F. Engels
Contribución al problema de la vivienda
Pierre-Joseph Proudhon
ÍNDICE
CONTRIBUCION
AL PROBLEMA DE LA VIVIENDA
Escrito por Engels de mayo 1872 a enero de 1873. Publicado por vez
primera en el periódico Volkstaat, núms. 51-53, 103 y 104, del 26
y 29 de junio, 3 de julio, 25 y 28 de diciembre de 1872; núms. 2, 3, 12, 13,
15 y 16 del 4 y 8 de enero, 8, 12, 19 y 22 de febrero de 1873 y en tres
sobretiros aparte, publicados en Leipzig en 1872 y 1873.
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Segunda
parte. Cómo resuelve la burguesía el problema de la vivienda
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Tercera
parte. Suplemento sobre Proudhon y el problema de la vivienda
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[1] 245.
El trabajo de Engels "Contribución al problema de la vivienda" va
dirigido contra los socialreformadores pequeñoburgueses y burgueses, que
querían velar las llagas de la sociedad burguesa. Al criticar los proyectos
proudhonistas de solución del problema de la vivienda, Engels muestra la
imposibilidad de resolverlo bajo el capitalismo.- 314.
La presente obra es la reimpresión de tres artículos que escribí
en 1872 para el «Volksstaat» [2] de Leipzig. Precisamente en
aquella época llovían sobre Alemania los miles de millones de francos
franceses [3], el Estado pagó sus deudas;
fueron construidas fortificaciones y cuarteles, y renovados los stocks de
armas y de municiones; el capital disponible, lo mismo que la masa de dinero
en circulación aumentaron, de repente, en enorme proporción. Y todo esto,
precisamente en el momento en que Alemania aparecía en la escena mundial, no
sólo como «Imperio unido», sino también como gran país industrial. Los miles
de millones dieron un formidable impulso a la joven gran industria; fueron
ellos, sobre todo, los que trajeron después de la guerra un corto período de
prosperidad, rico en ilusiones, e inmediatamente después, la gran bancarrota
de 1873-1874, la cual demostró que Alemania era un país industrial ya maduro
para participar en el mercado mundial.
La época en que un país de vieja cultura realiza esta transición
—acelerada, además, por circunstancias tan favorables— de la manufactura y de
la pequeña producción a la gran industria, suele ser también una época de
«penuria de la vivienda». Por una parte, masas de obreros rurales son
atraídas de repente a las grandes ciudades, que se convierten en centros
industriales; por otra parte, el trazado de aquellas viejas ciudades no
corresponde ya a las condiciones de la nueva gran industria ni a su gran
tráfico; las calles son ensanchadas, se abren otras nuevas, pasan por ellas
ferrocarriles. En el mismo momento en que los obreros afluyen en gran número
a las ciudades, las viviendas obreras son destruidas en masa. De aquí la
repentina penuria de la vivienda, tanto para el obrero, como para el pequeño
comerciante y el artesano, que dependen de la clientela obrera. En las
ciudades que surgen desde el primer momento como centros industriales, esta
penuria de la vivienda es casi desconocida. Así son Manchester, Leeds,
Bradford, Barmen-Elberfeld. Por el contrario, en Londres, París, Berlín,
Viena, la penuria de la vivienda ha adquirido en su tiempo formas agudas y
sigue existiendo en la mayoría de los casos en un estado crónico.
Fue, pues, esa penuria aguda de la vivienda, ese síntoma de la revolución
industrial que se desarrollaba en Alemania, lo que, en aquel tiempo, llenó
los periódicos de discusiones sobre el «problema de la vivienda» y dio lugar
a toda clase de charlatanerías sociales. Una serie de artículos de este
género vino a parar al «Volksstaat». Un autor anónimo, que se dio a conocer
más tarde como el señor doctor en medicina A. Mülberger, de Wurtemberg,
estimó la ocasión favorable para aprovechar esta cuestión e ilustrar a los
obreros alemanes sobre los efectos milagrosos de la panacea social de
Proudhon [4]. Cuando manifesté mi asombro a la
redacción por haber aceptado aquellos singulares artículos, me pidieron que
los contestase, y así lo hice. (Véase la primera parte: "Cómo resuelve
Proudhon el problema de la vivienda"). Poco después de aquella serie de
artículos escribí otra, en la cual, basándome en un libro del Dr. Emil
Sax [5], examiné
la concepción burguesa filantrópica de la cuestión; (Véase la segunda parte:
"Cómo resuelve la burguesía el problema de la vivienda".) Después
de un silencio bastante largo, el Dr. Mülberger me hizo el honor de contestar
a mis artículos [6], lo que me obligó a publicar una
contrarréplica (véase la tercera parte: "Suplemento sobre Proudhon y el
problema de la vivienda"), la cual puso fin tanto a la polémica como a
mi trabajo particular sobre esta cuestión. Tal es la historia de aquellas
tres series de artículos que se publicaron también en folleto aparte. Si hoy
es precisa una nueva edición, lo debo, sin duda alguna, a la benévola
solicitud del Gobierno del Imperio alemán, quien, al prohibirla, hizo, como
siempre, subir de un modo enorme la demanda, y le expreso aquí mi más
respetuoso agradecimiento.
Para esta nueva edición he revisado el texto, he hecho algunas
adiciones, puse algunas notas y rectifiqué en la primera parte un pequeño
error económico que, desgraciadamente, el Dr. Mülberger, mi adversario, no
había descubierto.
Al hacer esta revisión, me he dado cuenta claramente de los progresos
considerables realizados por el movimiento obrero internacional en el curso
de los catorce últimos años. En aquel tiempo, era todavía un hecho que «los
obreros de los países latinos no tenían otro alimento intelectual, desde hace
veinte años, que las obras de Proudhon»[*] y, a lo sumo, el proudhonismo aún
más estrecho de Bakunin, el padre del «anarquismo» que veía en Proudhon al
«maestro de todos nosotros» («notre maître à nous tous»). Aunque los
proudhonianos no constituían en Francia más que una pequeña secta entre los
obreros, eran, sin embargo, los únicos que tenían un programa concretamente
formulado y los únicos que, bajo la Comuna, podían tomar la dirección de los
asuntos económicos. En Bélgica, el proudhonismo dominaba sin disputa entre
los obreros valones, y en España e Italia, con pocas excepciones, todo lo que
no era anarquista en el movimiento obrero, era decididamente proudhoniano. ¿Y
hoy? En Francia, los obreros se han apartado por completo de Proudhon, y éste
ya no cuenta con partidarios más que entre los burgueses radicales y los
pequeños burgueses, quienes, como proudhonianos, se llaman también «socialistas», pero son combatidos del
modo más violento por los obreros socialistas. En Bélgica, los flamencos han
arrebatado a los valones la dirección del movimiento, han rechazado el
proudhonismo y han dado mucho empuje al movimiento. En España, como en
Italia, la gran oleada anarquista de la década del 70 ha refluido, llevándose
los restos del proudhonismo; si en Italia el nuevo partido está todavía por
clarificarse y constituirse, en España, el pequeño núcleo, que como Nueva
Federación Madrileña [7] había
permanecido fiel al Consejo General de la Internacional, se ha desarrollado
en un partido poderoso. Este, como se puede juzgar por la misma prensa
republicana, está destruyendo la influencia de los republicanos burgueses
sobre los obreros con mucha más eficacia que pudieron hacerlo nunca sus predecesores
anarquistas, tan alborotadores. En vez de las obras olvidadas de Proudhon, se
encuentran hoy en manos de los obreros de los países latinos "El
Capital", el "Manifiesto
Comunista" y una serie de otros escritos de la escuela
de Marx. Y la demanda más importante de Marx —apropiación de todos los medios
de producción, en nombre de la sociedad, por el proletariado elevado a la
dominación política exclusiva— se ha convertido hoy, también en los países
latinos, en la demanda de toda la clase obrera revolucionaria.
Si el proudhonismo ha sido rechazado definitivamente por los obreros,
incluso en los países latinos; si ahora sólo sirve, de acuerdo con su
verdadero destino, a la burguesía radical francesa, española, italiana y
belga, como expresión de sus veleidades burguesas y pequeñoburguesas, ¿por
qué, pues, hoy todavía, volver a él? ¿Por qué combatir otra vez con la
reimpresión de estos artículos a un adversario desaparecido?
Primero, porque estos artículos no se limitan a una sencilla polémica
contra Proudhon y sus representantes alemanes. A consecuencia de la división
del trabajo que existía entre Marx y yo, me tocó defender nuestras opiniones
en la prensa periódica, lo que, en particular, significaba luchar contra las
ideas opuestas, a fin de que Marx tuviera tiempo de acabar su gran obra
principal. Esto me condujo a exponer nuestra concepción, en la mayoría de los
casos en forma polémica, contraponiéndola a las otras concepciones. Lo mismo
aquí. La primera y la tercera parte no solamente contienen una crítica de la
concepción proudhoniana del problema, sino también una exposición de la
nuestra propia.
En segundo lugar, Proudhon representó en la historia del movimiento
obrero europeo un papel demasiado importante para caer sin más ni más en el
olvido. Teóricamente refutado y prácticamente excluido, conserva todavía su
interés histórico. Quien se dedique con cierto detalle al estudio del
socialismo moderno, debe también conocer los «puntos de vista superados» del
movimiento. La "Miseria
de la Filosofía", de Marx, se publicó varios años antes de
que Proudhon hubiera expuesto sus proyectos prácticos de reforma social;
entonces, Marx podía solamente descubrir el germen y criticar el Banco de
Cambio de Proudhon. En este aspecto, su libro será completado por el mío,
aunque, por desgracia, de un modo harto insuficiente. Marx lo hubiera hecho
mucho mejor y de una manera más convincente.
Por último, aun hoy día el socialismo burgués y pequeñoburgués está
poderosamente representado en Alemania. De una parte, por los socialistas de
cátedra[8] y por filántropos de toda clase, entre los cuales el deseo de transformar a
los obreros en propietarios de sus viviendas desempeña todavía un papel
importante; contra ellos mi trabajo sigue, pues, siendo oportuno. De otra
parte, se encuentra representado en el partido socialdemócrata mismo,
comprendida la fracción del Reichstag, cierto socialismo pequeñoburgués. Y
esto en tal forma que, a pesar de reconocer la exactitud de los conceptos
fundamentales del socialismo moderno y de la demanda de que todos los medios
de producción sean transformados en propiedad social, se declara que su
realización es solamente posible en un futuro lejano, prácticamente
imprevisible. Así pues, por ahora se limitan a simples remiendos sociales, y
hasta pueden, según las circunstancias, simpatizar con las aspiraciones más reaccionarias
que pretenden «elevar a las clases laboriosas». La existencia de tal
orientación es completamente inevitable en Alemania, país pequeñoburgués por
excelencia, y sobre todo en una época en la cual el desarrollo industrial
desarraiga por la violencia y en gran escala a esta pequeña burguesía tan
profundamente arraigada desde tiempos inmemoriales. Esto tampoco presenta el
menor peligro para el movimiento, gracias al admirable sentido común de
nuestros obreros, del que tan brillantes pruebas han dado precisamente en el
tranccurso de los ocho últimos años, en la lucha contra la ley
antisocialista [9], contra
la policía y contra los magistrados. Pero es indispensable saber claramente
que tal orientación existe. Y si, como es necesario y hasta deseable, esta
orientación llega más tarde a tomar una forma más sólida y contornos más
precisos, deberá entonces volverse hacia sus predecesores para formular su
programa, y no podrá prescindir de Proudhon.
El fondo de la solución, tanto la
burguesa como la pequeñoburguesa, del «problema de la vivienda» es que el
obrero sea propietario de su vivienda. Pero es éste un punto
que el desarrollo industrial de Alemania durante los veinte últimos años
enfoca con una luz muy particular. En ningún otro país existen tantos
trabajadores asalariados que son propietarios no sólo de su vivienda, sino
también de un huerto o un campo; además, existen muchos más que ocupan como
arrendatarios una casa, un huerto o un campo, con una posesión de hecho
bastante asegurada. La industria a domicilio rural, practicada en común con
la horticultura o el pequeño cultivo, constituye la base amplia de la joven
gran industria alemana; en el Oeste, los obreros, en su mayoría, son
propietarios; en el Este, casi todos son arrendatarios de su vivienda. Esta
combinación de la industria a domicilio con la horticultura y el cultivo de
los campos y, a la vez, con una vivienda asegurada, no solamente la
encontramos en todos los lugares donde el tejido a mano lucha todavía contra
el telar mecánico, como en el Bajo Rin y en Westfalia, en los Montes
Metálicos de Sajonia y en Silesia; la encontramos también en todos los sitios
en que una u otra rama de la industria a domicilio se ha afianzado como
industria rural, por ejemplo, en la selva de Turingia y en el Rhön. Con
ocación de los debates sobre el monopolio de tabacos, se ha revelado hasta
qué grado la manufactura de cigarros se practica ya como trabajo a domicilio
rural. Y cada vez que surge una situación calamitosa entre los pequeños
campesinos, como hace algunos años en los montes Eifel [10], la prensa burguesa se apresura
inmediatamente a reclamar como único remedio la organización de una industria
a domicilio adecuada. En realidad, la miseria creciente de los campesinos
parcelarios alemanes y la situación general de la industria alemana empujan a
una extensión continua de la industria a domicilio rural. Este es un fenómeno
propio de Alemania. En Francia no se encuentra nada semejante más que
excepcionalmente, por ejemplo, en las regiones de cultivo de la seda; en
Inglaterra, donde no existen pequeños campesinos, la industria a domicilio
rural descansa sobre el trabajo de las mujeres y de los niños de los
jornaleros agrícolas; solamente en Irlanda es donde vemos practicada la
industria de la confección a domicilio, lo mismo que en Alemania, por
verdaderas familias campesinas. Naturalmente, no hablamos aquí de Rusia ni
tampoco de los otros países que no están representados en el mercado
industrial mundial.
De este modo, Alemania se encuentra hoy, en gran parte, en una
situación industrial que, a primera vista, corresponde a la que predominaba
de una manera general antes de la aparición de las máquinas. Pero esto sólo a
primera vista. Antes, la industria a domicilio rural, ligada a la
horticultura y al pequeño cultivo, por lo menos en los países que se
desarrollaban industrialmente, era la base de una situación material
soportable y a veces acomodada entre las clases laboriosas, pero también de
su nulidad intelectual y política. El producto hecho a mano y su costo
determinaban el precio en el mercado; y con la productividad del trabajo de
entonces, insignificante al lado de la de nuestros días, los mercados
aumentaban, por regla general, más rápidamente que la oferta. Fue el caso que
se dio hacia la mitad del siglo pasado en Inglaterra y parcialmente en
Francia, sobre todo en la industria textil. Ocurría todo lo contrario en
Alemania, la cual, en aquel tiempo, apenas se rehacía de los destrozos
causados por la guerra de los Treinta años [11] y
se esforzaba por levantar cabeza en medio de las circunstancias menos
favorables. La única industria a domicilio que trabajaba para el mercado
mundial, la que producía tejidos de lino, estaba tan oprimida por los
impuestos y las cargas feudales, que no elevó al campesino-tejedor por encima
del nivel, muy bajo por lo demás, del resto del campesinado. Sin embargo, los
trabajadores de la industria a domicilio tenían, en aquel tiempo, asegurada
hasta cierto punto su existencia.
Con la introducción de las máquinas, todo aquello cambió. Entonces, el
precio fue determinado por el producto hecho a máquina, y el salario del
trabajador industrial a domicilio descendió a la par con aquel precio. Tenía
que aceptarlo o buscarse otro trabajo, pero esto no lo podía hacer sin
convertirse en proletario, es decir, sin abandonar —fuese propietario o
arrendatario— su casita, su huerto y su parcela de tierra. Y sólo en muy
contadas ocasiones se resignaba a ello. Es así como la horticultura y el
pequeño cultivo de los viejos tejedores rurales fue causa de que la lucha del
tejido a mano contra el telar mecánico —lucha que en Alemania todavía no ha
terminado— se prolongara en todas partes durante tanto tiempo. En esta lucha
se reveló por primera vez, sobre todo en Inglaterra, que la misma
circunstancia que antes diera un bienestar relativo a los trabajadores —la
posesión de sus medios de producción— se había convertido para ellos en un
obstáculo y una desgracia. En la industria, el telar mecánico reemplazó su
telar manual; en la agricultura, la gran empresa agrícola eliminó su pequeña
hacienda. Pero mientras en ambos dominios de la producción, el trabajo
asociado de muchos y el empleo de las máquinas y de las ciencias se
convertían en regla social, su casita, su huerto, su parcela de tierra y su
telar encadenaban al trabajador al método anticuado de la producción
individual y del trabajo a mano. La posesión de una casa y de un huerto era
ahora de un valor muy inferior a la plena libertad de movimiento. Ningún
obrero de fábrica hubiera cambiado su situación por la del pequeño tejedor
rural, que se moría de hambre, lenta, pero seguramente.
Alemania apareció tarde en el mercado mundial. Nuestra gran industria
surgió en la década del cuarenta y recibió su primer impulso de la revolución
de 1848; no pudo desarrollarse plenamente más que cuando las revoluciones de
1866 y 1870[12] hubieron
barrido de su camino por lo menos los peores obstáculos políticos. Pero
encontró un mercado mundial en gran parte ocupado. Los artículos de gran
consumo venían de Inglaterra, y los artículos de lujo de buen gusto, de
Francia. Alemania no podía vencer a los primeros por el precio, ni a los
segundos por la calidad. No le quedaba más remedio, de momento, que seguir el
camino trillado de la producción alemana y colarse en el mercado mundial con
artículos demasiado insignificantes para los ingleses y demasiado malos para
los franceses. La práctica alemana predilecta de la estafa, que consiste en
mandar primero muestras buenas y después mercancías malas, fue rápida y
duramente reprimida en el mercado mundial, y quedó casi abandonada; por otra
parte, la competencia de la superproducción llevó poco a poco, incluso a los
sólidos ingleses, por el camino resbaladizo del empeoramiento de la calidad y
favoreció así a los alemanes, quienes en este orden no admiten competencia.
Así fue cómo, por fin, llegamos a poseer una gran industria y a representar
un papel en el mercado mundial. Pero nuestra gran industria trabaja
casi exclusivamente para el mercado interior (a excepción de la industria del
hierro, cuya producción excede en mucho las necesidades del país). El grueso
de nuestra exportación se compone de una cantidad infinita de pequeños
artículos, producidos en su mayoría por la industria a domicilio rural y para
los cuales la gran industria suministra, todo lo más, los productos
semimanufacturados.
Y es aquí donde aparece en todo su esplendor la «bendición» de la
propiedad de una casa y de una parcela para el obrero moderno. En
ningún sitio, y apenas se puede exceptuar la industria a domicilio irlandesa,
se pagan salarios tan infamemente bajos como en la industria a domicilio
alemana. Lo que la familia obtiene de su huerto y de su parcela de tierra, la
competencia permite a los capitalistas deducirlo del precio de la fuerza de
trabajo. Los obreros deben incluso aceptar cualquier salario a destajo, pues
sin esto no recibirían nada en absoluto, y no podrían vivir sólo del producto
de su pequeño cultivo. Y como, por otra parte, este cultivo y esta propiedad
territorial les encadenan a su localidad, les impiden con ello buscar otra
ocupación. Esta es la circunstancia que permite a Alemania competir en el
mercado mundial en la venta de toda una serie de pequeños artículos. Todo
el beneficio se obtiene mediante un descuento del salario normal, y se puede
así dejar para el comprador toda la plusvalía. Tal es el secreto de la
asombrosa baratura de la mayor parte de los artículos alemanes de
exportación.
Es esta circunstancia, más que cualquier otra, la que hace que los
salarios y el nivel de vida de los obreros alemanes sean, también en las
otras ramas de la industria, inferiores a los de los países de la Europa
Occidental. El peso muerto de este precio del trabajo, mantenido
tradicionalmente muy por debajo del valor de la fuerza de trabajo, gravita
igualmente sobre los salarios de los obreros de las ciudades e incluso de las
grandes ciudades, haciéndolos descender por debajo del valor de la fuerza de
trabajo, tanto más cuanto que en las ciudades, igualmente, la industria a
domicilio mal retribuida, ha sustituido al antiguo artesanado, haciendo bajar
también el nivel general de salario.
Vemos aquí claramente cómo, lo que en una etapa histórica anterior era
la base de un bienestar relativo de los obreros —la combinación del cultivo y
de la industria, la posesión de una casa, de un huerto y de un campo, la
seguridad de una vivienda—, hoy, bajo el reinado de la gran industria, se
convierte no solamente en la peor de las cadenas para el obrero, sino también
en la mayor desgracia para toda la clase obrera, en la base de un descenso
sin precedentes del salario por debajo de su nivel normal. Y esto no
solamente en algunas ramas de la industria o en regiones aisladas, sino en
escala nacional. No es sorprendente que la grande y la pequeña burguesía, que
viven y se enriquecen con estos enormes descuentos de los salarios, sueñen
con la industria rural, la posesión de una casa por cada obrero y vean en la
creación de nuevas industrias a domicilio el único remedio para todas las
miserias rurales.
Este no es más que un aspecto de la cuestión; pero la medalla tiene
también su reverso. La industria a domicilio se ha convertido en la base
amplia del comercio exterior alemán, y, por lo tanto, de toda la gran
industria. Así se ha extendido en numerosas regiones de Alemania y se
extiende cada día más. La ruina del pequeño campesino se hizo inevitable
desde el momento en que su trabajo industrial a domicilio para su propio
consumo fue destruido por la baratura de la confección y del producto de la
máquina, y su ganadería —y, por lo tanto, su producción de estiércol—, por la
disolución del régimen comunal, por la abolición de la Marca comunal y de la
rotación obligatoria de los cultivos. Esta ruina lleva forzosamente a los
pequeños campesinos, caídos en manos del usurero, hacia la moderna industria
a domicilio. Lo mismo que en Irlanda la renta del terrateniente, en Alemania
los intereses del usurero hipotecario no pueden pagarse con el producto del
suelo, sino solamente con el salario del campesino industrial. Pero con la
extensión de la industria a domicilio, las regiones rurales son arrastradas
una tras otra al movimiento industrial de hoy. Esta revolución operada en los
distritos rurales por la industria a domicilio es la que extiende la
revolución industrial en Alemania en una escala mucho más vasta que en
Inglaterra y en Francia. El nivel relativamente bajo de nuestra industria
hace tanto más necesaria su amplia extensión. Esto explica que en Alemania, a
diferencia de lo que ocurre en Inglaterra y en Francia, el movimiento obrero
revolucionario se haya extendido tan considerablemente en la mayor parte del
país, en lugar de estar ligado exclusivamente a los centros urbanos. Y esto
explica, a su vez, la progresión reposada, segura e irresistible del
movimiento. Está claro que en Alemania un levantamiento victorioso en la
capital y en las otras grandes ciudades sólo será posible cuando la mayoría
de las pequeñas ciudades y una gran parte de las regiones rurales estén
igualmente maduras para la revolución. Con un desarrollo más o menos normal,
nosotros no nos encontraremos jamás en situación de obtener victorias
obreras, como los parisinos en 1848 y 1871; pero tampoco, por esta misma
razón, de sufrir derrotas de la capital revolucionaria por las provincias
reaccionarias, tales como las conoció París en los dos casos. En Francia, el
movimiento partió siempre de la capital; en Alemania, de las regiones, de
gran industria, de manufacturas y de industria a domicilio; sólo más tarde
fue conquistada la capital. Por eso, tal vez también en el porvenir, la
iniciativa quede reservada a los franceses, pero sólo en Alemania se podrá
lograr la victoria decisiva.
Ahora bien, la industria a domicilio y la manufactura rurales —que por
su extensión se han convertido en la esfera esencial de producción de
Alemania y gracias a las cuales el campesinado alemán está cada vez más
revolucionado— no representan por sí mismas más que la primera etapa de una
revolución ulterior. Como ha demostrado ya Marx ("El Capital", t.
I, 3ª ed., págs. 484-495[**]), en cierto grado de desarrollo la
máquina y la fábrica harán sonar también para ellas la hora de la decadencia.
Y esta hora parece próxima. Pero la destrucción de la industria a domicilio y
de la manufactura rurales por la máquina y la fábrica significa en Alemania
la destrucción de los medios de existencia de millones de productores
rurales, la expropiación de casi la mitad del pequeño campesinado, la
transformación no solamente de la industria a domicilio en producción fabril,
sino también de la economía campesina en gran agricultura capitalista y de la
pequeña propiedad territorial en grandes dominios: una revolución industrial
y agraria en provecho del capital y de la gran propiedad territorial y en
detrimento de los campesinos. Si el destino de Alemania es pasar también por
dicha transformación en las viejas condiciones sociales, ésta constituirá
indudablemente un punto de viraje. Si la clase obrera de cualquier otro país
no toma hasta entonces la iniciativa, será Alemania, sin duda, la que
comenzará el ataque con la ayuda valerosa de los hijos campesinos del
«glorioso ejército».
Y la utopía burguesa y pequeñoburguesa de proporcionar a cada obrero
una casita en propiedad y encadenarle así a su capitalista de una manera
semifeudal, adquiere ahora un aspecto completamente distinto. La realización
de esta utopía resulta ser la transformación de todos los pequeños
propietarios rurales de casas en obreros industriales a domicilio, la
desaparición del antiguo aislamiento y, por lo tanto, de la nulidad política
de los pequeños campesinos, arrastrados por la «vorágine social»; resulta ser
la extensión de la revolución industrial al campo, y por ella, la
transformación de la clase más estable, más conservadora de la población en
un vivero revolucionario; y como culminación de todo esto, la expropiación de
los campesinos dedicados a la industria a domicilio por la máquina, lo que
les empuja forzosamente a la insurrección.
Podemos dejar de buen grado a los filántropos socialistas burgueses que
gocen de su ideal tanto tiempo como, en su función social de capitalistas,
continúen realizándolo al revés para beneficio de la revolución social.
Federico Engels
Londres, 10 de enero de 1887
NOTAS
[1] 245.
El trabajo de Engels "Contribución al problema de la vivienda" va
dirigido contra los socialreformadores pequeñoburgueses y burgueses, que
querían velar las llagas de la sociedad burguesa. Al criticar los proyectos
proudhonistas de solución del problema de la vivienda, Engels muestra la
imposibilidad de resolverlo bajo el capitalismo.- 314.
[2] 54.
"Der Volksstaat" («El Estado del pueblo»), órgano central del
Partido Socialdemócrata Obrero de Alemania (los eisenachianos), se publicó en
Leipzig del 2 de octubre de 1869 al 29 de setiembre de 1876. La dirección
general corría a cargo de G. Liebknecht, y el director de la editorial era A.
Bebel. Marx y Engels colaboraban en el periódico, prestándole constante ayuda
en la redacción del mismo. Hasta 1869, el periódico salía bajo el título
"Demokratisches Wochenblatt" (véase la nota 94).
Trátase del artículo de J. Dietzgen "Carlos Marx. «El Capital.
Crítica de la Economía política»", Hamburgo, 1867, publicado en
"Demokratisches Wochenblatt", núms. 31, 34, 35 y 36 del año 1868.-
96, 178, 314, 324, 452, 455
[3] 128. Se alude al tratado
preliminar de paz entre Francia y Alemania firmado en Versalles el 26 de
febrero de 1871 por Thiers y J. Favre, de una parte, y Bismarck, de otra.
Según las condiciones del tratado, Francia cedía a Alemania el territorio de
Alsacia y la parte oriental de Lorena y le pagaba una contribución de guerra
de 5 mil millones de francos. El tratado definitivo de paz fue firmado en
Francfort del Meno el 10 de mayo de 1871.- 193, 222, 314, 371
[4] 246.
Los seis artículos de Mülberger bajo el título "Die Wohnungsfrage"
(«El problema de la vivienda») fueron publicados sin firma en el periódico
"Volksstaat" el 3, 7, 10, 14 y 21 de febrero y el 6 de marzo de
1872; posteriormente, estos artículos fueron publicados en folleto aparte
titulado "Die Wohnungsfrage. Eine sociale Skizze. Separat-Abdruck aus
dem Volkssttat» («El problema de la vivienda. Ensayo social. Publicación del
Volksstaat»). Leipzig, 1872.- 315, 324, 378, 388.
[5] 247.
E. Sax. "Die Wohnungszustände der arbeitenden Classen un ihre
Reform" («Las condiciones de vivienda de las clases trabajadoras y su
reforma»). Wien, 1869.- 315, 345.
[6] 248.
La respuesta de Mülberger a los artículos de Engels fue publicada en el
periódico "Volksstaat" el 26 de octubre de 1872 bajo el título
"Zur Wohnungsfrage (Antwort an Friedrieh Engels von A. Mülberger)"
(«Contribución al problema de la vivienda (Respuesta de A. Mülberger a
Federico Engels)»).- 315, 374.
[7] 249.
La Nueva Federación Madrileña fue fundada en julio de 1872
por los miembros de la Internacional y los de la redacción del periódico
"La Emancipación" excluidos por la mayoría anarquista de la
Federación Madrileña cuando el periódico denunció la actividad de la secreta
Alianza de la Democracia Socialista en España. La Nueva Federación Madrileña
luchaba resueltamente contra la propagación de la influencia anarquista en
España, hacía propaganda de las ideas del socialismo científico y luchaba por
la creación de un partido proletario independiente en España. En su órgano de
prensa, el periódico "La Emancipación", colaboraba Engels. Algunos
miembros de la Nueva Federación Madrileña desempeñaron un gran papel en la
creación del Partido Obrero Socialista de España en 1879.- 316.
[8] 250. Socialismo
de cátedra, tendencia de la ideología burguesa de los años 70-90 del
siglo XIX. Sus representantes, ante todos profesores de las universidades
alemanas, predicaban desde las cátedras universitarias el reformismo burgués
presentado como socialismo. Los socialistas de cátedra (A. Wagner, H.
Schmoller, L. Brentano, W. Sombart y otros) afirmaban que el Estado era una institución situada por
encima de las clases, capaz de conciliar las clases antagónicas e instaurar
paulatinamente el «socialismo» sin lesionar los intereses de los
capitalistas. Su programa se reducía a la organización de los seguros
para los obreros contra casos de enfermedad y accidentes y a la aplicación de
ciertas medidas en el dominio de la legislación fabril. Consideraban que los
sindicatos bien organizados hacían superfluos la lucha política y el partido
político de la clase obrera. El socialismo de cátedra fue una de las fuentes
ideológicas del revisionismo.- 317.
[9] 122.
La Ley de Excepción contra los socialistas fue promulgada en
Alemania el 21 de octubre de 1878. En virtud de la misma quedaron prohibidas
todas las organizaciones del Partido Socialdemócrata, las organizaciones
obreras de masas y la prensa obrera. Fueron confiscadas las publicaciones
socialistas y se sometió a represiones a los socialdemócratas. Bajo la
presión del movimiento obrero de masas, la ley fue derogada el 1º de octubre
de 1890.- 189, 318
[10] 251.
Trátase del hambre de 1882, que causó el mayor daño a los campesinos de la
región de Eifel (provincia renana de Prusia).- 318.
[11] 74.
La "guerra de los Treinta años" (1618-1648) fue una contienda
europea provocada por la lucha entre protestantes y católicos. Alemania fue
el teatro principal de las operaciones. Saqueada y devastada, fue también
objeto de pretensiones anexionistas de los participantes de la guerra.- 120,
319
[12] 252.
Se entienden por «revoluciones» las guerras austro-prusiana de 1866 y
franco-prusiana de 1870-1871, que terminaron unificando a Alemania «desde
arriba» bajo la supremacía de Prusia.- 320.
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PRIMERA
PARTE
COMO
RESUELVE PROUDHON EL PROBLEMA DE LA VIVIENDA
En los números 10 y siguientes del Volksstaat [13] ha sido publicada una
serie de seis artículos sobre el problema de la vivienda [14]. Estos artículos sólo merecen que se
les preste atención por cuanto constituyen —abstracción hecha de algunos
escritos de género seudoliterario pertenecientes a la década del cuarenta y
olvidados desde hace mucho tiempo— el primer intento de trasplantar a
Alemania la escuela de Proudhon. Hay en ello una regresión tan enorme en
relación con todo el desarrollo del socialismo alemán, el cual hace ya
veinticinco años asestó un golpe decisivo[*] precisamente a las concepciones
proudhonianas, que vale la pena oponerse inmediatamente a esta tentativa.
La llamada penuria de la vivienda, que representa hoy un papel tan
grande en la prensa, no consiste en que la clase obrera en general viva en
malas viviendas, superpobladas e insalubres. Esta penuria de
la vivienda no es peculiar del momento presente; ni siquiera es una de las
miserias propias del proletariado moderno a diferencia de todas las clases
oprimidas del pasado; por el contrario, ha afectado de una manera casi igual
a todas las clases oprimidas de todos los tiempos. Para acabar con esta penuria
de la vivienda no hay más que un medio: abolir la explotación
y la opresión de las clases laboriosas por la clase dominante. Lo que hoy
se entiende por penuria de la vivienda es la particular agravación de las
malas condiciones de habitación de los obreros a consecuencia de la afluencia
repentina de la población hacia las grandes ciudades; es el alza formidable
de los alquileres, una mayor aglomeración de inquilinos en cada casa y, para
algunos, la imposibilidad total de encontrar albergue. Y esta penuria
de la vivienda da tanto que hablar porque no afecta sólo a la clase obrera,
sino igualmente a la pequeña burguesía.
La penuria de la vivienda para los obreros y para una parte de la
pequeña burguesía de nuestras grandes ciudades modernas no es más que uno de
los innumerables males menores y secundarios originados por
el actual modo de producción capitalista. No es una consecuencia directa de
la explotación del obrero como tal obrero por el
capitalista. Esta explotación es el mal fundamental que la revolución social
quiere suprimir mediante la abolición del modo de producción capitalista. Más
la piedra angular del modo de producción capitalista reside en que el orden
social presente permite a los capitalistas comprar por su valor la fuerza de
trabajo del obrero, pero también extraer de ella mucho más que su valor, haciendo
trabajar al obrero más tiempo de lo necesario para la reproducción del precio
pagado por la fuerza de trabajo. La plusvalía producida de esta manera se
reparte entre todos los miembros de la clase capitalista y los propietarios
territoriales, con sus servidores a sueldo, desde el Papa y el emperador
hasta el vigilante nocturno y demás. No nos interesa examinar aquí cómo se
hace este reparto; lo cierto es que todos los que no trabajan sólo pueden
vivir de la parte de esta plusvalía que de una manera o de otra les toca en
suerte. (Véase "El Capital", de Marx, donde esta cuestión se
esclarece por primera vez.)
El reparto de la plusvalía producida por los obreros y que se les
arranca sin retribución, se efectúa entre las clases ociosas en medio de las
más edificantes disputas y engaños recíprocos. Como este reparto se hace por
medio de la compra y de la venta, uno de sus principales resortes es el
engaño del comprador por el vendedor, engaño que, en el comercio al por
menor, y principalmente en las ciudades grandes, se ha convertido hoy en una
necesidad vital para el vendedor. Pero cuando el obrero es engañado por su
panadero o por su tendero en el precio o en la calidad de la mercancía, esto
no le ocurre por su calidad específica de obrero. Por el contrario, tan
pronto como cierto grado medio de engaño se convierte en algún sitio en regla
social, es inevitable que, con el tiempo, este engaño quede compensado por un
aumento correspondiente del salario. El obrero aparece, frente al tendero,
como un comprador, es decir, como un poseedor de dinero o de crédito y, por
consiguiente, no como un obrero, como un vendedor de fuerza de trabajo. El
engaño puede afectarle, como en general a las clases pobres, más que a las
clases ricas de la sociedad, pero no se trata de un mal que afecte sólo al
obrero, que sea exclusivo de su clase.
Ocurre exactamente lo mismo con la penuria de la vivienda. La extensión
de las grandes ciudades modernas da a los terrenos, sobre todo en los barrios
del centro, un valor artificial, a veces desmesuradamente elevado; los
edificios ya construidos sobre estos terrenos, lejos de aumentar su valor,
por el contrario lo disminuyen, porque ya no corresponden a las nuevas
condiciones, y son derribados para reemplazarlos por nuevos edificios. Y esto
ocurre, en primer término, con las viviendas obreras situadas en el centro de
la ciudad, cuyos alquileres, incluso en las casas más superpobladas, nunca
pueden pasar de cierto máximo, o en todo caso sólo de una manera en extremo
lenta. Por eso son derribadas, para construir en su lugar tiendas, almacenes
o edificios públicos. Por intermedio de Haussmann, el bonapartismo explotó
extremadamente esta tendencia en París, para la estafa y el enriquecimiento
privado. Pero el espíritu de Haussmann se paseó también por Londres,
Manchester y Liverpool; en Berlín y Viena parece haberse instalado como en su
propia casa. El resultado es que los obreros van siendo desplazados del
centro a la periferia; que las viviendas obreras y, en general, las viviendas
pequeñas, son cada vez más escasas y más caras, llegando en muchos casos a
ser imposible hallar una casa de ese tipo, pues en tales condiciones, la
industria de la construcción encuentra en la edificación de casas de alquiler
elevado un campo de especulación infinitamente más favorable, y solamente por
excepción construye casas para obreros.
Así pues, esta penuria de la vivienda afecta a los obreros mucho más
que a las clases acomodadas; pero, al igual que el engaño del tendero, no
constituye un mal que pesa exclusivamente sobre la clase obrera. Y en la
medida en que le concierne, al llegar a cierto grado y al cabo de cierto
tiempo, deberá producirse una compensación económica.
Son éstos, precisamente, los males comunes a la clase obrera y a las
otras clases, en particular a la pequeña burguesía, de los que prefiere
ocuparse el socialismo
pequeñoburgués, al que pertenece también
Proudhon. Y no es por casualidad por lo que nuestro proudhoniano alemán[**] toma de
preferencia la cuestión de la vivienda —que, como hemos visto, no es en modo
alguno una cuestión exclusivamente obrera— y hace de ella, por el contrario,
un problema puro y exclusivamente obrero.
«El inquilino es para el propietario lo
que el asalariado es para el capitalista».
Esto es absolutamente falso.
En la cuestión de la vivienda tenemos dos partes que se contraponen la
una a la otra: el inquilino y el arrendador o propietario. El primero quiere
comprar al segundo el disfrute temporal de una vivienda. Posee dinero o
crédito, incluso si ha de comprar este crédito al mismo arrendador a un
precio usurario y en forma de un aumento del alquiler. Se trata de una
sencilla venta de mercancía y no de una transacción entre un proletario y un
burgués, entre un obrero y un capitalista. El inquilino —incluso si es
obrero— aparece como una persona pudiente, que ha de haber
vendido previamente su mercancía específica, la fuerza de trabajo, para poder
presentarse, con el producto de su venta, como comprador del disfrute de una
vivienda. O bien, ha de poder dar garantías sobre la venta próxima de esta
fuerza de trabajo. Los resultados peculiares de la venta de la fuerza de
trabajo a los capitalistas faltan aquí totalmente. El capitalista obliga, en
primer término, a la fuerza de trabajo comprada a reproducir su valor y, en
segundo lugar, a producir una plusvalía que queda temporalmente en sus manos,
mientras es repartida entre los miembros de la clase capitalista. Aquí se
produce, pues, un valor excedente; la suma total del valor existente resulta
incrementada. Totalmente distinto es lo que ocurre con el alquiler de una
vivienda. Cualquiera que sea el importe de la estafa sufrida por el
inquilino, no puede tratarse sino de la transferencia de un valor que
ya existe, previamente producido; la suma total del
valor poseído conjuntamente por el arrendatario y el
arrendador sigue siendo la misma. El obrero, tanto si su fuerza de trabajo le
es pagada por el capitalista a un precio superior, como a un precio inferior
o igual a su valor, resultará estafado en una parte del producto de su
trabajo. El arrendatario sólo resultará estafado cuando se vea obligado a
pagar su vivienda por encima de su valor. Por tanto, se falsean totalmente
las relaciones entre arrendatario y arrendador cuando se intenta
identificarlas con las que existen entre el obrero y el capitalista. En el
primer caso nos encontramos, por el contrario, frente a un intercambio
absolutamente normal de mercancías entre dos ciudadanos. Y este intercambio
se efectúa según las leyes económicas que regulan la venta de las mercancías
en general, y, en particular, la venta de la mercancía «propiedad del suelo».
Los gastos de construcción y de conservación de la casa o de su parte en
cuestión han de tenerse en cuenta en primer lugar; después, el valor del
terreno, condicionado por el emplazamiento más o menos favorable de la casa;
finalmente, y esto es lo decisivo, la relación entre la oferta y la demanda
en el momento dado. Esta simple relación económica se refleja en la cabeza de
nuestro proudhoniano de la siguiente manera:
«La casa, una vez construida,
sirve de título jurídico eterno sobre
una parte determinada del trabajo social, incluso si el valor real de la casa
está más que suficientemente pagado al propietario en forma de alquileres
desde hace mucho tiempo. Así ocurre que una casa construida, por ejemplo,
hace cincuenta años, llega durante este tiempo, gracias a los alquileres, a
cubrir dos, tres, cinco, diez veces, etc. su precio de coste inicial».
Aquí tenemos a Proudhon de cuerpo entero. En primer lugar, olvida que
el alquiler ha de cubrir no solamente los intereses de los gastos de
construcción de la casa, sino también las reparaciones, el término medio de
las deudas incobrables y los alquileres no pagados, así como las pérdidas
ocasionadas por las viviendas que quedan momentáneamente vacantes, y,
finalmente, la amortización anual del capital invertido en la construcción de
una casa que no es eterna, que resultará inhabitable con el tiempo y perderá,
por consiguiente, todo su valor. En segundo lugar, olvida que los alquileres
han de servir igualmente para cubrir los intereses del alza de valor del
terreno sobre el cual se levanta la casa; que una parte de los alquileres
consiste, pues, en renta del suelo. Bien es cierto que nuestro proudhoniano
explica inmediatamente que, como este aumento de valor se produce sin que el
propietario contribuya a él para nada, no le pertenece de derecho, sino que
pertenece a la sociedad. Sin embargo, no se da cuenta de que de este modo
reclama, en realidad, la abolición de la propiedad territorial. No nos
extenderemos sobre esta cuestión, pues ello nos apartaría demasiado de
nuestro tema. Nuestro proudhoniano olvida, finalmente, que en toda esta
transacción no se trata en absoluto de comprar la casa a su propietario, sino
solamente de su usufructo, por un tiempo determinado. Proudhon, que no se ha
preocupado jamás de las condiciones reales, concretas, en que se desenvuelve
todo fenómeno económico, no puede, naturalmente, explicarse cómo el precio de
coste inicial de una casa puede, bajo determinadas circunstancias, cubrirse
diez veces en el término de cincuenta años en forma de alquileres. En vez de
investigar desde un punto de vista económico esta cuestión nada complicada y
de establecer si está en contradicción, y de qué modo, con las leyes
económicas, la esquiva saltando audazmente de la economía a la
jurisprudencia: «La casa, una vez construida, sirve de título
jurídico eterno» sobre un pago anual determinado. ¿Cómo ocurre
esto, cómo la casa se convierte en un
título jurídico? Proudhon no dice una palabra sobre el particular. Y es esto
lo que debería, sin embargo, explicarnos. Si hubiera investigado, habría
descubierto que todos los títulos jurídicos del mundo, por muy eternos que
sean, no confieren a una casa la facultad de rendir en cincuenta años diez
veces su precio de coste en forma de alquileres, sino que solamente ciertas
condiciones económicas (que pueden muy bien ser reconocidas socialmente en
forma de títulos jurídicos) pueden permitirlo. Y al llegar aquí se
encontraría de nuevo en el punto de partida.
Toda la teoría de Proudhon está basada en este salto salvador que le
lleva de la realidad económica a la fraseología jurídica. Cada vez que el
valiente Proudhon pierde de vista la conexión económica —y esto le ocurre en
todas las cuestiones serias— se refugia en el dominio del Derecho y acude a
la justicia eterna.
«Proudhon va a buscar su ideal de justicia eterna —justice éternelle—
en las relaciones jurídicas correspondientes a la producción mercantil, con
la que —dicho sea de pasada— aporta la prueba, muy consoladora para todos los
filisteos, de que la producción mercantil es tan necesaria como la propia
justicia. Luego, volviendo las cosas del revés, pretende modelar la verdadera
producción mercantil y el derecho real congruente con ella sobre la norma de
este ideal. ¿Qué pensaríamos de un químico que, en vez de estudiar las verdaderas
leyes de la asimilación y desasimilación de la materia, planteando y
resolviendo a base de ellas determinados problemas concretos, pretendiese
modelar la asimilación y desasimilación de la materia sobre las «ideas
eternas» de la «naturalidad y de la afinidad»? ¿Es que averiguamos algo nuevo
acerca de la usura con decir que la usura choca con la «justicia eterna» y la
«eterna equidad», con la «mutualidad eterna» y otras «verdades eternas»? No;
sabemos exactamente lo mismo que sabían los padres de la Iglesia cuando
decían que chocaba con la «gracia eterna», la «fe eterna» y la «voluntad
eterna de Dios». » (Marx, "El Capital", t. I, pág. 45)[***].
Nuestro proudhoniano[****] no
va mucho más allá que su señor y maestro:
«El contrato de alquiler es una de las mil transacciones de trueque que
son tan necesarias en la vida de la sociedad moderna como la circulación de
la sangre en el cuerpo del animal. El interés de la sociedad exigiría,
naturalmente, que todas estas transacciones estuvieran penetradas de la idea
del derecho, es decir, que fueran siempre ultimadas según las exigencias
estrictas de la justicia. En una palabra, la vida económica de la sociedad
como dice Proudhon, debería elevarse a las alturas del derecho
económico. En la realidad, como se sabe, ocurre todo lo contrario».
¿Podría creerse que a los cinco años de haber caracterizado Marx con
tan pocas palabras y de manera tan acertada el proudhonismo, y justamente en
este punto capital, hubiera sido todavía posible ver impreso en alemán tal
tejido de confusiones? ¿Qué significa, pues, este galimatías? Únicamente que
los efectos prácticos de las leyes económicas que rigen la sociedad actual
hieren de un modo evidente el sentimiento del derecho de nuestro autor y que
éste abriga el piadoso deseo de que tal estado de cosas pueda corregirse de
algún modo. ¡Así, si los sapos tuviesen cola, no serían sapos! Y el modo de
producción capitalista, ¿no está «penetrado de una idea del derecho»,
principalmente la de su derecho específico a explotar a los obreros? Y si
nuestro autor dice que ésta no es su idea del derecho,
¿hemos dado un paso adelante?
Pero volvamos a la cuestión de la vivienda. Nuestro proudhoniano da
ahora libre curso a su «idea del derecho» y nos dedica esta patética
declamación:
«Afirmamos sin la menor duda que no hay escarnio más terrible para toda
la cultura de nuestro famoso siglo que el hecho de que, en las grandes
ciudades, el noventa por ciento de la población y aún más no disponen de un
lugar que puedan llamar suyo. El verdadero centro de la existencia familiar y
moral, la casa y el hogar, es arrastrado a la vorágine social... En este
aspecto nos encontramos muy por debajo de los salvajes. El troglodita tiene
su caverna, el australiano su cabaña de adobe, el indio su propio hogar; el
proletario moderno está prácticamente en el aire», etc.
En esta jeremiada tenemos al proudhonismo en toda su forma
reaccionaria. Para crear la clase revolucionaria moderna del proletariado era
absolutamente necesario que fuese cortado el cordón umbilical que ligaba al
obrero del pasado a la tierra. El tejedor a mano, que poseía, además de su
telar, una casita, un pequeño huerto y una parcela de tierra, seguía siendo,
a pesar de toda la miseria y de toda la opresión política, un hombre
tranquilo y satisfecho, «devoto y respetuoso», que se quitaba el sombrero
ante los ricos, los curas y los funcionarios del Estado y que estaba imbuido
de un profundo espíritu de esclavo. Es precisamente la gran industria moderna
la que ha hecho del trabajador encadenado a la tierra un proletario proscrito,
absolutamente desposeído y liberado de todas las cadenas tradicionales; es
precisamente esta revolución económica la que ha creado las únicas
condiciones bajo las cuales puede ser abolida la explotación de la clase
obrera en su última forma: la producción capitalista. Y ahora llega nuestro
plañidero proudhoniano y se lamenta, como de un gran paso atrás, de la
expulsión del obrero de su casa y hogar, cuando ésta fue la condición
primerísima de su emancipación espiritual.
Hace veintisiete años (en "La
situación de la clase obrera en Inglaterra") he descrito, en
sus rasgos fundamentales, este mismo proceso de expulsión del obrero de su
hogar, tal como tuvo lugar en Inglaterra en el siglo XVIII. Las infamias
cometidas durante este proceso por los propietarios de la tierra y los
fabricantes, las nocivas consecuencias morales y materiales que de ello
habían de seguirse, sobre todo en perjuicio de los obreros expropiados,
hallaron su debido reflejo en dicha obra. Pero ¿podía ocurrírseme ver en este
desarrollo histórico, absolutamente necesario en aquellas circunstancias, un
paso atrás «muy por debajo de los salvajes»? Imposible. El proletario inglés
de 1872 se halla a un nivel infinitamente más elevado que el tejedor rural de
1772, que poseía «casa y hogar». ¿Acaso el troglodita con su caverna, el
australiano con su cabaña de adobe y el indio con su hogar propio harán una
insurrección de Junio[15] o
una Comuna de París?
El burgués es el único que duda de que la situación material del obrero
se haya hecho, en general, peor a partir de la introducción en gran escala de
la producción capitalista. Pero ¿es ésta una razón para añorar las marmitas
(igualmente magras) de Egipto [16], la pequeña industria rural, que sólo
ha hecho nacer almas serviles, o los «salvajes»? Al contrario. Sólo este
proletariado creado por la gran industria moderna, liberado de todas las
cadenas heredadas, incluso de las que le ligaban a la tierra, y concentrado
en las grandes ciudades, es capaz de realizar la gran revolución social que
pondrá fin a toda explotación y a toda dominación de clase. Los antiguos
tejedores rurales a mano, con su casa y su hogar, nunca hubieran podido
realizarla; no hubieran podido concebir jamás tal idea y todavía menos
hubieran querido convertirla en realidad.
Para Proudhon, por el contrario, toda la revolución industrial de los
últimos cien años, el vapor, la gran producción fabril, que reemplaza el
trabajo manual por las máquinas y multiplica por mil la productividad del
trabajo, representan un acontecimiento sumamente desagradable, algo que en
verdad no hubiera debido producirse. El pequeño burgués Proudhon desea un
mundo en el que cada cual acabe un producto concreto, independiente, que sea
inmediatamente consumible o intercambiable en el mercado. Y si cada cual
recuperase todo el valor del producto de su trabajo con otro producto, la
exigencia de la «justicia eterna» quedaría plenamente satisfecha y tendríamos
el mejor de los mundos posibles. Pero este mejor de los mundos proudhoniano
está ya aplastado en embrión por el pie del desarrollo progresivo de la industria
que, en todas las ramas industriales importantes, ha destruido hace mucho
tiempo el trabajo individual y lo destruye más cada día en las ramas más
pequeñas, hasta en las menos importantes, sustituyéndolo con un trabajo
social basado en el empleo de las máquinas y de las fuerzas dominadas de la
naturaleza, y cuyo producto acabado, inmediatamente intercambiable o
consumible, es obra común de numerosos individuos, por las manos de los
cuales ha tenido que pasar. Gracias precisamente a esta revolución industrial,
la fuerza productiva del trabajo humano ha alcanzado tal nivel que, con una
división racional del trabajo entre todos, existe la posibilidad —por primera
vez desde que hay hombres— de producir lo suficiente, no sólo para asegurar
un abundante consumo a cada miembro de la sociedad y constituir un abundante
fondo de reserva, sino también para que todos tengan además suficientes
ocios, de modo que todo cuanto ofrece un valor verdadero en la cultura legada
por la historia —ciencia, arte, formas de trato social, etc.— pueda ser no
solamente conservado, sino transformado de monopolio de la clase dominante en
un bien común de toda la sociedad y además enriquecido. Y llegamos con esto
al punto esencial. En cuanto la fuerza productiva del trabajo humano ha alcanzado
este nivel, desaparece todo pretexto para justificar la existencia de una
clase dominante. La razón última invocada para defender las diferencias de
clase ha sido siempre que hacía falta una clase que no se extenuara en la
producción de su subsistencia diaria, a fin de tener tiempo para preocuparse
del trabajo intelectual de la sociedad. A esta fábula, que ha encontrado
hasta ahora una gran justificación histórica, la revolución industrial de los
últimos cien años le ha cortado las raíces. El mantenimiento de una clase
dominante es cada día más un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas
productivas industriales, así como de la ciencia, del arte y, en particular,
de las formas elevadas de trato social. Jamás ha habido mayores palurdos que
nuestros burgueses modernos.
Todo esto le tiene sin cuidado al amigo Proudhon. Él quiere la
«justicia eterna» y nada más. Cada cual ha de recibir a cambio de su producto
el importe total de su trabajo, el valor íntegro de su trabajo. Pero calcular
a cuánto asciende este valor en un producto de la industria moderna, es cosa
complicada. La industria moderna oculta precisamente la parte de cada uno en
el producto total, mientras que en el antiguo trabajo individual a mano
quedaba claramente expresada en el producto elaborado. Además, la industria
moderna elimina cada vez más el intercambio individual, sobre el cual se
funda todo el sistema de Proudhon: el trueque directo entre dos productores,
cada uno de los cuales toma el producto del otro para consumirlo. Por eso, a
través de todo el proudhonismo pasa, como hilo de engarce, una aversión
reaccionaria por la revolución industrial y el deseo, unas veces manifiesto y
otras oculto, de arrojar fuera toda la industria moderna, como las máquinas
de vapor, los telares mecánicos y otras calamidades, para volver al viejo y
respetable trabajo manual. Que con esto perdamos novecientas noventa y nueve
milésimas de la fuerza de producción y que toda la humanidad sea condenada a
la peor esclavitud del trabajo, que el hambre se convierta en regla general,
¿qué importa, puesto que conseguimos organizar el intercambio de tal modo que
cada cual reciba el «importe total de su trabajo» y se realice la «justicia
eterna»? Fiat justitia, pereat mundus!
¡Hágase la Justicia y húndase el mundo!
Y el mundo se hundiría con la contrarrevolución de Proudhon, si ésta
fuera realizable.
Es evidente, por otra parte, que incluso en la producción social
condicionada por la gran industria moderna, cada cual puede tener asegurado
el «importe total de su trabajo», en la medida en que estas palabras tienen
sentido. Y sólo pueden tenerlo si se entienden más ampliamente, es decir, no
que cada obrero en particular sea propietario del «importe total de su
trabajo», sino que toda la sociedad, compuesta únicamente de obreros, esté en
posesión del producto total de su trabajo, del cual una parte será
distribuida para el consumo entre sus miembros, otra será consagrada a
reemplazar y acrecer sus medios de producción y otra a constituir un fondo de
reserva para la producción y el consumo.
* * *
Después de lo que antecede podemos ya prever de qué modo va a resolver
nuestro proudhoniano la magna cuestión de la vivienda. De un lado, tenemos la
reivindicación de que cada obrero posea una vivienda que le pertenezca en propiedad,
a fin de que no sigamos estando por debajo de los salvajes. Del
otro, tenemos la afirmación de que el hecho, por lo demás real, de que una
casa pueda proporcionar, en forma de alquileres, dos, tres, cinco o diez
veces su precio de coste inicial, reposa sobre un título jurídico y
que éste se encuentra en contradicción con la «justicia eterna». La
solución es simple. Abolimos el título jurídico y declaramos en nombre de la
justicia eterna que el alquiler constituye una amortización del precio de la propia
vivienda. Cuando han sido establecidas unas premisas que contienen ya la
conclusión a que quiera llegarse, no se precisa una habilidad mayor que la de
cualquier charlatán para sacar de la manga el resultado preparado con
anticipación y jactarse de la lógica inquebrantable de la cual es producto.
Y esto es lo que aquí ocurre. La supresión de la vivienda de alquiler
se proclama como una necesidad en el sentido de que cada arrendatario ha de
convertirse en propietario de su vivienda. ¿Cómo se consigue ésto? Es muy
sencillo:
«La vivienda de alquiler será rescatada... El antiguo propietario de la
casa recibirá su valor hasta el último céntimo. En vez de representar el
alquiler como ha ocurrido hasta ahora, el tributo pagado por el arrendatario
al derecho eterno del capital, una vez proclamado el rescate de las viviendas
de alquiler, la suma exactamente fijada y pagada por el arrendatario
constituirá la anualidad por la vivienda que ha pasado a ser propiedad
suya... La sociedad... se transformará así en un conjunto de propietarios de
viviendas, libres e independientes».
El proudhoniano[*****] ve un crimen cometido contra la
justicia eterna en el hecho de que un propietario, sin trabajar, pueda
obtener una renta del suelo y un interés del capital invertido en su casa.
Decreta que esto debe cesar: el capital invertido en casas no debe seguir
produciendo interés y tampoco renta del suelo en la parte que representa
terreno adquirido. Pero hemos visto que con esto el modo de producción
capitalista, base fundamental de la sociedad actual, no resulta afectado en
lo más mínimo. El eje en torno al cual gira la explotación del obrero es la
venta de la fuerza de trabajo al capitalista y el uso que hace éste de dicha
transacción, obligando al obrero a producir mucho más de lo que representa el
valor pagado por la fuerza de trabajo. Es de esta transacción entre el
capitalista y el obrero de donde resulta toda la plusvalía que se reparte después
en forma de renta del suelo, de beneficio comercial, de interés del capital,
de impuestos, etc., etc., entre las diferentes categorías de capitalistas y
entre sus servidores. ¡Y he aquí ahora que nuestro proudhoniano piensa que si
a una sola de estas categorías de capitalistas —y, de hecho,
a la que no compra directamente ninguna fuerza de trabajo y, por
consiguiente, no obliga a producir ninguna plusvalía— se le prohibiera
realizar un beneficio o recibir un interés, habríamos dado un paso adelante! La
masa de trabajo no pagado arrancado a la clase obrera seguiría siendo
exactamente la misma, incluso si se suprimiese mañana la posibilidad para los
propietarios de casas de reservarse una renta del suelo y un interés. Esto no
impide en absoluto a nuestro proudhoniano declarar que:
«La abolíción de la vivienda de alquiler es así una de las
aspiraciones más fecundas y más elevadas de cuantas han
surgido del seno de la idea revolucionaria y debe transformarse en la reivindicación
primerísima de la democracia social».
Exactamente la misma vocinglería del maestro Proudhon, cuyo cacareo
está siempre en razón inversa del volumen de los huevos que pone.
¡Imaginad ahora qué bella situación tendríamos si cada obrero, cada
pequeño burgués y cada burgués estuviesen obligados, mediante el pago de
anualidades, a convertirse en propietarios, primero parciales y después
totales, de su vivienda! En las regiones industriales de Inglaterra, donde
existe una gran industria, pero pequeñas casas obreras, y donde cada obrero casado
habita una casita para él solo, esto aún podría tener sentido. Pero la
pequeña industria de París y la de la mayor parte de las grandes ciudades del
continente se complementa con grandes casas en las que viven juntas diez,
veinte o treinta familias. Supongamos que el día del decreto liberador,
proclamando el rescate de las viviendas de alquiler, Pedro trabaja en una
fábrica de máquinas en Berlín. Al cabo de un año es propietario, supongamos,
de una quinceava parte de su vivienda, que consiste en una habitación del
quinto piso de una casa situada en las proximidades de la Puerta de Hamburgo.
Pierde su trabajo y no tarda en encontrarse en una vivienda semejante, pero
en Pothof, en Hannover, en un tercer piso, con soberbias vistas al patio. Al
cabo de cinco meses, cuando ya ha entrado en posesión de una treintaiseisava
parte exactamente de su propiedad, se produce una huelga en su fábrica, y
esto le obliga a marcharse a Munich. Allí, al cabo de once meses se ve
obligado a convertirse en propietario de once ciento ochentavas partes
exactamente de una planta baja bastante sombría detrás de la Ober-Angergasse.
Diversas peregrinaciones, como las que los obreros conocen a menudo en
nuestros días, le imponen, sucesivamente: siete trescientas sesentavas partes
de una vivienda no menos decente en St. Gallen, veintitrés ciento ochentavas
de otra en Leeds, y trescientas cuarenta y siete cincuenta y seis mil
doscientas veintitresavas —calculadas con toda exactitud, a fin de que la
«justicia eterna» no tenga motivo de queja— en Seraing. ¿Qué tiene, pues,
nuestro Pedro con todas estas partes de vivienda? ¿Quién le dará su valor
real? ¿Dónde va a encontrar al propietario o a los propietarios de las otras
partes de las diferentes viviendas que ha habitado? ¿Y cuáles serán las
relaciones de propiedad de una gran casa cualquiera cuyos pisos contienen,
supongamos veinte viviendas, las cuales, cuando las anualidades hayan sido
todas pagadas y las viviendas de alquiler suprimidas, pertenecerán, pongamos
por caso, a trescientos propietarios parciales, dispersos por todo el mundo?
Nuestro proudhoniano nos dirá que antes de esto habrá sido fundado el Banco
de Cambio de Proudhon y que este Banco pagará por
cualquier producto del trabajo, en todo momento y a cada uno, el importe
total de su trabajo y por tanto, también el pleno valor de su parte de
vivienda. Pero en primer lugar, el Banco de Cambio de Proudhon importa poco
ahora, pues incluso en los artículos escritos sobre el problema de la
vivienda no aparece mencionado en parte alguna; en segundo lugar, su
concepción reposa sobre el singular error de creer que cuando alguien quiere
vender una mercancía, encuentra siempre necesariamente un comprador por su
pleno valor, y, en tercer lugar, antes de que Proudhon lo inventara, ya había
quebrado más de una vez en Inglaterra bajo el nombre de "Labour Exchange
Bazaar" [17].
Toda esta concepción de que el obrero ha de comprar su
vivienda, se apoya a su vez sobre la teoría fundamental reaccionaria de
Proudhon, que ya hemos señalado, de que las condiciones creadas por la gran
industria moderna constituyen una excrecencia enfermiza, y que la sociedad
debe ser llevada por la fuerza —es decir, oponiéndose a la corriente seguida
por ella desde hace cien años— a un estado de cosas en el cual la norma sería
el antiguo y estable trabajo manual de productores individuales. Lo cual, en
términos generales, no sería más que una restauración idealizada de la pequeña
empresa, ya arruinada y que aún sigue arruinándose. Una vez reintegrados a
esta situación inerte, una vez alejada felizmente la «vorágine social», los
obreros podrían entonces, naturalmente, recuperar su «casa y hogar», y la
teoría del rescate aparecería menos absurda. Pero Proudhon olvida simplemente
que, para llevar todo esto a cabo, le es necesario retrasar el reloj de la
historia mundial en cien años y que, haciendo esto, daría de nuevo a los
obreros de hoy la misma mentalidad de esclavo, el mismo espíritu estrecho,
rastrero y servil de sus abuelos.
La solución proudhoniana del problema de la vivienda, en la medida en
que encierra un contenido racional y aplicable en la práctica, está ya siendo
aplicada hoy día. Y en verdad, no surge del «seno de la idea revolucionaria»,
sino... de la propia gran burguesía. Oigamos lo que dice al respecto un
excelente periódico español, "La Emancipación"[18] de Madrid, en su número
del 16 de marzo de 1872:
«Existe otro medio de resolver la cuestión de las habitaciones, medio
propuesto por Proudhon, que a primera vista deslumbra, pero que, bien
examinado, descubre su total impotencia. Proudhon proponía que los inquilinos
se convirtiesen en censatarios, es decir, que el precio del alquiler anual
sirviese como parte de pago del valor de la habitación, viniendo cada
inquilino a ser propietario de su vivienda al cabo de cierto tiempo. Esta
medida, que Proudhon creía muy revolucionaria, se halla practicada en todos
los países, por compañías de especuladores, que de este modo, aumentando el
precio de los alquileres, hacen pagar dos y tres veces el valor de la casa.
El señor Dollfus y otros grandes industriales del Noroeste de Francia han puesto
en práctica este sistema, no sólo para ganar dinero, sino con un fin político
superior.
Los jefes más inteligentes de las clases imperantes han dirigido
siempre sus esfuerzos a aumentar el número de pequeños propietarios, a fin de
crearse un ejército contra el proletariado. Las revoluciones burguesas del
pasado siglo, dividiendo la gran propiedad de los nobles y del clero en
pequeñas partes, como quieren hacerlo hoy los republicanos españoles con la
propiedad territorial que se halla aún centralizada, crearon toda una clase
de pequeños propietarios, que ha sido después el elemento más reaccionario de
nuestra sociedad, y que ha sido el obstáculo incesante que ha paralizado el
movimiento revolucionario del proletariado de las ciudades. Napoleón III,
dividiendo los cupones de las rentas del Estado, intentó crear esa misma
clase en las ciudades, y el señor Dollfus y sus colegas, al vender a sus
trabajadores pequeñas habitaciones pagaderas por anualidades, han querido
sofocar en ellos todo espíritu revolucionario e impedir al mismo tiempo al
obrero, ligado por la propiedad a la fábrica, que fuese a otra parte a
ofrecer su trabajo. Así pues, el proyecto de Proudhon, no sólo era impotente
para aliviar a la clase trabajadora, sino que se volvía contra ella» [******].
¿Cómo, pues, resolver el problema de la vivienda? En la sociedad
actual, se resuelve exactamente lo mismo que otro problema social cualquiera:
por la nivelación económica gradual de la oferta y la demanda, solución que
reproduce constantemente el problema y que, por tanto, no es tal solución. La
forma en que una revolución social resolvería esta cuestión no depende
solamente de las circunstancias de tiempo y lugar, sino que, además, se
relaciona con cuestiones de mucho mayor alcance, entre las cuales figura,
como una de las más esenciales, la supresión del contraste entre la ciudad y
el campo. Como nosotros no nos dedicamos a construir ningún sistema utópico
para la organización de la sociedad del futuro, sería más que ocioso
detenerse en esto. Lo cierto, sin embargo, es que ya hoy existen en las
grandes ciudades edificios suficientes para remediar en seguida, si se les
diese un empleo racional, toda verdadera «penuria de la
vivienda». Esto sólo puede lograrse, naturalmente, expropiando a los actuales
poseedores y alojando en sus casas a los obreros que carecen de vivienda o
que viven hacinados en la suya. Y tan pronto como el proletariado conquiste
el poder político, esta medida, impuesta por los intereses del bien público,
será de tan fácil ejecución como lo son hoy las otras expropiaciones y las
requisas de viviendas que lleva a cabo el Estado actual.
* * *
No obstante, nuestro proudhoniano[*******] no está satisfecho con los
resultados que ha obtenido hasta ahora en la cuestión de la vivienda.
Necesita sacarla de la tierra prosaica y elevarla a los dominios del
socialismo supremo para demostrar que también allí constituye una «parte»
esencial de la «cuestión social»:
«Supongamos que la productividad del capital será agarrada de verdad
por los cuernos —como ha de ocurrir tarde o temprano—, por ejemplo, mediante
una ley de transición que fijará el tipo del interés de todos los
capitales en un uno por ciento, con tendencia, nótese bien, a aproximarlo
cada vez más a cero, de suerte que, finalmente, ya no se pagará nada
fuera del trabajo necesario para la rotación del capital. Igual
que todos los demás productos, las casas y las viviendas quedan comprendidas,
naturalmente, en el marco de esta ley... El mismo propietario será el primero
en querer vender, pues, de lo contrario, su casa no tendría ninguna
utilización, y el capital que hubiera invertido en ella quedaría simplemente
improductivo».
Esta proposición contiene uno de los principales artículos de fe del
catecismo de Proudhon y nos ofrece un ejemplo patente de la confusión que
reina en él.
La «productividad del capital» es un absurdo que Proudhon toma de un
modo irreflexivo de los economistas burgueses. Cierto es que los economistas
burgueses empiezan también por la afirmación de que el trabajo es la fuente
de todas las riquezas y la medida de valor de todas las mercancías; pero les
queda todavía por explicar cómo es que el capitalista que anticipa un capital
en un negocio industrial o artesano recupera al final, no solamente el
capital invertido, sino, además, un beneficio. Como consecuencia, tienen que
enredarse en toda clase de contradicciones y atribuir también al capital una
cierta productividad. Nada muestra mejor en qué proporciones se halla todavía
Proudhon enfangado en el pensamiento burgués que su apropiación de la
fraseología sobre la productividad del capital. Hemos visto desde el
principio que esta pretendida «productividad del capital» no es más que su
cualidad inherente (en las relaciones sociales actuales, sin las que el
capital no existiría) de poder apropiarse el trabajo no retribuido de los
asalariados.
Proudhon se distingue, sin embargo, de los economistas burgueses en que
no aprueba esta «productividad del capital», sino que descubre en ella, por
el contrario, una violación de la «justicia eterna». Es ella la que impide
que el obrero reciba todo el producto de su trabajo. Debe, pues, ser abolida.
¿Cómo? Rebajando, mediante una legislación coactiva, el tipo del
interés hasta reducirlo a cero. Entonces, el capital dejará, según
nuestro proudhoniano, de ser productivo.
El interés del capital-dinero, de préstamo, no constituye más
que una parte de la ganancia; la ganancia, ya se trate de capital industrial,
ya de capital comercial, no representa más que una parte de la plusvalía que,
en forma de trabajo no retribuido, arranca la clase capitalista a la clase
obrera. Las leyes económicas que regulan el tipo del interés son tan
independientes de las leyes que fijan la cuota de la plusvalía como pueden
serlo entre sí, en general, las leyes de una misma forma de sociedad. En lo
que concierne al reparto de la plusvalía entre los capitalistas individuales,
aparece claro que para los industriales y los comerciantes que tienen en sus
negocios numerosos capitales anticipados por otros capitalistas la cuota de
ganancia ha de ascender en la misma medida —siendo iguales todas las demás circunstancias—
en que desciende el tipo del interés. La baja y, finalmente, la supresión del
tipo del interés en modo alguno «agarraría por los cuernos» la pretendida
«productividad del capital», sino que solamente modificaría el reparto entre
los capitalistas de la plusvalía no retribuida y arrancada a la clase obrera.
La ventaja no sería para el obrero respecto al capitalista industrial, sino
para este último respecto al rentista.
Desde su punto de vista jurídico, Proudhon explica el tipo del interés,
como todos los fenómenos económicos, no por las condiciones de la producción
social, sino por las leyes del Estado en que estas condiciones encuentran su
expresión general. Desde este punto de vista, que desconoce en absoluto la
conexión entre las leyes del Estado y las condiciones de producción de la
sociedad, estas leyes aparecen necesariamente como decretos puramente
arbitrarios, que en cualquier momento pueden ser perfectamente reemplazados
por decretos directamente opuestos. No hay, pues, nada más fácil para
Proudhon que dictar un decreto —en cuanto tenga poder para ello—, mediante el
cual el tipo del interés quedará rebajado al uno por ciento. Pero si todas
las otras circunstancias sociales siguen siendo las mismas, el decreto de
Proudhon no podrá existir más que sobre el papel. Pese a todos los decretos,
el tipo del interés continuará siendo regulado por las leyes económicas a las
cuales se halla hoy sometido. Todas las personas solventes, seguirán pidiendo
dinero, según las [340] circunstancias, al dos, tres, cuatro por ciento y aún
más, como anteriormente. La única diferencia será que los rentistas lo
pensarán bien y no prestarán dinero más que a personas con las cuales no
hayan de tener litigios. Por lo demás, este gran plan, encaminado a quitar al
capital su «productividad», es viejísimo, tan viejo como las leyes
sobre la usura, las cuales no tenían otra finalidad que limitar el tipo
del interés y están ya en todas partes abrogadas, pues, en la práctica, han
sido siempre eludidas o infringidas y el Estado hubo de reconocer su
impotencia ante las leyes de la producción social. ¡Y es el restablecimiento
de estas leyes medievales inaplicables lo que «habrá de agarrar por los
cuernos la productividad del capital»!. Se ve que cuanto más se penetra en el
proudhonismo, más reaccionario aparece.
Y cuando, de este modo, el tipo del interés haya sido reducido a cero y
el interés del capital abolido por lo tanto, entonces «no se pagará nada
fuera del trabajo necesario para la rotación del capital». Esto significa,
por consiguiente, que la abolición del interés equivale a la supresión de la
ganancia y hasta de la plusvalía. Pero incluso si fuese realmente posible
decretar la abolición del interés, ¿cuál sería su consecuencia? La clase de
los rentistas no tendría ya estímulo para prestar sus
capitales en forma de anticipos, sino únicamente para invertirlos por su
cuenta en empresas industriales propias o en sociedades por acciones. La masa
de la plusvalía arrancada a la clase obrera por la clase capitalista seguiría
siendo la misma; sólo su reparto se modificaría, y aún no mucho.
De hecho, nuestro proudhoniano no ve que ya ahora, en la compra de
mercancías en la sociedad burguesa, no se paga más, por término medio, que
«el trabajo necesario para la rotación del capital» (es decir, necesario para
la producción de una mercancía determinada). El trabajo es la medida del
valor de todas las mercancías y es, en la sociedad actual, totalmente
imposible —abstracción hecha de las oscilaciones del mercado— que se pague
por término medio por las mercancías más que el trabajo necesario para su
producción. No, no, querido proudhoniano, no está ahí la dificultad de la
cuestión; sino en el hecho de que, simplemente, «el trabajo necesario para la
rotación del capital» (para emplear sus propios términos confusos) ¡no es
trabajo totalmente pagado! Puede usted leer en Marx cómo ocurre
esto ("El
Capital", t. I, págs.
128-160) [*].
Pero aún no es todo. Si queda abolido el interés del capital
(Kapitalzins), el alquiler (Mietzins) [*]* queda
por esto mismo igualmente abolido. Pues, «igual que todos los demás
productos, las casas y las viviendas quedan comprendidas en el marco de esta
ley». Exactamente como aquel viejo comandante que hace llamar a uno de sus
voluntarios de un año de servicio y le dice: «Oigame, dicen que es usted
doctor. Venga, pues, a verme de vez en cuando; con una mujer y siete hijos,
siempre hay algo que arreglar».
El soldado: «Perdóneme, mi comandante. Soy doctor en Filosofía».
El comandante: «Me da lo mismo. Un matasanos es siempre un matasanos».
Así ocurre a nuestro proudhoniano: alquiler (Mietzins) o interés del
capital (Kapitalzins) le da lo mismo. El interés es el interés, un matasanos
es un matasanos.
Hemos visto anteriormente que el precio del alquiler (Mietpreis), vulgo alquiler
(Mietzins), se compone: 1) en parte, de la renta del suelo; 2)
en parte, del interés del capital de construcción, comprendido el beneficio
para el contratista de la obra; 3) en parte, de gastos de reparaciones
y seguros; 4) en parte, de la amortización por anualidades del capital
de construcción, comprendido el beneficio, proporcionalmente al deterioro de
la casa.
Debería, pues, resultar evidente, incluso para el más obtuso, que «el
mismo propietario será el primero en querer vender, pues, de lo contrario, su
casa no tendría ninguna utilización y el capital que hubiera invertido en
ella quedaría simplemente improductivo».
Naturalmente. Si se suprime el interés de todo capital a préstamo, ningún
propietario podrá ya recibir un céntimo de alquiler por su casa, por el solo
hecho de que al alquiler (Miete) se le puede llamar también interés de
arrendamiento (Mietzins), y porque éste contiene una parte que es realmente
interés del capital. Un matasanos es un matasanos. Si las leyes sobre la
usura concernientes al interés ordinario del capital sólo han podido hacerse
ineficaces eludiéndolas, no han afectado jamás, ni siquiera remotamente, a la
tasa de alquiler de las viviendas. Estaba reservado a Proudhon imaginarse que
su nueva ley sobre la usura regularía, pese a todo, e iría aboliendo
gradualmente, no sólo el simple interés del capital, sino también el
complicado alquiler de las viviendas (Mietzins). Pero entonces, ¿por qué
habría que comprar al propietario su casa «simplemente improductiva» a tan
alto precio? ¿Por qué, en tales condiciones, el propietario no daría él mismo
dinero con tal de que se le librara de esta casa «simplemente improductiva» y
no tener más gastos de reparación? Sobre esto no se nos dice nada.
Después de haber realizado esta hazaña triunfal en los dominios del
socialismo supremo (del suprasocialismo, como dice el maestro Proudhon),
nuestro proudhoniano se cree autorizado a emprender el vuelo hacia cumbres
más altas.
«No se trata ya ahora más que de obtener algunas conclusiones para que
se haga plena luz en todos los aspectos de este tema nuestro tan importante».
¿Cuáles son, pues, estas conclusiones? Cosas que derivan tan poco de lo
que precede como la depreciación de las casas de vivienda de la abolición del
tipo del interés, y que, despojadas del lenguaje pomposo y solemne de nuestro
autor, significan simplemente que para facilitar el rescate de las viviendas
de alquiler conviene tener: 1) una estadística exacta sobre el particular,
2) una buena policía sanitaria y 3) cooperativas de obreros de
la construcción capaces de emprender la edificación de nuevas casas. He aquí,
ciertamente, cosas buenas y muy bellas, pero que, a pesar de todas esas
frases vocingleras, son absolutamente incapaces de aportar «plena luz» a las
tinieblas de la confusión mental de Proudhon.
Quien ha realizado semejantes hazañas tiene el derecho de dirigir una
exhortación a los trabajadores alemanes:
«Nos parece que tales cuestiones y otras similares merecen toda la
atención de la democracia social... Deseemos que procure ilustrarse, igual
que aquí en la cuestión de la vivienda, sobre otras cuestiones no menos
importantes, como el crédito, la deuda pública, las deudas privadas,
los impuestos, etc.» y así sucesivamente.
Nuestro proudhoniano nos ofrece así la perspectiva de toda una serie de
artículos sobre «cuestiones similares», y si ha de tratarlas de una manera
tan detallada como el presente «tema tan importante», el
"Volksstaat" puede estar seguro de tener manuscritos suficientes
para un año. Más podemos anticipar las soluciones, pues todo se reducirá a lo
ya expuesto: el interés del capital será abolido, por tanto desaparecerá
también el interés pagadero por la deuda del Estado y por las deudas privadas,
el crédito será gratuito, etc. La misma palabra mágica será utilizada para
todos los temas, y en todos los casos se llega al mismo resultado
sorprendente de una lógica implacable: cuando el interés del capital queda
abolido, ya no hay que pagar interés por el dinero recibido en préstamo.
Por lo demás, nuestro proudhoniano nos amenaza con bonitas cuestiones:
¡el crédito! ¿De qué crédito puede tener necesidad el obrero, si no es el de
sábado a sábado o el del monte de piedad? Ya sea ese crédito gratuito o a
interés, o bien usurario como el del monte de piedad, ¿qué diferencia puede
haber para él? Y si, considerado en general, debía obtener de él una ventaja
y, por consiguiente, se redujesen los gastos de producción de la fuerza de
trabajo, ¿no había de descender igualmente el precio de la fuerza de trabajo?
Pero, para el burgués, y más especialmente para el pequeño burgués, el
crédito es una cuestión importante. Sobre todo para el pequeño burgués
hubiese sido una gran cosa poder recibir crédito en cualquier momento,
particularmente sin tener que pagar interés. ¡«Las deudas del
Estado»! La clase obrera sabe que no es ella quien las ha
contraído, y cuando llegue al poder, dejará su pago a los que las
contrajeron. !«Deudas privadas»! Véase el crédito. ¡«Impuestos»!.
Estas son cosas que interesan mucho a la burguesía y muy poco a los obreros:
a la larga lo que el obrero paga como impuestos entra en los gastos de
producción de la fuerza de trabajo y debe, por tanto, ser restituido por los
capitalistas. Todos estos puntos que se nos presentan como del mayor interés
para la clase obrera no interesan esencialmente más que al burgués y sobre
todo al pequeño burgués. Y nosotros afirmamos, a pesar de Proudhon, que no es
misión de la clase obrera velar por los intereses de estas clases.
De la gran cuestión que verdaderamente interesa a los obreros, la
relación entre capitalistas y asalariados, la cuestión de cómo el capitalista
puede enriquecerse con el trabajo de sus obreros, de todo esto no dice una
palabra nuestro proudhoniano. Bien es verdad que su amo y maestro, Proudhon,
se ha ocupado de este asunto, pero no ha aportado ninguna luz, y hasta en sus
últimos escritos no se encuentra, en lo esencial, más adelante que en su
"Filosofía
de la miseria", de la cual ya demostró Marx[********] en 1847, de un modo contundente,
toda la vaciedad.
Es muy triste que desde hace vienticinco años los obreros de los países
latinos casi no hayan tenido más alimento espiritual socialista que los
escritos de este «socialista del Segundo Imperio». Sería una doble desgracia
que la teoría proudhoniana se desbordase ahora también por Alemania. Pero no
hay tal peligro. El punto de vista teórico del obrero alemán está cincuenta
años más adelantado que las teorías de Proudhon, y bastará tener en cuenta
este solo ejemplo de la cuestión de la vivienda para quedar
relevado de nuevos esfuerzos a este propósito.
NOTAS
[******] Podemos ver cómo esta solución del problema de la vivienda mediante el
encadenamiento del obrero a su propio «hogar» surge espontáneamente en los
alrededores de las grandes ciudades o bien de las ciudades en desarrollo
norteamericanas, a través del siguiente párrafo tomado de una carta de
Eleanora Marx-Eveling, escrita desde Indianópolis el 28 de noviembre de 1886:
«En Kansas City, o mejor dicho, en sus alrededores, hemos visto miserables barracas
de madera, compuestas aproximadamente de tres habitaciones y situadas en
terrenos completamente incultos. Un pedazo de terreno apenas suficiente para
una casita pequeña cuesta 600 dólares; la barraca misma cuesta otros 600
dólares, o sea, en total 4.800 marcos por una casa miserable, a una hora de
la ciudad y en un desierto de lodo». Y así, los obreros deben cargarse de
deudas hipotecarias muy pesadas para poder entrar en posesión de estas
habitaciones y convertirse más que nunca en esclavos de sus amos, pues están
atados a sus casas, no pueden dejarlas y han de aceptar todas las condiciones
de trabajo que les ofrezcan. (Nota de F. Engels para la edición de 1887.)
[********] Véase C. Marx y F. Engels. "Obras", 2ª ed. en ruso, t.
23, págs. 176-206. (N. de la Edit.)
[*********] Véase C. Marx. "Miseria de la Filosofía. Respuesta a la
«Filosofía de la miseria» del señor Proudhon". (N. de la Edit.)
[13] 54.
"Der Volksstaat" («El Estado del pueblo»), órgano central del
Partido Socialdemócrata Obrero de Alemania (los eisenachianos), se publicó en
Leipzig del 2 de octubre de 1869 al 29 de setiembre de 1876. La dirección
general corría a cargo de G. Liebknecht, y el director de la editorial era A.
Bebel. Marx y Engels colaboraban en el periódico, prestándole constante ayuda
en la redacción del mismo. Hasta 1869, el periódico salía bajo el título
"Demokratisches Wochenblatt" (véase la nota 94).
Trátase del artículo de J. Dietzgen "Carlos Marx. «El Capital.
Crítica de la Economía política»", Hamburgo, 1867, publicado en
"Demokratisches Wochenblatt", núms. 31, 34, 35 y 36 del año 1868.-
96, 178, 314, 324, 452, 455
[14] 246.
Los seis artículos de Mülberger bajo el título "Die Wohnungsfrage"
(«El problema de la vivienda») fueron publicados sin firma en el periódico
"Volksstaat" el 3, 7, 10, 14 y 21 de febrero y el 6 de marzo de
1872; posteriormente, estos artículos fueron publicados en folleto aparte
titulado "Die Wohnungsfrage. Eine sociale Skizze. Separat-Abdruck aus
dem «Volksstaat»" («El problema de la vivienda. Ensayo social.
Publicación del Volksstaat») Leipzig, 1872.- 315, 324, 378, 388.
[15] 19.
La insurrección de Junio, heroica insurrección de los obreros de
París el 23-26 de junio de 1848, reprimida con inaudita crueldad por la
burguesía francesa, fue la primera gran guerra civil entre el proletariado y
la burguesía.- 25, 172, 190, 212, 219, 331
[16] 253.
Engels emplea aquí con ironía la expresión «añorar las marmitas de Egipto»
tomada de la leyenda bíblica. Durante la huida de los hebreos del cautiverio
egipcio, los pusilánimes que había entre ellos, bajo la influencia de las
dificultades del camino y del hambre, empezaron a recordar con nostalgia los
días de la cautividad, cuando, por lo menos, satisfacían su hambre.- 331.
[17] 254.
Engels se refiere a los llamados bazares para el intercambio equitativo de
los productos del trabajo, fundados por las sociedades cooperativas owenistas
de los obreros en diversas ciudades de Inglaterra. En dichos bazares, los
productos del trabajo se cambiaban con ayuda de bonos de trabajo, empleándose
como unidad la hora de trabajo. Dichas empresas no tardaron en quebrar.- 336.
[18] 255.
"La Emancipación", era un semanario obrero que se publicaba en
Madrid de 1871 a 1873, órgano de las secciones de la Internacional; en
septiembre de 1871-abril de 1872 fue órgano del Consejo Federal de España;
luchó contra la influencia anarquista en el país. En 1872-1873 publicó
trabajos de Marx y de Engels.- 336.
F.
Engels. Los bakuninistas en acción. Memoria sobre el levantamiento en España
en el verano de 1873
En
realidad la burguesía no conoce más que un método para resolver a su manera
la cuestión de la vivienda, es decir, para resolverla de tal suerte que la
solución cree siempre de nuevo el problema. Este método se llama Haussmann.
Entiendo
aquí por Haussmann, no solamente la manera específica
bonapartista del Haussmann parisino de trazar calles anchas, largas y rectas
a través de los barrios obreros construidos estrechamente, y bordearlas a
cada lado con edificios lujosos; su finalidad, aparte la de carácter
estratégico tendente a hacer más difícil la lucha de barricadas, era formar
un proletariado de la construcción específicamente bonapartista y dependiente
del Gobierno, y asimismo transformar París en una ciudad de lujo. Entiendo
por Haussmann la práctica generalizada de abrir brechas en
barrios obreros, particularmente los situados en el centro de nuestras
grandes ciudades, ya responda esto a una atención de salud pública o de
embellecimiento o bien a una demanda de grandes locales de negocios en el
centro, o bien a unas necesidades de comunicaciones, como ferrocarriles,
calles, etc. El resultado es en todas partes el mismo, cualquiera que sea el
motivo invocado: las callejuelas y los callejones sin salida más escandalosos
desaparecen y la burguesía se glorifica con un resultado tan grandioso;
pero.... callejuelas y callejones sin salida reaparecen prontamente en otra
parte, y muy a menudo en lugares muy próximos.
En
"La situación de la clase obrera en Inglaterra" he hecho una
descripción del Manchester de 1843 y 1844. Posteriormente, las líneas de
ferrocarril que pasan a través de la ciudad, la construcción de nuevas calles
y la erección de grandes edificios públicos y privados han hecho que algunos
de los peores barrios que mencionaba hayan sido cruzados, aireados y
mejorados; otros fueron enteramente derribados; pero todavía hay muchos que
se encuentran en el mismo estado de decrepitud, si no peor que antes, a pesar
de la vigilancia de la inspección sanitaria, que se ha hecho más estricta.
Por otra parte, como resultado de la enorme extensión de la ciudad, cuya
población ha aumentado en más de la mitad, barrios que entonces eran todavía
aireados y limpios, están hoy tan sucios, tan obstruidos y superpoblados como
lo estaban en otro tiempo las partes de peor fama de la ciudad. He aquí un
ejemplo: en las páginas 80 y siguientes de mi libro he descrito un grupo de
casas situado en la parte baja del valle del río Medlock, llamado Little
Ireland (Pequeña Irlanda), que durante años había sido la vergüenza
de Manchester. Little Ireland ha desaparecido hace mucho
tiempo. En su lugar, elevada sobre altos cimientos, hay actualmente una
estación de ferrocarril. La burguesía se vanagloriaba de la feliz y
definitiva desaparición de Little Ireland como de un gran
triunfo. Pero he aquí que el verano último se produjo una formidable
inundación como suelen ocasionar año tras año, y por razones fácilmente
explicables, los ríos canalizados que cruzan nuestras grandes ciudades. Y
entonces se descubrió que Little Ireland no había
desaparecido en absoluto sino que, simplemente, se había trasladado de la
parte sur de Oxford Road a la parte norte, donde seguía prosperando.
Escuchemos lo que dice el "Weekly Times" de Manchester, del 20 de
julio de 1872, órgano de la burguesía radical de la ciudad:
«Cabe
esperar que la desgracia que ha caído sobre la población del valle bajo del
río Medlock el sábado último tenga una consecuencia feliz:
atraer la atención pública sobre el escarnio evidente de todas las leyes de
la higiene, que hace tanto tiempo se ha tolerado ante las narices de los
funcionarios municipales y del comité sanitario de la municipalidad. En un
tajante artículo de nuestra edición diurna de ayer se reveló, aunque apenas
con la debida energía, la situación ignominiosa de algunos de los
sótanos-vivienda, inundados por las aguas en las calles Charles y
Brook. Una encuesta nuinuciosa, hecha en uno de los patios citados en dicho
artículo, nos autoriza a confirmar cuanto en él se relató y a declarar que
hace mucho tiempo que estos sótanos-vivienda deberían haber sido cerrados.
Mejor dicho, no se hubiera debido tolerarlos jamás como habitaciones humanas.
Squire's Court está formado por siete u ocho casas de habitación situadas en
el ángulo de las calles Charles y Brook. El viandante, incluso en el lugar
más bajo de la calle Brook, bajo el puente del ferrocarril, puede pasar por
allí un día tras otro sin sospechar que allí, bajo sus pies en unas cuevas,
viven seres humanos. El patio escapa a la mirada del público y no es
accesible sino a aquellos a quienes la miseria obliga a buscar un refugio en
su aislamiento supulcral. Incluso cuando las aguas del Medlock, habitualmente
estancadas entre los diques, no pasan de su nivel habitual, el piso de estas
viviendas no sobrepasa el nivel del río más que algunas pulgadas. Cualquier
chaparrón puede obligar a estas aguas horriblemente pútridas a remontar
desagües y canalizaciones emanando en las viviendas gases pestilentes,
recuerdo que deja tras sí toda inundación... Squire's Court se encuentra a un
nivel aún más bajo que los sótanos no habitados de las casas de la calle
Brook... a viente pies por debajo de la calle, y el agua pestilente que subió
el sábado por los desagües y las canalizaciones ha llegado hasta los techos.
Lo sabíamos y esperábamos, pues, encontrar el patio deshabitado o bien
ocupado solamente por los empleados del comité sanitario para limpiar y
desinfectar las paredes malolientes. En vez de esto, en el sótano-vivienda de
un barbero vimos a un hombre ocupado en... cargar en una carretilla un montón
de basura putrefacta que se hallaba en un rincón. El barbero, cuyo sótano
estaba ya más o menos limpio, nos envió más abajo todavía, a una serie de
viviendas, de las cuales nos dijo que si supiera escribir escribiría a los
periódicos para exigir su clausura. Llegamos así, finalmente, a Squire's
Court, donde encontramos una bella irlandesa de aspecto lozano, lavando ropa.
Ella y su marido, un guarda nocturno, habían vivido en el patio durante seis
años y tenían una familia numerosa... En la casa que acababan de dejar, las
aguas habían subido hasta el tejado, las ventanas estaban rotas y los muebles
no eran más que un montón de ruinas. Según nos dijo el hombre, el inquilino
no había podido hacer su casa soportable, en lo que se refería al hedor, más
que blanqueándola con cal cada dos meses... En el patio interior, a donde
nuestro redactor llegó entonces, encontró tres casas cuyo muro posterior
tocaba a la casa descrita anteriormente. Dos de ellas estaban habitadas. El
hedor era tan grande que el hombre más resistente no podía sustraerse a las
náuseas al cabo de algunos minutos... Este agujero repelente estaba habitado
por una familia de siete personas, que el jueves por la noche (el día de la primera
inundación) habían dormido en la casa. O más exactamente, como rectificó la
mujer, no durmieron, pues ella y su marido no habían cesado de vomitar
durante una gran parte de la noche a consecuencia del mal olor. El sábado,
cuando ya les llegaba el agua hasta el pecho, hubieron de llevar sus niños al
exterior. La mujer tenía igualmente la opinión de que en aquel lugar no
podían vivir ni los cerdos, pero que dada la baratura del alquiler —un chelín
y medio a la semana— lo habían alquilado, sobre todo porque en los últimos
tiempos su marido, enfermo, no podía trabajar. La impresión que producen este
patio y sus habitantes, enterrados como si estuviesen en una tumba prematura,
es de una extrema desesperanza. Por lo demás debemos decir que, según
nuestras observaciones, Squire's Court no es más que un caso típico —tal vez
extremo— de lo que ocurre en toda una serie de localidades de esta región, y
cuya existencia no podría justificar nuestro comité sanitario. Y si se tolera
que estos locales sigan habitados, el comité asume una gran responsabilidad,
y el vecindario quedará expuesto al peligro de epidemia, sobre cuya gravedad
consideramos inútil insistir».
He aquí un
ejemplo elocuente de la manera cómo la burguesía resuelve en la práctica la
cuestión de la vivienda. Todos estos focos de epidemia, esos agujeros y
sótanos inmundos, en los cuales el modo de producción capitalista encierra a
nuestros obreros noche tras noche, no son liquidados, sino solamente...desplazados.
La misma necesidad económica que los había hecho nacer en un lugar los
reproduce más allá; y mientras exista
el modo de producción capitalista, será absurdo querer resolver aisladamente
la cuestión de la vivienda o cualquier otra cuestión social que afecte la
suerte del obrero. La solución reside únicamente en la abolición del modo de
producción capitalista, en la apropiación por la clase obrera misma de todos
los medios de subsistencia y de trabajo.
Tercera
parte. Suplemento sobre Proudhon y el problema de la vivienda
En el núm. 86 del "Volksstaat", A. Mülberger se declara autor
de los artículos que he criticado en los núms. 51 y siguientes de este
periódico[*]. En su
contestación [32] me abruma con tal serie de
reproches y confunde hasta tal extremo los problemas de que se trata, que me
veo en la necesidad de contestarle. Intentaré dar a mi réplica —la cual, a
pesar mío, habrá de tomar el tono de polémica personal, que, en gran parte,
me es impuesto por el propio Mülberger— un interés general, desarrollando
otra vez, y a ser posible más claramente todavía, los puntos principales, aún
so pena de oír decir a Mülberger que todo eso «no contiene nada esencialmente
nuevo para él ni tampoco para los demás lectores del "Volksstaat"».
Mülberger se queja de la forma y del contenido de mi crítica. En lo que
se refiere a la forma, me bastará contestar que en aquel momento ignoraba
completamente de quién procedían los artículos en cuestión. No podía
tratarse, pues, de una «prevención» personal contra su autor; pero sí estaba
«prevenido» contra la solución del problema de la vivienda desarrollada en
estos artículos, por cuanto la conocía desde hace mucho tiempo por Proudhon,
y mi opinión, en este aspecto, estaba firmemente establecida.
En cuanto al «tono» de mi crítica, no lo quiero discutir con el amigo
Mülberger. Cuando se está en el movimiento desde hace tanto tiempo como lo
estoy yo, se le acaba por endurecer a uno la epidermis contra los ataques, y
se supone fácilmente que lo mismo les ocurre a los demás. Pero esta vez, para
indemnizar a Mülberger, intentaré poner mi «tono» en armonía con la
sensibilidad de su epidermis.
Mülberger se queja sobre todo amargamente porque le he llamado proudhoniano,
y protesta que no lo es. Naturalmente, he de creerle, pero aduciré pruebas
que demuestran que los artículos en cuestión —y solamente a ellos me he
referido— no contienen más que puro proudhonismo.
Pero, según Mülberger, también critico a Proudhon «a la ligera» y
cometo con él una injusticia:
«La teoría sobre el carácter pequeñoburgués de Proudhon se ha
convertido en Alemania en un dogma corriente, que muchos profesan sin haber
leído una sola línea suya».
Y cuando lamento que los obreros de los países latinos no tengan otro
alimento intelectual, desde hace veinte años, que las obras de Proudhon,
Mülberger me contesta que entre estos obreros «los principios, tales como los
ha formulado Proudhon, constituyen en casi todas partes el alma viva del movimiento».
Esto tengo que refutarlo. En primer lugar, el «alma viva» del movimiento
obrero, en ningún sitio reside en los «principios», sino, en todas partes, en
el desarrollo de la gran industria y en sus efectos: en la acumulación y
concentración del capital por un lado, y del proletariado por otro. En
segundo lugar, no es cierto que los pretendidos «principios» de Proudhon
desempeñen entre los obreros de los países latinos el papel decisivo que les
atribuye Mülberger, ni que «los principios de la anarquía, de la Organisation
des forces économiques [**] y de la Liquidation
sociale [***], etc.,
se hayan convertido entre ellos... en los verdaderos portadores del
movimiento revolucionario». Sin hablar de España ni de Italia, donde la
panacea universal de Proudhon ha ganado alguna influencia tan sólo en la
forma todavía más desfigurada por Bakunin, es un hecho notorio, para quien
conoce el movimiento obrero internacional, que en Francia los proudhonianos
no forman más que una secta poco numerosa, mientras que las masas de los
obreros no quieren saber nada del plan de reforma social proyectado por Proudhon
con el título de Liquidation sociale y de Organisation
des forces économiques. Se ha visto, entre otras circunstancias, durante
la Comuna. Aunque los proudhonianos estaban poderosamente representados en
ella, no se hizo ni el menor intento de liquidar a la vieja sociedad o de
organizar las fuerzas económicas según los proyectos de Proudhon. Muy al
contrario, es el mayor honor para la Comuna, que el «alma viva» de todas sus
medidas económicas no hayan sido algunos principios cualesquiera, sino... la
simple necesidad práctica. Y ésta fue la razón de que dichas medidas
—supresión del trabajo nocturno de los panaderos, prohibición de las multas
en las fábricas, confiscación de las fábricas y talleres cerrados y su
entrega a las asociaciones obreras— no tuviesen nada que ver con el espíritu
proudhoniano, sino con el del socialismo científico alemán. La única medida
social que los proudhonianos hicieron aceptar fue la de no confiscar
el Banco de Francia, y ésta fue, en parte, la razón por la cual cayó la Comuna.
Del mismo modo, los llamados blanquistas, en cuanto intentaron transformarse
de simples revolucionarios políticos en una fracción obrera socialista con un
programa determinado —como ocurrió con los blanquistas emigrados en Londres
en su manifiesto "Internationale et Révolution"— no proclamaron los
«principios» del plan proudhoniano para la salvación de la sociedad, sino
—casi palabra por palabra— las concepciones del socialismo científico alemán
sobre la necesidad de la acción política del proletariado y de su dictadura,
como paso hacia la supresión de las clases y, con ellas, del Estado, tal como
aparece indicado ya en el "Manifiesto Comunista" [****] y como, desde entonces, ha sido
repetido un número infinito de veces. Y si Mülberger deduce del desdén
manifestado por los alemanes hacia Proudhon, que aquéllos no comprenden bien
el movimiento de los países latinos «incluyendo la Comuna de París» que nos
cite, pues, para comprobar esta incomprensión, un texto en alguna lengua,
neolatina, que haya demostrado, siquiera sea aproximadamente, una comprensión
tan acertada de la Comuna y la haya expuesto de una manera tan justa, como en
el "Manifiesto del Consejo General de la Internacional sobre la
guerra civil en Francia", escrito por el alemán
Marx [*****].
El único país donde el movimiento obrero está directamente bajo la
influencia de los «principios» proudhonianos, es Bélgica. Y esto precisamente
porque el movimiento belga va, como diría Hegel, «de la nada, a través de la
nada a la nada» [33].
Cuando considero una desgracia el que durante veinte años los obreros
de los países latinos no hayan tenido, directa o indirectamente, más alimento
espiritual que las obras de Proudhon, no me refiero a la dominación
verdaderamente mítica de las recetas reformadoras de Proudhon —lo que
Mülberger llama los «principios»—, sino a que su crítica económica de la
sociedad actual está contaminada por una fraseología proudhoniana
completamente falsa, y su acción política, viciada por la influencia
proudhoniana. Saber quiénes «están» (stehen) «más en la revolución», si los
«obreros proudhonizados de los países latinos» o los obreros alemanes —los
cuales, en todo caso comprenden infinitamente mejor el socialismo científico
alemán que los latinos comprenden a su Proudhon— es cosa que no podremos
contestar mientras no sepamos lo que quiere decir «estar en la revolución».
Se ha oído hablar de gente que «está en el cristianismo, en la verdadera fe,
en la gracia de Dios», etc. Pero, ¡«estar» en la revolución, en el movimiento
más violento! ¿Es, acaso, la «revolución" una religión dogmática, en la
cual sea preciso creer?
Mülberger me reprocha, además, el haber afirmado, contra los términos
expresos de su trabajo, que él consideraba el problema de la vivienda como un
problema exclusivamente obrero.
Esta vez Mülberger tiene verdaderamente razón. Se me había pasado el
párrafo en cuestión. Y esto no tiene excusa, porque es de los más
característicos de toda la tendencia del tema que trata. En efecto, Mülberger
escribe lisa y llanamente:
«Como se nos ha hecho múltiples y repetidas veces la objeción risible de
que hacemos una política de clase, de que aspiramos a una dominación
de clase y otras cosas más del mismo tipo, afirmamos inmediata y
expresamente que la cuestión de la vivienda no concierne en modo alguno al
proletariado de manera exclusiva. Al contrario, interesa de una
manera primordial al estamento medio propiamente dicho, a los artesanos,
a la pequeña burguesía, a toda la burocracia... La cuestión de la vivienda es
precisamente el punto de las reformas sociales más apropiado para descubrir
la identidad intrínseca absoluta entre los intereses del proletariado,
por una parte, y los de las verdaderas clases medias de la
sociedad, por otra. Las clases medias sufren tanto, y quizá más
todavía, que el proletariado, las cadenas pesadas de la vivienda de
alquiler... Las verdaderas clases medias de la sociedad están colocadas hoy
ante la cuestión de saber si... encontrarán la suficiente fuerza... en
alianza con las fuerzas jóvenes y llenas de energía del partido obrero, para
participar en el proceso de transformación de la sociedad, cuyos
beneficios les corresponderán a ellas en primer lugar».
El amigo Mülberger deja sentado, pues, lo siguiente:
1) «Nosotros» no hacemos ninguna «política de clase» y no aspiramos a
la «doininación de clase». Sin embargo, el Partido Obrero Socialdemócrata
alemán, precisamente porque es un partido obrero,
tiene por fuerza que hacer una «política de clase», la política de la clase
obrera. Como todo partido político aspira a establecer su dominación dentro
del Estado, el Partido Obrero Socialdemócrata Alemán aspira, pues,
necesariamente, a su dominación, a la dominación de la clase
obrera, es decir, a una «dominación de clase». Por lo demás, cada partido
proletario verdadero, desde los cartistas ingleses, puso siempre como primera
condición de su lucha la política de clase, la organización del proletariado
en partido político independiente, y se asignó como objetivo inmediato de
esta lucha la dictadura del proletariado. Al considerar esto como algo
«risible», Mülberger se coloca fuera del movimiento obrero, en el campo del
socialismo pequeñoburgués.
2) El problema de la vivienda tiene la ventaja de no ser un problema
exclusivamente obrero; «interesa de modo primordial a la pequeña burguesía»,
porque «las verdaderas clases medias sufren tanto, quizá más todavía», que el
proletariado este problema. Cuando alguien declara que la pequeña burguesía
sufre, aunque sea en un solo aspecto, «quizá más todavía que el
proletariado», no tiene derecho, por cierto, a quejarse de que lo clasifiquen
entre los socialistas pequeñoburgueses. Puede estar descontento Mülberger
cuando digo:
«Son éstos, precisamente, los males comunes a la clase obrera y a las
otras clases, en particular a la pequeña burguesía, de los que prefiere
ocuparse el socialismo pequeñoburgués, al que pertenece también Proudhon. Y
no es por casualidad por lo que nuestro proudhoniano alemán toma de
preferencia la cuestión de la vivienda, que, como hemos visto, no es en modo
alguno una cuestión exclusivamente obrera»[******].
3) Entre los intereses de las «verdaderas clases medias de la sociedad»
y los del proletariado, hay una «identidad intrínseca absoluta», y no es al
proletariado, sino a estas verdaderas clases medias, a quienes corresponderán
en primer lugar los «beneficios» del próximo proceso de transformación de la
sociedad.
Así pues, los obreros harán la próxima revolución social «en primer lugar»
en interés de los pequeños burgueses. Y además, hay una identidad intrínseca
absoluta entre los intereses de la pequeña burguesía y los del proletariado.
Si los intereses de la pequeña burguesía son intrínsecamente idénticos a los
de los obreros, los intereses de los obreros son asimismo idénticos a los de
los pequeños burgueses. El punto de vista pequeñoburgués tiene, por
consiguiente, tanto derecho a la existencia en el movimiento, como el punto
de vista proletario. Y la afirmación de
esta igualdad de derechos es, precisamente, lo que se llama socialismo
pequeñoburgués.
Así pues, Mülberger es consecuente consigo mismo cuando en la pág. 25
de su folleto[34] celebra
el «pequeño artesanado» como el «verdadero pilar de la
sociedad», «porque por su propia naturaleza reúne en sí los tres factores:
trabajo-adquisición-posesión, y porque con la reunión de estos elementos no
pone ningún límite a la capacidad de desarrollo del individuo»; y también
cuando reprocha en particular a la industria moderna el destruir este vivero
de hombres normales y el «haber hecho de una clase vigorosa
y que se reproduce siempre de nuevo, una masa inconsciente
de gente que no sabe adonde dirigir sus miradas ansiosas». Por lo tanto, el
pequeño burgués es para Mülberger el hombre modelo, y la pequeña industria,
el modo de producción ejemplar. ¿Puede decirse, pues, que le he calumniado al
clasificarle entre los socialistas pequeñoburgueses?
Como Mülberger declina toda responsabilidad en cuanto se refiere a
Proudhon, sería superfluo demostrar todavía más cómo los planes de reforma de
éste tienden a transformar todos los miembros de la sociedad en pequeños
burgueses y en pequeños campesinos. Sería también superfluo insistir sobre la
pretendida identidad de intereses entre los pequeños burgueses y los obreros.
Lo necesario se encuentra ya en el "Manifiesto Comunista" (edición de
Leipzig, 1872, págs. 12 y 21) [*******].
El resultado, pues, de nuestro examen es que, al lado de la «leyenda
del pequeño burgués Proudhon», aparece la realidad del pequeño burgués
Mülberger.
NOTAS
[32] 248.
La respuesta de Mülberger a los artículos de Engels fue publicada en el
periódico "Volksstaat" el 26 de octubre de 1872 bajo el título
"Zur Wohnungsfrage (Antwort an Friedrieh Engels von A. Mülberger)"
(«Contribución al problema de la vivienda (Respuesta de A. Mülberger a
Federico Engels)»).- 315, 374.
[34] 246.
Los seis artículos de Mülberger bajo el título "Die Wohnungsfrage"
(«El problema de la vivienda») fueron publicados sin firma en el periódico
"Volksstaat" el 3, 7, 10, 14 y 21 de febrero y el 6 de marzo de
1872; posteriormente, estos artículos fueron publicados en folleto aparte
titulado "Die Wohnungsfrage. Eine sociale Skizze. Separat-Abdruck aus
dem «Volksstaat»" («El problema de la vivienda. Ensayo social.
Publicación del Volksstaat») Leipzig, 1872.- 315, 324, 378, 388.
Llegamos ahora a un punto esencial. Acusé a los artículos de Mülberger
de falsificar las relaciones económicas a la manera de Proudhon,
traduciéndolas en expresiones jurídicas. Como ejemplo, mencioné la siguiente
aseveración de Mülberger:
«La casa, una vez construida, sirve de título jurídico eterno sobre
una parte determinada del trabajo social, incluso si el valor real de la casa
está suficientemente pagado al propietario en forma de alquileres desde hace
mucho tiempo. Así ocurre que una casa construida, por
ejemplo, hace cincuenta años, llega durante este tiempo, gracias a los
alquileres, a cubrir dos, tres, cinco, diez veces, etc., su precio de coste
inicial».
Y Mülberger se queja diciendo que:
«Engels aprovecha esta sencilla y serena constatación de un hecho para
aleccionarme y decirme que hubiese debido explicar cómo la
casa se convierte en un «título jurídico», cosa completamente al margen del
objetivo que me había propuesto... Describir es una
cosa, explicar es otra. Cuando digo, siguiendo a Proudhon,
que la vida económica de la sociedad debe estar penetrada de una idea
del derecho, no hago más que describir la sociedad
presente, en la que si bien no falta toda idea del derecho, sí falta la idea
del derecho de la revolución, con lo cual el mismo Engels ha de estar
conforme».
Detengámonos, de momento, en la casa una vez construida. Cuando se
alquila, produce a su propietario, en forma de alquileres una renta del
suelo, el coste de las reparaciones y un interés sobre el capital invertido
en la construcción, incluyendo la ganancia correspondiente a este capital.
Así pues, según las circunstancias, los alquileres cobrados pueden llegar a
cubrir poco a poco dos, tres, cinco, diez veces el precio de coste inicial.
Esto, amigo Mülberger, es una «sencilla y serena constatación» de un «hecho»
que es económico. Si queremos saber «de dónde viene» su
existencia, hemos de dirigir nuestras pesquisas al terreno económico. Miremos
la cosa más de cerca a fin de que ni siquiera un niño pueda equivocarse. La
venta de una mercancía, como se sabe, consiste en que el propietario cede su
valor de uso y se embolsa su valor de cambio. Los valores de uso de las
mercancías se diferencian entre sí también porque su consumo exige duraciones
diferentes. Un panecillo desaparece en un día, un par de pantalones se
desgastará en un año, una casa, digamos, en cien años. Para las mercancías
cuyo desgaste necesita mucho tiempo, surge la posibilidad de vender su valor
de uso por partes cada vez por un período determinado, o dicho de otro modo, de alquilarla.
La venta por partes, de este modo, realiza el valor de cambio poco a poco;
por esta renuncia al reembolso inmediato del capital adelantado y de la
ganancia correspondiente, el vendedor se ve indemnizado por un aumento del
precio, por un interés cuyo nivel se determina por las leyes de la Economía
política y de ningún modo arbitrariamente. Al cabo de los cien años, la casa
ha sido consumida, desgastada, es inhabitable. Si entonces, deducimos del
total de los alquileres cobrados 1) la renta del suelo con el aumento que ha
podido experimentar durante este tiempo, y 2) los gastos corrientes de
reparación, nos encontraremos con que el resto se compone, por término medio:
1) del capital invertido originariamente en la construcción de la casa; 2) de
la ganancia que éste ha dado, y 3) de los intereses correspondientes al
capital gradualmente amortizado y a la ganancia. Al cabo de este tiempo, el
inquilino ya no tiene casa, es cierto, pero su propietario tampoco. Este ya
no posee más que el solar (si le pertenece) y los materiales de construcción
que en él se encuentran, pero que ya no representan una casa. Y si,
entretanto, la casa ha cubierto «cinco o diez veces su precio de coste
inicial» veremos que esto se debe exclusivamente a un aumento de la renta del
suelo; lo que no es un secreto para nadie, en sitios como Londres, donde, en
la mayoría de los casos, el propietario del solar y el propietario de la casa
son dos personas diferentes. Tales aumentos colosales de los alquileres
solamente se presentan en las ciudades que crecen rápidamente, pero no en un
pueblo agrícola donde la renta de los solares casi no sufre cambios. Porque
es un hecho notorio que, abstracción hecha de los aumentos de la renta del
suelo, el alquiler nunca proporciona al propietario de la casa, por término
medio, más del siete por ciento del capital invertido (ganancias incluidas),
de lo cual hay que deducir los gastos de reparación, etc. En resumen, el
contrato de alquiler es una transacción mercantil como otra cualquiera, que,
para el obrero, no presenta teóricamente ni más ni menos interés que
cualquier otra transacción mercantil, salvo la de la compraventa de la fuerza
de trabajo; prácticamente, este contrato representa para él una de las mil
formas de la estafa burguesa de la que he hablado en la página 4 del
sobretiro[*], y la cual, como ya he indicado allí,
también está sometida a leyes económicas.
Mülberger, en cambio, ve en el contrato de alquiler una cosa puramente
«arbitraria» (pág. 19 de su folleto), y cuando le demuestro lo contrario, se
queja de que le cuento «una serie de cosas que, desgraciadamente, sabía ya».
Pero todas las investigaciones económicas sobre el alquiler no nos
conducirán de ningún modo a transformar la abolición del alquiler de las
viviendas en «una de las aspiraciones más fecundas y más grandiosas nacidas
en el seno de la idea revolucionaria». Para llegar a esto, tenemos que
trasladar este simple hecho del terreno de la serena Economía política a la
esfera mucho más ideológica de la jurisprudencia. «La casa representa un
título jurídico eterno» sobre un alquiler, y «de ahí viene» que el
valor de la casa pueda ser pagado en alquileres dos, tres, cinco, diez veces.
Pero, para saber «de dónde viene» eso, el «título jurídico» no nos permite
avanzar ni un paso, y por eso dije que Mülberger no hubiese podido aprender
«de dónde viene eso» más que investigando cómo la casa se
convierte en un título jurídico. Y esto se puede aprender solamente
analizando, como yo lo he hecho, la naturaleza económica del
alquiler y no irritándonos contra la expresión jurídica por la cual la clase
dominante lo sanciona. El que propone medidas económicas para abolir los
alquileres, debería saber, pues, algo más sobre el alquiler que el hecho de
que representa «el tributo pagado por el arrendatario al derecho eterno del
capital». A esto, Mülberger contesta: «Describir es una cosa, explicar es
otra».
Pues bien, hemos transformado la casa, a pesar de que no es eterna, en
un título jurídico eterno sobre el alquiler. Encontramos que, de dondequiera
que «eso venga», gracias a este título jurídico, la casa proporciona en
alquileres varias veces su valor. Por la traducción a la terminología
jurídica, nos encontramos venturosamente tan alejados de lo económico, que
únicamente vemos el fenómeno de que, por sus alquileres brutos, una casa a la
larga puede hacerse pagar varias veces su valor. Como pensamos y hablamos en
términos jurídicos aplicamos a este fenómeno la norma del derecho, de la
justicia, y nos encontramos con que es injusto, con que no
corresponde a la «idea del derecho de la revolución», independientemente de
lo que esto pueda significar, y con que el título jurídico, por consiguiente,
nada vale. Nos encontramos, además, con qué ocurre lo mismo con el capital
que produce interés y con el terreno agrícola arrendado, y tenemos ahora un
pretexto para separar estas categorías de propiedad de las otras, a fin de
someterlas a un tratamiento excepcional. Este consiste en la siguiente
reivindicación: 1) quitar al propietario el derecho de rescindir el contrato
y de reclamar la devolución de su propiedad; 2) dejar al inquilino, al
prestatario o al arrendatario el goce sin indemnización del objeto que se le
transmite, pero que no le pertenece y 3) reembolsar al propietario por
pequeñas entregas y sin intereses. Y habremos así agotado en este aspecto los
«principios» de Proudhon. Tal es su «liquidación social».
Es claro, dicho sea de paso, que todo este plan de reformas ha de
beneficiar casi exclusivamente a los pequeños burgueses y a los pequeños
campesinos, consolidando su situación de pequeños burgueses
y de pequeños campesinos. La figura legendaria, según Mülberger, del «pequeño
burgués Proudhon», adquiere aquí súbitamente una existencia histórica
perfectamente tangible.
Mülberger añade:
«Cuando digo, siguiendo a Proudhon, que la vida económica de la
sociedad debe estar penetrada de una idea del derecho, no hago
más que describir la sociedad presente, en la que si bien no
falta toda idea del derecho, sí falta la idea del derecho de la revolución,
con lo cual el mismo Engels ha de estar conforme».
Desgraciadamente no me es posible dar este gusto a Mülberger. Dice que
la sociedad debe estar penetrada de una idea del derecho, y
llama a esto hacer una descripción. Si un tribunal me invita por conducto del
alguacil a pagar mis deudas, ¡no hace, según Mülberger, más que describirme como
a un hombre que no paga sus deudas! Una descripción es una cosa; una
reivindicación, otra distinta. Y es aquí precisamente donde reside la
diferencia esencial entre el socialismo científico alemán y Proudhon.
Nosotros describimos —y toda descripción verdadera de un objeto es, al mismo
tiempo, pese a Mülberger, su explicación— las relaciones económicas tales
como son y tales como se desarrollan. Y aportamos la prueba, estrictamente
económica, de que este desarrollo es, al mismo tiempo, el de los elementos de
una revolución social: el desarrollo, por una parte, del proletariado, de una
clase cuyas condiciones de vida le empujan necesariamente hacia la revolución
social; y, por otra, el de las fuerzas productivas que, al desbordar los
límites de la sociedad capitalista, forzosamente han de hacerla estallar, y
que, al mismo tiempo, ofrecen los medios de abolir para siempre las
diferencias de clase en interés del propio progreso social. Proudhon, por el
contrario, exige de la sociedad actual que se transforme no según las leyes
de su propio desenvolvimiento económico, sino según los preceptos de la justicia
(la «idea del derecho» no es suya, sino de Mülberger). Allí donde
nosotros demostramos, Proudhon predica y se lamenta, y
Mülberger con él.
Me es absolutamente imposible adivinar qué es eso de «la idea del
derecho de la revolución». Bien es verdad que Proudhon hace de «la
revolución» una especie de diosa, la portadora y ejecutora de su «justicia»,
y al hacerlo cae en el singular error de mezclar la revolución burguesa de
1789-1794 con la revolución proletaria del porvenir. Lo hace en casi todas
sus obras, sobre todo desde 1848; citaré como ejemplo aunque sólo sea su
"Idea general de la Revolución", edición de 1868, páginas 39 y 40.
Pero como Mülberger rehúsa toda responsabilidad respecto de Proudhon, me está
vedado recurrir a éste para explicar la «idea del derecho de la resolución»,
y así, sigo hundido en las tinieblas más absolutas.
A continuación Mülberger dice:
«Pero ni Proudhon ni yo acudimos a una «justicia eterna» para explicar el
injusto estado de cosas actual, ni siquiera, como me atribuye Engels,
esperamos de ella un mejoramiento de esa situación».
Mülberger cree poder contar con el hecho de que «Proudhon es casi
desconocido en Alemania». En todos sus escritos, Proudhon mide todas las
proposiciones sociales, jurídicas, políticas y religiosas con la escala de la
«justicia», las reconoce o las rechaza, según concuerden o no con lo que él
llama «justicia». En las "Contradicciones económicas", esta
justicia se llama todavía «justicia eterna», «justice éternelle». Más
tarde, lo eterno se silencia, pero subsiste de hecho. Así, en la obra
titulada "De la Justicia en la Revolución y en la Iglesia", edición
de 1858, el pasaje siguiente (tomo I, pág. 42) constituye el resumen del
sermón explanado en los tres tomos:
«¿Cuál es el principio fundamental, el principio orgánico, regulador
soberano de las sociedades, el principio que, sometiendo a todos los otros
rige, protege, rechaza, castiga e incluso suprime si es necesario a todos los
elementos rebeldes? ¿Es la religión, el ideal, el interés?...
Este principio, en mi opinión, es la justicia. ¿Qué es la
justicia? La esencia de la misma humanidad. ¿Qué ha sido desde el
principio del mundo? Nada. ¿Qué debería ser? Todo».
Una justicia que es la esencia de la misma humanidad, ¿qué es, pues,
sino la justicia eterna? Una justicia que es el principio
fundamental, orgánico, regulador, soberano de las sociedades y que hasta
ahora, a pesar de ello, no era nada, pero debe serlo todo, ¿qué es sino la
medida de todas las cosas humanas, el árbitro supremo al cual haya que acudir
en todos los conflictos? ¿Acaso he afirmado otra cosa al decir que Proudhon
disimula su ignorancia económica y su impotencia juzgando todas las
relaciones económicas, no según las leyes económicas, sino según concuerden o
no con su concepción de esta justicia eterna? ¿Y en qué se distingue
Mülberger de Proudhon cuando pide que «todas las transformaciones de la vida
en la sociedad moderna... estén penetradas de una idea del derecho,
es decir, que sean realizadas en todas partes según las estrictas
exigencias de la justicia»? ¿No sé yo leer, o Mülberger no sabe escribir?
Mülberger dice más adelante:
«Proudhon sabe tan bien como Marx y Engels que lo que verdaderamente
actúa de principio motor en la sociedad humana son las relaciones económicas
y no las jurídicas; sabe también que las ideas del derecho de un pueblo en
cada época dada no son sino la expresión, la imagen, el producto de las
relaciones económicas, principalmente de las relaciones de producción... En
una palabra el derecho es para Proudhon un producto económico formado en el
proceso histórico».
Si Proudhon sabe todo esto (dejaré a un lado la oscura terminología de
Mülberger y tomaré en cuenta su buena voluntad) «tan bien como Marx y
Engels», ¿de qué vamos a seguir discutiendo? Pero no es esto lo que ocurre
con la ciencia de Proudhon. Las relaciones económicas de una sociedad dada se
manifiestan, en primer lugar, como intereses. Pero Proudhon, en
el pasaje antes mencionado de su obra principal, dice con letras de molde que
«el principio fundamental, regulador, orgánico, soberano de las sociedades,
el principio que somete a todos los otros» no es el interés, sino
la justicia. Y repite lo mismo en todas las partes esenciales de
todos sus escritos. Lo cual no impide en absoluto a Mülberger seguir diciendo
que:
«...la idea del derecho económico, tal como está más profundamente
desarrollada por Proudhon en "La Guerra y la Paz", concuerda
enteramente con el pensamiento fundamental de Lassalle, tan bellamente
expuesto en su prefacio al "Sistema de los derechos adquiridos"».
"La Guerra y la Paz" es, de las numerosas obras de escolar de
Proudhon, tal vez la que más acusa este carácter, y lo que yo menos podía
esperar era que este libro fuese dado como ejemplo de la pretendida
comprensión por Proudhon de la concepción materialista alemana de la
historia, la cual explica todos los acontecimientos e ideas históricas, toda
la política, la filosofía, la religión, partiendo de las condiciones de vida
materiales, económicas, del período histórico considerado. Esta obra es tan
poco materialista que el autor no puede construir su concepción de la guerra
sin acudir al creador:
«No obstante, el creador tenía sus razones al escoger para nosotros
estas condiciones de vida» (tomo II, pág. 100, edición de 1869).
Podemos juzgar de los conocimientos históricos sobre los cuales se basa
el libro por el hecho de que en él se expresa la fe en la existencia histórica
de la Edad de Oro:
«Al principio, cuando la Humanidad estaba todavía realmente esparcida
sobre la tierra, la naturaleza velaba sin esfuerzo por sus necesidades. Era
la Edad de Oro, la edad de la abundancia y de la paz» (lugar citado, pág.
102).
Su punto de vista económico es el más grosero maltusianismo:
«Si resulta duplicada la producción, pronto ocurrirá lo mismo con la
población» (pág. 105).
¿Dónde está, pues, el materialismo de este libro? En que afirma que «el
pauperismo» ha sido siempre y sigue siendo la causa de la guerra (véase, por
ejemplo, pág. 143). El tío Bräsig [35] fue
un materialista igualmente acabado cuando, en su discurso de 1848, lanzó esta
gran frase: «La causa de la gran pobreza es la gran pauvreté».
El "Sistema de los derechos adquiridos" de Lassalle no sólo
está imbuido de la gran ilusión del jurista, sino también de la de viejo
hegeliano. Lassalle declara expresamente, en la página VII, que, también «en
lo económico, la noción del derecho adquirido es la fuente de
todo el desarrollo ulterior»; quiere demostrar (en la pág. IX) que «el
derecho es un organismo racional, que se desarrolla de sí mismo y
no, por consiguiente, partiendo de condiciones económicas previas»; se trata,
para él, de deducir el derecho, no de las relaciones económicas, sino del
«concepto mismo de la voluntad, cuyo desarrollo y exposición constituye toda
la filosofía del derecho» (pág. XII). ¿Qué viene, pues, este libro a hacer
aquí? La sola diferencia entre Proudhon y Lassalle es que éste fue un
verdadero jurista y un verdadero hegeliano, mientras que el primero, tanto en
jurisprudencia, como en filosofía, como en todas las demás cosas, era un puro
diletante.
Sé perfectamente que Proudhon, de quien sabemos que se contradecía
incesantemente, dice de vez en cuando cosas que dan la impresión de que
explica las ideas por los hechos. Pero estos puntos carecen de importancia
frente a la dirección general de su pensamiento, e incluso allí donde
aparecen, son extremadamente confusos y contradictorios.
En una determinada etapa, muy primitiva, del desarrollo de la sociedad,
se hace sentir la necesidad de abarcar con una regla general los actos de la
producción, de la distribución y del cambio de los productos, que se repiten
cada día, la necesidad de velar por que cada cual se someta a las condiciones
generales de la producción y del cambio. Esta regla, costumbre al principio,
se convierte pronto en ley. Con la ley, surgen necesariamente
organismos encargados de su aplicación: los poderes públicos, el Estado.
Luego, con el desarrollo progresivo de la sociedad, la ley se transforma en
una legislación más o menos extensa. Cuanto más compleja se hace esta
legislación, su modo de expresión se aleja más del modo con que se expresan
las habituales condiciones económicas de vida de la sociedad. Esta
legislación aparece como un elemento independiente que deriva la
justificación de su existencia y las razones de su desarrollo, no de las
relaciones económicas, sino de sus propios fundamentos interiores, como si
dijéramos del «concepto de voluntad». Los hombres olvidan que su derecho se
origina en sus condiciones económicas de vida, lo mismo que han olvidado que
ellos mismo proceden del mundo animal. Una vez la legislación se ha
desarrollado y convertido en un conjunto complejo y extenso, se hace sentir
la necesidad de una nueva división social del trabajo: se constituye un
cuerpo de juristas profesionales, y con él, una ciencia jurídica. Esta, al
desarrollarse, compara los sistemas jurídicos de los diferentes pueblos y de
las diferentes épocas, no como un reflejo de las relaciones económicas
correspondientes, sino como sistemas que encuentran su fundamento en ellos
mismos. La comparación supone un elemento común: éste aparece por el hecho de
que los juristas recogen, en un derecho natural, lo que más o
menos es común a todos los sistemas jurídicos. Y la medida que servirá para
distinguir lo que pertenece o no al derecho natural, es precisamente la
expresión más abstracta del derecho mismo: la justicia. A partir
de este momento, el desarrollo del derecho, para los juristas y para los que
creen en sus palabras, no reside sino en la aspiración a aproximar cada día
más la condición de los hombres, en la medida en que está expresada
jurídicamente, al ideal de la justicia, a la justicia eterna. Y
esta justicia es siempre la expresión ideologizada, divinizada, de las
relaciones económicas existentes, a veces en su sentido conservador, otras
veces en su sentido revolucionario. La justicia de los griegos y de los
romanos juzgaba justa la esclavitud; la justicia de los burgueses de 1789
exigía la abolición del feudalismo, que consideraba injusto. Para el junker
prusiano, incluso la mezquina ordenanza sobre los distritos [36], es una violación de la justicia
eterna. La idea de la justicia eterna cambia, pues, no sólo según el tiempo y
el lugar, sino también según las personas; forma parte de las cosas, como
advierte justamente Mülberger, que «cada uno entiende a su manera». Si en la
vida ordinaria, en la que las relaciones a considerar son sencillas, se
acepta sin malentendidos, incluso en relación con los fenómenos sociales,
expresiones como justo, injusto, justicia, sentimiento del derecho, en el
estudio científico de las relaciones económicas, estas expresiones terminan,
como hemos visto, en las mismas confusiones deplorables que surgirían, por
ejemplo, en la química moderna, si se quisiese conservar la terminología de
la teoría flogística. Y la confusión es peor todavía cuando, a imitación de
Proudhon, se cree en el flogisto social, en la «justicia», o si se afirma con
Mülberger que la teoría del flogisto es tan acertada como la teoría del
oxígeno[**].
NOTAS
[**] Antes
del descubrimiento del oxígeno, los químicos explicaban la combustión de los
cuerpos en el aire atmosférico suponiendo la existencia en éstos de una
materia combustible propia, el flogisto, el cual se escaparía durante la
combustión. Pero como descubrieron que un cuerpo simple consumido pesaba más
después de la combustión que antes, explicaron entonces que el flogisto tenía
un peso negativo. Así pues, un cuerpo sin flogisto habría de pesar más que
con flogisto. Fue de este modo como se atribuyó poco a poco al flogisto las
propiedades principales del oxígeno, pero, al revés. El
descubrimiento de que la combustión consiste en la combinación del cuerpo que
arde con otro cuerpo, el oxígeno, y el descubrimiento de este oxígeno,
pusieron fin a la primera hipótesis, pero sólo después de una larga
resistencia por parte de los viejos químicos.
[36] 266.
Se alude a la reforma administrativa de 1872 en Prusia, con arreglo a la cual
se abolía el poder patrimonial hereditario de los terratenientes en el campo
y se implantaban ciertos elementos de administración autónoma local: alcaldes
elegibles en las comunidades, consejos de circunscripción junto a los
Landrats, etc.- 386.
Mülberger se queja, además, porque califico de jeremiada reaccionaria
su «enfático» desahogo de que
«no hay escarnio más terrible para toda la cultura de nuestro famoso
siglo que el hecho de que en las grandes ciudades el 90 por ciento de la población
y aún más no disponen de un lugar que puedan llamar suyo».
No cabe la menor duda, si Mülberger se hubiese limitado, como pretende,
a describir «la abominación de los tiempos presentes», seguramente yo no
hubiese pronunciado ni una mala palabra contra «él y sus modestas palabras».
Pero su manera de obrar es bien distinta. Describe esta «abominación» como
un efecto de que los obreros «no tengan un lugar que puedan
llamar suyo». Que se condene «la abominación de los tiempos presentes»
por haber sido abolida la propiedad de los obreros sobre su casa, o bien,
como hacen los junkers, por haber sido abolidos el feudalismo y las corporaciones,
en los dos casos no puede resultar sino una jeremiada reaccionaria, un
lamento ante la aparición de lo inevitable, ante la necesidad histórica. Lo
reaccionario reside [388] precisamente en que Mülberger quiere restaurar para
los obreros la propiedad individual sobre la vivienda, cosa que la historia
suprimió hace ya mucho tiempo; en que no puede imaginar la liberación de los
obreros sino volviendo a hacer de cada uno el propietario de su vivienda.
Y más adelante:
«Declaro categóricamente que la verdadera lucha se lleva contra el modo
de producción capitalista, y es solamente de su transformación de
lo que se puede esperar una mejora de las condiciones de vivienda. Engels no
ve nada de esto... Yo presupongo la solución íntegra de la cuestión social
para poder abordar la cuestión del rescate de las viviendas de alquiler».
Desgraciadamente, todavía hoy sigo sin ver nada de esto. ¿Cómo voy yo a
adivinar lo que alguien, cuyo nombre desconocía, podía suponer en los arcanos
de su cerebro? no tengo más remedio que atenerme a los artículos publicados
por Mülberger. Y allí me encuentro todavía (págs. 15 y 16 del folleto) [37] con que para poder
proceder a la abolición de la vivienda de alquiler, Mülberger no supone otra
cosa que... la misma vivienda de alquiler. Tan sólo en la página 17 «agarra
por los cuernos la productividad del capital». Más adelante volveremos a
hablar de este asunto. E incluso en su contestación, vuelve a confirmarlo
diciendo:
«Más bien, se trataba de demostrar cómo, partiendo de las
condiciones presentes, se podría transformar completamente el problema de
la vivienda».
Partir de las condiciones presentes o de la transformación (léase
abolición) del modo de producción capitalista, me parece que son dos cosas
diametralmente opuestas.
No tiene nada de sorprendente el que Mülberger se queje cuando veo en
los esfuerzos filantrópicos que realizan los señores Dollfus y otros
fabricantes para ayudar a los obreros a obtener casa propia la única
realización práctica posible de sus proyectos proudhonianos. Si Mülberger
comprendiese que el plan de salvamento de la sociedad de Proudhon es una
fantasía que se mantiene enteramente en el terreno de la sociedad burguesa,
desde luego que no creería en él. Jamás y en parte alguna he puesto en duda
su buena voluntad. Pero ¿por qué dedica alabanzas al Dr. Reschauer, por haber
propuesto al ayuntamiento de Viena que resucitase los proyectos de Dollfus?
Mülberger declara más adelante:
«En lo que concierte especialmente a la oposición entre la ciudad y el
campo es una utopía quererla suprimir. Se trata de una oposición natural, más
exactamente, de una oposición producida por la historia... El problema no
consiste en abolir esta oposición, sino en hallar las formas
políticas y sociales que la hagan inocua e incluso fructífera.
De este modo podremos alcanzar un ajuste pacífico, un equilibrio gradual de
intereses».
La supresión de la oposición entre la ciudad y el campo es, pues, una utopía, porque esta
oposición es natural, o más exactamente, producida por la historia.
Apliquemos esta lógica a otras oposiciones de la sociedad moderna y veamos
adonde nos conduce. Por ejemplo:
«En lo que concierne especialmente a la oposición entre» capitalistas y
obreros asalariados, «es una utopía quererla suprimir. Se trata de una
oposición natural, o más exactamente, producida por la historia. El problema
no consiste en abolir esta oposición sino en hallar las
formas políticas y sociales que la hagan inocua e
incluso fructífera. De este modo podremos alcanzar un ajuste
pacífico, un equilibrio gradual de intereses».
Y he aquí que volvemos a Schulze-Delitzsch.
La supresión de la oposición entre la ciudad y el campo no es ni más ni
menos utópica que la abolición de la oposición entre capitalistas y
asalariados. Cada día se convierte más en una exigencia práctica de la
producción industrial como de la producción agrícola. Nadie la ha exigido más
enérgicamente que Liebig en sus obras sobre química agrícola, donde su
primera reivindicación ha sido siempre que el hombre debe reintegrar a la
tierra lo que de ella recibe, y donde demuestra que el único obstáculo es la
existencia de las ciudades, sobre todo de las grandes urbes. Cuando vemos que
aquí, en Londres solamente, se arroja cada día al mar, haciendo enormes
dispendios, mayor cantidad de abonos naturales que los que produce el reino
de Sajonia, y qué obras tan formidables se necesitan para impedir que estos
abonos envenenen toda la ciudad, entonces la utopía de la supresión de la
oposición entre la ciudad y el campo adquiere una maravillosa base práctica.
Incluso Berlín, que es relativamente pequeño, lleva ya por lo menos treinta
años ahogándose en sus propias basuras. Por otra parte, sería completamente utópico
querer, como quiere Proudhon, subvertir toda la sociedad burguesa actual
conservando al campesino como tal. Sólo un reparto lo más uniforme posible de
la población por todo el país; sólo una íntima relación entre la producción
industrial y la agrícola, además de la extensión que para esto se requiere de
los medios de comunicación —supuesta la abolición del modo de producción
capitalista—, estarán en condiciones de sacar a la población rural del
aislamiento y del embrutecimiento en que vegeta casi invariablemente desde
hace milenios. La utopía no consiste en afirmar que la liberación de los
hombres de las cadenas forjadas por su pasado histórico no será total sino
cuando quede abolida la oposición entre la ciudad y el campo. La utopía no
surge sino en el momento en que se pretende, «partiendo de las condiciones
presentes», prescribir la forma en que esta oposición o
cualquier otra de la sociedad actual han de ser superadas. Y esto es lo que
hace Mülberger al adoptar la fórmula proudhoniana para la solución del
problema de la vivienda.
Mülberger se lamenta, después de esto, de que lo haga hasta cierto
punto responsable «de las concepciones monstruosas de Proudhon sobre el
capital y el interés». Y escribe:
«Supongo como ya dado el cambio de las relaciones de
producción, y la ley de transición que regula el tipo del interés no tiene
por objeto las relaciones de producción, sino las transacciones sociales, las
relaciones de circulación... El cambio de las relaciones de producción, o,
como dice más exactamente la escuela alemana, la abolición del modo
capitalista de producción no resulta, naturalmente, como me hace
decir Engels, de una ley de transición que suprime el interés, sino
de la apropiación efectiva de todos los instrumentos de trabajo,
de toda la industria por la población laboriosa. La cuestión de saber si la
población laboriosa se inclinará» (!) «por el rescate o por la expropiación
inmediata, ni Engels ni yo podemos decidirla».
Tengo que frotarme los ojos, asombrado, y releer, una vez más, del
principio al fin, el escrito de Mülberger para encontrar el pasaje en que
explica que su rescate de las viviendas presupone «apropiación efectiva de
todos los instrumentos de trabajo, de toda la industria por la población
laboriosa». No doy con él. No existe. En parte alguna se trata de
«apropiación efectiva», etc. Por el contrario, en la página 17 dice:
«Supongamos que la productividad del capital será agarrada de
verdad por los cuernos —como ha de ocurrir tarde o temprano—, por
ejemplo, mediante una ley de transición que fijará el tipo del
interés de todos los capitales en un uno por ciento, con tendencia,
nótese bien, a apróximarlo cada vez más a cero... Igual que todos los demás
productos, las casas y las viviendas quedan comprendidas en el marco de esta
ley... Vemos, pues, que también en este aspecto el rescate de las viviendas
de alquiler resulta una consecuencia necesaria de la supresión de la
productividad del capital en general».
Se dice, pues, aquí, sin ambages y en contradicción palpable con el
viraje reciente de Mülberger, que la productividad del capital, frase confusa
con la cual designa —según confesión propia— el modo de producción
capitalista, sería realmente «agarrada por los cuernos» mediante la ley sobre
abolición del interés, y que precisamente a consecuencia de esta ley, «el
rescate de las viviendas de alquiler resulta una consecuencia necesaria de la
supresión de la productividad del capital en general». Ahora, Mülberger dice
que no hay nada de eso. Esta ley de transición «no tiene por objeto las
relaciones de producción, sino las de circulación».
No le queda ya, ante esta contradicción total —que, como diría Goethe, es
«tan misteriosa para los sabios como para los tontos»— [*], sino
admitir que tengo que habérmelas con dos Mülberger completamente distintos,
uno de los cuales se lamenta, con justa razón, de que le «hago decir» lo que
el otro ha hecho publicar.
Es ciertamente exacto que la población laboriosa no nos preguntará, ni
a Mülberger ni a mí, «si se inclina por el rescate o por la expropiación
inmediata», cuando llegue la apropiación efectiva. Preferirá, sin duda, no
«inclinarse» en absoluto. Pero no se trataba en modo alguno de una
apropiación efectiva de todos los instrumentos de trabajo por la población
laboriosa, sino solamente de la afirmación de Mülberger (pág. 17), de que
«todo el contenido de la solución del problema de la vivienda reside en la
palabra rescate». Pero si él mismo considera ahora este rescate
como algo extremadamente dudoso, ¿para qué fatigarnos en vano y cansar a los
lectores?
Por lo demás, hay que hacer constar que la «apropiación efectiva» de
todos los instrumentos de trabajo, de toda la industria, por la población
laboriosa, es precisamente lo contrario del «rescate» proudhoniano. En la
segunda solución es el obrero individual el que pasa a ser
propietario de la vivienda, de la hacienda campesina, del instrumento de
trabajo; en la primera, en cambio, es la «población laboriosa» la que pasa a
ser propietaria colectiva de las casas, de las fábricas y de los instrumentos
de trabajo, y es poco probable que su disfrute, al menos durante el período
de transición, se conceda, sin indemnización de los gastos, a los individuos
o a las sociedades cooperativas. Exactamente lo mismo que la abolición de la
propiedad territorial no implica la abolición de la renta del suelo, sino su
transferencia a la sociedad, aunque sea con ciertas modificaciones. La
apropiación efectiva de todos los instrumentos de trabajo por la población
laboriosa no excluye, por tanto, en modo alguno, el mantenimiento de la
relación de alquiler.
No se trata, en general, de saber si el proletariado, cuando esté en el
poder, entrará violentamente en posesión de los instrumentos de producción,
de las primeras materias y de los medios de subsistencia, o bien si pagara
indemnizaciones inmediatamente en cambio, o rescatará la propiedad mediante
un lento reembolso a plazos. Querer responder por anticipado y para todos los
casos a tal pregunta, sería fabricar utopías. Y yo dejo a otros esta tarea.
NOTAS
[*] Engels
parafrasea aquí palabras de Mefistófeles en la tragedia de Goethe
"Fausto", primera parte, escena sexta ("La cocina de la
bruja"). (N. de la Edit.)
[37] 246.
Los seis artículos de Mülberger bajo el título "Die Wohnungsfrage"
(«El problema de la vivienda») fueron publicados sin firma en el periódico
"Volksstaat" el 3, 7, 10, 14 y 21 de febrero y el 6 de marzo de
1872; posteriormente, estos artículos fueron publicados en folleto aparte
titulado "Die Wohnungsfrage. Eine sociale Skizze. Separat-Abdruck aus dem
«Volksstaat»" («El problema de la vivienda. Ensayo social. Publicación
del Volksstaat») Leipzig, 1872.- 315, 324, 378, 388.
He tenido que llenar todas estas páginas para llegar, por fin, a través
del cúmulo de escapatorias y rodeos de Mülberger, a la esencia del problema,
que aquél, en su respuesta, evita cuidadosamente abordar.
¿Qué hay de positivo en el artículo de Mülberger?
En primer lugar, que «la diferencia entre
el coste de producción inicial de una casa, de un solar, etc. y su valor
actual» pertenece de derecho a la sociedad. Esta diferencia, en lenguaje
económico, se llama renta del suelo. Proudhon quiere igualmente que la
sociedad se la apropie, como puede leerse en la "Idea general de la
Revolución", edición de 1868, página 219.
En segundo lugar, que la solución del
problema de la vivienda consiste en que cada cual se convierta de
arrendatario en propietario de su vivienda.
En tercer lugar, que esta solución se
realizará mediante una ley que transforme el pago del alquiler en entregas a
cuenta del precio de compra de la vivienda. Los puntos segundo y tercero
están tomados de Proudhon, como todo el mundo puede ver en la "Idea
general de la Revolución", página 199 y siguientes, donde se encuentra
también, en la página 203, hasta el proyecto de ley en cuestión ya redactado.
En cuarto lugar, que la productividad del
capital es agarrada por los cuernos mediante una ley de transición que rebaja
el tipo del interés al uno por ciento provisionalmente, a reserva de una
nueva reducción posterior. Esto está igualmente tomado de Proudhon, como
puede leerse de manera detallada en la "Idea general", páginas 182
a 186.
En cada uno de estos puntos he citado el pasaje de Proudhon en que se
halla el original de la copia de Mülberger, y pregunto ahora si tenía o no
derecho a llamar proudhoniano al autor de un artículo saturado de
proudhonismo y que no contiene más que concepciones proudhonianas. Y no
obstante, ¡de nada se queja Mülberger tan amargamente como de que yo lo haya
denominado así, porque «tropecé con algunos giros familiares
a Proudho»! Es todo lo contrario. Los «giros» son todos de Mülberger;
el contenido es de Proudhon. Y cuando lo completo a su
disertación proudhoniana valiéndome de Proudhon. Mülberger protesta diciendo
que le atribuyo falsamente las «concepciones monstruosas» de Proudhon.
Así pues, ¿qué he opuesto yo a este plan proudhoniano?
Primero, que la
transferencia de la renta del suelo al Estado equivale a la abolición de la
propiedad individual del suelo.
Segundo, que el
rescate de la vivienda de alquiler y la transferencia de la propiedad de la
vivienda al arrendatario que la ha ocupado hasta aquí, no afecta en nada al
modo capitalista de producción.
Tercero, que esta proposición, con
el desarrollo actual de la gran industria y de las ciudades, es tan absurda
como reaccionaria, y que el restablecimiento de la propiedad individual de
cada uno sobre su vivienda sería una regresión.
Cuarto, que la
rebaja forzosa del tipo del interés no atenta en absoluto contra el modo
capitalista de producción, y que es, por el contrario, como demuestran las leyes
sobre la usura, tan anticuada como imposible.
Quinto, que la supresión del
interés del capital no suprime en modo alguno el pago del alquiler de las
casas.
Mülberger conviene ahora en lo que se ha dicho en los puntos segundo y
cuarto. Contra los demás no dice palabra. Y son éstos, precisamente, de los
que se trata en la polémica. Pero la respuesta de Mülberger no es una
refutación; pasa de largo cuidadosamente junto a todos los puntos económicos,
que son, no obstante, los puntos decisivos; su respuesta es una queja
personal y nada más. Así, se queja cuando yo me anticipo a la solución de las
otras cuestiones que anuncia, como, por ejemplo, las deudas del Estado, las
deudas privadas, el crédito, y declaro que su solución será en todas partes
la misma que la de la cuestión de la vivienda: el interés, abolido; el pago
de los intereses, trasformado en entregas a cuenta del importe del capital, y
el crédito, gratuito. A pesar de esto, apostaría a que si dichos artículos de
Mülberger salieran a la luz del día, su contenido escencial correspondería a
la "Idea general" de Proudhon (para el crédito, pág. 182; para las
deudas del Estado, pág. 186; para las deudas privadas, pág. 196) lo mismo que
los artículos sobre la cuestión de la vivienda correspondían a los pasajes
citados del mismo libro.
En esta ocasión Mülberger me enseña que las cuestiones concernientes a
los impuestos, las deudas del Estado, las deudas privadas, el crédito, a lo
cual se añade ahora la autonomía de los municipios, son de la mayor
importancia para los campesinos y para la propaganda en el campo. De acuerdo
en gran parte, pero 1) hasta ahora no se ha tratado para nada de los
campesinos y 2) las «soluciones» proudhonianas de todos estos problemas son,
desde el punto de vista económico, tan absurdas y tan esencialmente burguesas
como su solución del problema de la vivienda. Contra la alusión de Mülberger,
pretendiendo que no reconozco la necesidad de incorporar a los campesinos al
movimiento, no necesito defenderme en lo que a mí se refiere. Pero considero,
efectivamente, una estupidez recomendar a los campesinos, con este fin, la
medicina milagrera de Proudhon. En Alemania existen todavía muchos
latifundios. Según la teoría de Proudhon, deberían ser repartidos todos ellos
en pequeñas haciendas campesinas, cosa que —dado el estado actual de las
ciencias agrícolas y después de las experiencias de propiedades parcelarias
llevadas a cabo en Francia y en el Oeste de Alemania— sería una medida
totalmente reaccionaria. La gran propiedad territorial todavía existente nos
ofrecerá, por el contrario, una feliz oportunidad para trabajar la tierra en
grande por los trabajadores asociados, única manera de poder utilizar todos
los recursos modernos, las máquinas, etc., y mostrar así claramente a los
pequeños campesinos las ventajas de la gran empresa, por medio de la
asociación. Los socialistas daneses, que en este aspecto se han adelantado a
los demás, hace ya tiempo que lo han comprendido.
No necesito defenderme, igualmente, del reproche de que considero la infame
situación actual de las viviendas obreras como un «detalle insignificante».
He sido, si no estoy equivocado, el primero en describir en lengua alemana
esta situación en su forma desarrollada clásica, tal como se ofrece en
Inglaterra; y no, como cree Mülberger, porque «hiera mi sentimiento
del derecho» —quien quisiera traducir en libros todos los hechos que
hieren su sentimiento del derecho tendría mucho trabajo—, sino más bien, como
puede leerse en el prefacio de mi libro[*],
para dar al socialismo alemán —que nacía en aquel momento y se llenaba la
boca de frases vacías—, una base real al describir la situación social creada
por la gran industria moderna. Pero nunca se me ha ocurrido querer resolver
lo que llamamos la cuestión de la vivienda, como no se me
ocurre tampoco ocuparme de los detalles de la solución del problema
de la comida, todavía más importante. Me doy por satisfecho si puedo
demostrar que la producción de nuestra sociedad moderna es suficiente para
dar de comer a todos sus miembros y que hay casas bastantes para ofrecer a
las masas obreras habitación espaciosa y sana. ¿Cómo regulará la sociedad
futura el reparto de la alimentación y de las viviendas? El especular sobre
este tema conduce directamente a la utopía. Podemos, todo lo más,
partiendo del estudio de las condiciones fundamentales de los modos de
producción hasta ahora conocidos, establecer que con el hundimiento de la
producción capitalista, se harán imposibles ciertas formas de apropiación de
la vieja sociedad. Las propias medidas de transición habrán de adaptarse en
todas partes a las relaciones existentes en tal momento. Serán esencialmente
diferentes en los países de pequeña propiedad y en los de gran propiedad
territorial, etc. A qué se llega cuando se buscan soluciones aisladas para
las cuestiones llamadas prácticas, como la de la vivienda, etc., nada nos lo
muestra mejor que el propio Mülberger, quien comienza por explicar a lo largo
de 28 páginas cómo «todo el contenido de la solución del problema de la
vivienda se contiene en una palabra: el rescate», para declarar a
continuación, balbuceando perplejo desde el momento en que se le aprieta de
cerca, que de hecho aún es muy dudoso si en la apropiación efectiva de las
casas «la población laboriosa se inclinará por el rescate» o por cualquier
otra forma de expropiación.
Mülberger nos pide que nos hagamos prácticos. Deberíamos
«en presencia de verdaderas relaciones prácticas», no sólo «aportar fórmulas
muertas, abstractas»; deberíamos «salir del socialismo abstracto y abordar
las relaciones determinadas y concretas de la sociedad». Si
Mülberger lo hubiera hecho, tal vez habría merecido bien del movimiento. El
primer paso para abordar las relaciones concretas determinadas de la sociedad
consiste, sin embargo, en enterarse de ellas, en analizar sus verdaderas
conexiones económicas. Pero, ¿qué encontramos en Mülberger? En total, dos
tesis:
1) «El inquilino es para el propietario lo que el asalariado es para el
capitalista».
He mostrado en la página 6[**] de
la edición aparte que esto es absolutamente falso, y Mülberger no ha tenido
nada que objetar.
2) «Pero el toro que» (en reforma social) «hay que agarrar por los
cuernos es la productividad del capital, como le llama la escuela
liberal de la Economía política, y que no existe en realidad,
pero sirve en su existencia aparente para encubrir todas las
desigualdades que gravitan sobre la sociedad actual».
Así, el toro que hay que agarrar por los cuernos, «no existe en
realidad», y por lo tanto no tiene «cuernos». El mal no reside en él,
sino en su existencia aparente. A pesar de esto, «la llamada
productividad (del capital) se halla en situación de hacer aparecer como por
encanto las casas y las ciudades», cuya existencia es todo lo que se quiera
menos «aparente» (pág. 12).
¿Y es una persona para quien "El Capital" de Marx «le es
igualmente conocido» y que, sin embargo, balbucea de manera impotente y
confusa sobre las relaciones entre el capital y el trabajo, quien pretende
mostrar a los obreros alemanes un camino nuevo y mejor, y se presenta como el
«arquitecto» que «ve claramente al menos las grandes líneas de la estructura arquitectónica
de la sociedad futura»?
Nadie se halla más cerca «de las relaciones concretas determinadas de
la sociedad» que Marx en "El Capital". Dedicó veinticinco años a
estudiarlas desde todos los ángulos, y los resultados de su crítica contienen
siempre los gérmenes de las llamadas soluciones, en cuanto sean en general
posibles hoy. Pero esto [396] no basta al amigo Mülberger. Todo esto es
socialismo abstracto, fórmulas muertas y abstractas. En lugar de estudiar las
«relaciones concretas determinadas de la sociedad», el amigo Mülberger se
contenta con la lectura de algunos tomos de Proudhon, que si bien no le
proporcionan nada sobre las relaciones concretas determinadas de la sociedad,
le ofrecen, en cambio, recetas milagrosas muy concretas y muy determinadas
para todos los males sociales. ¡Y este plan de salvación social, tan
acabadito, este sistema proudhoniano, lo ofrece a los
obreros alemanes con el pretexto de que él quiere
«despedirse de los sistemas», en tanto que yo, según afirma,
«escojo el camino opuesto»! Para comprender esto necesito admitir que soy
ciego y que Mülberger es sordo, de tal suerte que todo entendimiento entre
nosotros es simplemente imposible.
Pero basta ya. Si esta polémica no ha de servir para otra cosa, tiene
de bueno, por lo menos, el haber proporcionado la demostración de lo que vale
la práctica de estos socialistas que se llaman «prácticos». Estas
proposiciones prácticas para acabar con todos los males sociales, estas
panaceas sociales, fueron siempre y en todas partes producto de fundadores de
sectas que aparecieron en el momento en que el movimiento proletario estaba
todavía en la infancia. Proudhon es también de éstos. El desarrollo del
proletariado le ha desembarazado rápidamente de estos pañales y ha enseñado a
la clase obrera misma que no hay nada menos práctico que estas cavilosas
«soluciones prácticas» inventadas de antemano y aplicables a todos los casos,
y que, por el contrario, el socialismo práctico reside en el conocimiento
exacto del modo capitalista de producción en sus diversos aspectos. Una clase
obrera preparada en este orden de cosas, no tendrá jamás dificultades
para saber, en cada caso dado, de qué modo y contra qué instituciones
sociales debe dirigir sus principales ataques.
NOTAS
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