1892 (E): Prefacio a la
2a. edición alemana de 1892 de La situación de la clase obrera en
Inglaterra.
Escrito: Completado en Londres, 21 de
julio de 1892.
Primera edición: En el libro de F. Engels, "Die Lage der Arbeitenden Klasse in England". Zweite Auflage, Stuttgart, 1892.
Digitalización: Juan R. Fajardo, para el MIA, abril de 2001.
Primera edición: En el libro de F. Engels, "Die Lage der Arbeitenden Klasse in England". Zweite Auflage, Stuttgart, 1892.
Digitalización: Juan R. Fajardo, para el MIA, abril de 2001.
Fuente: C. Marx
& F. Engels, Obras Escogidas, en tres tomos, Editorial
Progreso, Moscú, 1974. ), t. III.
Esta edición: Marxists Internet Archive, 2001.
Esta edición: Marxists Internet Archive, 2001.
Este
libro, que volvemos a ofrecer a la atención de los lectores alemanes, fue
publicado por vez primera en el verano de 1845. En sus aciertos, lo mismo que
en sus desaciertos, lleva claramente el sello de la juventud de su autor. En
aquella época tenía yo 24 años. Ahora mi edad se ha triplicado, pero al releer
esta obra de mis años juveniles no hallo nada que me obligue a sonrojarme. Por
eso no tengo la menor intención de borrar de ella ese sello de juventud, y
vuelvo a ofrecerla a los lectores sin modificaciones. Lo único que he hecho ha
sido redactar con más precisión algunos párrafos que no estaban muy claros,
añadiendo aquí y allá pequeñas notas que se publican al pie de la página con la
fecha del año en curso (1892).
Respecto a
los destinos de este libro diré únicamente que en 1887 fue publicada en Nueva
York una traducción en inglés (hecha por la señora Florence
Kelley-Wischnewetsky), reeditada en 1892 en Londres por Swan Sonnenschein and
Cía. El prefacio de la edición americana sirvió de base para el de la edición
inglesa, y éste, a su vez, para el de la presente edición alemana. La gran
industria moderna nivela hasta tal punto las condiciones económicas en todos
los países donde hace su aparición, que dudo de tener que dirigirme al lector
alemán en forma distinta a como me he dirigido al lector norteamericano o inglés.
El estado de
cosas descrito en este libro —por lo menos en lo que a Inglaterra se refiere—
pertenece hoy día en gran parte al pasado. Aunque los libros de texto al uso no
lo digan expresamente, una de las leyes de la Economía política moderna
establece que cuanto más desarrollada está la producción capitalista, menos
puede recurrir a aquellas trampas mezquinas y pequeñas raterías que distinguen
el período inicial de su desarrollo. Las pequeñas trapacerías del judío polaco,
las artimañas de ese representante de la etapa más primitiva del comercio
europeo y que tan buenos servicios le prestan en su patria, donde son de uso corriente, le hacen traición en cuanto
se traslada a Hamburgo o a Berlín. Y de la misma manera —por lo menos hasta
hace poco—, el comisionista, judío o cristiano, que llegaba a la Bolsa de
Mánchester procedente de Berlín o Hamburgo, se convencía inmediatamente de que
para comprar a bajo precio hilados o tejidos tenía que renunciar primero a sus
tretas y astucias que, si bien ya no eran tan burdas, seguían siendo aún muy
mezquinas, aunque en su patria se las
considerase como la máxima expresión de la habilidad comercial. Por lo demás,
parece que con el desarrollo de la gran industria también ha habido grandes
cambios en Alemania; particularmente después del «Jena industrial» sufrido por
los alemanes en Filadelfia [1], perdió todo su prestigio incluso
aquella honorable regla alemana de los viejos tiempos, según la cual a la gente
más bien le agrada cuando a las muestras de buena calidad sigue el envío de
artículos malos. En efecto, esos trucos ya no valen para los grandes mercados,
donde el tiempo es oro y donde el establecimiento de un determinado nivel de
honorabilidad comercial no obedece a cierto fanatismo ético, sino simplemente a
la necesidad de no perder inútilmente tiempo y trabajo. Y los mismos cambios
han ocurrido en Inglaterra en las relaciones entre los fabricantes y sus
obreros.
La
reanimación de los negocios que siguió a la crisis de 1847 marcó el comienzo de
una nueva época industrial. La abolición de las leyes cerealistas [2] y las subsiguientes reformas
financieras proporcionaron la holgura necesaria para la expansión de la
industria y el comercio de la Gran Bretaña. Vino a continuación el
descubrimiento de los yacimientos de oro en California y Australia. Los
mercados coloniales fueron desarrollando rápidamente su capacidad de absorber
artículos manufacturados ingleses. El telar mecánico de Lancaster arruinó de
golpe a millones de tejedores de la India. China se abría cada vez más al
comercio. A la cabeza marchaban los Estados Unidos, que se desarrollaban con
una rapidez que resultaba asombrosa hasta en un país de tan gigantesco ritmo de
desenvolvimiento como éste. Pero, tengámoslo bien presente, los Estados Unidos
no eran a la sazón más que un mercado colonial, el más grande mercado colonial
del mundo, es decir, un país que exportaba materias primas e importaba los
productos de la industria, en este caso de la industria inglesa.
Por
añadidura, los nuevos medios de comunicación que habían aparecido a finales del
período precedente —los ferrocarriles y los transatlánticos— fueron aplicados
ahora en escala internacional y convirtieron en realidad lo que hasta entonces
solo había existido en germen: el mercado internacional. Formaban por el momento este mercado
internacional unos cuantos países, fundamental o exclusivamente agrícolas, que
se agrupaban en torno a un gran centro industrial —Inglaterra—, que consumía la
mayor parte de los excedentes de materias primas de estos países,
suministrándoles a cambio casi todos los artículos manufacturados que
necesitaban. Nada tiene, pues, de extraño que el progreso industrial de
Inglaterra fuese tan gigantesco e insólito, ni que el nivel de 1844 nos parezca
ahora relativamente insignificante y casi primitivo.
Y a medida
que se producía este progreso, la gran industria adquiría una apariencia que
estaba más de acuerdo con los requerimientos de la moralidad. La competencia
entre industriales con ayuda de pequeñas raterías cometidas contra los obreros
y a no resultaba provechosa. Las proporciones de los negocios habían retasado
ya el marco de estos procedimientos mezquinos de hacer dinero; el industrial
millonario tenía asuntos más importantes, para dedicarse a perder el tiempo en
estas pequeñas triquiñuelas, válidas aún para la gente menuda sin dinero,
obligada a recoger cada céntimo con tal de poder mantenerse a flote en la lucha
con los competidores. De este modo, desapareció de los distritos industriales
el llamado truck-system[*] y fueron aprobadas en el
parlamento la ley de la jornada de diez horas [3] y varias pequeñas reformas.
Todo esto hallábase en abierta contradicción con el espíritu del libre cambio y
de la competencia desenfrenada, pero daba al gran capitalista ventajas aún
mayores para poder competir con sus colegas situados en condiciones menos
favorables.
Prosigamos.
Cuanto mayor era la empresa industrial y cuantos más obreros ocupaba, tanto
mayores eran los perjuicios que experimentaba y las dificultades comerciales
con que tropezaba ante cualquier conflicto con los obreros. Por eso, con el
transcurso del tiempo, apareció entre los industriales, sobre todo entre los
grandes fabricantes, una nueva tendencia. Aprendieron a evitar los conflictos
innecesarios y a reconocer la existencia y la fuerza de los sindicatos; por
último, llegaron incluso a descubrir que
las huelgas constituyen —en un momento oportuno— un excelente instrumento para
sus propios fines. Así, resultó que los grandes fabricantes, que antes
habían sido los instigadores de la lucha contra la clase obrera, eran ahora los
primeros en predicar la paz y la armonía. Tenían para ello razones muy
poderosas.
Todas estas
concesiones a la justicia y al amor al prójimo no eran en realidad más que un
medio para acelerar la concentración del capital en manos de unos pocos y
aplastar a los pequeños competidores, que no podían subsistir sin estas
ganancias adicionales. Las mezquinas extorsiones indirectas de los años
anteriores no sólo habían perdido ya todo valor para aquellos pocos, sino que
incluso se habían convertido en un estorbo para las empresas montadas en
grande. De este modo —por lo menos en lo tocante a las ramas más importantes de
la industria, pues en las ramas de menor importancia no era éste el caso— el
desarrollo mismo de la producción capitalista se había encargado de eliminar
las pequeñas cargas que en años anteriores habían empeorado la suerte del
obrero. Así, aparecía cada vez más en primer plano el hecho capital de que la
causa de la miserable situación de la clase obrera no debía buscarse en ciertas
deficiencias aisladas sino en el propio sistema capitalista. El
obrero cede su fuerza de trabajo al capitalista a cambio de un jornal. Después
de unas cuantas horas de trabajo, el obrero ha reproducido el valor del jornal.
Pero, según el contrato de trabajo, el obrero aún debe trabajar unas cuantas
horas más hasta completar su jornada. El valor creado por el obrero durante
estas horas de plustrabajo constituye la plusvalía, que no cuesta ni un céntimo
al capitalista, pero que éste se embolsa. Tal es la base del sistema que va
dividiendo más y más a la sociedad civilizada en dos partes: de un lado, un
puñado de Rothschilds y Vanderbilts, propietarios de todos los medios de
producción y consumo, y de otro, la enorme masa de obreros asalariados, cuya
única propiedad es su fuerza de trabajo. Y que la causa de todo esto no reside
en tal o cual deficiencia de tipo secundario, sino únicamente en el sistema
mismo, lo ha demostrado hoy con toda evidencia el desarrollo del capitalismo en
Inglaterra.
Prosigamos.
Las repetidas epidemias de cólera, titus, viruela y otras enfermedades
mostraron al burgués británico la urgente necesidad de proceder al saneamiento
de sus ciudades, para no ser, él y su familia, víctimas de esas epidemias. Por
eso, los defectos más escandalosos que se señalan en este libro, o bien han
desaparecido ya o no saltan tanto a la vista. Se han hecho obras de
canalización o se ha mejorado las ya existentes; anchas avenidas cruzan ahora
muchos de los barrios más sórdidos; ha desaparecido la «Pequeña Irlanda» y
ahora le toca el turno a Seven Dials[4]. Pero, ¿qué puede importar todo esto?
Distritos enteros que en 1844 yo hubiera podido describir en una forma casi
idílica, ahora, con el crecimiento de las ciudades, se encuentran en el mismo
estado de decadencia, abandono y miseria. Ciertamente, ahora ya no se toleran
en las calles los cerdos ni los montones de basura. La burguesía ha seguido
progresando en el arte de ocultar la miseria de la clase obrera. Y que no se ha
hecho ningún progreso sustancial en cuanto a las condiciones de vivienda de los
obreros lo demuestra ampliamente el informe de la comisión real on the
Housing of the Poor, redactado en 1885. Lo mismo ocurre en todos los demás
aspectos. Llueven las disposiciones policíacas como si salieran de una
cornucopia, pero lo único que pueden hacer es aislar la miseria de los obreros;
no pueden acabar con ella.
Pero
mientras Inglaterra ha rebasado ya esta edad juvenil de la explotación
capitalista, que describo en mi libro, otros países acaban de llegar a ella.
Francia, Alemania y sobre todo los Estados Unidos son los terribles competidores
que —como lo había previsto yo en 1844— están destruyendo cada vez más el
monopolio industrial de Inglaterra. Comparada con la industria inglesa, la de
estos países es una industria joven, pero crece con mucha mayor rapidez que
aquélla y ha alcanzado hoy día casi el mismo grado de desarrollo que la
industria inglesa en 1844. La comparación es mucho más sorprendente por lo que
respecta a los Estados Unidos. Las condiciones ambientales en que vive la clase
obrera norteamericana son, ciertamente, muy distintas de las condiciones de
vida del obrero inglés; pero como en uno y otro sitio rigen las mismas leyes
económicas, los resultados, aunque no sean idénticos en todos los aspectos,
tienen que ser del mismo orden. De aquí que en los Estados Unidos nos encontremos
con la misma lucha por la reducción de la jornada de trabajo, por una
limitación legal de la misma, sobre todo para las mujeres y los niños que
trabajan en las fábricas; pleno florecimiento del truck-system y
del sistema de cottages en las zonas rurales[5],
utilizado por los patronos (bosses) y sus agentes como medio de dominar
a los obreros. Cuando leí en 1886 las noticias publicadas en los periódicos
norteamericanos acerca de la gran huelga de los mineros del distrito de
Connellsville[6], en Pensilvania, me pareció leer mi propia
descripción de la huelga declarada en 1844 por los mineros del Norte de
Inglaterra. El mismo engaño de los obreros con pesas y medidas falsas, el mismo
sistema de pago en productos, los mismos intentos de quebrantar la resistencia
de los mineros poniendo en juego el último y más demoledor de los recursos
utilizados por los capitalistas: desahucio
de los obreros de las viviendas que ocupan en las casas de las compañías.
En esta
edición, lo mismo que en las ediciones inglesas, no he tratado de poner el
libro al día, enumerando todos los cambios ocurridos desde 1844. Y no lo he
hecho por dos razones. En primer lugar, porque hubiera tenido que hacer un
libro dos voces más voluminoso, y en segundo lugar, porque me habría visto
obligado a repetir lo dicho ya por Marx, pues el primer tomo de "El Capital"
ofrece una exposición detallada de la situación de la clase obrera británica
por el año 1865, es decir, la época en que la prosperidad industrial de
Inglaterra había llegado a su apogeo.
No creo que
haya necesidad de indicar que el punto de vista teórico general de este libro,
lo mismo en el aspecto filosófico que en el económico y en el político, no
coincide plenamente, ni mucho menos, con mi actual punto de vista. En 1844 no
existía aún el moderno socialismo internacional, convertido desde entonces en
una ciencia gracias sobre todo y casi exclusivamente a los esfuerzos de Marx.
Mi libro no representa más que una de las fases de su desarrollo embrionario; y
lo mismo que el embrión humano reproduce todavía, en las fases iniciales de su
desarrollo los arcos branquiales de nuestros antepasados acuáticos, a lo largo
de todo este libro pueden hallarse las huellas de la filosofía clásica alemana,
uno de los antepasados del socialismo moderno. Así, sobre todo al final del
libro, se recalca que el comunismo no es
una mera doctrina del partido de la clase obrera, sino una teoría cuyo objetivo
final es conseguir que toda la sociedad, incluyendo a los capitalistas, pueda
liberarse del estrecho marco de las condiciones actuales. En abstracto,
esta afirmación es acertada, pero en la práctica es totalmente inútil e incluso
algo peor. Por cuanto las clases poseedoras, lejos de experimentar la más
mínima necesidad de emancipación, se oponen además por todos los medios a que
la clase obrera se libere ella misma, la
revolución social tendrá que ser preparada y realizada por la clase obrera sola.
El burgués francés de 1789 decía también que la emancipación de la burguesía
era la emancipación de toda la humanidad; pero la nobleza y el clero no
quisieron aceptar esta tesis, que degeneró rápidamente —a pesar de ser, por lo
que respecta al feudalismo, una verdad histórica abstracta indiscutible— en una
frase puramente sentimental y se volatilizó totalmente en el fuego de la lucha
revolucionaria. Tampoco faltan ahora
quienes desde el alto pedestal de su imparcialidad predican a los obreros un
socialismo situado por encima de todos los antagonismos y luchas de clase.
Pero, o bien estos señores son unos neófitos a los que falta mucho aún por
aprender, o bien se trata de los peores
enemigos de la clase obrera, de unos lobos disfrazados de corderos.
El libro
estima en cinco años el ciclo de las grandes crisis industriales. Esta
conclusión derivaba del curso de los acontecimientos entre 1825 y 1842. Pero la
historia industrial de 1842 a 1868 vino a demostrar que, en realidad, la
duración de dichos ciclos debe ser estimada en 10 años, pues las crisis
intermedias son de carácter secundario y desde 1842 aparecen cada vez con menos
frecuencia. A partir de 1868 la situación vuelve a cambiar; pero de ello
hablaremos más adelante.
He puesto
cuidado en no tachar del texto muchas profecías —entre ellas la de la inminente
revolución social en Inglaterra—, inspiradas por mi ardor juvenil. No tengo la
menor intención de presentar mi libro ni de presentarme a mí mismo como mejores
de lo que entonces éramos. Lo admirable no es que muchas de estas profecías
hayan fallado, sino el que tantas hayan resultado acertadas, y que la situación
crítica de la industria inglesa a consecuencia de la competencia continental, y
sobre todo de la norteamericana, situación predicha por mí en aquel entonces
—aunque para un período demasiado próximo, ciertamente—, sea actualmente una
realidad. En este punto me veo precisado a poner el libro al día, para lo cual
reproduciré un artículo[**] publicado por mí en inglés en
la revista londinense Commonweal[7] del 1 de marzo de 1885, y cuya versión en alemán
apareció en el Nº 6 de Neue Zeit[8],
correspondiente al mes de junio del mismo año.
«Hace
cuarenta años, Inglaterra se enfrentó con una crisis que, según todas las apariencias,
sólo podía ser resuelta por la violencia. El inmenso y rápido desarrollo de la
industria se había adelantado a la ampliación de los mercados exteriores y al
crecimiento de la demanda. Cada diez años, la marcha de la industria era
violentamente interrumpida por una crisis general del comercio, seguida, tras
un largo período de depresión crónica, por unos pocos años de prosperidad, que
terminaban siempre en una febril superproducción y, finalmente, en un nuevo
crac. La clase capitalista clamaba por el libre cambio en el comercio de
cereales, y amenazaba con lograrlo haciendo que los hambrientos habitantes de
las ciudades volviesen a los distritos rurales de donde habían salido, para
invadirlos, como decía John Bright, «no como pobres que mendigan pan, sino como
un ejército que acampa en territorio enemigo». Las masas obreras de las
ciudades exigían la Carta del Pueblo [9], con la que reivindicaban su parte en el poder político.
Eran apoyadas en esta demanda por la mayor parte de la pequeña burguesía. El
camino a seguir para lograr la Carta —el de la violencia o el legal— era la
única diferencia que los separaba. Entretanto, llegaron la crisis comercial de
1847 y el hambre en Irlanda, y con ellas la perspectiva de la revolución.
«La
revolución francesa de 1848 salvó a la burguesía inglesa. Las consignas
socialistas de los obreros franceses victoriosos asustaron a la pequeña
burguesía inglesa y desorganizaron el movimiento de los obreros ingleses, que
corría por cauces más estrechos, pero que tenía un carácter más práctico. En el
preciso momento en que tenía que desplegar todas sus fuerzas, e incluso antes
de experimentar la patente derrota del 10 de abril de 1848[10], el cartismo sufrió un colapso interno. La
actividad política de la clase obrera fue relegada a segundo plano. La clase
capitalista había triunfado en toda la línea.
«La reforma
parlamentaria de 1831[11] había
sido la victoria de toda la clase capitalista sobre la aristocracia
terrateniente. La abolición de las leyes cerealistas fue la victoria de los
capitalistas industriales no sólo sobre los grandes
terratenientes, sino también sobre los sectores capitalistas —bolsistas,
banqueros, rentistas, etc.—, cuyos intereses eran más o menos idénticos o
estaban más o menos ligados a los intereses de los terratenientes. El libre
cambio significaba la reorganización, en el interior y en el exterior, de toda
la política financiera y comercial de Inglaterra de acuerdo con los intereses
de los capitalistas industriales, que constituían desde ese momento la clase
representativa de la nación. Y esta clase puso manos a la obra con toda
energía. Cualquier obstáculo que se opusiese a la producción industrial era
barrido implacablemente. Las tarifas aduaneras y todo el sistema fiscal fueron
transformados radicalmente. Todo quedó supeditado a un objetivo único, pero a
un objetivo que tenía la máxima importancia para los capitalistas industriales:
abaratar todas las materias primas, y principalmente, todos los medios de
subsistencia de la clase obrera, reducir el precio de coste de las materias
primas y mantener los salarios a un bajo nivel, cuando no reducirlos aún más.
Inglaterra tenía que convertirse en «el taller industrial del mundo»; todos los
demás países tenían que ser para Inglaterra lo que ya era Irlanda: mercados
para su producción industrial y fuentes de materias primas y de artículos
alimenticios. ¡Inglaterra, gran centro manufacturero de un mundo agrícola, con
un número siempre creciente de satélites productores de trigo y algodón girando
en torno al sol industrial! ¡Qué magnífica perspectiva!
«Los
capitalistas industriales se lanzaron a la conquista de este gran objetivo con
aquel poderoso sentido común y aquel desprecio por los principios tradicionales
que siempre los han distinguido de sus competidores continentales más
contaminados por el filisteísmo. El cartismo agonizaba. La nueva prosperidad
industrial, lógica y casi natural después de la terminación de la crisis de
1847, fue atribuida exclusivamente al influjo del libre cambio. En virtud de
estos dos hechos, la clase obrera inglesa se convirtió políticamente en la cola
del «gran» Partido Liberal, que dirigían los fabricantes. Una vez conseguida
esta posición ventajosa, había que perpetuarla. La violenta oposición de los
cartistas, no contra el libre cambio, sino contra el que se le convirtiese en
la única cuestión vital del país, hizo comprender a los fabricantes —y cada día
que pasaba se lo hacía comprender mejor— que sin la ayuda de la clase obrera la
burguesía no logrará jamás establecer plenamente su dominio social y político
sobre la nación. De esta manera, fueron cambiando poco a poco las relaciones
entre las dos clases. Las leyes fabriles que en tiempos habían sido un
espantajo para todos los fabricantes, ahora no sólo eran observadas
voluntariamente por ellos, sino que se extendían más o menos a todas las ramas
de la industria. Los sindicatos, considerados hasta hacía poco obra del diablo,
eran mimados y protegidos por los industriales como instituciones perfectamente
legítimas y como medio eficaz para difundir entre los obreros sanas doctrinas
económicas. Incluso se llegó a la conclusión de que las huelgas, reprimidas
hasta 1848, podían ser en ciertas ocasiones muy útiles, sobre todo cuando eran
provocadas por los señores fabricantes en el momento que ellos consideraban
oportuno. Aunque no desaparecieron todas las leyes que colocaban al obrero en
una situación de inferioridad con respecto a su patrono, al menos las más
escandalosas fueron abolidas. Y la Carta del Pueblo, antes tan execrable, se
convirtió en el principal programa político de esos mismos fabricantes que
hasta hacía poco la habían combatido. Fueron convertidos en ley la abolición
del requisito de propiedad y el voto secreto. Las reformas
parlamentarias de 1867[12] y
1884[13] se
acercan ya considerablemente al sufragio universal, por lo menos
tal como existe hoy día en Alemania; el nuevo proyecto de ley sobre las
circunscripciones electorales que se está discutiendo ahora en el parlamento
crea circunscripciones iguales, que en conjunto no son menos
iguales que las existentes hoy día en Francia o en Alemania. Ya se perfilan
como indudables conquistas de un futuro próximo las dietas
parlamentarias y la reducción del período de vigencia de las actas,
aunque no se llegue todavía a los parlamentos elegidos cada año. Y
después de todo esto aún hay gente que se atreve a decir que el cartismo ha
muerto.
«La
revolución de 1848, al igual que otras muchas anteriores a ella, ha tenido un
destino bien extraño. Los mismos que las habían aplastado se convirtieron, como
solía decir Marx, en sus albaceas testamentarios[***].
Luis Napoleón se vio obligado a crear la Italia una e independiente. Bismarck
tuvo que revolucionar Alemania a su manera y devolver a Hungría cierta
independencia; y a los fabricantes ingleses no les quedaba por hacer nada mejor
que dar fuerza de ley a la Carta del Pueblo.
«Las
consecuencias que tuvo en Inglaterra este predominio de los capitalistas
industriales fueron en un principio asombrosas. Los negocios, que habían
resucitado, se extendieron en proporciones sorprendentes hasta para Inglaterra,
cuna de la industria moderna. Los éxitos logrados anteriormente, gracias a la
aplicación del vapor y de la maquinaria, palidecían en comparación con el
poderoso auge alcanzado por la producción en los veinte años comprendidos entre
1850 y 1870, con sus abrumadoras cifras de exportación e importación, con las
riquezas fantásticas que acumulan los capitalistas y con la enorme masa de mano
de obra que se concentra en ciudades gigantescas. Ciertamente, este progreso
seguía interrumpiéndose como antes por crisis que se repetían cada diez años y
que hicieron su aparición en 1857 y en 1866. Pero estas recaídas eran
consideradas ahora como fenómenos naturales e inevitables, a los que había que
someterse y tras los cuales todo volvía de nuevo a su cauce normal.
«¿Cuál era
la situación de la clase obrera durante este período? A veces se producía un
mejoramiento temporal, que se extendía incluso a las grandes masas. Pero este
mejoramiento era reducido cada vez a su antiguo nivel por el aflujo de una gran
masa de obreros procedentes de la reserva de desocupados, por la introducción
de nuevas máquinas, que desalojaban a un número cada vez mayor de obreros, y
por la inmigración de obreros agrícolas, desalojados ahora también en proporciones
crecientes por las máquinas.
«Sólo en dos
sectores «protegidos» de la clase obrera hallamos un mejoramiento permanente.
El primer sector lo integran los obreros fabriles. La legislación que establece
límites relativamente razonables para la jornada de trabajo les ha permitido
restaurar hasta cierto punto sus fuerzas físicas y les ha proporcionado una
superioridad moral, acrecentada por su concentración local. La situación de
estos obreros es indudablemente mejor que antes de 1848. La mejor prueba de ello
nos la ofrece el hecho de que de cada diez huelgas, nueve son provocadas por
los mismos fabricantes, en su propio interés y como único medio de reducir la
producción. Jamás lograréis persuadir a los fabricantes de que acepten la
reducción de la jornada de trabajo, ni siquiera en el caso de que no encuentren
ninguna salida para sus mercancías; pero si hacéis que los obreros se declaren
en huelga, los capitalistas cerrarán sus fábricas como un solo hombre.
«El segundo
sector de obreros «protegidos» lo integran las grandes tradeuniones. Son éstas
organizaciones de ramas de la producción en las que trabajan única o
predominantemente hombres adultos. Ni la competencia del trabajo de
las mujeres y de los niños ni la de las máquinas han podido debilitar hasta ahora
su fuerza organizada. Los metalúrgicos, los carpinteros y los ebanistas y los
albañiles constituyen otras tantas organizaciones, cada una de las cuales es
tan fuerte que puede, como ha ocurrido con los obreros de la construcción,
oponerse con éxito a la introducción de la maquinaria. No cabe duda de que la
situación de estos obreros ha mejorado considerablemente desde 1848; la mejor
prueba de ello nos la ofrece el que desde hace más de 15 años no sólo los
patronos están muy satisfechos de ellos, sino también ellos de sus patronos.
Constituyen la aristocracia de la clase
obrera, han logrado una posición relativamente desahogada y la consideran
definitiva. Son los obreros modelo de los señores Leone Levi y Giffen (y
también del honorable Lujo Brentano). Se trata, en efecto, de personas muy
agradables y complacientes, tanto, en particular, para cualquier capitalista
sensato, como, en general, para toda la clase capitalista.
«En cuanto a
las grandes masas obreras, el estado de miseria e inseguridad en que viven
ahora es tan malo como siempre o incluso peor. El East End de Londres es un
pantano cada vez más extenso de miseria y desesperación irremediables, de
hambre en las épocas de paro y de degradación física y moral en las épocas de
trabajo. Y si exceptuamos a la minoría de obreros privilegiados, la situación
es la misma en las demás grandes ciudades, así como en las pequeñas y en los
distritos rurales. La ley que reduce el valor de la fuerza de trabajo al precio
de los medios de subsistencia necesarios, y la otra ley que, por regla general,
reduce su precio medio a la cantidad mínima de esos medios de subsistencia,
actúan con el rigor inexorable de una máquina automática cuyos engranajes van
aplastando a los obreros.
«Tal era,
pues, la situación creada por la política de libre cambio establecida en 1847 y
por los veinte años de dominación de los capitalistas industriales. Pero luego
se produjo un viraje. La crisis de 1866 fue seguida de una débil reanimación
que tuvo lugar por 1873 y fue de poca duración. Bien es verdad que no se
produjo la crisis total que, según era de esperar, debía haberse producido en
1877 o en 1878; pero, a partir de 1876, todas las ramas principales de la
industria se suman en un estancamiento crónico. No llega la crisis total ni
sobreviene el tan esperado período de florecimiento que debía haberse producido
antes o después de ella. Un estancamiento letárgico, una saturación crónica en
todos los mercados de todas las ramas industriales: tal es la situación en que
vivimos desde hace casi diez años. ¿Cuál es la causa?
«La teoría
del libre cambio tenía por única base el supuesto de que Inglaterra habría de
ser el único gran centro industrial de un mundo agrícola. Pero los hechos han
dado un mentís a dicha suposición. Las condiciones precisas para la industria
moderna —la fuerza del vapor y la maquinaria— pueden ser creadas en cualquier
lugar donde haya combustible, y sobre todo carbón. Pero Inglaterra no es el
único país que posee carbón, también lo tienen Francia, Bélgica, Alemania,
Norteamérica e incluso Rusia. Y los habitantes de esos países no encontraban
ninguna ventaja en verse reducidos a la condición de hambrientos colonos
irlandeses, para mayor gloria y riqueza de los capitalistas ingleses. Por eso
construyeron fábricas y empezaron a producir no sólo para su propio consumo,
sino también para todo el mundo. Y la consecuencia ha sido que el monopolio
industrial, detentado por Inglaterra durante casi un siglo, quedó
definitivamente roto.
«Pero el
monopolio industrial es la piedra angular del presente régimen social de
Inglaterra. Incluso en la época en que subsistía dicho monopolio, los mercados
no alcanzaban a seguir la creciente productividad de la industria inglesa. El
resultado eran las crisis que se producían cada diez años. Y ahora los mercados
nuevos son cada vez más escasos, hasta el punto de que incluso a los negros del
Congo se les impone la civilización bajo la forma de géneros de Mánchester,
vasijas de barro del condado de Stafford y quincalla de Birmingham. ¿Qué
ocurrirá cuando las mercancías continentales, y, sobre todo, las
norteamericanas afluyan en proporciones cada vez mayores y vaya reduciéndose de
año en año la parte del león que aún corresponde a los industriales ingleses en
el aprovisionamiento de los mercados mundiales? ¡Responda a esto el libre
cambio, panacea universal!
«No soy el
primero en señalar este hecho. En 1883, en la asamblea celebrada en Southport
por la Asociación Británica[14], el señor Inglis Palgrave, presidente de la Sección
Económica, indicó ya que para Inglaterra habían pasado los días de las grandes
ganancias y que el desarrollo de varias importantes ramas de la industria se
había detenido. Casi se podía afirmar que Inglaterra pasaba a un estado
en el que ya no había progreso.
«Pero, ¿cómo
va a terminar todo esto? La producción capitalista no puede detenerse en un
punto; tiene que crecer y extenderse o morir. Ya ahora, la mera reducción de la
parte del león que corresponde a Inglaterra en el aprovisionamiento de los
mercados mundiales significa estancamiento, miseria, exceso de capital por una
parte y exceso de obreros desocupados por otra. ¿Qué va a ocurrir cuando el
aumento anual de la producción cese por completo? Este es el punto vulnerable,
el talón de Aquiles de la producción capitalista. La extensión continua es la
condición de su vida; pero ahora esta extensión continua es imposible. La
producción capitalista se encuentra en un callejón sin salida. Cada año es más
aguda la forma en que se le plantea a Inglaterra esta cuestión: ¿quién ha de
sucumbir, la nación o la producción capitalista? ¿Cuál de las dos es la
condenada a desaparecer?
«¿Y la clase
obrera? Si incluso durante el auge sin precedentes alcanzado por el comercio y
la industria entre 1848 y 1868 tuvo que vivir en la situación de miseria que
hemos señalado, si incluso entonces la inmensa mayoría de los obreros
experimentó, en el mejor de los casos, un alivio pasajero, mientras que sólo
una pequeña minoría, privilegiada y protegida, obtuvo beneficios duraderos,
¿qué no ocurrirá cuando este deslumbrante período termine definitivamente,
cuando no sólo se agrave el actual estado depresivo, sino cuando esta agravada
situación de estancamiento letárgico se convierta en crónica y adquiera el
carácter de estado normal de la industria inglesa?
«He aquí la
verdad: mientras duró el monopolio industrial de Inglaterra, la clase obrera
inglesa participó hasta cierto punto en los beneficios de dicho monopolio.
Estos beneficios se distribuían dentro de la misma clase obrera de una manera
muy desiguai: la mayor parte correspondía a su minoría privilegiada, aunque
también a la gran masa le tocaba algo de vez en cuando. Por eso, desde la
muerte del owenismo no ha habido socialismo en Inglaterra. Cuando se derrumbe
el monopolio, la clase obrera inglesa perderá su situación privilegiada. Y
llegará un día en que toda ella, sin exceptuar la minoría privilegiada y
dirigente, se encuentre en el mismo nivel que los obreros de los demás países.
Por eso, volverá a haber socialismo en Inglaterra».
Así termina
el artículo de 1885. El prefacio escrito el 11 de enero de 1892, para la
edición inglesa, continuaba así:
«Poco me
queda que añadir a esta descripción del estado de cosas, tal como lo veía yo en
1885. No creo que sea necesario decir que hoy «vuelve a haber socialismo en
Inglaterra». Lo hay en masa y de todos los matices: socialismo consciente e
inconsciente, socialismo en prosa y en verso, socialismo de la clase obrera y
socialismo de la burguesía. En efecto, el socialismo, horror de los horrores,
no sólo se ha vuelto muy respetable, sino que incluso viste frac y se deja caer
negligentemente en los divanes de los salones mundanos. Esto demuestra de nuevo
la incorregible veleidad de la opinión pública burguesa, ese terrible déspota
de la «buena sociedad»; con lo que queda justificado una vez más el desprecio
con que nosotros, los socialistas de la pasada generación, la hemos tratado
siempre. Por lo demás, no tenemos ningún motivo para quejarnos de este nuevo
síntoma.
«Pero lo que
a mi entender importa mucho más que esta moda pasajera de hacer alarde de un
socialismo acuoso en los círculos burgueses, e incluso más que los éxitos
logrados en general por el socialismo en Inglaterra, es el despertar del East
End londinense. Este valle de infinita miseria ha dejado de ser la pocilga de
agua estancada que era hace seis años. El East End se ha sacudido la apatía de
la desesperación; ha vuelto a la vida y se ha convertido en la patria del
«nuevo tradeunionismo» es decir, la organización de la gran masa de obreros «no
calificados». Aunque esta organización ha revestido en muchos aspectos la forma
de los viejos sindicatos de obreros «calificados», tiene sin embargo, un
carácter esencialmente distinto. Los viejos sindicatos guardan las tradiciones
correspondientes a la época de su surgimiento; para ellos el sistema del
salariado es algo definitivo y establecido de una vez para siempre, algo que,
en el mejor de los casos, sólo pueden suavizar en interés de sus afiliados. Los
nuevos sindicatos, por el contrario, fueron organizados cuando ya la fe en la
eternidad del salariado se había debilitado considerablemente. Sus fundadores y
sus dirigentes eran hombres de conciencia socialista o de sentimientos socialistas;
las masas que afluyeron a ellos y que constituyen su fuerza estaban integradas
por hombres toscos e ignorantes, a los que la aristocracia de la clase obrera
miraba por encima del hombro. Pero tienen la enorme ventaja de que su
mentalidad es todavía un terreno virgen, absolutamente libre de los
«respetables» prejuicios burgueses heredados que trastornan las cabezas de los
«viejos tradeunionistas», mejor situados que ellos. Y ahora vemos cómo esos
nuevos sindicatos asumen la dirección general del movimiento obrero y cómo las
«viejas» tradeuniones, ricas y orgullosas, marchan cada vez más a remolque
suyo.
«Los hombres
del East End han cometido —de ello no cabe duda— errores colosales. Pero
también los cometieron sus predecesores y también siguen cometiéndolos los
socialistas doctrinarios, que los miran por encima del hombro. Para una gran
clase, lo mismo que para una gran nación, no hay nada que enseñe mejor y más de
prisa que las consecuencias de sus propios errores. Y a pesar de todos los
errores del pasado, del presente o del futuro, el despertar del East End
londinense sigue siendo uno de los acontecimientos más grandes y más fecundos
de este fin de siècle [****]. Me alegro y me enorgullezco de haber podido
asistir a él».
Las líneas
precedentes fueron escritas hace seis meses. En este tiempo el movimiento
obrero inglés ha dado otro gran paso. Las elecciones parlamentarias, celebradas
hace pocos días, fueron un aviso en forma a los dos partidos oficiales, a los
conservadores y a los liberales, de que desde ahora tendrán que contar con un
tercer partido, con el partido obrero. Este se halla aún en período de
formación. Sus elementos aún tienen que sacudirse toda clase de prejuicios
tradicionales —burgueses, del viejo tradeunionismo, y ya incluso del socialismo
doctrinario— antes de poder unirse, por fin, en el terreno que les es común a
todos ellos. Sin embargo, el instinto que los une ahora es ya tan fuerte que
les ha permitido obtener en las elecciones parlamentarias unos resultados que
no tienen precedente en Inglaterra. En Londres se presentaron como candidatos
dos obreros [*****],
que además declararon abiertamente su condición de socialistas. Los liberales
no se atrevieron a oponerles ningún candidato, y los dos socialistas fueron
elegidos por una mayoría tan aplastante como inesperada. En Middlesbrough se
presentó un candidato obrero[******] contra
uno liberal y otro conservador y derrotó a los dos. Por otra parte, los nuevos
candidatos obreros que se aliaron a los liberales fueron, a excepción de uno,
irremisiblemente derrotados. De los llamados representantes obreros de viejo
cuño, hombres a quienes se perdona su origen porque ellos mismos están
dispuestos a diluir su calidad de obreros en el océano de su liberalismo, Henry
Broadhurst, el más destacado representante del viejo tradeunionismo, sufrió una
aplastante derrota por oponerse a la jornada de ocho horas. En dos distritos
electorales de Glasgow, en uno de Salford y en otros muchos, a los candidatos
de los dos viejos partidos se enfrentaron candidatos obreros independientes. Y
aunque fueron derrotados, también lo fueron los candidatos liberales. En una
palabra: en varios distritos electorales de las grandes ciudades y de los
centros industriales los obreros renunciaron resueltamente a todo pacto con los
dos viejos partidos, obteniendo así, directa o indirectamente, éxitos jamás
vistos en ninguna de las elecciones anteriores. La alegría que esto ha
producido entre los obreros es indescriptible. Por vez primera han visto y
sentido lo que pueden conseguir haciendo uso del sufragio en interés de su
clase. Ha quedado destruida la fe supersticiosa que durante cerca de cuarenta
años han tenido los obreros ingleses en el «gran Partido Liberal». Los obreros
han visto a través de elocuentes ejemplos que ellos constituyen en Inglaterra
la fuerza decisiva, siempre y cuando quieran y sepan lo que quieren; las
elecciones de 1892 señalan el comienzo de ese querer y de ese saber. El resto
corre a cuenta del movimiento obrero del continente; los alemanes y los
franceses, que ya tienen una representación muy importante en los parlamentos y
en los consejos municipales, mantendrán vivo con sus nuevos éxitos el espíritu
de emulación de los ingleses. Y cuando se descubra, en un futuro no muy lejano,
que el nuevo parlamento no puede hacer nada con el señor Gladstone, ni tampoco
el señor Gladstone con este parlamento, el partido obrero inglés estará ya lo
suficientemente organizado para acabar de una vez con el columpio de los dos
viejos partidos, que se van turnando en el poder a fin de perpetuar el dominio
de la burguesía.
Londres, 21
de julio de 1892 F. Engels
_______________________
NOTAS
[*] Truck-system. Sistema de pago del salario
a los obreros con mercancías de tiendas de fábricas pertenecientes a los
propios empresarios. En lugar de pagar los salarios en efectivo, los patronos
obligan a los obreros a adquirir en tales tiendas mercancías de mala calidad y
a precios abusivos. (N. de la Edit.)
[**] F. Engels, "Inglaterra en
1845 y 1885". (N. de la Edit.)
[1] Sobre la exposición de Filadellia véase la nota
40. Calificando de Jena industrial el atraso de la industria alemana, Engels
alude a la derrota del ejército prusiano en la batalla de Jena, en octubre de
1806, durante la guerra contra la Francia de Napoleón.
[2] El bill de abolición de las leyes cerealistas
fue aprobado en junio de 1846. Las llamadas leyes cerealistas,
aprobadas con vistas a restringir o prohibir la importación de trigo del
extranjero, fueron promulgadas en Inglaterra en beneficio de los grandes
terratenientes (landlords). La aprobación del bill de 1846 fue un triunfo de la
burguesía industrial, que luchaba contra las leyes cerealistas bajo la consigna
de libertad de comercio.
[3] La ley que prohibía el pago del trabajo con
mercancías fue aprobada en 1831; sin embargo, muchos fabricantes la infringían.
La ley de
la jornada de trabajo de diez horas, que sólo regía para los adolescentes y las mujeres, fue
aprobada por el Parlamento inglés el 8 de junio de 1847.
[4] La «Pequeña Irlanda» («Little Ireland»):
uno de los barrios obreros más miserables en el arrabal sur de Mánchester. «Siete
cuadrantes» («Seven Dials»): barrio obrero del centro de Londres.
[5] El sistema de cottages:
otorgamiento de la vivienda al obrero por el industrial en condiciones
leoninas, descontándose del salario el importe del alquiler.
[6] Trátase de la huelga de más de
10 mil mineros en el Estado de Pensilvania (EE.UU.) que ocurrió desde el 22 de
enero hasta el 26 de febrero de 1886. En el curso de la huelga, los obreros de
los altos hornos y de los hornos de coquificación, que reivindicaban elevación
del salario y mejora de sus condiciones de trabajo, alcanzaron una mejora
parcial de estas últimas.
[7] The Commonweal («El
bien común»): semanario inglés que aparecía en Londres de 1885 a 1891 y de 1893
a 1894, órgano de la Liga Socialista; en 1885 y 1886 Engels insertó en la
revista unos cuantos artículos.
[8] Die Neue Zeit («Tiempos
nuevos»); revista teórica de la socialdemocracia alemana, aparecía en Stuttgart
de 1883 a 1923. De 1885 a 1894 publicó varios artículos de F. Engels.
[9] La Carta del Pueblo,
que contenía las exigencias de los cartistas, fue publicada el 8 de mayo de
1838 como proyecto de ley a ser presentado en el Parlamento; la integraban seis
puntos: derecho electoral universal (para los varones desde los 21 años de
edad), elecciones anuales al Parlamento, votación secreta, igualdad de las
circunscripciones electorales, abolición del requisito de propiedad para los
candidatos a diputado al Parlamento, remuneración de los diputados. Las tres
peticiones de los cartistas con la exigencia de aprobación de la Carta del
Pueblo, entregadas al Parlamento, fueron rechazadas por éste en 1839, 1842 y
1849.
[10] La manifestación de masas que
los cartistas anunciaron para el 10 de abril de 1848 en Londres, con el fin de
entregar al Parlamento la petición sobre la aprobación de la Carta popular,
fracasó debido a la indecisión y las vacilaciones de sus organizadores. El
fracaso de la manifestación fue utilizado por las fuerzas de la reacción para
arreciar la ofensiva contra los obreros y las represalias contra los cartistas.
[11] En 1824, el Parlamento inglés,
presionado por el movimiento obrero de masas, tuvo que promulgar un acto
aboliendo la prohibición de las uniones obreras (las tradeuniones).
[12] En 1867, en Inglaterra, bajo
la influencia del movimiento obrero de masas, se llevó a cabo la segunda
reforma parlamentaria. El Consejo General de la I Internacional tomó parte
activa en el movimiento que reivindicaba esta reforma. Como resultado de ella,
el número de electores en Inglaterra aumentó en más del doble y cierta parte de
obreros calificados conquistó el derecho a votar.
[13] En 1884, en Inglaterra, bajo
la presión del movimiento de masas de las zonas rurales se efectuó la tercera
reforma parlamentaria haciéndose extensivas a las circunscripciones
rurales las condiciones de obtención del derecho de voto establecidas en 1867
(véase la nota 93) para la población de las circunscripciones urbanas. Después
de esta reforma quedaban aún sin derecho de voto importantes sectores de la
población de Inglaterra: el proletariado rural y los pobres de la ciudad, así
como todas las mujeres.-
[14] La "Asociación Británica
de Concurso al Fomento de la Ciencia" fue fundada en 1831 y existe en
Inglaterra hasta hoy; los materiales de las reuniones anuales se publican como
informes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario