Trabajo
asalariado y capital
Karl
Marx Trabajo asalariado y capital
Escrito: Texto de Marx, en 1849;
Introducción de Engels, en 1891
Primera
Edición: "Neue
Rheinische Zeitung. Organ der Demokratie" (Nueva Gaceta del Rin. Órgano de
la Democracia), del 5, 6, 7, 8 y 11 de abril de 1849 y en folleto aparte, bajo
la redacción y con un prefacio de F. Engels, en Berlín, en
1891.
De diversas
partes se nos ha reprochado el que no hayamos expuesto las relaciones
económicas que forman la base material de la lucha de clases y de las
luchas nacionales de nuestros días. Sólo hemos examinado intencionadamente
estas relaciones allí donde se imponían directamente en las colisiones
políticas.
Tratábase,
principalmente, de seguir la lucha de clases en la historia cotidiana, y
demostrar empíricamente, con los materiales históricos existentes y con los que
iban apareciendo todos los días, que con el sojuzgamiento de la clase obrera,
protagonista de febrero y marzo, fueron vencidos, al propio tiempo, sus
adversarios: en Francia, los republicanos burgueses, y en todo el continente
europeo, las clases burguesas y campesinas en lucha contra el absolutismo
feudal; que el triunfo de la «república
honesta» en Francia fue, al mismo tiempo, la derrota de las naciones que
habían respondido a la revolución de febrero con heroicas guerras de
independencia; y, finalmente, que con la derrota de los obreros
revolucionarios, Europa ha vuelto a caer bajo su antigua doble esclavitud: la
esclavitud anglo-rusa. La batalla de junio en París, la caída de
Viena, la tragicomedia del noviembre berlinés de 1848, los esfuerzos
desesperados de Polonia, Italia y Hungría, el sometimiento de Irlanda por el
hambre: tales fueron los acontecimientos principales en que se resumió la lucha
europea de clases entre la burguesía y la clase obrera, y a través de los
cuales hemos demostrado que todo levantamiento revolucionario, por muy alejada
que parezca estar su meta de la lucha de clases, tiene necesariamente que
fracasar mientras no triunfe la clase obrera revolucionaria, que toda reforma
social no será más que una utopía mientras la revolución proletaria y la
contrarrevolución feudal no midan sus armas en una guerra mundial.
En nuestra descripción lo mismo que en la realidad, Bélgica y Suiza eran
estampas de género, caricaturescas y tragicómicas en el gran cuadro histórico:
una, el Estado modelo de la monarquía
burguesa; la otra, el Estado modelo de
la república burguesa, y ambas, Estados que se hacen la ilusión de estar
tan libres de la, lucha de clases como de la revolución europea.
Ahora que
nuestros lectores han visto ya desarrollarse la lucha de clases, durante el año
1848, en formas políticas gigantescas, ha llegado el momento de analizar más de
cerca las relaciones económicas en que descansan por igual la existencia de la
burguesía y su dominación de clase, así como la esclavitud de los obreros.
Expondremos
en tres grandes apartados:
1) La
relación entre el trabajo asalariado y el capital, la esclavitud
del obrero, la dominación del capitalista.
2) La
inevitable ruina, bajo el sistema actual, de las clases medias burguesas y del
llamado estamento campesino.
3) El
sojuzgamiento y la explotación comercial de las clases burguesas de las
distintas naciones europeas por Inglaterra, el déspota del mercado mundial.
Nos
esforzaremos por conseguir que nuestra exposición sea lo más sencilla y popular
posible, sin dar por supuestas ni las nociones más elementales de la Economía
Política. Queremos que los obreros nos entiendan. Además, en Alemania reinan
una ignorancia y una confusión de conceptos verdaderamente asombrosas acerca de
las relaciones económicas más simples, que van desde los defensores patentados
del orden de cosas existente hasta los taumaturgos socialistas y
los genios políticos incomprendidos, que en la desmembrada Alemania
abundan todavía más que los «padres de la
Patria».
Pasemos,
pues, al primer problema:
¿Qué es
el salario? ¿Cómo se determina?
Si
preguntamos a los obreros qué salario perciben, uno nos contestará: «Mi burgués
me paga un marco por la jornada de trabajo»; el otro: «Yo recibo dos marcos»,
etc. Según las distintas ramas del trabajo a que pertenezcan, nos indicarán las
distintas cantidades de dinero que los burgueses respectivos les pagan por la
ejecución de una tarea determinada, v.gr., por tejer una vara de lienzo o por
componer un pliego de imprenta. Pero, pese a la diferencia de datos, todos
coinciden en un punto: el salario es la cantidad
de dinero que el capitalista paga por un determinado tiempo de trabajo o por la
ejecución de una tarea determinada.
Por tanto,
diríase que el capitalista les compra con dinero el trabajo de
los obreros. Estos le venden por dinero su trabajo. Pero esto
no es más que la apariencia. Lo que en
realidad venden los obreros al capitalista por dinero es su fuerza de trabajo. El
capitalista compra esta fuerza de trabajo por un día, una semana, un mes, etc.
Y, una vez comprada, la consume, haciendo que los obreros trabajen durante el
tiempo estipulado. Con el mismo dinero con que les compra su fuerza de trabajo,
por ejemplo, con los dos marcos, el capitalista podría comprar dos libras de
azúcar o una determinada cantidad de otra mercancía cualquiera. Los dos marcos
con los que compra dos libras de azúcar son el precio de las
dos libras de azúcar. Los dos marcos con los que compra doce horas de uso de la
fuerza de trabajo son el precio de un trabajo de doce horas. La fuerza de trabajo es, pues, una
mercancía, ni más ni menos que el azúcar. Aquélla se mide con el reloj, ésta,
con la balanza.
Los obreros
cambian su mercancía, la fuerza de trabajo, por la mercancía del capitalista,
por el dinero y este cambio se realiza guardándose una determinada proporción:
tanto dinero por tantas horas de uso de la fuerza de trabajo. Por tejer durante
doce horas, dos marcos. Y estos dos marcos, ¿no representan todas las demás
mercancías que pueden adquirirse por la misma cantidad de dinero? En realidad,
el obrero ha cambiado su mercancía, la fuerza de trabajo, por otras mercancías
de todo género, y siempre en una determinada proporción. Al entregar dos
marcos, el capitalista le entrega, a cambio de su jornada de trabajo, la
cantidad correspondiente de carne, de ropa, de leña, de luz, etc. Por tanto,
los dos marcos expresan la proporción en que la fuerza de trabajo se cambia por
otras mercancías, o sea el valor de cambio de la fuerza de
trabajo. Ahora bien, el valor de cambio de una mercancía, expresado
en dinero, es precisamente su precio. Por consiguiente,
el salario no es más que un nombre especial con que se designa
el precio de la fuerza de trabajo, o lo que suele llamarse precio
del trabajo, el nombre especial de esa peculiar mercancía que sólo toma
cuerpo en la carne y la sangre del hombre.
Tomemos un
obrero cualquiera, un tejedor, por ejemplo. El capitalista le suministra el
telar y el hilo. El tejedor se pone a trabajar y el hilo se convierte en
lienzo. El capitalista se adueña del lienzo y lo vende en veinte marcos, por
ejemplo. ¿Acaso el salario del tejedor representa una parte del
lienzo, de los veinte marcos, del producto de su trabajo? Nada de eso. El
tejedor recibe su salario mucho antes de venderse el lienzo, tal vez mucho
antes de que haya acabado el tejido. Por tanto, el capitalista no paga este
salario con el dinero que ha de obtener del lienzo, sino de un fondo de dinero
que tiene en reserva. Las mercancías entregadas al tejedor a cambio de la suya,
de la fuerza de trabajo, no son productos de su trabajo, del mismo modo que no
lo son el telar y el hilo que el burgués le ha suministrado. Podría ocurrir que
el burgués no encontrase ningún comprador para su lienzo. Podría ocurrir
también que no se reembolsase con el producto de su venta ni el salario pagado.
Y puede ocurrir también que lo venda muy ventajosamente, en comparación con el
salario del tejedor. Al tejedor todo esto le tiene sin cuidado. El capitalista,
con una parte de la fortuna de que dispone, de su capital, compra la fuerza de
trabajo del tejedor, exactamente lo mismo que con otra parte de la fortuna ha
comprado las materias primas —el hilo— y el instrumento de trabajo —el telar—.
Una vez hechas estas compras, entre las que figura la de la fuerza de trabajo
necesaria para elaborar el lienzo, el capitalista produce ya con
materias primas e instrumentos de trabajo de su exclusiva pertenencia.
Entre los instrumentos de trabajo va incluido también, naturalmente, nuestro
buen tejedor, que participa en el producto o en el precio del producto en la
misma medida que el telar; es decir, absolutamente en nada.
Por
tanto, el salario no es la parte del obrero en la mercancía por él producida.
El salario es la parte de la mercancía ya existente, con la que el capitalista
compra una determinada cantidad de fuerza de trabajo productiva.
La fuerza de
trabajo es, pues, una mercancía que su propietario, el obrero asalariado, vende
al capital. ¿Para qué la vende? Para vivir.
Ahora bien,
la fuerza de trabajo en acción, el trabajo mismo, es la propia actividad vital
del obrero, la manifestación misma de su vida. Y esta actividad vital la
vende a otro para asegurarse los medios de vida necesarios. Es
decir, su actividad vital no es para él más que un medio para poder existir. Trabaja para vivir. El obrero ni
siquiera considera el trabajo parte de su vida; para él es más bien un
sacrificio de su vida. Es una mercancía que ha adjudicado a un tercero. Por eso
el producto de su actividad no es tampoco el fin de esta actividad. Lo que el
obrero produce para sí no es la seda que teje ni el oro que extrae de la mina,
ni el palacio que edifica. Lo que produce para sí mismo es el salario;
y la seda, el oro y el palacio se reducen para él a una determinada cantidad de
medios de vida, si acaso a una chaqueta de algodón, unas monedas de cobre y un
cuarto en un sótano. Y para el obrero que teje, hila, taladra, tornea,
construye, cava, machaca piedras, carga, etc., por espacio de doce horas al
día, ¿son estas doce horas de tejer, hilar, taladrar, tornear, construir, cavar
y machacar piedras la manifestación de su vida, su vida misma? Al contrario.
Para él, la vida comienza allí donde
terminan estas actividades, en la mesa de su casa, en el banco de la taberna,
en la cama. Las doce horas de trabajo no tienen para él sentido alguno en
cuanto a tejer, hilar, taladrar, etc., sino solamente como medio para ganar el
dinero que le permite sentarse a la mesa o en el banco de la taberna y meterse
en la cama. Si el gusano de seda hilase para ganarse el sustento como oruga,
sería un auténtico obrero asalariado. La fuerza de trabajo no ha sido siempre
una mercancía. El trabajo no ha sido siempre trabajo asalariado, es
decir, trabajo libre. El esclavo no vendía su
fuerza de trabajo al esclavista, del mismo modo que el buey no vende su trabajo
al labrador. El esclavo es vendido de una vez y para siempre, con su fuerza de
trabajo, a su dueño. Es una mercancía que puede pasar de manos de un dueño a
manos de otro. Él es una mercancía, pero su fuerza de trabajo no es una
mercancía suya. El siervo de la gleba sólo vende
una parte de su fuerza de trabajo. No es él quien obtiene un salario del
propietario del suelo; por el contrario, es éste, el propietario del suelo,
quien percibe de él un tributo.
El siervo de
la gleba es un atributo del suelo y rinde frutos al dueño de éste. En cambio,
el obrero libre se vende él mismo y además, se vende en
partes. Subasta 8, 10, 12, 15 horas de su vida, día tras día, entregándolas al
mejor postor, al propietario de las materias primas, instrumentos de trabajo y
medios de vida; es decir, al capitalista. El obrero no pertenece a ningún
propietario ni está adscrito al suelo, pero las 8, 10, 12, 15 horas de su vida
cotidiana pertenecen a quien se las compra. El obrero, en cuanto quiera, puede
dejar al capitalista a quien se ha alquilado, y el capitalista le despide
cuando se le antoja, cuando ya no le saca provecho alguno o no le saca el
provecho que había calculado. Pero el obrero, cuya única fuente de ingresos es
la venta de su fuerza de trabajo, no puede desprenderse de toda la clase
de los compradores, es decir, de la clase de los capitalistas,
sin renunciar a su existencia. No pertenece a tal o cual capitalista, sino a
la clase capitalista en conjunto, y es incumbencia suya encontrar
un patrono, es decir, encontrar dentro de esta clase capitalista un comprador.
Antes de
pasar a examinar más de cerca la relación entre el capital y el trabajo
asalariado, expondremos brevemente los factores más generales que intervienen
en la determinación del salario.
El salario es,
como hemos visto, el precio de una determinada mercancía, de
la fuerza de trabajo. Por tanto, el salario se halla determinado por las mismas
leyes que determinan el precio de cualquier otra mercancía.
Ahora bien,
nos preguntamos: ¿Cómo se determina el precio de una mercancía?
¿Qué es
lo que determina el precio de una mercancía?
Es la
competencia entre compradores y vendedores, la relación entre la demanda y la
oferta, entre la apetencia y la oferta. La competencia que determina el precio
de una mercancía tiene tres aspectos.
La misma
mercancía es ofrecida por diversos vendedores. Quien venda mercancías de igual
calidad a precio más barato, puede estar seguro de que eliminará del campo de
batalla a los demás vendedores y se asegurará mayor venta. Por tanto, los vendedores
se disputan mutuamente la venta, el mercado. Todos quieren vender, vender lo
más que puedan, y, si es posible, vender ellos solos, eliminando a los demás.
Por eso unos venden más barato que otros. Tenemos, pues, una competencia
entre vendedores, que abarata el precio de las mercancías puestas
a la venta.
Pero hay
también una competencia entre compradores, que a su vez, hace
subir el precio de las mercancías puestas a la venta.
Y,
finalmente, hay la competencia entre compradores y vendedores; unos
quieren comprar lo más barato posible, otros vender lo más caro que puedan. El
resultado de esta competencia entre compradores y vendedores dependerá de la
relación existente entre los dos aspectos de la competencia mencionada más
arriba; es decir, de que predomine la competencia entre las huestes de los
compradores o entre las huestes de los vendedores. La industria lanza al campo
de batalla a dos ejércitos contendientes, en las filas de cada uno de los
cuales se libra además una batalla intestina. El ejército cuyas tropas se pegan
menos entre sí es el que triunfa sobre el otro.
Supongamos
que en el mercado hay 100 balas de algodón y que existen compradores para 1.000
balas. En este caso, la demanda es, como vemos, diez veces mayor que la oferta.
La competencia entre los compradores será, por tanto, muy grande; todos querrán
conseguir una bala, y si es posible las cien. Este ejemplo no es ninguna
suposición arbitraria. En la historia del comercio hemos asistido a períodos de
mala cosecha algodonera, en que unos cuantos capitalistas coligados pugnaban
por comprar, no ya cien balas, sino todas las reservas de algodón de la tierra.
En el caso que citamos, cada comprador procurará, por tanto, desalojar al otro,
ofreciendo un precio relativamente mayor por cada bala de algodón. Los
vendedores, que ven a las fuerzas del ejército enemigo empeñadas en una rabiosa
lucha intestina y que tienen segura la venta de todas sus cien balas, se
guardarán muy mucho de irse a las manos para hacer bajar los precios del algodón,
en un momento en que sus enemigos se desviven por hacerlos subir. Se hace,
pues, a escape, la paz entre las huestes de los vendedores. Estos se enfrentan
como un solo hombre con los compradores, se cruzan
olímpicamente de brazos. Y sus exigencias no tendrían límite si no lo tuvieran,
y muy concreto, hasta las ofertas de los compradores más insistentes.
Por tanto,
cuando la oferta de una mercancía es inferior a su demanda, la competencia
entre los vendedores queda anulada o muy debilitada. Y en la medida en que se
atenúa esta competencia, crece la competencia entablada entre los compradores.
Resultado: alza más o menos considerable de los precios de las mercancías.
Con mayor
frecuencia se da, como es sabido, el caso inverso, y con inversos resultados: exceso
considerable de la oferta sobre la demanda; competencia desesperada entre los
vendedores; falta de compradores; lanzamiento de las mercancías al malbarato.
Pero, ¿qué
significa eso del alza y la baja de los precios? ¿Qué quiere decir precios
altos y precios bajos? Un grano de arena es alto si se le mira al microscopio,
y, comparada con una montaña, una torre resulta baja. Si el precio está
determinado por la relación entre la oferta y la demanda, ¿qué es lo que
determina esta relación entre la oferta y la demanda?
Preguntemos
al primer burgués que nos salga al paso. No separará a meditar ni un instante,
sino que, cual nuevo Alejandro Magno, cortará este nudo metafísico [1] con
la tabla de multiplicar. Nos dirá: si el fabricar la mercancía que vendo me ha
costado cien marcos y la vendo por 110 —pasado un año, se entiende—, esta
ganancia es una ganancia moderada, honesta y decente. Si obtengo, a cambio de
esta mercancía, 120, 130 marcos, será ya una ganancia alta; y si consigo hasta
200 marcos, la ganancia será extraordinaria, enorme. ¿Qué es lo que le sirve a
nuestro burgués de criterio para medir la ganancia? El coste de
producción de su mercancía. Si a cambio de esta mercancía obtiene una
cantidad de otras mercancías cuya producción ha costado menos, pierde. Si a
cambio de su mercancía obtiene una cantidad de otras mercancías cuya producción
ha costado más, gana. Y calcula la baja o el alza de su ganancia por los grados
que el valor de cambio de su mercancía acusa por debajo o por encima de cero,
por debajo o por encima del coste de producción.
Hemos visto
que la relación variable entre la oferta y la demanda lleva aparejada tan
pronto el alza como la baja de los precios determina tan pronto precios altos
como precios bajos. Si el precio de una mercancía sube considerablemente,
porque la oferta baje o porque crezca desproporcionadamente la demanda, con
ello necesariamente bajará en proporción el precio de cualquier otra mercancía,
pues el precio de una mercancía no hace más que expresar en dinero la
proporción en que otras mercancías se entregan a cambio de ella. Si, por
ejemplo, el precio de una vara de seda sube de cinco marcos a seis, bajará el
precio de la plata en relación con la seda, y asimismo disminuirá, en
proporción con ella, el precio de todas las demás mercancías que sigan costando
igual que antes. Para obtener la misma cantidad de seda ahora habrá que dar a
cambio una cantidad mayor de aquellas otras mercancías. ¿Qué ocurrirá al subir
el precio de una mercancía? Una masa de capitales afluirá a la rama industrial
floreciente, y esta afluencia de capitales al campo de la industria favorecida
durará hasta que arroje las ganancias normales; o más exactamente, hasta que el
precio de sus productos descienda, empujado por la superproducción, por debajo
del coste de producción.
Y viceversa.
Si el precio de una mercancía desciende por debajo de su coste de producción,
los capitales se retraerán de la producción de esta mercancía. Exceptuando el
caso en que una rama industrial no corresponda ya a la época, y, por tanto,
tenga que desaparecer, esta huida de los capitales irá reduciendo la producción
de aquella mercancía, es decir, su oferta, hasta que corresponda a la demanda,
y, por tanto, hasta que su precio vuelva a levantarse al nivel de su coste de
producción, o, mejor dicho, hasta que la oferta sea inferior a la demanda; es
decir, hasta que su precio rebase nuevamente su coste de producción, pues
el precio corriente de una mercancía es siempre inferior o superior a su coste
de producción.
Vemos que
los capitales huyen o afluyen constantemente del campo de una industria al de
otra. Los precios altos determinan una afluencia excesiva, y los precios bajos,
una huida exagerada.
Podríamos
demostrar también, desde otro punto de vista, cómo el coste de producción
determina, no sólo la oferta, sino también la demanda. Pero esto nos desviaría
demasiado de nuestro objetivo.
Acabamos de
ver cómo las oscilaciones de la oferta y la demanda vuelven a reducir siempre
el precio de una mercancía a su coste de producción. Es cierto que el
precio real de una mercancía es siempre superior o inferior al coste de
producción, pero el alza y la baja se compensan mutuamente, de tal modo
que, dentro de un determinado período de tiempo, englobando en el cálculo el
flujo y el reflujo de la industria, puede afirmarse que las mercancías se
cambian unas por otras con arreglo a su coste de producción, y su precio se
determina, consiguientemente, por aquél.
Esta
determinación del precio por el coste de producción no debe entenderse en el
sentido en que la entienden los economistas. Los economistas dicen que el precio
medio de las mercancías equivale al coste de producción; que esto es
la ley. Ellos consideran como obra del azar el movimiento anárquico
en que el alza se nivela con la baja y ésta con el alza. Con el mismo derecho
podría considerarse, como lo hacen en efecto otros economistas, que estas
oscilaciones son la ley, y la determinación del precio por el coste de
producción, fruto del azar. En realidad, si se las examina de cerca, se ve que
estas oscilaciones acarrean las más espantosas desolaciones y son como
terremotos que hacen estremecerse los fundamentos de la sociedad burguesa. Son
las únicas que en su curso determinan el precio por el coste de producción. El
movimiento conjunto de este desorden es su orden. En el transcurso de esta
anarquía industrial, en este movimiento cíclico, la concurrencia se encarga de
compensar, como si dijésemos, una extravagancia con otra.
Vemos, pues,
que el precio de una mercancía se determina por su coste de producción, de modo
que las épocas en que el precio de esta mercancía rebasa el coste de producción
se compensan con aquellas en que queda por debajo de este coste de producción,
y viceversa. Claro está que esta norma no rige para un producto industrial
concreto, sino solamente para la rama industrial entera. No rige tampoco, por
tanto, para un solo industrial, sino únicamente para la clase entera de los industriales.
La
determinación del precio por el coste de producción equivale a la determinación
del precio por el tiempo de trabajo necesario para la producción de una
mercancía, pues el coste de producción está formado:
1) por las
materias primas y el desgaste de los instrumentos, es decir, por productos
industriales cuya fabricación ha costado una determinada cantidad de jornadas
de trabajo y que representan, por tanto, una determinada cantidad de tiempo de
trabajo. y
2) por el
trabajo directo; cuya medida es también el tiempo.
Las mismas
leyes generales que regulan el precio de las mercancías en general regulan
también, naturalmente, el salario, el precio del trabajo.
La
remuneración del trabajo subirá o bajará según la relación entre la demanda y
la oferta, según el cariz que presente la competencia entre los compradores de
la fuerza de trabajo, los capitalistas, y los vendedores de la fuerza de
trabajo, los obreros. A las oscilaciones de los precios de las mercancías en
general les corresponden las oscilaciones del salario. Pero, dentro de
estas oscilaciones, el precio del trabajo se hallará determinado por el coste
de producción, por el tiempo de trabajo necesario para producir esta mercancía,
que es la fuerza de trabajo.
Ahora
bien, ¿cuál es el coste de producción de la fuerza de trabajo?
Es lo que
cuesta sostener al obrero como tal obrero y educarlo para este oficio.
Por tanto,
cuanto menos tiempo de aprendizaje exija un trabajo, menor será el coste de
producción del obrero, más bajo el precio de su trabajo, su salario. En las
ramas industriales que no exigen apenas tiempo de aprendizaje, bastando con la
mera existencia corpórea del obrero, el coste de producción de éste se reduce
casi exclusivamente a las mercancías necesarias para que aquél pueda vivir en
condiciones de trabajar. Por tanto, aquí el precio de su trabajo estará
determinado por el precio de los medios de vida indispensables.
Pero hay que
tener presente, además, otra circunstancia.
El
fabricante, al calcular su coste de producción, y con arreglo a él el precio de
los productos, incluye en el cálculo el desgaste de los instrumentos de
trabajo. Si una máquina le cuesta, por ejemplo, mil marcos y se desgasta
totalmente en diez años, agregará cien marcos cada año al precio de las
mercancías fabricadas, para, al cabo de los diez años, poder sustituir la
máquina ya agotada, por otra nueva. Del mismo modo hay que incluir en el coste
de producción de la fuerza de trabajo simple el coste de procreación que permite
a la clase obrera estar en condiciones de multiplicarse y de reponer los
obreros agotados por otros nuevos. El desgaste del obrero entra, por tanto, en
los cálculos, ni más ni menos que el desgaste de las máquinas.
Por tanto,
el coste de producción de la fuerza de trabajo simple se cifra siempre en
los gastos de existencia y reproducción del obrero. El precio de
este coste de existencia y reproducción es el que forma el salario. El salario
así determinado es lo que se llama el salario mínimo. Al igual que
la determinación del precio de las mercancías en general por el coste de
producción, este salario mínimo no rige para el individuo, sino
para la especie. Hay obreros, millones de obreros, que no ganan lo
necesario para poder vivir y procrear; pero el salario de la clase
obrera en conjunto se nivela, dentro de sus oscilaciones, sobre la
base de este mínimo.
Ahora,
después de haber puesto en claro las leyes generales que regulan el salario, al
igual que el precio de cualquier otra mercancía, ya podemos entrar de un modo
más concreto en nuestro tema.
El capital
está formado por materias primas, instrumentos de trabajo y medios de vida de
todo género que se emplean para producir nuevas materias primas, nuevos
instrumentos de trabajo y nuevos medios de vida. Todas estas partes integrantes
del capital son hijas del trabajo, productos del trabajo, trabajo
acumulado. El trabajo acumulado que sirve de medio de nueva producción es
el capital.
Así dicen
los economistas.
¿Qué es un
esclavo negro? Un hombre de la raza negra. Una explicación vale tanto como la
otra.
Un negro es
un negro. Sólo en determinadas condiciones se convierte en esclavo. Una máquina
de hilar algodón es una máquina para hilar algodón. Sólo en determinadas
condiciones se convierte en capital. Arrancada a estas condiciones,
no tiene nada de capital, del mismo modo que el oro no es de por sí
dinero, ni el azúcar el precio del azúcar.
En la
producción, los hombres no actúan solamente sobre la naturaleza, sino que
actúan también los unos sobre los otros. No pueden producir sin asociarse de un
cierto modo, para actuar en común y establecer un intercambio de actividades.
Para producir los hombres contraen determinados vínculos y relaciones, y a
través de estos vínculos y relaciones sociales, y sólo a través de ellos, es
cómo se relacionan con la naturaleza y cómo se efectúa la producción.
Estas
relaciones sociales que contraen los productores entre sí, las condiciones en
que intercambian sus actividades y toman parte en el proceso conjunto de la
producción variarán, naturalmente según el carácter de los medios de
producción. Con la invención de un nuevo instrumento de guerra, el arma de
fuego, hubo de cambiar forzosamente toda la organización interna de los
ejércitos., cambiaron las relaciones dentro de las cuales formaban los
individuos un ejército y podían actuar como tal, y cambió también la relación
entre los distintos ejércitos.
Las
relaciones sociales en las que los individuos producen, las relaciones
sociales de producción, cambian, por tanto, se transforman, al cambiar y
desarrollarse los medios materiales de producción, las fuerzas productivas. Las
relaciones de producción forman en conjunto lo que se llaman las relaciones
sociales, la sociedad, y concretamente, una sociedad con un determinado grado
de desarrollo histórico, una sociedad de carácter peculiar y distintivo. La
sociedad antigua, la sociedad feudal, la sociedad burguesa,
son otros tantos conjuntos de relaciones de producción, cada uno de los cuales
representa, a la vez, un grado especial de desarrollo en la historia de la
humanidad.
También
el capital es una relación social de producción. Es
una relación burguesa de producción, una relación de producción de la
sociedad burguesa. Los medios de vida, los instrumentos de trabajo, las materias
primas que componen el capital, ¿no han sido producidos y acumulados bajo
condiciones sociales dadas, en determinadas relaciones sociales? ¿No se emplean
para un nuevo proceso de producción bajo condiciones sociales dadas, en
determinadas relaciones sociales? ¿Y no es precisamente este carácter social
determinado el que convierte en capital los productos
destinados a la nueva producción?
El capital
no se compone solamente de medios de vida, instrumentos de trabajo y materias
primas, no se compone solamente de productos materiales; se compone igualmente
de valores de cambio. Todos los productos que lo integran son mercancías.
El capital no es, pues, solamente una suma de productos materiales; es una suma
de mercancías, de valores de cambio, de magnitudes sociales.
El capital
sigue siendo el mismo, aunque sustituyamos la lana por algodón, el trigo por
arroz, los ferrocarriles por vapores, a condición de que el algodón, el arroz y
los vapores —el cuerpo del capital— tengan el mismo valor de cambio, el mismo precio
que la lana, el trigo y los ferrocarriles en que antes se encarnaba. El cuerpo
del capital es susceptible de cambiar constantemente, sin que por eso sufra el
capital la menor alteración.
Pero, si
todo capital es una suma de mercancías, es decir, de valores de cambio, no toda
suma de mercancías, de valores de cambio, es capital.
Toda suma de
valores de cambio es un valor de cambio. Todo valor de cambio concreto es una
suma de valores de cambio. Por ejemplo, una casa que vale mil marcos es un
valor de cambio de mil marcos. Una hoja de papel que valga un pfennig, es una
suma de valores de cambio de fennig.
Los
productos susceptibles de ser cambiados por otros productos son mercancías.
La proporción concreta en que pueden cambiarse constituye su valor de cambio,
o, si se expresa en dinero, su precio. La cantidad de estos
productos no altera para nada su destino de mercancías, de ser un valor de
cambio o de tener un determinado precio. Sea grande o pequeño, un árbol es
siempre un árbol. Por el hecho de cambiar hierro por otros productos en medias
onzas o en quintales, ¿cambia su carácter de mercancía, de valor de cambio? Lo
único que hace el volumen es dar a una mercancía mayor o menor valor, un precio
más alto o más bajo.
Ahora bien,
¿cómo se convierte en capital una suma de mercancías, de valores de cambio?
Por el hecho
de que, en cuanto fuerza social independiente, es decir, en
cuanto fuerza en poder de una parte de la sociedad, se conserva y
aumenta por medio del intercambio con la fuerza de trabajo inmediata,
viva. La existencia de una clase que no posee nada más que su capacidad de
trabajo es una premisa necesaria para que exista el capital.
Sólo el
dominio del trabajo acumulado, pretérito, materializado sobre el trabajo
inmediato, vivo, convierte el trabajo acumulado en capital.
El capital
no consiste en que el trabajo acumulado sirva al trabajo vivo como medio para
nueva producción. Consiste en que el trabajo vivo sirva al trabajo acumulado
como medio para conservar y aumentar su valor de cambio.
¿Qué acontece
en el intercambio entre el capitalista y el obrero asalariado?
El obrero
obtiene a cambio de su fuerza de trabajo medios de vida, pero, a cambio de
estos medios de vida de su propiedad, el capitalista adquiere trabajo, la
actividad productiva del obrero, la fuerza creadora con la cual el obrero no
sólo repone lo que consume, sino que da al trabajo acumulado un mayor
valor del que antes poseía. El obrero recibe del capitalista una parte de
los medios de vida existentes. ¿Para qué le sirven estos medios de vida? Para
su consumo inmediato. Pero, al consumir los medios de vida de que dispongo, los
pierdo irreparablemente, a no ser que emplee el tiempo durante el cual me
mantienen estos medios de vida en producir otros, en crear con mi trabajo,
mientras los consumo, en vez de los valores destruidos al consumirlos, otros
nuevos. Pero esta noble fuerza reproductiva del trabajo es precisamente la que
el obrero cede al capital, a cambio de los medios de vida que éste le entrega.
Al cederla, se queda, pues, sin ella.
Pongamos un
ejemplo. Un granjero abona a su jornalero cinco silbergroschen por día. Por los
cinco silbergroschen el jornalero trabaja la tierra del granjero durante un día
entero, asegurándole con su trabajo un ingreso de diez silbergroschen. El granjero
no sólo recobra los valores que cede al jornalero, sino que los duplica. Por
tanto, invierte, consume de un modo fecundo, productivo, los cinco
silbergroschen que paga al jornalero. Por estos cinco silbergroschen compra
precisamente el trabajo y la fuerza del jornalero, que crean productos del
campo por el doble de valor y convierten los cinco silbergroschen en diez. En
cambio, el jornalero obtiene en vez de su fuerza productiva, cuyos frutos ha
cedido al granjero, cinco silbergroschen, que cambia por medios de vida, los
cuales se han consumido de dos modos: reproductivamente para
el capital, puesto que éste los cambia por una fuerza de trabajo [*] que produce diez silbergroschen; improductivamente para
el obrero, pues los cambia por medios de vida que desaparecen para siempre y
cuyo valor sólo puede recobrar repitiendo el cambio anterior con el
granjero. Por consiguiente, el capital presupone el trabajo asalariado,
y éste, el capital. Ambos se condicionan y se engendran
recíprocamente.
Un obrero de
una fábrica algodonera ¿produce solamente tejidos de algodón? No, produce
capital. Produce valores que sirven de nuevo para mandar sobre su trabajo y
crear, por medio de éste, nuevos valores.
El capital
sólo puede aumentar cambiándose por fuerza de trabajo, engendrando el trabajo
asalariado. Y la fuerza de trabajo del obrero asalariado sólo puede cambiarse
por capital acrecentándolo, fortaleciendo la potencia de que es esclava. El
aumento del capital es, por tanto, aumento del proletariado, es decir, de la
clase obrera.
El interés
del capitalista y del obrero es, por consiguiente, el mismo,
afirman los burgueses y sus economistas. En efecto, el obrero perece si el
capital no le da empleo. El capital perece si no explota la fuerza de trabajo,
y, para explotarla, tiene que comprarla. Cuanto más velozmente crece el capital
destinado a la producción, el capital productivo, y, por consiguiente, cuanto
más próspera es la industria, cuanto más se enriquece la burguesía, cuanto
mejor marchan los negocios, más obreros necesita el capitalista y más caro se
vende el obrero.
Por
consiguiente, la condición imprescindible para que la situación del obrero sea
tolerable es que crezca con la mayor rapidez posible el capital
productivo.
Pero, ¿qué
significa el crecimiento del capital productivo? Significa el crecimiento del
poder del trabajo acumulado sobre el trabajo vivo. El aumento de la dominación
de la burguesía sobre la clase obrera. Cuando el trabajo asalariado produce la
riqueza extraña que le domina, la potencia enemiga suya, el capital, refluyen a
él, emanados de éste, medios de trabajo, es decir, medios de vida, a condición
de que se convierta de nuevo en parte integrante del capital, en palanca que le
haga crecer de nuevo con ritmo acelerado.
Decir que
los intereses del capital y los intereses de los obreros son los mismos,
equivale simplemente a decir que el capital y el trabajo asalariado son dos
aspectos de una misma relación. El uno se halla condicionado por el otro, como el
usurero por el derrochador, y viceversa.
Mientras el
obrero asalariado es obrero asalariado, su suerte depende del capital. He ahí la tan cacareada comunidad de
intereses entre el obrero y el capitalista.
Al crecer el
capital, crece la masa del trabajo asalariado, crece el número de obreros
asalariados; en una palabra, la dominación del capital se extiende a una masa
mayor de individuos. Y, suponiendo el caso más favorable: al crecer el capital
productivo, crece la demanda de trabajo y crece también, por tanto, el precio
del trabajo, el salario.
Sea grande o
pequeña una casa, mientras las que la rodean son también pequeñas cumple todas
las exigencias sociales de una vivienda, pero, si junto a una casa pequeña
surge un palacio, la que hasta entonces era casa se encoge hasta quedar
convertida en una choza. La casa pequeña indica ahora que su morador no tiene
exigencias, o las tiene muy reducidas; y, por mucho que, en el transcurso de la
civilización, su casa gane en altura, si el palacio vecino sigue creciendo en
la misma o incluso en mayor proporción, el habitante de la casa relativamente
pequeña se irá sintiendo cada vez más desazonado, más descontento, más agobiado
entre sus cuatro paredes.
Un aumento
sensible del salario presupone un crecimiento veloz del capital productivo. A
su vez, este veloz crecimiento del capital productivo provoca un desarrollo no
menos veloz de riquezas, de lujo, de necesidades y goces sociales. Por tanto,
aunque los goces del obrero hayan aumentado, la satisfacción social que
producen es ahora menor, comparada con los goces mayores del capitalista,
inasequibles para el obrero, y con el nivel de desarrollo de la sociedad en
general. Nuestras necesidades y nuestros goces tienen su fuente en la sociedad
y los medimos, consiguientemente, por ella, y no por los objetos con que los
satisfacemos. Y como tienen carácter social, son siempre relativos.
El salario
no se determina solamente, en general, por la cantidad de mercancías que pueden
obtenerse a cambio de él. Encierra diferentes relaciones.
Lo que el
obrero percibe, en primer término, por su fuerza de trabajo, es una determinada
cantidad de dinero. ¿Acaso el salario se halla determinado exclusivamente por
este precio en dinero?
En el siglo
XVI, a consecuencia del descubrimiento en América de minas más ricas y más
fáciles de explotar, aumentó el volumen de oro y plata que circulaba en Europa.
El valor del oro y la plata bajó, por tanto, en relación con las demás
mercancías. Los obreros seguían cobrando por su fuerza de trabajo la misma
cantidad de plata acuñada. El precio en dinero de su trabajo seguía siendo el
mismo, y, sin embargo, su salario había disminuido, pues a cambio de esta
cantidad de plata, obtenían ahora una cantidad menor de otras mercancías. Fue
ésta una de las circunstancias que fomentaron el incremento del capital y, el
auge de la burguesía en el siglo XVI.
Tomemos otro
caso. En el invierno de 1847, a consecuencia de una mala cosecha, subieron
considerablemente los precios de los artículos de primera necesidad: el trigo,
la carne, la mantequilla, el queso, etc. Suponiendo que los obreros hubiesen
seguido cobrando por su fuerza de trabajo la misma cantidad de dinero que
antes, ¿no habrían disminuido sus salarios? Indudablemente. A cambio de la
misma cantidad de dinero obtenían menos pan, menos carne, etc. Sus salarios
bajaron, no porque hubiese disminuido el valor de la plata, sino porque aumentó
el valor de los víveres.
Finalmente,
supongamos que la expresión monetaria del precio del trabajo siga siendo el
mismo, mientras que todas las mercancías agrícolas y manufacturadas bajan de
precio, merced a la aplicación de nueva maquinaria, a la estación más
favorable, etc. Ahora, por el mismo dinero los obreros podrán comprar más
mercancías de todas clases. Su salario, por tanto, habrá aumentado,
precisamente por no haberse alterado su valor en dinero.
Como vemos,
la expresión monetaria del precio del trabajo, el salario nominal, no coincide
con el salario real, es decir, con la cantidad de mercancías que se obtienen
realmente a cambio del salario. Por consiguiente, cuando hablamos del alza o de
la baja del salario, no debemos fijarnos solamente en la expresión monetaria
del precio del trabajo, en el salario nominal.
Pero, ni el
salario nominal, es decir, la suma de dinero por la que el obrero se vende al
capitalista, ni el salario real, o sea, la cantidad de mercancías que puede
comprar con este dinero, agotan las relaciones que encierra el salario.
El salario
se halla determinado, además y sobre todo, por su relación con la ganancia, con
el beneficio obtenido por el capitalista: es un salario relativo, proporcional.
El salario
real expresa el precio del trabajo en relación con el precio de las demás
mercancías; el salario relativo acusa, por el contrario, la parte del nuevo
valor creado por el trabajo, que percibe el trabajo directo, en proporción a la
parte del valor que se incorpora al trabajo acumulado, es decir, al capital.
Decíamos más
arriba, en la pág. 14: «El salario no es la parte del obrero en la mercancía
por él producida. El salario es la parte de la mercancía ya existente, con la
que el capitalista compra una determinada cantidad de fuerza de trabajo
productiva. Pero el capitalista tiene que reponer nuevamente este salario,
incluyéndolo en el precio por el que vende el producto creado por el obrero; y
tiene que reponerlo de tal modo, que, después de cubrir el coste de producción
desembolsado, le quede además, por regla general, un remanente, una ganancia.
El precio de venta de la mercancía producida por el obrero se divide para el
capitalista en tres partes: la primera,
para reponer el precio desembolsado en comprar materias primas, así como para
reponer el desgaste de las herramientas, máquinas y otros instrumentos de
trabajo adelantados por él; la segunda,
para reponer los salarios por él adelantados, y la tercera, el remanente que queda después de saldar
las dos partes anteriores, la ganancia del capitalista. Mientras que la primera
parte se limita a reponer valores que ya existían, es evidente que
tanto la suma destinada a reembolsar los salarios abonados como el remanente
que forma la ganancia del capitalista salen en su totalidad del nuevo
valor creado por el trabajo del obrero y añadido a las materias
primas. En este sentido, podemos considerar tanto el salario como
la ganancia, para compararlos entre sí, como partes del producto del obrero.
Puede
ocurrir que el salario real continúe siendo el mismo e incluso que aumente, y,
no obstante, disminuya el salario relativo. Supongamos, por ejemplo, que el
precio de todos los medios de vida baja en dos terceras partes, mientras que el
salario diario sólo disminuye en un tercio, de tres marcos a dos, v. gr. Aunque
el obrero, con estos dos marcos, podrá comprar una cantidad mayor de mercancías
que antes con tres, su salario habrá disminuido, en relación con la ganancia
obtenida por el capitalista. La ganancia del capitalista (por ejemplo, del
fabricante) ha aumentado en un marco; es decir, que ahora el obrero, por una
cantidad menor de valores de cambio, que el capitalista le entrega, tiene que
producir una cantidad mayor de estos mismos valores. La parte obtenida por el
capital aumenta en comparación con la del trabajo. La distribución de la
riqueza social entre el capital y el trabajo es ahora todavía más desigual que
antes. El capitalista manda con el mismo capital sobre una cantidad mayor de
trabajo. El poder de la clase de los capitalistas sobre la clase obrera ha
crecido, la situación social del obrero ha empeorado, ha descendido un grado
más en comparación con la del capitalista.
¿Cuál es
la ley general que rige el alza y la baja del salario y la ganancia, en sus
relaciones mutuas?
Se hallan
en razón inversa. La
parte de que se apropia el capital, la ganancia, aumenta en la misma proporción
en que disminuye la parte que le toca al trabajo, el salario, y viceversa. La
ganancia aumenta en la medida en que disminuye el salario y disminuye en la
medida en que éste aumenta.
Se objetará
acaso que el capital puede obtener ganancia cambiando ventajosamente sus
productos con otros capitalistas, cuando aumenta la demanda de su mercancía,
sea mediante la apertura de nuevos mercados, sea al aumentar momentáneamente
las necesidades en los mercados antiguos. etc.; que, por tanto, las ganancias de un capitalista pueden
aumentar a costa de otros capitalistas, independientemente del alza o baja del
salario, del valor de cambio de la fuerza de trabajo; que las ganancias del
capitalista pueden aumentar también mediante el perfeccionamiento de los
instrumentos de trabajo, la nueva aplicación de las fuerzas naturales, etc.
En primer
lugar, se reconocerá que el resultado sigue siendo el mismo, aunque se alcance
por un camino inverso. Es cierto que la ganancia no habrá aumentado porque haya
disminuido el salario, pero el salario habrá disminuido por haber aumentado la
ganancia. Con la misma cantidad de trabajo ajeno, el capitalista compra ahora
una suma mayor de valores de cambio, sin que por ello pague el trabajo más
caro; es decir, que el trabajo resulta peor remunerado, en relación con los
ingresos netos que arroja para el capitalista.
Además,
recordamos que, pese a las oscilaciones de los precios de las mercancías, el
precio medio de cada mercancía, la proporción en que se cambia por otras mercancías,
se determina por su coste de producción. Por tanto, los lucros
conseguidos por unos capitalistas a costa de otros dentro de la clase
capitalista se nivelan necesariamente entre sí. El perfeccionamiento de la
maquinaria, la nueva aplicación de las fuerzas naturales al servicio de la
producción, permiten crear en un tiempo de trabajo dado y con la misma cantidad
de trabajo y capital una masa mayor de productos, pero no, ni mucho menos, una
masa mayor de valores de cambio. Si la aplicación de la máquina de hilar me
permite fabricar en una hora el doble de hilado que antes de su invención, por
ejemplo, cien libras en vez de cincuenta, a cambio de estas cien libras de
hilado no obtendré a la larga más mercancías que antes a cambio de las
cincuenta, porque el coste de producción se ha reducido a la mitad o porque,
ahora, con el mismo coste puedo fabricar el doble del producto.
Finalmente,
cualquiera que sea la proporción en que la clase capitalista, la burguesía,
bien la de un solo país o la del mercado mundial entero, se reparta los
ingresos netos de la producción, la suma global de estos ingresos netos no será
nunca otra cosa que la suma en que el trabajo vivo incrementa en bloque el
trabajo acumulado. Por tanto, esta suma global crece en la proporción en que el
trabajo incrementa el capital; es decir, en la proporción en que crece la
ganancia, en comparación con el salario.
Vemos, pues,
que, aunque nos circunscribimos a las relaciones entre el capital y el
trabajo asalariado, los intereses del trabajo asalariado y los del capital son
diametralmente opuestos.
Un aumento
rápido del capital equivale a un rápido aumento de la ganancia. La ganancia
sólo puede crecer rápidamente si el precio del trabajo, el salario relativo,
disminuye con la misma rapidez. El salario relativo puede disminuir aunque
aumente el salario real simultáneamente con el salario nominal, con la
expresión monetaria del valor del trabajo, siempre que éstos no suban en la
misma proporción que la ganancia. Si, por ejemplo, en una época de buenos
negocios, el salario aumenta en un cinco por ciento y la ganancia en un treinta
por ciento, el salario relativo, proporcional, no habrá aumentado,
sino disminuido.
Por tanto,
si, con el rápido incremento del capital, aumentan los ingresos del obrero, al mismo
tiempo se ahonda el abismo social que separa al obrero del capitalista, y
crece, a la par, el poder del capital sobre el trabajo, la dependencia de éste
con respecto al capital.
Decir que el obrero está interesado
en el rápido incremento del capital, sólo significa que cuanto más aprisa
incrementa el obrero la riqueza ajena, más sabrosas migajas le caen para él,
más obreros pueden encontrar empleo y ser echados al mundo, más puede crecer la
masa de los esclavos sujetos al capital.
Hemos visto,
pues:
Que, incluso
la situación más favorable para la clase obrera, el incremento
más rápido posible del capital, por mucho que mejore la vida material del
obrero, no suprime el antagonismo entre sus intereses y los intereses del
burgués, los intereses del capitalista. Ganancia y salario seguirán
hallándose, exactamente lo mismo que antes, en razón inversa.
Que si el
capital crece rápidamente, pueden aumentar también los salarios, pero que
aumentarán con rapidez incomparablemente mayor las ganancias del capitalista.
La situación material del obrero habrá mejorado, pero a costa de su situación
social. El abismo social que le separa del capitalista se habrá ahondado.
Y,
finalmente:
Que el decir
que la condición más favorable para el trabajo asalariado es el incremento más
rápido posible del capital productivo, sólo significa que cuanto más
rápidamente la clase obrera aumenta y acrecienta el poder enemigo, la riqueza
ajena que la domina, tanto mejores serán las condiciones en que podrá seguir
laborando por el incremento de la riqueza burguesa, por el acrecentamiento del
poder del capital, contenta con forjar ella misma las cadenas de oro con las
que le arrastra a remolque la burguesía.
El
incremento del capital productivo y el aumento del salario, ¿son realmente dos cosas tan
inseparablemente enlazadas como afirman los economistas burgueses? No debemos
creerles simplemente de palabra. No debemos siquiera creerles que cuanto más
engorde el capital, mejor cebado estará el esclavo. La burguesía es demasiado
instruida, demasiado calculadora, para compartir los prejuicios del señor
feudal, que alardeaba con el brillo de sus servidores. Las condiciones de
existencia de la burguesía la obligan a ser calculadora.
Deberemos,
pues, investigar más de cerca lo siguiente: ¿Cómo influye el
crecimiento del capital productivo sobre el salario?
Si crece el
capital productivo de la sociedad burguesa en bloque, se produce una
acumulación más multilateral de trabajo. Crece el número y el
volumen de capitales. El aumento del número de capitales hace
aumentar la concurrencia entre los capitalistas. El mayor
volumen de los capitales permite lanzar al campo de batalla industrial
ejércitos obreros más potentes, con armas de guerra más gigantescas.
Sólo
vendiendo más barato pueden unos capitalistas desalojar a otros y conquistar
sus capitales. Para poder vender más barato sin arruinarse, tienen que producir
más barato; es decir, aumentar todo lo posible la fuerza productiva del
trabajo. Y lo que sobre todo aumenta esta fuerza productiva es una
mayor división del trabajo, la aplicación en mayor escala y el constante
perfeccionamiento de la maquinaria. Cuanto mayor es el ejército de
obreros entre los que se divide el trabajo, cuanto más gigantesca es la escala
en que se aplica la maquinaria, más disminuye relativamente el coste de
producción, más fecundo se hace el trabajo. De aquí que entre los capitalistas
se desarrolle una rivalidad en todos los aspectos para incrementar la división
del trabajo y la maquinaria y explotarlos en la mayor escala posible.
Si un
capitalista, mediante una mayor división del trabajo, empleando y
perfeccionando nuevas máquinas, explotando de un modo más provechoso y más
extenso las fuerzas naturales, encuentra los medios para fabricar, con la misma
cantidad de trabajo o de trabajo acumulado, una suma mayor de productos, de
mercancías, que sus competidores; si, por ejemplo, en el mismo tiempo de
trabajo en que sus competidores tejen media vara de lienzo, él produce una vara entera, ¿cómo procederá
este capitalista?
Podría
seguir vendiendo la media vara de lienzo al mismo precio a que venía
cotizándose anteriormente en el mercado, pero esto no sería el medio más
adecuado para desalojar a sus adversarios de la liza y extender sus propias
ventas. Sin embargo, en la misma medida en que se dilata su producción, se
dilata para él la necesidad de mercado. Los medios de producción, más potentes
y más costosos que ha puesto en pie, le permiten vender su
mercancía más barata, pero al mismo tiempo le obligan a vender más
mercancías, a conquistar para éstas un mercado incomparablemente mayor;
por tanto, nuestro capitalista venderá la media vara de lienzo más barata que
sus competidores.
Pero, el
capitalista no venderá una vara entera de lienzo por el mismo precio a que sus
competidores venden la media vara, aunque a él la producción de una vara no le
cueste más que a los otros la media. Si lo hiciese así, no obtendría ninguna
ganancia extraordinaria; sólo recobraría por el trueque el coste de producción.
Por tanto, aunque obtuviese ingresos mayores, éstos provendrían de haber puesto
en movimiento un capital mayor, pero no de haber logrado que su capital
aumentase más que los otros. Además, el fin que persigue, lo alcanza fijando el
precio de su mercancía tan sólo unos puntos más bajo que sus
competidores. Bajando el precio, los desaloja y les arrebata por lo
menos una parte del mercado. Y, finalmente, recordamos que el precio corriente
es siempre superior o inferior al coste de producción, según que la
venta de una mercancía coincida con la temporada favorable o desfavorable de
una rama industrial. Los puntos que el capitalista, que aplica nuevos y más
fecundos medios de producción, puede añadir a su coste real de producción, al
fijar el precio de su mercancía, dependerán de que el precio de una vara de
lienzo en el mercado sea superior o inferior a su anterior coste habitual de
producción.
Pero
el privilegio de nuestro capitalista no es de larga duración;
otros capitalistas, en competencia con él, pasan a emplear las mismas máquinas,
la misma división del trabajo y en una escala igual o mayor, hasta que esta
innovación acaba por generalizarse tanto, que el precio del lienzo queda por
debajo, no ya del antiguo, sino incluso de su nuevo coste de
producción.
Los
capitalistas vuelven a encontrarse, pues, unos frente a otros, en la misma
situación en que se encontraban antes de emplear los nuevos
medios de producción; y si, con estos medios, podían suministrar por el mismo
precio el doble de producto que antes, ahora se ven obligados
a entregar el doble de producto por menos del precio antiguo.
Y comienza la misma historia, sobre la base de este nuevo coste de producción.
Más división del trabajo, más maquinaria en una escala mayor. Y la competencia
vuelve a reaccionar, exactamente igual que antes, contra este resultado.
Vemos, pues,
cómo se subvierten, se revolucionan incesantemente el modo de producción y los
medios de producción, cómo la división del trabajo acarrea
necesariamente otra división mayor del trabajo, la aplicación de la maquinaria,
otra aplicación mayor de la maquinaria, la producción en gran escala, una
producción en otra escala mayor.
Tal es la
ley que saca constantemente de su viejo cauce a la producción burguesa y obliga
al capital a tener constantemente en tensión las fuerzas productivas del
trabajo, por haberlas puesto antes en tensión; la ley que no
le deja punto de sosiego y le susurra incesantemente al oído: ¡Adelante!
¡Adelante!
Esta ley no
es sino la que, dentro de las oscilaciones de los períodos comerciales, nivela necesariamente
el precio de una mercancía con su coste de producción.
Por potentes
que sean los medios de producción que un capitalista arroja a la liza, la
concurrencia se encargará de generalizar el empleo de estos medios de
producción, y, a partir del momento en que se hayan generalizado, el único
fruto de la mayor fecundidad de su capital es que ahora tendrá que dar por
el mismo precio diez, veinte, cien veces más producto que antes. Pero
como, para compensar con la cantidad mayor del producto vendido el precio más
bajo de venta, tendrá que vender acaso mil veces más, porque ahora necesita una
venta en masa, no sólo para ganar más, sino para reponer el coste de
producción, ya que los propios instrumentos de producción van siendo, como
hemos visto, cada vez más caros, y como esta venta en masa no es una cuestión
vital solamente para él, sino también para sus rivales, la vieja contienda se
desencadena con tanta mayor violencia cuanto más fecundos son los
medios de producción ya inventados. Por tanto, la división del
trabajo y la aplicación de maquinaria seguirán desarrollándose de nuevo, en una
escala incomparablemente mayor.
Cualquiera
que sea la potencia de los medios de producción empleados, la competencia
procura arrebatar al capital los frutos de oro de esta potencia, reduciendo el
precio de las mercancías al coste de producción, y, por tanto, convirtiendo en
una ley imperativa el que en la medida en que pueda producirse más barato, es
decir, en que pueda producirse más con la misma cantidad de trabajo, haya que
abaratar la producción, que suministrar cantidades cada vez mayores de
productos por el mismo precio. Por donde el capitalista, como fruto de sus
propios desvelos, sólo saldría ganando la obligación de rendir más en el mismo
tiempo de trabajo; en una palabra, condiciones más difíciles para el
aumento del valor de su capital. Por tanto, mientras que la concurrencia le
persigue constantemente con su ley del coste de producción, y todas las armas
que forja contra sus rivales se vuelven contra él mismo, el capitalista se
esfuerza por burlar constantemente la competencia empleando sin descanso, en
lugar de las antiguas, nuevas máquinas, que, aunque más costosas, producen más
barato e implantando nuevas divisiones del trabajo en sustitución de las antiguas,
sin esperar a que la competencia haga envejecer los nuevos medios.
Representémonos
esta agitación febril proyectada al mismo tiempo sobre todo el mercado
mundial, y nos formaremos una idea de cómo el incremento, la acumulación y
concentración del capital trae consigo una división del trabajo, una aplicación
de maquinaria nueva y un perfeccionamiento de la antigua en una carrera
atropellada e ininterrumpida, en escala cada vez más gigantesca.
Ahora
bien, ¿cómo influyen estos factores, inseparables del incremento del
capital productivo, en la determinación del salario?
Una
mayor división del trabajo permite a un obrero
realizar el trabajo de cinco, diez o veinte; aumenta, por tanto, la competencia
entre los obreros en cinco, diez o veinte veces. Los obreros no sólo compiten
entre sí vendiéndose unos más barato que otros, sino que compiten también
cuando uno solo realiza el trabajo de cinco, diez o veinte; y
la división del trabajo, implantada y constantemente reforzada por
el capital, obliga a los obreros a hacerse esta clase de competencia.
Además, en
la medida en que aumenta la división del trabajo, éste se
simplifica. La pericia especial del obrero no sirve ya de nada. Se le
convierte en una fuerza productiva simple y monótona, que no necesita poner en
juego ningún recurso físico ni espiritual. Su trabajo es ya un trabajo
asequible a cualquiera. Esto hace que afluyan de todas partes competidores; y,
además, recordamos que cuanto más sencillo y más fácil de aprender es un
trabajo, cuanto menor coste de producción supone el asimilárselo, más disminuye
el salario, ya que éste se halla determinado, como el precio de toda mercancía,
por el coste de producción.
Por
tanto, a medida que el trabajo va haciéndose más desagradable, más repelente,
aumenta la competencia y disminuye el salario. El obrero se esfuerza por sacar a flote el volumen
de su salario trabajando más; ya sea trabajando más horas al día o produciendo
más en cada hora. Es decir, que, acuciado por la necesidad, acentúa todavía más
los fatales efectos de la división del trabajo. El resultado es que, cuanto más trabaja, menos jornal gana;
por la sencilla razón de que en la misma medida hace la competencia a sus
compañeros, y convierte a éstos, por consiguiente, en otros tantos competidores
suyos, que se ofrecen al patrono en condiciones tan malas como él; es decir,
porque, en última instancia, se hace la competencia a sí mismo, en
cuanto miembro de la clase obrera.
La
maquinaria produce
los mismos efectos en una escala mucho mayor, al sustituir los obreros diestros
por obreros inexpertos, los hombres por mujeres, los adultos por niños, y
porque, además, la maquinaria, dondequiera que se implante por primera vez,
lanza al arroyo a masas enteras de obreros manuales, y, donde se la
perfecciona, se la mejora o se la sustituye por máquinas más productivas, va
desalojando a; los obreros en pequeños pelotones. Más arriba, hemos descrito a
grandes rasgos la guerra industrial de unos capitalistas con otros. Esta
guerra presenta la particularidad de que en ella las batallas no se ganan tanto
enrolando a ejércitos obreros, como licenciándolos. Los generales,
los capitalistas rivalizan a ver quién licencia más soldados industriales.
Los
economistas nos dicen, ciertamente, que los obreros a quienes la maquinaria
hace innecesarios encuentran nuevas ramas en que trabajar.
No se
atreven a afirmar directamente que los mismos obreros desalojados encuentran
empleo en nuevas ramas de trabajo, pues los hechos hablan demasiado alto en
contra de esta mentira. Sólo afirman, en realidad, que se abren nuevas
posibilidades de trabajo para otros sectores de la clase obrera;
por ejemplo, para aquella parte de la generación obrera juvenil que estaba ya
preparada para ingresar en la rama industrial desaparecida. Es, naturalmente,
un gran consuelo para los obreros eliminados. A los señores capitalistas no les
faltarán carne y sangre fresca explotables y dejarán que los muertos entierren
a sus muertos. Pero esto servirá de consuelo más a los propios burgueses que a
los obreros. Si la maquinaria destruyese íntegra la clase de los obreros
asalariados, ¡que espantoso sería esto para el capital, que sin trabajo
asalariado dejaría de ser capital!
Pero,
supongamos que los obreros directamente desalojados del trabajo por la
maquinaria y toda la parte de la nueva generación que aguarda la posibilidad de
colocarse en la misma rama encuentren nuevo empleo. ¿Se cree que
por este nuevo trabajo se les habría de pagar tanto como por el que
perdieron? Esto estaría en contradicción con todas las leyes de la
economía. Ya hemos visto cómo la industria moderna lleva siempre consigo la
sustitución del trabajo complejo y superior por otro más simple y de orden
inferior.
¿Cómo, pues,
una masa de obreros expulsados por la maquinaria de una rama industrial va a
encontrar refugio en otra, a no ser con salarios más bajos, peores?
Se ha
querido aducir como una excepción a los obreros que trabajan directamente en la
fabricación de maquinaria. Visto que la industria exige y consume más
maquinaria, se nos dice, las máquinas tienen, necesariamente, que aumentar, y
con ellas su fabricación, y, por tanto, los obreros empleados en la fabricación
de la maquinaria; además, los obreros que trabajan en esta rama industrial son
obreros expertos, incluso instruidos.
Desde el año
1840, esta afirmación, que ya antes sólo era exacta a medias, ha perdido toda
apariencia de verdad, pues en la fabricación de maquinaria se emplean cada vez
en mayor escala máquinas, ni más ni menos que para la fabricación de hilo de
algodón, y los obreros que trabajan en las fábricas de maquinaria sólo pueden
desempeñar el papel de máquinas extremadamente imperfectas, al lado de las
complicadísimas que se utilizan.
Pero, ¡en
vez del hombre adulto desalojado por la máquina, la fábrica da empleo tal vez
a tres niños y a una mujer! ¿Y acaso el
salario del hombre no tenía que bastar para sostener a los tres niños y a la
mujer? ¿No tenía que bastar el salario mínimo para conservar y multiplicar el
género? ¿Qué prueba, entonces, este favorito tópico burgués? Prueba únicamente
que hoy, para pagar el sustento de una familia obrera, la
industria consume cuatro vidas obreras por una que consumía antes.
Resumiendo: cuanto
más crece el capital productivo, más se extiende la división del trabajo y la
aplicación de maquinaria. Y cuanto más se extiende la división del
trabajo y la aplicación de la maquinaria, más se acentúa la competencia entre
los obreros y más se reduce su salario.
Además, la
clase obrera se recluta también entre capas más altas de la sociedad.
Hacia ella va descendiendo una masa de pequeños industriales y pequeños
rentistas, para quienes lo más urgente es ofrecer sus brazos junto a los brazos
de los obreros. Y así, el bosque de brazos que se extienden y piden trabajo es
cada vez más espeso, al paso que los brazos mismos que lo forman son cada vez
más flacos.
De suyo se
entiende que el pequeño industrial no puede hacer frente a esta lucha, una de
cuyas primeras condiciones es producir en una escala cada vez mayor, es decir,
ser precisamente un gran y no un pequeño industrial.
Que el
interés del capital disminuye en la misma medida que aumentan la masa y el
número de capitales, en la que crece el capital, y que, por tanto, el pequeño
rentista no puede seguir viviendo de su renta y tiene que lanzarse a la
industria, ayudando de este modo a engrosar las filas de los pequeños
industriales. y, con ello las de los candidatos a proletarios, es cosa que
tampoco requiere más explicación.
Finalmente,
a medida que los capitalistas se ven forzados, por el proceso que exponíamos más
arriba, a explotar en una escala cada vez mayor los gigantescos medios de
producción ya existentes, viéndose obligados para ello a poner en juego todos
los resortes del crédito, aumenta la frecuencia de los terremotos industriales,
en los que el mundo comercial sólo logra mantenerse a flote sacrificando a los
dioses del averno una parte de la riqueza, de los productos y hasta de las
fuerzas productivas; aumentan, en una palabra, las crisis. Estas se hacen más frecuentes y más
violentas, ya por el solo hecho de que. a medida que crece la masa de
producción y, por tanto, la necesidad de mercados más extensos, el mercado
mundial va reduciéndose más y más, y quedan cada vez menos mercados nuevos que
explotar, pues cada crisis anterior somete al comercio mundial un mercado no
conquistado todavía o que el comercio sólo explotaba superficialmente. Pero el
capital no vive sólo del trabajo. Este amo, a la par
distinguido y bárbaro, arrastra consigo a la tumba los cadáveres de sus
esclavos, hecatombes enteras de obreros que sucumben en las crisis. Vemos,
pues, que, si el capital crece rápidamente, crece con rapidez
incomparablemente mayor todavía la competencia entre los obreros,
es decir, disminuyen tanto más, relativamente, los medios de empleo y los
medios de vida de la clase obrera; y, no obstante esto, el rápido incremento
del capital es la condición más favorable para el trabajo asalariado.
Escrito por
C. Marx; sobre la base de las conferencias
pronunciadas en la segunda quincena de diciembre de 1847.
pronunciadas en la segunda quincena de diciembre de 1847.
Se publica
de acuerdo con el texto del folleto.
Traducido
del alemán.
NOTAS
[1] Alusión a la leyenda del
complicado nudo con que Gordio, rey de Frigia, unió el yugo al timón de su carro;
según la predicción de un oráculo, quien lo desanudase sería el soberano de
Asia; Alejandro de Macedonia, después de varias tentativas infructuosas, lo
cortó con su espada.
[*] En este lugar el término
«fuerza de trabajo» no fue introducido por Engels, sino que figura ya en el
texto publicado por Marx en la «Neue Rheinische Zeitung» (N. de la Edit.)
F. Engels Introducción a la edición de 1891
El trabajo
que reproducimos a continuación se publicó[1], bajo la forma de una serie de artículos editoriales,
en la "Neue Rheinische Zeitung" [2], a partir del 4 de abril de 1849. Le
sirvieron de base las conferencias dadas por Marx, en 1847, en la Asociación
Obrera Alemana de Bruselas [3]. La publicación de estos artículos
quedó incompleta; el «se continuará» con que termina el artículo publicado en
el número 269, no se pudo cumplir, por haberse precipitado por aquellos días
los acontecimientos: la invasión de Hungría [4] por
los rusos, las insurrecciones de Dresde, Iserlohn, Elberfeld, el Palatinado y
Baden [5], y, como
consecuencia de esto, fue suspendido el propio periódico (19 de mayo de 1849).
Entre los papeles dejados por Marx no apareció el manuscrito de la
continuación [6].
De
"Trabajo asalariado y capital" han visto la luz varias ediciones en
tirada aparte bajo la forma de folleto; la última, en 1884 (Hottingen-Zurich
Tipografía Cooperativa suiza). Todas estas reimpresiones se ajustaban
exactamente al texto del original. Pero la presente edición va a difundirse
como folleto de propaganda, en una tirada no inferior a 10.000 ejemplares, y
esto me ha hecho pensar si el propio Marx habría aprobado, en estas
condiciones, la simple reimpresión del texto, sin introducir en él ninguna
modificación.
En la década
del cuarenta, Marx no había terminado aún su crítica de la Economía Política.
Fue hacia fines de la década del [146] cincuenta cuando dio término a esta
obra. Por eso, los trabajos publicados por él antes de la aparición del primer
fascículo de la "Contribución a la crítica de la Economía Política"
(1859), difieren en algunos puntos de los que vieron la luz después de esa
fecha; contienen expresiones y frases enteras que, desde el punto de vista de
las obras posteriores, parecen poco afortunadas y hasta inexactas. Ahora bien,
es indudable que en las ediciones corrientes, destinadas al público en general,
caben también estos puntos de vista anteriores, que forman parte de la
trayectoria espiritual del autor, y que tanto éste como el público tienen el
derecho indiscutible a que estas obras antiguas se reediten sin ninguna
alteración. Y a mí no se me hubiera ocurrido, ni en sueños, modificar ni una
tilde.
Karl Marx: Prefacio a la Contribución a la Crítica de la Economía
Política
Pero la cosa
cambia cuando se trata de una reedición destinada casi exclusivamente a la
propaganda entre los obreros. En este caso, es indiscutible que Marx habría
puesto la antigua redacción, que data ya de 1849, a tono con su nuevo punto de
vista. Y estoy absolutamente seguro de obrar tal como él lo habría hecho
introduciendo en esta edición las escasas modificaciones y
adiciones que son necesarias para conseguir ese resultado en todos los puntos
esenciales. De antemano advierto, pues, al lector que este folleto no es el que
Marx redactó en 1849, sino, sobre poco más o menos, el que habría escrito en
1891. Además, el texto original circula por ahí en tan numerosos ejemplares,
que por ahora basta con esto, hasta que yo pueda reproducirlo sin alteración en
una edición de las obras completas.
Mis
modificaciones giran todas en torno a un punto. Según el texto original, el
obrero vende al capitalista, a cambio del salario, su trabajo;
según el texto actual, vende su fuerza de trabajo. Y acerca de esta
modificación, tengo que dar las necesarias explicaciones. Tengo que darlas a
los obreros, para que vean que no se trata de ninguna sutileza de palabras, ni
mucho menos, sino de uno de los puntos más importantes de toda la Economía
Política. Y a los burgueses, para que se convenzan de cuán por encima están los
incultos obreros, a quienes se pueden explicar con facilidad las cuestiones
económicas más difíciles, de nuestros petulantes hombres «cultos», que jamás,
mientras vivan, llegarán a comprender estos intrincados problemas.
La Economía
Política clásica [7] tomó
de la práctica industrial la idea, en boga entre los fabricantes, de que éstos
compran y pagan el trabajo de sus obreros. Esta idea servía
perfectamente a los fabricantes para administrar sus negocios, para la
contabilidad y el cálculo de los precios. Pero, trasplantada simplistamente a
la Economía Política, causó aquí extravíos y embrollos verdaderamente notables.
La Economía
Política se encuentra con el hecho de que los precios de todas las mercancías,
incluyendo el de aquélla a que da el nombre de «trabajo», varían
constantemente; con que suben y bajan por efecto de circunstancias muy
diversas, que muchas veces no guardan relación alguna con la fabricación de la
mercancía misma, de tal modo que los precios parecen estar determinados
generalmente por el puro azar. Por eso, en cuanto la Economía Política se
erigió en ciencia [8],
uno de los primeros problemas que se le plantearon fue el de investigar la ley
que presidía este azar que parecía gobernar los precios de las mercancías, y
que en realidad lo gobierna a él. Dentro de las constantes fluctuaciones en los
precios de las mercancías, que tan pronto suben como bajan, la Economía se puso
a buscar el punto central fijo en torno al cual se movían estas fluctuaciones.
En una palabra, arrancó de los precios de las mercancías para
investigar como ley reguladora de éstos el valor de las
mercancías, valor que explicaría todas las fluctuaciones de los precios y al
cual, en último término, podrían reducirse todas ellas.
Así, la
Economía Política clásica encontró que el valor de una mercancía lo determinaba
el trabajo necesario para su producción encerrado en ella. Y se contentó con
esta explicación. También nosotros podemos detenernos, provisionalmente, aquí.
Recordaré tan sólo, para evitar equívocos, que hoy esta explicación es del todo
insuficiente. Marx investigó de un modo minucioso por vez primera la propiedad
que tiene el trabajo de crear valor, y descubrió que no todo trabajo aparentemente
y aun realmente necesario para la producción de una mercancía añade a ésta en
todo caso un volumen de valor equivalente a la cantidad de trabajo consumido.
Por tanto, cuando hoy decimos simplemente, con economistas como Ricardo, que el
valor de una mercancía se determina por el trabajo necesario para su
producción, damos por sobreentendidas siempre las reservas hechas por Marx.
Aquí, basta con dejar sentado esto; lo demás lo expone Marx en su
"Contribución a la crítica de la Economía Política" (1859), y en el
primer tomo de "El Capital".
Pero, tan
pronto como los economistas aplicaban este criterio de determinación del valor
por el trabajo a la mercancía «trabajo», caían de contradicción en
contradicción. ¿Cómo se determina el valor del «trabajo»? Por el trabajo
necesario encerrado en él. Pero, ¿cuánto trabajo se encierra en el trabajo de
un obrero durante un día, una semana, un mes, un año? El trabajo de un día, una
semana, un mes, un año. Si el trabajo es la medida de todos los valores, el
«valor del trabajo» sólo podrá expresarse en trabajo. Sin embargo, con saber
que el valor de una hora de trabajo es igual a una hora de trabajo, es como si
no supiésemos nada acerca de él. Con esto, no hemos avanzado ni un pelo hacia
nuestra meta; no hacemos más que dar vueltas en un círculo vicioso.
La Economía
Política clásica intentó, entonces, buscar otra salida. Dijo: el valor de una
mercancía equivale a su coste de producción. Pero, ¿cuál es el coste de
producción del trabajo? Para poder contestar a esto, los economistas se ven obligados a forzar un poquito la
lógica. En vez del coste de producción del propio trabajo, que,
desgraciadamente, no se puede averiguar, investigan el coste de producción
del obrero. Este sí que puede averiguarse. Varía según los tiempos
y las circunstancias, pero. dentro de un determinado estado de la sociedad, de
una determinada localidad y de una rama de producción dada, constituye una
magnitud también dada, a lo menos dentro de ciertos límites, bastante
reducidos. Hoy, vivimos bajo el dominio de la producción capitalista, en la que
una clase numerosa y cada vez más extensa de la población sólo puede existir
trabajando, a cambio de un salario, para los propietarios de los medios de
producción: herramientas, máquinas, materias primas y medios de vida. Sobre la
base de este modo de producción, el coste de producción del obrero consiste en
la suma de medios de vida —o en su correspondiente precio en dinero— necesarios
por término medio para que aquél pueda trabajar y mantenerse en condiciones de seguir
trabajando, y para sustituirle por un nuevo obrero cuando muera o quede
inservible por vejez o enfermedad, es decir, para asegurar la reproducción de
la clase obrera en la medida necesaria. Supongamos que el precio en dinero de
estos medios de vida es, por término medio, de tres marcos diarios.
En este
caso, nuestro obrero recibirá del capitalista para quien trabaja un salario de
tres marcos al día. A cambio de este salario, el capitalista le hace trabajar,
digamos, doce horas diarias. El capitalista echa sus cuentas, sobre poco más o
menos, del modo siguiente:
Supongamos
que nuestro obrero —un mecánico ajustador— tiene que hacer una pieza de una
máquina, que acaba en un día. La materia prima, hierro y latón, en el estado de
elaboración requerido, cuesta, supongamos, 20 marcos. Al consumo de carbón de
la máquina de vapor y el desgaste de ésta, del torno y de las demás
herramientas con que trabaja nuestro obrero representan, digamos —calculando la
parte correspondiente a un día y a un obrero—, un valor de un marco. El jornal
de un día es, según nuestro cálculo, de tres marcos. El total arrojado para
nuestra pieza es de 24 marcos. Pero el capitalista calcula que su cliente le
abonará, por término medio, un precio de 27 marcos; es decir, tres marcos más del
coste por él desembolsado.
¿De dónde
salen estos tres marcos, que el capitalista se embolsa? La Economía Política
clásica sostiene que las mercancías se venden, unas con otras, por su valor; es
decir, por el precio que corresponde a la cantidad de trabajo necesario
encerrado en ellas. Según esto, el precio medio de nuestra pieza —o sea 27
marcos— debería ser igual a su valor, al trabajo encerrado en ella. Pero de
estos 27 marcos, 21 eran valores que ya existían antes de que nuestro ajustador
comenzara a trabajar. 20 marcos se contenían en la materia prima, un marco en
el carbón quemado durante el trabajo o en las máquinas y herramientas empleadas
en éste, y cuya capacidad de rendimiento disminuye por valor de esa suma.
Quedan seis marcos, que se añaden al valor de las materias primas. Según la
premisa de que arrancan nuestros economistas, estos seis marcos sólo pueden
provenir del trabajo añadido a la materia prima por nuestro obrero. Según esto,
sus doce horas de trabajo han creado un valor nuevo de seis marcos. Es decir
que el valor de sus doce horas de trabajo equivale a esta cantidad. Así
habremos descubierto, por fin, cuál es el «valor del trabajo».
— ¡Alto ahí!
—grita nuestro ajustador—. ¿Seis marcos, decís? ¡Pero a mí sólo me han
entregado tres! Mi capitalista jura y perjura que el valor de mis doce horas de
trabajo son sólo tres marcos, y si le reclamo seis, se reirá de mí. ¿Cómo se
entiende esto?
Si antes,
con nuestro valor del trabajo nos movíamos en un círculo vicioso, ahora caemos
de lleno en una insoluble contradicción. Buscábamos el valor del trabajo, y
hemos encontrado más de lo que queríamos. Para el obrero, el valor de un
trabajo de doce horas son tres marcos; para el capitalista, seis, de los cuales
paga tres al obrero como salario y se embolsa los tres restantes. Resulta,
pues, que el trabajo no tiene solamente un valor, sino dos, y además bastante
distintos.
Más absurda
aparece todavía la contradicción si reducimos a tiempo de trabajo los valores
expresados en dinero. En las doce horas de trabajo se crea un valor nuevo de
seis marcos. Por tanto, en seis horas serán tres marcos, o sea lo que el obrero
recibe por un trabajo de doce horas. Por doce horas de trabajo se le entrega al
obrero, como valor equivalente, el producto de un trabajo de seis horas. Por
tanto, o el trabajo tiene dos valores, uno de los cuales es el doble de grande
que el otro, ¡o doce son iguales a seis! En ambos casos estamos dentro del más
puro absurdo.
Por más
vueltas que le demos, mientras hablemos de compra y venta del trabajo y de
valor del trabajo, no saldremos de esta contradicción. Y esto es lo que les
ocurría a los economistas. El último brote de la Economía Política clásica, la
escuela de Ricardo, fracasó en gran parte por la imposibilidad de resolver esta
contradicción. La Economía Política clásica se había metido en un callejón sin
salida. El hombre que encontró la salida de este atolladero fue Carlos Marx.
Lo que los
economistas consideraban como coste de producción «del trabajo» era el coste de
producción, no del trabajo, sino del propio obrero viviente. Y lo que este
obrero vendía al capitalista no era su trabajo. «Allí donde comienza realmente
su trabajo —dice Marx—, éste ha dejado ya de pertenecerle a él y no puede, por
tanto, venderlo». Podrá, a lo sumo, vender su trabajo futuro; es
decir, comprometerse a ejecutar un determinado trabajo en un tiempo dado. Pero
con ello no vende el trabajo (pues éste todavía está por hacer), sino que pone
a disposición del capitalista, a cambio de una determinada remuneración, su
fuerza de trabajo, sea por un cierto tiempo (si trabaja a jornal) o para
efectuar una tarea determinada (si trabaja a destajo): alquila o vende su fuerza
de trabajo. Pero esta fuerza de trabajo está unida orgánicamente a su
persona y es inseparable de ella. Por eso su coste de producción coincide con
el coste de producción de su propia persona; lo que los economistas llamaban
coste de producción del trabajo es el coste de producción del obrero, y, por
tanto, de la fuerza de trabajo. Y ahora, ya podemos pasar del coste de
producción de la fuerza de trabajo al valor de ésta y
determinar la cantidad de trabajo socialmente necesario que se requiere para
crear una fuerza de trabajo de determinada calidad, como lo ha hecho Marx en el
capítulo sobre la compra y la venta de la fuerza de trabajo ("El
Capital", tomo I, capítulo 4, apartado 3).
Ahora bien,
¿qué ocurre, después que el obrero vende al capitalista su fuerza de trabajo;
es decir, después que la pone a su disposición, a cambio del salario convenido,
por jornal o a destajo? El capitalista lleva al obrero a su taller o a su
fábrica, donde se encuentran ya preparados todos los elementos necesarios para
el trabajo: materias primas y materiales auxiliares (carbón, colorantes, etc.),
herramientas y maquinaria. Aquí, el obrero comienza a trabajar. Supongamos que
su salario, es, como antes, de tres marcos al día, siendo indiferente que los
obtenga como jornal o a destajo. Volvamos a suponer que, en doce horas, el
obrero, con su trabajo, añade a las materias primas consumidas un nuevo valor
de seis marcos, valor que el capitalista realiza al vender la mercancía
terminada. De estos seis marcos, paga al obrero los tres que le corresponden y
se guarda los tres restantes. Ahora bien, si el obrero, en doce horas, crea un valor
de seis marcos, en seis horas creará un valor de tres. Es decir, que con seis
horas que trabaje resarcirá al capitalista el equivalente de los tres marcos
que éste le entrega como salario. Al cabo de seis horas de trabajo, ambos están
en paz y ninguno adeuda un céntimo al otro.
— ¡Alto ahí!
—grita ahora el capitalista—. Yo he alquilado al obrero por un día entero, por
doce horas. Seis horas no son más que media jornada. De modo que ¡a seguir
trabajando, hasta [151] cubrir las otras seis horas, y sólo entonces estaremos
en paz! Y, en efecto, el obrero no tiene más remedio que someterse al contrato
que «voluntariamente» ha pactado, y en el que se obliga a trabajar doce horas
enteras por un producto de trabajo que sólo cuesta seis horas.
Exactamente
lo mismo acontece con el salario a destajo. Supongamos que nuestro obrero
fabrica en doce horas doce piezas de mercancías, y que cada una de ellas
cuesta, en materias primas y desgaste de maquinaria, dos marcos y se vende a
dos y medio. En igualdad de circunstancias con nuestro ejemplo anterior, el
capitalista pagará al obrero 25 pfennigs por pieza. Las doce piezas arrojan un
total de tres marcos, para ganar los cuales el obrero tiene que trabajar doce
horas. El capitalista obtiene por las doce piezas treinta marcos; descontando
veinticuatro marcos para materias primas y desgaste, quedan seis marcos, de los
que entrega tres al obrero, como salario, y se embolsa los tres restantes.
Exactamente lo mismo que arriba. También aquí trabaja el obrero seis horas para
sí, es decir, para reponer su salario (media hora de cada una de las doce) y
seis horas para el capitalista.
La
dificultad contra la que se estrellaban los mejores economistas, cuando partían
del valor del «trabajo», desaparece tan pronto como, en vez de esto, partimos
del valor de la «fuerza de trabajo». La fuerza de trabajo es, en nuestra
actual sociedad capitalista, una mercancía; una mercancía como otra cualquiera,
y sin embargo, muy peculiar. Esta mercancía tiene, en efecto, la especial
virtud de ser una fuerza creadora de valor, una fuente de valor, y, si se la
sabe emplear, de mayor valor que el que en sí misma posee. Con el estado actual
de la producción, la fuerza humana de trabajo no sólo produce en un día más
valor del que ella misma encierra y cuesta, sino que, con cada nuevo
descubrimiento científico, con cada nuevo invento técnico, crece este remanente
de su producción diaria sobre su coste diario, reduciéndose, por tanto, aquella
parte de la jornada de trabajo en que el obrero produce el equivalente de su
jornal, y alargándose, por otro lado, la parte de la jornada de trabajo en que
tiene que regalar su trabajo al capitalista, sin que éste le
pague nada.
Tal es el
régimen económico sobre el que descansa toda la sociedad actual: la clase
obrera es la que produce todos los valores, pues el valor no es más que un
término para expresar el trabajo, el término con que en nuestra actual sociedad
capitalista se designa la cantidad de trabajo socialmente necesario, encerrado
en una determinada mercancía. Pero estos valores producidos por los obreros no
les pertenecen a ellos. Pertenecen a los propietarios de las materias primas,
de las máquinas y herramientas y de los recursos anticipados que permiten a
estos propietarios comprar la fuerza de trabajo de la clase obrera. Por tanto,
de toda la cantidad [152] de productos creados por ella, la clase obrera sólo
recibe una parte. Y, como acabamos de ver, la otra parte, la que retiene para
sí la clase capitalista, viéndose a lo sumo obligada a compartirla con la clase
de los propietarios de tierras, se acrecienta con cada nuevo invento y cada
nuevo descubrimiento, mientras que la parte correspondiente a la clase obrera
(calculándola por persona), sólo aumenta muy lentamente y en proporciones
insignificantes, cuando no se estanca o incluso disminuye, como acontece en
algunas circunstancias.
Pero estos
descubrimientos e invenciones, que se desplazan rápidamente unos a otros, este
rendimiento del trabajo humano que va creciendo día tras día en proporciones
antes insospechadas, acaban por crear un conflicto, en el que forzosamente
tiene que perecer la actual economía capitalista-. De un lado, riquezas
inmensas y una plétora de productos que rebasan la capacidad de consumo del
comprador. Del otro, la gran masa de la sociedad proletarizada, convertida en
obreros asalariados, e incapacitada con ello para adquirir aquella plétora de
productos. La división de la sociedad en una reducida clase fabulosamente rica
y una enorme clase de asalariados que no poseen nada, hace que esta sociedad se
asfixie en su propia abundancia, mientras la gran mayoría de sus individuos
apenas están garantizados, o no lo están en absoluto, contra la más extrema
penuria. Con cada día que pasa, este estado de cosas va haciéndose más absurdo
y más innecesario. Debe ser eliminado, y puede ser
eliminado. Es posible un nuevo orden social en el que desaparecerán las
actuales diferencias de clase y en el que —tal vez después de un breve período
de transición, acompañado de ciertas privaciones, pero en todo caso muy
provechoso moralmente—, mediante el aprovechamiento y el desarrollo armónico y
proporcional de las inmensas fuerzas productivas ya existentes de todos los
individuos de la sociedad, con el deber general de trabajar, se dispondrá por
igual para todos, en proporciones cada vez mayores, de los medios necesarios
para vivir, para disfrutar de la vida y para educar y ejercer todas las
facultades físicas y espirituales. Que los obreros van estando cada vez más
resueltos a conquistar, luchando, este nuevo orden social, lo patentizarán, en
ambos lados del Océano, el día de mañana, 1 de mayo, y el domingo, 3 de
mayo [9].
Londres, 30
de abril de 1891 Federico Engels
NOTAS
[1] Al publicar "Trabajo
asalariado y capital", Marx se proponía describir en forma popular las
relaciones económicas, base material de la lucha de clases de la sociedad
capitalista. Quería pertrechar al proletariado con la arma teórica del
conocimiento científico de la base en que descansan en la sociedad capitalista
la dominación de clase de la burguesía y la esclavitud asalariada de los
obreros. Al desarrollar los puntos de partida de su teoría de la plusvalía,
Marx formula a grandes rasgos la tesis de la depauperación relativa y absoluta
de la clase obrera bajo el capitalismo.
[2] La "Neue Rheinische Zeitung. Organ der
Demokratie (Nueva Gaceta del Rin. Organo de la Democracia) salía todos los días
en Colonia desde el 1 de junio de 1848 hasta el 19 de mayo de 1849; la dirigía
Marx, y en el consejo de redacción figuraba Engels.
[3] La Asociación Obrera Alemana de Bruselas fue
fundada por Marx y Engels a fines de agosto de 1847 con el fin de dar
instrucción política a los obreros alemanes residentes en Bélgica y propagar
entre ellos las ideas del comunismo científico. Bajo la dirección de Marx y
Engels y sus compañeros de lucha, la Asociación se convirtió en un centro legal
de agrupación de los proletarios revolucionarios alemanes en Bélgica. Los
mejores elementos de la Asociación integraban la Organización de Bruselas de la
Liga de los Comunistas. Las actividades de la Asociación Obrera Alemana de
Bruselas se suspendieron poco después de la revolución de febrero de 1848 en
Francia, debido a las detenciones y la expulsión de sus componentes por la
policía belga.
[4] Se alude a la intervención de
las tropas del zar en Hungría, en 1849, con el fin de sofocar la revolución
burguesa en este país y restaurar allí el poder de los Habsburgo austríacos.
[5] Se trata de las insurrecciones
de las masas populares en Alemania en mayo-julio de 1849 en defensa de la
Constitución imperial (adoptada por la Asamblea Nacional de Francfort el 28 de
marzo de 1849, pero rechazada por varios Estados alemanes). Tenían un carácter
espontáneo y disperso y fueron aplastadas a mediados de julio de 1849.
[6] Posteriormente, entre los
manuscritos de Marx se descubrió un borrador de la conferencia final o de
varias conferencias finales sobre el trabajo asalariado y el capital. Era un
manuscrito titulado "Salarios" y llevaba en la tapa las notas: «Bruselas,
diciembre de 1847». Por su contenido, este manuscrito completa en parte la obra
inacabada de Marx "Trabajo asalariado y capital". Sin embargo, las
partes finales preparadas para la imprenta, de este trabajo, no se han
encontrado entre los manuscritos de Marx.
[7] Marx escribe en "El
Capital": «Por Economía Política clásica entiendo toda la Economía
Política que, comenzando por W. Petty, investiga la conexión interna de las
relaciones burguesas de producción». Los principales representantes de la
Economía Política clásica en Inglaterra eran Adam Smith y David Ricardo.
[8] F. Engels escribe en su obra
"Anti-Dühring" que «la Economía Política, en el sentido estricto de
la palabra, aunque hubiese surgido a fines del siglo XVII en las cabezas de
algunas personalidades geniales, tal como fue formulada en las obras de los
fisiócratas y de Adam Smith es, en esencia, hija del siglo XVIII».
[9] Engels se refiere a la
celebración del 1º de Mayo en 1891. En algunos países (Inglaterra y Alemania),
la fiesta del 1º de Mayo se celebraba el primer domingo posterior a esta fecha;
en 1891 cayó en el día 3.
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