NOTA DEL
EDITOR DE ESTE BLOG: Le he añadido algunos enlaces para aclararme y he subrayado los conceptos que utiliza Karl
Marx en esta obra. Las cortinas de humo que utiliza la burguesía, para evitar
que la lucha de clase sea el centro y el
motor de la clase obrera revolucionaria.
Escrito: Diciembre de 1851 - marzo de
1852.
Primera Edición: En la revista Die Revolution, Nueva York, EEUU, 1852, con el título "Der Achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte".
Fuente:C. Marx y F. Engels, Obras escogidas en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú 1981, Tomo I, páginas 404 a 498.
Edición Digital:Por la Red Vasca Roja; digitalizado y preparado por José Julagaray, Donostia, Gipuzkoa, Euskal Herria, 25 de septiembre de 1997.
Esta Edición:Preparada por Juan R. Fajardo para el MIA, abril 2000.
Primera Edición: En la revista Die Revolution, Nueva York, EEUU, 1852, con el título "Der Achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte".
Fuente:C. Marx y F. Engels, Obras escogidas en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú 1981, Tomo I, páginas 404 a 498.
Edición Digital:Por la Red Vasca Roja; digitalizado y preparado por José Julagaray, Donostia, Gipuzkoa, Euskal Herria, 25 de septiembre de 1997.
Esta Edición:Preparada por Juan R. Fajardo para el MIA, abril 2000.
Capítulo I
Hegel dice en
alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal
aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como
tragedia y la otra como farsa.
Caussidière
por Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la
Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y a la misma caricatura en las
circunstancias que acompañan a la segunda edición del Dieciocho Brumario!
Caussidière
por Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la
Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y a la misma caricatura en las
circunstancias que acompañan a la segunda edición del Dieciocho Brumario!
Los hombres hacen su
propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias
elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se
encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición
de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los
vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a
transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis
revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los
espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su
ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado,
representar la nueva escena de la historia universal. Así, Lutero se disfrazó
de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el
ropaje de la República romana y del Imperio romano, y la revolución de 1848 no
supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición
revolucionaria de 1793 a 1795. Es como el principiante que ha aprendido un
idioma nuevo: lo traduce siempre a su idioma nativo, pero sólo se asimila el
espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando
se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lenguaje natal.
Si
examinamos esas conjuraciones de los muertos en la historia universal,
observaremos en seguida una diferencia que salta a la vista. Camilo Desmoulins,
Dantón, Robespierre, Saint-Just, Napoleón, los héroes, lo mismo que los
partidos y la masa de la antigua revolución francesa, cumplieron, bajo el
ropaje romano y con frases romanas, la misión de su tiempo: librar de las
cadenas e instaurar la sociedad burguesa moderna. Los unos
hicieron añicos las instituciones feudales y segaron las cabezas feudales que
habían brotado en él. El otro creó en el interior de Francia las condiciones
bajo las cuales ya podía desarrollarse la libre concurrencia, explotarse la propiedad
territorial parcelada, aplicarse las fuerzas productivas industriales de la
nación, que habían sido liberadas; y del otro lado de las fronteras francesas
barrió por todas partes las formaciones feudales, en el grado en que esto era
necesario para rodear a la sociedad burguesa de Francia en el continente
europeo de un ambiente adecuado, acomodado a los tiempos. Una vez instaurada la
nueva formación social, desaparecieron los colosos antediluvianos, y con ellos
el romanismo resucitado: los Brutos, los Gracos, los Publícolas, los tribunos,
los senadores y hasta el mismo Cesar. Con su sobrio practicismo, la sociedad
burguesa se había creado sus verdaderos intérpretes y portavoces en los Say,
los Cousin, los Royer-Collard, los Benjamín Constant y los Guizot; sus verdaderos caudillos estaban en las
oficinas comerciales, y la cabeza atocinada de Luis XVIII era su cabeza
política. Completamente absorbida pro la producción de la riqueza y por la
lucha pacífica de la concurrencia, ya no se daba cuenta de que los espectros
del tiempo de los romanos habían velado su cuna. Pero, por muy poco heroica que la sociedad burguesa sea, para traerla
al mundo habían sido necesarios, sin embargo, el heroísmo, la abnegación, el
terror, la guerra civil y las batallas de los pueblos. Y sus gladiadores
encontraron en las tradiciones clásicamente severas de la República romana los
ideales y las formas artísticas, las ilusiones que necesitaban para ocultarse a
sí mismos el contenido burguesamente limitado de sus luchas y mantener su
pasión a la altura de la gran tragedia histórica. Así, en otra fase de
desarrollo, un siglo antes, Cromwell y el pueblo inglés habían ido a buscar en
el Antiguo Testamento el lenguaje, las pasiones y las ilusiones para su
revolución burguesa. Alcanzada la verdadera meta, realizada la transformación
burguesa de la sociedad inglesa, Locke desplazó a Habacuc.
En esas revoluciones, la resurrección
de los muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y no para
parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para
retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo el
espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro.
En 1848-1851, no hizo más que dar
vueltas el espectro de la antigua revolución, desde Marrast, le républicain
en gants jaunes, que se disfrazó de viejo Bailly, hasta el aventurero que
esconde sus vulgares y repugnantes rasgos bajo la férrea mascarilla de muerte
de Napoleón. Todo un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por
medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una época
fenecida, y para que no pueda haber engaño sobre la recaída, hacen aparecer las
viejas fechas, el viejo calendario, los viejos nombres, los viejos edictos
(entregados ya, desde hace largo tiempo, a la erudición de los anticuarios) y
los viejos esbirros, que parecían haberse podrido desde hace mucho tiempo. La
nación se parece a aquel inglés loco de Bedlam que creía vivir en tiempo de los
viejos faraones y se lamentaba diariamente de las duras faenas que tenía que
ejecutar como cavador de oro en las minas de Etiopía, emparedado en aquella
cárcel subterránea, con una lámpara de luz mortecina sujeta en la cabeza,
detrás el guardián de los esclavos con su largo látigo y en las salidas una
turbamulta de mercenarios bárbaros, incapaces de comprender a los forzados ni
de entenderse entre sí porque no hablaban el mismo idioma. «¡Y todo esto
-suspira el loco- me lo han impuesto a mí, a un ciudadano inglés libre, para
sacar oro para los antiguos faraones!» «¡Para pagar las deudas de la familia
Bonaparte!», suspira la nación francesa. El inglés, mientras estaba en uso de
su razón, no podía sobreponerse a la idea fija de obtener oro. Los franceses,
mientras estaban en revolución, no podían sobreponerse al recuerdo napoleónico,
como demostraron las elecciones del 10 de diciembre. Ante los peligros de la
revolución se sintieron atraídos por el recuerdo de las ollas de Egipto, y la
respuesta fue el 2 de diciembre de 1851. No sólo obtuvieron la caricatura del
viejo Napoleón, sino al propio viejo Napoleón en caricatura, tal como
necesariamente tiene que aparecer a mediados del siglo XIX.
La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado,
sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de
despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de
la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La
revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos,
para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el
contenido; aquí, el contenido desborda la frase.
La
revolución de febrero cogió desprevenida, sorprendió a la vieja
sociedad, y el pueblo proclamó este golpe de mano inesperado
como una hazaña de la historia universal con la que se abría la nueva época. El
2 de diciembre, la revolución de febrero es escamoteada por la voltereta de un
jugador tramposo, y lo que parece derribado no es ya la monarquía, sino las
concesiones liberales que le habían sido arrancadas por seculares luchas. Lejos
de ser la sociedad misma la que se conquista un nuevo contenido, parece como si
simplemente el Estado volviese a su forma más antigua, a la dominación
desvergonzadamente simple del sable y la sotana. Así contesta al coup
de main de febrero de 1848 el coup de tête de
diciembre de 1851. Por donde se vino, se fue. Sin embargo, el intervalo no ha
pasado en vano. Durante los años de 1848 a 1851, la sociedad francesa asimiló,
y lo hizo mediante un método abreviado, por ser revolucionario, las enseñanzas
y las experiencias que en un desarrollo normal, lección tras lección, por
decirlo así, habrían debido preceder a la revolución de febrero, para que ésta
hubiese sido algo más que un estremecimiento en la superficie. Hoy, la sociedad
parece haber retrocedido más allá de su punto de partida; en realidad, lo que
ocurre es que tiene que empezar por crearse el punto de partida revolucionario,
la situación, las relaciones, las condiciones, sin las cuales no adquiere un
carácter serio la revolución moderna.
Las
revoluciones burguesas, como la del siglo XVIII, avanzan arrolladoramente de
éxito en éxito, sus efectos dramáticos se atropellan, los hombres y las cosas
parecen iluminados por fuegos de artificio, el éxtasis es el espíritu de cada
día; pero estas revoluciones son de corta vida, llegan en seguida a su apogeo y
una larga depresión se apodera de la sociedad, antes de haber aprendido a
asimilarse serenamente los resultados de su período impetuoso y agresivo. En
cambio, las revoluciones proletarias como las del siglo XIX, se
critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente en su propia
marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo, se
burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de
la mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su
adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse
más gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la vaga
enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite
volverse atrás y las circunstancias mismas gritan:
¡Aquí está
la rosa, baila aquí!
Por lo
demás, cualquier observador mediano, aunque no hubiese seguido paso a paso la
marcha de los acontecimientos en Francia, tenía que presentir que esperaba a la
revolución una inaudita vergüenza. Bastaba con escuchar los engreídos ladridos
de triunfo con que los señores demócratas se felicitan mutuamente por los
efectos milagrosos que esperaban del segundo domingo de mayo de 1852. El segundo
domingo de mayo de 1852 habíase convertido en sus cabezas en una idea fija, en
un dogma, como en las cabezas de los quiliastas el día en que había de
reaparecer Cristo y comenzar el reino milenario. La debilidad había ido a
refugiarse, como siempre, en la fe en el milagro: creía vencer al enemigo con
sólo descartarlo mágicamente con la fantasía, y perdía toda la comprensión del
presente ante la glorificación pasiva del futuro que les esperaba y de las
hazañas que guardaba in petto, pero que aún no consideraba oportuno revelar.
Esos héroes que se esforzaban en refutar su probada incapacidad prestándose
mutua compasión y reuniéndose en un tropel, habían atado su hatillo, se
embolsaron sus coronas de laurel a crédito y se disponían precisamente a
descontar en el mercado de letras de cambio las repúblicas in partibus para las
que, en el secreto de su ánimo poco exigente, tenían ya previsoramente
preparado el personal de gobierno. El 2 de diciembre cayó sobre ellos como un
rayo en cielo sereno, y los pueblos, que en épocas de malhumor pusilánime
gustaban de dejar que los voceadores más chillones ahoguen su miedo interior,
se habrán convencido quizá de que han pasado ya los tiempos en que el graznido
de los gansos podía salvar el Capitolio.
La
Constitución, la Asamblea Nacional, los partidos dinásticos, los republicanos
azules y los rojos, los héroes de África, el trueno de la tribuna, el
relampagueo de la prensa diaria, toda la literatura, los nombres políticos y
los renombres intelectuales, la ley civil y el derecho penal, la liberté,
égalité, fraternité y el segundo domingo de mayo de 1852, todo ha desaparecido
como una fantasmagoría al conjuro de un hombre al que ni sus mismos enemigos
reconocen como brujo. El sufragio universal sólo pareció sobrevivir un instante
para hacer su testamento de puño y letra a los ojos del mundo entero y poder
declarar, en nombre del propio pueblo: "Todo lo que existe merece
perecer".
No basta con
decir, como hacen los franceses, que su nación fue sorprendida. Ni a la nación
ni a la mujer se les perdona la hora de descuido en que cualquier aventurero ha
podido abusar de ellas por la fuerza. Con estas explicaciones no se aclara el
enigma; no se hace más que presentarlo de otro modo. Quedaría por explicar cómo
tres caballeros de industria pudieron sorprender y reducir al cautiverio, sin
resistencia, a una nación de 36 millones de almas.
Recapitulemos, en sus rasgos
generales, las fases recorridas por la revolución francesa desde el 24 de
febrero de 1848 hasta el mes de diciembre de 1851.
Hay tres
períodos capitales que son inconfundibles: el
período de febrero; del 4 de mayo de 1848 al 28 de mayo de 1849, período
de constitución de la república o de la Asamblea Nacional
Constituyente; del 28 de mayo de 1849 al 2 de diciembre de 1851, período
de la república constitucional o de la Asamblea Nacional
Legislativa.
El primer período, desde
el 24 de febrero, o desde la caída de Luis Felipe, hasta el 4 de mayo de 1848,
fecha en que se reúne la Asamblea Constituyente, el período de febrero,
propiamente dicho, puede calificarse como de prólogo de la
revolución. Su
carácter se revela oficialmente en el hecho de que el Gobierno por él
improvisado se declarase a sí mismo provisional, y, como el
Gobierno, todo lo que este período sugirió, intentó o proclamó, se presentaba
también como algo puramente provisional. Nada ni nadie se atrevía a
reclamar para sí el derecho a existir y a obrar de un modo real. Todos los
elementos que habían preparado o determinado la revolución, la oposición dinástica,
la burguesía republicana, la pequeña burguesía democrático-republicana y los
obreros socialdemócratas encontraron su puesto provisional en el Gobierno de
febrero.
No podía ser
de otro modo. Las jornadas de febrero proponíanse primitivamente como objetivo una reforma electoral, que
había de ensanchar el círculo de los privilegiados políticos dentro de la misma
clase poseedora y derribar la dominación exclusiva de la aristocracia
financiera, pero cuando estalló el conflicto real y verdadero, el pueblo subió
a las barricadas, la Guardia Nacional se mantuvo en actitud pasiva, el ejército
no opuso una resistencia seria y la monarquía huyó, la república pareció la
evidencia por sí misma. Cada partido interpretaba a su manera. Arrancada por el proletariado con las armas
en la mano, éste le imprimió su sello y la proclamó república social.
Con esto se indicaba el contenido general de la moderna revolución, el cual se
hallaba en la contradicción más peregrina con todo lo que por el momento podía
ponerse en práctica directamente, con el material disponible, el grado de
desarrollo alcanzado por la masa y bajo las circunstancias y relaciones dadas.
De otra parte, las pretensiones de todos los demás elementos que habían
cooperado a la revolución de febrero fueron reconocidas en la parte leonina que
obtuvieron en el Gobierno. Por eso, en ningún período nos encontramos con una
mezcla más abigarrada de frases altisonantes e inseguridad y desamparo
efectivos, de aspiraciones más entusiastas de innovación y de imperio más firme
de la vieja rutina, de más aparente armonía de toda la sociedad y más profunda
discordancia entre sus elementos. Mientras el proletariado de París se
deleitaba todavía en la visión de la gran perspectiva que se había abierto ante
él y se entregaba con toda seriedad a discusiones sobre los problemas sociales,
las viejas fuerzas de la sociedad se habían agrupado, reunido, vuelto en sí y
encontrado un apoyo inesperado en la masa de la nación, en los campesinos y los
pequeños burgueses, que se precipitaron todos de golpe a la escena política,
después de caer las barreras de la monarquía de Julio.
El segundo período, desde el 4 de mayo
de 1848 hasta fines de mayo de 1849, es el período de la constitución,
de la fundación de la república burguesa. Inmediatamente
después de las jornadas de febrero no sólo se vio sorprendida la oposición
dinástica por los republicanos, y éstos por los socialistas, sino toda Francia
por París. La Asamblea Nacional, que se reunió el 4 de mayo de 1848, salida de
las elecciones nacionales, representaba a la nación. Era una protesta viviente
contra las pretensiones de las jornadas de febrero y había de reducir al rasero
burgués los resultados de la revolución. En vano el proletariado de París, que
comprendió inmediatamente el carácter de esta Asamblea Nacional, intentó el 15
de mayo, pocos días después de reunirse ésta, destacar por fuerza su
existencia, disolverla, descomponer de nuevo en sus distintas partes
integrantes la forma orgánica con que le amenazaba el espíritu reaccionante de
la nación. Como es sabido, el único resultado del 15 de mayo fue alejar de la
escena pública durante todo el ciclo que examinamos a Blanqui y sus camaradas, es decir, a los verdaderos jefes del partido
proletario.
A la monarquía burguesa de
Luis Felipe sólo puede suceder la república
burguesa;
es decir que si en nombre del rey, había dominado una parte reducida de la
burguesía, ahora dominará la totalidad
de la burguesía en nombre del pueblo. Las
reivindicaciones del proletariado de París son paparruchas utópicas, con las
que hay que acabar. El proletariado de
París contestó a esta declaración de la Asamblea Nacional Constituyente
con la insurrección de junio, el acontecimiento más gigantesco en
la historia de las guerras civiles europeas. Venció la república burguesa. A
su lado estaban la aristocracia
financiera, la burguesía industrial, la
clase media, los pequeños burgueses, el ejército, el lumpemproletariado organizado como Guardia Móvil, los intelectuales,
los curas y la población del campo. Al lado del proletariado de París no estaba más que él solo. Más
de 3.000 insurrectos fueron pasados a cuchillo después de la victoria y 15.000
deportados sin juicio. Con esta derrota, el proletariado pasa al fondo de
la escena revolucionaria. Tan pronto como el movimiento parece adquirir nuevos
bríos, intenta una vez y otra pasar nuevamente a primer plano, pero con un
gasto cada vez más débil de fuerzas y con resultados cada vez más insignificantes.
Tan pronto como una de las capas
sociales superiores a él experimenta cierta efervescencia revolucionaria, el
proletariado se enlaza a ella y así va compartiendo todas las derrotas que
sufren unos tras otros los diversos partidos, pero estos golpes sucesivos se atenúan cada
vez más cuanto más se reparten por toda la superficie de la sociedad. Sus jefes
más importantes en la Asamblea Nacional y en la prensa van cayendo unos tras
otros, víctimas de los tribunales, y se ponen al frente de él figuras cada vez
más equívocas. En parte, se entrega a experimentos
doctrinarios, Bancos de cambio y asociaciones obreras, es decir, a un
movimiento en el que renuncia a transformar el viejo mundo, con ayuda de todos
los grandes recursos propios de este mundo, e intenta, por el contrario,
conseguir su redención a espaldas de la sociedad, por la vía privada, dentro de
sus limitadas condiciones de existencia, y por tanto, forzosamente fracasa.
Parece que no puede descubrir nuevamente en sí mismo la grandeza revolucionaria,
ni sacar nuevas energías de los nuevos vínculos que se han creado,
mientras todas las clases con las que ha luchado en junio, no
estén tendidas, a todos lo largo a su lado mismo. Pero, por lo menos, sucumbe
con los honores de una gran lucha de alcance histórico-universal; no sólo
Francia, sino toda Europa tiembla ante el terremoto de junio, mientras que las
sucesivas derrotas de las clases más altas se consiguen a tan poca costa, que
sólo la insolente exageración del partido vencedor puede hacerlas pasar por
acontecimientos, y son tanto más ignominiosas cuanto más lejos queda del
proletariado el partido que sucumbe.
Ciertamente,
la derrota de los insurrectos de junio había preparado, allanado, el terreno en
que podía cimentarse y erigirse la república
burguesa; pero, al mismo tiempo, había puesto de manifiesto que en Europa se ventilaban otras cuestiones
que la de «república o monarquía». Había
revelado que aquí república burguesa equivalía a despotismo
ilimitado de una clase sobre otras. Había demostrado que en países de vieja
civilización, con una formación de clases desarrollada, con condiciones
modernas y de producción y con una conciencia intelectual, en la que todas las
ideas tradicionales se hallan disueltas por un trabajo secular, la república
no significa en general más que la forma política de la subversión de la
sociedad burguesa y no su forma conservadora
de vida, como, por ejemplo, en los Estados Unidos de América, donde
si bien existen ya clases, éstas no se han plasmado todavía, sino que cambian
constantemente y se ceden unas a otras sus partes integrantes, en movimiento
continuo; donde los medios modernos de producción, en vez de coincidir con una
superpoblación crónica, suplen más bien la escasez relativa de cabezas y
brazos, y donde, por último, el
movimiento febrilmente juvenil de la producción material, que tiene un mundo
nuevo que apropiarse, no ha dejado tiempo ni ocasión para eliminar el viejo
mundo fantasmal.
Durante las
jornadas de junio, todas las clases y
todos los partidos se habían unido en un partido del orden frente
a la clase proletaria, como partido de la anarquía, del
socialismo, del comunismo. Habían «salvado» a la sociedad de «los enemigos
de la sociedad». Habían dado a su ejército como santo y seña los tópicos de
la vieja sociedad: «Propiedad,
familia, religión y orden», y gritado a la cruzada contrarrevolucionaria:
«¡Bajo este signo vencerás!» Desde este instante, tan pronto como uno
cualquiera de los numerosos partidos que se habían agrupado bajo aquel signo
contra los insurrectos de junio, intenta situarse en el palenque revolucionario
en su propio interés de clase, sucumbe al grito de «¡Propiedad, familia, religión y orden!» La sociedad es salvada
cuantas veces se va restringiendo el círculo de sus dominadores y un interés
más exclusivo se impone al más amplio. Toda
reivindicación, aun de la más elemental reforma financiera burguesa, del
liberalismo más vulgar, del más formal republicanismo, de la más trivial
democracia, es castigada en el acto como un «atentado contra la sociedad» y estigmatizada como «socialismo». Hasta que, por último,
los pontífices de «la religión y el orden» se ven arrojados ellos mismos a
puntapiés de sus sillas píticas, sacados de la cama en medio de la noche y de
la niebla, empaquetados en coches celulares, metidos en la cárcel o enviados al
destierro; de su templo no queda piedra sobre piedra, sus bocas son selladas,
sus plumas rotas, su ley desgarrada, en nombre de la religión, de la propiedad,
de la familia y del orden. Burgueses fanáticos del orden son tiroteados en sus
balcones por la soldadesca embriagada, la santidad del hogar es profanada y sus
casas son bombardeadas como pasatiempo, y en nombre de la propiedad, de la
familia, de la religión y del orden. La hez de la sociedad burguesa forma por
fin la sagrada falange del orden, y el héroe Krapülinski se instala
en las Tullerías como «salvador de la sociedad».
Capítulo II
Reanudamos
el hilo de los acontecimientos.
La historia
de la Asamblea Nacional Constituyente desde las jornadas de
junio es la historia de la dominación y de la disgregación de la
fracción burguesa republicana, de aquella fracción que se conoce por lo
nombres de republicanos tricolores,
republicanos puros, republicanos políticos, republicanos formalistas, etc.
Bajo la
monarquía burguesa de Luis Felipe, esta fracción había formado la oposición republicana oficial y
era, por tanto, parte integrante reconocida del mundo político de la época.
Tenía sus representantes en las Cámaras y un considerable campo de acción en la
prensa. Su órgano parisino, el National era considerado, a su
modo, un órgano tan respetable como el Journal des Débats; a esta
posición que ocupaba bajo la monarquía constitucional correspondía su carácter.
No se trata de una fracción de la burguesía mantenida en cohesión por grandes
intereses comunes y deslindada por condiciones peculiares de producción, sino de una pandilla de burgueses,
escritores, abogados oficiales y funcionarios de ideas republicanas, cuya
influencia descansaba en las antipatías personales del país contra Luis Felipe,
en los recuerdos de la antigua república, en la fe republicana de un cierto
número de soñadores, y sobre todo en el nacionalismo francés, cuyo
odio contra los Tratados de Viena y contra la alianza con Inglaterra atizaba constantemente esta fracción.
Una gran parte de los partidarios que tenía el National bajo
Luis Felipe los debía a este imperialismo recatado, que más tarde, bajo la
república, pudo enfrentarse, por tanto, con él, como un competidor aplastante,
en la persona de Luis Bonaparte. Combatía a la aristocracia financiera, como lo hacía todo el resto de la
oposición burguesa. La polémica contra el presupuesto, que en Francia se
hallaba directamente relacionada en la lucha contra la aristocracia financiera,
brindaba una popularidad demasiado barata y proporcionaba a los leading
articles puritanos materia demasiado abundante, para que no se la
explotase. La burguesía industrial le
estaba agradecida por su defensa servil del sistema proteccionista francés, que
él, sin embargo, acogía por razones más bien nacionales que
nacional-económicas; la burguesía, en
conjunto, le estaba agradecida por sus odiosas denuncias contra el comunismo y el socialismo. Por lo demás, el partido del National
era puramente republicano, exigía que el dominio de la
burguesía adoptase formas republicanas en vez de monárquicas, y exigía
sobre todo su parte de león en este dominio. Respecto a las condiciones de esta
transformación, no veía absolutamente nada claro. Lo que, en cambio, vía claro
como la luz del sol y lo que se declaraba públicamente en los banquetes de la
reforma en los últimos tiempos del reinado de Luis Felipe, era su impopularidad
entre los pequeños burgueses demócratas
y sobre todo entre el proletariado revolucionario. Estos republicanos puros -los republicanos
puros son así- estaban completamente
dispuestos a contentarse por el momento con una regencia de la duquesa de
Orleans, cuando estalló la revolución de febrero y asignó a sus
representantes más conocidos un puesto en el Gobierno provisional. Poseían, de
antemano, naturalmente, la confianza de la burguesía ay la mayoría de la
Asamblea Nacional Constituyente. De la Comisión ejecutiva que se formó en la
Asamblea Nacional al reunirse ésta,
fueron inmediatamente excluidos los elementos socialistas del
Gobierno provisional, y el partido del National se
aprovechó del estallido de la insurrección desde junio para dar el pasaporte a
la Comisión ejecutiva, y desembarazarse así de sus rivales más
afines, los republicanos
pequeñoburgueses o republicanos demócratas (Ledru-Rollin,
etc.). Cavaignac, el general del partido republicano burgués, que había
dirigido la batalla de junio, sustituyó a la Comisión ejecutiva con una especie
de poder dictatorial. Marrast, antiguo redactor jefe del National, se convirtió
en el presidente perpetuo de la Asamblea Nacional Constituyente, y los
ministerios y todos los demás puestos importantes cayeron en manos de los
republicanos puros.
La fracción
burguesa republicana, que había venido considerándose desde hacía mucho tiempo
como la legítima heredera de la monarquía de Julio vio así superadas sus
esperanzas más audaces, pero no llegó al poder como soñara bajo Luis Felipe,
por una revuelta liberal de la burguesía contra el trono, sino por una insurrección sofocada a cañonazos, del proletariado
contra el capital. Lo que ella se había imaginado como el acontecimiento más
revolucionario resultó ser, en realidad, el más
contrarrevolucionario. Le cayó el fruto en el regazo, pero no cayó del
árbol de la vida, sino del árbol de conocimiento.
La
exclusiva dominación de los republicanos burgueses sólo duró
desde el 24 de junio hasta el 10 de diciembre de 1848. Esta etapa se resume en
la redacción de una Constitución
republicana, y en la
proclamación del estado de sitio en París.
La
nueva Constitución no era, en el fondo, más que una reedición
republicanizada de la Carta Constitucional, de 1830. El censo electoral
restringido de la monarquía de Julio, que excluía de la dominación política
incluso a una gran parte de la burguesía, era incompatible con la existencia de
la república burguesa. La revolución de febrero había proclamado inmediatamente
el sufragio universal y directo para reemplazar el censo restringido. Los
republicanos burgueses no podían deshacer este hecho. Tuvieron que contentarse
con añadir la condición restrictiva de un domicilio mantenido durante seis
meses en el punto electoral. La antigua
organización administrativa, municipal, judicial, militar, etc., se mantuvo
intacta, y allí donde la Constitución la modificó, estas modificaciones
afectaban al índice y no al contenido; al
nombre, no a la cosa.
El
inevitable Estado Mayor de las
libertades de 1848, la libertad personal, de prensa, de palabra, de
asociación, de reunión, de enseñanza, de culto, etc., recibió un uniforme
constitucional, que hacía a éstas invulnerables. En efecto, cada una de estas libertades era proclamada como el
derecho absoluto del ciudadano
francés, pero con un comentario
adicional de que estas libertades son ilimitadas en tanto en cuanto no son
limitadas por los «derechos iguales
de otros y por la seguridad pública», o bien por «leyes»
llamadas a armonizar estas libertades individuales entre sí y con la seguridad
pública. Así, por ejemplo: «Los ciudadanos tienen
derecho a asociarse, a reunirse pacíficamente y sin armas, a formular
peticiones y a expresar sus opiniones por medio de la prensa o de otro
modo. El disfrute de estos
derechos no tiene más límite que los derechos iguales de otros y a la seguridad
pública» (cap. II de la Constitución francesa, art. 8). «La enseñanza
es libre. La libertad de enseñanza se ejercerá según las condiciones que
determina la ley y bajo control supremo del estado (lugar cit. art. 9). «El
domicilio de todo ciudadano es
inviolable, salvo en las condiciones previstas por la ley»
(cap. II. art. 3), etc. Por tanto, la
Constitución se remite constantemente a futuras leyes orgánicas,
que han de precisar y poner en práctica aquellas reservas y regular el disfrute
de estas libertades ilimitadas, de modo que no choquen entre sí, ni con la
seguridad pública. Y estas leyes
orgánicas fueron promulgadas más tarde por los amigos del orden, y todas esas libertades reguladas de modo que la burguesía no chocase en
su disfrute con los derechos iguales de las otras clases. Allí donde
veda completamente «a los otros»
estas libertades, o consiente su disfrute bajo condiciones que son otras tantas
celadas policíacas, lo hace siempre, pura y exclusivamente, en interés de la «seguridad pública», es decir, de
la seguridad de la burguesía, tal y
como lo ordena la Constitución. En lo
sucesivo, ambas partes invocan, por tanto, con pleno derecho, la Constitución:
los amigos del orden al anular todas esas libertades, y los demócratas, al
reivindicarlas todas. Cada artículo de la Constitución contiene, en efecto, su
propia antítesis, su propia cámara alta y su propia cámara baja. En la frase
general, la libertad; en el comentario adicional, la anulación de la libertad.
Por tanto, mientras se respetase el nombre de la libertad y sólo se impidiese
su aplicación real y efectiva -por la
vía legal se entiende-, la existencia constitucional de la libertad
permanecía íntegra, intacta, por mucho que se asesinase su existencia común
y corriente.
Sin embargo,
esta Constitución, convertida en inviolable de un modo tan sutil, era como Aquiles, vulnerable en un punto,
no en el talón, sino en la cabeza, o mejor dicho en las dos cabezas en que
culminaba: la Asamblea
Legislativa, de una parte, y, de otra, el presidente. Si se
repasa la Constitución, se verá que los únicos artículos absolutos, positivos,
indiscutibles y sin tergiversación posible, son los que determinan las
relaciones entre el presidente y la Asamblea Legislativa. En efecto, aquí se trataba, para los republicanos burgueses, de
asegurar su propia posición. Los artículos 45-70 de la Constitución están
redactados de tal forma, que la Asamblea
Nacional puede eliminar el presidente de un modo constitucional, mientras que
el presidente sólo puede eliminar a la Asamblea Nacional inconstitucionalmente,
desechando la Constitución misma. Aquí, ella misma provoca, pues, su violenta
supresión. No sólo consagra la división
de poderes, como la Carta Constitucional de 1830, sino que la extiende
hasta una contradicción insostenible. El
juego de los poderes constitucionales, como Guizot llamaba a las camorras parlamentarias entre el poder legislativo y el
ejecutivo, juega en la Constitución de 1848 constantemente va banque.
De un lado, 750 representantes del
pueblo, elegidos por sufragio universal y reelegibles, que forman una Asamblea
Nacional que goza de omnipotencia legislativa, que decide en última
instancia acerca de la guerra, de la paz y de los tratados comerciales, la
única que tiene el derecho de amnistía y que con su permanencia ocupa
constantemente el primer plano de la escena. De otro lado, el presidente, con todos los atributos del poder regio,
con facultades para nombrar y separar a sus ministros, independientemente de la
Asamblea Nacional, con todos los medios del poder ejecutivo en sus manos,
siendo el que distribuye todos los puestos y el que, por tanto, decide en
Francia la suerte de más de millón y medio de existencias, que dependen de los 500.000 funcionarios y oficiales de todos
los grados. Tiene bajo su mando todo el poder armado. Goza del privilegio
de indultar a los delincuentes individuales, de dejar en suspenso a los
guardias nacionales, de destituir, de acuerdo con el Consejo de Estado, los
consejos generales y cantonales y los ayuntamientos elegidos por los mismos
ciudadanos. La iniciativa y la dirección de todos los tratados con el
extranjero son facultades reservadas a él. Mientras
que la Asamblea Nacional actúa constantemente sobre las tablas, expuesta a
la luz del día y a la crítica pública, el presidente lleva una vida oculta en
los Campos Elíseos y, además, teniendo siempre clavado en los ojos y en el
corazón el artículo 45 de la Constitución, que le grita un día tras otro: «frère,
il faut mourir!» ¡Tu poder acaba el segundo domingo del hermoso mes de mayo
del cuarto año de tu elección! ¡Y entonces, todo este esplendor se ha acabado y
la función no puede repetirse, y si tienes deudas mira a tiempo cómo te las
arreglas para saldarlas con los 600.000 francos que te asigna la Constitución,
si es que acaso no prefieres dar con tus huesos en Clichy al segundo lunes del
hermoso mes de mayo! A la par que asigna al presidente el poder efectivo, la
Constitución procura asegurar a la Asamblea Nacional el poder moral. Aparte de
que es imposible atribuir un poder moral mediante los artículos de una ley, la
Constitución aquí vuelve a anularse a sí misma, al disponer que el presidente será elegido por todos
los franceses mediante sufragio universal y directo. Mientras que los votos de
Francia se dispersan entre los 750 diputados de la Asamblea Nacional, aquí se
concentran, por el contrario en un solo individuo. Mientras que
cada uno de los representantes del pueblo sólo representan a este o a aquel
partido, a esta o aquella ciudad, a esta o aquella cabeza de puente o incluso a
la mera necesidad de elegir a uno cualquiera que haga el número de los 750, sin
parar mientes minuciosamente en la cosa ni en el nombre, él es
el elegido de la nación, y el acto de su elección es el gran triunfo que se juega
una vez cada cuatro años el pueblo soberano. La Asamblea Nacional elegida está
en una relación metafísica con la nación, mientras que el presidente elegido
está en una relación personal. La Asamblea Nacional representa, sin duda, en
sus distintos diputados, las múltiples facetas del espíritu nacional, pero en
el presidente se encarna este espíritu. El
presidente posee frente a ella una especie de derecho divino, es presidente por la Gracia del Pueblo.
Tetis, la
diosa del mar, había profetizado a Aquiles que moriría en la flor de la
juventud. La Constitución, que tiene su punto vulnerable, como Aquiles, tenía
también como éste el presentimiento de que moriría de muerte prematura. A los republicanos puros constituyentes
les bastaba con echar desde el reino de nubes de su república ideal una mirada
al mundo profano para darse cuenta de cómo a medida que se iban acercando a la
consumación de su gran obra de arte legislativo, crecía por días la insolencia
de los monárquicos, de los bonapartistas, de los demócratas, de los comunistas,
y su propio descrédito, sin que, por tanto, Tetis necesitase abandonar el mar y
confiarles el secreto. Intentaron salir astutamente al paso de la fatalidad con
un ardid constitucional, mediante el artículo 111 de la Constitución, según el
cual toda propuesta de revisión constitucional ha de votarse
en tres debates sucesivos, con un intervalo de un mes entero entre cada debate,
por las tres cuartas partes de votantes, por lo menos, y siempre y cuando que,
además, voten no menos de 500 diputados del a Asamblea Nacional. Con esto no
hacían más que el pobre intento de ejercer como minoría -porque ya se veían
proféticamente como tal- un poder que en aquel momento, en que disponía de la
mayoría parlamentaria y de todos los resortes del poder del Gobierno, se les
iba escapando por días de las débiles manos.
Finalmente,
en un artículo melodramático, la Constitución se confía «a la vigilancia y al patriotismo de todo el pueblo francés y de
cada francés por separado», después que en otro artículo anterior había
entregado ya los «vigilantes» y «patriotas»
a los tiernos y criminalísimos cuidados del Tribunal Supremo, Haute
Cour, creado expresamente por ella.
Tal era la Constitución de 1848, que
no fue derribada el 2 de diciembre de 1851 por una cabeza, sino que se vino a
tierra al contacto de un simple sombrero; cierto es que este sombrero era el
tricornio napoleónico.
Mientras los republicanos burgueses
de la Asamblea se ocupaban en cavilar, discutir y votar esta Constitución, Cavaignac mantenía, fuera de la
Asamblea, el estado de sitio en
París. El estado de sitio en París fue el comadrón de la Constituyente
en sus dolores republicanos del parto. Si más tarde la Constitución fue muerta
por las bayonetas, no hay que olvidar que también había sido guardada en el
vientre materno y traída al mundo por las bayonetas, por bayonetas vueltas
contra el pueblo. Los antepasados de los «republicanos honestos» habían hecho
dar a su símbolo, la bandera tricolor, la vuelta por Europa. Ellos, a su vez, hicieron
también un invento que se abrió por sí mismo paso por todo el continente, pero
retornando a Francia con amor siempre renovado, hasta que acabó adquiriendo
carta de ciudadanía en la mitad de sus departamentos: el estado de
sitio. ¡Magnífico invento, aplicado periódicamente en cada una de las
crisis sucesivas en el curso de la revolución francesa! Y el cuartel y el
vivac, puestos así, periódicamente, por encima de la sociedad francesa para
aplastarle el cerebro y convertirla en un ser tranquilo; el sable y el
mosquetón, que periódicamente regentaban la justicia y la administración,
ejercían tutela y censura, hacían funciones de policía y oficio de serenos, el
bigote y la guerrera, que se preconizaban periódicamente como la sabiduría
suprema y como los rectores de la sociedad, ¿no tenían necesariamente el
cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la guerrea, que dar
por último en la ocurrencia de que era mejor salvar a la sociedad de una vez
para siempre, proclamando su propio régimen como el más alto de todos y
descargando por completo a la sociedad burguesa del cuidado de gobernarse por
sí misma? El cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la guerra
tenían necesariamente que dar en esta ocurrencia, con tanta mayor razón cuanto
que de este modo podían esperar también una mejor recompensa por sus altos
servicios, mientras que limitándose a decretar periódicamente el estado de
sitio y a salvar transitoriamente a la sociedad por encargo de esta o aquella
fracción de la burguesía, se conseguía poco de sólido, fuera de algunos muertos
y heridos y de algunas muecas amistosas de los burgueses. ¿Por qué el elemento
militar no podía jugar por fin de una vez el estado de sitio en su propio
interés y para su propio beneficio, sitiando al mismo tiempo las bolsas
burguesas? Por lo demás, no olvidemos, digámoslo de pasada, que el coronel
Bernard, aquel mismo presidente de la Comisión militar que bajo Cavaignac ayudó a mandar a la deportación sin juicio, a 15.000 insurrectos, vuelve a
hallarse en este momento a la cabeza de las Comisiones militares que actúan en
París.
Si los
republicanos honestos, los republicanos puros, plantaron con el estado de sitio
de París el vivero en que habían de criarse los pretorianos del 2 de diciembre
de 1851 merecen en cambio que se ensalce en ellos el que, lejos de exagerar el
sentimiento nacional como habían hecho bajo Luis Felipe, ahora cuando disponen
del poder de la nación, se arrastran a los pies del extranjero, y en vez de
liberar a Italia, hacen que vuelvan a ocuparla los austríacos y los
napolitanos. La elección de Luis
Bonaparte como presidente, el 10 de diciembre de 1848, puso fin a la dictadura
de Cavaignac y a la Constituyente.
En el
artículo 44 de la Constitución se dice: «El
presidente de la República francesa no deberá haber perdido nunca la ciudadanía
francesa». El primer presidente de la República francesa, L.N. Bonaparte,
no sólo había perdido la ciudadanía francesa, no sólo había sido agente
especial de la policía inglesa, sino que era incluso un suizo naturalizado.
Ya he puesto
en otro lugar la significación de las elecciones del 10 de diciembre. No he de
volver aquí sobre esto. Baste observar que fue una reacción de los
campesinos, que habían tenido que pagar el coste de la revolución de
febrero, contra las demás clases de la nación, una reacción del campo
contra la ciudad. Esta reacción encontró gran eco en el ejército, al que
los republicanos del National no habían dado fama ni aumento
de sueldo; entre la gran burguesía, que saludó en Bonaparte el puente hacia la
monarquía; entre los proletarios y los pequeños burgueses, que le saludaron
como un azote para Cavaignac. Más adelante he de tener ocasión de examinar más
en detalle el papel de los campesinos en la revolución francesa.
La época que
va desde el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución de la Constituyente en
mayo de 1849, abarca la historia del ocaso de los republicanos burgueses. Después de haber creado una república para
la burguesía, de haber expulsado del campo de lucha al proletariado
revolucionario y de reducir provisionalmente al silencio, a la pequeña
burguesía democrática, se ven ellos mismos puestos al margen por la masa de la
burguesía, que con justo derecho embarga a esta república como cosa de su
propiedad. Pero esta masa
burguesa era realista. Una parte de ella, los grandes
propietarios de tierras, había dominado bajo la Restauración y
era, por tanto, legitimista. La otra parte, los aristócratas
financieros y los grandes industriales, había dominado bajo la monarquía de
Julio, y era, por consiguiente orleanista. Los altos dignatarios
del Ejército, de la Universidad, de la Iglesia, del Foro, de la Academia y de
la Prensa se repartían entre ambos campos, aunque en distinta proporción. Aquí, en la república burguesa, que no
ostentaba el nombre de Borbón ni el nombre de Orléans,
sino el nombre de Capital, habiendo encontrado la forma de gobierno bajo la
cual podían dominar conjuntamente. Ya la insurrección de junio los
había unido en las filas del «partido del orden». Ahora, se trataba ante todo
de eliminar a la pandilla de los republicanos burgueses que ocupaban todavía
los escaños de la Asamblea Nacional. Y todo lo que estos republicanos puros
habían tenido de brutales para abusar de la fuerza física contra el pueblo, lo
tuvieron ahora de cobardes, de pusilánimes, de tímidos, de alicaídos, de
incapaces de luchar para mantener su republicanismo y su derecho de
legisladores frente al poder ejecutivo y a los realistas. No tengo por qué
relatar aquí la historia ignominiosa de su desintegración. No cayeron, se
acabaron. Su historia ha terminado para siempre, y en el período siguiente ya
sólo figuran, lo mismo dentro que fuera de la Asamblea, como recuerdos, que
parecen revivir de nuevo tan pronto como se trata del mero nombre de República
y cuantas veces el conflicto revolucionario amenaza con descender hasta el
nivel más bajo. Diré de pasada que el periódico que dio su nombre a este
partido, el National, se pasó en el período siguiente al
socialismo.
Antes de
terminar con este período, tenemos que echar todavía una ojeada retrospectiva a
los dos poderes, uno de los cuales anuló al otro el 2 de diciembre de 1851,
mientras que desde el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución de la
Constituyente vivieron en relaciones maritales. Nos referimos, de un lado, a
Luis Bonaparte y, de otro lado, al partido de los realistas colegiados, al
partido del orden, al partido de la gran burguesía. Al tomar posesión de la presidencia,
Bonaparte formó inmediatamente un ministerio del partido del orden, al frente
del cual puso a Odilon Barrot, que era, nótese bien, el antiguo dirigente de la
fracción más liberal de la burguesía parlamentaria. Por fin, el señor Barrot
había cazado la cartera de ministro cuyo espectro le perseguía desde 1830, y
más aún, la presidencia del ministerio; pero no como lo había soñado bajo Luis
Felipe, como el jefe más avanzado de la oposición parlamentaria, sino con la
misión de matar un parlamento y como aliado de todos sus peores enemigos, los
jesuitas y los legitimistas. Por fin, pudo casarse con la novia, pero sólo
después de que ésta había sido ya prostituida. En cuanto a Bonaparte, se
eclipsó en apariencia totalmente. Ese partido actuaba por él.
Ya en el
primer consejo de ministros se acordó la expedición a Roma, que se convino en
realizar a espaldas de la Asamblea Nacional y arrancándole a ésta los medios
financieros bajo un pretexto falso. Así comenzó la cosa, estafando a la
Asamblea Nacional y con una conspiración secreta con las potencias absolutistas
extranjeras contra la república revolucionaria romana. Del mismo modo y con la
misma maniobra, Bonaparte, formaba el 2 de diciembre de 1852 la mayoría de la
Asamblea Nacional Legislativa.
La
Constituyente había acordado en agosto no disolverse hasta después de elaborar
y promulgar toda una serie de leyes orgánicas complementarias de la
Constitución. El partido del orden le propuso el 6 de enero de 1849, por medio
del diputado Rateau, no tocar las leyes orgánicas y acordar más bien su propia
disolución. No sólo el ministerio, con el señor Odilon Barrot a la cabeza,
sino todos los diputados realistas de la Asamblea Nacional le hicieron saber en
este momento, en tono imperativo, que su disolución era necesaria para
restablecer el crédito, para consolidar el orden, para poner fin a aquella
indefinida situación profesional y crear un estado de cosas definitivo; se le
dijo que entorpecía la actividad del nuevo Gobierno y sólo procuraba alargar su
vida por rencor, que el país estaba cansado de ella. Bonaparte tomó nota de
todas estas invectivas contra el poder legislativo, se las aprendió de memoria
y, el 2 de diciembre de 1851, demostró a los lealistas parlamentarios que había
aprovechado sus lecciones. Repitió contra ellos su propios tópicos.
El
ministerio Barrot y el partido del orden fueron más allá. Hicieron que de toda
Francia se dirigiesen solicitudes a la Asamblea Nacional pidiendo
a ésta muy amablemente que se retirase. De este modo, lanzaron a la batalla
contra la Asamblea Nacional, expresión constitucionalmente organizada del
pueblo, sus masas no organizadas. Enseñaron a Bonaparte a apelar ante el pueblo
contra las asambleas parlamentarias. Por fin, el 29 de enero de 1849 llegó el
día en que la Constituyente había de resolver el problema de su propia
disolución. La Asamblea Nacional se encontró con el edificio en que se
celebraban sus sesiones ocupado militarmente; Changarnier, el general del
partido del orden, en cuyas manos se concentraba el mando supremo sobre la
Guardia Nacional y las tropas de línea, celebró en París una gran revista de
tropas, como en vísperas de una batalla, y los colegiados declararon
conminatoriamente a la Constituyente, que si no se mostraba sumisa, se
emplearía la fuerza. Se mostró sumisa y regateó únicamente un plazo brevísimo
de vida. ¿Qué fue el 29 de enero sino el golpe de Estado del 2 de diciembre de
1851, sólo que ejecutado por los realistas juntamente con Bonaparte contra la
Asamblea Nacional republicana? Esos señores no advirtieron o no quisieron
advertir que Bonaparte se valió del 29 de enero de 1849 para hacer que
desfilase ante él, por las Tullerías, una parte de las tropas y se agarró
ávidamente a esta primera demostración pública del poder militar contra el
poder parlamentario, para hacer alusión a Calígula. Claro está que ellos no
veían más que a su Changarnier.
El motivo
que llevó especialmente al partido del orden a acortar violentamente la vida de
la Constituyente fueron las leyes orgánicas complementarias de
la Constitución, como la ley de enseñanza, la ley de cultos, etc. A los
realistas coligados les interesaba en extremo hacer ellos mismos estas leyes y
no dejar que las hiciesen los republicanos ya recelosos. Entre esas leyes
orgánicas figuraba también, sin embargo, una ley sobre la responsabilidad del
presidente de la república. En 1851, la Asamblea Legislativa se ocupaba
precisamente de la redacción de esta ley, cuando Bonaparte paró este golpe con
el golpe del 2 de diciembre. ¡Qué no hubieran dado los realistas coligados, en
su campaña parlamentaria del invierno de 1851, por haberse encontrado ya hecha
la ley sobre la responsabilidad presidencial! ¡Y hecha, además, por una
Asamblea desconfiada, rencorosa, republicana!
Después de
que la misma Constituyente había roto el 29 de enero de 1849 su última arma, el
ministerio Barrot y los amigos del orden la acosaron a muerte, no dejaron por
hacer nada que pudiera humillarla y arrancaron a su debilidad y a su falta de
confianza en sí misma leyes que le costaron el último residuo de respeto de que
aún gozaba entre el público. Bonaparte, con su idea fija napoleónica, fue los
suficientemente audaz para explotar públicamente esta degradación del poder
parlamentario. En efecto, cuando el 8 de mayo de 1849 la Asamblea Nacional da
un voto de censura al Gobierno pro la ocupación de Civitavecchia por Oudinot y
ordena que se reduzca la expedición romana a su supuesta finalidad, Bonaparte
publica en el Moniteur, en la tarde del mismo día, una carta a
Oudinot en la que le felicita por sus heroicas hazañas, y se presenta ya, por
oposición a los escritorcillos parlamentarios, como el generoso protector del
ejército. Los realistas, al ver esto, se sonrieron, creyendo sencillamente que
habían logrado embaucarle. Por fin, cuando Marrast, presidente de la
Constituyente, creyó en peligro por un momento la seguridad de la Asamblea
Nacional y, apoyándose en la Constitución, requirió a un coronel con su
regimiento, el coronel se negó a obedecer, invocó la disciplina y remitió Marrast
a Changarnier, quien le despidió sardónicamente diciéndole que no le gustaban
las baïonettes intelligentes. En noviembre de 1851, cuando los
realistas coligados quisieron comenzar la lucha decisiva contra Bonaparte,
intentaron, con su célebre proyecto de ley sobre los cuestores,
lograr que se adoptar el principio de la requisición directa de las tropas por
el presidente de la Asamblea Nacional. Uno de sus generales, Le Flô, había
suscrito el proyecto de ley. Fue inútil que Changarnier votase en favor de la
propuesta y que Thiers rindiese homenaje a la circunspecta sabiduría de la
antigua Constituyente. El ministro de la Guerra, St. Arnaud, le
contestó como Changarnier había contestado a Marrast, ¡y entre los gritos de
aplausos de la Montaña!
Así fue cómo
el mismo partido del orden, cuando todavía no era una Asamblea
Nacional, cuando sólo era ministerio, estigmatizó el régimen
parlamentario. ¡Y pone el grito en el cielo, cuando, el 2 de diciembre de
1851, este régimen es desterrado de Francia!
Karl MARX
EL
DIECIOCHO BRUMARIO DE LUIS BONAPARTE
Capítulo
III
El 28 de mayo de 1849 se reunió al
Asamblea Nacional Legislativa. El 2 de diciembre de 1851 fue disuelta por la
fuerza. Este período
abarca la vida de la república constitucional o parlamentaria.
En la
primera revolución francesa, a la dominación de los constitucionales le
sigue la dominación de los girondinos, y a la dominación de
los girondinos, la de los jacobinos. Cada uno de estos
partidos se apoya en el que se halla delante. Tan pronto como ha impulsado la
revolución lo suficiente para no poder seguirla, y mucho menos poder
encabezarla, es desplazado y enviado a la guillotina por el aliado, más intrépido,
que está detrás de él. La revolución se mueve de este modo en un sentido
ascensional.
En la
revolución de 1848 es al revés. El partido proletario aparece como apéndice del
pequeñoburgués-democrático. Éste le traiciona y contribuye a su derrota el 16
de abril, el 15 de mayo y en las jornadas de junio. A su vez, el partido
democrático se apoya sobre los hombros del republicano-burgués. Apenas se
consideran seguros, los republicanos burgueses se sacuden el molesto camarada y
se apoyan, a su vez, sobre los hombros del partido del orden. El partido del
orden levanta sus hombros, deja caer a los republicanos burgueses dando
volteretas y salta, a su vez, a los hombros del poder armado. Y cuando cree que
está todavía sentado sobre esos hombros, una buena mañana se encuentra con que
los hombros se han convertido en bayonetas. Cada partido da coces al que empuja
hacia adelante y se apoya por delante en el partido que impulsa para atrás. No
es extraño que, en esta ridícula postura, pierda el equilibrio y se venga a
tierra entre extrañas cabriolas, después de hacer las muecas inevitables. De
este modo, la revolución se mueve en sentido descendente. En este movimiento de
retroceso se encuentra todavía antes de desmontarse la última barricada de
febrero y de constituirse el primer órgano de autoridad revolucionaria.
El período
que tenemos ante nosotros abarca la mezcolanza más abigarrada de clamorosas
contradicciones constitucionales que conspiran abiertamente contra la
Constitución, revolucionarios que confiesan abiertamente ser constitucionales,
una Asamblea Nacional que quiere ser omnipotente y no deja de ser ni un solo
momento parlamentaria; una Montaña que encuentra su misión en la resignación y
para los golpes de sus derrotas presentes con la profecía de sus victorias
futuras; realistas que son los patres conscripti de la
república y se ven obligados por la situación a mantener en el extranjero las
dinastías reales en pugna, de que son partidarios, y sostener en Francia la
república, a la que odian; un poder ejecutivo que se encuentra en su misma
debilidad su fuerza, y su respetabilidad en el desprecio que inspira; una
república que no es más que la infamia combinada de dos monarquías, la de la
Restauración y la de Julio, con una etiqueta imperial, alianzas cuya primera
cláusula es la separación; luchas cuya primera ley es la indecisión; en nombre
de la calma una agitación desenfrenada y vacua; en nombre de la revolución los
más solemnes sermones en favor de la tranquilidad; pasiones sin verdad;
verdades sin pasión; héroes sin hazañas heroicas; historia sin acontecimientos,
un proceso cuya única fuerza propulsora parece ser el calendario, fatigoso por
la sempiterna repetición de tensiones y relajamientos; antagonismos que sólo
parecen exaltarse periódicamente para embotarse y decaer, sin poder resolverse;
esfuerzos pretenciosamente ostentados y espantosos burgueses ante el peligro
del fin del mundo y al mismo tiempo los salvadores de éste tejiendo las más
mezquinas intrigas y comedias palaciegas, que en su laisser aller recuerdan
más que el Juicio Final los tiempos de la Fronda; el genio colectivo oficial de
Francia ultrajado por la estupidez ladina de un solo individuo; la voluntad
colectiva de la nación, cuantas veces habla en el sufragio universal, busca su
expresión adecuada en los enemigos empedernidos de los intereses de las masas,
hasta que, por último, la encuentra en la voluntad obstinada de un filibustero.
Si hay pasaje de la historia pintado en gris sobre fondo gris, es éste. Hombres
y acontecimientos aparecen como un Schlemihl a la inversa, como sombras que han
perdido sus cuerpos. La misma revolución paraliza a sus propios portadores y
sólo dota de violencia pasional a sus adversarios. Y cuando, por fin, aparece
el «espectro rojo», constantemente evocado y conjurado por los
contrarrevolucionarios, no aparece tocado con el gorro frigio de la anarquía,
sino vistiendo el uniforme del orden, con zaragüelles rojos.
Veíamos que
el ministerio nombrado por Bonaparte el 20 de diciembre de 1848, el día de su ascensión,
era un ministerio del partido del orden, de la coalición legitimista y
orleanista. Este ministerio, Barrot-Falloux, había sobrevivido a la
Constituyente republicana, cuya vida había acortado de un modo más o menos
violento, y empuñaba todavía el timón. Changarnier, el general de los realistas
coligados, seguía concentrando en su persona el alto mando de la primera
división militar y de la Guardia Nacional de París. Finalmente, las elecciones
generales habían asegurado al partido del orden la gran mayoría en la Asamblea
Nacional. Aquí, los diputados y los pares de Luis Felipe se encontraron con un
santo tropel de legitimistas para quienes numerosas papeletas electorales de la
nación se habían trocado en las entradas para la escena política. Los diputados
bonapartistas eran demasiados contados para poder formar un partido
parlamentario independiente. Sólo aparecían como una mauvaise
queue del partido del orden. Como vemos, el partido del orden tenía en sus manos el poder del Gobierno, el
ejército y el cuerpo legislativo, en una palabra, todos los poderes del Estado, y hallábase fortalecido moralmente
por las elecciones generales que hacían aparecer su dominación como voluntad
del pueblo, y por la victoria simultánea de la contrarrevolución en todo el continente
europeo.
Jamás un
partido abrió la campaña con medios más abundantes ni bajo mejores auspicios.
Los
republicanos puros naufragados se vieron reducidos en la Asamblea Nacional Legislativa a una
pandilla de unos 50 hombres, y a su frente los generales africanos Cavaignac,
Lamoricière y Bedeau. Pero el gran
partido de oposición lo formaba la Montaña. Con este nombre
parlamentario se había bautizado el partido socialdemócrata. Disponía
de más de 200 de los 750 votos de la Asamblea Nacional y era, por lo menos, tan
fuerte como cualquiera de las tres fracciones del partido del orden por
separado. Su minoría relativa frente a toda la coalición realista parecía estar
compensada por circunstancias especiales. No sólo porque las elecciones
departamentales pusieron de manifiesto que este partido había ganado simpatías
considerables entre la población del campo. Contaba además en sus filas con
casi todos los diputados de París, el ejército había hecho una confesión de fe
democrática mediante la elección de tres suboficiales, y el jefe de la Montaña, Ledru-Rollin, a diferencia de todos
los representantes del partido del orden, fue elevado al rango de la nobleza
parlamentaria por cinco departamentos que habían concentrado sus votos en él.
Por tanto, el 28 de mayo de 1849, dados los inevitables choques intestinos de
los realistas y los de todo el partido del orden con Bonaparte, la Montaña
parecía contar con todas las probabilidades del éxito. Catorce días después lo
había perdido todo, hasta el honor.
Antes de
proseguir con la historia parlamentaria, son indispensables algunas
observaciones, para evitar los errores corrientes acerca del carácter local de
la época que nos ocupa. Según la manera de ver de los demócratas, durante el
período de la Asamblea Nacional Legislativa el problema es el mismo que el del
período de la Constituyente: la simple lucha entre republicanos y realistas. En
cuanto al movimiento mismo lo encierran en un tópico: «reacción», la
noche, en la que todos los gatos son pardos y que les permite salmodiar todos
los habituales lugares comunes, dignos de su papel de sereno. Y, ciertamente, a
primera vista el partido del orden parece un ovillo de diversas fracciones
realistas, que no sólo intrigan unas contra otras para elevar cada cual al
trono a su propio pretendiente y eliminar al del bando contrario, sino que,
además, se unen todas en el odio común y en los ataques comunes contra la
«república». Por su parte, la Montaña aparece como la representante de la
«república» frente a esta conspiración realista. El partido del orden aparece
constantemente ocupado en una «reacción» que, ni más ni menos que en Prusia, va
contra la prensa, contra la asociación, etc., y se traduce, al igual que en
Prusia, en brutales injerencias
policíacas de la burocracia, de la gendarmería y de los tribunales. A su
vez, la Montaña está constantemente ocupada con no menos celo en repeler estos
ataques, defendiendo así «eternos
derechos humanos», como todo partido sedicente popular lo viene haciendo
más o menos desde hace siglo y medio. Sin embargo, examinando más de cerca la
situación y los partidos, se esfuma esta apariencia superficial, que veía la lucha de clases y
la peculiar fisonomía de este período.
Legitimistas y orleanistas formaban,
como queda dicho, las dos grandes fracciones del partido del orden. ¿Qué era lo que hacía que estas
fracciones se aferrasen a sus pretendientes y las mantenía mutuamente
separadas? ¿Serían tan sólo las flores de lis y la bandera tricolor, la Casa de
Borbón y la Casa de Orleans, diferentes matices del realismo o, en general, su profesión de fe realista? Bajo los
Borbones había gobernado la gran propiedad territorial, con sus
curas y sus lacayos; bajo los Orleans, la
alta finanza, la gran industria, el gran comercio, es decir, el capital, con todo su séquito de abogados,
profesores y retóricos. La monarquía
legítima no era más que la expresión política de la dominación heredada de los
señores de la tierra, del mismo modo que la monarquía de Julio no era más
que la expresión política de la dominación usurpada de los advenedizos
burgueses. Lo que, por tanto, separaba a
estas fracciones no era eso que llaman principios, eran sus condiciones
materiales de vida, dos especies
distintas de propiedad; era el viejo antagonismo entre la ciudad y el campo, la
rivalidad entre el capital y la propiedad del suelo. Que, al mismo tiempo,
había viejos recuerdos, enemistades personales, temores y esperanzas,
prejuicios e ilusiones, simpatías y antipatías, convicciones, artículos de fe y
principios que los mantenían unidos a una u otra dinastía, ¿quién lo niega? Sobre las diversas formas de propiedad y
sobre las condiciones sociales de existencia se levanta toda una
superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y concepciones de
vida diversos y plasmados de un modo peculiar. La clase entera los crea y los
forma derivándolos de sus bases materiales y de las relaciones sociales
correspondientes. El individuo suelto, al que se le imbuye la tradición y
la educación podrá creer que son los verdaderos móviles y el punto de partida
de su conducta. Aunque los orleanistas y los legitimistas, aunque cada fracción
se esforzase pro convencerse a sí misma y por convencer a la otra de que lo que
las separaba era la lealtad a sus dos dinastías, los hechos demostraron más
tarde que eran más bien sus intereses divididos lo que impedía que las dos
dinastías se uniesen. Y así como en la
vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo
que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones de los
partidos y su organismo efectivo y sus intereses efectivos, entre lo que se
imaginan ser y lo que en realidad son. Orleanistas y legitimistas se
encontraron en la república los unos junto a los otros y con idénticas
pretensiones. Si cada parte quería imponer frente a la otra la
restauración de su propia dinastía, esto sólo significaba
una cosa: que cada uno de los dos
grandes intereses en que se divide la burguesía -la propiedad
del suelo y el capital- aspiraba a restaurar su propia supremacía y la
subordinación del otro. Hablamos de dos
intereses de la burguesía, pues la
gran propiedad del suelo, pese a su coquetería feudal y a su orgullo de casta, estaba completamente aburguesada
por el desarrollo de la sociedad moderna. También los tories en
Inglaterra se hicieron durante mucho tiempo la ilusión de creer que se
entusiasmaban con la monarquía, la Iglesia y las bellezas de la vieja
Constitución inglesa, hasta que llegó el día del peligro y les arrancó la confesión de que sólo se entusiasmaban con la
renta del suelo.
Los
realistas coligados integraban unos contra otros en la prensa, en Ems, en
Claremont fuera del parlamento. Entre bastidores, volvían a vestir sus viejas
libreas orleanistas y legitimistas y reanudaban sus viejos torneos. Pero en la
escena pública, en sus grandes representaciones cívicas, como gran partido
parlamentario despachaban a sus respectivas dinastías con simples reverencias y
aplazaban la restauración de la monarquía in infinitum. Cumplían
con su verdadero oficio como partido del orden, es decir, bajo un
título social y no bajo un título político, como
representantes del régimen social burgués y no como caballeros de ninguna
princesa peregrinante, como clase
burguesa frente a otras clases y no
como realistas frente a republicanos. Y, como partido del orden, ejerciendo
una dominación más ilimitada y más dura sobre las demás clases de la sociedad
que la que habían ejercido nunca bajo la Restauración o bajo la monarquía de
Julio, como sólo era posible ejercerla bajo la forma de la república parlamentaria, pues sólo bajo esta forma podían unirse
los dos grandes sectores de la burguesía francesa, y por tanto poner a la orden
del día la dominación de su clase en vez del régimen de un sector privilegiado
de ella. Si, a pesar de esto y también como partido del orden, insultaban a la
república y manifestaban la repugnancia que sentían por ella, no era sólo por
apego a sus recuerdos realistas. El instinto les enseñaba que, aunque la
república había coronado su dominación política, al mismo tiempo socavaba su
base social, ya que ahora se enfrentaban con las clases sojuzgadas y tenían que
luchar con ellas sin ningún género de mediación, sin poder ocultarse detrás de
la corona, sin poder desviar el interés de la nación mediante sus luchas
subalternas intestinas y con la monarquía. Era un sentimiento de debilidad el
que las hacía retroceder temblando ante las condiciones puras de su dominación
de clase y suspirar por las formas más incompletas, menos desarrolladas y
precisamente por ello menos peligrosas de su dominación. En cambio, cuantas
veces los realistas coligados chocan con el pretendiente que tienen en frente,
con Bonaparte, cuantas veces creen que el poder ejecutivo hace peligrar su
omnipotencia parlamentaria, cuantas veces tienen que exhibir, por tanto, el
título político de su dominación, actúan como republicanos y
no como realistas. Desde el orleanista Thiers, quien advierte a la Asamblea
Nacional que la república es lo que menos los separa, hasta el legitimista
Berryer, que el 2 de diciembre d 1851, ceñido con la banda tricolor, arenga
como tribuno, en nombre de la república, al pueblo congregado delante del
edificio de la alcaldía del décimo arrondissement. Claro está que el eco burlón le contestaba
con este grito: ¡Enrique V, Enrique V!
Frente a la
burguesía coligada se había formado una
coalición de pequeños burgueses y obreros, el llamado partido socialdemócrata. Los pequeños burgueses vieron se mal recompensados
después de las jornadas de junio de 1848, vieron en peligro sus intereses
materiales y puestas en tela de juicio por la contrarrevolución las garantías
democráticas que habían de asegurarles la posibilidad de hacer valer esos
intereses. Se acercaron, por tanto, a los obreros. De otra parte, su representación
parlamentaria, la Montaña, puesta al margen durante la dictadura de los
republicanos burgueses, había reconquistado durante la última mitad de la vida
de la Constituyente su perdida popularidad con la lucha contra Bonaparte y los
ministros realistas. Había concertado
una alianza con los jefes socialistas. En febrero de 1849 se festejó con banquetes la reconciliación. Se esbozó
un programa común, se crearon comités electorales comunes y se proclamaron
candidatos comunes. A las reivindicaciones sociales del
proletario se les limó la punta revolucionaria y se les dio un giro
democrático; a las exigencias democráticas de la pequeña burguesía se
les despojó de la forma meramente política y se afiló su punta socialista. Así nació la socialdemocracia. La nueva Montaña, fruto
de esta combinación, contenía, prescindiendo de algunos figurantes de la clase
obrera y de algunos sectarios socialistas, los mismos elementos que la vieja,
sólo que más fuertes en número. Pero, en el transcurso del proceso, había
cambiado, con la clase que representaba. El
carácter peculiar de la socialdemocracia consiste en exigir instituciones
democrático-republicanas, no para abolir a la par
los dos extremos, capital y trabajo asalariado, sino para atenuar su antítesis y convertirla en armonía. Por mucho
que difieran las medidas propuestas para alcanzar este fin, por mucho que se
adorne con concepciones más o menos revolucionarias, el contenido es siempre el
mismo. Este contenido es la
transformación de la sociedad por la vía democrática, pero una transformación
dentro del marco de la pequeña burguesía. No vaya nadie a formarse la idea
limitada de que la pequeña burguesía quiere imponer, por principio, un interés
egoísta de clase. Ella cree, por el contrario, que las
condiciones especiales de su emancipación son las
condiciones generales fuera de las cuales no puede ser salvada
la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases. Tampoco debe
creerse que los representantes democráticos son todos shopkeepers o
gentes que se entusiasman con ellos. Pueden estar a un mundo de distancia de
ellos, por su cultura y su situación individual. Lo que les hace representantes
de la pequeña burguesía es que no van más allá, en cuanto a mentalidad, de
donde van los pequeños burgueses en modo de vida; que, por tanto, se ven
teóricamente impulsados a los mismos problemas y a las mismas soluciones a que
impulsan a aquéllos prácticamente, el interés material y la situación social.
Tal es, en general, la relación que existe entre los representantes
políticos y literarios de una clase y la clase por ellos
representada.
Por todo lo
expuesto se comprende de por sí que aunque la Montaña luchase constantemente
con el partido del orden en torno a la
república y a los llamados derechos del hombre, ni la república ni los derechos
del hombre eran su fin último, del
mismo modo que un ejército al que se quiere despojar de sus armas y que se
apresta a la defensa, no se lanza al terreno de la lucha solamente para quedar
en posesión de sus armas.
Inmediatamente
después de reunirse la Asamblea Nacional, el
partido del orden provocó a la Montaña. La burguesía
sentía ahora la necesidad de acabar con los demócratas pequeñoburgueses,
lo mismo que un año antes había comprendido la necesidad de acabar con el
proletariado revolucionario. Pero la situación del adversario era distinta. La fuerza del partido proletario estaba
en la calle, y la de los pequeños burgueses en la misma Asamblea Nacional.
Tratábase, pues, de sacarlos de la Asamblea Nacional a la calle y hacer que
ellos mismos destrozasen su fuerza parlamentaria antes de que tuviesen tiempo y
ocasión para consolidarla. La Montaña corrió hacia la trampa a rienda suelta.
El cebo que
le echaron fue el bombardeo de Roma por las tropas francesas. Este bombardeo
infringía el artículo V de la Constitución, que prohibe a la República francesa
emplear sus fuerzas armadas contra las libertades de otro pueblo. Además, el
artículo 54 prohibía toda declaración de guerra por el poder ejecutivo sin la
aprobación de la Asamblea Nacional, y la Constituyente había desautorizado la
expedición a Roma, con su acuerdo de 8 de mayo. Basándose en estas razones,
Ledru-Rollin presentó el 11 de junio de 1849 un acta de acusación contra
Bonaparte y sus ministros. Azuzado por las picadas de avispa de Thiers, se dejó
arrastrar incluso a la amenaza de que estaban dispuestos a defender la
Constitución por todos los medios, hasta con las armas en la mano. La Montaña
se levantó como un solo hombre y repitió este llamamiento a
las armas. El 12 de junio, la Asamblea Nacional desechó el acta de acusación, y
la Montaña abandonó el parlamento. Los acontecimientos del 13 de junio son
conocidos: la proclama de una parte de la Montaña declarando «fuera de la
Constitución» a Bonaparte y sus ministros; la procesión callejera de los
guardias nacionales democráticos, que, desarmados como iban, se dispersaron a
escape al encontrarse con las tropas de Changarnier, etc. Una parte de la
Montaña huyó al extranjero, otra parte fue entregada al Tribunal Supremo de
Bourges, y un reglamento parlamentario sometió al resto a la vigilancia del
maestro de escuela del presidente de la Asamblea nacional. En París se declaró
nuevamente el estado de sitio, y la parte democrática de su Guardia Nacional
fue disuelta. Así se destrozaba la
influencia de la Montaña en el parlamento y la fuerza de los pequeños burgueses
de París.
En Lyon,
donde el 13 de junio había dado señal para un sangriento levantamiento obrero,
se declaró también el estado de sitio, que se hizo extensivo a los cinco
departamentos circundantes, situación que dura hasta el momento actual.
El grueso de
la Montaña dejó en la estacada su vanguardia, negándose a firmar la proclama de
ésta. La prensa desertó, y sólo dos periódicos se atrevieron a publicar el
pronunciamiento. Los pequeños burgueses traicionaron a sus representantes: los
guardias nacionales no aparecieron, y donde aparecieron fue para impedir que se
levantasen barricadas. Los representantes habían engañado a los pequeños
burgueses, ya que a los pretendidos aliados del ejército no se les vio por
ninguna parte. Finalmente, en vez de obtener un refuerzo de él, el partido democrático contagió al
proletariado su propia debilidad, y, como suele ocurrir con las hazañas
democráticas, los jefes tuvieron la satisfacción de poder acusar a su «pueblo» de deserción, y el pueblo
la de poder acusar de engaño a sus jefes.
Rara vez se
había anunciado una acción con más estrépito que la campaña inminente de la
Montaña, rara vez se había trompeteado un acontecimiento con más seguridad ni con
más anticipación que la victoria inevitable de la democracia. Indudablemente,
los demócratas creen en las trompetas, cuyos toques habían derribado las
murallas de Jericó. Y cuantas veces se enfrentan con las murallas del
despotismo, intenta repetir el milagro. Si la Montaña quería vencer en el
parlamento, no debió llamar a las armas. Y si llamaba a las armas en el
parlamento, no debía comportarse en la calle parlamentariamente. Si la
manifestación pacífica era un propósito serio, era necio no prever que se la
habría de recibir belicosamente. Y si se pensaba en una lucha efectiva, era
peregrino deponer las armas con las que esa lucha había de librarse. Pero las
amenazas revolucionarias de los pequeños burgueses y de sus representantes
democráticos no son más que intentos de intimidar al adversario. Y cuando se
ven metidos en un atolladero, cuando se han comprometido ya lo bastante para
verse obligados a ejecutar sus amenazas, lo hacen de un modo equívoco,
evitando, sobre todo, los medios que llevan al fin propuesto y acechan todos
los pretextos par sucumbir. Tan pronto como hay que romper el fuego, la
estrepitosa obertura que anunció la lucha se pierde en un pusilánime
refunfuñar, los actores dejan de tomar su papel au sérieux y
la acción se derrumba lamentablemente, como un balón lleno de aire al que se le
pincha con una aguja.
Ningún
partido exagera más ante él mismo sus medios que el democrático, ninguno se
engaña con más ligereza acerca de la situación. Porque una parte del ejército
hubiese votado a su favor, la Montaña estaba ya convencida de que el ejército
se sublevaría por ella. ¿Y con qué motivo? Con un motivo que, desde el punto de
vista de las tropas, no tenía otro sentido que el que los revolucionarios se
ponían al lado de los soldados romanos y en contra de los soldados franceses.
De otra parte, estaba todavía demasiado fresco el recuerdo del mes de junio de
1848, para que el proletariado no sintiese una profunda repugnancia contra la
Guardia Nacional, y los jefes de las sociedades secretas una desconfianza
completa hacia los jefes democráticos. Para superar estas diferencias, harían falta grandes intereses comunes que
estuviesen en juego. La infracción de un artículo constitucional abstracto
no podía representar un tal interés. ¿Acaso no se había violado ya repetidas
veces la Constitución, según aseguraban los propios demócratas? ¿Y acaso los
periódicos más populares no habían estigmatizado esta Constitución como un
amaño contrarrevolucionario? Pero el
demócrata, como representa a la pequeña burguesía, es decir, a una clase de transición, en la que
los intereses de dos clases se embotan el uno contra el otro, cree estar por encima del antagonismo de
clases en general. Los demócratas
reconocen que tienen que enfrente a una clase privilegiada, pero ello, con todo
el resto de la nación que los circunda, forman el
pueblo. Lo que ellos representan es el interés
del pueblo. Por eso, cuando se prepara una lucha, no necesitan examinar los intereses y las
oposiciones de las distintas clases. No necesitan ponderar con demasiada
escrupulosidad sus propios medios. No tienen más que dar la señal, para que el pueblo, con todos sus recursos
inagotables, caiga sobre los opresores. Y si, al poner en práctica
la cosa, sus intereses resultan no interesar y su poder ser impotencia, la
culpa la tienen los sofistas perniciosos, que escinden al pueblo
indivisible en varios campos enemigos, o el ejército, demasiado
embrutecido y cegado para ver en los fines puros de la democracia lo mejor para
él, o bien ha fracasado por un detalle de ejecución, o ha surgido una
casualidad imprevista que ha malogrado la partida por esta vez. En todo caso,
el demócrata sale de la derrota más ignominiosa tan inmaculado como inocente
entró en ella, con la convicción readquirida de que tiene necesariamente que
vencer, no de que él mismo y su partido tienen que abandonar la vieja posición,
sino de que, por el contrario, son las condiciones las que tienen que madurar
para ponerse a tono con él.
Por eso no
debemos formarnos una idea demasiado trágica de la Montaña diezmada, destrozada
y humillada por el nuevo reglamento parlamentario. Si el 13 de junio eliminó a
sus jefes, por otra parte abrió paso a capacidades de segundo rango, a quienes
esta nueva posición halagaba. Si su impotencia en el parlamento ya no dejaba
lugar a dudas, esto les daba ahora también derecho a limitar sus actos a
estallidos de indignación moral y a estrepitosas declamaciones. Si el partido
del orden aparentaba ver encarnados en ellos, como últimos representantes
oficiales de la revolución, todos los horrores de la anarquía, esto les
permitía comportarse en la práctica con tanta mayor trivialidad y humildad. Y
del 13 de junio se consolaban con este giro profundo: «Pero, si se osa tocar el
sufragio universal, ¡ah, entonces! ¡Entonces verán quienes somos
nosotros!» Nous verrons!
Por lo que
se refiere a los «montañeses» huidos al extranjero, basta observar que
Ledru-Rollin, en vista de que había conseguido arruinar irremisiblemente en
menos de dos semanas el potente partido a cuyo frente estaba, se creyó llamado
a formar un gobierno francés in partibus; que a lo lejos, desgajada
del campo de acción, su figura parecía ganar en talla a medida que bajaba el
nivel de la revolución y las magnitudes oficiales de la Francia oficial iban haciéndose
enanas; que pudo figurar como pretendiente republicano para 1852; que dirigía
circulares periódicas a los valacos y a otros pueblos, en las que se amenazaba
a los déspotas del continente con sus hazañas y a las de sus aliados. ¿Acaso
les faltaba por completo la razón a Proudhon cuando gritó a estos
señores: Vous n'êtes que des blagueurs?
El 13 de
junio, el partido del orden no sólo había quebrantado la fuerza de la Montaña,
sino que había impuesto el sometimiento de la Constitución a los acuerdos
de la mayoría de la Asamblea Nacional. Y
así entendía él la república, como el régimen en el que la burguesía dominaba
bajo formas parlamentarias, sin encontrar un valladar como bajo la monarquía;
en el veto del poder ejecutivo o en el
derecho de disolver el parlamento. Esto era la república parlamentaria,
como la llamaba Thiers. Pero, si el 13 de junio la burguesía aseguró su
omnipotencia en el seno del parlamento, ¿no condenaba a éste a una debilidad
incurable frente al poder ejecutivo y al pueblo, al repudiar a la parte más
popular de la Asamblea? Al entregar a numerosos diputados, sin más ceremonias,
a la requisición de los tribunales, anulaba su propia inmunidad parlamentaria.
El reglamento humillante que impuso a la Montaña, elevaba el rango del presidente
de la república en la misma proporción en que rebajaba el de cada uno de los
representantes del pueblo. Al estigmatizar la insurrección en defensa del
régimen constitucional, como anárquica, como un movimiento encaminado a
subvertir la sociedad, la burguesía se cerraba a sí misma el camino del
llamamiento a la insurrección, tan pronto como el poder ejecutivo violase la
Constitución en contra de ella. Y la ironía de la historia quiso que el 2 de
diciembre de 1851, el general que bombardeó Roma por orden de Bonaparte, dando
así el motivo inmediato para el motín constitucional del 13 de junio, Oudinot,
hubiera de ser propuesto al pueblo, en tono implorante y en vano, por el
partido del orden, como el general de la Constitución frente a Bonaparte. Otro héroe
del 13 de junio, Vieyra, que desde la tribuna de la Asamblea
Nacional cosechó elogios por las brutalidades cometidas por él en los locales
de los periódicos democráticos, al frente de una banda de guardias nacionales
pertenecientes a la alta finanza, este mismo Vieyra estaba en el secreto de la
conspiración de Bonaparte y contribuyó esencialmente a cortar a la Asamblea
Nacional, en sus horas de agonía, todo apoyo por parte de la Guardia Nacional.
El 13 de
junio tenía, además, otra significación. La Montaña había querido arrancar el
que se entregase a Bonaparte a los tribunales. Por tanto, su derrota era una
victoria directa para Bonaparte, el triunfo personal de éste sobre sus enemigos
democráticos. El partido del orden había conseguido la victoria y Bonaparte no
tenía que hacer más que embolsársela. Así lo hizo. El 14 de junio pudo leerse
en los muros de París una proclama en la que el presidente, como sin
participación suya, resistiéndose, obligado simplemente por la fuerza de los
acontecimientos, sale de su recato claustral, se queja, como la virtud
ofendida, de las calumnias de sus adversarios, y mientras parece identificar a
su persona con la causa del orden, identifica la causa del orden con su
persona. Además, la Asamblea Nacional había aprobado, aunque después de
realizada, la expedición contra Roma, habiendo la iniciativa de la misma
corrido a cargo de Bonaparte. Después de restituir en el Vaticano al pontífice
Samuel, podía esperar entrar en las Tullerías como rey David. Se había ganado a
los curas.
El motín del 13 de junio se limitó,
como hemos visto, a una pacífica procesión callejera. Contra él no se podían, por tanto,
ganar laureles guerreros. No obstante, en una época tan pobre en héroes y en
acontecimientos, el partido del orden convirtió esta batalla incruenta en un
segundo Austerlitz. La tribuna y la prensa ensalzaron el ejército, como poder
del orden, en contraposición a las masas del pueblo, como la impotencia de la
anarquía, y glorificaron a Changarnier, como el «baluarte de la sociedad». Un
engaño en el que acabó creyendo hasta él mismo. Pero por debajo de cuerda,
fueron desplazados de París los cuerpos que parecían dudosos, los regimientos
en que las elecciones habían dado resultados más democráticos fueron
desterrados de Francia a Argelia, las cabezas inquietas que había entre las
tropas, enviadas a secciones de castigo, y, por último, sistemáticamente
llevado a cabo el acordonamiento del cuartel contra la prensa y su aislamiento de la sociedad civil.
Llegamos
aquí al viraje decisivo en la historia de la Guardia Nacional francesa. En 1830
había decidido la caída de la Restauración. Bajo Luis Felipe fracasaron todos
los motines en que la Guardia Nacional estaba al lado de las tropas. Cuando en
las jornadas de febrero de 1848, se mantuvo en actitud pasiva frente a la
insurrección y equívoca frente a Luis Felipe, éste se dio por perdido, y lo
estaba. Así fue arraigando la convicción de que la revolución no podía
vencer sin la Guardia Nacional, ni el ejército podía
vencer contra ella. Era la fe supersticiosa del ejército en la
omnipotencia civil. Las jornadas de junio de 1848, en que toda la Guardia
nacional, unida a las tropas de línea, sofocó al insurrección, habían reforzado
esta fe supersticiosa. Después de haber subido Bonaparte a la presidencia, la
posición de la Guardia Nacional descendió en cierto modo, por la fusión
anticonstitucional de su mando con el mando de la primera división militar en
la persona de Changarnier.
Como el
mando sobre la Guardia Nacional aparecía aquí como un atributo del alto mando
militar, la Guardia Nacional parecía quedar reducida a un apéndice de las
tropas de línea. Por fin, el 13 de junio fue destrozada. Y no sólo por su
disolución parcial, que desde aquel momento se repitió periódicamente en todos los
puntos de Francia y sólo dejó en pie las ruinas de la Guardia Nacional. La
manifestación del 13 de junio fue, sobre todo, una manifestación de los
guardias nacionales democráticos. Es cierto que no opusieron al ejército sus
armas, sino sólo sus uniformes, pero en este uniforme estaba precisamente el
talismán. El ejército se convenció de que el tal uniforme era un trapo de lana
como cualquiera. El encanto quedó roto. En las jornadas de junio de 1848, la
burguesía, en calidad de Guardia Nacional, estuvieron unidas con el ejército
contra el proletariado; el 13 de junio de 1849, la burguesía hizo que el
ejército dispersase a la Guardia Nacional pequeñoburguesa; el 2 de diciembre de
1851, había desaparecido la Guardia Nacional de la propia burguesía, y Bonaparte
se limitó a registrar este hecho al firmar, después de producido, el decreto de
su disolución. Así fue cómo la burguesía rompió ella misma su última arma
contra el ejército, pero no tenía más remedio que romperla desde el momento en
que la pequeña burguesía no estaba ya detrás de ella como vasallo, sino delante
de ella como rebelde, del mismo modo que tenía necesariamente que destruir en
general, con sus propias manos, a partir del instante en que se hizo ella misma
absolutista, todos sus medios de defensa contra el absolutismo.
Entretanto,
el partido del orden festejaba la reconquista de un poder que en 1848 sólo
parecía haber perdido para volver a encontrarlo libre de sus trabas en 1849,
con invectivas contra la república y la Constitución, maldiciendo todas las
revoluciones futuras, presentes y pasadas, incluyendo las hechas por los
dirigentes de su mismo partido, y por medio de leyes que amordazaban a la
prensa, destruían el derecho de asociación y sancionaban el estado de sitio
como institución orgánica. Luego, la Asamblea Nacional suspendió sus sesiones
desde mediados de agosto hasta mediados de octubre, después de haber nombrado
una comisión permanente para el tiempo que durase su ausencia. Durante estas
vacaciones, los legitimistas intrigaron con Ems, los orleanistas con Claremont,
Bonaparte mediante tournées principescas, y los consejos departamentales en
cabildeos sobre la revisión constitucional, casos que se repitiesen con
regularidad durante las vacaciones periódicas de la Asamblea Nacional y en los
que entraré tan pronto como se conviertan en acontecimientos. Aquí advertimos
tan sólo que la Asamblea Nacional obró impolíticamente al desaparecer de la
escena durante tan largo intervalo, dejando que sólo apareciese al frente de la
república una figura, aunque lamentablemente: la de Luis Bonaparte, mientras el
partido del orden, para escándalo del público, se descomponía en sus partes
integrantes realistas y se dejaba llevar por sus apetitos de restauración en
pugna. Tan pronto como enmudecía, durante estas vacaciones, el ruido
ensordecedor del parlamento y su cuerpo se disolvía en la
nación, nadie podía dejar de ver que sólo faltaba una cosa para
consumar la verdadera faz de esta república:
hacer permanentes las vacaciones parlamentarias y sustituir su lema
de Liberté, égalité, fraternité, por estas palabras inequívocas:
¡Infantería, caballería, artillería!
A mediados
de octubre de 1849 reanudó sus sesiones la Asamblea Nacional. El 1 de
noviembre, Bonaparte la sorprendió con un mensaje en el que le anunciaba la
destitución del ministerio Barrot-Falloux y la formación de un nuevo
ministerio. Jamás e ha arrojado a lacayos de su puesto con menos cumplidos que
Bonaparte a sus ministros. Los puntapiés destinados a la Asamblea Nacional los
recibían, por el momento, Barrot y Compañía.
El
ministerio Barrot estaba compuesto, como hemos visto, por legitimistas y
orleanistas, era un ministerio del partido del orden. Bonaparte había
necesitado de él para disolver la Constituyente republicana, poner por obra la
expedición contra Roma y destrozar el partido democrático. Él se había
eclipsado aparentemente detrás de este ministerio, entregando el poder del
Gobierno en manos del mismo partido del orden y poniéndose la careta de
modestia que bajo Luis Felipe llevaba el gerente responsable de los periódicos,
la careta del homme de paille. Ahora se quitó la máscara, que no
era ya velo sutil detrás del que podía ocultar su fisonomía, sino la máscara de
hierro que le impedía mostrar una fisonomía propia. Había constituido el
ministerio Barrot para hacer saltar, en nombre del partido del orden, la
Asamblea Nacional republicana, y lo destituyó para declarar a su propio nombre
independiente de la Asamblea Nacional del partido del orden.
Pretextos
plausibles para esta destitución no faltaban. El ministerio Barrot descuidaba
incluso las formas de decoro que habrían hecho aparecer al presidente de la
república como un poder al lado de la Asamblea Nacional. Durante las vacaciones
parlamentarias Bonaparte publicó una carta dirigida a Edgar Ney en la que
parecía desaprobar la actuación liberal del Papa del mismo modo que había
publicado, en oposición a la Constituyente, otra carta en la que elogiaba a
Oudinot por su ataque contra la República de Roma. Al votarse en la Asamblea
Nacional el presupuesto de la expedición romana, Víctor Hugo, por un supuesto liberalismo, puso a discusión esa
carta. El partido del orden ahogó entre exclamaciones despectivamente
incrédulas la ocurrencia de que las ocurrencias de Bonaparte pudieran tener la
menor importancia política. Ninguno de los ministros recogió el guante en su
favor. En otra ocasión, Barrot, con su conocido patetismo vacuo, dejó escapar desde
la tribuna palabras de indignación contra los «manejos abominables» en que,
según su testimonio, andaban las personas más cercanas al presidente. Por
último, el ministerio, a la par que hacía aprobar por la Asamblea Nacional una
pensión de viudedad para la duquesa de Orleans, rechazaba todas las propuestas
para aumentar la lista civil de la presidencia. Y en Bonaparte, el pretendiente
imperial se fundía tan íntimamente con el caballero de industria arruinado, que
una gran idea, la de su misión de restaurador del imperio, se complementaba
siempre con otra: la de que el pueblo francés tenía la misión de saldar sus
deudas.
El
ministerio Barrot-Falloux fue el primero y el último ministerio parlamentario
nombrado por Bonaparte. Por eso su destitución señala un viraje decisivo. Con
él, el partido del orden perdió, para no recuperarlo jamás, un puesto
indispensable para afirmar el régimen parlamentario, el asidero del poder
ejecutivo. Se comprende inmediatamente que en un país como Francia, donde el poder ejecutivo dispone de un
ejército de funcionarios de más de medio millón de individuos y tiene por
tanto constantemente bajo su dependencia más incondicional a una masa inmensa
de intereses y exigencia, donde el Estado tiene atada, fiscalizada, regulada,
vigilada y tutelada a la sociedad civil,
desde sus manifestaciones más amplias de vida hasta sus vibraciones más
insignificantes, desde sus modalidades más generales de existencia hasta la
existencia privada de los individuos, donde este cuerpo parasitario adquiere,
por medio de una centralización extraordinaria, una ubicuidad, una omniscencia,
una capacidad acelerada de movimientos y una elasticidad que sólo encuentran
correspondencia en la dependencia desamparada, en el carácter caóticamente
informe del auténtico cuerpo social, se comprende que en un país semejante, al
perder la posibilidad de disponer de los puestos ministeriales, la Asamblea
Nacional perdía toda influencia efectiva, si al mismo tiempo no simplificaba la
administración del Estado, no reducía todo lo posible el ejército de
funcionarios y finalmente no dejaba a la
sociedad civil y a la opinión pública crearse sus órganos propios,
independientes del poder del Gobierno.
Pero, el interés material de la burguesía francesa está precisamente
entretejido del modo más íntimo con la conservación de esta extensa y
ramificadísima maquinaria del Estado. Coloca aquí a su población sobrante y
completa en forma de sueldos del Estado lo que no puede embolsarse en forma de
beneficios, intereses, rentas y honorarios. De otra parte, su interés político
la obligaba a aumentar diariamente la represión, y por tanto los recursos y el
personal del poder del Estado, a la par que se veía obligada a sostener una
guerra ininterrumpida contra la opinión pública y mutilar y paralizar recelosamente los órganos independientes de
movimiento de la sociedad, allí donde no conseguía amputarlos por completo.
De este modo, la burguesía francesa
veíase forzada, por su situación de clase, de una parte, a destruir las
condiciones de vida de todo poder parlamentario, incluyendo, por tanto, el suyo
propio, y, de otra, a hacer irresistible el poder ejecutivo hostil a
ella.
El nuevo
ministerio llamábase el ministerio d'Hautpoul. No porque el general d'Hautpoul
hubiese obtenido el rango de presidente del Consejo. Con Barrot, Bonaparte
había suprimido prácticamente esta dignidad, que condenaba el presidente de la república, ciertamente, a la nulidad legal de un
rey constitucional, pero de un rey constitucional sin trono y sin corona, sin
cetro y sin espada, sin atributo de la irresponsabilidad, sin la posesión
imprescriptible de la suprema dignidad del Estado y, lo más fatal de todo, sin
lista civil. En el ministerio d'Hautpoul no había más que un hombre de fama
parlamentaria, el prestamista Fould, uno
de los miembros de peor reputación de la alta finanza. Le tocó en suerte la
cartera de Hacienda. Consúltense las
cotizaciones de la Bolsa de París y se verá que, desde el 1 de noviembre de
1849, los fondos franceses suben y bajan con las subidas y bajadas de las
acciones bonapartistas. Habiendo encontrado así su aliado en la Bolsa,
Bonaparte se adueñó, al mismo tiempo, de
la policía mediante el nombramiento de Carlier para prefecto de policía de
París.
Sin embargo,
las consecuencias del cambio de ministerio sólo podían revelarse conforme
fuesen desarrollándose las cosas. Por el momento, Bonaparte sólo había dado un
paso adelante para luego verse empujado hacia atrás de un modo tanto más
visible. A su agrio mensaje, siguió la declaración más servil de sumisión a la
Asamblea Nacional. Cuantas veces los ministros hacían el tímido intento de
presentar como proyectos de ley sus caprichos personales, ellos mismos parecían
cumplir a regañadientes un mandato grotesco, obligados tan sólo por su posición
y convencidos de antemano de la falta de éxito. Cuantas veces Bonaparte, a
espaldas de sus ministros, se iba de la lengua hablando de sus intenciones y
jugando con sus idées napoléoniennes, sus mismos ministros le desautorizan
desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional. Parecía como si sus
apetitos usurpadores sólo se exteriorizasen para que no se acallasen las risas
malignas de sus adversarios. Se comportaba como un genio ignorado, considerado
por el mundo entero como un bobo. Jamás fue objeto del desprecio de todas las
clases de un modo más completo que durante este período. Jamás la burguesía
dominó de un modo más incondicional, jamás hizo una ostentación más jactanciosa
de las insignias de su dominación.
No me
propongo escribir aquí la historia de sus actividades legislativas, que se
resume, durante este período, en dos leyes: la ley restableciendo el impuesto sobre el vino y la ley de enseñanza,
que suprime la incredulidad religiosa. Si
a los franceses se les ponían obstáculos para beber vino, en cambio se les
servía con tanta mayor abundancia el agua de la vida justa. Si en la ley sobre
el impuesto del vino la burguesía declaraba intangible el antiguo odioso
sistema fiscal francés, con la ley de enseñanza intentaba asegurar el antiguo
estado de ánimo de las masas, que lo hacía soportar. Se asombra uno de ver a
los orleanistas, a los burgueses liberales, estos viejos apóstoles del
volterianismo y de la filosofía ecléctica, confiar a sus enemigos hereditarios,
los jesuitas, la administración del
espíritu francés. Pero, orleanistas y legitimistas, aunque discrepasen en lo
que se refería al pretendiente a la corona, comprendían que su dominación
colegiada exigía unir los medios de opresión de dos épocas, que los medios de
sojuzgamiento de la monarquía de Julio debían completarse y fortalecerse con
los medios de sojuzgamiento de la Restauración.
Los campesinos, defraudados en todas sus
esperanzas, oprimidos más que nunca, de una parte, por el bajo nivel de los
precios de los cereales y, de otra parte, por la carga de las contribuciones y
por el endeudamiento hipotecario, cada vez mayores, comenzaron a agitarse en
los departamentos. Se les contestó con
una batida furiosa contra los maestros de escuela, que fueron sometidos al
prefecto, y con un sistema de espionaje, al que quedaron sometidos todos. En
París y en las grandes ciudades, la reacción misma presenta la fisonomía de su
época y provoca más de lo que reprime. En el campo, se hace baja, vulgar,
mezquina, agobiante, vejatoria; en una palabra, el gendarme. Se comprende hasta
qué punto tres años de régimen del gendarme, bendecido por el régimen del cura,
tenía que desmoralizar a las masas incultas.
Por grande
que fuese la suma de pasión y declamación que el partido del orden derrochase
desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional contra la minoría, sus discursos eran monosilábicos, como
los del cristiano, que ha de decir: sí, sí; no, no. Monosilábicos en la tribuna
y monosilábicos en la prensa. Insulsos como los acertijos cuya solución se
sabe de antemano. Ya se trate del derecho de petición o del impuesto sobre el
vino, de la libertad de prensa o de la libertad del comercio, de los clubes o
del reglamento municipal, de la protección de la libertad personal o de la
regulación del presupuesto del Estado, la consigna se repite siempre, el tema
es siempre el mismo, el fallo está siempre preparado y reza invariablemente: «¡Socialismo» Se presenta como socialista hasta el liberalismo burgués, como socialista la
ilustración burguesa, como socialista la reforma financiera burguesa. Era
socialista construir un ferrocarril donde había ya un canal y socialista
defenderse con el palo cuando le atacaban a uno con la espada.
Y esto no
era mera retórica, moda, táctica de partido. La burguesía tenía la conciencia exacta de que todas las armas forjadas
por ella contra el feudalismo se volvían contra ella misma, de que todos
los medios de cultura alumbrados por ella se rebelaban contra su propia
civilización, de que todos los dioses que había creado la abandonaban. Comprendía
que todas las llamadas libertades civiles y los organismos de progreso atacaban
y amenazaban, al mismo tiempo, en la base social y en la cúspide política a su dominación de clase, y
por tanto se habían convertido en «socialistas».
En esta amenaza y en este ataque veía
con razón el secreto del socialismo, cuyo sentido y cuya tendencia juzgaba
ella más exactamente que se sabe juzgar a sí mismo el llamado socialismo, el
cual no puede comprender por ello cómo la burguesía se cierra a cal y canto
contra él, ya gima sentimentalmente sobre los dolores de la humanidad, ya
anuncie cristianamente el reino milenario y la fraternidad universal, ya
chochee humanísticamente hablando de ingenio, cultura, libertad o cavile
doctrinalmente un sistema de conciliación y bienestar de todas las clases
sociales. Lo que no comprendía la
burguesía era la consecuencia de que su mismo régimen parlamentario,
de que dominación política en general tenía que caer también
bajo la condenación general, como socialista. Mientras la dominación de la clase burguesa no se
hubiese organizado íntegramente, no hubiese adquirido su verdadera expresión
política, no podía destacarse tampoco de un modo puro el antagonismo de las
otras clases, ni podía, allí donde se destacaba, tomar el giro peligroso que convierte toda lucha contra el poder del Estado en una lucha
contra el capital. Cuando en cada manifestación de vida de la
sociedad veía un peligro para la «tranquilidad», ¿cómo podía empeñarse en
mantener a la cabeza de la sociedad el régimen de la intranquilidad,
su propio régimen, el régimen parlamentario, este régimen que,
según la expresión de uno de sus oradores, vive en la lucha y merced a la
lucha? El régimen parlamentario vive de la discusión, ¿cómo, pues, va a
prohibir que se discuta? Todo interés, toda institución social se convierten
aquí en ideas generales, se ventilan bajo forma de ideas; ¿cómo, pues, algún
interés, alguna institución van a situarse por encima del pensamiento e
imponerse como artículo de fe? La lucha de los oradores en la tribuna provoca
la lucha de los plumíferos de la prensa, el club de debates del parlamento se
complementa necesariamente con los clubes de debates de los salones y de las
tabernas, los representantes que apelan
continuamente a la opinión del pueblo autorizan
a la opinión del pueblo para expresar en
peticiones su verdadera opinión. El régimen parlamentario lo deja todo a la
decisión de las mayorías; ¿cómo, pues, no van a querer decidir las grandes
mayorías fuera del parlamento? Si los que están en las cimas del Estado tocan
el violín, ¿qué cosa más natural sino que los que están abajo bailen?
Por tanto,
cuando la burguesía excomulga como «socialista» lo que antes ensalzaba como «liberal»,
confiesa que su propio interés le ordena esquivar el peligro de su Gobierno
propio, que para poder imponer la tranquilidad en el país tiene que
imponérsela ante todo a su parlamento
burgués, que para mantener intacto su poder social tiene que quebrantar su
poder político; que los individuos
burgueses sólo pueden seguir explotando a otras clases y disfrutando
apaciblemente de la propiedad, la familia, la religión y el orden bajo la
condición de que su clase sea condenada con las otras clases a la misma nulidad
política; que, para salvar la bolsa, hay
que renunciar a la corona, y que la espada que había de protegerla tiene que
pender al mismo tiempo sobre su propia cabeza como la espada de Damocles.
En el campo
de los intereses cívicos generales,
la Asamblea Nacional se mostró tan improductiva, que, por ejemplo, los debates
sobre el ferrocarril París-Aviñón, comenzados en el invierno de 1850, no habían
terminado todavía el 2 de diciembre de 1851. Donde no se trataba de oprimir, de
actuar reaccionariamente, estaba condenada a una esterilidad incurable.
Mientras el ministerio de Bonaparte tomaba en
parte la iniciativa de leyes en el espíritu del partido del orden, y en parte
exageraba todavía más su severidad en la ejecución y manejo de las mismas, el
propio Bonaparte intentaba, mediante propuestas puerilmente necias, ganar
popularidad, poner de manifiesto su antagonismo con la Asamblea Nacional y
apuntar al designio secreto de abrir al pueblo francés sus tesoros ocultos, designio cuya
ejecución sólo impedían provisionalmente las circunstancias. Así, la proposición de decretar un aumento
de cuatro sous diarios para los sueldos de los suboficiales. Así la
proposición de crear un Banco para
conceder créditos de a ahorro a los obreros. Obtener dinero regalado y
prestado: he aquí la perspectiva con que esperaba que las masas picasen
el anzuelo. Regalar y recibir prestado: a
eso se limita la ciencia financiera del lumpemproletariado,
lo mismo del distinguido que del vulgar. A esto se limitaban los resortes
que Bonaparte sabía poner en movimiento. Jamás un pretendiente ha especulado
más simplemente sobre la simpleza de las masas.
La Asamblea
Nacional montó repetidas veces en cólera ante estos intentos innegables de
ganar popularidad a costa suya, ante el peligro creciente de que este
aventurero, al que espoleaban las deudas y al que no contenía el temor de
perder reputación adquirida, osase un golpe desesperado. La desarmonía entre el
partido del orden y el presidente había adoptado ya un carácter amenazador,
cuando un acontecimiento inesperado
volvió a echarse a éste, arrepentido, en brazos de aquél. Nos referimos a las
elecciones parciales del 10 de marzo de 1850. Estas elecciones se
celebraron para cubrir los puestos de
diputados que la prisión o el destierro habían dejado vacantes después del
13 de junio. París sólo eligió a candidatos
socialdemócratas. Concentró incluso la mayoría de los votos en un
insurrecto junio de 1848, en De Flotte. La pequeña burguesía de París, aliada al
proletariado, se vengaba así de su derrota del 13 de junio de 1849. Parecía
como si sólo se hubiese retirado del campo de batalla en el momento de peligro
para volver a pisarlo, con un amasa mayor de fuerzas combativas y con una
consigna de guerra más audaz, al presentarse la ocasión propicia. Una
circunstancia parecía aumentar el peligro de esta victoria electoral. El ejército votó en París por el
insurrecto de junio, contra La Hitte, un ministro de Bonaparte, y en los
departamentos votó en gran parte por los «montañeses», que también aquí, aunque
no de un modo tan decisivo como en París, afirmaron la supremacía sobre sus
adversarios.
Bonaparte
viose, de pronto, colocado otra vez frente a la revolución. Lo mismo que el 29
de enero de 1849, lo mismo que el 13 de junio de 1849, el 10 de marzo de 1850
desapareció detrás del partido del orden. Se inclinó pidió pusilánimemente
perdón, se brindó a nombrar cualquier ministerio que la mayoría parlamentaria
ordenase, suplicó incluso a los jefes de partido, orleanistas y legitimistas, a
los Thiers, a los Berryer, a los Broglie, a los Molé, en una palabra, a los
llamados «burgraves» a que empuñasen ellos mismos el timón del Estado. El
partido del orden no supo aprovechar este momento único. En vez de tomar
audazmente el poder que le ofrecían no obligó siquiera a Bonaparte a reponer el
ministerio destituido el 1 de noviembre; se contentó con humillarle mediante le
perdón y con incorporar al ministerio d'Hautpoul al señor Baroche.
Este Baroche había vomitado furia como acusador público, una vez contra los revolucionarios
del 15 de mayo y otra contra los demócratas del 13 de junio, ante el Tribunal
Supremo del Bourges, ambas veces por atentado contra la Asamblea Nacional. Ninguno de los ministros de Bonaparte había
de contribuir más a desprestigiar a la Asamblea Nacional, y después del 2
de diciembre de 1851 le volvemos a encontrar, bien instalado y espléndidamente
retribuido, de vicepresidente del Senado. Había escupido en la sopa de los
revolucionarios, para que luego se la comiese Bonaparte.
Por su parte,
el Partido Socialdemócrata sólo
parecía acechar pretextos para poner de nuevo en tela de juicio su propia
victoria y mellarla. Vidal, uno de los diputados recién elegidos en París,
había salido elegido también por Estrasburgo. Le convencieron de que rechazase
el acta de París y optase por la de Estrasburgo. Por tanto, en vez de dar a su
victoria en el terreno electoral un carácter definitivo, obligando con ello al
partido del orden a discutírsela inmediatamente en el parlamento; en vez de
empujar así al adversario a la lucha en el momento de entusiasmo popular y
aprovechando el estado de espíritu favorable del ejército, el partido democrático aburrió a París durante los meses de marzo y
abril con una nueva campaña de agitación electoral, dejó que las pasiones populares excitadas se
extenuasen en este nuevo juego de escrutinio provisional, que la energía revolucionaria se saciase con
éxitos constitucionales, se gastase en pequeñas intrigas, hueras
declamaciones y movimientos aparentes, que la burguesía se concentrase y tomase
sus medidas, y, finalmente, que la significación de las elecciones de marzo
encontrase, en la votación parcial de abril, con la elección de Eugenio Sue, un
comentario sentimental suavizador. En una palabra, le hizo el 10 de marzo una broma
de 1 de abril.
La mayoría
parlamentaria comprendió la debilidad de su adversario. Sus diecisiete
burgraves -pues Bonaparte les había entregado la dirección y la responsabilidad
del ataque- elaboraron una nueva ley
electoral, cuyo proyecto se confió al señor Faucher, quien recabó para sí
este honor. La ley fue presentada por él el 8 de mayo,; en ella, se abolía el
sufragio universal, se imponía como condición que el elector llevase tres años
domiciliado en el punto electoral, y finalmente, a los obreros se les
condicionaba la prueba de este domicilio al testimonio de su patrono.
Toda la
excitación y toda la furia revolucionaria de los demócratas durante la lucha
constitucional de las elecciones se convirtieron en prédicas constitucionales,
recomendando, ahora que se trataba de probar con las armas en la mano que
aquellos triunfos electorales habían ido en serio: orden, calma mayestática (calme
majestueux), actitud legal, es decir, sumisión ciega a la voluntad de la
contrarrevolución, que se imponía insolentemente como ley. Durante el debate,
la Montaña avergonzó al partido del orden, haciendo valer contra su pasión
revolucionaria la actitud desapasionada del hombre de bien que no se sale del
terreno legal y fulminándole con el espantoso reproche de que se comportaba
revolucionariamente. Hasta los diputados recién elegidos se esforzaron en
demostrar, con su actitud correcta y reflexiva, cuán ignorantes eran quienes
los denigraban como anarquistas e interpretaban su elección como una victoria
revolucionaria. El 31 de mayo fue aprobada la nueva ley electoral. La Montaña se contentó con meter de
contrabando una protesta en el bolsillo del presidente. A la ley electoral le
siguió una nueva ley de prensa, con
la que quedaba suprimida de raíz toda la prensa diaria revolucionaria. Era la
suerte que se había merecido. El National y La Presse -dos
órganos burgueses-, quedaron después de este diluvio como la avanzada más
extrema de la revolución.
Vimos que
los jefes democráticos hicieron, durante
los meses de marzo y abril, todo lo posible por embrollar al pueblo de París en
una lucha ficticia y que después del
8 de mayo hicieron todo lo posible por contenerlo de la lucha real. No
debemos , además olvidar que el año 1850
fue uno de los años más brillantes de prosperidad industrial y comercial, y
que, por tanto, el proletariado de París
tenía trabajo en su totalidad. Pero la ley electoral del 31 de mayo de 1850
le apartaba de toda intervención en el poder político. Lo aislaba hasta del
propio campo de la lucha. Volvía a precipitar a los obreros a la situación de
parias en que vivían antes de la revolución de febrero. Al dejarse guiar por
los demócratas frente a este acontecimiento y al olvidar el interés revolucionario de su clase ante un bienestar
momentáneo, renunciaron al honor de ser una potencia conquistadora, se
sometieron a su suerte, demostraron que la derrota de junio de 1848 los había
incapacitado para luchar durante muchos años y que, por el momento, el proceso
histórico tenía que pasar de nuevo sobre sus cabezas. En cuanto a la democracia
pequeñoburguesa, que el 13 de junio había gritado: «¡Ah, pero si tocan al
sufragio universal, ah, entonces!», se consolaba ahora pensando que el golpe
contrarrevolucionario que se había descargado sobre ella no era tal golpe y que
la ley del 31 de mayo no era tal ley. El segundo domingo de mayo de 1852, todo
francés comparecerá en el palenque electoral, empuñando en una mano la papeleta de voto y en la otra la espada. Esta
profecía le servía de satisfacción. Finalmente, el ejército volvió a ser
castigado pro sus superiores por las elecciones de marzo y abril de 1850, como
lo había sido por las del 28 de mayo de 1849. Pero esta vez se dijo
resueltamente: «¡La revolución no nos engañará por tercera vez!»
La ley del
31 de mayo de 1850 era el coup d'état de la burguesía. Todas
sus victorias anteriores sobre la revolución tenían un carácter meramente
provisional. Tan pronto como la Asamblea Nacional en funciones se retiraba de
la escena, comenzaban a ser dudosas. Dependían del azar de unas nuevas
elecciones generales, y la historia de las elecciones desde 1848 probaba
irrefutablemente que en la misma proporción en que se desarrollaba el poder
efectivo de la burguesía, ésta iba perdiendo su poder moral sobre las masas del
pueblo. El 10 de marzo, el sufragio
universal se pronunció directamente en contra de la dominación de la burguesía;
la burguesía contestó proscribiendo el sufragio universal. La ley del 31 de
mayo era, pues, una de las necesidades impuestas por la lucha de clases. Por otra parte, la Constitución exigía, para que
la elección del presidente de la República fuese válida, un mínimo de dos
millones de votos. Si ninguno de los candidatos a la presidencia obtenía esta
votación mínima, la Asamblea Nacional debería elegir al presidente entre los
tres candidatos que obtuviesen más votos. Cuando la Constituyente dictó esta
ley, había en el censo electoral diez millones de electores. Es decir, que a
juicio de ella bastaba con los votos de una quinta parte del censo para que la
elección del presidente fuese válida. La
ley del 31 de mayo suprimió del censo electoral, por lo menos, tres
millones de electores, redujo el número de éstos a siete millones y mantuvo, no
obstante, la cifra mínima de dos millones para la elección del presidente. Por
tanto, elevó el mínimo legal de una quinta parte a casi un tercio del censo; es
decir, hizo todo lo posible por escamotear la elección del presidente de manos
del pueblo, entregándola a manos de la Asamblea Nacional. Por donde el partido
del orden parecía haber consolidado doblemente su dominación con la ley de 31
de mayo, al entregar la elección de la Asamblea Nacional y la del presidente de
la República al arbitrio de la parte más estacionaria de la sociedad.
Después de
superarse la crisis revolucionaria y abolirse el sufragio universal, estalló
inmediatamente una nueva lucha entre la Asamblea Nacional y Bonaparte.
La
Constitución había fijado el sueldo de Bonaparte en 600.000 francos. No había
pasado medio año desde su instalación, cuando consiguió elevar esta suma al
doble. Odilon Barrot arrancó a la Asamblea Constituyente un suplemento anual de
600.000 francos para los llamados gastos de representación. Después del 13 de
junio. Bonaparte había expresado otra demanda igual, sin que esta vez Barrot le
escuchase. Ahora, después del 31 de mayo, se aprovechó inmediatamente del
momento favorable e hizo que sus
ministros propusiesen a la Asamblea Nacional una lista civil de tres millones.
Una larga y aventurera vida de vagabundo
les había dotado de los tentáculos más perfectos para tantear los momentos de
la debilidad en que podía sacar dinero a sus burgueses. Era un chantaje en
toda regla. La Asamblea Nacional había deshonrado la soberanía del pueblo con su ayuda y su connivencia.
La amenazó con denunciar su delito ante el tribunal del pueblo si no aflojaba
la bolsa y compraba su silencio con tres millones al año. La Asamblea Nacional había robado el voto a tres millones de franceses.
Bonaparte exigía por cada francés políticamente desvalorizado un franco en
moneda circulante, lo que hacía un total exacto de tres millones de francos. El
elegido por seis millones de electores reclama una indemnización por los votos
que le han estafado de su elección. La comisión de la Asamblea Nacional rechazó
al importuno. La prensa bonapartista amenazó. ¿Podía la Asamblea Nacional
romper con el presidente de la República, en un momento en que había roto
fundamental y definitivamente con la masa de la nación? Por eso, aun denegando
la lista civil anual, concedió por una
sola vez un suplemento de 2.160.000 francos. Con ello, hacíase reo de una
doble debilidad: la de conceder el dinero y la de revelar al mismo tiempo, con
su irritación, que le concedía de mala gana. Más adelante veremos para qué
necesitaba Bonaparte este dinero. Tras este molesto epílogo que siguió a la
supresión del sufragio universal, pisándole los talones, y en el que Bonaparte
cambió la humilde actitud que adoptara durante la crisis de marzo y abril por
un retador cinismo frente al parlamento usurpador, la Asamblea Nacional
suspendió sus sesiones por tres meses, desde el 11 de agosto hasta el 11 de
noviembre. Dejó en su lugar una comisión permanente de 28 miembros, en la que
no entraba ningún bonapartista, pero sí en cambio algunos republicanos
moderados. En la comisión permanente de 1849 no había más que hombres de orden
y bonapartistas. Pero entonces el partido del orden se declaraba
permanentemente en contra de la revolución. Ahora, la república parlamentaria
se declaraba permanentemente en contra del presidente. Después de la ley del 31
de mayo, el partido del orden ya no tenía enfrente más que este rival.
Cuando la
Asamblea Nacional volvió a reunirse en noviembre de 1850, parecía inevitable
que estallase, en vez de sus escaramuzas anteriores con el presidente, una gran
lucha implacable, una lucha a vida o muerte entre dos poderes.
Lo mismo que
en 1849, durante las vacaciones parlamentarias de este año, el partido del
orden se había dispersado en sus distintas fracciones, cada cual ocupada con
sus propias intrigas restauradoras, a los que la muerte de Luis Felipe daba
nuevo pábulo. El rey de los legitimistas, Enrique V, había llegado incluso a
nombrar un ministerio formal, que residía en París y del que formaban parte
miembros de la comisión permanente, Bonaparte quedaba, pues, autorizado para
emprender a su vez giras por los departamentos franceses y dejar escapar,
recatada o abiertamente, según el estado de ánimo de la ciudad a la que
regalaba con su presencia, sus propios planes de restauración, reclutando votos
para sí. En estas giras, que el gran Moniteur oficial y los
pequeños «monitores» privados de Bonaparte, tenían, naturalmente, que celebrar
como cruzadas triunfales, le acompañaban constantemente afiliados de la Sociedad
del 10 de Diciembre. Esta sociedad data del año 1849. Bajo el pretexto de crear una sociedad de
beneficencia, se organizó al lumpemproletariado
de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes
bonapartistas y en general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados,
con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía,
vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras,
timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores,
alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros,
traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda es masa
informe, difusa y errante que los franceses llaman
la bohème: con
estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del
10 de Diciembre, «Sociedad de beneficencia» en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la
necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora. Este
Bonaparte, que se erige en jefe
del lumpemproletariado, que sólo en éste encuentra reproducidos en masa
los intereses, que él personalmente persigue, que reconoce en esta hez, desecho
y escoria de todas las clases, la única clase en la que puede apoyarse sin
reservas, es el auténtico Bonaparte, el Bonaparte sans phrase.
Viejo roué ladino, concibe la vida histórica de los pueblos y
los grandes actos de Gobierno y de Estado
como una comedia, en el sentido más vulgar de la palabra, como una mascarada,
en que los grandes disfraces y los frases y gestos no son más que la careta para ocultar lo más mezquino y
miserable. Así, en su expedición a Estrasburgo, el buitre suizo amaestrado
desempeñó el papel de águila napoleónica. Para su incursión en Boulogne, embute
a unos cuantos lacayos de Londres en uniformes franceses. Ellos representan el ejército. En su Sociedad del 10 de Diciembre,
reunió a 10.000 miserables del lumpen, que habían de representar al pueblo, como Nick Bottom
representaba el león. En un momento en que la misma burguesía representaba la
comedia más completa, pero con la mayor seriedad del mundo, sin faltar a
ninguna de las pedantescas condiciones de la etiqueta dramática francesa, y
ella misma obraba a medias engañada y a medias convencida de la solemnidad de
sus acciones y representaciones dramáticas, tenía que vencer por fuerza el
aventurero que tomase lisa y llanamente la comedia como tal comedia. Sólo
después de eliminar a su solemne adversario, cuando él mismo toma en serio su papel imperial y cree representar,
con su careta napoleónica, al auténtico Napoleón, sólo entonces es víctima
de su propia concepción del mundo, el payaso serio que ya no toma a la historia
universal por una comedia, sino su comedia por la historia universal. Lo que
para los obreros socialistas habían sido los talleres nacionales y para los
republicanos burgueses los gardes mobiles, era para Bonaparte la
Sociedad del 10 de Diciembre: la fuerza combativa de partido propia de él. Las
secciones de esa sociedad, enviadas por grupos a las estaciones debían
improvisarle en sus viajes un público, representar el entusiasmo popular,
gritar Vive l'Empereur!, insultar y apalear a los republicanos,
naturalmente bajo la protección de la policía. En sus viajes de regreso a
París, debían formar la vanguardia,
adelantarse a las contramanifestaciones o dispersarlas. La Sociedad del 10 de
Diciembre le pertenecía a él, era su obra, su idea más primitiva.
Todo lo demás de que se apropia se lo da la fuerza de las circunstancias, en
todos sus hechos actúan por él las circunstancias o se limita a copiarlo de los
hechos de otros; pero Bonaparte que se presenta en público, ante los
ciudadanos, con las frases oficiales del orden, la religión, la familia, la
propiedad, y detrás de él la sociedad secreta de los Schuftele y los Spielberg,
la sociedad del desorden, la prostitución y el robo, es el propio Bonaparte
como autor original, y la historia de la Sociedad del 10 de Diciembre es su
propia historia. Se había dado el caso de que representantes del pueblo
pertenecientes al partido del orden habían sido apaleados por los decembristas.
Más aún. El comisario de policía, Yon, adscrito a la Asamblea Nacional y encargado
de la vigilancia de su seguridad, denunció a la comisión permanente, basándose
en el testimonio de un tal Alais, que una sección de decembristas había
acordado asesinar al general Changarnier y a Dupin, presidente de la Asamblea
Nacional, estando ya elegidos los individuos encargados de ejecutar este
acuerdo. Se comprenderá el terror del señor Dupin. Parecía inevitable una
investigación parlamentaria sobre la Sociedad del 10 de Diciembre, es decir, la
profanación del mundo secreto bonapartista. Por eso, precisamente, Bonaparte
disolvió prudentemente su sociedad, claro está que sólo sobre el papel, pues
todavía a fines de 1851, el prefecto de policía Carlier, en una extensa
memoria, intentaba en vano moverle a disolver realmente a los decembristas.
La Sociedad del 10 de Diciembre había
de seguir siendo el ejército privado de Bonaparte mientras éste no consigue convertir el ejército público en una
Sociedad del 10 de Diciembre. Bonaparte hizo la primera tentativa
encaminada a esto poco después de suspenderse las sesiones de la Asamblea
Nacional, y la hizo con el dinero que acababa de arrancarle a ésta. Como
fatalista que es, abriga la convicción de que hay ciertos poderes superiores, a
los que el hombre y sobre todo el soldado no se puede resistir. Entre estos
poderes incluye, en primer término, los cigarros y el champagne, las aves frías
y el salchichón adobado con ajo. Por eso, en los salones del Elíseo, empieza
obsequiando a los oficiales y suboficiales con cigarros y champagne, aves frías
y salchichón adobado con ajo. El 3 de octubre repite esta maniobra con las
masas de tropa en la revista de St. Maur, y el 10 de octubre vuelve a repetirla
en una escala todavía mayor en la revista militar de Story. El tío se acordaba
de las campañas de Alejandro en Asia, el sobrino se acuerda de las cruzadas
triunfales de Baco en las mismas tierras. Alejandro era, ciertamente, un
semidiós, pero Baco un dios completo. Y, además, el dios tutelar de la Sociedad
del 10 de Diciembre.
Después de
la revista del 3 de octubre, la comisión permanente llamó a comparecer ante
ella al ministro de la Guerra d'Hautpoul. Éste prometió que no volverían a
repetirse aquellas infracciones de la disciplina. Sabido es cómo Bonaparte
cumplió el 10 de octubre la palabra dada por d'Hautpoul. En ambas revistas
había llevado el mando Changarnier, como comandante en jefe del ejército de
París. Changarnier, que era a la vez miembro de la comisión permanente, jefe de
la Guardia Nacional, el «salvador» del 29 de enero y del 13 de junio, el «baluarte
de la sociedad», candidato del partido del orden para la dignidad presidencial,
el presunto Monk de dos monarquías, no se había reconocido jamás hasta entonces
subordinado al ministro de la Guerra., se había burlado siempre abiertamente de
la Constitución republicana y había perseguido a Bonaparte con una arrogante
protección equívoca. Ahora, se desvivía pro la disciplina contra el ministro de la Guerra y por la
Constitución contra Bonaparte. Mientras que el 10 de octubre una parte de la
caballería dejó oír el grito de Vive Napoléon! Vivent les saucissons! Changarnier
hizo que por lo menos la infantería, que desfilaba al mando de su amigo
Neumayer, guardase un silencio glacial. Como castigo, el ministro de la Guerra,
acuciado por Bonaparte, relevó al general Neumayer de su puesto en París con el
pretexto de entregarle el alto mando de la 14ª y la 15ª divisiones. Neumayer
rehusó este cambio de destino y viose obligado así a pedir el retiro. Por su
parte, Changarnier publicó el 2 de noviembre una orden de plaza en la que
prohibía alas tropas gritos ni ninguna clase de manifestaciones políticas
estando bajo las armas. Los periódicos elíseos atacaron a Changarnier; los
periódicos del partido del orden, a Bonaparte; la comisión permanente celebraba
una sesión secreta tras otra, en las que se presentaba reiteradamente la
proposición de declarar a la patria en peligro; el ejército parecía estar
dividido en dos campos enemigos, con dos Estados Mayores enemigos, uno en el
Elíseo, donde moraba Bonaparte, y otro en las Tullerías, donde moraba
Changarnier. Sólo parecía faltar la reanudación de las sesiones de la Asamblea
Nacional para que sonase la señal de la lucha. Al público francés la
reanudación de las sesiones de la Asamblea Nacional para que sonase la señal de
la lucha. Al público francés estos razonamientos entre Bonaparte y Changarnier
le merecían el mismo juicio que aquel periodista inglés que los caracterizó en
las siguientes palabras:
«Las criadas
políticas de Francia barren la ardiente lava de la revolución con las viejas
escobas, y se tiran del moño mientras ejecutan su faena.»
Entretanto,
Bonaparte se apresuró a destituir al ministro de la Guerra, d'Hautpoul,
expidiéndolo precipitadamente a Argelia y nombrando para sustituirle en la
cartera de ministro de la Guerra al general Schramm. El 12 de noviembre mandó a
la Asamblea Nacional un mensaje de prolijidad norteamericana, recargado de
detalles, oliendo a orden, ávido de reconciliación, lleno de resignación
constitucional, en el que se trataba de todo lo divino y lo humano menos de
las questions brûlantes del momento. Como de pasada, dejaba
caer las palabras que, con arreglo a las normas expresas de la Constitución, el
presidente disponía por sí solo del ejército. El mensaje terminaba con estas
palabras altisonantes:
«Francia
exige ante todo tranquilidad... Soy el único ligado por un juramento, y me
mantendré dentro de los estrictos límites que me traza... Por lo que a
mí se refiere, elegido por el pueblo
y no debiendo más que a éste mi poder, me someteré siempre a su voluntad
legalmente expresada. Si en este período de sesiones acordáis la revisión
constitucional, una Asamblea Constituyente reglamentará la posición del poder
ejecutivo. En otro caso, el pueblo
declarará solemnemente su decisión en 1852. Pero, cualesquiera que sean las
soluciones del porvenir, lleguemos a una inteligencia, para que jamás la
pasión, la sorpresa o la violencia decidan la suerte de una gran nación... Lo
que sobre todo me preocupa no es saber quién va a gobernar a Francia en 1852,
sino emplear el tiempo de que dispongo de modo que el período restante pase sin agitación y sin perturbaciones. Os
he abierto sinceramente mi corazón, contestad vosotros a mi franqueza con
vuestra confianza, a mi buen deseo con vuestra colaboración, y Dios se
encargará del resto.»
El lenguaje
honesto, hipócritamente moderado, virtuosamente lleno de lugares comunes de la
burguesía, descubre su más profundo sentido en labios del autócrata de la
Sociedad del 10 de Diciembre y del héroe de merienda de St. Maur y Satory.
Los
burgraves del partido del orden no se dejaron engañar ni un solo instante en
cuanto al crédito que se podía dar a esa efusión cordial. Acerca de los
juramentos estaban ya desde hacía mucho tiempo al cabo de la calle; entre ellos
había veteranos, virtuosos del perjurio político, y el pasaje delicado al
ejército no se les pasó desapercibido. Observaron con desagrado que, en la
prolija e interminable enumeración de las leyes recientemente promulgadas, el
mensaje guardaba un silencio afectado acerca de la más importante de todas, la
ley electoral, y más aún, que en caso de no revisión constitucional se dejaba
al arbitrio del pueblo, para 1852, la elección del presidente. La ley electoral
era el grillete atado a los pies del partido del orden, que el impedía andar, y
no digamos lanzarse al asalto. Además, con la disolución de oficio de la
Sociedad del 10 de Diciembre y la destitución del ministro de la Guerra,
d'Hautpoul, Bonaparte había sacrificado por su propia mano en el altar de la
patria a las víctimas propiciatorias. Quitó la espina al choque que se
esperaba. Finalmente, el mismo partido del orden procuró rehuir, atenuar,
disimular temerosamente todo conflicto decisivo con el poder ejecutivo. Por
miedo a perder las conquistas hechas contra la revolución dejó que su rival
cosechase los frutos de ellas. «Francia
exige ante todo tranquilidad». Así le venía gritando desde febrero el
partido del orden a la revolución, así le gritaba al partido del orden el
mensaje de Bonaparte. «Francia exige ante todo tranquilidad.» Bonaparte cometía
actos encaminados a la usurpación, pero el partido del orden provocaba
«agitación» si armaba ruido en torno a estos actos y los interpretaba de un
modo hipocondriaco. Los salchichones de Satory no despegaban los labios si
nadie hablaba de ellos. «Francia exige ante todo tranquilidad». Es decir, Bonaparte exigía que se le dejase hacer
tranquilamente lo que quería, y el partido parlamentario sentíase
paralizado por un doble temor; por el temor de provocar la agitación
revolucionaria y por el temor de aparecer como el perturbador de la
tranquilidad a los ojos de su propia clase, a los ojos de la burguesía. Por
tanto, Francia exigía ante todo tranquilidad, el partido del orden no se
atrevió, después de que Bonaparte, en su mensaje, había hablado de «paz», a contestar con «guerra». El público, que ya se
relamía pensando en las grandes escenas de escándalo que se iban a producir al
reanudarse las sesiones de la Asamblea Nacional, viose defraudado en sus
esperanzas. Los diputados de la oposición que exigían que se presentasen las
actas de la comisión permanente acerca de los acontecimientos de octubre fueron
arrollados por los votos de la mayoría. Se rehuyeron por principio todos los
debates que pudieran excitar los ánimos. Los trabajos de la Asamblea nacional
durante los meses de noviembre y diciembre de 1850 carecieron de interés.
Por último,
hacia fines de diciembre, comenzó una guerra de guerrillas en torno a unas u
otras prerrogativas del parlamento. El movimiento se sumió en minucias
alrededor de las prerrogativas de ambos poderes, después que la burguesía, con la abolición del
sufragio universal, se hubo
desembarazado por el momento de la lucha de clases.
Se había
ejecutado contra Mauguin, uno de los representantes de la nación, una sentencia
judicial por deudas. A instancia del presidente del Tribunal, el ministro de
Justicia, Rouher, declaró que podía citarse sin más trámites mandado de arresto
contra el deudor. Maugin fue recluido, pues, en la cárcel de deudores. Al
conocer el atentado, la Asamblea Nacional montó en cólera. No sólo ordenó que
el preso fuese inmediatamente puesto en libertad, sino que aquella misma tarde
mandó a su greffier a que le sacase por la fuerza de Clichy.
Sin embargo, para testimoniar su fe en
la santidad de la propiedad privada y con la segunda intención de abrir, en
caso de necesidad, un asilo para «montañeses» molestos, declaró valida la
prisión por deudas de representantes del pueblo, previa autorización de la
Asamblea Nacional. Se olvidó de decretar que también se podría meter en la
cárcel por deudas al presidente de la República. Destruyó la última apariencia
de inviolabilidad que rodeaba a los miembros de su propia corporación.
Recuérdese
que el comisario de policía, Yon, había denunciado, basándose en el testimonio
de un tal Alais, los planes de asesinato de Dupin y Changarnier, por una
sección de decembristas. Ya en la primera sesión los cuestores presentaron en
relación con esto la propuesta de crear una policía parlamentaria propia,
pagada del presupuesto privado de la Asamblea Nacional e independiente en
absoluto del prefecto de policía. El ministro del Interior, Baroche, protestó
contra esta injerencia en sus atribuciones. En vista de esto se llegó a una
mísera transacción, según la cual el comisario de policía de la Asamblea sería
pagado de su presupuesto privado y nombrado y destituido por sus cuestores,
pero previo acuerdo con el ministro del Interior. Entretanto, Alais había sido
entregado por el Gobierno a los tribunales, y no fue difícil presentar sus
declaraciones como falsas y proyectar, por boca del fiscal, un resplandor de
ridículo sobre Dupin, Changarnier, Yon y toda la Asamblea Nacional. Ahora, el
29 de diciembre, el ministro Baroche escribe una carta a Dupin exigiendo la
destitución de Yon. La Mesa de la Asamblea Nacional, asustada de la violencia
con que había procedido en el asunto Mauguin y acostumbrada a que el poder
ejecutivo le devolviera dos golpes pro cada uno que ella le asestaba, no
sanciona el acuerdo. Destituye a Yon en recompensa por el celo con que le había
servido y se despoja de una prerrogativa parlamentaria inexcusable contra un
hombre que no decide por la noche para ejecutar por el día, sino que decide por
el día y ejecuta por la noche.
Hemos visto
que la Asamblea Nacional, durante los meses de noviembre y diciembre, rehuyó,
ahogó, en grandes y decisivas ocasiones, la lucha contra el poder ejecutivo.
Ahora la vemos obligada a aceptar esta lucha por los motivos más mezquinos. En
el asunto Mauguin, confirma en principio la prisión por deudas de los
representantes de la nación, pero se reserva la posibilidad de aplicarla
solamente a los representantes que no le sean gratos, y regatea por este infame
privilegio con el ministro de Justicia. En vez de aprovecharse del supuesto
plan de asesinato para abrir una investigación sobre la Sociedad del 10 de
Diciembre y desenmascarar irremisiblemente a Bonaparte ante Francia y ante
Europa, presentándolo en su verdadera faz, como la cabeza del lumpemproletariado de París, deja que la colisión
descienda a un punto en que ya lo único que se ventila entre ella y el ministro
de Interior es quién tiene competencia para nombrar y separar a un comisario de
la policía. Así, vemos al partido del orden, durante todo este período,
obligado por su posición equívoca, a convertir su lucha contra el poder
ejecutivo en mezquinas discordias de competencias, minucias, leguleyerías,
litigios de lindes, y a tomar como contenido de sus actividades las más
insípidas cuestiones de forma. No se atreve a afrontar el choque en el momento
en que éste tiene una significación de principio, en que el poder ejecutivo se
ha comprometido realmente y en que la causa de la Asamblea Nacional sería la
causa de toda la nación. Con ello daría a la nación una orden de marcha, y nada
teme tanto como el que la nación se mueva. Por eso, en estas ocasiones, desecha
las proposiciones de la Montaña y pasa al orden del día. Después de abandonarse
así la cuestión litigiosa en sus grandes dimensiones, el poder ejecutivo espera
tranquilamente el momento en que pueda volver a plantearla por motivos fútiles
e insignificantes, allí donde sólo ofrezca, por decirlo así, un interés
parlamentario puramente local. Y entonces estalla la ira contenida del partido
del orden, entonces rasga el telón que oculta los bastidores, entonces denuncia
al presidente, entonces declara a la república en peligro; pero entonces su
patetismo pierde también todos sabor y el motivo de la lucha aparece como un
pretexto hipócrita e indigno de ser tomado en cuenta. La tempestad
parlamentaria se convierte en una tempestad en un vaso de agua, la lucha en
intriga, el choque en escándalo. Mientras la malignidad de las clases revolucionarias se ceba en la humillación de la Asamblea
Nacional, pues estas clases se entusiasman por las prerrogativas parlamentarias
de aquélla tanto como ella por las libertades públicas, la burguesía fuera del parlamento no comprende cómo la burguesía de
dentro del parlamento puede derrochar el tiempo en tan mezquinas querellas y comprometer
la tranquilidad con tan míseras rivalidades con el presidente. La mete en
confusión una estrategia que sella la paz en los momentos en que todo el mundo
espera batallas y ataca en los momentos en que todo el mundo cree que ha
sellado la paz.
El 20 de
diciembre, Pascal Duprat interpeló al ministro del Interior sobre la lotería de
los lingotes de oro. Esta lotería era una «hija del Elíseo». Bonaparte la había
traído al mundo con sus leales, y el prefecto de policía Carlier la había
tomado bajo la protección oficial, a pesar de que la ley en Francia prohibe
toda clase de loterías, fuera de los sorteos hechos para fines de beneficencia.
Siete millones de billetes por valor de
un franco cada uno, y la ganancia destinada, al parecer, a embarcar a vagabundos
de París para California. De una parte se quería que los sueños dorados
desplazasen a los sueños socialistas del proletariado parisino, la tentadora
perspectiva del premio gordo desplazase el derecho doctrinario al trabajo.
Naturalmente, los obreros de París no reconocieron en el brillo de los lingotes
de oro de California los opacos francos que les habían sacado del bolsillo con
engaños. Pero, en lo fundamental, tratábase de una estafa directa. Los
vagabundos que querían encontrar minas de oro californianas sin moverse de
París, eran el propio Bonaparte y los caballeros comidos de deudas que formaban
su Tabla redonda. Los tres millones concedidos por la Asamblea Nacional se los
habían gastado ya alegremente, y había que volver a llenar la caja como fuese.
En vano había abierto Bonaparte una suscripción nacional para construir las
llamadas cités ouvrières, a cuya cabeza figura él mismo, con una
suma considerable. Los burgueses, duros de corazón, aguardaron a que
desembolsase el capital suscrito, y como, naturalmente, el desembolso no se
efectuó, la especulación sobre aquellos castillos socialistas en el aire se
vino chabacanamente a tierra. Los lingotes de oro dieron mejor resultado.
Bonaparte y consortes no se contentaron con embolsarse una parte del remanente
de los siete millones que quedaba después de cubrir el valor de las barras
sorteadas, sino que fabricaron diez, quince y hasta veinte billetes falsos del
mismo número. ¡Operaciones financieras en el espíritu de la Sociedad del 10 de
Diciembre! Aquí la Asamblea Nacional no tenía enfrente al ficticio presidente
de la República, sino al Bonaparte de carne y hueso. Aquí, podía coger in
fraganti, transgrediendo no ya la Constitución, sino el Code pénal.
Si ante la interpelación de Duprat la Asamblea pasó al orden del día, no fue
solamente porque la enmienda de Girardin de declararse satisfait traía a la memoria del partido del orden su
corrupción sistemática. El
burgués, y sobre todo el burgués hinchado en estadista, completa su vileza
práctica con su grandilocuencia teórica. Como
estadista, se convierte, al igual que el poder del Estado que tiene enfrente,
en un ser superior, al que sólo se le puede combatir de un modo superior,
solemne.
Bonaparte,
que precisamente como bohémien, como lumpemproletariado
principesco, le llevaba al truhán burgués la ventaja de que podía librar
la lucha con medios rastreros, vio
ahora, después de que la propia Asamblea le había ayudado a cruzar, llevándole
de la mano, el suelo resbaladizo de los banquetes militares, de las revistas,
de la Sociedad del 10 de Diciembre y, por último, del Code pénal,
llegado el momento en que podía pasar de la aparente defensiva a la ofensiva.
Las pequeñas derrotas del ministro de Marina, del ministro de Hacienda, que se
le atravesaban en el camino y con las que la Asamblea Nacional hacía manifiesto
su descontento gruñón, no le molestaban gran cosa. No sólo impidió que los ministros dimitiesen, reconociendo con ello la
subordinación del poder ejecutivo al parlamento, sino que ahora puedo
llevar ya a efecto la obra que había comenzado durante las vacaciones de la
Asamblea Nacional; desgajar del
parlamento el poder militar, destituir a Changarnier.
Un periódico
elíseo publicó una orden de plaza, dirigida, durante el mes de mayo, al
parecer, a la primera división del ejército y procedente, pro tanto,
Changarnier, en la que se recomendaba a los oficiales, en caso de sublevación,
no dar cuartel a los traidores dentro de sus propias filas, fusilarlos
inmediatamente y rehusar a la Asamblea Nacional las tropas, si ésta llegaba a
requerirlas. El 3 de enero de 1851 se interpeló al Gobierno acerca de esta
orden de plaza. Para examinar este asunto pidieron tres meses, luego una semana
y por último sólo veinticuatro horas de reflexión. La Asamblea insiste en que
se dé una explicación inmediata. Changarnier se levanta y aclara que aquella
orden de plaza jamás ha existido. Añade que se apresurará en todo momento a
atender los requerimientos de la Asamblea Nacional y que, en caso de colisión,
ésta podrá contar con él. La Asamblea acoge su declaración con indescriptibles
aplausos y le concede un voto de confianza. La Asamblea Nacional resigna sus
poderes, decreta su propia impotencia y la omnipotencia del ejército, al
colocarse bajo la protección privada de un general; pero el general se
equivoca, poniendo a disposición de la Asamblea, contra Bonaparte, un poder que
sólo tienen en precario del propio Bonaparte y esperando, a su vez, protección
de este parlamento, de su protegido, necesitado él mismo de protección. Pero Changarnier cree en el poder misterioso de que
la burguesía le ha dotado desde el 29 de enero de 1849. Se considera como el
tercer poder al lado de los otros dos poderes del Estado. Comparte la suerte de
los demás héroes, o, mejor dicho, santos de esta época, cuya grandeza
consiste precisamente en la gran opinión interesada que sus partidos se forman
de ellos y que quedan reducidos a figuras mediocres tan pronto como las
circunstancias los invitan a hacer milagros. El descreimiento es siempre el
enemigo mortal de estos héroes supuestos y santos reales. De aquí su noble
indignación moral contra los bromistas y burlones carentes de entusiasmo.
Aquella
misma noche fueron llamados los ministros al Elíseo. Bonaparte acucia para que
sea destituido Changarnier, cinco ministros se niegan a firmar la destitución,
el Moniteur anuncia una crisis ministerial y la prensa del orden amenaza con la
formación de un ejército parlamentario bajo el mando de Changarnier. El partido
del orden tenía atribuciones constitucionales para dar este paso. Le bastaba
con nombrar a Changarnier presidente de la Asamblea Nacional y requerir
cualquier cantidad de tropas para velar por su seguridad. Podía hacerlo con
tanta más seguridad cuanto que Changarnier se hallaba todavía realmente al
frente del ejército y de la Guardia nacional de París y sólo acechaba el
momento de ser requerido en unión del ejército. La prensa bonapartista no se
atrevía siquiera a poner en tela de juicio el derecho de la Asamblea Nacional a
requerir directamente las tropas, escrúpulo jurídico que en aquellas
circunstancias no auguraba ningún éxito. Y, si se tiene en cuenta que Bonaparte
tuvo que buscar en todo París durante ocho días para encontrar por fin a dos
generales -Baraguay d'Hilliers y Saint-Jean d'Angely-, que se declararan
dispuestos a refrendar la destitución de Changarnier, parece lo más verosímil
que el ejército hubiese respondido a la orden de la Asamblea Nacional. En cambio,
es más que dudoso que el partido que el partido del orden hubiera encontrado en
sus propias filas y en el parlamento el número de votos necesario para este
acuerdo si se advierte que ocho días después se separaron de él 286 votos y que
la Montaña rechazó una propuesta semejante, incluso en diciembre de 1851, en la
hora final de la decisión.
No obstante,
quizá, los burgraves hubiesen conseguido todavía arrastrar a l amasa de su
partido a un heroísmo que consistía en sentirse seguros detrás de un bosque de
bayonetas y en aceptar los servicios de un ejército que había desertado a su
campo. En vez de hacer esto, los señores burgraves se trasladaron al Elíseo en
la noche del 6 de enero para hacer desistir a Bonaparte, mediante giros y
reparos de ingeniosos estadistas, de la destitución de Changarnier. Cuando se
trata de convencer a alguien, es porque se le reconoce como el dueño de la
situación. Bonaparte, asegurado por este paso, nombra el 12 de enero un nuevo
ministro, en el que continúan los jefes del antiguo, Fould y Baroche.
Saint-Jean d'Angely es nombrado ministro de la Guerra, el Moniteur publica el
decreto de destitución de Changarnier, y su mando se divide entre Baraguay
d'Hilliers, al que se le asigna la primera división, y Perrot, que se hace cargo
de la Guardia Nacional. Se le da el pasaporte al baluarte de la sociedad, y si
ninguna piedra cae de los tejados, suben
en cambio las cotizaciones de la Bolsa.
El partido
del orden, dando una repulsa al ejército, que se pone a su disposición en la persona
de Changarnier, y entregándoselo así de modo irrevocable al presidente, declara
que la burguesía ha perdido la vocación de gobernar. Ya no existía un Gobierno
parlamentario. Al perder el asidero del ejército y de la Guardia Nacional, ¿qué medio de fuerza le quedaba para afirmar
a un mismo tiempo el poder usurpado del parlamento sobre el pueblo y su poder
usurpado del parlamento sobre el pueblo y su poder constitucional contra el
presidente? Ninguno. Sólo le quedaba la apelación a estos principios inermes que él mismo había
interpretado siempre como meras reglas generales y que se prescribían a otros
para poder uno moverse con mayor libertad. Con la destitución de Changarnier y
la entrega del poder militar a Bonaparte,
termina la primera parte del período que estamos examinando, el período de la lucha entre el partido del orden y el
poder ejecutivo. La guerra entre ambos poderes se declara ahora
abiertamente, se libra abiertamente, pero cuando ya el partido del orden ha
perdido sus armas y soldados. Sin ministerio, sin ejército, sin pueblo, sin
opinión pública, sin ser ya, desde su ley electoral de 31 de mayo,
representante de la nación soberana, sin ojos, sin oídos, sin dientes, sin
nada, la Asamblea Nacional va convirtiéndose poco a poco en un antiguo parlamento francés,
que debe entregar la iniciativa al Gobierno y contentarse por su parte con
gruñidos de recriminación post festum.
El partido
del orden recibe al nuevo ministerio con una avalancha de indignación. El
general Bedeau evoca en el recuerdo la benignidad de la comisión permanente
durante las vacaciones y los excesivos miramientos con que había renunciado a
la publicación de las actas de sus sesiones. Por su parte, el ministro del
Interior insiste en la publicación de estas actas que son ya, naturalmente, tan
sosas como agua estancada, que no descubren ningún hecho nuevo y no producen el
menor efecto al público hastiado. A propuesta de Rémusat, la Asamblea Nacional
se retira a sus despacho y nombra un «Comité de medidas extraordinarias». París
no se sale de los carriles de su orden cotidiano, con tanta mayor razón cuanto
que en este momento el comercio prospera, las manufacturas trabajan, los
precios del trigo están bajos, los víveres abundan, en las cajas de ahorro
ingresan todos los días cantidades nuevas. Las «medidas extraordinarias», tan
estrepitosamente anunciadas por el parlamento, quedan reducidas, el 18 de
enero, a un voto de desconfianza de los ministros, sin que se mencione siquiera
el nombre del tal general Changarnier. El partido del orden viose obligado a
dar el voto este giro para asegurarse los votos de los republicanos, ya que de
todas las medidas del ministerio, éstos sólo aprobaban la destitución de
Changarnier, mientras que el partido del orden no podía en realidad censurar
los demás actos ministeriales, dictados por él mismo.
El voto de
desconfianza del 18 de enero se decidió por 415 votos contra 286. Por tanto,
sólo pudo sacarse adelante mediante una coalición de los legitimistas y orleanistas extremados con
los republicanos puros y la Montaña. Este voto probaba, pues, que el
partido del orden no sólo había perdido el ministerio y el ejército, sino que
en los conflictos con Bonaparte había perdido también su mayoría parlamentaria
independiente, que un tropel de diputados había desertado de su campo por el
espíritu de componendas llevado al fanatismo, por miedo a la lucha, por
cansancio, por consideraciones de parentesco hacia los sueldos del Estado, tan
entrañables para ellos, especulando con las vacantes de ministros (Odilon
Barrot), por ese mezquino egoísmo con
que el burgués corriente se inclina siempre a sacrificar a este o al otro
motivo privado el interés general de su clase. Desde el principio, los
diputados bonapartistas sólo se unían al partido del orden en la lucha contra
la revolución. El jefe del partido católico, Montalembert, había puesto ya por
entonces su influencia en el platillo de Bonaparte, pues desesperaba de la
vitalidad del partido parlamentario. Finalmente, los caudillos de este partido, Thiers y Berryer, el orleanista y el
legitimista, viéronse obligados a proclamarse abiertamente republicanos, a reconocer que, aunque su corazón era
monárquico, su cabeza abrigaba ideas republicanas y que
la república parlamentaria era la única forma posible para la dominación de
toda la burguesía. De este modo se vieron obligados a estigmatizar
ellos mismos ante los ojos de la clase burguesa, como una intriga tan peligrosa
como descabellada, los planes de restauración que seguían urdiendo
impertérritos a espaldas del parlamento.
El voto de
desconfianza del 18 de enero fue un golpe contra los ministros y no contra el
presidente. Pero no había sido el ministerio, sino el presidente quien había
destituido a Changarnier. ¿Iba el partido del orden a formular un acta de acusación
contra Bonaparte? ¿Por sus veleidades de restauración? Éstas no eran más que el
complemento de las suyas propias. ¿Por su conspiración en las revistas
militares y en la Sociedad del 10 de Diciembre? Hacía ya mucho tiempo que se
habían enterrado estos temas bajo simples órdenes del día. ¿Por la destitución
del héroe del 29 de enero y del 13 de junio, del hombre que en mayo de 1850
amenazaba en caso de revuelta con pegar fuego a París pro los cuatro costados?
Sus aliados de la Montaña y Cavaignac no le permitían siquiera sostener al
caído baluarte de la sociedad mediante una manifestación oficial de
condolencia. Los del partido del orden no podían discutir al presidente la
facultad constitucional de destituir a un general. Sólo se enfurecían porque habían
hecho un uso no parlamentario de su derecho constitucional. ¿No habían hecho
ellos constantemente un uso inconstitucional de sus prerrogativas
parlamentarias, sobre todo al abolir el sufragio universal? Estaban obligados,
pues, a moverse estrictamente dentro de los límites parlamentarios. Y hacía falta padecer aquella peculiar enfermedad
que desde 1848 viene haciendo estragos en todo el continente, el cretinismo parlamentario, enfermedad que aprisiona
como por encantamiento a los contagiados en un mundo imaginario, privándoles de todo sentido, de toda
memoria, de toda comprensión del rudo mundo exterior; hacía falta padecer este cretinismo parlamentario, para
que quienes habían por sus propias manos destruido y tenían necesariamente que
destruir, en su lucha con otras clases, todas las condiciones del poder parlamentario, considerasen
todavía como triunfos sus triunfos parlamentarios y creyesen dar en el blanco
del presidente cuando disparaban contra sus ministros. No hacían más que darle
una ocasión para humillar nuevamente a la Asamblea Nacional a los ojos de la
nación. El 20 de enero, el Moniteur anunció que había sido
aceptada la dimisión de todo el ministerio. Bajo el pretexto de que ningún
partido parlamentario tenía ya la mayoría, como lo demostraba el voto del 18 de
enero, fruto de la coalición entre la
Montaña y los monárquicos, y esperando a la formación de una nueva mayoría,
Bonaparte nombró un llamado ministerio-puente, en el que no figuraba ningún
diputado y en el que todos sus componentes era individuos completamente
desconocidos e insignificantes, un
ministerio de simples recaderos y escribientes. El partido del orden podía
ahora desgastarse en el juego con estas marionetas; el poder ejecutivo no creyó
que valía siquiera la pena de estar seriamente representado en la Asamblea
Nacional. Cuando más simples coristas fuesen sus ministros, más visiblemente
concentraba Bonaparte en su persona todo el poder ejecutivo, mayor margen de
libertad tenía para explotarlo al servicio de sus fines.
El partido
del orden, coligado con la Montaña, se
vengó desechando la dotación presidencial de 1.800.000 francos que el jefe
de la Sociedad del 10 de Diciembre había obligado a sus recaderos ministeriales
a presentar. Esta vez, la votación se decidió por una mayoría de sólo 102
votos; es decir, que desde el 18 de enero habían vuelto a desertar 27 votos; la
descomposición del partido del orden seguía su curso. Al mismo tiempo, para que en ningún momento pudiera caber engaño acerca
del sentido de su coalición con la Montaña, no se dignó tomar siquiera en
consideración una proposición encaminada a la amnistía general de los presos
políticos, firmada por 189 diputados de la Montaña. Bastó con que el
ministro del Interior, un tal Vaïsse declarase que el orden sólo era aparente,
que reinaba gran agitación secreta, que sociedades omnipresentes se organizaban
secretamente, que los periódicos democráticos se preparaban para reaparecer,
que los informes de las provincias era desfavorables, que los emigrados de
Ginebra tendían, a través de Lyon, una conspiración pro todo el sur de Francia,
que Francia estaba al borde de una crisis industrial y comercial, que los
fabricantes de Roubaix habían reducido la jornada de trabajo, que los presos de
Belle-Ile se habían sublevado, bastó con que hasta un Vaïsse conjurase el
espectro rojo, para que el parido del orden rechazase, sin discutirla siquiera,
una proposición que habría valido a la Asamblea Nacional una enorme popularidad
y habría obligado a Bonaparte a echarse de nuevo en sus brazos. En vez de
dejarse intimidar por el poder ejecutivo con la perspectiva de nuevos
desórdenes, habría debido, por el contrario, dejar a la lucha de clases un
pequeño margen, para mantener bajo su independencia el poder ejecutivo. Pero no
se sentía a la altura de la misión de jugar con fuego.
Entretanto,
el llamado ministerio-puente fue vegetando hasta mediados de abril. Bonaparte
cansó, chasqueó a la Asamblea Nacional con constantes combinaciones de nuevos
ministerios. Tan pronto parecía querer formar un ministerio republicano con
Lamartine y Billault, como un ministerio parlamentario, con el inevitable
Odilon Barrot, cuyo nombre no puede faltar cuando hace falta un cándido, o un
ministerio orleanista, con Maleville. Y mientras de este modo mantiene en tensión
a las diversas fracciones del partido del orden unas contra otras y las
atemoriza a todas con la perspectiva de un ministerio republicano y con la
restauración entonces inevitable del sufragio universal, suscita en la
burguesía la convicción de que sus esfuerzos sinceros por lograr un ministerio
parlamentario se estrellan contra la actitud irreconciliable de las fracciones
realistas. Pero la burguesía clamaba tanto más estentóreamente por un «gobierno
fuerte», encontraba tanto más imperdonable dejar a Francia «sin
administración», cuanto más parecía estar en marcha una crisis comercial
general, que laboraba en las ciudades en pro del socialismo como laboraba en el
campo el bajo precio ruinoso del trigo. El comercio languidecía cada día más,
los brazos parados aumentaban visiblemente, en París había por lo menos 10.000 obreros sin pan; en Ruán,
Mulhouse, Lyon, Roubaix, Tourcoing, Saint-Étienne, Elbeuf, etc., se paralizaban
innumerables fábricas. En estas circunstancias, Bonaparte pudo atreverse a
restaurar, el 11 de abril, el ministerio del 18 de enero, con los señores
Rouher, Fould, Baroche, etc., reforzados pro el señor Léon Faucher, a quien la
Asamblea Constituyente, durante sus últimos días, por unanimidad, con la sola
excepción de los votos de cinco ministros, había estigmatizado con un voto de
desconfianza por la difusión de telegramas falsos. Por tanto, la Asamblea
Nacional había conseguido el 18 de enero un triunfo sobre el ministerio, había
luchado durante tres meses contra Bonaparte para que el 11 de abril Fould y
Baroche pudiesen recibir en su alianza ministerial, como tercero, al puritano
Faucher.
En noviembre
de 1849, Bonaparte se había contentado con un ministerio no parlamentario y en
enero de 1851 con un ministerio extraparlamentario; el 11 de abril se sintió ya lo bastante fuerte para formar un ministerio
antiparlamentario, en el que se unían armónicamente los votos de
desconfianza de ambas Asambleas, la Constituyente y la Legislativa, la
republicana y la realista. Esta gradación de ministerios era el termómetro por
el que el parlamento podía medir el descenso de su propio calor vital. A fines
de abril, éste había caído tan bajo, que Persigny pudo invitar a Changarnier,
en una entrevista personal, a pasarse al campo del presidente. Le aseguró que
Bonaparte consideraba completamente destruida la influencia de la Asamblea
Nacional y que estaba preparada ya la proclama que había de publicarse después
del coup d'état, constantemente proyectado, pero otra vez accidentalmente
aplazado. Changarnier comunicó a los caudillos del partido del orden la esquela
mortuoria, pero, ¿quién cree que las
picaduras de las chinches matan? Y el parlamento, con estar tan derrotado,
tan descompuesto, tan corrompido, no podía resistirse a ver en el duelo con el
grotesco jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre algo más que el duelo con una
chinche. Pero, Bonaparte contestó al partido del orden como Agesilao al rey
Agis: «Te parezco un ratón, pero algún
día te pareceré un león».
La coalición
con la Montaña y los republicanos puros, a que el partido del orden se veía
condenado, en sus vanos esfuerzos para retener el poder militar y reconquistar
la suprema dirección del poder ejecutivo, demostraba irrefutablemente que había
perdido su mayoría parlamentaria propia. La mera fuerza del calendario, la
manecilla del reloj, dio el 28 de mayo la señal para su completa
desintegración. Con el 28 de mayo comienza el último año de vida de la Asamblea
Nacional. Ésta tenía que decidirse ahora por seguir manteniendo intacta la Constitución o por revisarla. Pero la
revisión constitucional no quería decir solamente dominación de la burguesía o
de la democracia pequeñoburguesa, democracia o anarquía proletaria, república
parlamentaria o Bonaparte, sino que quería decir también Orleans o Borbón.
Con esto, se echó a rodar en el parlamento la manzana de la discordia, que por
fuerza tenía que encender abiertamente el conflicto de intereses que dividían el
partido del orden en fracciones enemigas. El partido del orden era una amalgama
de sustancias sociales heterogéneas. El problema de la revisión creó la
temperatura política que descompuso el producto en sus elementos originarios.
El interés
de los bonapartistas por la revisión era sencillo. Para ellos, tratábase sobre
todo de derogar el artículo 45 que
prohibía la reelección de Bonaparte y la prórroga de sus poderes. No menos
sencilla parecía la posición de los republicanos. Éstos rechazan incondicionalmente
toda revisión, viendo en ella una conspiración urdida por todas partes contra
la república. Y como disponía de más de la cuarta parte de los votos de la
Asamblea Nacional y constitucionalmente eran necesarias las tres cuartas partes
para contar válidamente la revisión y convocar la Asamblea encargada de
llevarla a cabo, les bastaba con contar sus votos para estar seguros del
triunfo. Y estaban seguros de triunfar.
Frente a
estas posiciones tan claras, el partido del orden se hallaba metido en inextricables
contradicciones. Si rechazaba la revisión, ponía en peligro el statu quo, no
dejando a Bonaparte más que una salida, la de la violencia, entregando a
Francia el segundo domingo de mayo de 1852, en el momento decisivo, a la
anarquía revolucionaria, con un presidente que había perdido su autoridad, con
un parlamento que hacía ya mucho que no la tenía y con un pueblo que aspiraba a
reconquistarla. Si votaba por la revisión constitucional, sabía que votaba en
vano y que sus votos fracasarían necesariamente ante el veto constitucional de
los republicanos. Si, anticonstitucionalmente, declaraba válida la simple
mayoría de votos, sólo podía confiar en dominar la revolución, sometiéndose sin
condiciones a las órdenes del poder ejecutivo y erigía a Bonaparte en dueño de
la Constitución, de la revisión constitucional y del propio partido del orden.
Una revisión puramente parcial, que prorrogase los poderes del presidente abría
el camino a la usurpación imperial. Una revisión general, que acortase la vida
de la república, planteaba un conflicto inevitable entre las pretensiones
dinásticas, pues las condiciones para una restauración borbónica y para una
restauración orleanista no sólo eran no sólo eran distintas, sino que se
excluían mutuamente.
La república
parlamentaria era algo más que el terreno neutral en el que podían convivir con
derechos iguales las dos fracciones de la burguesía francesa, los legitimistas
y los orleanistas, la gran propiedad territorial y la industria. Era la
condición inevitable para su dominación en común, la única forma de gobierno en
que sus interés general de clase podía someter a la par las pretensiones de sus
distintas fracciones y las de las otras clases de la sociedad. Como realistas,
volvían a caer en su antiguo antagonismo, en la lucha por la supremacía de la
propiedad territorial o la del dinero, y la expresión suprema de este
antagonismo, su personificación, eran sus mismo reyes, sus dinastías. De aquí
la resistencia del partido del orden contra la vuelta de los Borbones.
El
orleanista y diputado Creton había presentado periódicamente, en 1849, 1850 y
1851, la proposición de derogar el decreto de destierro contra las familias
reales. Y el parlamento daba, con la misma periodicidad, el espectáculo de una
asamblea de realistas que se obstinaban en cerrar a sus reyes desterrados la
puerta por la que podían retornar a la patria. Ricardo III había asesinado a
Enrique VI con la observación de que era demasiado bueno para este mundo y
estaba mejor en el cielo. Aquellos realistas declaraban que Francia no merecía
volver a poseer sus reyes. Obligados pro la fuerza de las circunstancias, se
habían convertido en republicanos y sancionaban repetidamente la decisión del
pueblo que expulsaba a sus reyes de Francia.
La revisión
constitucional (y las circunstancias obligaban a tomarla en cuenta) ponía en
tela de juicio, a la par que la república, la dominación en común de las dos
fracciones de la burguesía y resucitaba de nuevo, con la posibilidad de una
restauración de la monarquía, la rivalidad de intereses que ésta había
representado alternativamente y con preferencia, resucitaba la lucha por la
supremacía de una fracción sobre la otra. Los diplomáticos del partido del
orden creían poder dirimir la lucha amalgamando ambas dinastías, mediante una
llamada fusión de los partidos realistas y de sus casas
reales. La verdadera fusión de la restauración y de la monarquía de Julio era
la república parlamentaria, en la que se borraban los colores orleanista y
legitimista y las especies burguesas desaparecían en el burgués a secas, en el
burgués como género. Pero ahora se trataba de que el orleanista se hiciese
legitimista y el legitimista orleanista. Se quería que la monarquía,
encarnación de su antagonismo, pasase a encarnar su unidad, que la expresión de
sus intereses fraccionales exclusivos se convirtiese en expresión de su interés
común de clase, que la monarquía hiciese lo que sólo podía hacer y había hecho
la abolición de dos monarquías, la
República. Era la piedra filosofal, en cuyo descubrimiento se quebraban la
cabeza los doctores del partido del orden. ¡Como si la monarquía legítima
pudiera convertirse nunca en la monarquía del burgués industrial o la monarquía
burguesa en la monarquía de la aristocracia tradicional de la tierra! ¿Como si
la propiedad territorial y la industria pudiesen hermanarse bajo una sola
corona, cuando ésta sólo podía ceñir una cabeza, la del hermano mayor o la del
menor! ¡Como si la industria pudiese avenirse nunca con la propiedad
territorial, mientras que ésta no se decide a hacerse industrial! Aunque
Enrique V muriese mañana, el conde de París no se convertiría por ello en rey
de los legitimistas, a menos que dejase de serlo de los orleanistas. Sin
embargo, los filósofos de la fusión, que se engreían a medida que el problema
de la revisión iba pasando al primer plano, que hicieron de la Assemblée
Nationale su órgano diario oficial y que incluso vuelven a laborar en
ese momento (febrero de 1852), buscaban la explicación de todas las
dificultades en la resistencia y la rivalidad de ambas dinastías. Los intentos
de reconciliar a la familia de Orleans con Enrique V, intentos que comenzaron
desde la muerte de Luis Felipe, pero que, como todas las intrigas dinásticas,
solamente se representaban, en general, durante las vacaciones de la Asamblea
Nacional, en los entreactos , entre bastidores, más por coquetería sentimental
con la vieja superstición que como propósito serio, se convirtieron ahora en
acciones dramáticas, representadas por el partido del orden en la escena pública,
en vez de representarse como antes en un teatro de aficionados. Los correos
volaban de París a Venecia, de Venecia a Claremont, de Claremont a París. El
conde de Chambord lanza un manifiesto en el que, «con la ayuda de todos los
miembros de su familia», anuncia, no su restauración, sino la restauración
«nacional». El orleanista Salvandy se echa a los pies de Enrique V. En vano los
jefes legitimistas Berryer, Benoist d'Azy, Saint-Priest, se van en
peregrinación a Claremont, a convencer a los Orleans. Los fusionistas se dan
cuenta demasiado tarde de que los intereses de familia, de los intereses de dos
casas reales. Aunque Enrique V reconociese al conde París como su sucesor
(único éxito que, en el mejor de los caso, podía conseguir la fusión), la casa de
Orleans no ganaba con ello ningún derecho que no le garantizase ya la falta de
hijos de Enrique V y en cambio perdía todos los que había conquistado la
revolución de julio. Renunciaba a sus derechos originarios, a todos los títulos
que, en una lucha casi secular, había ido arrancando a la rama más antigua de
los Borbones, cambiaba sus prerrogativas históricas, las prerrogativas de la
monarquía moderna, por las prerrogativas de su árbol genealógico. Por tanto, la
fusión no sería más que la abdicación voluntaria de la casa de Orleans, su
resignación legitimista, la vuelta arrepentida de la Iglesia estatal
protestante a la católica. Una retirada que, además, no la llevaría siquiera al
trono que había perdido, sino a las gradas del trono en que había nacido. Los
antiguos ministros orleanistas, Guizto, Duchâtel, etc., que fueron también
corriendo a Claremont, a abogar por la fusión, sólo representaban en realidad
la resaca que había dejado la revolución de julio, la falta de fe en la monarquía burguesa y en la monarquía de los
burgueses, la fe supersticiosa en la legitimidad como último amuleto contra
la anarquía. Creyéndose mediadores entre los Orleans y Borbón, sólo eran en
realidad orleanistas apóstatas, y como tales los recibió el príncipe de
Joinville. En cambio, el sector viable y batallador de los orleanistas, Thies,
Baze, etc., convenció con tanta mayor facilidad a la familia de Luis Felipe de
que si toda restauración monárquica inmediata presuponía la fusión de ambas
dinastías y ésta, as u vez, la abdicación de la casa de Orleans, en cambio
correspondía por entero a la tradición de sus antepasados el reconocer
provisionalmente la república esperando a que los conocimientos permitiesen
convertir el sillón presidencial en trono. Se difundió en forma de rumor la
candidatura de Joinville a la presidencia, manteniéndose en suspenso la
curiosidad pública, y algunos meses más tarde, en septiembre, después de
rechazarse la revisión constitucional, fue públicamente proclamada.
De este
modo, no sólo había fracasado el intento de una fusión realista entre
orleanistas y legitimistas, sino que había roto su fusión parlamentaria,
su forma común republicana volviendo a despoblar el partido del orden entre sus
primitivos elementos; pero, cuanto más crecía el divorcio entre Claremont y
Venecia, cuanto más se rompía su avenencia y más se iba extendiendo la
agitación a favor de Joinville, más acuciantes y más serias se hacían las
negociaciones entre Faucher, el ministro de Bonaparte, y los legitimistas.
La
descomposición del partido del orden no se detuvo en sus elementos primitivos.
Cada una de las dos grandes fracciones se descompuso a su vez de nuevo. Era
como si volviesen a revivir todos los viejos matices que antiguamente se habían
combatido dentro de cada uno de los dos campos, el legitimista y el orleanista;
como ocurre como los infusorios secos al contacto con el agua; como si hubiesen
recuperado la suficiente energía vital para formar grupos propios y
antagonismos independientes. Los legitimistas veíanse transpuestos en sueños a
los litigios entre las Tullerìas y el Pabellón Marsan, entre Villèle y
Polignac. Los orleanistas volvían a vivir la edad de oro de los torneos entre
Guizot, Molé, Broglie, Thiers y Odilon Barrot.
El sector
revisionista del partido del orden, aunque discorde también en cuanto a los
límites de la revisión, integrado por los legitimistas bajo Berryer y Falloux
de un lado, y de otro La Rochejaquelein, y los orleanistas cansados de luchar,
bajo Molé, Broglie, Montalembert y Odilon Barret, llegó a un acuerdo con los
representantes bonapartistas acerca de la siguiente vaga y amplia proposición:
«Los diputados abajo firmantes, con el fin
de restituir a la nación el pleno ejercicio de su soberanía, presentan la
moción de que la Constitución sea revisada.»
Pero al
mismo tiempo declaraban unánimemente, por boca de su portavoz, Tocqueville, que
la Asamblea Nacional no tenía derecho a pedir la abolición de la
república que este derecho sólo correspondía a la cámara encargada de la
revisión. las tres cuartas partes de los votos constitucionalmente prescritas.
Tras seis días de turbulentos debates, el 19 de julio fue rechazada, como era
de prever, la revisión. Votaron a favor 446, pero en contra 278. Los
orleanistas decididos, Thiers, Changarnier, etcétera, votaron contra los
republicanos y la Montaña.
La mayoría
del parlamento se declaraba así en contra de la Constitución, pero ésta se
declaraba, de por sí, a favor de la minoría y declaraba su acuerdo como
obligatorio. Pero ¿acaso el partido del orden no había supeditado la
Constitución a la mayoría parlamentaria el 31 de mayo de 1850 y el 13 de junio
de 1849? ¿No descansaba toda su política anterior en la supeditación de los
artículos constitucionales a los acuerdos parlamentarios de la mayoría? ¿No había
dejado a los demócratas y castigado en ellos la superstición bíblica por la
letra de la ley? Pero en este momento la revisión constitucional no significaba
más que la continuación del poder presidencial, del mismo modo que la
persistencia de la Constitución sólo significaba la destitución de Bonaparte.
El parlamento se había declarado a favor de él, pero la Constitución se
declaraba en contra del parlamento. Bonaparte obró, pues, en un sentido
parlamentario al desgarrar la Constitución, y en un sentido constitucional al
disolver el parlamento.
El
parlamento había declarado a la Constitución, y con ella su propia dominación,
«fuera de la mayoría», con su acuerdo había derogado la Constitución y
prorrogado los poderes presidenciales, declarando al mismo tiempo que ni
aquélla podía morir, ni éstos vivir mientras él mismo persistiese. Los que
habían de enterrarlo estaban ya a la puerta. Mientras el parlamento discutía la revisión, Bonaparte retiró al
general Baraguay d'Hilliers, que se mostraba indeciso, el mando de la primera
división y nombró para sustituirle al general Magnan, el vencedor de Lyon, el
héroe de las jornadas de diciembre, una de sus criaturas, que ya bajo Luis
Felipe se había comprometido más o menos por él con motivo de la expedición de
Boulogne.
El partido
del orden demostró, con su acuerdo sobre la revisión, que no sabía gobernar ni
servir, vivir ni morir, ni soportar la república ni derribarla, ni mantener la
Constitución ni echarla por tierra, ni cooperar con el presidente ni romper con
él. ¿De quién esperaba la solución de todas las contradicciones? Del
calendario, de la marcha de los acontecimientos. Dejó de arrogarse un poder
sobre éstos. Retó, por tanto, a los acontecimientos a que se impusiesen por la
fuerza, retando con ello al poder, al que, en su lucha contra el pueblo, había
ido cediendo un atributo tras otro, hasta reducirse a la impotencia frente a
él. Para que el jefe del poder ejecutivo pudiese trazar el plan de lucha contra
él con mayor desembarazo, fortalecer sus medios de ataque, elegir sus armas,
consolidar sus posiciones, acordó, precisamente en este momento crítico,
retirarse de la escena y aplazar sus sesiones por tres meses, del 10 de agosto
al 4 de noviembre.
El partido
parlamentario no sólo se había despoblado en sus dos grandes facciones y cada
una de éstas no sólo se había subdividido, sino que el partido del orden dentro
del parlamento se había divorciado del partido del orden fuera del
parlamento. Los portavoces y escribas de
la burguesía, su tribuna y su prensa, en una palabra, los ideólogos de la burguesía y la burguesía misma, los
representantes y los representados aparecían divorciados y ya no se entendían
más.
Los
legitimistas de provincias, con su horizonte limitado y su limitado entusiasmo,
acusaban a sus caudillos parlamentarios, Berryer y Falloux, de deserción al
campo bonapartista y de traición contra Enrique V. Su inteligencia flordelisada
creía en el pecado original, pero no en la diplomacia.
Incomparablemente
más funesta y más decisiva era la ruptura de la burguesía comercial con sus
políticos. Ella no reprochaba a éstos, como los legitimistas a los suyos, el
haber desertado de un principio, sino, por el contrario, el aferrarse a
principios ya superfluos.
Ya he
apuntado más arriba que, desde la entrada de Fould en el Gobierno, el sector de la burguesía comercial que se
había llevado la parte del león en el Gobierno de Luis Felipe, la aristocracia financiera, se
había hecho bonapartista. Fould no
sólo representaba el interés de Bonaparte en la Bolsa, sino que representaba al mismo tiempo los intereses de la Bolsa cerca
de Bonaparte. La posición de la aristocracia financiera la pinta del modo
más palmario una cita tomada de su órgano europeo, el Economistde
Londres. En su número del 1 de febrero de 1851, la revista publica la siguiente
correspondencia de París:
«Por todas
partes hemos podido comprobar que Francia exige ante todo tranquilidad. El
presidente lo declara en su mensaje a la Asamblea Legislativa, la tribuna
nacional le hace eco, los periódicos lo aseguran, se proclama desde el
púlpito, lo demuestran la sensibilidad de los valores del Estado ante
la menor perspectiva de desorden y su firmeza tan pronto como triunfa el poder
ejecutivo».
En su número
del 29 de noviembre de 1851, el Economist declara en su propio
nombres:
«En todas las Bolsas de Europa se
reconoce ahora al presidente como el guardián del orden».
Por tanto, la aristocracia financiera condenaba la
lucha parlamentaria del partido del orden contra el poder ejecutivo como una alteración
del orden y festejaba todos los triunfos del presidente sobre los
supuestos representantes de ella como un triunfo del orden. Por aristocracia financiera hay que entender
aquí no sólo los grandes empresarios de los empréstitos y los especuladores en
valores del Estado, cuyos intereses coinciden, por razones bien
comprensibles, con los del poder público. Todo el moderno negocio pecuniario,
toda la economía bancaria, se halla entretejida
del modo más íntimo con el crédito público. Una parte de su capital activo
se invierte, necesariamente, en valores del Estado que dan réditos y son
rápidamente convertibles. Sus depósitos, el capital puesto a su disposición y
distribuido por ellos entre los comerciantes e industriales, afluye en parte de
los dividendos de los rentistas del Estado. Si en todas las épocas la
estabilidad del poder público es el alfa y el omega para todo el mercado
monetario y sus sacerdotes, ¿cómo no ha de serlo hoy, en que todo diluvio
amenaza con arrastra junto a los viejos Estados las viejas deudas del Estado?
También a
la burguesía industrial,
en su fanatismo por el orden, le irritaban las querellas del partido
parlamentario del orden con el poder ejecutivo. Después de su voto del 18 de
enero con motivo de la destitución de Changarnier, Thiers, Anglès,
Sainte-Beuve, etc., recibieron reprimendas públicas, procedentes precisamente
de sus mandantes de los distritos industriales, en las que se estigmatizaba
sobre todo su coalición con la Montaña como un delito de alta traición contra el
orden. Si bien hemos visto que las pullas jactanciosas, las mezquinas intrigas
en que se manifestaba la lucha del partido del orden contra el presidente no
merecían mejor acogida, por otra parte este partido burgués, que exigía a sus representantes que dejasen pasar
sin resistencia el poder militar de manos de su propio parlamento a manos de un
pretendiente aventurero, no era siquiera digno de las intrigas que se
malgastaban en su interés. Demostraba
que la lucha por defender su interés público, su propio interés
de clase, su poder político, no hacía más que molestarle y
disgustarle como una perturbación de su negocio privado.
Durante las
jiras de Bonaparte, los dignatarios burgueses de las ciudades departamentales,
los magistrados, los jueces comerciales, etc., le recibían en todas partes casi
sin excepción, del modo más servil, aun cuando, como hizo en Dijon, atacase sin
reservas a la Asamblea Nacional y especialmente al partido del orden.
Cuando el comercio marchaba bien, como ocurría aún a comienzos de
1851, la burguesía comercial se
enfurecía contra todo lo que fuese lucha parlamentaria, por miedo a que el
comercio perdiese el humor. Cuando el comercio
marchaba mal, como ocurría constantemente desde fines de febrero de
1851, acusaba a las luchas parlamentarias
de ser la causa del estancamiento y clamaba por que aquellas luchas se
acallasen para que el comercio pudiera reanimarse. Los debates sobre la revisión constitucional coincidieron precisamente con
esta época mala. Como aquí se trataba del ser o no ser de la forma de
gobierno existente, la burguesía se sintió tanto más autorizada a reclamar a
sus representantes que se pusiese fin a esta atormentadora situación
provisional, ella entendía precisamente su perpetuidad, el aplazar hasta un
remoto porvenir el momento de tomar una decisión. El statu quo sólo podía mantenerse por dos caminos:
prorrogar los poderes de Bonaparte o
hacer que éste dimitiese constitucionalmente y elegir a Cavaignac. Una
parte de la burguesía deseaba la segunda solución y no supo dar a sus
representantes mejor consejo que callar,
no tocar el punto candente. Creía que si sus representantes no hablaban,
Bonaparte se abstendría de obrar. Quería un parlamento-avestruz, que escondiese la cabeza para no ser visto.
Otra parte de la burguesía quería que Bonaparte, ya que estaba sentado en el
sillón presidencial, continuase sentado en él, para que todo siguiese igual. Y le sublevaba que su parlamento no violase abiertamente la
Constitución y no abdicase sin más rodeos.
Los Consejos
generales de los departamentos, representaciones provinciales de la gran
burguesía, reunidos durante las vacaciones de la Asamblea Nacional, desde el 25
de agosto, se declararon casi
unánimemente en pro de la revisión, es decir, en contra del parlamento y a favor
de Bonaparte.
Más
inequívocamente todavía que el divorcio
con sus representantes parlamentarios, ponía de manifiesto la burguesía su furia contra sus representantes literarios, contra su propia
prensa. Las condenas a multas exorbitantes y a desvergonzadas penas de cárcel
con que los jurados burgueses castigaban
todo ataque de los periodistas burgueses contra los apetitos usurpadores de Bonaparte, todo intento por
parte de la prensa de defender los
derechos políticos de la burguesía contra el poder ejecutivo, causaban asombro
no sólo de Francia, sino de toda Europa.
Si el
partido parlamentario del orden, con sus gritos pidiendo tranquilidad, se condenaba él mismo, como ya he
indicado, a la inacción, si declaraba la dominación política de la burguesía
incompatible con la seguridad y la existencia de la burguesía; destruyendo por
su propia mano, en la lucha contra las demás clases de la sociedad, todas las condiciones de su propio régimen,
del régimen parlamentario, la masa extraparlamentaria de la burguesía,
con su servilismo hacia el presidente, con sus insultos contra el parlamento,
con el trato brutal a su propia prensa, empujaba a Bonaparte a oprimir, a destruir a sus oradores
y sus escritores, sus políticos y sus literatos, su tribuna y su prensa, para poder así entregarse confiadamente a
sus negocios privados bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto. Declaraba inequívocamente que ardía en
deseos de deshacerse de su propia dominación política para deshacerse de las
penas y los peligros de esa dominación.
Y esta burguesía extraparlamentaria, que se
había rebelado ya contra la lucha puramente parlamentaria y literaria en pro de la
dominación de su propia clase y traicionado a los caudillos de esta
lucha, ¡se atreve ahora a acusar a posteriori al proletariado por no haberse lanzado por ella a una lucha
sangrienta, a una lucha a vida o muerte! Ella, que en todo momento sacrificó su interés general de clase, su interés político, al más mezquino y
sucio interés privado, exigiendo a sus representantes este mismo sacrificio,
¡se lamenta ahora de que el proletariado sacrifique a sus intereses materiales,
los intereses políticos ideales de ella! Se
presenta como un alma cándida a quien el proletariado, extraviado
pro los socialistas, no ha sabido comprender y ha abandonado en el
momento decisivo. Y encuentra un eco general en el mundo burgués. No me
refiero, naturalmente, a los
politicastros y majaderos ideológicos alemanes. Me remito, por ejemplo, al
mismo Economist, que todavía el
29 de noviembre de 1851, es decir, cuatro días antes del golpe de Estado,
presentaba a Bonaparte como el «guardián del orden» y a los Thiers y Berryer como «anarquistas», y
que el 27 de diciembre de 1851, cuando ya Bonaparte había reducido a la
tranquilidad a aquellos anarquistas, clama acerca de la traición cometida por
las «ignorantes,
incultas y estúpidas masas proletarias contra el ingenio, incultas y estúpidas
masas proletarias contra el ingenio, los conocimientos, la disciplina, la
influencia espiritual, los recursos intelectuales y el peso moral de las capas
medias y elevadas de la sociedad». La única
masa estúpida, ignorante y vil no fue nadie más que la propia masa burguesa.
Es cierto que en 1851 Francia había
vivido una especie de pequeña crisis comercial. A fines de febrero se puso de
manifiesto la disminución de las exportaciones respecto a 1850, en marzo se
resintió el comercio y se cerraron las fábricas, en abril la situación de los
departamentos industriales parecía tan desesperada como después de las jornadas
de febrero, en mayo los negocios no se habían reavivado aún; todavía el 18 de
junio, la cartera del Banco de Francia, con su aumento enorme de los depósitos
y su descenso no menos grande de los descuentos de letras, revelaba el
estancamiento de la producción; hasta mediados de octubre no volvió a
producirse de nuevo una mejora progresiva en los negocios. La burguesía
francesa se explicaba este estancamiento del comercio con motivos puramente
políticos, con la lucha entre el parlamento y el poder ejecutivo, con la
inestabilidad de una forma de gobierno puramente provisional, con la
perspectiva intimadora del segundo domingo de mayo de 1852. No negaré que todas
estas circunstancias ejercían un efecto deprimente sobre algunas ramas
industriales en París y en los departamentos. Sin embargo, esta influencia de
las circunstancias políticas era una influencia meramente local y sin
importancia. ¿Qué mejor prueba de esto que el hecho de que la situación del
comercio comenzase a mejorar precisamente hacia mediados de octubre, en el
momento en que la situación política empeoraba, en que el horizonte político se
oscurecía, esperándose a cada instante que cayese un rayo del Elíseo? Por lo
demás, el burgués de Francia, cuyo «ingenio, conocimientos, penetración
espiritual y recursos intelectuales» no llegan más allá de su nariz, pudo dar
con la nariz en la causa de su miseria comercial en todo el tiempo que duró la
Exposición Industrial de Londres. Mientras en Francia se cerraban las fábricas,
en Inglaterra estallaban las bancarrotas comerciales. Mientras en abril y mayo
el pánico industrial alcanzaba su apogeo en Francia, en abril y mayo el pánico
comercial alcanzaba el apogeo en Inglaterra. La industria lanera inglesa sufría
quebrantos como la francesa, y otro tanto ocurría con la manufactura de la
seda. Y si las fábricas algodoneras inglesas seguían trabajando, no era ya con
las mismas ganancias que en 1849 y 1850. No había más diferencia, sino que en Francia la crisis era industrial y en
Inglaterra comercial; que, mientras en Francia las fábricas se cerraban, en
Inglaterra se extendía su producción, pero bajo condiciones más favorables que
en los años anteriores, que en Francia la que salía peor parada era la
exportación y en Inglaterra la importación. La causa común que, naturalmente,
no ha de buscarse dentro de los límites del horizonte político francés, era
palmaria. Los años de 1849 y 1850 fueron
años de la mayor prosperidad material y de una superproducción que sólo se
manifestó como tal a partir de 1851. A comienzos de este año, aún se la fomentó
de un modo especial con vistas a la Exposición Industrial. Como circunstancias
peculiares, hay que añadir: primero, la mala cosecha de algodón de 1850 y 1851;
luego, la seguridad de una cosecha algodonera más abundante que la que se
esperaba, el alza y luego la baja repentina, en una palabra, las oscilaciones
de los precios del algodón. La cosecha de seda en bruto había sido todavía
inferior, por lo menos en Francia, a la cifra media. Finalmente, la manufactura
lanera se había extendido tanto, desde 1848, que la producción de lana no podía
darle abasto y el precio de la lana en bruto subió muy desproporcionadamente en
relación con el precio de los artículos de lana. Aquí, en la materia prima de
tres industrias del mercado mundial, tenemos, pues, ya triple material para un
estancamiento de comercio. Prescindiendo de estas circunstancias especiales, la aparente crisis del año 1851 no era más
que el alto que la superproducción y superespeculación hacen cada vez que recorren el ciclo industrial, antes de reunir
todas sus fuerzas para recorrer con vertiginosidad febril la última etapa del
ciclo y llegar de nuevo a su punto de partida: la crisis comercial general. En estos intervalos de la
historia del comercio, estallan en Inglaterra las bancarrotas comerciales,
mientras que en Francia se paraliza la industria misma, en parte obligada a
retroceder por la competencia de los ingleses en todos los mercados,
competencia que precisamente en esos momentos se agudiza hasta términos
irresistibles, y en parte por ser una industria de lujo, que sufre
preferentemente las consecuencias de todos los estancamientos de los negocios.
De este modo, Francia, además de recorrer las crisis generales, recorre sus
propias crisis nacionales de comercio, que, sin embargo, están mucho más
determinadas y condicionadas por el estado general del mercado mundial que por
las influencias locales francesas. No carecerá de interés oponer al prejuicio
del burgués de Francia el juicio del burgués de Inglaterra. Una de las mayores
casas de Liverpool escribe en su memoria comercial anual de 1851:
«Pocos años
han engañado más que éste en los pronósticos hechos al comenzar; en vez de la
gran prosperidad, que se preveía casi unánimemente, resultó ser uno de los años
más decepcionantes desde hace un cuarto de siglo. Esto sólo se refiere,
naturalmente, a las clases mercantiles, no a las industriales. Y, sin embargo,
al comenzar el año había indudablemente sus razones para pensar lo contrario;
las reservas de mercancías eran escasas, el capital abundante, las
subsistencias baratas, estaba asegurado un año próspero; paz inalterada en el
continente y ausencia de perturbaciones políticas o financieras en nuestro
país; realmente, nunca se habían visto más libres las alas del comercio... ¿A
qué atribuir este resultado desfavorable? Creemos que al exceso de
comercio, tanto en las importaciones como en las exportaciones. Si nuestros
comerciantes no ponen por sí mismos a su actividad límites más estrechos, nada
podrá sujetarnos dentro de los carriles, más que un pánico cada tres años.»
Imaginémonos
ahora al burgués de Francia en medio de este pánico de los negocios, con su
cerebro obsesionado por el comercio, torturado, aturdido por los rumores de
golpe de Estado y de restablecimiento del sufragio universal, por la lucha
entre el parlamento y el poder ejecutivo, por la guerra de la Fronda de los
orleanistas y los legitimistas, por las conspiraciones comunistas del sur de
Francia y las supuestas jacqueries de los departamentos del
Nièvre y del Cher, por los reclamos de los distintos candidatos a la
presidencia, por las consignas chillonas de los periódicos, por las amenazas de
los republicanos de defender con las armas en la mano la Constitución y el
sufragio universal, por los evangelios de los héroes emigrados in
partibus, que anunciaban el fin del mundo para el segundo domingo de mayo
de 1852, y comprenderemos que, en medio de esta confusión indecible y
estrepitosa de fusión, revisión, prórroga de poderes, Constitución,
conspiración, coalición, emigración, usurpación y revolución. el burgués,
jadeante, gritase como loco a su república parlamentaria: «¡Antes un final
terrible que un terror sin fin!»
Bonaparte
supo entender este grito. Su capacidad de comprensión se aguzó por la creciente
violencia de sus acreedores, que veían en cada crepúsculo que los iba acercando
al día del vencimiento, al segundo domingo de mayo de 1852, una protesta del
movimiento de los astros contra sus letras de cambio terrenales. Se habían
convertido en verdaderos astrólogos. La Asamblea Nacional había frustrado a
Bonaparte toda esperanza en la prórroga constitucional de su poder y la
candidatura del príncipe de Joinville no consentía más vacilaciones.
Si hubo
alguna vez un acontecimiento que proyectase delante de sí una sombra mucho
tiempo antes de ocurrir, fue el golpe de
Estado de Bonaparte. Ya el 29 de enero de 1849, cuando apenas había pasado
un mes desde su elección, hizo una proposición en este sentido a Changarnier.
Su propio primer ministro, Odilon Barrot, había denunciado veladamente en el
verano de 1849, y Thiers abiertamente en el invierno de 1850, la política del
golpe de Estado. En mayo de 1851, Persigny había intentado otra vez más ganar a
Changarnier para el golpe y el Messager de l'Assemblée había
hecho públicas estas negociaciones. Los periódicos bonapartistas amenazaban con
un golpe de Estado ante cada tormenta parlamentaria, y cuanto más se acercaba
la crisis, más subían de tono. En las orgías, que Bonaparte celebraba todas las
noches con la swell mob de ambos sexos, en cuanto se acercaba la media noche y
las abundantes libaciones desataban las lenguas y calentaban la fantasía, se
acordaba el golpe de Estado para la mañana siguiente. Se desenvainaban las
espadas, tintineaban los vasos, los diputados salían volando por las ventanas y
el manto imperial caía sobre los hombros de Bonaparte, hasta que la mañana
siguiente ahuyentaba al fantasma, y el asombrado París se enteraba, por las
vestales poco reservadas y los indiscretos paladines, del peligro de que había
escapado una vez más. Durante los meses de septiembre y octubre se atropellaban
los rumores sobre un coup d'état. La sombra cobraba al mismo tiempo
color, como un daguerrotipo iluminado.
Si se ojean
las series de septiembre y octubre en las selecciones de los órganos de la
prensa diaria europea, se encontrarán textualmente noticias de este tipo:»
París está lleno de rumores de un golpe de Estado. Se dice que la capital se
llenará de tropas durante la noche y que a la mañana siguiente aparecerán decretos
disolviendo la Asamblea Nacional, declarando el departamento del Sena en estado
de sitio, resturando el sufragio universal y apelando al pueblo. Se dice que
Bonaparte busca ministros para poner en práctica estos decretos ilegales». Las
correspondencias que dan estas nociticas terminan siempre con la palabra fatal
«aplazado». El golpe de Estado fue siempre la idea fija de Bonaparte.
Con esta idea en la cabeza volvió a pisar el territorio de Francia. Hasta tal
punto estaba poseído por ella, que la delataba y se le iba de la lengua a cada
paso. Y era tan débil, que volvía a abandonarla también a cada paso. La sombra
del golpe de Estado había hecho tan familiar a los parisinos como espectro, que
cuando por fin se les presentó en carne y hueso no querían creer en él. No fue,
pues, ni el recato discreto del jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre ni una
sorpresa insospechada por la Asamblea Nacional lo que hizo que triunfase el
golpe de Estado. Si triunfó, fue, a pesar de la indiscreción de aquél y
a ciencia y conciencia de ésta, como resultado necesario e
inevitable del proceso anterior.
El 10 de
octubre, Bonaparte anunció a sus ministros su resolución de restaurar el
sufragio universal; el 16 le presentaron la dimisión, y el 26 conoció París la
formación del ministerio Thorigny. El prefecto de policía Carlier fue
sustituido al mismo tiempo por Maupas y el jefe de la primera división, Magnan,
concentró en la capital los regimientos más seguros. El 4 de noviembre reanudó
sus sesiones la Asamblea Nacional. Ya no tenía que hacer más que repetir en
pocas y sucintas lecciones de repaso el curso que había acabado y probar que la
habían enterrado sólo después de morir.
El primer
puesto que había perdido en su lucha con el poder ejecutivo era el ministerio.
Y no tuvo más remedio que confesar solemnemente esta pérdida, aceptando como
plenamente válido el simulacro de ministerio de Thorigny. La comisión
permanente había recibido con risas al señor Giraud, cuando éste se presentó en
nombre de los nuevos ministros. ¡Flojo era el ministerio para medidas tan
fuertes como la restauración del sufragio universal! Pero se trataba
precisamente de no sacar nada adelanteen el Parlamento, sino de
sacarlo todo contra el Parlamento.
El mismo día
en que reanudó sus sesiones, la Asamblea Nacional recibió el mensaje en que
Bonaparte exigía la restauración del sufragio universal y la derogación de la
ley de 31 de mayo de 1850. Sus ministros presentaron el mismo día un decreto en
este sentido. La Asamblea rechazó inmediatamente la proposición de urgencia de
los ministros, y el 13 de noviembre la propuesta de ley, por 355 votos contra
348. De este modo, volvió a romper una vez más su mandato, volvió a confirmar una vez más que había dejado de ser la
representación libremente elegida del pueblo, para convertirse en el parlamento
usurpador de una clase, confesó una vez más que había cortado por su propia
mano los músculos que unían la cabeza parlamentaria con el cuerpo de la nación.
Si el poder
ejecutivo, con su propuesta de restauración del sufragio universal, apelaba de
la Asamblea Nacional al pueblo, el poder
legislativo, con su proyecto de ley sobre cuestores había de fijar el derecho
de la Asamblea Nacional a requerir directamente el auxilio de las tropas, a
crear un ejército parlamentario. Al erigir así al ejército en árbitro entre
ella y el pueblo, entre ella y Bonaparte, al reconocer al ejército como poder
decisivo del Estado, tenía necesariamente que confirmar, de tora parate, que
había abandonado ya desde hacía mucho tiempo su pretensión de mando sobre el
ejército. Cuando, en vez de requerir inmediatamente a las tropas, debatía sobre
su derecho a requerirlas, revelaba la duda en su propio poder. Al rechazar la
ley de los cuestores, conversaba abiertamente su impotencia. Esta ley fue desechada con una minoría de
108 votos; la Montaña decidió, por tanto, la votación. Se encontraba en la
situación del asno de Buridán, no ciertamente entre dos sacos de pienso, sin
saber cuál sería mejor, sino entre dos tandas de palos, sin saber cuál sería
peor. De un lado, el miedo a Changarnier; de otro, el miedo a Bonaparte.
Hay que reconocer que la situación no tenía nada de heroica.
El 18 de
noviembre se propuso una enmienda a la ley sobre las elecciones municipales
presentada por el partido del orden, en la que se disponía que los electores
municipales no necesitarían tres años de domicilio, sino uno solo, para poder
votar. La enmienda se desechó por un solo voto, este voto resultó
inmediatamente ser un error. Escindido en sus fracciones enemigas, el partido
del orden había perdido desde hacía ya mucho tiempo su mayoría parlamentaria
propia. Ahora ponía de manifiesto que en el parlamento no existía ya mayoría
alguna. La Asamblea Nacional era ya incapaz para tomar acuerdos.
Sus elementos atómicos ya no se mantenían unidos por ninguna fuerza de
cohesión; había gastado su último hálito de vida, estaba muerta.
Finalmente,
algunos días antes de la catástrofe, la
masa extraparlamentaria de la burguesía había de confirmar solemnemente una
vez más su ruptura con la burguesía dentro del parlamento. Thiers, que como
héroe parlamentario estaba contagiado preferentemente de la enfermedad
incurable del cretinismo parlamentario,
había maquinado después de la muerte del parlamento una nueva intriga
parlamentaria con el Consejo de Estado, una ley de responsabilidad con la que
se pretendía sujetar al presidente dentro de los límites de la Constitución.
Así como el 15 de septiembre, en la fiesta en que se puso la primera piedra del
nuevo mercado de París, Bonaparte había fascinado a las dames de Halles,
a las pescaderas, como un segundo Masniello (claro está que una de estas
pescaderas valía en cuanto a fuerza efectiva, por 17 burgraves), del mismo modo
que, después de presentada la ley sobre cuestores, entusiasmaba a los tenientes
obsequiados en el Elíseo, ahora, el 25 de noviembre, arrebató a la burguesía
industrial, congregada en el circo para recibir de sus manos las medallas de
los premios por la Exposición Industrial de Londres. Reproduciré la parte
significativa de su discurso, tomada del Journal des Débats.
«Con éxitos
tan inesperados, me creo autorizado a decir cuán grande sería la República
Francesa si se le consintiese defender sus intereses reales y reformar sus
instituciones, en vez de verse constantemente perturbada, de un lado, por los demagogos y, de otro lado, por las alucinaciones monárquicas. (Grandes,
atronadores y repetidos aplausos de todas las partes del anfiteatro.) Las
alucinaciones monárquicas entorpecen todo progreso y todo desarrollo industrial
serio. En lugar de progreso, no hay más que lucha. Vemos a hombres que antes
eran el más celoso sostén de la autoridad y de las prerrogativas reales y que
hoy son partidarios de una Convención solamente para quebrantar la autoridad
nacida del sufragio universal. (Grandes y repetidos aplausos.) Vemos a
hombres que han sufrido más que nadie de la revolución y la han deplorado más
que nadie, y que provocan una nueva, sin más objeto que encadenar la voluntad
de la nación... Yo os prometo tranquilidad para el porvenir, etc.» («Bravo»,
«Bravo», atronadores «Bravo».)
Así aplaude
la burguesía industrial con su reclamación más servil el golpe de Estado del 2
de diciembre, la aniquilación del parlamento, el ocaso de su propia dominación,
la dictadura de Bonaparte. La tempestad de aplausos del
25 de noviembre tuvo su respuesta en la tempestad de cañonazos del 4 de
diciembre, y la mayoría de las bombas fueron a estallar en la casa del señor
Sallandrouze, en cuya garganta había estallado la mayoría de los vítores.
Cuando
Cromwell disolvió el Parlamento Largo, se dirigió solo al centro del salón de
sesiones, sacó el reloj para que aquél no viviese ni un solo minuto más del
plazo que le había señalado y fue arrojando del salón a los diputados uno por
uno con insultos alegres y humoristas. El 18 Brumario, Napoleón, con menos
talla que su modelo, se trasladó, a pesar de todo, al Cuerpo Legislativo y le
leyó, aunque con voz entrecortada, su sentencia de muerte. El segundo
Bonaparte, que por lo demás se hallaba en posesión de un poder ejecutivo muy
distinto del de Cromwell o Napoleón, no
fue a buscar su modelo en los anales de la historia universal, sino en los
anales de la Sociedad del 10 de Diciembre, en los anales de la
jurisprudencia criminal. Roba al Banco de Francia 25 millones de francos,
compra al general Magnan por un millón y a los soldados por 15 francos a cada uno
y por aguardiente, se reúne a escondidas por la noche con sus cómplices, como
un ladrón, manda asaltar las casas de los parlamentarios más peligrosos,
sacándolos de sus camas y llevándose a Cavaignac, Lamoriciére, Le Flô,
Changarnier, Charras, Thiers, Baze y otros, manda ocupar las plazas principales
de París y el edificio del Parlamento con tropas y pegar, al amanecer, en todos
los muros, carteles estridentes proclamando la disolución de la Asamblea
Nacional y del Consejo de Estado, la restauración del sufragio universal y la
declaración del departamento del Sena en estado de sitio. Y poco después,
inserta en el Moniteur un documento falso, según el cual
influyentes hombres parlamentarios se han agrupado en torno a él en un Consejo
de Estado.
Los restos
del parlamento, formados principalmente por legitimistas y orleanistas, se
reúnen en el edificio de la alcaldía del 10 distrito y acuerdan entre gritos de
«¡Viva la república!» la destitución de
Bonaparte, arengan en vano a la masa boquiabierta congregada delante del
edificio y, por último, custodiados por tiradores africanos, son arrastrados
primero al cuartel d'Orsay y luego empaquetados en coches celulares y
transportados a las cárceles de Mazas, Ham y Vincennes. Así terminaron el
partido del orden, la Asamblea Legislativa y la revolución de febrero. He aquí en breves rasgos, antes de pasar
rápidamente a las conclusiones, el esquema de su historia.
I. Primer
período. Del 24 de febrero al 4 de mayo de 1848. Período de febrero.
Prólogo. Farsa de confraternización general.
II. Segundo
período. Período de constitución de la república y de la Asamblea Nacional
Constituyente.
1.
Del
4 de mayo al 25 de junio de 1848. Lucha de todas las clases contra el
proletariado. Derrota del proletariado en las jornadas de junio.
2.
Del
25 de junio al 10 de diciembre de 1848. Dictadura de los republicanos burgueses
puros. Se redacta el proyecto de Constitución. Declaración del estado de sitio
en París. El 10 de diciembre se elimina la dictadura burguesa con la elección
de Bonaparte para presidente.
3.
Del
20 de diciembre de 1848 al 28 de mayo de 1849. Lucha de la Constituyente contra
Bonaparte y el partido del orden coligado con él. Caída de la Constituyente.
Derrota de la burguesía republicana.
III: Tercer
período. Período de la república constitucional y de
la Asamblea Nacional Legislativa.
1.
-
del 28 de mayo al 13 de junio de 1849. Lucha de los pequeños burgueses contra
la burguesía y contra Bonaparte.
2.
Del
13 de junio de 1849 al 31 de mayo de 1850. Dictadura parlamentaria del partido
del orden. Corona su dominación con la abolición del sufragio universal, pero
pierde el ministerio parlamentario.
3.
Del
31 de mayo de 1850 al 2 de diciembre de 1851. Lucha entre la burguesía
parlamentaria y Bonaparte.
1.
Del
31 de mayo de 1850 al 12 de enero de 1851. El parlamento pierde el alto mando
sobre el ejército.
2.
Del
12 de enero al 11 de abril de 1851. Sucumbe en sus tentativas por volver a
adueñarse del poder administrativo. El partido del orden pierde su mayoría
parlamentaria propia. Coalición del partido del orden con los republicanos y la
Montaña.
3.
Del
11 de abril al 9 de octubre de 1851. Intentos de revisión, de fusión, de
prórroga de poderes. El partido del orden se descompone en los elementos que lo
integran. Definitiva ruptura del parlamento burgués y de la prensa burguesa con
la masa de la burguesía.
4.
Del
9 de octubre al 2 de diciembre de 1851. Ruptura franca entre el parlamento y el
poder ejecutivo. El parlamento consuma su defunción y sucumbe, abandonado por
su propia clase, por el ejército y por las demás clases. Hundimiento del
régimen parlamentario y de la dominación burguesa. Triunfo de Bonaparte.
Parodia de restauración imperial.
La república social apareció como fase, como
profecía, en el umbral de la revolución de febrero. En las jornadas de junio de 1848, fue ahogada en sangre del proletariado
de París, pero aparece en los restantes actos del drama como espectro.
Se anuncia la república
democrática. Se esfuma el 13 de junio de 1849, con sus pequeños
burgueses dados a la fuga, pero en su huida arroja tras sí reclamos
doblemente jactanciosos. La república
parlamentaria con la burguesía se adueña de toda la escena, apura
su vida en toda la plenitud, pero el 2
de diciembre de 1851 la entierra bajo el grito de angustia de los realistas
coligados: «¡Viva la república!»
La burguesía francesa, que se
rebelaba contra la dominación del proletariado trabajador, encumbró en el poder al lumpemproletariado, con el jefe de la
Sociedad del 10 de Diciembre a la cabeza.
La burguesía mantenía a Francia bajo el miedo constante a los futuros espantos
de la anarquía roja; Bonaparte descontó este porvenir cuando el 4 de
diciembre hizo que el ejército del orden, animado por el aguardiente, disparase
contra los distinguidos burgueses del Boulevard Montmartre y del Boulevard des
Italiens, que estaban asomados a las ventanas. La burguesía hizo la apoteosis del sable, y el sable manda sobre ella.
Aniquiló la prensa revolucionaria, y ve aniquilada su propia prensa. Sometió
las asambleas populares a la vigilancia de la policía; sus salones se hallan
bajo la vigilancia de la policía. Disolvió la Guardia Nacional democrática y su
propia Guardia Nacional democrática y su propia Guardia Nacional ha sido
disuelta. Decretó el estado de sitio, y el estado de sitio ha sido decretado
contra ella. Suplantó los jurados por comisiones militares, y las comisiones
militares ocupan el puesto de sus jurados. Sometió la enseñanza del pueblo a los
curas, y los curas la someten a ella a su propia enseñanza. Deportó a detenidos
sin juicio, y ella es deportada sin juicio. Sofocó todo movimiento de la
sociedad mediante el poder del Estado, y el poder del Estado sofoca todos los
movimientos de su sociedad. Se rebeló, llevada del entusiasmo por su bolsa,
contra sus propios políticos y literatos; sus políticos y literatos fueron
quitados de en medio, pero su bolsa se ve saqueada después de amordazarse su
boca y romperse su pluma. La burguesía gritaba incansablemente a la revolución
como San Arsenio a los cristianos: Fuge, tace, quiesce! ¡Huye,
calla, descansa! Y ahora es Bonaparte el que grita a la burguesía; Fuge, tace,
quiesce! ¡Huye, calla, descansa!
La burguesía
francesa había resuelto desde hacía mucho tiempo el dilema de Napoleón: Dans
cinquante ans, l'Europe sera républicaine ou cosaque... Lo había
resuelto en la république cosaque. Ninguna Circe ha desfigurado con
su encanto maligno la obra de arte de la república burguesa, convirtiéndola en
un monstruo. Esa república sólo perdió su apariencia de respetabilidad. La
Francia actual se contenía ya íntegra en la república parlamentaria. Sólo hacía
falta el arañazo de una bayoneta para que la vejiga estallase y el monstruo
saltase a la vista.
¿Por qué el proletariado de París no
se levantó después del 2 de diciembre?
La caída de
la burguesía sólo estaba decretada; el decreto no se había ejecutado todavía.
Cualquier alzamiento serio del proletariado habría dado a aquélla nuevos bríos,
la habría reconciliado con el ejército y habría asegurado a los obreros una
segunda derrota de julio.
El 4 de diciembre, el proletariado
fue espoleado a la lucha por burgueses y tenderos. En la noche de este día prometieron
comparecer en el lugar de la lucha varias legiones de la Guardia Nacional,
armadas y uniformadas. En efecto,
burgueses y tenderos habían descubierto que, en uno de sus decretos del 2 de
diciembre, Bonaparte abolía el voto secreto y les ordenaba inscribir en los
registros oficiales, detrás de sus nombres, un sí o un no. La resistencia del 4
de diciembre amedrentó a Bonaparte. Durante
la noche mandó pegar en todas las esquinas de París carteles anunciando la
restauración del voto secreto. Burgueses y tenderos creyeron haber
alcanzado su finalidad. Todos los que no se presentaron a la mañana siguiente
eran tenderos y burgueses.
Un golpe de
mano de Bonaparte, dado durante la noche del 1 al 2 de diciembre, había privado al proletariado de París de
sus guías, de los jefes de las barricadas. ¡Un ejército sin oficiales,
al que los recuerdos de junio de 1848 y 1849 y de mayo de 1850 inspiraban la
aversión a luchar bajo la bandera de los montagnards, confió a
su vanguardia, a las sociedades secretas, la salvación del honor insurreccional
de París, que la burguesía entregó tan mansamente a la soldadesca, que
Bonaparte pudo más tarde desarmar a la Guardia Nacional con el pretexto burlón
de que temía que sus armas fuesen empleadas abusivamente contra ella misma por los anarquistas!
«C'est le
triomphe complet et définitif du Socialisme!» Así caracterizó Guizot el 2 de
diciembre. Pero si la caída de la república parlamentaria encierra ya en germen
el triunfo de la revolución proletaria, su resultado inmediato, tangible, era
la victoria de Bonaparte sobre el parlamento, del poder ejecutivo sobre
el poder legislativo, de la fuerza sin
frases sobre la fuerza de las frases. En el parlamento, la nación
elevaba su voluntad general a ley, es decir, elevaba la
ley de la clase dominante a su voluntad general. Ante el poder
ejecutivo, abdica de toda voluntad propia y se
somete a los dictados de un poder extraño, de la autoridad. El poder ejecutivo, por oposición al legislativo,
expresa la heteromanía de la nación por oposición a su autonomía. Por tanto,
Francia sólo parece escapar al despotismo de una clase para reincidir bajo el
despotismo de un individuo, y concretamente bajo la autoridad de un individuo
sin autoridad. Y la lucha parece haber terminado en que todas las clases se
postraron de hinojos, con igual impotencia y con igual mutismo, ante la culata
del fusil.
Pero la
revolución es radical. Está pasando todavía por el purgatorio. Cumple su tarea
con método. Hasta el 2 de diciembre de 1851 había terminado la mitad de su
labor preparatoria; ahora, termina la otra mitad. Lleva primero a la perfección
el poder parlamentario, para poder derrocarlo. Ahora, conseguido ya esto, lleva
a la perfección el poder ejecutivo, lo reduce a su más pura
expresión, lo aísla, se enfrenta con él, como único blanco contra el que debe
concentrar todas sus fuerzas de destrucción. Y cuando la revolución haya
llevado a cabo esta segunda parte de su labor preliminar, Europa se levantará,
y gritará jubilosa: ¡bien has hozado, viejo topo!
Este poder ejecutivo, con su inmensa
organización burocrática militar, con su compleja y artificiosa maquinaria de
Estado, un ejército de funcionarios que suma medio millón de hombres, junto a
un ejército de otro medio millón de hombres, este espantoso organismo parasitario que se ciñe
como una red al cuerpo de la sociedad francesa y le tapona todos los poros,
surgió en la época de la monarquía absoluta, de la decadencia del régimen
feudal, que dicho organismo contribuyó a acelerar. Los privilegios señoriales
de los terratenientes y de las ciudades se convirtieron en otros tantos
atributos del poder del Estado, los dignatarios feudales en funcionarios
retribuidos y el abigarrado mapa muestrario de las soberanías medievales en
pugna en el plan reglamentado de un poder estatal cuya labor está dividida y
centralizada como en una fábrica. la primera revolución francesa, con su misión
de romper todos los poderes particulares locales, territoriales, municipales y
provinciales, para crear la unidad civil de la nación, tenía necesariamente que
desarrollar lo que la monarquía absoluta había iniciado: la centralización;
pero al mismo tiempo amplió el volumen, las atribuciones y el número de
servidores del poder del Gobierno. Napoleón perfeccionó esta máquina del
Estado. La monarquía legítima y la monarquía de Julio no añadieron nada más que
una mayor división del trabajo, que crecía a medida que la división del trabajo
dentro de la sociedad burguesa creaba nuevos grupos de intereses, y por tanto
nuevo material para la administración del Estado. Cada interés se desglosaba
inmediatamente de la sociedad, se contraponía a ésta como interés
superior, general (allgemeines), se sustraía a la propia iniciativa
de los individuos de la sociedad y se convertía en objeto de la actividad del
Gobierno, desde el puente, la escuela y los bienes comunales de un municipio
rural cualquiera, hasta los ferrocarriles, la riqueza nacional y las
universidades de Francia. Finalmente, la república parlamentaria, en su lucha
contra la revolución, viose obligada a fortalecer, junto con las medidas
represivas, los medios y la centralización del poder del Gobierno. Todas las
revoluciones perfeccionaban esta máquina, en vez de destrozarla. Los partidos
que luchaban alternativamente por la dominación, consideraban la toma de
posesión de este inmenso edificio del Estado como el botín principal del
vencedor.
Pero bajo la monarquía absoluta, durante la
primera revolución, bajo Napoleón, la burocracia no era más que el medio para preparar la dominación de clase de la burguesía. Bajo la restauración, bajo Luis Felipe, bajo la república parlamentaria, era el instrumento de la clase dominante, por
mucho que ella aspirase también a su propio poder absoluto.
Es bajo el
segundo Bonaparte cuando el Estado parece haber adquirido una completa
autonomía. La máquina del Estado se ha consolidado ya de tal modo que frente a
la sociedad burguesa, que basta con que se halle a su frente el jefe de la
Sociedad del 10 de Diciembre, un caballero de industria venido de fuera y
elevado sobre el pavés por una soldadesca embriagada, a la que compró con
aguardiente y salchichón y a la que tiene que arrojar constantemente
salchichón. De aquí la pusilánime desesperación, el sentimiento de la más
inmensa humillación y degradación que oprime el pecho de Francia y contiene su
aliento. Francia se siente como deshonrada.
Y, sin
embargo, el poder del Estado no flota en
el aire. Bonaparte representa a una clase, que es, además, la clase más
numerosa de la sociedad francesa: los
campesinos parcelarios.
Así como los
Borbones eran la dinastía de los grandes terratenientes y los Orleans la
dinastía del dinero, los Bonapartes son la dinastía de los
campesinos, es decir, de la masa del pueblo francés. El elegido de los
campesinos no es el Bonaparte que se sometía al parlamento burgués, sino el
Bonaparte que le dispersó. Durante tres años consiguieron las ciudades
falsificar el sentido de la elección del 10 de diciembre y estafar a los
campesinos la restauración del imperio. La elección del 10 de diciembre de 1848
no se consumó hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851.
Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos
individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas
relaciones. Su modo de producción los aísla a unos de otros, en vez de
establecer relaciones mutuas entre
ellos. Este aislamiento es fomentado por los malos medios de comunicación de
Francia y por la pobreza de los campesinos. Su campo de producción, la parcela,
no admite en su cultivo división alguna del trabajo, ni aplicación alguna de la
ciencia; no admite, por tanto, multiplicidad de desarrollo, ni diversidad e
talentos, ni riqueza de relaciones sociales. Cada familia campesina se
basta, sobre poco más o menos, a sí misma, produce directamente ella misma la
mayor parte de lo que consume y obtiene así sus materiales de existencia más
bien en intercambio con la naturaleza que en contacto con la sociedad. La
parcela, el campesino y su familia; y al lado, otra parcela, otro campesino y
otra familia. Unas cuantas unidades de éstas forman una aldea, y unas cuantas
aldeas, un departamento. Así se forma la
gran masa de la nación francesa, por la simple suma de unidades del mismo
nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas de un saco forman un saco de
patatas. En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen
por su modo de vivir, por sus intereses
y por su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil,
aquéllos forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos
parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no
engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna
organización política, no forman una clase. Son, por tanto, incapaces de hacer
valer su interés de clase en su propio nombre, ya sea por medio de un
parlamento o por medio de una Convención. No pueden representarse, sino que
tienen que ser representados. Su representante tiene que aparecer al mismo
tiempo como su señor, como una autoridad por encima de ellos, como un poder ilimitado
de gobierno que los proteja de las demás clases y les envíe desde lo alto la
lluvia y el sol. por consiguiente, la influencia política de los campesinos
parcelarios encuentra su última expresión en el hecho de que el poder ejecutivo
somete bajo su mando a la sociedad.
La tradición
histórica hizo nacer en el campesino francés la fe milagrosa de que un hombre
llamado Napoleón le devolvería todo el esplendor. Y se encuentra un individuo
que se hace pasar por tal hombre, por ostentar el nombre de Napoleón gracias a
que el Code Napoléon ordena. «La recherche de la paternité
est interdite». Tras 20 años de vagabundaje y una serie de grotescas
aventuras, se cumple la leyenda, y este hombre se convierte en emperador de los
franceses. La idea fija del sobrino se realizó porque coincidía con la idea
fija de la clase más numerosa de los franceses.
Pero, se me
objetará: ¿y los levantamientos campesinos de media Francia, las batidas del
ejército contra los campesinos, y los encarcelamientos y deportaciones en masa
de campesinos?
Desde Luis
XIV, Francia no ha asistido a ninguna persecución semejante de campesinos «por manejos demagógicos».
Pero
entiéndase bien. La dinastía de
Bonaparte no representa al campesino revolucionario, sino al campesino conservador;
no representa al campesino que pugna por salir de su condición social de vida,
la parcela, sino al que, por el contrario, quiere consolidarla; no a la
población campesina, que, con su propia energía y unida a las ciudades, quiere
derribar el viejo orden, sino a la que, por el contrario, sombríamente retraída
en este viejo orden, quiere verse salvada y preferida, en unión de su parcela,
pro el espectro del imperio. No representa la ilustración, sino la superstición
del campesino, no su juicio; sino su prejuicio, no su porvenir, sino su pasado,
no sus Cévennes modernas, sino su moderna Vendée.
Los tres
años de dura dominación de la república parlamentaria habían curado a una parte
de los campesinos franceses de la ilusión napoleónica y los habían revolucionado,
aun cuando sólo fuese superficialmente; pero la burguesía los empujaba
violentamente hacia atrás cuantas veces se ponían en movimiento. Bajo la
república parlamentaria, la conciencia moderna de los campesinos franceses
pugnó con la conciencia tradicional. El proceso se desarrolló bajo la forma de
una lucha incesante entre los maestros de escuela y los curas. La burguesía
abatió a los maestros. Por vez primera los campesinos hicieron esfuerzos para
adoptar una actitud independiente frente a la actividad del Gobierno. Esto se
manifestó en el conflicto constante de los alcaldes con los prefectos. La
burguesía destituyó a los alcaldes. Finalmente, los campesinos de diversas localidades se levantaron durante el período
de la república parlamentaria contra su propio engendro, el ejército. La burguesía los castigó con estados de
sitio y ejecuciones. Y esta misma burguesía clama ahora acerca de la
estupidez de las masas, de la vile multitude que la ha
traicionado frente a Bonaparte. Fue ella misma la que consolidó con sus
violencias las simpatías de la clase campesina por el Imperio, la que ha
mantenido celosamente el estado de cosas que forman la cuna de esta religión
campesina. Claro está que la burguesía
tiene necesariamente que temer la estupidez de las masas, mientras siguen
siendo conservadoras, y su conciencia en cuanto se hacen revolucionarias.
En los
levantamientos producidos después del golpe de Estado, una parte de los
campesinos franceses protestó con las armas en la mano contra su propio voto del
10 de diciembre de 1848. La experiencia adquirida desde 1848 les había abierto
los ojos. Pero habían entregado su alma a las fuerzas infernales de la
historia, y ésta los cogía por la palabra, y la mayoría estaba aún tan llena de
prejuicios, que precisamente en los departamentos más rojos la población
campesina votó públicamente por Bonaparte. Según ellos, la Asamblea Nacional le
había impedido caminar. Ahora no había hecho más que romper las ligaduras que
las ciudades habían puesto a la voluntad del campo. En algunos sitios,
abrigaban incluso la idea grotesca de colocar, junto a un Napoleón, una
Convención.
Después de
la primera revolución había convertido a
los campesinos semisiervos en propietarios libres de su tierra. Napoleón consolidó y reglamentó las
condiciones bajo las cuales podrían explotar sin que nadie les molestase el
suelo de Francia que se les acababa de asignar, satisfaciendo su afán juvenil
de propiedad. Pero lo que hoy lleva a la ruina al campesino francés, es su
misma parcela, la división del suelo, la forma de propiedad consolidada en
Francia por Napoleón. Fueron precisamente las condiciones materiales las que
convirtieron al campesino feudal francés en campesino parcelario y a Napoleón
en emperador. Han bastado dos generaciones para engendrar este resultado
inevitable: el empeoramiento progresivo de la agricultura y endeudamiento
progresivo del agricultor. La forma «napoleónica» de propiedad, que a comienzos
del siglo XIX era la condición para la liberación y el enriquecimiento de la población
campesina francesa, se ha desarrollado en el transcurso de este siglo como la ley de su esclavitud y de su pauperismo.
Y es precisamente esta ley la primera de las idees napoléoniennes que
viene a afirmar el segundo Bonaparte. Si comparte todavía con los campesinos la
ilusión de buscar la causa de su ruina, no en su misma propiedad parcelaria,
sino fuera de ella, en la influencia de circunstancias secundarias, sus
experimentos se estrellarán como pompas de jabón contra las relaciones de
producción.
El
desarrollo económico de la propiedad parcelaria ha invertido de raíz la
relación de los campesinos con las demás clases de la sociedad. Bajo Napoleón,
la parcelación del suelo en el campo completaba la libre concurrencia y la gran
industria incipiente de las ciudades. La
clase campesina era la protesta omnipresente contra la aristocracia
terrateniente, que se acababa de derribar. Las raíces que la
propiedad parcelaria echó en el suelo francés quitaron al feudalismo toda
sustancia nutritiva. Sus mojones formaban el baluarte natural dela burguesía
contra todo golpe de mano de sus antiguos señores. Pero en el transcurso del siglo XIX pasó a ocupar el puesto de los
señores feudales el usurero de la ciudad, las cargas feudales del suelo fueron
sustituidas por la hipoteca y la aristocrática propiedad territorial fue suplantada por el capital burgués. La parcela del campesino sólo es ya el pretexto que
permite al capitalista sacar de la
tierra ganancia, intereses y renta, dejando al agricultor que se las arregle
para sacar como pueda su salario. Las
deudas hipotecarias que pesan sobre el suelo francés imponen a los campesinos
de Francia un interés tan grande como los intereses anuales de toda la deuda
nacional británica. La propiedad parcelaria, en esta esclavitud bajo el
capital a que conduce inevitablemente su desarrollo, ha convertido a l amasa de
la nación francesa en trogloditas. Dieciséis
millones de campesinos (incluyendo las mujeres y los niños) viven en
chozas, una gran parte de las cuales sólo tienen una abertura, otra parte, dos
solamente, y las privilegiadas, tres. Las ventanas son para una casa lo que los
cinco sentidos para la cabeza. El orden burgués, que a comienzos del siglo puso
al Estado de centinela de la parcela recién creada y la abonó con laureles, se
ha convertido en un vampiro que le chupa la sangre y la médula y la arroja ala
caldera de alquimista del capital. El Code Napoléon no es ya
más que el código de los embargos, de
las subastas y de las adjudicaciones forzosas. A los cuatro millones
(incluyendo niños, etc.) de paupers oficiales, vagabundos,
delincuentes y prostitutas, que cuenta Francia, hay que añadir cinco millones,
cuya existencia flota al borde del abismo y que o bien viven en el mismo campo
desertan constantemente, con sus harapos y sus hijos, del campo a las ciudades
y de las ciudades al campo. Por tanto,
los intereses de los campesinos no se hallan ya, como bajo Napoleón, en
consonancia, sin en contraposición con los intereses de la burguesía, con el
capital. Por eso los campesinos encuentran su aliado y jefe natural en
el proletariado urbano, que tiene por misión derrocar el orden
burgués. Pero el Gobierno fuerte y absoluto -que es
la segunda idée napoléoninne que viene a poner en práctica el
segundo Napoleón- está llamado a defender por la violencia este orden
«material». Y este orden material es también el tópico en todas las proclamas
de Bonaparte contra los campesinos rebeldes.
Junto a la hipoteca, que el capital
le impone, pesan sobre la parcela los impuestos. Los impuestos son la fuente de vida de la burocracia, del ejército, de los curas y de
la corte; en una palabra, de todo el aparado del poder ejecutivo. Un
gobierno fuerte e impuestos elevados son cosas idénticas. La propiedad
parcelaria se presta por la naturaleza para servir de base a una burocracia
omnipotente e innumerable. Crea un nivel igual de relaciones y de personas en
toda la faz del país. Ofrece también, por tanto, la posibilidad de influir por
igual sobre todos los puntos de esta masa igual desde un centro supremo.
Destruye los grados intermedios aristocráticos entre la masa del pueblo y el
poder del Estado. Provoca, por tanto, desde todos los lados, la injerencia
directa de este poder estatal y la interposición de sus órganos inmediatos. Y,
finalmente, crea una superpoblación parada y no encuentra cabida ni en el campo
ni en las ciudades y que, por tanto, echa mano de los cargos públicos como de
una respetable limosna, provocando la creación de cargos del Estado. Con los
nuevos mercados que abrió a punta de bayoneta, con el saqueo del continente,
Napoleón devolvió los impuestos forzosos con sus intereses. Estos impuestos
eran entonces un acicate para la industria del campesino, mientras que ahora
privan a su industria de sus últimos recursos y acaban de exponerle indefenso
al pauperismo. Y de todas las idées napoléoniennes, la de una
enorme burocracia, bien galoneada y bien cebada, es la que más agrada al
segundo Bonaparte. ¿Y cómo no había de
agradarle, si se ve obligado a crear, junto a las clases reales de la sociedad
una casta artificial, para la que el mantenimiento de su régimen es un problema
de cuchillo y tenedor? Por eso, una de sus primeras operaciones financieras
consistió en elevar nuevamente los sueldos de los funcionarios a su altura
antigua y en crear nuevas sinecuras.
Otra idée
napoléonienne es la dominación de los curas como
medio de gobierno. Pero si la parcela recién creada, en su armonía con la
sociedad, en su dependencia de las fuerzas de la naturaleza y en su sumisión a
la autoridad que la protegía desde lo alto era, naturalmente, religiosa, esta
parcela, comida de deuda, divorciada de la sociedad y de la autoridad y forzada
a salirse de sus propios horizontes, limitados, se hace, naturalmente,
irreligiosa. El cielo era una añadidura muy hermosa al pequeño pedazo de tierra
acabado de adquirir, tanto más cuanto que de él viene el sol y la lluvia, pero
se convierte en un insulto tan pronto como se le quiere imponer a cambio de la
parcela. En este caso, el cura ya sólo aparece como el ungido perro rastreador
de la policía terrenal: otra idée napoléonienne. La próxima vez, la expedición
contra Roma se llevará a cabo en la misma Francia, pero en sentido inverso al
del señor Montalembert.
Finalmente,
el punto culminante de las idées napoléoniennes es la
preponderancia del ejército. El
ejército era el point d'honneur de los campesinos parcelarios, eran ellos
mismos convertidos en héroes, defendiendo su nueva propiedad contra el enemigo
de fuera, glorificando su nacionalidad recién conquistada, saqueando y
revolucionando el mundo. El uniforme era su ropa de gala; la guerra su poesía;
la parcela, prolongada y redondeada en
la fantasía, la patria, y el
patriotismo la forma ideal del sentido de la propiedad. Pero los enemigos
contra quienes ahora tiene que defender su propiedad el campesino francés no
son los cosacos, son los alguaciles y los agentes ejecutivos del fisco. La
parcela no está ya enclavada en lo que llaman patria, sino en el registro
hipotecario. El mismo ejército ya no es
la flor de la juventud campesina, sino la flor del pantano del lumpemproletariado campesino. Está formado en su
mayoría por remplaçants, por sustitutos, del mismo modo que el
segundo Bonaparte no es más que el remplaçant, el sustituto de
Napoleón. sus hazañas heroicas consisten ahora en las cacerías y batidas contra
los campesinos, en el servicio de gendarmería, y si las contradicciones
internas de su sistema lanzan al jefe de la Sociedad del 10 de diciembre del
otro lado de la frontera francesa, tras algunas hazañas de bandidaje el
ejército no cosechará precisamente laureles, sino palos.
Como vemos,
todas las «idées napoléoniennes» son las ideas de la parcela
incipiente, juvenil, pero constituyen un contrasentido para la parcela
caduca. No son más que las alucinaciones de su agonía, palabras convertidas en
frases, espíritus convertidos en fantasmas. Pero la parodia del imperio era
necesaria para liberar a la masa de la nación francesa de peso de la tradición
y hacer que se destacase nítidamente la contraposición entre el Estado y la
sociedad. Conforme avanza la ruina de la propiedad parcelaria, se derrumba el
edificio del Estado construido sobre ella. La
centralización del Estado, que la sociedad moderna necesita, sólo se levanta
sobre las ruinas de la máquina burocrático-militar de gobierno, forjada por
oposición al feudalismo.
Las
condiciones de los campesinos franceses nos descubren el misterio de las
elecciones generales del 20 y 21 de diciembre, que llevaron al segundo
Bonaparte al Sinaí pero no para recibir leyes, sino para darlas.
Manifiestamente,
la burguesía no tenía ahora más opción que elegir a Bonaparte. Cuando, en el
Concilio de Constanza, los puritanos se quejaban de la vida licenciosa de los
papas y gemían acerca de la necesidad de reformar las costumbres, el cardenal
Pierre d'Ailly dijo, con voz tonante: «¡Cuando sólo el demonio en persona puede
salvar a la Iglesia católica, vosotros pedís ángeles!» La burguesía francesa
exclamó también, después del coup d'état: ¡Sólo el jefe de la
Sociedad del 10 de Diciembre puede ya salvar a la sociedad burguesa! ¡Sólo el
robo puede salvar a la propiedad, el perjurio a la religión, el bastardismo a
la familia, y el desorden al orden!
Bonaparte,
como poder ejecutivo convertido en fuerza independiente, se cree llamado a garantizar el «orden burgués». Pero la fuerza de este
orden burgués está en la clase media. Se cree,
por tanto, representante de la clase media y
promulga decretos en este sentido. Pero si es algo, es gracias a haber roto y
romper de nuevo diariamente la fuerza política de esta clase media. Se afirma,
por tanto, como adversario de la fuerza política y literaria de la clase media.
Pero, al proteger su fuerza material, engendra de nuevo su fuerza política. Se
trata, por tanto, de mantener viva la causa, pero de suprimir el efecto allí
donde éste se manifieste. Pero esto no es posible sin una pequeña confusión de
causa y efecto, pues al influir el uno sobre la otra y viceversa, ambos pierden
sus características distintivas. Nuevos decretos que borran la línea divisoria. Bonaparte se reconoce al mismo tiempo,
frente a la burguesía, como representante de los campesinos y del pueblo en general, llamado a hacer felices dentro de
la sociedad burguesa a las clases inferiores del pueblo. Nuevos decretos,
que estafan de antemano a los «verdaderos socialistas» su sabiduría de
gobernantes. Pero Bonaparte se sabe ante
todo jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre, representante del lumpemproletariado,
al que pertenece él mismo, su entourage, su Gobierno y su ejército,
y al que ante todo le interesa beneficiarse a sí mismo y sacar premios de
lotería californiana del Tesoro público. Y se confirma como jefe de la Sociedad
del 10 de Diciembre con decretos, sin decretos y a pesar de los decretos.
Esta misión
contradictoria del hombre explica las contradicciones de su Gobierno, el
confuso tantear aquí y allá, que procura tan pronto atraerse como humillar,
unas veces a esta y otras veces a aquella clase, poniéndolas a todas por igual
en contra suya, y cuya inseguridad práctica forma un contraste altamente cómico
con el estilo imperioso y categórico de sus actos de gobierno, estilo imitado
sumisamente del tío.
La industria
y el comercio, es decir, los negocios de la clase media, deben florecer como
planta de estufa bajo el Gobierno fuerte. Se otorga un sinnúmero de concesiones
ferroviarias. Pero el lumpemproletariado
bonapartista tiene que enriquecerse.
Manejos especulativos con las concesiones ferroviarias en la Bolsa por gentes
iniciadas de antemano. Pero no se presenta ningún capital para los
ferrocarriles. Se obliga al Banco a
adelantar dinero a cuenta de las acciones ferroviarias. Pero, al mismo tiempo, hay que explotar personalmente al Banco, y, por tanto, halagarlo. Se exime al Banco del deber de
publicar semanalmente sus informes. Contrato leonino del Banco con el Gobierno.
Hay que dar trabajo al pueblo. Se
ordenan obras públicas. Pero las
obras públicas aumentan las cargas tributarias del pueblo. Por tanto, rebaja de los impuestos mediante un ataque
contra los rentistas, convirtiendo las rentas al 5 por 100 en renta al 4,5 por
100. Pero hay que dar un poco de miel a
la burguesía. Por tanto, se duplica el impuesto sobre el vino para el pueblo, que lo bebe al por menor, y se
rebaja a la mitad para la clase media,
que lo bebe al por mayor. Se disuelven las asociaciones
obreras existentes, pero se prometen milagros de asociación para e
porvenir. Hay que ayudar a los campesinos: Bancos
hipotecarios, que aceleran su endeudamiento y la concentración de la propiedad.
Pero a estos Bancos hay que utilizarlos para sacar dinero de los bienes
confiscados de la casa de Orleans. No hay ningún capitalista que se preste a
esta condición, que no figura en el decreto, y el Banco hipotecario se queda
reducido a mero decreto, etc.
Bonaparte quisiera aparecer como el
bienhechor patriarcal de todas las clases. Pero no puede dar nada a una sin
quitárselo a la otra.
Y así como en los tiempos de la Fronda se decía del duque de Guisa que era el
hombre más obligeant de Francia, porque había convertido todas
sus fincas en obligaciones de sus partidarios, contra él mismo, Bonaparte
quisiera ser también el hombre más obligeant de Francia y convertir toda la
propiedad y todo el trabajo de Francia en una obligación personal contra él
mismo. Quisiera robar a Francia entera para regalársela a Francia, o mejor
dicho, para comprar de nuevo a Francia con dinero francés, pues como jefe de la
Sociedad del 10 de Diciembre tiene necesariamente que comprar lo que quiere que
le pertenezca. Y en institución del soborno se convierten todas las
instituciones del Estado: el Senado, el Consejo de Estado, el Cuerpo
Legislativo, la Legión de Honor, la medalla del soldado, los lavaderos, los
edificios públicos, los ferrocarriles, el Estado Mayor de la Guardia Nacional
sin soldados rasos, los bienes confiscados de la casa de Orleans. En medio de
soborno se convierten todos los puestos del ejército y de la máquina de
gobierno. Pero lo más importante de este proceso en que se toma a Francia para
entregársela a ella misma, son los tantos por ciento que durante la operación
de cambio se embolsan el jefe y los individuos de la Sociedad del 10 de
Diciembre. El chiste con el que la condesa L., la amante del señor de Morny,
caracterizaba la confiscación de los bienes orleanistas; «C'est le premier
vol de l'aigle» (*) [«Es
el primer vuelo (= robo) del águila»], puede aplicarse a todos los vuelos de
este águila, que más que águila es cuervo. Tanto él
como sus adeptos se gritan diariamente, como aquel cartujo italiano al avaro,
que contaba jactanciosamente los bienes que habría de disfrutar durante largos
años: «Tu fai conto sopra il beni, bisogna prima far il conto sopra gli anni» (**).
Para no equivocarse en los años, echan las cuentas por minutos. En la corte, en
los ministerios, en la cumbre de la administración y del ejército, se amontona
un tropel de bribones, del mejor de los cuales puede decirse que no sabe de
dónde viene, una bohème estrepitosa, sospechosa y ávida de saqueo, que se
arrastra en sus casacas galoneadas con la misma grotesca dignidad que los
grandes dignatarios de Soulouque. Si queremos representarnos plásticamente esta
capa superior de la Sociedad del 10 de Diciembre, nos basta con saber que Véron-Crevel (***) es
su predicador de moral y Granier de Cassagnca su pensador.
Guando Guizot, durante su ministerio, utilizó a este Granier en un periodicucho
contra la oposición dinástica, solía ensalzarlo con esta frase: «C'est le
roi des drôles», «es el rey de los bufones». Sería injusto recordar a
propósito de la corte y de la tribu de Luis Bonaparte a la Regencia o a Luis
XV. Pues «Francia ha pasado ya con frecuencia por un gobierno de favoritas pero
nunca todavía por un gobierno de chulos»
Acosado por
las exigencias contradictorias de su situación y al mismo tiempo obligado como
un prestidigitador a atraer hacia sí, mediante sorpresas constantes, las
miradas del público, como hacía el sustituto de Napoleón, y por tanto a
ejecutar todos los días un golpe de Estado en miniatura, Bonaparte lleva el
caos a toda la economía burguesa, atenta contra todo lo que a la revolución de
1848 había parecido intangible, hace a unos pacientes para la revolución y a
otros ansiosas de ella, y engendra una verdadera anarquía en nombre del orden,
despojando al mismo tiempo a toda la máquina del Estado al halo de santidad,
profanándola, haciéndola a la par asquerosa y ridícula. Copia en París, bajo la
forma de culto del manto imperial de Napoleón, el culto a la sagrada túnica de
Tréveris. Pero si por último el manto imperial cae sobre los hombros de Luis Bonaparte,
la estatua de bronce de Napoleón se vendrá a tierra desde lo alto de la Columna
de Vendôme.
NOTAS
* La palabra vol significa vuelo y robo (N. de Marx.)
** «Cuentas los bienes, cuando lo que debieras contar son los años». (N. de Marx.)
*** En su obra La Cousine Bette, Balzac presenta en Grevel, personaje inspirado en el doctor Véron, propietario del periódico Constitutionnel, al tipo de filisteo más libertino de París. (N. de Marx.)
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