capa se recluta permanentemente entre los
supernumerarios de la industria y la agricultura, pero especialmente en la
pequeña artesanía que se va arruinando y en los oficios secundarios que se van
extinguiendo. Constituye la amplia base de la industria domiciliaria y actúa en
general, por así decirlo, entre bastidores, detrás del escenario oficial de la
industria. No presenta ninguna tendencia a extinguirse sino que, por el
contrario, crece tanto por los éxitos cada vez mayores de la industria en la ciudad
y el campo, como por una natalidad muy intensa.
Finalmente, la cuarta capa del ejército de reserva proletario
consiste en los directamente miserables:
los pobres en parte aptos para el trabajo, que la industria y el comercio
emplean en períodos de buena marcha de los negocios, siendo expulsados en
primer término en períodos de crisis; en parte ineptos para el trabajo; obreros
envejecidos que la industria ya no puede usar, viudas y huérfanos proletarios,
niños miserables, víctimas estropeadas y mutiladas de la gran industria, de la
minería, etc., y finalmente los desacostumbrados al trabajo: vagabundos y
similares. Esta capa desemboca
directamente en el lumpenproletariado: delincuentes, prostitutas. El
pauperismo, dice Marx, constituye la casa de inválidos de la clase obrera y
el peso muerto de su ejército de reserva. Su existencia queda determinada tan
necesaria e ineluctablemente por el ejército de reserva, como éste por el
desarrollo de la industria. La pobreza y
el lumpenproletariado están entre las condiciones de existencia del capitalismo
y crecen con él: cuanto mayor es la riqueza social, el capital en
funcionamiento y la masa de obreros empleados por él, tanto mayor también la
capa de parados en reserva, el ejército de reserva. Cuanto mayor el ejército de
reserva en relación con la masa de obreros ocupados, tanto mayor la capa inferior
de pobreza, pauperismo y delito. De modo que, junto con el capital y la
riqueza, crece igualmente, de forma inevitable, la cantidad de desempleados
carentes de salario y, con ellos, la capa de los Lázaro de la clase obrera (la miseria oficial). Esta es, dice Marx, la
ley absoluta y universal del desarrollo capitalista.
Como hemos dicho, en todas las formas anteriores de sociedad era
desconocida la formación de una capa permanente y creciente de desocupados. En
la comunidad comunista primitiva, evidentemente trabajan todos mientras ello es
necesario para la manutención, en parte por necesidad directa, en parte bajo
presión de la autoridad moral y legal de la comunidad. Pero por otro lado,
todos los miembros de la sociedad son provistos de los medios de vida
accesibles. El nivel de vida del grupo comunista primitivo es sin duda bastante
bajo y simple. Pero en la medida en que hay medios de vida, los hay para todos
por igual, y es totalmente desconocida la pobreza en el sentido actual, el
despojo de los medios disponibles en la sociedad. La tribu primitiva pasa
hambre muchas veces, o frecuentemente, cuando la persigue la malevolencia de
las condiciones naturales, pero su escasez es, en este caso, escasez de la
sociedad como tal, siendo impensable la carencia en una parte de sus miembros
mientras otra parte está en la abundancia; pues en la medida en que están
asegurados los medios de vida de la sociedad, está asegurada la existencia de
cada uno de sus miembros.
Encontramos lo mismo en las sociedades esclavistas oriental y antigua.
Por muy explotado que estuviese el esclavo estatal egipcio o el esclavo privado
griego, por muy grande que fuese el abismo entre su mezquina subsistencia y la
abundancia en que vivía su amo, su vida estaba asegurada, sin embargo, por la
propia relación de esclavitud. No se dejaba que los esclavos pereciecen de
inanición, del mismo modo que hoy no se deja perecer al caballo o al ganado. Lo
mismo en las relaciones serviles medievales: el encadenamiento del campesinado
a la gleba y la firme estructura de todo el sistema de dependencia feudal,
donde cada uno tenía que ser señor de otros, o servidor de un señor, o ambas
cosas a la vez, atribuía a cada uno un sitio determinado. Y por más exprimidos
que fueran los siervos de la gleba, ningún señor tenía derecho a echarlos de la
gleba, o sea despojarlos de sus medios de vida; por el contrario, la relación
servil obligaba al señor a auxiliar a los pauperizados campesinos en caso de
siniestros como incendio, inundación, granizo, etc. Hacia fines de la Edad
Media, con el derrumbamiento del feudalismo y la entrada en escena del capital
moderno, se inicia la expropiación de los campesinos. Pero en la Edad Media, por
regla general, estaba asegurada la existencia de la gran masa de los
trabajadores. Ya entonces se formó, sin embargo, un pequeño contingente de
pobres y mendigos a causa de las numerosas guerras de pérdidas patrimoniales
individuales. Pero la manutención de estos pobres correspondía a la sociedad
como obligación. Ya el emperador Carlomagno determina detalladamente en sus
Capitulares: “En lo referente a los mendigos que vagan por el país, queremos
que todos nuestros vasallos alimenten a los pobres, ya sea en el dominio que
tienen concedido o en el interior de sus casas, sin permitirles ir a otros
sitios a mendigar.” Más tarde fue cometido especial de los monasterios albergar
a los pobres y proporcionarles trabajo, si eran aptos para él. Así, en la Edad Media
toda persona necesitada tenía asegurada la acogida en cualquier casa, la
alimentación de los miserables tenía el carácter de una obligación pura y
simple y no traía aparejado el desprecio que afecta al mendigo de hoy.
La historia del pasado conoce sólo un caso en que una gran capa de la
población fue privada de ocupación y de pan. Se trata del caso, ya mencionado,
del campesinado de la Roma antigua, que fue expulsado de la tierra y
transformado en proletariado para el cual no quedaba ninguna ocupación. Esta
proletarización de los campesinos era, por cierto, una consecuencia lógica y
necesaria de la formación de los grandes latifundios, así como de la difusión
de la economía esclavista. Pero no era, en general, necesaria para la
existencia de la economía esclavista y de la gran propiedad territorial. Por lo
contrario, el proletariado de Roma, desocupado, era una desgracia, una nueva
carga para la sociedad, y la sociedad trataba de impedir la existencia del
proletariado y su pobreza por todos los medios a su alcance: mediante
distribución periódica de tierra, mediante reparto de medios de vida, mediante
la regulación de enormes importaciones de granos y el abaratamiento artificial
de los cereales. Finalmente este gran proletariado de la Roma antigua fue mantenido,
mal o bien, directamente por el estado.
La
producción capitalista de mercancías es, pues, la primera forma de economía en
la historia de la humanidad, en la cual la desocupación y la indigencia de una
capa grande y creciente de la población, y la directa pobreza sin esperanza de
otra capa igualmente creciente, es no sólo una consecuencia sino también una
necesidad, una condición de vida de esta economía. La
inseguridad de la existencia de toda la masa trabajadora, su indigencia
periódica, o la miseria pura y simple de amplias capas, son por primera vez un
fenómeno normal en la sociedad. Los sabios de la burguesía, que no pueden
imaginar ninguna forma de sociedad que no sea la actual, están tan penetrados
por esta necesidad natural de la capa de los parados y los sin pan, que la
declaran ley natural debida a la voluntad divina. El inglés Malthus estructuró
al respecto, a comienzos del siglo XIX, su famosa teoría de la sobrepoblación,
según la cual la miseria surgiría de la mala costumbre que tendría la humanidad
de multiplicar sus hijos más rápidamente que sus medios de subsistencia.
Ahora bien, como hemos visto, no son sino los simples efectos de la
producción mercantil y del intercambio de mercancías los que llevan a estos
resultados. Esta ley de la mercancía, que formalmente se basa en la igualdad y
libertad perfectas, da por resultado de forma completamente mecánica, sin
ninguna intervención de la ley o de la violencia, sino con férrea necesidad,
una desigualdad social tan marcada como no se conoció nunca en el marco de
todas las anteriores relaciones sociales basadas en la dominación directa de un
hombre sobre los demás. Por, primera vez
el hambre pura y simple se convierte en el látigo que azota diariamente la vida
de la masa trabajadora. Y eso también se interpreta como una ley natural.
El clérigo anglicano Townsend escribió ya en 1786: “Parece una ley natural el
que los pobres son, hasta cierto punto, irreflexivos, de tal modo que están
siempre para cumplir las funciones más serviles, sucias y comunes de la
colectividad. El fondo de felicidad humana aumenta mucho con ello, los más
delicados quedan liberados del ajetreo y pueden dedicarse sin estorbo a asuntos
más elevados, etc. La ley de pobres tiende a destruir la armonía y belleza, la
simetría y el orden de este sistema que Dios y la naturaleza han erigido en el
mundo.”
“Los delicados”, que viven a costas de otros, ya han visto por lo demás
el dedo de Dios y una ley natural en cada una de las formas de sociedad que les
aseguraban los goces de la vida del explotador. Los más grandes espíritus,
inclusive, no escapan a esta tergiversación histórica. Así, milenios antes del
clérigo inglés, escribía el gran pensador griego Aristóteles: “Es la naturaleza
misma la que ha creado la esclavitud. Los animales se dividen en machos y
hembras. El macho es un animal más perfecto, y ejerce su dominación; la hembra
es menos perfecta, y obedece. Del mismo modo, hay en el género humano
individuos que presentan tanta inferioridad con respecto a los demás, como el cuerpo
frente al alma o el animal frente al hombre; son hombres que sólo sirven para
trabajos físicos, e incapaces de realizar algo más perfecto. Estos individuos
están destinados por la naturaleza a la esclavitud, pues no hay para ellos nada
mejor que obedecer a otros... Porque, en definitiva, ¿existe tanta diferencia
entre el esclavo y el animal? Sus trabajos se parecen, sólo nos son útiles por
sus cuerpos. Concluimos, pues, de estos principios que la naturaleza ha creado
a unos hombres para la libertad y a otros para la esclavitud, y que, por ende,
es correcto que el esclavo se someta.” La “naturaleza”, a la que se hace
responsable de este modo de toda forma de explotación, tendría que haber
empeorado mucho con el tiempo. Pues si pudiese todavía valer la pena el rebajar
a una gran masa de pueblo a la ignominia de la esclavitud para elevar sobre sus
espaldas un pueblo libre de filósofos y genios como Aristóteles, en cambio es
poco fascinante rebajar, como se hace hoy, a millones de proletarios para la
cría de vulgares fabricantes y gordos clérigos.
V
Hemos
investigado hasta aquí qué nivel de vida asegura la economía mercantil
capitalista a la clase obrera y sus distintas capas. Pero no sabemos aún nada con exactitud sobre
la relación de este nivel de vida de los obreros con la riqueza social en
conjunto. Pues los obreros pueden, por ejemplo, tener en un caso dado más
medios de vida, alimentación más abundante, mejores ropas que antes, mientras
que la riqueza de las otras clases ha crecido mucho más rápidamente aún, con lo
cual se habría reducido la participación de los trabajadores en el producto
social. Así pues, el nivel de vida de los trabajadores debe elevarse en
términos absolutos y disminuir en relación con otras clases. El nivel de vida
de cada persona y de cada clase sólo puede juzgarse correctamente si se lo
evalúa en el marco de las condiciones reinantes en la época y en comparación
con los restantes estratos de la misma sociedad. El príncipe de una tribu de
negros primitiva, semisalvaje o bárbara, en África, tiene un nivel de vida
inferior, es decir una vivienda más sencilla, peores ropas, alimentos más
burdos que un obrero fabril medio en Alemania. Pero este príncipe, en relación
con los medios y aspiraciones de su tribu, vive “principescamente”, mientras que el obrero fabril en Alemania,
comparado con el lujo de la rica burguesía y las necesidades propias de nuestro
tiempo, vive de forma absolutamente pobre. De modo pues que, para evaluar
correctamente la situación de los obreros en la sociedad actual es necesario investigar no sólo el
salario absoluto, es decir la magnitud de salario en sí, sino también el
salario relativo, es decir la participación que representa el salario del
obrero en el producto total de su trabajo. Hemos supuesto, en nuestro
ejemplo precedente, que el obrero repone
su salario, es decir sus medios de vida, en las primeras seis horas de una
jornada de once horas, y luego crea plusvalía para el capitalista, todavía,
durante cinco horas. En este ejemplo aplicamos la hipótesis de que la
producción de medios de vida para el obrero cuesta seis horas de trabajo.
También hemos visto que el capitalista trata por todos los medios de reducir el
nivel de vida del obrero para incrementar al máximo el trabajo no retribuido,
la plusvalía. Pero supongamos que el nivel de vida del obrero no se altere, es
decir, que esté en condiciones de procurarse siempre la misma cantidad de
alimentos, ropas, ropa blanca, muebles; etc. Supongamos, pues, que el salario,
considerado de forma absoluta, no disminuya. Pero si la producción de todos
estos medios de vida se ha abaratado a través de progresos ocurridos en la
producción y ahora requiere, por ejemplo, menos tiempo, ahora el obrero
necesitará menos tiempo para reponer su salario. Supongamos que la cantidad de
alimentos, vestimenta, muebles, etc., que requiere diariamente el obrero no
requiera ya seis horas de trabajo sino sólo cinco. Entonces el trabajador, en
su jornada de once horas, no trabajará seis, sino sólo cinco horas para reponer
su salario, y le quedarán seis horas enteras para trabajar gratuitamente para
la creación de plusvalía para el capitalista. La participación del obrero en su
producto se ha reducido en un sexto, la del capitalista ha aumentado en un
quinto. Pero con ello el salario absoluto no se ha reducido en lo más mínimo.
Puede incluso resultar que se eleve el nivel de vida de los trabajadores, es
decir que aumenten los salarios absolutos, digamos en un diez por ciento y, por
cierto, no sólo los salarios en dinero sino también los medios de vida reales
del obrero. Pero si la productividad del trabajo crece en un quince por ciento
al mismo tiempo o poco después, entonces se ha reducido en realidad la
participación de los obreros en el producto, es decir su salario relativo, pese
a que el salario absoluto ha aumentado. Así pues, la participación del obrero
en el producto depende de la productividad del trabajo. Cuanto menor la
cantidad de trabajo con que se produzcan sus medios de vida, tanto menor será
su salario relativo. Si, debido a progresos habidos en la fabricación, las
camisas que se pone, las botas, las gorras, se producen con menos trabajo que
antes, aunque él pueda procurarse con su salario la misma cantidad de camisas,
botas y gorras, recibe ahora, sin embargo, una parte menor de la riqueza
social, del trabajo total de la sociedad. Pero en el consumo diario del obrero
entran, en determinadas cantidades, todos los productos y materias primas
imaginables. Pues no es sólo la fabricación de camisas la que abarata las
subsistencias del obrero sino también la fabricación algodonera que provee
material para las camisas, y la industria de las máquinas que entrega las
máquinas de coser, y la industria que proporciona el hilado. Del mismo modo los
medios de vida del obrero se abaratan no sólo por los progresos que tengan
lugar en las actividades de panadería, sino también por la agricultura
americana que provee masivamente los cereales, y los progresos del transporte
ferroviario y de navegación a vapor, que transporta los cereales de América a
Europa, etc. Cada progreso de la industria, cada elevación de la productividad
del trabajo humano lleva a que la manutención vital de los obreros cueste cada
vez menos trabajo. En consecuencia, el
obrero tiene que dedicar una parte cada vez menor de su jornada a la reposición
de su salario, y se hace cada vez mayor la parte en la cual crea trabajo no
retribuido, plusvalía para el capitalista.
Ahora bien, el progreso constante, incesante, de la técnica es una
necesidad, una condición de vida para los capitalistas. La concurrencia entre
los diversos empresarios obliga a cada uno de ellos a producir sus productos en
la forma más barata posible, es decir con la máxima economía de trabajo humano.
Y, si un capitalista cualquiera ha introducido en su fábrica un nuevo
procedimiento, la misma concurrencia obliga a todos los demás empresarios de la
misma rama a mejorar igualmente la técnica para no dejarse eliminar del
mercado. Esto se expresa exteriormente de forma visible en la introducción
general de la propulsión mecánica en vez de la propulsión manual y en la
introducción cada vez más rápida de máquinas nuevas y mejoradas en lugar de las
antiguas. Los inventos técnicos en todos los terrenos de la producción se han
convertido en el pan de cada día. Así, la revolución técnica de toda la
industria, tanto en la producción propiamente dicha, como en los medios de
transporte, constituye un fenómeno incesante, una ley vital de la producción
capitalista de mercancías. Y todo progreso en la productividad del trabajo se
manifiesta en la reducción de la cantidad de trabajo que es necesaria para la
manutención del obrero. La producción capitalista no puede avanzar un paso sin
reducir la participación de los obreros en el producto social. Con cada
innovación de la técnica, con cada mejora en las máquinas, con cada aplicación
nueva del vapor y la electricidad en la producción y en el transporte, se reduce la participación de los obreros en
el producto y aumenta la de los capitalistas. El salario relativo cae más y
más, irrefrenable e ininterrumpidamente; la plusvalía, es decir la riqueza de
los capitalistas, no retribuida y exprimida a los obreros, crece siempre más y
más del mismo modo ininterrumpido y permanente.
También aquí vemos una diferencia contundente entre la producción
capitalista de mercancías y todas las formas anteriores de economía. En la
sociedad comunista primitiva, como sabemos, se distribuye el producto
inmediatamente después de la producción, entre todos los trabajadores, es decir
entre todos los miembros, pues no existen
ociosos. Bajo las relaciones de servidumbre lo que es determinante no es la
igualdad sino la explotación de los
trabajadores por los ociosos. Pero no es la participación del trabajador,
del campesino siervo, en el fruto de su trabajo lo que se determina, sino que
lo que se fija exactamente es la participación del explotador, del señor, en la
forma de servicios y tributos bien determinados que él ha de recibir de los
campesinos. Lo que queda, por encima de ellos, de tiempo de trabajo y de
producto, constituye la participación del campesino de tal modo que éste, en
circunstancias normales, antes de la explotación extrema de la servidumbre de
la gleba, tiene, en cierto grado, la posibilidad de incrementar su propia participación
tensando sus fuerzas de trabajo. Es cierto que a medida que avanza la Edad
Media esta participación del campesino se hace cada vez menor en razón de las
crecientes exigencias de la nobleza y del clero. Pero en toda oportunidad se
trata de normas determinadas, visibles, y aunque arbitrarias, eran fijadas por
hombres, y por más que estos hombres fuesen inhumanos eran normas establecidas
que determinaban la participación del campesino siervo y de su esquilmador
feudal en el producto. En consecuencia, el campesino medieval ve y siente con
toda exactitud cuando se le cargan pesos mayores y sufre desmedro su propia
participación. Por ello es posible una lucha contra estas reducciones de la
participación; y estalla realmente, allí donde es posible, como lucha abierta
del campesino explotado contra la reducción de su participación en el producto
de su trabajo. En determinadas condiciones, por lo demás, esta lucha se ve
incluso coronada por el éxito: la libertad de la burguesía urbana surgió porque
los artesanos, inicialmente sujetos a servidumbre, se fueron liberando,
paulatinamente, uno a uno, de los diversos servicios personales, y prestaciones
múltiples de la época feudal, hasta que conquistaron el resto (la plena
libertad personal de propiedad) en lucha abierta.
En el sistema salarial no existen determinaciones legales ni
consuetudinarias, ni tampoco simplemente violentas y arbitrarias, relativas a
la participación del obrero en su producto. Esta participación queda
determinada por el nivel que presenta en un momento dado la productividad del
trabajo, por el estado de la técnica; no es ningún arbitrio de los
explotadores, sino el progreso de la técnica, el que reduce incesante y
despiadadamente la participación del obrero. Se trata pues de un poder completamente
invisible, una acción simplemente mecánica de la competencia y de la producción
de mercancías, dejándole una porción de su producto cada vez menor; un poder
que ejerce su acción silenciosa, imperceptiblemente, a espaldas de los obreros
y contra el cual, en virtud de ello, es completamente imposible luchar. El
papel personal del explotador es todavía visible tratándose del salario
absoluto, es decir de las subsistencias reales. Una reducción del salario, que determina una reducción del nivel real de
vida de los obreros, constituye un atentado visible de los capitalistas contra
los obreros y recibe de éstos por lo general, allí donde se hace sentir la
acción del sindicato, la respuesta de la lucha inmediata y, en caso de
resultado favorable, ellos lo impiden. En cambio, la disminución del salario
relativo se efectúa aparentemente sin la menor participación personal del
capitalista, y contra ella no tienen los trabajadores ninguna posibilidad de
lucha dentro del sistema de salario, es decir en el terreno de la producción
mercantil. Los trabajadores no pueden
luchar contra el progreso técnico de la producción, contra los inventos, la
introducción de máquinas, contra el vapor y la electricidad, contra las mejoras
de los medios de transporte. Pero los efectos de todos estos avances sobre el
salario relativo de los obreros, son el resultado mecánico de la producción
mercantil y del carácter mercantil de la fuerza de trabajo. Es por ello que
incluso los más fuertes sindicatos son impotentes contra esta tendencia del
salario relativo a una caída rápida. Es por ello que la lucha contra la caída
del salario relativo, entraña la lucha contra el carácter de mercancía de la
fuerza de trabajo, es decir contra la producción capitalista en su conjunto. La lucha contra la caída del salario
relativo no es ya una lucha que se desenvuelva en el terreno de la economía
mercantil sino un asalto revolucionario, subversivo, contra la existencia de
esta economía, es el movimiento socialista del proletariado.
De ahí la simpatía de la clase capitalista hacia los sindicatos (a los
que combatió ferozmente en un principio) a partir del inicio de la lucha
socialista y en la medida en que los
sindicatos se dejan contraponer al socialismo. En Francia, todas las luchas
de los obreros por la adquisición del derecho de coalición fueron infructuosas
hasta los años setenta, y los sindicatos fueron perseguidos con medidas
draconianas. Pero pronto, después que la insurrección de la Comuna hubo sumido
a toda la burguesía en un miedo frenético ante el espectro rojo, se inició un
vuelco rotundo, brusco, de la opinión pública. El órgano periodístico personal
del presidente Gambetta, la République Française y todo el partido gobernante
de los “republicanos satisfechos”, comienzan a apoyar a los sindicatos, incluso
a publicitarlos celosamente. A los obreros ingleses les ponían como ejemplo, a
comienzos del siglo XIX, a los sobrios trabajadores alemanes; hoy, al
contrario, al obrero alemán le presentan el obrero inglés, el tradeunionista
“codicioso”, comedor de bistecs, como hombre ejemplar digno de imitación. Tan
cierto es que, incluso la lucha más
enconada por la elevación del salario absoluto de los obreros, le parece a la
burguesía una bagatela inocua en comparación con el atentado contra la ley sacrosanta
del capitalismo que tiende a una reducción permanente del salario relativo.
VI
Sólo sintetizando todas las consecuencias expuestas de la relación
salarial, podemos representamos la ley
capitalista del salario que determina la situación material del obrero.
Para ello es necesario diferenciar, ante todo, el salario absoluto del salario
relativo. El salario absoluto aparece en
una forma doble: por un lado como una suma de dinero, es decir como salario
nominal, por otro lado como una suma de medios de existencia que el obrero
puede conseguir a cambio de aquel dinero, es decir como salario real. El
salario monetario de los obreros puede permanecer constante o incluso subir, y
el nivel de vida, es decir el salario real, puede caer simultáneamente. El
salario real tiende permanentemente a reducirse hasta el mínimo absoluto, hasta
el mínimo vital físico, es decir que existe una tendencia permanente del
capital a pagar la fuerza de trabajo por debajo de su valor. Sólo se crea un
contrapeso para esta tendencia del capital, mediante la organización de los
trabajadores. La principal función de los
sindicatos consiste, por el aumento
de las necesidades de los trabajadores, por su elevación moral, en remplazar el
mínimo fisiológico por el mínimo social, es decir por un nivel de vida y de
cultura determinados de los trabajadores, por debajo del cual los salarios no
pueden descender sin provocar inmediatamente una lucha de la coalición, una
resistencia. La gran importancia económica de la socialdemocracia
reside en que, sacudiendo espiritual y políticamente a las amplias masas
de los trabajadores, eleva su nivel cultural y, con ello, sus necesidades
económicas. Al convertirse en hábitos del
obrero, por ejemplo, abonarse a un periódico, comprar folletos, se eleva en
exacta correspondencia con ello, su nivel económico de vida y, en consecuencia,
los salarios. La acción de la
socialdemocracia en este aspecto es de trascendencia doble cuando los
sindicatos de un país determinado mantienen una alianza abierta con la
socialdemocracia, pues entonces el antagonismo de las capas burguesas
respecto de la socialdemocracia las lleva también a fundar sindicatos rivales que, por su parte, llevan la acción
educativa de la organización y la elevación del nivel cultural, a nuevos
círculos del proletariado. Así vemos que, en Alemania, aparte de los sindicatos
libres, que se encuentran ligados a la socialdemocracia, actúan numerosas
organizaciones gremiales cristianas, católicas y liberales. Igualmente, en
Francia se fundan lo que se llama sindicatos amarillos, para combatir a los
sindicatos socialistas; en Rusia las explosiones más vehementes de las actuales
huelgas masivas revolucionarias procedieron de sindicatos “amarillos’; devotos
del gobierno. En cambio en Inglaterra, donde los sindicatos se mantienen
alejados del socialismo, la burguesía no se molesta en llevar ella misma, a las
capas proletarias, la idea de la coalición.
De modo que el sindicato desempeña un papel orgánico indispensable en el
moderno sistema del salario. Sólo
mediante el sindicato se coloca la fuerza de trabajo en condiciones de venderse
por su valor. Los sindicatos no erradican la ley mercantil capitalista en
relación con la fuerza de trabajo, como supuso Lassalle erróneamente, sino al
contrario, sólo ellos la hacen realidad. El precio ruinoso por el cual el
capitalista se esfuerza permanentemente en comprar la fuerza de trabajo, se ve
llevado por la acción sindical, más o menos, al precio real.
Pero los sindicatos ejercen esta función bajo la presión de las mecánicas
leyes de la producción capitalista, en
primer término la del ejército de reserva de obreros desocupados y, en segundo término, la de la permanente
alternancia de la elevación y la caída de la coyuntura. Ambas leyes contienen
la acción de los sindicatos dentro de límites no rebasables. El constante
cambio de la coyuntura industrial obliga a los sindicatos, en cada fase
negativa, a defender las viejas conquistas frente a nuevos ataques del capital,
y en cada fase positiva a elevar nuevamente, y sólo a través de la lucha, el
nivel ahora reducido del salario, al nivel correspondiente a la situación
favorable que se presenta. Así se coloca a los sindicatos permanentemente a la
defensiva. El ejército industrial de reserva de desocupados, limita la acción
de los sindicatos, por así decirlo, espacialmente: a la organización y a su
influencia es accesible solamente la capa superior de los obreros industriales
mejor situados, cuya desocupación es sólo periódica y, según la expresión de
Marx, “fluida”. En cambio, la capa, inferior a aquella, de los ignorantes
proletarios agrícolas que fluyen permanentemente del campo a la ciudad, así
como de toda clase de oficios irregulares semi-agrarios como la fabricación de
ladrillos, la formación de terraplenes, se presta ya mucho menos para la
organización sindical por las condiciones espaciales y temporales de su tipo de
ocupación, así como por el medio social en que se encuentra. Finalmente, las
amplias capas inferiores del ejército de reserva: los desempleados con
ocupación irregular, la industria domiciliaria, los pobres ocasionalmente empleados,
se sustraen completamente a la organización. En general, cuanto mayor es la
indigencia y la opresión en una capa proletaria dada, tanto más reducida es la
posibilidad de ejercer influencia sindical. Así,
la acción sindical tiene efectos muy débiles en la profundidad del
proletariado; fuertes en cambio en su anchura, es decir, que aunque
los sindicatos abarquen sólo una parte de la capa superior del proletariado, su
influencia se extiende a toda esta capa, pues las conquistas benefician a toda
la masa de los obreros ocupados en el oficio correspondiente. Por ello la
acción sindical provoca una diferenciación mayor dentro de la masa proletaria,
al sustraer a la miseria, uniendo y consolidando a las tropas de avanzada, a la
parte superior de los obreros industriales, capaces de organizarse. Con ello se
ensancha la brecha entre la capa superior y las capas inferiores de la clase
obrera. En ningún país es tan ancha como en Inglaterra, donde la acción
cultural complementaria de la socialdemocracia está ausente de las capas
inferiores, poco organizables, mientras que en Alemania, por ejemplo, cobra
influencia con fuerza.
Al exponer las relaciones salariales capitalistas es completamente
incorrecto considerar solamente los salarios efectivamente pagados de los
trabajadores industriales empleados, lo que ya es una costumbre, incluso entre
los obreros, tomada acríticamente de la burguesía y de sus escribas. Todo el
ejército de reserva de los parados, desde los obreros calificados
transitoriamente desempleados hasta los más pobres, y el pauperismo oficial,
entra en la determinación de las relaciones salariales como factor de pleno
derecho. Las capas más bajas de necesitados y marginados, de ocupación
insignificante o nula, no son una especie de excrecencia que no integra la
“sociedad oficial” como lo plantea, por supuesto, la burguesía, sino que están
ligadas por todos los eslabones intermedios del ejército de reserva, por lazos
vivos internos, con la capa superior de obreros industriales, colocados en la
mejor posición. Esta ligazón interna se manifiesta en cifras, en las sucesivas
ocasiones en que crecen repentinamente las capas inferiores del ejército de
reserva en períodos de deterioro de la coyuntura, y, por su disminución, cuando
ella mejora, se manifiesta en la reducción relativa del número de quienes
recurren al socorro público de pobres cuando se desarrolla la lucha de clases
y, con ello, también se eleva la conciencia del proletariado. Todo obrero
industrial estropeado en el trabajo o que tiene la desgracia de cumplir los 60
años, tiene 50 probabilidades entre 100 de hundirse en la capa inferior de la
cruel miseria, en la “capaLázaro”, del proletariado. De modo que la situación
de las capas más bajas del proletariado se mueve según las mismas leyes de la
producción capitalista, se amplía y se estrecha por ellas, y junto con la
amplia capa de los obreros rurales, así como con su ejército de parados y con
todas las capas desde la más alta hasta la más baja, el proletariado constituye un todo orgánico, una clase social, en cuyas
diversas gradaciones de miseria y opresión puede captarse correctamente la ley
capitalista del salario en su conjunto. Por último, sólo se comprende la
mitad de la ley del salario cuando se conocen simplemente los movimientos del
salario absoluto. Con la ley de la caída automática del salario relativo, en
razón del progreso de la productividad del trabajo, se completa la ley
capitalista del salario hasta adquirir su real trascendencia.
Los fundadores franceses e ingleses de la economía política burguesa
efectuaron, ya en el siglo XVIII, la observación de que los salarios de los
obreros tienden en promedio a quedarse en el mínimo de los medios de vida
necesarios. Pero el mecanismo por el cual se regula este mínimo salarial lo
explicaron por las oscilaciones de la oferta de fuerzas de trabajo en busca de
empleo. Cuando los obreros consiguen salarios superiores a los absolutamente
necesarios para vivir, explicaban estos eruditos, entonces muchos se casan y
traen muchos hijos al mundo. Así se satura nuevamente el mercado de trabajo de
tal modo que supera ampliamente la demanda del capital. El capital presiona
entonces con fuerza los salarios hacia abajo, aprovechando la competencia entre
los obreros. Pero cuando los salarios no alcanzan para las subsistencias
necesarias, mueren obreros masivamente, clarean sus filas hasta quedar tan
pocos como puede utilizar el capital, y con ello vuelven a subir los salarios.
Este movimiento pendular entre reproducción excesiva y mortalidad excesiva en
la clase obrera lleva permanentemente los salarios nuevamente hacia el mínimo
de medios de vida. Esta teoría, que reinó en la economía política hasta la
década del setenta, la había adoptado también Lassalle, llamándola la “ley de
bronce”…
Hoy, con el pleno desarrollo de la producción capitalista, las
debilidades de esta teoría son evidentes. Concretamente, la gran industria,
dada la marcha afiebrada de los negocios y de la concurrencia, no puede
esperar, para la reducción de los salarios, que los obreros, impulsados por la
abundancia, accedan en número excesivo al matrimonio, traigan luego al mundo
demasiados hijos, hasta que estos niños crezcan y se presenten en el mercado
del trabajo para, por fin, provocar allí la saturación deseada. En
correspondencia con el pulso de la industria, el movimiento de los salarios no
adopta el benigno ritmo de un péndulo cuyas oscilaciones duren una generación, es decir 25 años cada una, sino que los
salarios siguen un incesante movimiento agitado de tal modo que, ni la clase
obrera tiene posibilidades de adaptarse en su procreación al nivel de los
salarios, ni la industria puede posponer su demanda hasta que la procreación de
los obreros haya surtido efecto. En segundo lugar, el mercado de trabajo de la
industria no está determinado en absoluto, en su magnitud, por la proliferación
natural de los obreros, sino por la permanente afluencia de los nuevos contingentes
proletarios del campo, de las artesanías y de la pequeña industria, así como de
las propias mujeres e hijos de los obreros. Justamente, la saturación del
mercado de trabajo, en forma de ejército de reserva, constituye un fenómeno
permanente y una condición de vida de la industria moderna. Consecuentemente,
no son los cambios en la oferta de fuerzas de trabajo, el movimiento de la
clase obrera, los determinantes del nivel de los salarios, sino los cambios en
la demanda del capital, el movimiento del capital. La fuerza de trabajo está
permanentemente almacenada como mercancía disponible en exceso, y se la paga
mejor o peor según convenga al capital beberla en grandes cantidades en una
fase de alta coyuntura o vomitarla nuevamente de forma masiva durante la
crisis.
Así pues, el mecanismo de la ley del salario es completamente distinto de
lo que suponen la economía política burguesa y Lassalle. El resultado, es decir
la conformación de las relaciones salariales que resulta, es aún peor que lo
que sería según aquel antiguo punto de partida. La ley capitalista del salario
no es, por cierto, “de bronce”, sino aún más inexorable y cruel, porque es una
ley “elástica” que trata de reducir los salarios de los obreros ocupados al
mínimo, haciendo patalear simultáneamente, entre el ser y el no ser, a toda una
gran capa de desempleados, sobre una cuerda floja delgada y flexible.
El planteamiento de la “ley de bronce del salario”, con su carácter
agitativo y subversivo, sólo fue posible en los comienzos de la economía
política burguesa, en sus años de juventud. A partir del momento en que
Lassalle hizo de esta ley el eje de su agitación en Alemania, los economistas
lacayos de la burguesía se apresuraron a abjurar de la ley de bronce, a declararla
falsa, a condenarla como teoría errónea. Toda una jauría de simples agentes a
sueldo de los fabricantes como Faucher, Schultze de Delitzsch, Max Wirth,
iniciaron una cruzada contra Lassalle y la ley de bronce del salario y, con
ello mancillaron imprudentemente a sus propios antecesores: Adam Smith, Ricardo
y otros grandes creadores de la economía política burguesa. Posteriormente, cuando Marx hubo esclarecido y demostrado en
1867 la elasticidad de la ley capitalista del salario bajo la influencia del
ejército industrial de reserva, los economistas burgueses enmudecieron
definitivamente. Hoy, la ciencia profesoral de la burguesía no tiene
ninguna ley del salario, prefiere evitar tan espinoso tema y declamar solamente
una cháchara incoherente sobre cuán lamentable es el paro y cuán convenientes
los sindicatos humildes y moderados.
La misma comedia en relación con la otra cuestión fundamental de la
economía política: ¿cómo se forma, de dónde proviene, la ganancia del
capitalista? Ya los fundadores de la economía política dieron, en el siglo
XVIII, la primera respuesta científica sobre la participación del capitalista,
como sobre la participación del obrero, en la riqueza de la sociedad. Esta
teoría fue enunciada en su forma más clara por David Ricardo, quien aguda y
lógicamente explicó la ganancia de los capitalistas como el trabajo no
retribuido del proletariado.
VII
Hemos iniciado nuestra consideración de la ley del salario, con la compra
y la venta de la mercancía fuerza de trabajo. Pero, para ello, tiene que haber
un proletario privado de medios de producción y un capitalista que los posee en
escala suficiente para fundar una empresa moderna. ¿De dónde han venido al
mercado? En la exposición anterior, enfocábamos solamente a los productores de
mercancías, es decir simples gentes con medios de producción propios que
producían mercancías por sí mismos y las intercambiaban. ¿Cómo pueden surgir,
con intercambio de valores iguales en mercancías, capital por un lado y, por el
otro, total carencia de medios? Ya hemos visto que la compra de la mercancía
fuerza de trabajo, incluso comprándola por todo su valor, lleva en el consumo
de esta mercancía a la formación de trabajo no retribuido o plusvalía, es decir
de capital. Está claro que la formación de capital y de desigualdad se
comprende si tenemos en cuenta el trabajo asalariado y sus efectos. Pero, ¡para
ello tiene que haber previamente capital y proletarios! Así pues, el problema
tiene este enunciado: de dónde, y cómo, surgieron los primeros proletarios y
los primeros capitalistas, cómo se dio el primer salto de la producción simple
de mercancías a la producción capitalista. En otros términos, la pregunta se
enuncia así: ¿cómo se realizó la transición de la pequeña artesanía medieval al
capitalismo moderno?
Con respecto al surgimiento del primer proletariado moderno, nos ofrece
la respuesta la historia de la disolución del feudalismo. Para que el
trabajador pudiese presentarse en el mercado como obrero, tenía que haber
alcanzado la libertad personal. Así pues, la primera condición consistía en la
liberación de la servidumbre de la gleba y la coerción gremial. Pero también
tenía que haber perdido todos los medios de producción. Esto se llevó a cabo a
través de la masiva “expulsión de los campesinos”, mediante la cual la nobleza
terrateniente formó sus posesiones actuales a comienzos de los tiempos
modernos. Los campesinos fueron simplemente echados a millares de la tierra que
les pertenecía desde hacía siglos, y las parcelas comunales campesinas fueron
incorporadas a las tierras señoriales. La nobleza inglesa, por ejemplo, lo hizo
cuando la ampliación del comercio en la Edad Media y el florecimiento de las
manufacturas flamencas de la lana determinaron que la cría de ovejas para la
industria lanera se presentase como un negocio lucrativo. Para transformar los
campos en pastos para ovejas, se echó simplemente a los campesinos de sus casas
y corrales. Esta “expulsión de los campesinos” duró en Inglaterra desde el
siglo XV hasta el siglo XIX. Así, por ejemplo, todavía en los años 1814-1820
fueron desalojados de las posesiones de la condesa de Sutherland, no menos de
15.000 habitantes, quemadas sus aldeas, transformados sus campos en pastizales
y, a continuación, remplazados los campesinos por 131.000 carneros. El folleto
de Wolff Los mil millones de Silesia da una idea de lo que se hizo en Alemania,
de lo que hizo concretamente la nobleza prusiana, en esta violenta fabricación
de proletarios “libres” a partir de campesinos desamparados. Los desamparados
campesinos, privados de medios de vida, no tenían otra cosa que la libertad,
sea para morir de hambre, sea, libres como eran, para venderse por un salario
de hambre.
6. Las
tendencias de la economía capitalista…153
Hemos visto cómo, después de la disolución gradual de todas las formas de
sociedad dotadas de una organización de la producción planificada (de la sociedad comunista originaria, de la
economía esclavista, de la economía servil medieval) surgió la producción
mercantil. Luego hemos visto cómo la economía capitalista de hoy creció a
partir de la economía mercantil simple, es decir de la producción artesanal
urbana, a fines de la Edad Media, de forma completamente mecánica, es decir sin
la voluntad y la conciencia del hombre. Al comienzo planteamos la pregunta:
¿Cómo es posible la economía capitalista? Es ésta, por lo demás, la pregunta
fundamental de la economía política como ciencia. La ciencia nos proporciona,
al respecto, una respuesta suficiente. Ella nos muestra que la economía
capitalista que, en vista de su total carencia de plan, en vista de la ausencia
de toda organización consciente, es a primera vista una cosa imposible, un
enigma inexplicable, se integra pese a ello en un todo y puede existir:
-mediante el intercambio de mercancías y la economía monetaria, todos los
productores individuales de mercancías, así como las comarcas más alejadas de
la tierra, se ligan unas con otras económicamente, y se impone la división del
trabajo en todo el mundo;
-mediante la libre competencia, que asegura el progreso técnico y, a la
vez, transforma constantemente a los pequeños productores en proletarios, con
lo que proporciona al capital fuerza de trabajo comprable;
-mediante la ley capitalista del salario que, por un lado, controla
automáticamente que los obreros no se sustraigan nunca a su condición de
proletarios, evadiendo el trabajo bajo las órdenes del capital, y por otro
posibilita una acumulación siempre creciente de trabajo no retribuido, como
capital, y con ello la siempre creciente acumulación y expansión de los medios
de producción;
-mediante el ejército industrial de reserva, que permite a la producción capitalista
expandirse ampliamente y adaptarse a las necesidades de la sociedad;
-mediante las oscilaciones de los precios y las crisis, que determinan en
parte día a día, en parte periódicamente, un ajuste de la ciega y caótica
producción con las necesidades de la sociedad.
De este modo existe la economía capitalista, mediante la acción
automática de aquellas leyes económicas que surgieron por sí mismas, sin que se
inmiscuya conscientemente la sociedad. Es decir que, de este modo, pese a la
ausencia de toda ligazón económica organizada entre los diversos productores,
pese a la total carencia de plan en el movimiento económico de los hombres, se
hace posible que avancen la producción social y su ciclo integrado con el
consumo; que la gran masa de la sociedad sea mantenida en el trabajo, las
necesidades de la sociedad satisfechas mal o bien, y asegurado, como base de
todo el progreso de la cultura, el progreso económico, el desarrollo de la
productividad del trabajo humano.
Estas son las condiciones fundamentales para la existencia de toda
sociedad humana y, mientras una forma de economía históricamente surgida
satisface estas condiciones, puede subsistir, constituye una necesidad
histórica.
Sin embargo, las relaciones sociales no son formas rígidas, invariables.
Hemos visto cómo, en el curso de los tiempos, experimentaron numerosas
transformaciones, cómo están sometidas a eterno cambio al que abre camino el
propio progreso cultural humano, la evolución. Los largos milenios de la
economía comunista originaria, que conducen a la sociedad humana desde los
primeros comienzos de la existencia todavía medio animal hasta un grado elevado
de desarrollo de la cultura, a la formación del lenguaje y de la religión, a la
cría de ganado y a la agricultura, a la vida sedentaria y a la constitución de
aldeas, sigue la gradual descomposición del comunismo originario, la formación
de la esclavitud antigua que, a su vez, trae consigo nuevos progresos en la
vida de la sociedad para finalizar luego con el ocaso del mundo antiguo. A
partir de la sociedad comunista de los germanos, se desarrolla en Europa
central sobre los escombros del mundo antiguo, una nueva forma (la economía de la servidumbre), sobre la
cual se basó el feudalismo medieval.
La evolución retoma nuevamente su avance ininterrumpido: en el seno de la
sociedad feudal de la Edad Media, surgen en las ciudades gérmenes de una forma
de economía y de sociedad enteramente nueva, se desarrollan la artesanía
gremial, la producción mercantil y el comercio regular que finalmente
descomponen la sociedad feudal basada en la servidumbre; ésta se desmorona
dejando sitio a la producción capitalista, que ha crecido de la producción
artesanal de mercancías gracias al comercio mundial, al descubrimiento de
América y a la vía marítima hacia India.
El modo de
producción capitalista, considerado desde un comienzo desde la inmensa perspectiva
del progreso histórico, no es por su parte inalterable y eterno, sino que
constituye una simple fase de transición, un escalón de la escala colosal del
desarrollo cultural humano, al igual que cualquier otra de las formas
sociales precedentes. Y, en efecto, cuando se examina cuidadosamente la
cuestión, se ve que el desarrollo del capitalismo mismo lleva a su propio ocaso
y a su rebasamiento. Hasta aquí hemos indagado los vínculos que hacen posible
la economía capitalista, de modo que ya es tiempo de tomar conocimiento de
aquellos que la hacen imposible. Para ello sólo necesitamos seguir las leyes
internas de la dominación del capital en sus efectos ulteriores. Son ellas
mismas las que, en cierto punto del desarrollo, se vuelven contra las condiciones
fundamentales, sin las cuales no puede existir la sociedad humana. Lo que
distingue el modo capitalista de producción de todos los anteriores es,
principalmente, que tiene la tendencia interna a expandirse sobre todo el globo
terrestre, desplazando todo otro orden social anterior. En tiempos del
comunismo originario, todo el mundo accesible a la investigación histórica se
encontraba ocupado por igual por economías comunistas. Pero entre las diversas
comunidades y tribus comunistas no existían relaciones; o las había, débiles,
sólo entre las comunidades cercanas entre sí. Cada comunidad o tribu vivía, en
sí misma, una vida cerrada y si, por ejemplo, encontramos hechos sorprendentes
como aquel de que la comunidad comunista germana medieval y la del Perú antiguo,
en Sudamérica, tenían prácticamente el mismo nombre, ya que aquella se llamaba
“mark” y ésta “marca”, esta circunstancia es todavía para nosotros un enigma
inexplicado, si no una simple coincidencia. Igualmente en los tiempos de la
difusión de la esclavitud antigua encontramos similitudes mayores o menores en
la organización y las relaciones reinantes en las diversas economías o estados
esclavistas de la Antigüedad, pero no una comunidad en su vida económica. Del
mismo modo, se reiteró la historia de la artesanía gremial y de su liberación,
con mayor o menor grado de coincidencia, en la mayoría de las ciudades
medievales de Italia, Alemania, Francia, Holanda, Inglaterra, etc., sin
embargo, se trataba las más de las veces de la historia de cada ciudad en sí
misma. La producción capitalista se extiende a todos los países, ya que no sólo
los conforma económicamente a todos del mismo modo, sino que los articula en
una única, gran economía capitalista
mundial.
Dentro de cada país industrial europeo, la producción capitalista
desplaza incesantemente la producción de pequeña industria, la artesanal y la
pequeña producción campesina. Simultáneamente, incorpora a la economía mundial
a todos los países europeos atrasados y todos a los países de América, Asia, África,
Australia. Esto ocurre por dos vías: a través del comercio mundial y a través
de la conquista colonial. Uno y otra se iniciaron de la mano; con el
descubrimiento de América a fines del siglo XV, se expandieron más allá en el
curso de los siglos siguientes, pero alcanzaron especialmente en el siglo XIX
su máximo auge y continuaron expandiéndose incesantemente. Ambos (tanto el
comercio mundial como las conquistas coloniales) actúan juntos del siguiente
modo. Comienzan por poner en contacto los países industriales de Europa con
todo tipo de sociedades de otros continentes que se basan en formas de cultura
y de economía más antiguas: economías esclavistas campesinas, economías
feudales de servidumbre, pero preponderantemente con formas comunistas originarias.
El comercio, al que estas economías se ven incorporadas, las arruina y
descompone rápidamente. Con la fundación de sociedades mercantiles coloniales
en territorio extranjero, o con la conquista directa, la tierra, fundamento más
importante de la producción, así como los rebaños de ganados allí donde los
hay, pasan a manos de estados europeos o de las sociedades comerciales. De este
modo se ven aniquiladas, en todas partes, las relaciones sociales naturales y
el tipo de economía de los aborígenes; pueblos enteros se ven diezmados y la
parte que queda de ellos es proletarizada y puesta, de uno u otro modo, bajo el
mando del capital industrial y comercial, como esclavos u obreros. La historia
de las décadas de guerras coloniales, que se prolonga durante todo el siglo
XIX; levantamientos contra Francia, Italia, Inglaterra y Alemania en Africa;
contra Francia, Inglaterra, Holanda y los Estados Unidos en Asia; contra España
y Francia en América, en la larga y tenaz resistencia de las viejas sociedades autóctonas
contra su exterminio y proletarización a manos del moderno capital, lucha de la
que finalmente surge en todas partes el capital como vencedor.
Esto entraña en primer término una enorme ampliación del ámbito de
dominación del capital, un desarrollo del mercado mundial y de la economía
mundial en la que todos los países habitados de la Tierra son recíprocamente
productores y compradores de productos, trabajan unos para otros, son
participantes de una y la misma economía que abarca todo el globo.
Pero el otro costado consiste en la pauperización progresiva de porciones
cada vez más amplias de la humanidad, y la creciente inseguridad de su
existencia. Mientras las viejas relaciones, comunistas, campesinas o de
servidumbre, con sus limitadas fuerzas productivas y poco bienestar, pero con
sus condiciones de existencia firmes y aseguradas para todos, se ven
reemplazadas por las relaciones capitalistas coloniales, y junto a la
proletarización y a la esclavitud asalariada, para todos los pueblos implicados
en América, Asia, África, Australia, se alzan amenazantes la miseria brutal,
una carga laboral inusitada e insoportable y, por añadidura, la completa
inseguridad de la existencia. Después que el fértil y rico Brasil fuera
transformado, para satisfacer necesidades del capitalismo europeo y
norteamericano, en un gigantesco desierto y en una plantación de café
ininterrumpida, después que masas enteras de aborígenes fueron transformados en
esclavos asalariados en las plantaciones, estos esclavos asalariados, por añadidura,
se ven abandonados por largo tiempo, repentinamente, al desempleo y al hambre a
raíz de un fenómeno puramente capitalista: la llamada “crisis del café”. La rica y enorme India fue sometida por la
política colonial inglesa a la dominación del capital, después de una
resistencia desesperada que duró décadas; y desde entonces las hambrunas y el
tifus exantemático, que arrebatan millones de víctimas cada vez, son huéspedes
periódicos de la comarca del río Ganges. En el interior de África la política colonial
inglesa y alemana ha transformado en esclavos asalariados a pueblos enteros en
los últimos 20 años, y ha aniquilado por hambre a otros dispersando sus huesos
en todas las regiones. Los levantamientos desesperados y las epidemias de
hambre del gigantesco imperio de China son consecuencia de la pulverización de
la antigua economía campesina y artesanal de ese país por la irrupción del
capital europeo. La irrupción del capitalismo europeo en los Estados Unidos,
fue acompañada inicialmente por el exterminio de los indios aborígenes
norteamericanos y el despojo de sus tierras por los ingleses inmigrantes; luego
por la puesta en marcha, a comienzos del siglo XIX, de una producción
capitalista primaria para la industria inglesa; luego por el esclavizamiento de
cuatro millones de negros africanos enviados y vendidos en América por
tratantes europeos, para ser puestos al mando del capital como fuerza de
trabajo en las plantaciones de algodón, azúcar y tabaco.
Así, un continente tras otro y, en cada continente, una región tras otra,
una raza tras otra, caen inevitablemente bajo la dominación del capital, pero
con ello caen, permanentemente, millones de seres humanos en la
proletarización, en la esclavitud, en la inseguridad de la existencia, en pocas
palabras, en la pauperización.
La formación de la economía mundial capitalista trae consigo como contrapartida
la difusión de una miseria cada vez mayor, de una carga insoportable de trabajo
y de una creciente inseguridad de la existencia en todo el globo, que corresponde
a la concentración del capital en pocas manos. La economía mundial capitalista
significa cada vez más el constreñimiento de toda la humanidad al duro trabajo
bajo innumerables privaciones y dolores, bajo degradación física y espiritual,
con la finalidad de la acumulación de capital. Hemos visto que el modo de
producción capitalista tiene la particularidad de que el consumo humano, que en
todas las formas anteriores de economía era un fin, es para ella un medio que
sirve para alcanzar el verdadero fin: la
acumulación de ganancia capitalista. El crecimiento del capital en sí mismo
aparece como comienzo y fin, como finalidad propia y sentido de toda la
producción. Pero la insensatez de estas relaciones se pone en evidencia cuando
la producción capitalista llega a convertirse en producción mundial. Entonces,
en la escala de la economía mundial, el absurdo de la economía capitalista
alcanza su justa expresión en el cuadro de toda una humanidad que gime,
sometida a terribles dolores bajo el yugo del capital, un poder social ciego,
creado inconscientemente por ella misma. La finalidad fundamental de toda forma
social de producción, el sostenimiento de la sociedad por el trabajo, la
satisfacción de sus necesidades, aparece entonces completamente patas arriba,
ya que se convierte en ley en todo el globo, la producción no para el hombre
sino para la ganancia y se convierte en regla el subconsumo, la permanente
inseguridad del consumo y, temporalmente, el noconsumo de la enorme mayoría de
los hombres.
El desarrollo de la economía mundial trae consigo simultáneamente otros
fenómenos importantes, que lo son por cierto, para el propio capital. La
irrupción de la dominación del capital europeo en los países no europeos, como
hemos dicho, atraviesa dos etapas: primeramente la entrada del comercio y, por
este medio, la incorporación de los aborígenes al intercambio de mercancías, en
parte también la transformación de las formas de producción halladas en
aquellos países, en producción mercantil; luego la expropiación, de un modo u
otro, de la tierra de los aborígenes y, en consecuencia, de sus medios de
producción. Estos medios de producción se convierten, en manos de los europeos,
en capital, mientras los indígenas se transforman en proletarios. A las dos
primeras etapas sigue, sin embargo, por lo general, tarde o temprano, una
tercera: la fundación de una producción capitalista propia en el país colonial,
ya sea por parte de europeos inmigrantes, ya sea por indígenas enriquecidos.
Los Estados Unidos de Norteamérica, que fueron poblados inicialmente por
ingleses y otros emigrantes europeos, constituyeron en un primer momento, una
vez que hubieron sido exterminados los indígenas pieles rojas en una larga
guerra, un hinterland agrario de la Europa capitalista que proveía materias
primas para la industria inglesa, como algodón y granos; como contrapartida era
comprador de productos industriales europeos de todo tipo. Pero en la segunda
mitad del siglo XIX surge en los Estados Unidos una industria propia que no
sólo desplaza las importaciones procedentes de Europa sino que pronto opone
dura competencia al capitalismo europeo en la propia Europa y en otros
continentes. En India, igualmente, surgió para el capitalismo inglés un
competidor peligroso consistente en la industria local, textil y de otras
ramas. Australia ha recorrido el mismo camino de desarrollo, de país colonial a
país capitalista industrial. En Japón se desarrolló una industria propia ya en
la primera etapa (a partir del impulso del comercio mundial), lo que lo preservó
de ser repartido como país colonial europeo. En China se complica el proceso de
desmembramiento y saqueo del país por el capitalismo europeo con los esfuerzos
del país por fundar una producción capitalista propia con ayuda de Japón para
defenderse frente a la europea, de lo que resultan para la población, por otro
lado, sufrimientos doblemente complejos. De este modo, no sólo se extienden por
todo el mundo la dominación y el poder del capital mediante la creación de un
mercado mundial, sino que se extiende asimismo, gradualmente, el modo de
producción capitalista por todo el globo. Pero con ello la necesidad de
expansión de la producción y el ámbito en que esta expansión puede tener lugar,
es decir la accesibilidad de mercados de venta, se encuentran en una relación
cada vez más precaria. Como hemos visto, la necesidad más íntima y la ley vital
de la producción capitalista es que no puede mantenerse estacionaria, sino que
tiene que expandirse permanentemente y cada vez más rápidamente, es decir producir
masas de mercancías cada vez más cuantiosas en empresas cada vez más grandes,
con medios técnicos cada vez mejores, cada vez más velozmente. En sí mismas,
estas posibilidades de expansión de la producción capitalista no conocen
límites, pues no tienen límites el progreso técnico ni, por tanto, las fuerzas
productivas de la Tierra. Pero esta necesidad de expansión choca con límites
perfectamente determinados, particularmente con el interés de ganancia del
capital. La producción y su expansión sólo tienen sentido mientras surge de
ellas, al menos, la ganancia media “normal”. Pero que esto ocurra o no, depende
del mercado, es decir de la relación entre la demanda solvente del lado de los
consumidores y la cantidad de mercancías producidas, así como sus precios. El
interés del capital por la ganancia que, por un lado, exige una producción cada
vez más rápida y cada vez mayor, se crea a sí mismo, permanentemente, límites
de mercado que cierran el paso al fogoso impulso de la producción hacia la
ampliación. De ello resulta, como hemos visto, el carácter inevitable de las
crisis industriales y comerciales que periódicamente ajustan la proporción
entre el impulso de la producción capitalista, en sí mismo libre e ilimitado, y
los límites capitalistas del consumo, haciendo posible la prolongación de la
existencia y el desarrollo del capital.
Pero cuanto más numerosos son los países que desarrollan una industria
capitalista propia, y mayores la necesidad y posibilidad de expansión de la
producción, tanto más estrechas se vuelven, en relación con ellas, las
posibilidades de ampliación de los límites de mercado. Si se comparan los
saltos con los que la industria inglesa ha progresado en las décadas del
sesenta y del setenta (cuando Inglaterra era todavía el país capitalista
dominante en el mercado mundial) con su crecimiento en los dos últimos decenios
(desde que Alemania y los Estados Unidos la desplazaron en grado significativo
en el mercado mundial) resulta que su crecimiento se ha hecho mucho más lento
con respecto al que tenía lugar anteriormente. Pero lo que fue en sí el destino
de la industria inglesa, lo tienen por delante inevitablemente la alemana, la
norteamericana y, en definitiva, la industria mundial en conjunto.
Irresistiblemente, en cada paso de su propio avance y desarrollo, la producción
capitalista se aproxima al momento en que sólo podrá expandirse y desarrollarse
cada vez más lenta y difícilmente. Claro
está que el desarrollo capitalista tiene por delante todavía un buen trecho de
camino, puesto que el modo de producción capitalista, como tal, representa
todavía la menor proporción de la producción mundial total. Incluso en los
más antiguos países industriales de Europa subsisten todavía, junto a grandes
empresas industriales, numerosos pequeños establecimientos artesanales y, ante
todo, la mayor parte de la producción agraria (especialmente la de tipo
campesino) no se lleva a cabo a la manera capitalista. Además, en Europa hay
países donde la gran industria apenas se ha desarrollado, donde la producción
local presenta predominantemente carácter campesino y artesanal. Y, finalmente,
en los restantes continentes, con la excepción de la parte norte de América,
los lugares de producción capitalista representan sólo pequeños puntos
dispersos, mientras enormes extensiones de tierra no han llegado siquiera, en
parte, a la producción mercantil simple. Cierto es que la vida económica de
todas estas capas y países que no producen ellos mismos a la manera
capitalista, en Europa, como en los países no europeos, también está bajo la dominación
del capitalismo. El campesino europeo, aunque lleve a cabo él mismo, todavía,
la más primitiva de las economías parcelarias, depende íntegramente de la gran
economía capitalista, del mercado mundial, con el cual lo han puesto en
contacto el comercio y la política fiscal de las potencias capitalistas. Del
mismo modo los países no europeos más primitivos son puestos bajo el dominio
del capitalismo europeo y norteamericano por el comercio mundial así como por
la política colonial. Pero el modo de producción capitalista en sí podría
lograr todavía una poderosa expansión si desplazase en todas partes todas las
formas de producción atrasadas. Por lo demás, como lo hemos mostrado
anteriormente, la evolución se da, en general, en esta dirección. Pero justamente
en esta evolución se atasca el capitalismo en la contradicción fundamental
siguiente: cuanto más reemplaza la producción capitalista producciones más
atrasadas, tanto más estrechos se hacen los límites de mercado, engendrado por
el interés por la ganancia, para las necesidades de expansión de las empresas
capitalistas ya existentes. La cosa se aclara completamente si nos imaginamos,
por un momento, que el desarrollo del capitalismo ha avanzado tanto que, en
toda la Tierra, todo lo que producen los hombres se produce a la manera
capitalista, es decir sólo por empresarios privados capitalistas en grandes
empresas con obreros asalariados modernos. La imposibilidad del capitalismo se
manifiesta entonces nítidamente.
Reabriendo el debate sobre la planificación socialista de la economía.
Maxi Nieto – Lluís Catalá
Maxi Nieto Ferrández: “Cómo funciona la economía capitalista: una
introducción a la teoría del valor-trabajo de Marx”
Polarización
y Pauperización en "El Capital" de Carlos Marx
La formulación teórica general de Carlos Marx en “El Capital” es la
siguiente : “Y finalmente , cuanto más crecen la miseria dentro de la
clase obrera y el ejército industrial de reserva más crece también el
pauperismo oficial. Tal es la ley general absoluta de la acumulación
capitalista. Una ley que, como todas las demás, se ve modificada en su
aplicación por una serie de circunstancias que no interesa analizar aquí” (1) “El Capital” Tomo I, Sección Séptima, Capitulo XXIII, pag 588.
Socialdemocracia
Karl
Marx: El 18 Brumario De Luis Bonaparte
Escrito: Diciembre
de 1851 - marzo de 1852
Rosa
Luxemburgo. Tesis sobre las tareas de la socialdemocracia de la
socialdemocracia internacional (1916)
Rosa
Luxemburgo Cuestiones organizativas de la socialdemocracia rusa [¿Leninismo o
marxismo?] (1904)
Rosa
Luxemburgo y la cuestión nacional (primera parte)
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