Escrito: Originalmente
en inglés.
Fuente digital de la versión al español: En Como era Carlos Marx, Visto por quienes lo conocieron (Seleccion de textos), compilacion publicada digitalmente, sin fecha, con el sello editorial de Omegalfa.es.
Conversión a HTML: Rodrigo Cisterna, 2014
Como era Carlos Marx, Visto por quienes lo conocieron (Selección de
textos)
Mis amigos
austríacos me piden que les envíe algunos recuerdos de mi padre. No podían
haberme pedido nada más difícil. Pero los hombres y mujeres de Austria están
realizando una lucha tan espléndida por la causa en favor de la cual vivió y
trabajó Karl Marx, que no es posible negarse. Y por eso trataré de enviarles
algunas notas dispersas y desorganizadas acerca de mi padre.
Muchas historias se han contado sobre Karl Marx, sobre sus
"millones" (en libras esterlinas, por supuesto, ya que no podía ser
moneda de menor denominación), hasta una subvención pagada por Bismarck, al que
supuestamente visitaba constantemente en Berlín en los días de la Internacional
(¡). Pero, después de todo, para los que conocieron a Karl Marx ninguna leyenda
es más divertida que esa muy difundida que lo pinta como un hombre moroso,
amargado, inflexible, inabordable, una especie de Júpiter Tonante, lanzando
siempre truenos, incapaz de una sonrisa, aposentado indiferente y solitario en
el Olimpo. Este retrato del ser más alegre y jubiloso que haya existido, de un
hombre rebosante de buen humor, cuya cálida risa era contagiosa e irresistible,
del más bondadoso, gentil, generoso de los compañeros es algo que no deja de
sorprender -y divertir- a quienes lo conocieron.
En su vida hogareña, lo mismo que en las relaciones con sus amigos e
inclusive con los simples conocidos, creo que podría afirmarse que las
principales características de Karl Marx fueron su perdurable buen humor y su
generosidad sin límites. Su bondad y paciencia eran realmente sublimes. Un
hombre de temperamento menos amable se hubiera desesperado ante las
interrupciones constantes, las exigencias continuas que recibía de toda clase
de personas. Que un refugiado de la Comuna -un viejo terriblemente monótono,
por cierto- que había retenido a Marx durante tres horas mortales, cuando se le
dijo por fin que el tiempo urgía y que todavía había mucho trabajo por hacer,
le respondiera: "Mon cher Marx, je vous excuse" es característico de
la cortesía y la gentileza de Marx.
Lo mismo que con aquel aburrido señor, con cualquier hombre o mujer al
que creyera honesto (y prestaba su precioso tiempo a muchos que abusaban
lamentablemente de su generosidad), Marx fue siempre el más amistoso y
bondadoso de los hombres. Su facultad para "atraer" a la gente, para
hacerles sentir que estaba interesado en ellos era maravillosa.
He oído hablar, a hombres de las más diversas ideas y posiciones, de su
capacidad peculiar para comprenderlos y para comprender sus posturas. Cuando
creía que alguien era realmente honesto su paciencia era ilimitada. Ninguna
pregunta le parecía demasiado trivial y ningún argumento demasiado infantil
para una discusión seria. Su tiempo y sus vastos conocimientos estaban siempre
al servicio de cualquier hombre o mujer que se mostrara ansioso de aprender.
Pero era en su relación con los niños donde Marx era quizás más
encantador. No ha habido compañero de juegos más agradable para los niños. El
recuerdo más antiguo que tengo de él data de mis tres años de edad, y
"Mohr" (tengo que usar el viejo apodo familiar) me llevaba cargada
sobre sus hombros alrededor de nuestro pequeño jardín en Grafton Terrace
poniéndome flores en mis cabellos castaños.
Mohr era, en opinión de todos nosotros, un espléndido caballo. Antes -yo
no recuerdo aquellos días pero me lo han contado- mis hermanas y mi hermanito
-cuya muerte poco después de mi nacimiento fue una pena de toda la vida para
mis padres- "arreaban" a Mohr, atado a unas sillas sobre las que se
"montaban" y que él tenía que arrastrar… Personalmente -quizás porque
no tenía hermanas de mi edad- prefería a Mohr como caballo de montar. Sentada
sobre sus hombros, agarrada a su gran crin de pelo, negro por aquella época,
apenas con un poco de gris, me dio magníficos paseos por nuestro pequeño jardín
y por los terrenos -ahora construidos- que rodeaban nuestra casa de Grafton
Terrace. Debo decir algo sobre el nombre de "Mohr". En la casa todos
teníamos apodos. (Los lectores de El capital saben lo hábil que era Marx para
poner nombres.) "Mohr" era el nombre habitual, casi oficial, por el
que Marx era llamado, no sólo por nosotros, sino por todos los amigos más
íntimos. Pero también era nuestro "Challey" (supongo que se trataba,
originalmente, de una corrupción de Charley) y nuestro "Old Nick". Mi
madre era siempre nuestra "Mohme". Nuestra vieja amiga Héléne Demuth
-amiga de toda la vida de mis padres- se convirtió, después de pasar por una
serie de nombres, en "Nym". Engels, después de 1870, era nuestro
"General". Una amiga muy íntima -Lina Scholer- nuestra "Old
Mole". Mi hermana Jenny era "Qui Qui, Emperador de la China" y
"Di". Mi hermana Laura (la esposa de Lafargue) era "el
Hotentote" y "Kakadou". Yo era "Tussy" -apodo que he
conservado- y "Quo Quo, Sucesor del Emperador de la China" y, durante
mucho tiempo, fui también "Getwerg Alberich" (de los Niebelungen
Lied).
Pero si Mohr era un excelente caballo, tenía otra cualidad superior. Era
un narrador único, sin rival. He oído decir a mis tías que, cuando era niño,
era un terrible tirano con sus hermanas a las que "guiaba" por el
Markusberg en Treveris a gran velocidad, sirviéndole de caballos y, lo que era
peor, insistía en que comieran los "pasteles" que hacía con una sucia
masa y con manos más sucias todavía. Pero ellas soportaban el "paseo"
y comían los "pasteles" sin un murmullo, para escuchar las historias
que Karl les contaba como premio por sus virtudes. Y así, muchos años después,
Marx les contaba historias a sus hijas. A mis hermanas -yo era entonces
demasiado pequeña- les contaba cuentos cuando iban de paseo, y aquellos cuentos
se medían por millas no por capítulos.
"Cuéntanos otra milla", era la petición de las dos niñas. Por
mi parte, de los muchos cuentos maravillosos que Mohr me contó, el más
delicioso era "Hans Röckle". Duró meses y meses; era toda una serie
de cuentos. ¡Lástima que nadie pudo escribir aquellos cuentos tan llenos de
poesía, de ingenio, de humor! Hans Röckle era un mago al estilo de Hoffmann,
que tenía una tienda de juguetes y que siempre estaba "a la cuarta
pregunta". Su tienda estaba llena de las cosas más maravillosas -hombres y
mujeres de madera, gigantes y enanos, reyes y reinas, trabajadores y señores,
animales y pájaros tan numerosos como los del Arca de Noé, mesas y sillas,
carruajes, cajas de todas especies y tamaños.
Y, aunque era un mago, Hans no podía cumplir nunca con sus obligaciones
ni con el diablo ni con el carnicero y por eso -muy en contra de su voluntad-
se veía obligado siempre a vender sus juguetes al diablo. Éstos atravesaban
entonces por maravillosas aventuras -que terminaban siempre en el regreso a la
tienda de Hans Rockle. Algunas de estas aventuras eran tan tristes y terribles
como cualquiera de las de Hoffmann; algunas eran cómicas; todas narradas con
inagotable inspiración, ingenio y humor.
Y Mohr también les leía a sus hijas. A mí, y a mis hermanas antes, me leyó
todo Homero, todos los Niebelungen Lied, Gudrun, Don Quijote, Las mil y una
noches, etcétera. Shakespeare era la Biblia de nuestra casa, siempre en boca de
alguien y en manos de todos. Cuando cumplí seis años me sabía de memoria todas
las escenas de Shakespeare.
Al cumplir los seis años, Mohr me regaló mi primera novela: la inmortal
Peter Simple. A ésta siguió toda una serie de Marryat y Cooper. Y mi padre leía
cada uno de los cuentos al mismo tiempo que yo y los discutía seriamente con su
hijita. Y cuando esa niñita, entusiasmada por los relatos marinos de Marryat,
declaró que sería "Post-Captain" (fuera lo que fuera lo que esto
significara) y consultó a su papá si no podría "vestirse como niño" y
"marcharse para unirse a un guerrero" le aseguró que muy bien podría
hacerse, sólo que no había que decir nada de ello a nadie mientras los planes
no hubieran sido bien madurados. Pero antes de madurar aquellos planes surgió
una nueva manía, la de Scott, y la niñita se enteró para su horror que ella
misma pertenecía, en parte, al detestado clan de los Campbell. Entonces
empezaron los proyectos para levantar a los Highlands y revivir a los
"cuarenta y cinco". Debo añadir que Scott era un autor al que Marx
volvía una y otra vez, al que admiraba y conocía tan bien como a Balzac y a
Fielding. Y mientras hablaba de éstos y otros muchos libros mostraba a su
hijita, aunque ella no se daba plena cuenta de esto, cómo buscar lo mejor de
cada obra, enseñándole -aunque ella nunca pensó que le estaban enseñando, porque
se habría opuesto a ello- a tratar de pensar, a tratar de entender por sí
misma.
Y de la misma manera, este hombre "amargo" y
"amargado" hablaba de "política" y de "religión"
con su pequeña hija. Recuerdo perfectamente que, cuando tenía quizás unos cinco
o seis años, al sentir ciertas inquietudes religiosas (habíamos ido a una
iglesia católica a oír una bellísima música) se las confié por supuesto a Mohr
y entonces él me explicó todo con gran claridad y directamente, de tal modo que
desde entonces hasta ahora jamás una duda volvió a cruzar mi mente. Y cómo
recuerdo su relato de la historia -no creo que jamás haya sido narrada de esa
manera, antes o después- del carpintero a quien mataron los ricos, diciéndome
una y otra vez: "Después de todo, podemos perdonar mucho al cristianismo,
porque nos enseñó el culto del niño."
Y el mismo Marx pudo haber dicho "Dejad que los niños se acerquen a
mí" porque, a dondequiera que iba, aparecían de alguna manera los niños.
Si se sentaba en el Heath en Hampstead -un gran espacio abierto en el Norte de
Londres, cerca de nuestra antigua casa-, si se sentaba en un banco en algún
parque, pronto se veía rodeado de un grupo de niños, que entablaban las más
amistosas e íntimas relaciones con aquel hombre corpulento, de largos cabellos
y barba, con bondadosos ojos castaños. Niños totalmente desconocidos se le
acercaban, lo detenían en la calle... Recuerdo que una vez un pequeño escolar
de unos diez años, detuvo sin ninguna ceremonia al temido "jefe de la
Internacional" en Maitland Park, pidiéndole que "hicieran cambalache
de navajas". Tras una corta y necesaria explicación de que
"cambalache" era, en lenguaje escolar, "cambio", los dos
sacaron sus navajas y las compararon. La del niño sólo tenía una hoja; la del
hombre tenía dos, pero no había duda de que estaban gastadas. Después de larga
discusión se llegó a un acuerdo y se intercambiaron las navajas, añadiendo un
penique el terrible "jefe de la Internacional", en consideración de
lo gastado de sus navajas.
Cómo recuerdo, también, la infinita paciencia y dulzura con que, una vez
que la guerra norteamericana y los Blue Books desplazaron por el momento a
Marryat y a Scott, respondía a todas las preguntas y nunca se quejaba de una
interrupción. Y, sin embargo, no debe haber sido pequeña molestia el tener al
lado a una niña conversando mientras él trabajaba en su gran libro. Pero nunca
permitió que la niña sintiera que estaba molestando. Recuerdo que, por
entonces, me sentía absolutamente convencida de que Abraham Lincoln necesitaba
urgentemente de mis consejos respecto de la guerra y le dirigía largas cartas
que Mohr, por supuesto, tenía que leer y poner en el correo. Muchos años
después me mostró aquellas cartas infantiles, que había conservado porque le
habían divertido.
Y así, en los años de mi niñez y mi adolescencia, Mohr fue el amigo
ideal. En la casa todos éramos buenos camaradas y él era siempre el más
bondadoso y de mejor humor. Aun durante los años de sufrimiento, cuando estaba
constantemente enfermo, cuando sufría de carbunclos, aún hasta el final...
He anotado estos recuerdos dispersos, pero estarían incompletos si no
añadiera unas palabras acerca de mi madre. No es una exageración decir que Karl
Marx no habría sido jamás lo que fue sin Jenny von Westphalen. Jamás las vidas de
dos seres -ambos notables- se identificaron tanto, fueron tan complementarias
una de otra. De extraordinaria belleza -una belleza que a él le produjo goce y
orgullo hasta el final y que había despertado admiración en hombres como Heine
y Herwegh y Lasalle-, de una mente y un ingenio tan brillantes como su belleza,
Jenny von Wetsphalen era una mujer como sólo se encuentra una en un millón. De
niños, Jenny y Karl jugaron juntos; de jóvenes -él de diecisiete años, ella de
veintiuno- se comprometieron en matrimonio y, como Jacobo por Raquel, él hizo
méritos por ella siete años antes de casarse. Después, a través de los años de
tormentas y dificultades, de exilio, tremenda pobreza, calumnias, dura lucha y
es- forzada batalla, los dos, con su fiel amiga Héléne Demuth, se enfrenta- ron
al mundo, sin titubear, sin retroceder, siempre en el sitio del deber y del
peligro. En verdad pudo decir de ella, con las palabras de Browning:
Es, inmortalmente, mi desposada.
Ni la suerte puede variar mi amor
ni el tiempo deteriorarlo.
Ni la suerte puede variar mi amor
ni el tiempo deteriorarlo.
Y pienso algunas veces que un lazo casi tan fuerte entre ellos como su
devoción a la causa de los trabajadores era su inmenso sentido del humor. No
hay duda de que nadie ha gozado más de un buen chiste que ellos dos.
Una y otra vez -especialmente si la ocasión exigía decoro y compostura-,
los he visto reír hasta que las lágrimas corrían por sus mejillas y, aun
aquellos inclinados a molestarse por tan terrible ligereza, no podían hacer más
que reírse con ellos. Y con cuánta frecuencia los he visto sin osar mirarse
mutuamente, sabiendo los dos que si intercambiaban una mirada no podrían
contener la risa. Ver a los dos con los ojos fijos en cualquier otra cosa, para
todo el mundo como dos niños de escuela, sofocados de una risa contenida que
por fin, a pesar de todos los esfuerzos, habría de estallar, es un recuerdo que
no cambiaría por todos los millones que suele decirse que he heredado. Sí, a
pesar de todos los sufrimientos, la lucha, las decepciones, era una alegre
pareja y el amargado Júpiter Tonante no pasa de ser una ficción de la
imaginación burguesa. Y, si en los años de lucha hubo muchas desilusiones, si
tropezaron con una extraña ingratitud, tuvieron lo que pocos poseen: verdaderos
amigos. Donde se conoce el nombre de Marx se conoce también el de Frederick
Engels. Y los que conocieron a Marx en su hogar recuerdan también el nombre de
la más noble mujer que haya existido, el honrado nombre de Héléle Demuth.
Para los que estudian la naturaleza humana no parecerán extraño que este
hombre, que era tan gran luchador, fuera al mismo tiempo el más bondadoso y
gentil de los hombres. Entenderán que sólo podía odiar tan ferozmente porque
era capaz de amar con esa profundidad; que si su afilada pluma podía encerrar a
un alma en el infierno como el propio Dante era porque se trataba de un hombre
leal y tierno; que si su humor sarcástico podía atacar como un ácido corrosivo,
ese mismo humor podía ser un bálsamo para los preocupados y afligidos. Mi madre
murió en diciembre de 1881. Quince meses después, él, que nunca se había
separado de ella en vida, fue a reunirse con ella en la muerte. Después de la
caprichosa fiebre de la vida, los dos reposan. Si ella fue una mujer ideal, él,
bueno, él "era un hombre, en todo y por todo, como no espero hallar otro
semejante".
ELEANOR
MARX NOTA A LA CARTA DE KARL MARX A SU PADRE
Escrito: Probablemente
en 1897.
Primera vez publicado: En la Neue Zeit, año 16, núm.1 de 1897, junto a la mencionada carta.
Transcripción/HTML: José Ramón Esquinas Algaba.
Fuente del texto: K. Marx & F. Engels, Obras Fundamentales, t. I.
Primera vez publicado: En la Neue Zeit, año 16, núm.1 de 1897, junto a la mencionada carta.
Transcripción/HTML: José Ramón Esquinas Algaba.
Fuente del texto: K. Marx & F. Engels, Obras Fundamentales, t. I.
Nota a la carta de Karl Marx a su padre por Eleanor Marx
Esta carta me fue enviada por mi prima Carolina Smith, quien la encontró
entre los papeles de Sofía, su madre, que era la hermana mayor de Carlos Marx.
Ignoro cómo llegaría la carta a poder de mi tía. Es probable que ella, a su
vez, la descubriera entre los papeles de su madre. En 1.863, cuando murió su
madre, Marx se encontraba en Tréveris. Pero lo más probable es que no se
acordara ya de la existencia de esta carta para reclamársela a su hermana;
afortunadamente, pues de otro modo es muy probable que la hubiera destruido.
He tenido que vencer una gran resistencia para dar a la publicidad una
carta como esta, destinada únicamente a su amado padre, para quien había sido
escrita. Me proponía utilizarla solamente como material para la biografía de
Marx, que espero terminar pronto. Pero, habiendo mostrado la carta a algunos
amigos íntimos, éstos me convencieron de la necesidad, más aún, de mí deber de
hacer público este extraordinario documento humano. ‘Comprendo perfectamente-me
escribió Kautsky- los reparos que opones a la publicación de la carta. Pero no
somos nosotros quienes sacamos a la publicidad la vida privada del Moro; ya se
han adelantado a hacerlo otros. Y, ya que el carácter y la vida privada de tu
padre están públicamente a discusión, nos interesa que no sean las mentiras de
los adversarios el único material disponible’. No he tenido, pues, más remedio
que ceder, y la carta aparece ahora en las columnas de la Neue Zeit.
Aunque la carta lleva simplemente fecha de 10 de noviembre, sin
indicación de año, no es difícil establecer éste. Fue escrita, sin duda alguna,
antes de 1838, ya que habla de Bruno Bauer en Berlín, y en 1838 sabemos que
estaba en Bonn. La carta fue escrita, por tanto, en 1836 o 1837. Y, aunque al
principio me inclinaba por la primera de estas dos fechas, un cotejo cuidadoso
de los años me ha llevado al convencimiento de que debe optarse más bien por la
segunda.
No cabe duda de que Marx escribió esta carta poco después de
comprometerse con Jenny von Westphalen. Cuando se hizo novio de ella, Carlos
era todavía un muchacho de diecisiete años. Y, como suele ocurrir, tampoco en
este caso fue liso y llano el camino del verdadero amor. Se comprende fácilmente
que sus padres no vieran con buenos ojos el compromiso matrimonial de un joven
de tan pocos años, y las expresiones de disgusto que se contienen en la carta y
el calor con que el autor de ella trata de convencer a su padre de la fuerza de
su amor a pesar de toda la oposición con que tropezaba tienen su explicación en
las escenas bastante violentas que este asunto había provocado. Mi padre solía
decir, hablando de esto, que era, por aquellos años, una especie de rolando
furioso. Pero pronto se arreglaron las cosas y, poco antes o después de cumplir
los dieciocho años, se ‘formalizaron’ las relaciones. Siete años duró el
noviazgo entre los dos enamorados, que a Carlos ‘le parecieron siete días; tan
grande era su amor por ella’.
Se casaron el 19 de junio de 1843, y aquellos dos seres se habían
conocido y jugado juntos de niños y se habían enamorado y comprometido cuando
todavía eran unos muchachos, se lanzaron ahora, unidos, como hombre y mujer, a
la dura lucha de la vida.
Una lucha, en verdad, muy dura. Años de privaciones y de miseria y, lo
que es aún pero, de brutales enconos, infames calumnias y fría indiferencia.
Pero, en medio de todo ello, en la desgracia y en la fortuna, estos dos seres
unidos para toda la vida por la amistad y el amor, jamás llegaron a vacilar en
sus sentimientos, fieles hasta la muerte. Ni siquiera la muerte ha podido
separarlos.
Durante su vida entera, Marx estuvo apasionadamente enamorado de la que
era su mujer, con inextinguible amor juvenil. Tengo ante mí una carta amorosa
que parece escrita por un muchacho de dieciocho años y que mi padre dirigió a
su esposa en 1856, cuando ya ésta le había dado seis hijos. Y cuando, en 1863,
le llamó a Tréveris la muerte de su madre, le escribió desde allí a su mujer
que iba ‘diariamente’ en peregrinación a la vieja casa de los Westphalen (en la
calle de los Romanos), más interesante para mí que todas las ruinas romanas,
porque me recuerda mi juventud feliz y porque guardaba el mejor de mis tesoros.
Además, todos los días y en todas partes me preguntan por la que en aquellos
años era ‘la muchacha más linda de Tréveris! Y ‘la reina de los bailes’ ¡Qué
tremendamente agradable es para un hombre ver que su mujer sigue viviendo en la
fantasía de toda una ciudad como una especie de ‘princesa encantada’!.
Suponiendo que la carta que aquí publicamos fuera escrita solamente cinco
o seis meses después de que se formalizara su noviazgo, habría que optar por la
fecha de noviembre de 1836, como yo me inclinaba a creer al principio. Pero
Marx habla en ella de los ‘tres primeros tomos de poesías’, escritos por él
poco tiempo antes. Y en mi poder se encuentran, en efecto, tres cuadernos de
poesías, que sin duda son estos de que aquí se habla. Están fechados en
‘Berlín, a fines del otoño de 1836’, ‘Berlín, noviembre de 1836’, ‘Berlín,
1836’. Se trata de tres legajos bastante gruesos y escritos en letra muy
limpia. Los dos primeros llevan por título ‘Libro de Amor, primera y segunda
parte’, el segundo aparece marcado así ‘K.H.Marx’, y el tercero: ‘Karl Marx’.
Los tres aparecen dedicados ‘A mi querida, eternamente amada Jenny von
Westphalen’. La carta aquí publicada lleva la fecha de 10 de noviembre, y,
aunque no pueda descartarse la posibilidad de que estos tres cuadernos de
poesías fueran escritos y enviaran a su destinataria a fines de octubre y
comienzos de noviembre de 1836, no es lo más probable, y el pasaje de la carta
que a ello se refiere habla en contra de esta hipótesis. No creemos, pues,
equivocarnos si asignamos a esta carta la fecha de noviembre de 1837, en que
Marx tenía diecinueve años.
Unas cuantas aclaraciones más sobre algunas alusiones contenidas en la
carta. Lo del ‘amor sin esperanza’ ha quedado ya aclarado. Lo de ‘las nubes que
ensombrecen nuestra familia’ se refiere, de una parte, a ciertas pérdidas de
dinero y a los consiguientes problemas de que recuerdo haber oído hablar a mi
padre y que creo ocurrieron por aquel entonces, y sobre todo, a la grave
enfermedad de Eduardo, su hermano menor, al delicado estado de salud de otros
tres hermanos, muertos todos en temprana edad, y a los primeros síntomas de la
enfermedad del padre, llamada a tener también un desenlace fatal.
Marx sentía profunda devoción por su padre. No se cansaba de hablar de él
y llevaba siempre consigo una fotografía suya, copia de un viejo daguerrotipo.
No le gustaba, sin embargo, enseñársela a los amigos, pues decía que se parecía
muy poco al original. Yo encontraba el rostro muy bello y la barbilla más
finas; el conjunto de la cara tenía un marcado aire judío, pero de un tipo
indiscutiblemente hermoso. Cuando Carlos Marx, después de la muerte de su
esposa, emprendió un largo y triste viaje para recuperar la salud perdida
–ansioso de dar cima a su obra-, le acompañaron a todas partes esta fotografía
de su padre, otra vieja de mi madre, protegida por un cristal (dentro de su
forro), y una de mi hermana Jenny; cuando murió, las encontramos en el bolsillo
interior de su chaqueta y Engels las puso en su ataúd.
No cabe duda de que la carta que aquí se publica es asombrosa, si se
tiene en cuenta que fue escrita por un joven de diecinueve años. Vemos en ella
al joven Marx en proceso de desarrollo, al muchach0o que anuncia ya al hombre
del mañana. La carta nos revela aquella capacidad casi sobrehumana de trabajo y
aquella laboriosidad que caracterizaron a Marx a lo largo de su vida entera;
ningún trabajo, por demasiado duro que fuera, le metía miedo, y no encontramos
en sus obras ni un solo instante de pereza o desaliento. Se revela aquí ante
nosotros un joven capaz de acometer en unos cuantos meses trabajos que
asustarían a un hombre hecho y derecho; le vemos escribir docenas de pliegos y
destruir luego sin la menor vacilación todo lo escrito, preocupado tan solo por
¡ver claro ante sí mismo’, hasta llegar a esclarecer y dominar por completo los
problemas que le torturaban; lo vemos criticarse y criticar severamente lo que
hace –cosa, a la verdad, verdaderamente extraordinaria en un hombre joven, como
él lo era-, todo ello con una gran sencillez, sin la menor pretensión, pero con
admirable sagacidad. Vemos cómo brillan ya en esta carta, que es lo más
sorprendente para sus años, chispazos de aquel humorismo sardónico y peculiar
que más tarde habría de caracterizarlo. Y encontramos, por fin, ya aquí, como
más adelante, al lector infatigable que todo lo abarca y todo lo devoraba, sin
dar jamás pruebas de estrechez o unilateralidad. Todo, jurisprudencia,
filosofía, historia, poesía, arte, era agua buena para su molino; en nada de lo
que emprendía se quedaba nunca a medias. Pero esta carta pone, además, de
manifiesto una faceta de Marx de la que el mundo, hasta ahora, sabía muy poco o
no sabía nada: su apasionada ternura por cuantos estaban cerca de él, su
temperamento rebosante de amor y de entrega.
Ha resultado penoso para mí poner al desnudo las intimidades de este
corazón. Pero no lo lamento, si de este modo contribuyo a hacer que Carlos Marx
sea mejor conocido y, por tanto y con ello, más amado y más respetado.
Archivo Jenny
von Westphalen Marx (1814 - 1881)
Jenny von Westphalen
Marx A Joseph Weydemeyer
Redactado: En
Londres, el 20 de mayo de 1850.
Querido señor Weydemeyer:
Ha transcurrido casi un año desde que hallé, por parte de usted y de su
querida esposa, una acogida tan amistosa y cordial, desde que me sentí tan bien
y tan a mis anchas en su casa, y en todo ese prolongado lapso no he dado señal
de vida alguna; callé cuando su esposa me escribió una carta tan amable, y
permanecí muda cuando recibimos la noticia del nacimiento de su niño. Esa mudez
a menudo ha llegado a oprimirme, pero la mayor parte de las veces era incapaz
de escribir, y aún hoy me resulta difícil, muy difícil.
Pero la situación me obliga a tomar pluma en mano; le ruego que nos envíe
lo más pronto posible el dinero ingresado o por ingresar de la Revue. Lo
necesitamos mucho, muchísimo. Seguramente nadie podrá reprocharnos que jamás
hayamos dado mucha importancia a cuanto hemos sacrificado y padecido desde hace
años; al público se le ha molestado poco o casi nunca con nuestras cuestiones
personales, ya que mi marido es sumamente sensible en estos asuntos, y prefiere
sacrificar lo último antes de entregarse a la mendicidad democrática, como los
grandes hombres oficiales. Pero lo que sí podía esperar de sus amigos, en
especial de los de Colonia, era una actividad diligente y enérgica a favor de
la Revue. Podía esperar dicha actividad, sobre todo siendo
conocidos sus sacrificios por el Rh. Ztg [Rheinische
Zeitung]. Pero en cambio, el negocio resultó arruinado en virtud de un
manejo descuidado y desordenado, y no se sabe si lo que más daño causó fue la
demora del librero o la de los gerentes conocidos en Colonia, o bien toda la
conducta de la democracia en general.
Mi marido casi fue aplastado aquí por las más mezquinas preocupaciones de
la vida cotidiana, y ello en una forma tan indignante que fueron necesarias
toda la energía, toda la seguridad calma, clara y silenciosa en sí mismo de que
es capaz, para mantener en pie en estas luchas de todos los días y todas las
horas. Usted sabe, querido señor Weydemeyer, qué sacrificios realizó mi marido
en esa época; invirtió miles de efectivo, se hizo cargo de la propiedad del
periódico, persuadido por los honestos demócratas, quienes de otro modo
hubiesen debido responder personalmente por las deudas, en una época en la cual
quedaban ya pocas probabilidades de llevar la tarea a cabo. A fin de salvar el
honor político del periódico, el honor civil de los conocidos de Colonia, dejó
que cayesen sobre sus hombros todas las cargas, entregó su máquina, entregó
todos los ingresos, y hasta al partir prestó 300 táleros, para abonar el
alquiler del local recién arrendado, los honorarios atrasados de redactores,
etc… y se le expulsó violentamente
Usted sabe que no nos hemos quedado con nada de todo ello; viajé a
Francfort para empeñar mi platería, lo último que nos quedaba; en Colonia hice
vender mis muebles, porque corría peligro de ver embargada la ropa y todo lo
demás. Al iniciarse la infausta época de la contrarrevolución, mi marido viajó
a París, y yo le seguí con mis tres hijos. Apenas aclimatado en París, fue
expulsado, y a mí misma y a mis hijos se nos negó una permanencia más
prolongada. Volví a seguirle allende el mar. Un mes más tarde nació nuestro
cuarto hijo. Usted debería conocer Londres y las condiciones en que se vive
aquí, para saber qué significa tener tres hijos y el nacimiento de un cuarto.
Solamente, en concepto de alquiler, debíamos pagar 42 táleros mensuales.
Estábamos en condiciones de solucionar todo ello con nuestro propio peculio.
Pero nuestros pequeños recursos se agotaron cuando apareció la Revue.
A pesar de lo convenido, el dinero no llegaba, y cuando lo hizo fueron sólo
pequeñas sumas aisladas, de modo que caíamos aquí en las situaciones más
terribles.
Le relataré solamente un día de esta vida, tal como fue,
y usted verá que acaso pocos refugiados hayan pasado por situaciones similares.
Puesto que las amas de leche son prohibitivas aquí, decidí, a pesar de constantes
y terribles dolores de pecho y espalda, alimentar yo misma a mi hijo. Pero el
pobre angelito mamaba de mi tantas preocupaciones y disgustos silenciosos, que
se hallaba constantemente enfermo, padeciendo dolores día y noche. Desde que ha
llegado a este mundo, jamás ha dormido aún toda una noche, a lo sumo de dos a
tres horas. Últimamente se sumaron aún a ello violentos espasmos, de modo que
el niño fluctuaba constantemente entre la muerte y una vida mísera. Presa de
esos dolores, mamaba con tal fuerza que mi pecho quedó lastimado y agrietado; a
menudo la sangre manaba dentro de su trémula boquita. Así me hallaba yo sentada
un día cuando entró de repente nuestra casera -a quien en el curso del invierno
habíamos pagado más de 250 táleros y con quien habíamos convenido por contrato
que el dinero de fecha posterior le será abonado no a ella, sino a su
propietario, quien le había trabado embargo con anterioridad-, negó el
contrato, exigió las 5 libras que aún le adeudábamos, y puesto que no
disponíamos de las mismas en el acto (la carta de Naut llegó demasiado tarde),
entraron dos embargadores en la casa, trabaron embargo sobre todas mis pequeñas
pertenencias, las camas, la ropa, los vestidos, todo, hasta las cuna de mi
pobre niño, los mejores juguetes de las niñas, quienes se hallaban arrasadas en
ardientes lágrimas. Amenazaron con llevárselo todo en un plazo de dos horas; yo
yacía en el suelo, con mis hijos ateridos de frío y mi pecho dolorido. Schram,
nuestro amigo, acudió de prisa a la ciudad para procurarnos auxilio. Ascendió a
un cabriolé, cuyos caballos se desbocaron; él salto del coche, y nos lo
trajeron sangrante a nuestra casa, donde yo gemía con mis pobres niños
temblorosos.
Al día siguiente debimos abandonar la casa; el día era frío, lluvioso y
encapotado, mi marido buscaba una casa para nosotros, pero nadie quería
aceptarnos cuando hablaba de los 4 niños. Finalmente nos ayudó un amigo;
pagamos, y yo vendí rápidamente todas mis camas para pagar el boticario, el
panadero, al carnicero y al lechero, quienes habían comenzado a temer a causa
del escándalo del embargo, y que súbitamente se abalanzaron sobre mí con sus
cuentas. Las camas vendidas fueron llevadas ante la puerta y cargadas en un
carro, y ¿qué sucedió entonces? Ya había pasado mucho tiempo después de la
caída del sol, y la ley inglesa prohíbe eso: apareció el casero con agentes de
policía, afirmando que también podrían haber objetos suyos entre ellos, y que
nosotros querríamos fugarnos a algún país extranjero. En menos de cinco minutos
había más de dos o tres centenares de personas observando atentamente frente a
nuestra puerta, toda la chusma de Chelsea. Las camas volvieron, y se nos dijo
que sólo a la mañana siguiente, después de la salida del sol, podrían serles
entregadas al comprador; cuando de este modo, mediante la venta de todas
nuestras pertenencias, estuvimos en condiciones de pagar hasta el último
céntimo, me mudé con mis pequeños amores a nuestras actuales pequeñas dos
habitaciones del Hotel Alemán, 1 Leicester Street, Leicester Square, donde, por
5,5 libras semanales, hallamos una acogida humanitaria.
Perdóneme usted, querido amigo, el que le haya descrito con tanta
amplitud y detalle tan sólo un día de nuestra vida aquí; es inmodesto, lo sé,
pero esta noche mi corazón fluía en torrentes hacia mis trémulas manos, y
alguna vez debía desnudar mi corazón ante uno de nuestros amigos más antiguos,
mejores y más fieles. No crea usted que estas mezquinas penurias me han
doblegado; demasiado bien sé que nuestra lucha no es una lucha aislada, y que
aún pertenezco, en lo esencial, a los seres escogidos que han sido favorecidos
por la fortuna, puesto que mi querido esposo, apoyo de mi vida, aún se halla a
mi lado. Pero lo que realmente me aniquila hasta en lo más íntimo, lo que hace
sangrar mi corazón, es que mi marido tenga que pasar por tantas mezquindades,
que hubiese podido ayudársele con tan poco, y que él, que de buena gana y con
alegría ayudó a tantos, haya estado aquí sin que se le prestase ayuda. Pero,
como ya le he dicho, no crea usted,, querido señor Weydemeyer, que le
reclamamos nada a nadie, y si recibimos adelantos de alguien, mi marido aún se
halla en condiciones de reembolsarlos con su fortuna. Lo único que podía
reclamarle mi marido a quienes habían recibido de él más de un pensamiento, más
de un enaltecimiento, más de un sustento, era que desplegasen mayor energía de
afirmar y mayor actividad en su Revue. Tengo el orgullo y la
audacia de afirmar de que se le debía ese poco. Tampoco sé si mi marido no ha
ganado con toda justicia 10 Sgr. [grischen de plata] con sus trabajos. Creo que
con ello no se engañó a nadie. Eso me duele. Pero mi marido piensa de otro
modo. Jamás, ni siquiera en los momentos más terribles, ha perdido la seguridad
en el futuro, ni siquiera el más alegre humor, y estaba totalmente satisfecho
cuando me veía alegre y cuando nuestros encantadores niños rodeaban,
sonrientes, a su querida mamaíta. Él no sabe, querido señor Weydemeyer, que yo
le he escrito a usted con tanta amplitud acerca de nuestra situación, y por
ello no haga usted uso de estas líneas. El sólo sabe que yo le he pedido, en su
nombre, que acelere en lo posible la distribución y envío del dinero. Sé que
usted sólo dará a estas líneas el uso que le inspirará a usted su amistad,
discreta y plena de tacto, por nosotros.
Adiós, querido amigo. Trasmítale a su esposa mis saludos más cordiales, y
bese usted a sus angelitos de parte de una madre que ha vertido más de una
lágrima sobre su bebé. Si su mujer estuviera dando el pecho, no le comunique
usted nada acerca de esta carta. Sé hasta qué punto afectan todos los
disgustos, y causan daño a la pequeña criatura. Nuestros tres niños mayores
crecen magníficos, a pesar de todo. Las niñas son bonitas, florecientes,
alegres y de buen humor, y nuestro gordito es un dechado de humor cómico y de
las ocurrencias más graciosas. E l duendecillo canta todo el día canciones
cómicas con descomunal pathos y una voz de gigante, y cuando
hace retumbar, con voz tremenda, las palabras de la Marsellesa de Freiligrath,
Oh, junio, ven y tráeme acciones,
que nuevas acciones ansía nuestro corazón
resuena toda la casa. Acaso sea el destino histórico de este mes, como el
de sus dos desdichados predecesores, el de inaugurar esa lucha titánica en la
cual todos habremos de volver a estrecharnos las manos.
Que la vaya a usted bien.
Jenny Marx
Familia
Marx: Biografía
Nacido:
1814
Muerto:
1881
Hija de la aristocracia. Esposa de Karl Marx. Madre de siete
hijos, a través de su matrimonio con Marx: Jenny , Laura , Edgar, Heinrich,
Franziska, Eleanor y un último hijo que murió
antes de ser nombrado. Solo Jenny, Laura y Eleanor sobrevivieron en la
adolescencia.
Discurso ante la tumba de Marx (1883) por Federico Engels
CARLOS MARX
por Federico Engels
[Libro]
Carlos Marx Historia de su vida por Franz Mehring
F. Engels Acerca de la cuestión
social en Rusia
Karl Marx
y Friedrich Engels Escritos sobre Rusia: El porvenir de la comuna rusa.
K. Marx: ESTATUTOS GENERALES DE LA ASOCIACIÓN INTERNACIONAL DE LOS
TRABAJADORES (Primera internacional)
Discurso inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores
"La Primera Internacional" 1.864
KARL MARX: EL DIECIOCHO BRUMARIO DE LUIS BONAPARTE
Karl Marx La guerra civil en Francia- La Comuna de París
Karl Marx: Prefacio a la Contribución a la Crítica de la Economía
Política
F. Engels. Los bakuninistas en acción. Memoria sobre el levantamiento en
España en el verano de 1873
F. Engels. El programa de los emigrados blanquistas de la Comuna
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