Consumo, inversión y crisis
Al artículo le he añadido algunas obras
de Marx, de Rosa Luxemburgo y Paul Mattick
13-10-2010
El presente
ensayo presenta un bosquejo de la evolución de las ideas económicas —académicas
y socialistas— sobre las crisis y el sistema que las genera. Se discuten
diversas explicaciones de por qué la economía capitalista tiende a oscilar
entre periodos de expansión y periodos de crisis y se comentan diversas teorías
sobre qué variables son más importantes como determinantes del estado de
expansión o recesión de la economía, prestando especial atención a las ideas de
la escuela keynesiana y de Marx.
I. La fábula de la cisterna
Érase un país muy seco en el que algunos, más emprendedores,
habían construido cisternas y depósitos en los que almacenaban agua. Y vino una
época de gran sequía y los sedientos querían beber agua de las cisternas y los
dueños de las cisternas, a los que llamaban empresarios o capitalistas, dijeron
sí, os daremos agua, pero tenéis que convertiros en servidores nuestros. Y la
gente sedienta aceptó. Y los capitalistas, que eran sagaces y emprendedores,
organizaron a los que estaban a su servicio en distintos grupos, unos que sacaban
el agua de las fuentes; otros que la transportaban; otros que construían
caminos o hacían otras tareas. Y cada grupo tenía un capataz y luego había
jefes de los capataces y supervisores de los jefes y supervisores de los
supervisores y así hasta llegar a los gerentes, que trataban directamente con
los capitalistas. Y por orden de los capitalistas se construyó una gran
cisterna donde se echaba todo el agua. Esa gran cisterna se llamó Mercado.
Los capitalistas y sus gerentes dijeron a la gente que habría que
pagar dos peniques por cada cubo de agua que se sacara de la cisterna, y ellos,
los capitalistas, pagarían un penique por cada cubo de agua que se echara a
ella. Ese penique se llamaría salario, dijeron, y la diferencia de un penique
entre el salario por traer al Mercado un cubo de agua y el precio por sacar esa
misma agua del Mercado será nuestra ganancia o beneficio y, si no fuera por esa
ganancia, el Mercado no existiría, y todos perecerían de sed.
La gente, que era torpe y tenía sed aceptó el arreglo. Y eran
muchos y traían a la cisterna más agua de la que consumían ellos mismos, pues
por cada litro que recibían tenían que pagar el doble de lo que recibían por
cada litro que aportaban. Los capitalistas, que eran pocos, consumían mucha
agua, pero el agua cada vez llenaba más y más la cisterna. Y llegose así una
situación en la que la cisterna estaba tan llena que desbordaba y los
capitalistas dijeron que el Mercado estaba saturado y ordenaron que no se
siguiera trayendo agua y que todos se sentaran y se estuvieran quietos hasta
que el Mercado se vaciara. Pero como los trabajadores no trabajaban, no
recibían sus salarios y no podían pagar el agua a los capitalistas, así que
estos no recibían su ganancia. Y por falta de ganancia no había salario y por
falta de salario no había ganancia. Y todos estaban disconformes y cada vez
había más gente sedienta. Y entonces los capitalistas mandaron a vocear en los
caminos que había agua disponible en el Mercado, pero nadie venía, y quienes
venían decían que lo que querían eran salarios para poder comprar el agua. Pero
los capitalistas no querían contratar a nadie porque ya había demasiada agua en
el Mercado.
Se dijo entonces que había una crisis y cuando se preguntó a los
nigromantes, a los que también se llamaba economistas, cuál era la razón de que
esa crisis ocurriera, unos dijeron que era debida a la superproducción, otros
dijeron que se trataba de “una recesión” y hubo quienes farfullaron incluso que
era “una depresión”, pero solo “coyuntural”, y que se debía a los cambios en
las manchas solares. Y cuando los nigromantes fueron a contarle esas historias
al pueblo, la gente les miró con incredulidad y les increpó, preguntándoles
cómo podía ser que la miseria y la penuria vinieran de la abundancia. Y los
nigromantes volvieron a sus patronos, los capitalistas y les dijeron que uno de
los misterios de su oficio es que los que les oyen les dejan de creer cuando
tienen sed. Y los capitalistas contrataron entonces a ancianos venerables, que
eran realmente falsos profetas, que dijeron que la crisis era un castigo de
Dios para enseñar humildad a los hombres. Y la gente sedienta se rebeló y hubo
tumultos para apoderarse del agua, pero los capitalistas habían contratado
militares y policías a los que pagaban generosamente, y quienes protestaban
eran apaleados o enviados a la cárcel.
Mientras tanto los capitalistas habían construido fuentes y
piscinas y habían derrochado el agua. Y así, llegó un momento en que el Mercado
se vació y volvió a aceptar agua. Se dijo entonces que había acabado la crisis
y los capitalistas volvieron a contratar y hubo otra vez agua para todos. Pero
pasaron pocos años, y como el salario de un penique producía lo que se vendía a
dos peniques, volvió a llegar el punto en el que el Mercado estaba abarrotado y
hubo otra crisis. Así ocurrió una y otra vez. Y vinieron entonces individuos a
los que los capitalistas y sus lacayos llamaban agitadores, que dijeron que la
causa de la crisis era que quienes producían solo recibían un penique por lo
que luego se vendía a dos peniques y que así siempre tendría que haber crisis
recurrentes en las que la cisterna estuviera repleta mientras la gente se moría
de sed. Y los agitadores dijeron también que todo eso no pasaría si no hubiera
capitalistas.
Así era más o menos una fábula que leí cuando era un adolescente y
que me impresionó mucho. Como las películas de Hollywood, tenía un final feliz
que no contaré aquí. La fábula se titulaba El
mercado, y su autor, Edward
Bellamy, estadounidense, vivió durante la segunda mitad del siglo XIX,
falleciendo en 1898, a la edad de 48 años. Fue al parecer un periodista y
escritor popular conocido por sus ideas socialistas. Lo interesante es que en
la versión de El mercado que yo leí consta como traductor
Enrique Barón, quien —a no ser que se trate de una extraña coincidencia de
nombres—, es hoy diputado en el parlamento europeo por el grupo socialista.
Grupo que, por supuesto, no parece albergar actualmente ninguna intención de
suprimir ni el mercado ni los capitalistas.
II. Las ideas de Marx sobre cómo funciona
el capitalismo
Desde que en el siglo XIX comenzaron a adquirir un perfil más o
menos claramente definido las ideas que en el siglo XX se llamaron a veces
socialdemócratas, a veces socialistas, a veces comunistas, un componente básico
de las mismas fueron las nociones sobre el funcionamiento de la economía
capitalista. Muchas de las organizaciones y partidos políticos que se formaron
en la segunda mitad del siglo XIX y que adoptaron la denominación de
socialdemócratas o socialistas aceptaron de forma más o menos laxa las ideas
económicas de Carlos Marx y Federico Engels, que en 1848 habían publicado el
famoso Manifiesto del Partido
Comunista. Durante toda su vida Marx fue un investigador activo de los
problemas económicos y sociales a la vez que participaba en la labor política
de las asociaciones de trabajadores de las que a menudo formó parte. En obras
como Miseria de la
filosofía (1847), que era básicamente una crítica a las ideas del libro Filosofía de la Miseria de Pierre-Joseph Proudhon, y en
folletos como Trabajo
asalariado y capital (1849)
y Salario, precio y
ganancia (1865), Marx ya expuso los aspectos principales de sus
concepciones económicas, algunas de las cuales presentó mucho más en detalle en
forma de libro en 1858, en su Contribución
a la crítica de la economía política. Nueve años después, e n 1867, se publicó el primer tomo de El
Capital, que Marx presentó como una
versión más acabada y mucho más desarrollada de las ideas bosquejadas en la Contribución. Aunque Marx
prometió que ese primer tomo de El
Capital tendría continuación,
ya que era solo el primero de varios volúmenes, a
su muerte en 1883 no había publicado nada más
sobre temas económicos, salvo artículos periodísticos y un capítulo (un bosquejo de historia del pensamiento
económico) del Anti-Dühring, el libro que Federico Engels escribió contra Eugen Dühring
y que apareció en 1878. Parece ser que, ya viejo y con mala salud, Marx le dijo
a su hija que si moría le diera a su amigo Federico sus papeles sobre temas
económicos, que él “haría algo con ellos”. De hecho, lo que Federico Engels
hizo fue publicar los tomos II y III de El
capital a partir del caos de
fragmentos incompletos que Marx había dejado. Mucho más tarde se publicaron las
voluminosas Teorías sobre la plusvalía, que pueden considerarse el tomo
IV de El Capital. En 1939 se
publicó en Moscú u n largo manuscrito de Marx hasta entonces inédito, titulado Grundrisse
der Kritik der Politischen Ökonomie, que
se tradujo a nuestro idioma como Fundamentos de la crítica de la economía política y
como Líneas fundamentales de
la crítica de la economía política (aunque,
al parecer, Grundrisse significa “bosquejo” o “borrador”
más que “fundamentos”).
A pesar de su estado fragmentario y su publicación incompleta y a
menudo mediada por la interpretación de Engels, que no siempre ha sido
considerada acertada, la obra económica de Marx fue vista por algunos
economistas del siglo XX como Joseph Schumpeter, Wesley Mitchell, Joan Robinson
o Nicholas Georgescu-Roegen como una contribución clave a la economía moderna.
Pero en esto esos economistas eran atípicos. Una mayoría abrumadora de los
economistas académicos siguieron la tradición de Francis Edgeworth y otros y
descalificaron las ideas de Marx como extremistas y panfletarias, además de
proclamar que su teoría no era científica por contener importantes
incoherencias.
Si hubiera que resumir en pocas palabras las ideas básicas de Marx
sobre cómo funciona el capitalismo, quizá podría decirse que, ante todo, Marx crítica
como fundamentalmente falsa la visión de Adam Smith y David Ricardo —que es
también la de la economía académica moderna— en la que los mercados tienden a
equilibrarse de forma que la oferta y la demanda se igualan, todo lo que se
produce se vende, quienes quieren trabajar, trabajan, y la sociedad ve
satisfechas sus necesidades de forma cada vez más perfecta, mediante un sistema
en el que cada persona busca su propio interés. Para Marx, en el sistema capitalista
la relación económica principal es la del trabajo asalariado que enfrenta en el
mercado laboral a quienes han de vender su fuerza de
trabajo y a quienes, adquiriendo dicha fuerza y usándola en procesos
productivos, expanden su capital. Esa relación
económica implica la explotación del trabajo
asalariado, ya que el salario que
reciben en conjunto los trabajadores es menor que el valor producido por el
trabajo correspondiente. De esa diferencia nace la
ganancia empresarial y de esa relación trabajo-capital depende que el
interés de los asalariados y los poseedores de capital sea contrapuesto, ya que
a mayor salario menor es la ganancia.
Igualmente para Marx la dinámica creada por el trabajo asalariado y por la
competencia entre empresas capitalistas para aumentar sus cuotas de mercado y
su ganancia hace que el capital y la riqueza tiendan a acumularse cada vez más,
y que sean cada vez más los asalariados, que
dependen para subsistir de la venta de su fuerza de trabajo. Marx también enfatizó que las
crisis económicas, los periodos en los que hay exceso de oferta en los
mercados, quiebras de empresas y desempleo generalizado son consustanciales
al capitalismo y funcionales para su
desenvolvimiento y solo mediante la superación
de dicho sistema será posible acabar con esas crisis.
III. Del surgimiento del “marxismo” al
hundimiento de la Segunda Internacional
Tras la muerte de Marx, en 1883, su amigo y popularizador Federico
Engels se convirtió en la autoridad intelectual indiscutida de los partidos de
la Segunda Internacional. Y ya antes de que Engels muriera en 1895 esos
partidos, generalmente denominados socialdemócratas o socialistas, habían
realizado grandes avances no solo en Europa, sino también en muchos países de
América, incluso en EEUU. La denominación “marxista” había sido
denostada por Marx, que ya viejo, asqueado de las ideas que defendían algunos
de los que se autodenominaban marxistas, confesó no serlo él mismo. Pero
tras su muerte el sustantivo “marxismo” y el adjetivo “marxista” fueron finalmente
aceptados como términos no peyorativos por Engels y por los miembros y
simpatizantes de los partidos de la Segunda Internacional. De esta eran
miembros prominentes en la primera década del siglo pasado por ejemplo Eduard
Bernstein, Wilhelm Liebknecht y su hijo Karl, Rosa Luxemburg, Karl Kautsky,
Vladimir Ilich Ulianov (alias Lenin), Anton Pannekoek y Benito Mussolini.
El partido más fuerte y poderoso de la Segunda Internacional era
el Sozialdemokratische Partei
Deutschlands, SPD, partido
socialdemócrata alemán, que entre 1878 y 1890 había estado proscrito. Cuando la
prohibición fue levantada, el SPD pudo presentarse a las elecciones y pronto
ganó una sustancial base de masas y creciente presencia institucional. En los
años previos a la Primera Guerra Mundial el partido siguió siendo
ideológicamente radical, pero muchos dirigentes del partido tendían a ser
moderados en la política diaria. Fue en el SPD donde tuvo lugar en la primera
década del siglo XX la controversia sobre “reforma o revolución”, que enfrentó fundamentalmente a Eduard Bernstein con Rosa
Luxemburg.
En cierta forma, la controversia puede considerarse originada en
el volumen II de El Capital que había aparecido, editado por
Engels, en 1885 y en el que se publicaron los esquemas de reproducción en los
que Marx establece las condiciones en las que el sistema podría mantenerse y
expandirse establemente, de tal forma que el valor de lo producido fuera
equivalente al valor de lo demandado en el mercado. Para unos, esos esquemas
solamente representaban un marco teórico que excluye la idea de que en el
capitalismo haya una falta permanente de poder adquisitivo para comprar lo que
se produce, pero no excluyen de ninguna forma la posibilidad y la necesidad de
que se produzcan crisis. En cambio para Tugan-Baranovsky y otros, esos esquemas
indicaban que Marx había concluido que el capitalismo es estable y que no tiene
por qué haber crisis. Teóricos de la socialdemocracia alemana o austriaca como
Hilferding, Kautsky y Otto Bauer argüían así que no solo no había tendencia a
la crisis, sino que si había algún proceso desestabilizador del sistema económico,
el sistema mismo tendería a recuperar el equilibrio.
En su folleto Reforma o revolución Rosa
Luxemburgo explicó que hasta entonces la teoría socialista había siempre
afirmado que el punto de partida para la transformación hacia el socialismo
sería una crisis general catastrófica. Decía que en esa concepción la idea
fundamental era que el fundamento científico del socialismo reside en que el
desarrollo capitalista lleva a tres consecuencias: (1) a la
anarquía creciente de la economía (2) a la socialización progresiva del proceso
de producción, que crea los gérmenes del futuro orden social; y (3) a la
creciente organización y conciencia de los asalariados, que constituye el
factor activo en la revolución que se avecina. Pero Bernstein, decía
Rosa Luxemburg, desecha el primero de esos tres resultados, rechazando la idea
de que el capitalismo desemboca en un colapso económico general. Pero entonces,
se preguntaba Luxemburg, ¿cómo y por qué habría de alcanzarse el objetivo final
del socialismo? "Según el socialismo científico, la necesidad histórica de
la revolución socialista se revela sobre todo en la anarquía creciente del
capitalismo, que provoca el impasse del sistema. Pero si uno concuerda con
Bernstein en que el desarrollo capitalista no se dirige hacia su propia ruina,
entonces el socialismo deja de ser una necesidad objetiva".
Si lo anterior se refería a la teoría, en cuanto a aspectos
prácticos Bernstein afirmaba que, dado que el capitalismo estaba estabilizado y
que el socialismo no estaba a la orden del día, la tarea fundamental era luchar
por reformas y por aumentar el apoyo electoral del partido. Rosa
Luxemburg sostenía en cambio que, aunque la lucha por reformas económicas o
políticas que beneficiaran directamente a la clase obrera era obviamente un
componente fundamental de la actividad del partido, la crítica del capitalismo
y la lucha por el socialismo, que antes o después habría de plantearse como
consecuencia de la crisis a la que estaba abocado el sistema económico, habían
de ser el objetivo principal y el punto focal de la propaganda partidista al
que habían de subordinarse las demás actividades.
Las propuestas de Luxemburg y quienes la apoyaron con más o menos
entusiasmo en la polémica contra Bernstein, como Kautsky y Parvus, parecieron
salir mejor paradas de la controversia en el partido, pero pocos años después, cuando
comenzó la guerra mundial, estuvo claro que, aunque ahora sí se daban
condiciones revolucionarias, la gran mayoría de los líderes del partido no
pretendían de ninguna forma una revolución: todo lo contrario, muchos de ellos
se opusieron activamente a la misma.
En las dos décadas previas a lo que luego se llamó la Gran Guerra
los partidos y los sindicatos obreros vinculados a la Segunda Internacional
proclamaban su intención de abolir el capitalismo e impulsar la solidaridad
internacional de los trabajadores. Incluso, cuando ya cerca de 1914 las
tensiones internacionales se agudizaron al punto de amenazar una guerra
generalizada en Europa, la Internacional aprobó resoluciones en las que
afirmaba que frente a una declaración de guerra llamaría a la huelga general y
proclamaría la hermandad internacional del proletariado. Pero eran solo
palabras. La guerra estalló y, prácticamente sin excepción, cada organización
socialdemócrata apoyó al gobierno de su país y los partidos y sindicatos
obreros se hicieron así cómplices directos de la carnicería que entre 1914 y
1918 asoló Europa, Oriente Medio y partes de África. Aunque fracciones
minoritarias de los partidos socialdemócratas (de las que eran miembros
destacados Lenin, Luxemburg, Liebknecht y Pannekoek) se
separaron para oponerse activamente a la guerra, la Segunda Internacional se
disolvió deshonrosamente en 1914, poco después del comienzo de las
hostilidades. Mucho más deshonrosa, si cabe, fue la participación de los
antiguos líderes socialdemócratas alemanes, como Gustav Noske y Friedrich
Ebert, en la represión de la revolución alemana que en 1918 fue factor clave
para que la guerra llegara a su fin. El partido socialdemócrata, directamente
vinculado a la tradición de Marx y Engels y otrora defensor del socialismo, de
la solidaridad de los trabajadores y de la revolución, se había convertido así
no solo en sostenedor del capitalismo militarista, sino en gestor directo de su
maquinaria militar y estatal. La complicidad socialdemócrata con el
imperialismo alemán durante la guerra y luego en la represión de la revolución
alemana y en las muertes de Rosa Luxemburg, Karl Liebknecht y otros muchos
revolucionarios liquidados por el militarismo alemán fueron factores clave en
el surgimiento de los partidos comunistas y de la Tercera Internacional
en la década de 1920.
IV. Las ideas económicas de Marx y la
socialdemocracia
Decir que en las primeras décadas del siglo XX las ideas
económicas de Marx habían sido olvidadas sería absurdo, porque realmente nunca
habían entrado al patrimonio de las organizaciones socialdemócratas y
sindicatos obreros. Las ideas económicas predominantes en las organizaciones
vinculadas a la Segunda Internacional eran las de un vago reformismo que
criticaba los excesos del capitalismo y que defendía el derecho de los
trabajadores a un “salario justo”. La parábola de El mercado de Edward Bellamy probablemente da una
buena idea de las ideas económicas predominantes entre quienes se decían
marxistas a finales del siglo XIX o principios del XX. Mientras que en la
fábula de Edward Bellamy los trabajadores reciben medio cubo de agua por cada
cubo que producen y la fábula sugiere abiertamente que hay intercambio desigual
entre trabajadores y capitalistas, en la teoría de Marx el valor de los
salarios representa el valor de lo necesario para reproducir la fuerza de
trabajo y, en ese sentido, los salarios representan un precio más, regulado por
su valor, y la explotación de los trabajadores no está basada en el intercambio
desigual, sino en la especial característica de la fuerza de trabajo, única
mercancía capaz de producir valor a la vez que se consume. Por otra parte, del
intercambio desigual de mercancías implícito en la fábula de Bellamy se deducen
claramente crisis de superproducción en las que los mercados están abarrotados
por falta de capacidad de compra de los consumidores, es decir, de los
trabajadores. Dicho de otro modo, si la principal relación de intercambio es la
de la fábula de la cisterna, es decir, que los trabajadores reciben un penique por
el trabajo que produce lo que luego se vende por dos peniques, es evidente que,
tarde o temprano, la capacidad adquisitiva de quienes reciben salarios no será
suficiente para comprar el producto total, y habrá entonces una crisis de
superproducción. Pero decir superproducción es lo mismo que decir falta de
consumo o “subconsumo”. Si, por ejemplo, los trabajadores recibieran como
salario 50% más, es decir, penique y medio en vez de un penique, y el precio de
lo producido por ese trabajo siguiera siendo dos peniques, la brecha de
subconsumo —o de superproducción, una cosa es el espejo de la otra— se
reduciría. Cuanto “más justo” sea el salario, cuanto más se acerque al precio
de lo que ese salario contribuye a producir, más difícil será que haya crisis de
superproducción. Y además, ante una situación de crisis, subir los salarios a
los trabadores generará más capacidad de consumo y tenderá así a estimular la
economía y a favorecer la recuperación económica tras una crisis. Todo esto
obvia un aspecto fundamental de la economía capitalista, la inversión, que
equivale en la jerga de la economía estándar a la acumulación del capital en la
jerga de Marx.
V. La teoría subconsumista
Rosa Luxemburgo creyó que en El
Capital Marx había ignorado
elementos importantes de falta de demanda o de desequilibrio en el desarrollo
de los distintos sectores de la economía capitalista. Así en su libro La
acumulación del capital, publicado en 1913, defendió la idea de que
para el capitalismo es fundamental la demanda de artículos de consumo
procedente de los países y regiones atrasados del mundo no capitalista. Varios
años antes en sus lecciones de economía dictadas en la escuela del partido
socialdemócrata (en castellano esas lecciones, excelentes e interesantísimas,
están publicadas con el título de Introducción
a la economía política) Luxemburg había defendido bastante
claramente ideas subconsumistas. Las ideas sobre la necesidad de mercados en
regiones atrasadas para los productos producidos en economías capitalistas
avanzadas fueron rechazadas por incorrectas por diversos teóricos socialistas
destacados (Pannekoek, Lenin, Bukharin, etc.) de la época, pero es de
suponer que tendrían cierta penetración en los círculos socialistas de la
época. De hecho, es evidente que varias décadas después influyeron sobre otra
autora destacada, la inglesa Joan Robinson, probablemente la economista más
importante del siglo XX, una de cuyas obras, La
acumulación del capital, lleva
un título idéntico al libro de Rosa Luxemburg.
Es probable que Gran Bretaña fuera el país en el que las ideas
subconsumistas alcanzaron mayor desarrollo, ya que a finales del siglo XIX y
comienzos del XX fueron elaboradas y popularizadas por autores como Major
Douglas y John Hobson. Esas ideas subconsumistas se remontaban a Malthus y
Sismondi, pero en general habían sido denostadas por los economistas
académicos, que aceptaban la idea básica del equilibrio de los mercados,
elevada a la categoría de principio por los fundadores de la “ciencia
económica”, Adam Smith y David Ricardo. Pero fue otro inglés, John
Maynard Keynes, quien volvió a traer el subconsumismo a la ortodoxia económica
cuando hizo suya la teoría subconsumista en su Teoría general del empleo, el tipo
de interés y el dinero, escrita
y publicada en medio de la Gran Depresión de los años treinta.
Las ideas de Lord Keynes habían sido anticipadas en los años
previos a la segunda guerra mundial por un economista polaco, Michal Kalecky, y
tras la guerra y la muerte de Keynes en 1946 la escuela keynesiana se prolongó
en la obra de Kalecki y otros economistas como Joan Robinson, Abba Lerner,
Hyman Minsky y John Kenneth Galbraith, a menudo denominados poskeynesianos.
Otros economistas como Paul Krugman, Joseph Stiglitz o Larry Summers podrían
también ser considerados keynesianos, aunque estos prestan menos atención a la
“ortodoxia” keynesiana y, por otra parte, aunque a menudo son agrupados bajo el
calificativo de neokeynesianos, tienen entre sí serias discrepancias y son
neoclásicos en todo lo fundamental. Su keynesianismo pasa sobre todo por
aceptar que hay algunas rigideces de precios e imperfecciones en los mercados
debidas a asimetrías de información o problemas de principal/agente.
Idea básica de la escuela keynesiana es que la economía capitalista
tiende al estancamiento, a la falta de crecimiento, lo que produce desempleo
estructural. El desempleo generalizado, la desocupación crónica, se convierte
así en problema clave del capitalismo. Problema que, por otra
parte, puede resolverse mediante una política económica adecuada.
Igualmente importante es el énfasis en la tendencia del capitalismo a producir
especulación, que desemboca a su vez en crisis en los mercados financieros
(donde solo se maneja dinero y “cosas” que representan dinero). Esas crisis
generarían a su vez enormes problemas en la economía real (es decir, en la
producción de bienes y servicios), a saber, quiebras empresariales y despidos
masivos de trabajadores que quedan desempleados. El estadounidense Hyman Minsky
puso especial énfasis en la idea de que la tendencia a la especulación
financiera, consustancial al capitalismo, producirá crisis económicas repetidas
si no se previene mediante regulaciones efectivas. Esa es
una idea clave en la visión keynesiana general, en la que los males del
capitalismo pueden evitarse mediante una política económica apropiada, que
incluya las regulaciones pertinentes e intervenciones del Estado cuando sea
necesario.
Keynes había profetizado que si se actuaba apropiadamente, el
capitalismo resolvería en tan solo unas pocas décadas “el problema económico”,
la penuria y la escasez que la humanidad había enfrentado desde el comienzo de
la historia. La jornada de trabajo se reduciría a unas pocas horas diarias y
los seres humanos se enfrentarían a un nuevo problema, la necesidad de resolver
qué hacer con su tiempo libre. Casi tres cuartos de siglo después de la
muerte de Keynes y con sus políticas aplicadas en muchos países por partidos
socialdemócratas y socialistas, especialmente en los países del norte de Europa
(figura 1), las crisis económicas en las que el desempleo alcanza proporciones
masivas siguen siendo recurrentes en el capitalismo, que en el último medio
siglo ha coexistido en muchos países con desempleo crónico de larga duración. En
cuanto a la jornada laboral, desde que hace ya casi un siglo se consiguió en
muchos países reducirla a 8 horas desde las 12 o incluso 14 horas diarias
típicas de la Inglaterra de la revolución industrial, ha habido pocos progresos
y, de hecho, en muchos países en décadas recientes (particularmente en EEUU y
en Japón) la jornada de trabajo ha vuelto a prolongarse, tal como ha mostrado
elocuentemente Pietro Basso.
VI. Las ideas económicas en el siglo XX
En el periodo entre las dos guerras mundiales, mientras el mundo
occidental pasaba por periodos de prosperidad (los “rugientes” años veinte) y
recesiones (de las que la Gran Depresión de los años treinta fue la más
importante), la Internacional Comunista devino cada vez más en un instrumento de
política exterior de la Unión Soviética, que desde de su fundación
había estado aislada y combatida por el resto del mundo. Poco interesada en
promover la revolución mundial y mucho más en ser aceptada en convivencia
pacífica por las potencias de la época, frente al ascenso del nazismo a
mediados de los años treinta la URSS de Stalin y los partidos comunistas
proclamaron la necesidad del frente único antifascista, llamando a la unidad
con los antiguos socialdemócratas. Las viejas acusaciones contra
la socialdemocracia, que había traicionado los intereses de la clase asalariada
pasándose al capital con armas y bagajes fueron así archivadas.
Muchos factores hicieron que en la segunda mitad del siglo XX se
produjera una confluencia entre las ideas “de izquierda” y la visión económica
keynesiana.
En primer lugar, en la Segunda Guerra Mundial la URSS luchó junto
con países capitalistas en contra de lo que entonces se presentó como “lo peor
del capitalismo, el fascismo”. Resultaba así que la crítica contra el
capitalismo en general quedaba relegada frente a la lucha contra “lo peor” de
ese capitalismo.
En segundo lugar, las políticas de planificación y regulación de
la economía en EEUU, bajo Roosevelt y Truman, de Gran Bretaña bajo los
laboristas y de los países escandinavos bajo los socialdemócratas, cada vez se
parecían más a una especie de transición pacífica hacia una economía mixta y
planificada, quizá socialista. En esos países el Estado cada vez tenía una
participación mayor en la economía y en la visión “de izquierda”, cada vez más
estatista, la característica esencial del socialismo no era el ser una economía
democrática, autogestionada por los trabajadores mismos, como Marx y los
comunistas del siglo XIX habían propuesto, sino el ser una economía
gestionada y planificada por una autoridad central que se identifica con el
Estado. Que esas ideas estuvieran cada vez más diseminadas en “la izquierda” no
es de extrañar, ya que las promovían tanto los partidos socialdemócratas como
los partidos comunistas occidentales, que con mayor o menor entusiasmo
defendían el supuesto socialismo de la Unión Soviética y los demás países
entonces denominados socialistas, en los que el autoritarismo político se
combinaba con un control casi absoluto de la esfera económica por parte del
Estado
Figura 1. Tasa de desempleo (en porcentaje) en cinco países europeos: España
(en amarillo), Dinamarca (en rojo), Finlandia (en verde), Suecia (en morado) y
Noruega (en azul). Nótese el importante aumento del desempleo a comienzos de
los años noventa. Los datos disponibles en esta base de datos de la OMS-Europa
solo alcanzan al 2008 y los efectos de la recesión mundial que se inició a
finales del 2007 solo se reflejan en la figura en alguna medida en el caso de
Suecia. Por ejemplo, según estimaciones de la Oficina de Estadísticas Laborales
estadounidense, la tasa de desempleo en Suecia aumentó del 6,0% en el 2008 al
8,2% en el 2009. Las estimaciones para España en el 2009 son cercanas al 20%
En tercer lugar, muchos economistas de renombre y de posiciones
políticas más o menos “de izquierda” desarrollaron una teoría más o menos
difusa en la que se pretendía hacer una síntesis “superadora” de las viejas
ideas de Marx con las aportaciones de Keynes y la economía académica moderna
con su instrumental estadístico y matemático. Uno de ellos fue el econometrista
Oskar Lange, que defendió la planificación socialista frente a las acusaciones
de los economistas conservadores para los cuales es imposible que una autoridad
central pueda regular eficazmente las necesidades de la sociedad, que
supuestamente el mercado revela y satisface eficazmente. Michal Kalecki trabajó
como economista en la Polonia gobernada por los comunistas y analizó los ciclos
de expansión-recesión en la economía capitalista poniendo especial interés en
la distribución del producto de la economía entre las clases sociales. Un caso
particularmente interesante es el de Joan Robinson, que comenzando en la órbita
keynesiana y en la crítica de la economía académica desde posiciones
racionalistas de las que hay mucho que aprender, emprendió un estudio de las
ideas económicas de Marx, aceptó muchas de ellas rechazando la teoría marxiana
del valor, y derivó poco a poco hacia posiciones cada vez más izquierdistas,
llegando a ser simpatizante del comunismo maoísta y a escribir un libro sobre
la revolución cultural china.
Estos y otros autores decían inspirarse tanto en la teoría de
Keynes como en las ideas económicas socialistas. Como, además, a partir de los
años sesenta las ideas de Keynes comenzaron a ser consideradas erróneas, por
Milton Friedman y otros astros ascendentes de la economía académica, e
izquierdistas, por los políticos en el poder, muchos intelectuales
izquierdistas comenzaron a creer que las ideas subconsumistas en general o las
ideas de Keynes en particular tenían mucho que ver con las ideas de Marx, y que
una sabia combinación de los ideales socialistas que se remontaban a Marx y la
teoría económica desarrollada por Keynes y Kalecki podría explicar bien la
realidad.
Dos economistas estadounidenses en particular, ambos izquierdistas,
Paul Baran y Paul M. Sweezy, fueron especialmente importantes en el desarrollo
de esta tendencia, ya que en sus obras y en las publicaciones de la influyente
revista que fundaron, Monthly
Review, Baran y Sweezy
hicieron una síntesis de las ideas de Marx y de Keynes que, a su juicio, podían
combinarse para entender la economía capitalista y podían ser útiles en la
larga lucha del periodo de transición hacia el socialismo. Muy pocos autores se
opusieron desde la izquierda a esas ideas y a la (con) fusión de las teorías de
Marx y de Keynes. Entre los pocos que se opusieron a esa convergencia que en
cierto sentido podría considerarse como un intento de mezclar agua con aceite
podrían citarse el estadounidense William Blake, el francés Charles Bettelheim,
el alemán Paul Mattick y el polaco Henryk Grossman. Estos dos últimos merecen
especial mención.
Paul Mattick, obrero alemán sin formación académica que había
participado en las luchas revolucionarias al final de la Primera Guerra Mundial
y que luego emigró a EEUU, publicó en 1969 su obra Marx
y Keynes: los límites de la economía mixta, en la que criticaba la combinación de
las ideas de Marx con las de Keynes. En este y en otros muchos libros y
trabajos que publicó hasta su muerte en 1981, Mattick usó la teoría de Marx
para analizar la realidad económica del capitalismo del siglo XX, concluyendo
que en lo fundamental el análisis de Marx era válido en cuanto a describir las
tendencias generales y los mecanismos básicos del capitalismo como un sistema
económico de imposible regulación, permanentemente abocado a crisis económicas
y siempre generador de desigualdad social y miseria, crónica o transitoria. Mattick
fue también, por cierto, uno de los primeros autores dentro de la tradición
marxista que negó el carácter socialista de la URSS, ya en los años treinta.
Henryk Grossman, miembro de organizaciones socialistas en Polonia
durante las primeras décadas del siglo XX, fue estadístico por formación pero
su actividad profesional lo llevó hacia la investigación económica. En 1929
apareció en Alemania su obra Das
Akkumulations- und Zusammenbruchsgesetz des kapitalistischen Systems (zugleich
eine Krisentheorie) cuya
versión en castellano, publicada en México se titula La ley de la acumulacion y
del derrumbe del sistema capitalista: Una teoría de la crisis. En esta
obra, basada en una extensión del análisis de Marx, Grossman criticó las
nociones económicas de economistas socialdemócratas como Otto Bauer y reafirmó
mediante un análisis teórico basado en la teoría del valor de Marx la idea de
que las crisis son un fenómeno consustancial al capitalismo. Parecería que la
publicación del libro en 1929, justamente meses antes de que comenzara la Gran
Depresión —quizá la mayor crisis de la economía capitalista hasta hoy día— le
hubiera augurado un gran éxito intelectual. Pero no fue así, la obra fue
ignorada no sólo por la economía académica sino también por los economistas “de
izquierda”. Solo se tradujo al inglés en una versión malamente resumida y
fueron pocos quienes, como Paul Mattick, consideraron que Grossman era un autor
clave y que sus teorías económicas constituían un desarrollo científico de la
teoría de Marx.
Pero la ciencia avanza con muy distintas contribuciones y sería
absurdo pensar que no se puede aprender casi de cada autor que escribe o
investiga sobre algo. ¿No es entonces absurdo oponerse a un sano eclecticismo
que toma lo que es justo de cada autor y así va generando conocimiento
científico sólido? Sí, así es. Sin embargo, es peligroso confundir el
conocimiento científico sólido con la acumulación de ideas mal cocidas y sin
coherencia interna. La ciencia, que no es más que conocimiento sistematizado,
avanza resolviendo sus contradicciones internas y generando teorías más amplias
que superan las incompatibilidades entre las observaciones y las previsiones de
la teoría. Veamos entonces cuáles son las diferencias esenciales entre las
teorías de Marx y las de Keynes, por qué esas teorías no son compatibles y,
sobre todo, qué es lo que ocurre en la realidad económica, que es mucho más
importante que quién dijo esto o aquello.
VII. La dinámica del capitalismo
En la visión keynesiana el defecto principal de la economía
capitalista es que la oferta agregada (la suma de todos los precios de lo que
se ofrece en el mercado), tiende a ser mayor que la demanda agregada efectiva
(el dinero disponible para adquirir esos bienes en el mercado). Existe así una
falta de demanda que tiende a deprimir la economía. La solución
keynesiana es que el gobierno gaste más de lo que recolecta en impuestos para
crear demanda. Por otra parte, un aumento de los salarios implicaría un aumento
de la demanda y, por tanto, un estímulo a la economía y así muchos keynesianos
piensan que el aumento de salarios siempre mejora el funcionamiento del
sistema. De todas formas, muchos keynesianos también son conscientes de que un
aumento de salarios puede afectar la ganancia, y por ese lado la inversión. El
propio Keynes temía que incrementos salarios excesivos pudieran afectar a las
ganancias empresariales y en nuestros días keynesianos como Dean Baker afirman
claramente que es necesario que en países como España haya un “reajuste”, es
decir una disminución, de salarios.
Marx ve las cosas de otra manera. En primer lugar, para Marx el aumento de
salarios ocurre en las épocas en las que la economía está boyante, en
expansión, o sea, cuando el capital se acumula rápidamente, cuando hay mucha
inversión. En concreto, según explica Marx en el
capítulo de El Capital dedicado a la ley general de la
acumulación capitalista, los salarios suelen crecer como consecuencia de un
periodo de expansión intensa, cuando hay buenas ganancias y las empresas
contratan y se reduce el desempleo. Y entonces hay dos posibilidades. En primer
lugar puede que los salarios continúen
«subiendo, porque su alza no estorbe los progresos de la
acumulación; esto no tiene nada de maravilloso, pues, como dice Adam Smith,
“aunque la ganancia disminuya los capitales pueden seguir creciendo, y crecer
incluso más rápidamente que antes”».
La otra posibilidad es que la inversión se amortigüe al subir el
salario
«si esto embota el aguijón de la ganancia. La acumulación
disminuye, pero, al disminuir, desaparece la causa de su disminución [...]. Es
decir, que el propio mecanismo del proceso de producción capitalista se encarga
de vencer los obstáculos pasajeros que él mismo crea. El precio del trabajo
vuelve a descender al nivel que corresponde a
las necesidades de explotación del capital, nivel que puede ser inferior,
superior o igual al que se reputaba normal antes de producirse la subida de los
salarios.»
Resulta así que la cuantía en que hay inversión, o sea la tasa de
inversión, o en la terminología de Marx la tasa de acumulación, es la que
determina los salarios, no al revés. Según Marx:
«Para decirlo en términos matemáticos: la magnitud de la
acumulación es la variable independiente, la magnitud del salario la variable
dependiente, y no a la inversa.»
Lo que significa que
«A grandes rasgos, el movimiento general de los salarios se regula
exclusivamente por las expansiones
y contracciones del ejército industrial de reserva [la masa de desempleados], que
corresponden a las alternativas periódicas del ciclo industrial [el énfasis es de Marx].»
Que estas ideas de Marx son muy distintas a la visión de la
escuela keynesiana lo muestra claramente por ejemplo la siguiente cita del
ensayo de Kalecki sobre lucha de clases y distribución del ingreso (“Class
struggle and distribution of national income”):
«...un aumento salarial indicativo de que la fuerza de los
sindicatos está en alza conduce —contrariamente a lo que enseñan los preceptos
económicos clásicos— a un aumento del empleo. E, inversamente, una reducción
salarial, indicativa de una disminución del poder de negociación colectiva de
los sindicatos, lleva a una disminución del empleo. La debilidad de los
sindicatos en una depresión, manifestada por la posibilidad de que se recorten
los salarios, contribuye a que el desempleo se agrave, no a que se reduzca.»
Lo que Kalecki llama aquí “preceptos económicos clásicos” coincide
en este caso precisamente con la visión de Marx.
Mientras que la idea de que los aumentos salariales estimulan el
crecimiento de la economía capitalista implica una dirección de causalidad
desde el consumo, basado en la adquisición de bienes por los asalariados, al
crecimiento económico, en la visión de Marx la dirección de causalidad es
justamente la inversa, ya que es la economía en expansión, por haber mucha
inversión, o sea una tasa elevada de acumulación, la que aumenta la demanda de
fuerza de trabajo y hace así que tienda a aumentar el nivel de los salarios y
el consumo. La idea de que el aumento de los salarios crea demanda y favorece el
crecimiento económico —a menudo defendida por sindicatos o por autores
izquierdistas— tiene así poco que ver con la idea de Marx.
Nótese cómo esa idea de Marx de que el movimiento general de los
salarios, en lo fundamental se regula por las expansiones y contracciones del
ejército industrial de reserva, que corresponden a las alternativas periódicas
de los ciclos de expansión y recesión, podría interpretarse como una
exageración economicista de Marx. Y de hecho, Marx ha sido algunas veces
acusado por autores de izquierdas de ser economicista. “Todos
sabemos que el que suban o no los salarios depende fundamentalmente de la lucha
de clases”, podría argüir cualquier intelectual de izquierdas entre las
nubes de humo de su pipa. Pues resulta que Marx no lo ve así. A pesar
de que Marx siempre apoyó las luchas obreras por subidas salariales y mejores
condiciones de vida —y dedicó uno de sus folletos, Salario, precio y ganancia, a
defender la idea de que los trabajadores pueden conseguir mejoras a partir de
sus luchas— en su obra
general se opuso rotundamente a la idea de que esas luchas sean un factor
decisivo en la determinación de las condiciones de vida de los asalariados. Por
eso atacó resueltamente la idea de los miembros de los sindicatos ingleses, lastrade
unions, de que lo
fundamental, como el socialismo está todavía lejos, es la lucha por mejores
condiciones de vida y mejores remuneraciones.
La historia de ya casi siglo y medio de capitalismo desde la
muerte de Marx parece haber dado la razón a Marx en qué es lo que determina
fundamentalmente los salarios. En lo que hace a ingresos las condiciones de
vida de los asalariados han mejorado sobre todo en las épocas de expansión y
crecimiento del capitalismo. Las huelgas y las luchas sindicales pueden
haber tenido un papel importante en esa mejora. Pero cada vez que la
crisis y el desempleo masivo han sacudido la estabilidad de la sociedad y de la
economía del capital, las condiciones de vida de los trabajadores se han
deteriorado. En EEUU los panegiristas del capitalismo veían una sociedad en la
que los trabajadores cada vez vivían mejor, cada uno ya propietario de su
automóvil, su casa y su jardín. El grado en que los estadounidenses son
poseedores de vivienda ha aumentado constantemente durante las décadas
recientes, decían durante los años ochenta y noventa las apologías del
capitalismo. Pero desde la crisis que comenzó a finales del 2007, la frecuencia
con que esas viviendas han pasado a poder de los bancos que habían dado las
hipotecas para comprarlas y la frecuencia con que sus “propietarios” han sufrido
desahucio ha aumentado enormemente. Y el proceso sigue en pleno desarrollo. La
tasa mensual de hipotecas falladas en EE.UU. ha seguido siendo muy alta en el
2009 y en el 2010, lo cual es muy fácil de explicar por las altas cifras de
desempleo, que aumentó durante la crisis hasta casi 10% de la población activa,
duplicando la tasa de desempleo anterior a la crisis.
VIII. Inversión, salarios y crisis
Frente a la idea de la economía académica de que la economía de
mercado tiende al equilibrio y al crecimiento sostenido, en la realidad
económica del capitalismo los periodos de crecimiento económico más o menos
intenso han alternado irregularmente con crisis, es decir, periodos de recesión
o depresión económica. Por ejemplo, según la cronología generalmente
aceptada del National Bureau of Economic Research (NBER),
en la economía estadounidense hubo 17 recesiones o crisis a lo largo del siglo
XX, de forma que, por término medio, hubo una crisis cada seis años (ya que
100/17 = 5,9). Los años en que se inició una recesión, agrupados por décadas,
fueron los siguientes:
1902 1907
1910 1913 1918
1920 1923 1926 1929
1937
1945 1948
1953 1957
1960 1969
1973
1980 1981
1990.
En lo que va de siglo XXI ya ha habido dos recesiones, la que se
inició en el 2001 y otra en el 2007. No hay ninguna regularidad en esas fechas,
salvo que hay una recesión “cada varios años”, que pueden ser “pocos” (como en
las recesiones que ocurrieron en el segundo decenio del siglo) o “muchos” (como
ocurrió cuando a la breve recesión de 1990 siguió la larga expansión de los
años noventa que solo acabó en la recesión, también breve, del 2001). Por otra
parte, si en vez del intervalo entre el comienzo de recesiones sucesivas
examinamos la duración de cada recesión misma, de esas 19 recesiones, la
mayoría duraron poco más o menos un año, algunas se prolongaron más y la Gran
Depresión que comenzó a finales de 1929 según el NBER duró 43 meses, hasta
mediados de 1933, aunque algunos consideran que realmente se prolongó en “la
recesión de Roosevelt” de 1937-1938, de forma que la crisis solo se habría
superado al final de la década, cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial.
Las estadísticas muestran por otra parte que las ganancias
empresariales que en general aumentan a lo largo de los periodos de expansión,
se estancan y luego comienzan a disminuir unos pocos trimestres antes de que
comience la recesión. Esto ya lo vieron economistas como Wesley Mitchell o Jan
Tinbergen y lo prueban claramente las estadísticas de la economía
estadounidense desde la Gran Depresión hasta el presente (como he mostrado en otra parte ).
Durante el comienzo de la recesión las ganancias disminuyen mucho, pero luego
comienzan a aumentar rápidamente y eso lleva la economía otra vez a la
expansión.
En cuanto a los salarios, los datos muestran que tienden a
aumentar antes de que comience
la recesión, pero durante la recesión disminuyen. Esto es difícilmente
compatible con lo que a menudo arguyen los keynesianos, que afirman que en una
recesión la caída de salarios no mejora las expectativas de reactivación,
porque disminuiría la demanda efectiva. Así lo explica Michael Kalecki en uno
de los capítulos de The
faltering economy:
«Supongamos que [en una situación de depresión] los salarios
obreros se han reducido e igualmente se han reducido los impuestos y su
contrapartida, los salarios de los funcionarios. Los empresarios se encuentran
ahora, debido a las “mejores” relaciones precios-salarios en situación de
utilizar su equipo a capacidad completa y, en consecuencia, el desempleo
desaparece. ¿Se ha resuelto la depresión? De ninguna forma, porque los bienes
producidos aún tienen que venderse. Ahora bien, la producción ha aumentado
considerablemente y como resultado de un aumento en la relación precio salario
la parte de la producción equivalente a las ganancias (incluyendo la
depreciación) de los capitalistas (empresarios y rentistas) ha aumentado
incluso más. Una condición previa para el equilibrio a este mayor nivel es que
esta parte del producto que no es consumida por los trabajadores ni por los
funcionarios sea adquirida por los capitalistas con sus ganancias adicionales;
es decir, que los capitalistas deben gastar inmediatamente sus ganancias
adicionales en consumo o inversión. Que suceda esto es, sin embargo, muy
improbable, ya que el consumo de los capitalistas cambia poco a lo largo del
ciclo económico. Es cierto que
el aumento de la rentabilidad empresarial estimula la inversión, pero este estímulo no obra de
inmediato [énfasis mío, JATG]
ya que los empresarios vacilarán hasta que estén convencidos de que la mejora
de la rentabilidad es duradera. El efecto inmediato del aumento de las
ganancias será así un aumento de las reservas monetarias en manos de los
empresarios y en los bancos. Sin embargo, los bienes correspondientes al
aumento de las ganancias seguirán sin venderse. El aumento de inventarios
sonará la alarma para que haya una nueva reducción de precios de los bienes que
no encuentran salida. Así el efecto de la reducción de precios resultará
cancelado. Una vez considerados todos los efectos, solo habrá ocurrido una
reducción de precios, que anulará la ventaja de la reducción de costos para los
empresarios, ya que el desempleo, yendo de la mano con la subutilización del
equipo, reaparecerá.»
Pese a este razonamiento de Kalecki, las estadísticas económicas
muestran que, en cada recesión los salarios disminuyen, tanto más rápidamente
cuanto más se eleva el desempleo, y la rentabilidad empresarial pronto aumenta,
como consecuencia no sólo de la caída salarial sino de la destrucción de
capital generada por las quiebras y bancarrotas que aumentan la cuota de
mercado de las empresas que pasan la crisis. Así se recupera la tasa de
ganancia y las masas de dinero cuyos propietarios no sabían cómo invertir
vuelven a funcionar como capital, es decir, como valor generador de ganancia.
De hecho, las estadísticas de la economía estadounidense indican que, pese a la
afirmación de Kalecki en sentido contrario, la inversión es muy sensible a los
cambios de rentabilidad, con un desfase de tan solo unos pocos trimestres.
Aunque Marx no contaba con datos estadísticos para estudiar esos
fenómenos, su investigación y su entendimiento teórico del capitalismo le
permitieron entender perfectamente cómo la inversión depende de la
rentabilidad, es decir, de la proporción entre la ganancia y el capital
invertido. Así en El Capital Marx citó con aprobación al
sindicalista inglés Thomas Dunning, quien afirmaba que el capital
«tiene horror a la ausencia de ganancia o a la ganancia demasiado
pequeña, como la naturaleza tiene horror al vacío. Conforme aumenta la
ganancia, el capital se envalentona. Asegúresele un 10% y acudirá adonde sea;
un 20%, y se sentirá ya animado; con un 50%, positivamente temerario; al 100%,
es capaz de saltar por encima de todas las leyes humanas; el 300%, y no hay
crimen a que no se arriesgue aunque arrostre el patíbulo. Si el tumulto y las
riñas suponen ganancia, allí estará el capital encizañándolas.»
Por eso, en cada crisis económica es fundamental la recuperación
de la ganancia empresarial que suscitará inversión y, a su vez, demanda. Claro
está que entender eso lleva de inmediato a ver cómo las crisis, en las que se
multiplica el desempleo y quiebran por docenas o cientos las empresas, sobre
todo pequeñas y medianas, son consustanciales y funcionales al capitalismo, y
que las luchas salariales y por reformas son solo escaramuzas en la pugna entre
capital y trabajo. En esas luchas una y otra vez el capital llevará las de
ganar, aunque los asalariados puedan lograr alguna victoria temporal. Pero los
asalariados llevarán todas las de ganar cuando colectivamente, como enorme
mayoría que son en la sociedad, se decidan a la lucha decisiva en la que no
cuestionen la cuantía de su explotación, sino la explotación misma.
Esa lucha es hoy cada vez más necesaria no solo para acabar con la
esclavitud asalariada, la desigualdad y la miseria, sino con la irracionalidad
de un sistema cuya tendencia al crecimiento desbocado está destruyendo a ojos
vistas las bases naturales materiales —el clima, los recursos naturales
renovables y no renovables— sobre las que se basa la existencia de la sociedad
humana.
Referencias
citadas
Basso,
Pietro, Modern times, ancient
hours: working lives in the 21st century (trad.
y ed. por G. Donis, Londres, Verso, 2003)
Bellamy, Edward: El
Mercado, Wells, H. G: Miseria de los zapatos (trad. E. Barón). Madrid,
Zero-Zyx, 1978.
Kalecki
Michal. Class struggle and distribution of national income. En Collected Works, Vol. II —
Capitalism, economic dynamics, ed.
por J. Osiatyński y trad. de C. A. Kisiel. Nueva York: Oxford University Press,
1991, p. 102.
Kalecki,
Michal., en The faltering
economy, comp. de J. B. Foster y H. Szlajfer (Nueva
York, Monthly Review Press, 1984, p. 128).
Luxemburg, Rosa, Introducción
a la economía política (trad.
de Horacio Ciafardini). Madrid, Siglo XXI, 1974.
Marx, Carlos. El Capital:
Crítica de la economía política, Vol.
I (trad. W. Roces, México, Fondo de Cultura Económica), cap. XXIII, “La ley
general de la acumulación capitalista”.
Nota: En
todas las citas textuales de obras en ingles lo que entrecomillo o reproduzco
en letra pequeña es mi propia traducción al castellano.
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