1912: Lucha de clase y nación
Título
original: "Marxistische
Theorie und revolutionäre Taktik"
Publicado: en Contra el
nacionalismo, contra el imperialismo y la guerra: ¡revolución proletaria
mundial!, Ediciones Espartaco Internacional.
Traducido: Por Emilio Madrid.
Digitalización: Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques
Traducido: Por Emilio Madrid.
Digitalización: Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques
HTML: Jonas Holmgren
Contra el nacionalismo, contra el imperialismo y la
guerra: ¡revolución proletaria mundial!
Contra el nacionalismo, contra el imperialismo
y la guerra: ¡revolución proletaria mundial!
Anton Pannekoek. Teoría marxista y tácticas revolucionarias.
(1913)
Índice de materias:
Teoría
Marxista y Táctica Revolucionaria
- Introducción
- I.
La nación y sus mutaciones
- Concepción
burguesa y concepción socialista
- La
nación como comunidad de destino
- La
nación campesina y la nación moderna
- Espíritu
humano y tradición
- Nuestra
tarea
- II.
La nación y el proletariado
- El
antagonismo de las clases
- La
voluntad de constituir una nación
- La
comunidad de cultura
- La
comunidad de la lucha de clase
- La
nación en el Estado del futuro
- Las
transformaciones de la nación
- III.
La táctica socialista
- Las
reivindicaciones nacionales
- Ideología
y lucha de clase
- El
separatismo y la organización del partido
- La
autonomía nacional
- Notas
Al no ser austríaco, quizá haya que disculparse al tomar la
palabra sobre la cuestión de las nacionalidades. Si fuese una cuestión
puramente austríaca, nadie que no conociese con mucha precisión la situación
práctica y no se viese obligado a ello por la práctica misma, no se inmiscuiría
en examinarla. Pero esta cuestión adquiere una importancia cada vez mayor
también para otros países. Y gracias a los escritos de los teóricos austríacos,
sobre todo gracias a la valiosa obra de Otto Bauer La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia [1], ha dejado de
concernir exclusivamente a la práctica austríaca para convertirse en una
cuestión de teoría socialista general. Actualmente esta cuestión, el modo de
tratarla y sus consecuencias no pueden sino suscitar un interés muy grande en
todo socialista que considere la teoría como el hilo conductor de nuestra
práctica; en la hora actual también se pueden emitir juicios y críticas fuera
de la práctica austríaca específica. Como tendremos que combatir aquí ciertas
conclusiones de Bauer, digamos previamente que esto no disminuye en nada el
valor de su obra; su importancia no reside en que establece en este dominio
resultados definitivos e inatacables, sino en que pone los cimientos de un
debate y una discusión ulteriores sobre esta cuestión.
Esta discusión parece especialmente oportuna en la
actualidad. La crisis separatista pone la cuestión de las nacionalidades a la
orden del día en el partido y nos obliga a reexaminar estas cuestiones, a
revisar nuestro punto de vista de arriba abajo. Y quizá un debate sobre los
fundamentos teóricos no sería totalmente inútil aquí; con este estudio
esperamos aportar a los camaradas austríacos nuestro concurso para este debate.
Que el camarada Josef Strasser haya llegado, en su estudio El obrero y la nación (o aquí en alemán) a las mismas conclusiones
que nosotros, por una vía completamente diferente, a partir de la práctica
austríaca (guiado ciertamente por la misma concepción marxista de base), ha
jugado un papel determinante en la publicación del presente folleto. Por tanto,
nuestros trabajos pueden complementarse para apoyar este punto de vista.
A.P.
Josef
strasser El trabajador y la nación. (1912)
La cuestión
El tamaño y el poder de la nación
El idioma
La solla nativa
El carácter
nacional
El sentimiento nacional La autonomía nacional El
internacionalismo
La lucha contra el nacionalismo
El tamaño y el poder de la nación
El idioma
La solla nativa
El carácter
nacional
El sentimiento nacional La autonomía nacional El
internacionalismo
La lucha contra el nacionalismo
I. La nación y sus mutaciones
Concepción burguesa y concepción socialista
El
socialismo es una nueva concepción científica del mundo humano que se distingue
fundamentalmente de todas las concepciones burguesas. La manera burguesa de
representarse las cosas considera las diferentes formaciones e instituciones
del mundo humano ya sea como productos de la naturaleza, alabándolos o
condenándolos según que se presenten en conformidad o en contradicción con la
“naturaleza humana eterna”, ya sea como productos del azar o de la arbitrariedad
humana que pueden ser transformados a placer por medidas de violencia
artificiales. Por el contrario, la socialdemocracia las considera como
productos surgidos naturalmente del desarrollo de la sociedad humana. Mientras
que la naturaleza casi no cambia prácticamente –la génesis de las especies
animales, unas respecto a las otras, ha tenido lugar en períodos de muy larga
duración – la sociedad humana está sometida a un desarrollo rápido y constante.
Pues su fundamento, el trabajo para asegurar la supervivencia, ha tenido que
tomar incesantemente nuevas formas a medida que las herramientas se
perfeccionaban; la vida económica se trastocaba y de ahí surgían nuevas maneras
de ver y nuevas ideas, un derecho nuevo, nuevas instituciones políticas. Es
ahí, por tanto, donde reside la oposición entre las concepciones burguesa y
socialista: allí, un carácter inmutable por naturaleza y, al mismo tiempo, la
arbitrariedad; aquí, un devenir y unas transformaciones incesantes según leyes
establecidas del modo de la economía, sobre la base del trabajo.
Esto también
vale para la nación. La concepción burguesa ve en la diversidad de las naciones
diferencias naturales entre los hombres; las naciones son grupos constituidos
por la comunidad de la raza, del origen, de la lengua. Pero al mismo tiempo
cree poder, por medio de medidas políticas de coerción, aquí oprimir naciones,
allí ampliar su dominio a expensas de otras naciones. La socialdemocracia
considera las naciones como grupos humanos que han llegado a ser una unidad
como consecuencia de su historia común. El desarrollo histórico ha producido
las naciones en sus límites y en su peculiaridad; igualmente produce el cambio
del sentido y de la esencia de la nación en general con el tiempo y las
condiciones económicas. Sólo a partir de las condiciones económicas se puede
comprender la historia y el desarrollo de la nación y del principio nacional.
Desde el
punto de vista socialista, es Otto Bauer quien ha suministrado, en su
obra La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, el
análisis más profundo; su exposición constituye el punto de partida
indispensable para continuar examinando y discutiendo las cuestiones
nacionales. En esta obra, el punto de vista socialista es formulado de la
manera siguiente: “Así, la nación no es, para nosotros, un objeto petrificado,
sino un proceso en devenir, esencialmente determinado por las condiciones en
las que los hombres luchan por sobrevivir y por la conservación de la especie”
(p.120). Y un poco más adelante: “La concepción materialista de la historia
puede considerar la nación como el producto nunca acabado de un proceso que
continúa y que es movido en última instancia por las condiciones de la lucha
del hombre con la naturaleza, las transformaciones de las fuerzas productivas
humanas, las modificaciones de las relaciones del trabajo humano. Esta
concepción hace de la nación lo que es histórico en nosotros” (p.122). El
carácter nacional es “historia fijada”.
Bauer define
muy acertadamente la nación como “el
conjunto de los hombres ligados por una comunidad de destino en una comunidad
de carácter”. Esta fórmula ha sido atacada frecuentemente pero sin
razón, pues es perfectamente exacta. El malentendido reside siempre en que se
confunde similitud y comunidad. Comunidad de destino no significa sumisión a un
destino idéntico, sino experiencia común de un mismo destino a través de
cambios constantes, en una reciprocidad continua. Los campesinos de China, de
la India y de Egipto convergen por la similitud de su modo económico; tienen el
mismo carácter de clase y, sin embargo, no hay rastro de comunidad. Por el
contrario, los pequeños burgueses, los negociantes, los obreros, los
propietarios de la tierra nobles, los campesinos de Inglaterra, aunque
presenten tantas diferencias de carácter como resultado de su posición de clase
diferente, no por ello dejan de constituir una comunidad; la historia vivida en
común, la influencia recíproca que han ejercido unos sobre otros, aunque sea
bajo la forma de luchas, todo por medio de la lengua común, hacen de ellos una
comunidad de carácter, una nación. Al mismo tiempo, el contenido espiritual de
esta comunidad, la cultura común, es transmitido por las generaciones pasadas a
las generaciones siguientes gracias a la lengua escrita.
Esto no
significa de ninguna manera que dentro de la nación los caracteres sean
semejantes. Por el contrario, en ella puede haber grandes diferencias de
carácter, según la clase o el lugar de residencia. El campesino alemán y el gran
capitalista alemán, el bávaro y el habitante de Oldenburg, tienen diferencias
de carácter manifiestas; y sin embargo, no por eso dejan de formar parte de la
nación alemana. Esto tampoco quiere decir que no haya otras comunidades de
carácter más que las naciones. Por supuesto que aquí no se trata de sociedades
especiales, limitadas en el tiempo, como las sociedades por acciones o los
sindicatos. Pero toda organización humana que es una unión duradera,
legada de generación en generación, constituye una comunidad de carácter nacida
de una comunidad de destino.
Las
comunidades religiosas ofrecen otro ejemplo. También son “historia fijada”. No
son simplemente un grupo de personas de la misma confesión que se han reunido
con un fin religioso. Pues, por así decir, se nace en su iglesia y raramente se
pasa de una a otra. Pero, al principio, la comunidad religiosa comprendía a
todos los que estaban ligados socialmente de una u otra manera por el origen,
la aldea o la clase; la comunidad de intereses y de las condiciones de
existencia creaba al mismo tiempo una comunidad de representaciones mentales
básicas que revestían una forma religiosa. Creaba igualmente el vínculo de los
deberes recíprocos, de la fidelidad y de la protección entre la organización y
sus miembros. La comunidad de religión era la expresión de una pertenencia
social, en las comunidades tribales primitivas y en la iglesia de la Edad
Media. Las comunidades religiosas nacidas en la época de la Reforma, las
Iglesias y las sectas protestantes, eran organizaciones de la lucha de clases
contra la Iglesia dominante, y entre sí; por tanto, correspondían en cierta
medida a los partidos políticos actuales. Por consiguiente, las diferentes
confesiones religiosas expresaban algo vivo, intereses reales, profundamente
sentidos; se podía uno convertir de una religión a otra de la misma manera que
hoy se pasa uno de un partido a otro. Posteriormente, estas organizaciones se
han petrificado en comunidades de fe en las que sólo la capa dirigente, el
clero, mantiene en su seno relaciones que se sitúan por encima de toda la
Iglesia. Ha desaparecido la comunidad de intereses; dentro de cada Iglesia han
surgido, con el desarrollo social, numerosas clases y contradicciones de
clases. La organización religiosa se ha convertido cada vez más en un
envoltorio vacío, y la profesión de fe, en una fórmula abstracta desprovista de
contenido social. Su lugar ha sido ocupado por otras organizaciones, en tanto
que uniones vivas de intereses. De este modo, la comunidad religiosa constituye
un grupo cuya comunidad de destino pertenece cada vez más al pasado, y se
disuelve progresivamente. La religión es también un sedimento de lo que
es histórico en nosotros.
La nación no
es, pues, la única comunidad de carácter surgida de una
comunidad de destino, sino sólo una de sus formas, y a veces es difícil
distinguirla de las demás sin ambigüedad. Es ocioso intentar saber qué unidades
de organización de los hombres se pueden calificar de nación, sobre todo en los
tiempos antiguos. Las unidades tribales primitivas, grandes o pequeñas, eran
comunidades de carácter y de destino en cuyo seno eran hereditarias las
características, las costumbres, la cultura y el lenguaje. Igual sucede con las
comunas aldeanas o las regiones del campesinado de la Edad Media. Otto Bauer
descubre en la Edad Media, en la época de los Hohenstaufen, la “nación alemana”
en la comunidad política y cultural de la nobleza alemana. Por otro lado, la
Iglesia medieval tenía numerosos rasgos que hacían de ella una especie de nación;
era la comunidad de los pueblos europeos, con una historia común y unas
representaciones mentales comunes, que tenían incluso una lengua común, el
latín de la Iglesia, que permitía que se ejerciese una influencia recíproca
entre las gentes cultivadas, la intelectualidad dominante de toda Europa, y que
las unía en una comunidad de cultura. Sólo en la última parte de la Edad Media
surgen progresivamente las naciones en el sentido moderno del término, con una
lengua nacional propia, una unidad y una cultura nacionales.
La lengua
común es, en tanto
que vínculo vivo entre los hombres, el atributo más importante de
la nación; pero no por eso las naciones se pueden identificar con los
grupos humanos de la misma lengua. Los ingleses y los americanos son, a
pesar de tener una misma lengua, dos naciones cada una con una historia
diferente, dos comunidades de destino diferentes que presentan una diversidad
notable de carácter nacional. Es asimismo equívoco contar a los suizos alemanes
como si formasen parte de una nación alemana común que englobase a todos los
germanófonos. Cualquiera que sea la cantidad de elementos culturales que una
lengua escrita idéntica haya permitido intercambiar, el destino ha separado a
suizos y alemanes desde hace varios siglos. El hecho de que unos sean
ciudadanos libres de una república democrática y los otros hayan vivido
sucesivamente bajo la tiranía de pequeños potentados, bajo la dominación
extranjera y bajo la presión del nuevo Estado policíaco alemán, debía
conferirles, a pesar de que lean a los mismos escritores, un carácter muy
diferente y no se puede hablar de una comunidad de destino y de carácter. El
aspecto político es todavía más evidente entre los holandeses; el rápido
desarrollo económico de las provincias marítimas, que se rodearon por el lado
de la tierra firme de una muralla de provincias bajo su dependencia, para
convertirse en un poderoso Estado comercial, en una entidad política, ha hecho
del bajo alemán una lengua escrita moderna particular, pero sólo para una
pequeña parte separada de la masa de los que hablan bajo alemán; todos los
demás han quedado excluidos de ello por la separación política y han adoptado,
en cuanto partes de Alemania sometidas a una historia común, la lengua escrita
alto-alemana y la cultura alto-alemana. Si los alemanes de Austria continúan
subrayando su calidad de germanos a pesar de la larga independencia de su
propia historia y de que no hayan compartido los más importantes de los
destinos más recientes de los alemanes del Imperio, ello se debe esencialmente
a su posición de lucha frente a las demás naciones de Austria.
Con
frecuencia se califica a los campesinos como guardianes inquebrantables de la
nacionalidad. Pero, al mismo tiempo, Otto Bauer los califica como el telón de
fondo de la nación que no participa en la cultura nacional. Esta contradicción
revela de golpe que lo que es “nacional” en el campesinado es una cosa muy
diferente de lo que constituye las naciones modernas. Por supuesto, la nacionalidad
moderna ha salido de la nacionalidad campesina, pero difiere de ella de modo
fundamental.
En la
antigua economía natural de los campesinos, la unidad económica se reduce a su
medida más pequeña; el interés no supera los límites de la aldea o del valle.
Cada distrito constituye una comunidad que apenas mantiene relaciones con las otras,
una comunidad que tiene su propia historia, sus costumbres propias, su propio
dialecto, su carácter propio. Quizá cada una de ellas esté emparentada con las
de los distritos vecinos, pero no hay entre ellas más influencia recíproca. El
campesino se aferra muy fuertemente a esta especificidad de su comunidad. En la
medida en que su economía no tiene nada que ver con el mundo exterior, en la
medida en que sus siembras y sus cosechas no se ven afectadas sino
excepcionalmente por las vicisitudes de los acontecimientos políticos, todas
las influencias del exterior se deslizan sobre él sin dejar huella. Pues de
ningún modo se siente concernido y continúa pasivo; no penetran en su yo
íntimo. Sólo es susceptible de modificar su naturaleza lo que el hombre capta
activamente, lo que le obliga a cambiarse a sí mismo y aquello en lo que él
participa por su propio interés. Por esto el campesino conserva su
particularismo contra todas las influencias del mundo exterior y permanece “sin
historia” mientras su economía sigue siendo autosuficiente. Pero desde el
momento en que es arrastrado por el engranaje del capitalismo y colocado en
otras condiciones – se convierta en burgués o en obrero, que el campesino
empiece a depender del mercado mundial y entre en contacto con el resto del
mundo – desde el momento en que tiene nuevos intereses, el carácter
indestructible del antiguo particularismo se pierde. Se integra en la nación
moderna, se hace miembro de una comunidad de destino más vasta, de una nación
en el sentido moderno.
Con
frecuencia se habla de este campesinado como si las generaciones precedentes
hubiesen pertenecido ya a esta misma nación a la que pertenecen sus
descendientes bajo el capitalismo. El término “naciones sin historia” da a
entender la concepción según la cual los checos, los eslovenos, los polacos,
los rutenos, los rusos, eran desde siempre otras tantas naciones diferentes y
específicas pero que, de alguna manera, han estado durmiendo largo tiempo en
tanto que naciones. De hecho, no se puede hablar de los eslovenos, por ejemplo,
más que como cierto número de grupos o de distritos con dialectos emparentados,
sin que estos grupos hayan constituido una unidad o una comunidad verdadera. Lo
que el nombre comporta de exacto es que, por regla general, el dialecto decide
a qué nación se incorporarán los descendientes. Pero la evolución real decide,
en último análisis, si los eslovenos y los serbios, los rusos y los rutenos, deben
convertirse en una comunidad nacional con una lengua escrita y
una cultura comunes, o en dos naciones separadas. No es la lengua lo decisivo,
sino el proceso de desarrollo político-económico. Con tan poca razón se puede
decir que el campesino de la Baja Sajonia es el fiel guardián de la
nacionalidad alemana, como de la holandesa, según a qué lado de la frontera habite;
sólo preserva su particularidad aldeana o provincial propia; falta la misma
razón para decir que el campesino de las Ardenas preserva tenazmente una
nacionalidad belga, valona o francesa cuando se aferra al dialecto y a las
costumbres de su valle, o si decimos que un campesino de Carintia de la época
precapitalista pertenece a la nación eslovena. La nación eslovena no
aparece sino con las clases burguesas modernas que se constituyen en
nación específica y el campesino no accede a ella más que cuando es ligado a
esta comunidad por intereses reales.
Las naciones
modernas son integralmente producto de la sociedad burguesa; han aparecido con
la producción de mercancías, es decir, con el capitalismo, y sus agentes son
las clases burguesas. La producción burguesa y la circulación de mercancías
necesitan vastas unidades económicas, grandes territorios a cuyos habitantes
unen en una comunidad con administración estatal unificada. El capitalismo
desarrollado refuerza incesantemente la potencia estatal central; acrecienta la
cohesión del Estado y lo deslinda netamente en relación con los otros Estados.
El Estado es la organización de combate de la burguesía.
En la medida
en que la economía de la burguesía reposa sobre la competencia, en la lucha
contra sus semejantes, las asociaciones en las que se organiza deben luchar
necesariamente entre sí; cuanto más poderoso sea el Estado, más grandes son las
ventajas a las que aspira su burguesía. La lengua no ha sido preponderante más
que para delimitar estos Estados; las regiones con dialectos emparentados se
han visto constreñidas a la fusión política en la medida en que no intervenían
otras fuerzas, porque la unidad política, la nueva comunidad de destino,
necesitaba una lengua unificada como medio de intercambio. La lengua escrita y
de comunicación se crea a partir de uno de estos dialectos; es, por tanto, en
cierto sentido una formación artificial. Pues Otto Bauer tiene
razón cuando dice: “Yo no creo una lengua común más que con las gentes con
quienes estoy en contacto estrecho” (p.113). De este modo han aparecido los
Estados nacionales que son a la vez Estado y nación[2]. No se han convertido en entidades políticas
simplemente porque ya constituían una comunidad nacional; el nuevo interés
económico, la necesidad económica es el fundamento de una sólida unión de los
hombres en conjuntos tan vastos; pero si son estos Estados los que han
aparecido y no otros; si, por ejemplo, Alemania del sur y Francia del norte no
han constituido juntos una unidad política sino que éste fue el caso para
Alemania del sur y del norte, ello se debe principalmente al parentesco
primitivo de los dialectos.
La extensión
del Estado nacional y su desarrollo capitalista hacen que coexistan en él una
extrema diversidad de clases y de poblaciones; por eso, a veces parece dudoso
calificar al Estado nacional como comunidad de destino y de carácter, por
cuanto clases y poblaciones no actúan directamente unas sobre otras. Pero la
comunidad de destino de los campesinos y de los grandes capitalistas alemanes,
de los bávaros y de las gentes de Oldenburg, consiste en que todos son miembros
del Imperio alemán, en que libran sus luchas políticas y económicas dentro de
este marco, en que soportan la misma política, deben tomar posición frente a
las mismas leyes y actúan, por consiguiente, los unos sobre los otros; por eso
constituyen una comunidad real a pesar de todas las diversidades dentro de esta
comunidad.
No sucede lo
mismo con los Estados que han aparecido como unidades dinásticas bajo el
absolutismo, sin colaboración directa de las clases burguesas y, por consiguiente,
han englobado por medio de la conquista poblaciones con los más variados
dialectos. Cuando en ellos progresa la penetración del capitalismo, surgen
varias naciones dentro del mismo Estado, que se convierte en un Estado de
nacionalidades, como Austria. La causa de la aparición de nuevas naciones al
lado de las antiguas reside nuevamente en el hecho de que la
competencia es el fundamento de la existencia de las clases burguesas.
Cuando a partir de un grupo de población puramente campesina aparecen las
clases modernas, cuando en las ciudades se instalan masas importantes como
obreros de industria, pronto seguidos por los pequeños comerciantes, los
intelectuales y los patronos, estos últimos deben esforzarse entonces por sí
mismos en asegurarse la clientela de estas masas que hablan la misma lengua,
poniendo el acento en su nacionalidad. La nación, como comunidad solidaria,
constituye, para los que forman parte de ella, una clientela, un mercado, un
dominio de explotación en el que disponen de una ventaja respecto a los
competidores de otras naciones. Como comunidad de clases modernas, deben
elaborar una lengua escrita común que es necesaria como medio de comunicación y
se convierte en lengua de cultura y de literatura. El contacto permanente de
las clases de una sociedad burguesa con el poder estatal, que hasta entonces no
conocía más que el alemán como lengua oficial de comunicación, las obliga a
combatir por el reconocimiento de su lengua, de su escuela y de su
administración, en lo que la clase más interesada en el plano material es la
intelectualidad nacional. Como el Estado debe representar los intereses de la
burguesía y apoyarlos materialmente, cada burguesía nacional debe asegurarse
una influencia sobre el Estado tan grande como sea posible. Para conquistar
esta influencia debe luchar contra las burguesías de las otras naciones; cuanto
mejor logre reunir alrededor de ella a toda la nación en esta lucha, más poder
ejercerá. Mientras el papel dirigente de la burguesía esté fundamentado por la
esencia misma de la economía y se le reconozca como que cae de su peso, podrá
contar con las otras clases que se sienten ligadas a ella en este punto por la
identidad de intereses.
En esto
también la nación es totalmente un producto del desarrollo capitalista, e
incluso un producto necesario. Allí donde el capitalismo penetra, aquella debe
aparecer necesariamente como comunidad de destino de las clases burguesas. La
lucha de las nacionalidades en semejante Estado no es la consecuencia de una
opresión cualquiera, o del atraso de la legislación, es la expresión natural de
la competencia como condición fundamental de la economía burguesa; la lucha (de
las burguesías) las unas contra las otras es la condición indispensable de la
abrupta separación de las diferentes naciones entre sí.
Lo nacional
en el hombre es parte de su naturaleza, pero sobre todo de su naturaleza
espiritual. Los rasgos físicos heredados permiten eventualmente distinguir los
pueblos, pero no los separan y, menos aún, los hacen entrar en conflicto. Los
pueblos se distinguen como comunidades de cultura. La nación es, ante todo, una
comunidad de cultura, transmitida por la lengua común; en la cultura de una
nación, que se puede calificar de naturaleza espiritual, está inscrita toda la
historia de su vida. El carácter nacional no está compuesto por rasgos físicos,
sino por el conjunto de sus costumbres, de sus concepciones y de sus formas de
pensamiento a través del tiempo. Si se quiere captar la esencia de la nación,
es necesario ante todo ver claramente cómo se constituye el aspecto espiritual
en el hombre a partir de la influencia de las condiciones de vida.
Todo lo que
pone al hombre en movimiento debe pasar por su cabeza. La fuerza directamente
motriz de toda su acción reside en su espíritu. Puede consistir en hábitos,
pulsiones e instintos inconscientes que son la expresión de repeticiones,
siempre semejantes, de las mismas necesidades vitales en las mismas condiciones
exteriores de vida. También puede llegar a la conciencia de los hombres como
pensamiento, idea, motivación, principio. ¿De dónde vienen? La concepción
burguesa ve ahí la influencia de un mundo superior, sobrenatural, que nos
impregna, la expresión de un principio moral eterno en nosotros, o bien
considera que son producto espontáneo del espíritu mismo. Por el contrario la
teoría marxista, el materialismo histórico, explica que todo lo que es
espiritual en el hombre es producto del mundo material que lo rodea. Todo
este mundo real penetra por todas partes en el espíritu a través de los órganos
de los sentidos y deja su huella: nuestras necesidades vitales, nuestra
experiencia, todo lo que vemos y oímos, lo que los otros nos comunican como su
pensamiento, de igual manera que lo que observamos nosotros mismos[3]. Por
consiguiente se excluye toda influencia de un mundo irreal, simplemente
supuesto, sobrenatural. Todo lo que hay en el espíritu ha venido del mundo
exterior que designamos con el nombre de mundo material, no significando
material como constituido por materia física que se puede medir, sino todo lo
que existe realmente, incluso el pensamiento. Pero el espíritu no juega aquí el
papel que a veces le otorga una concepción mecanicista estrecha, el de espejo
pasivo que refleja el mundo exterior, el de recipiente inanimado que absorbe y
conserva todo lo que se echa en él. El espíritu es activo, actúa,
modifica todo lo que penetra en él desde el exterior para hacer de ello algo
nuevo. Y es Dietzgen quien ha mostrado más claramente la manera como
lo modifica. El mundo exterior transcurre ante el espíritu como un río sin fin,
siempre cambiante; el espíritu capta sus influencias, las junta, las añade a lo
que poseía anteriormente y las combina entre sí. A partir del río de fenómenos
infinitamente variados, forma conceptos sólidos y constantes en los que la
realidad movediza queda paralizada y fijada de alguna manera y acaban con su
aspecto fugitivo. El concepto de “pez ”comporta una multitud de observaciones
sobre los animales que nadan, el de “bien” innumerables tomas de posición sobre
diferentes acciones, el de “capitalismo” toda una vida de experiencias,
frecuentemente muy dolorosas. Todo pensamiento, toda convicción, toda idea,
toda conclusión, como, por ejemplo, los árboles no tienen hojas en invierno, el
trabajo es duro y desagradable, quien me da empleo es mi benefactor, el
capitalista es mi enemigo, la organización hace la fuerza, es bueno luchar por
la nación de uno, son el resumen de una parte del mundo vivo, de una
experiencia multiforme en una fórmula breve, abrupta y, se podría decir,
rígida, inanimada. Cuanto mayor y más completa es la experiencia que sirve para
documentarlo, cuanto más fundamentado y sólido es el pensamiento, la
convicción, más verdadero es. Pero toda experiencia es limitada, el mundo
cambia constantemente, nuevas experiencias se añaden incesantemente a las
antiguas, se integran en las viejas ideas o entran en contradicción con ellas.
Por eso el hombre debe reestructurar sus ideas, abandonar algunas como
equivocadas – como la del capitalista benefactor –, conferir a ciertos
conceptos un sentido nuevo – como el concepto de pez, del que se substraen las
ballenas –, crear nuevos conceptos para nuevos fenómenos – como el de
imperialismo –, encontrar otras relaciones de causa entre ellos – el carácter
intolerable del trabajo proviene del capitalismo –, evaluarlos de modo
diferente – la lucha nacional perjudica a los obreros –, en una palabra, debe
aprender de nuevo sin cesar. Toda la actividad y todo el desarrollo
espirituales de los hombres consisten en que reestructuran sin cesar los
conceptos, las ideas, los juicios y los principios para mantenerlos lo más
conformes posible con la experiencia cada vez más rica de la realidad. Esto es
lo que sucede de modo consciente en el desarrollo de la ciencia.
De este modo
resalta más netamente el sentido de la definición de Bauer según la cual la
nación es lo que es histórico en nosotros, y el carácter nacional es historia
fijada. La realidad material común produce en los espíritus de los miembros de
una comunidad un modo de pensamiento común. La naturaleza específica de la
entidad económica que constituyen juntos determina sus pensamientos, sus
costumbres, sus concepciones; produce en ellos un sistema coherente de
ideas, una ideología que les es común y que forma parte de sus
condiciones materiales de vida. La vida en común ha impregnado su espíritu:
luchas comunes por la libertad contra los enemigos exteriores, luchas de clases
comunes en el interior. Se narra en los libros de historia y se transmite a la
juventud como recuerdo nacional. Lo que la burguesía ascendente deseó, esperó y
quiso ha sido magnificado y expresado claramente por los poetas y los
pensadores y estos pensamientos de la nación, sedimento espiritual de su
experiencia material, han sido preservados en forma de literatura para las
generaciones futuras. La constante influencia espiritual recíproca consolida y
refuerza todo esto; al extraer del pensamiento de cada uno de los
con-nacionales lo que es común, lo que es esencial, característico para el
conjunto, es decir, lo que es nacional, constituye el patrimonio cultural de la
nación. Lo que vive en el espíritu de una nación, su cultura nacional, es la
síntesis abstracta de su experiencia común, de su existencia material como
entidad económica.
Por tanto,
todo lo que es espiritual en el hombre es producto de la realidad, pero no sólo
de la realidad actual; todo el pasado subsiste ahí más o menos fuerte. El
espíritu es lento con relación a la materia; absorbe sin cesar las influencias
del exterior mientras que su vieja existencia se hunde lentamente en el Leteo
del olvido. Por tanto, la adaptación del contenido del espíritu a la
realidad renovada constantemente sólo es progresiva. Pasado y presente
determinan, ambos, su contenido, pero de manera diferente. La realidad viva que
ejerce constantemente una misma influencia sobre el espíritu, se incrusta en él
y se imprime en él cada vez más fuerte. Pero lo que ya no se alimenta de la
realidad actual, ya no vive sino del pasado y puede ser mantenido largo tiempo
todavía sobre todo por las relaciones que los hombres mantienen entre sí, por
un adoctrinamiento y una propaganda artificiales, pero en la medida en que
estos residuos se ven privados del terreno material que les dio vida,
desaparecen necesariamente poco a poco. De este modo han adquirido un carácter
tradicional. Una tradición es también una parte de la realidad
que vive en el espíritu de los hombres, actúa sobre otros y por eso dispone con
frecuencia de un poder considerable y potente. Pero es una realidad de
naturaleza espiritual cuyas raíces materiales se hunden en el pasado. De
este modo la religión se ha convertido, para el proletario moderno, en una
ideología de naturaleza puramente tradicional; quizá influencia todavía
poderosamente su acción, pero esta potencia no tiene raíces sino en el pasado,
en la importancia que tenía en otros tiempos para su vida la comunidad de
religión; ya no se alimenta en la realidad actual, en su explotación por el
capital, en su lucha contra el capital. Por esto no dejará de extinguirse en
él. Por el contrario, la realidad actual cultiva cada vez más la conciencia de
clase que, por consiguiente, ocupa un lugar cada vez más amplio en su espíritu,
que determina cada vez más su acción.
He ahí
planteada la tarea que se asigna nuestro estudio. La historia ha dado origen a
las naciones con sus límites y su especificidad. Pero estas no son todavía algo
acabado, un hecho definitivo con el que hay que contar. Pues la historia sigue
su curso. Cada día continúa construyendo y modificando lo que los días
anteriores edificaron. No basta, pues, con constatar que la nación es lo que es
histórico en nosotros, historia fijada. Si no es más que historia
petrificada, es de naturaleza puramente tradicional, como la religión. Pero
para nuestra práctica, para nuestra táctica, la cuestión de saber si no es más
que eso reviste una importancia extrema. Por supuesto, hay que contar con ella
en cualquier caso, como con toda gran potencia espiritual en el hombre; pero
que la ideología nacional no se presente más que como una potencia del pasado,
o hunda sus raíces en el mundo actual, son dos cosas completamente diferentes.
Para nosotros, la cuestión más importante y determinante es la siguiente: ¿cómo
actúa la realidad presente sobre la nación y sobre lo
nacional? ¿En qué sentido se modifican hoy? La realidad de que se trata
aquí es el capitalismo altamente desarrollado y la lucha de clase
proletaria.
He aquí, pues, nuestra posición hacia
el estudio de Bauer: en otros tiempos, la nación no desempeñaba ningún papel en
la teoría y la práctica de la socialdemocracia. Por lo demás, no había razón
para ello; en la mayoría de los países no es útil prestar atención a lo
nacional para la lucha de clase. Obligado por la práctica austríaca, Bauer ha llenado esta
laguna. Ha demostrado que la nación no es producto de la imaginación de algunos
literatos ni producto artificial de la propaganda nacional; con la herramienta
del marxismo ha demostrado que aquella hundía sus raíces materiales en la
historia y ha explicado por el ascenso del capitalismo la necesidad y la
potencia de las ideas nacionales. Y la nación se nos presenta como una poderosa
realidad con la que debemos contar en nuestra lucha; ella nos da la llave para
comprender la historia moderna de Austria, y por esto hay que responder a la
siguiente pregunta: ¿cuál es la
influencia de la nación, de lo nacional, en la lucha de clase, de qué manera
hay que tenerla en cuenta en la lucha de clase? Esa es la base y el hilo
conductor de los trabajos de Bauer y de los otros marxistas austríacos. Pero de
este modo, la tarea no está realizada más que a la mitad. Pues la nación no es
simplemente un fenómeno acabado cuyo efecto sobre la lucha de clase hay que
verificar: ella está sometida a su vez a la influencia de las fuerzas actuales,
entre las cuales tiende cada vez más a tomar el primer plano la lucha
revolucionaria de emancipación del proletariado. ¿Cuál es, pues, el
efecto que ejerce a su vez la lucha de clase, el ascenso del proletariado,
sobre la nación? Bauer no ha examinado esta cuestión, o lo ha hecho de
modo insuficiente; estudiarla conduce en muchos casos a juicios y conclusiones
que divergen de las suyas.
II. La nación y el
proletariado
La realidad
actual que determina de la manera más intensa el ser y el espíritu de los
hombres es el capitalismo. Pero no se ejerce de la misma manera
sobre los hombres que viven juntos; es una cosa muy distinta para el capitalista que para el proletariado. Para los miembros de la clase burguesa,
el capitalismo es el mundo de la producción de riquezas y de la competencia;
más bienestar, aumento de la masa del capital del que intentan sacar la máxima
ganancia posible en una lucha competitiva individualista con sus semejantes y
que les abre la vía del lujo y del disfrute de una cultura refinada, he ahí lo
que les aporta el proceso de producción. Para
los obreros, es el mundo de un
duro trabajo de esclavitud sin fin, la inseguridad permanente de la vida, la
eterna pobreza, sin esperanza de ganar otra cosa más que un salario de miseria.
Por consiguiente, el capitalismo debería ejercer un efecto muy distinto sobre
el espíritu de la burguesía y sobre el de la clase explotada. La nación es una
entidad económica, una comunidad de trabajo, incluso entre obreros y
capitalistas. Pues el capital y el trabajo son necesarios los dos y deben
conjugarse para que la producción capitalista pueda existir. Es una comunidad
de trabajo de naturaleza particular; en esta comunidad, el capital y el trabajo
aparecen como polos antagónicos; constituyen una comunidad de trabajo de la
misma manera que los animales predadores y sus presas constituyen una comunidad
de vida.
La nación es
una comunidad de carácter surgida de una comunidad de destino. Pero con el
desarrollo del capitalismo, es la diferencia de destino la que
domina cada vez más entre la burguesía y el proletariado de un mismo pueblo.
Para explicar la comunidad de destino, Bauer habla (p.113) de las “relaciones
entre los obreros ingleses y los burgueses ingleses por el hecho de habitar la
misma ciudad, de leer los mismos carteles, los mismos periódicos y participar
en los mismos acontecimientos políticos o deportivos y, ocasionalmente, hablar
entre ellos, especialmente a través de los diferentes intermediarios entre
capitalistas y obreros”. Ahora bien, el “destino” de los hombres no consiste en
leer los mismos carteles, sino en grandes e importantes experiencias que
son totalmente diferentes para cada una de las clases. Todo el mundo conoce la
frase del ministro inglés Disraeli a propósito de dos naciones que viven en
nuestra sociedad moderna una al lado de la otra en un mismo país sin
comprenderse. ¿No quiere decir que ninguna comunidad de destino liga ya a las
dos clases?[4]
Por
supuesto, no hay que tomar al pie de la letra esta afirmación en su sentido
moderno. Pues la comunidad de destino del pasado ejerce todavía su influencia
sobre la comunidad actual de carácter. Mientras el proletario no tenga una
conciencia clara de la particularidad de su propia experiencia, mientras su
conciencia de clase no se haya despertado o lo haga apenas, sigue siendo
prisionero del pensamiento tradicional, su pensamiento se nutre de las escorias
de la burguesía, constituye todavía con ella una especie de comunidad de
cultura, ciertamente de la misma manera que los criados en la cocina son los
invitados de sus dueños. Las peculiaridades de la historia inglesa hacen que
esta comunidad espiritual sea allí todavía muy fuerte, mientras que en Alemania
es extremadamente débil. En todas las jóvenes naciones en que el capitalismo
hace su aparición, el espíritu de la clase obrera está dominado por las
tradiciones de la época campesina y pequeño-burguesa anterior. Sólo poco a poco, con el despertar de la
conciencia y la lucha de clase bajo el efecto de los nuevos antagonismos,
desaparecerá la comunidad de carácter entre las dos clases.
Sin duda,
sigue habiendo relaciones entre ellas. Pero estas se limitan a las órdenes del
reglamento de fábrica y del trabajo a realizar, para lo que la comunidad de
lengua ni siquiera es necesaria, como demuestra la utilización de obreros
alófonos. Cuanta más conciencia toman los obreros de su situación y de la
explotación, cuanto más frecuentemente luchan contra los patronos para mejorar sus
condiciones de trabajo, tanto más se transforman en enemistad y en lucha las
relaciones entre las dos clases. Hay tan poca comunidad entre ellas como la que
puede crearse entre dos pueblos a los que opone constantemente un conflicto
fronterizo. Cuanto más se dan cuenta los obreros del desarrollo social y cuanto
más se les aparece el socialismo como la meta necesaria de su lucha, más
sienten la dominación de la clase de los capitalistas como una dominación
extranjera, y con esta expresión se da uno cuenta hasta qué punto se
difumina la comunidad de carácter.
Bauer
califica el carácter nacional como la “diversidad de las orientaciones de la
voluntad, el hecho de que un mismo impulso desencadene movimientos
diversos, que una misma situación suscite resoluciones diversas” (p.111).
¿Puede uno imaginarse orientaciones más antagónicas que las de la voluntad de
la burguesía y del proletariado? Los nombres de Bismarck, Lasalle, 1848,
suscitan sentimientos no sólo diferentes sino incluso opuestos en los obreros alemanes
y en la burguesía alemana. Los obreros alemanes del Imperio que pertenecen a la
nación alemana juzgan casi todo lo que pasa en Alemania de modo distinto y
opuesto a la burguesía. Todas las demás clases se entusiasman juntas por
aquello que contribuye a la grandeza y al poderío exterior de su Estado
nacional, mientras que el proletariado combate todas las medidas que conducen a
ello. Las clases burguesas hablan de la
guerra contra otros Estados para acrecentar su propio poder, mientras el
proletariado piensa en la manera de impedir la guerra o encontrar en la derrota
de su propio gobierno la ocasión de su propia liberación.
De ello
resulta que no se puede hablar de la nación como entidad sino antes de que se
despliegue en ella ampliamente la lucha de clases, pues entonces la clase
obrera sigue todavía los pasos de la burguesía. El antagonismo de clase
entre la burguesía y el proletariado tiene como efecto que su comunidad
nacional de destino y de carácter desaparece cada vez más. Por tanto,
las fuerzas constitutivas de la nación deben ser examinadas separadamente en
cada una de las dos clases.
Bauer tiene
toda la razón al considerar las diferencias de orientación de la voluntad como
el elemento esencial de las diferencias de carácter nacional. Allí donde todas
las voluntades están orientadas de la misma manera, se forma una masa
coherente; allí donde los acontecimientos y las influencias del mundo exterior
suscitan determinaciones diferentes y opuestas, se acaba en la ruptura y en la
separación. La diferencia de voluntad ha separado las naciones unas de otras;
pero, ¿de la voluntad de quién se trata? De
la voluntad de la burguesía ascendente. Como resulta de las demostraciones
precedentes sobre la génesis de las naciones modernas, su voluntad de
constituir la nación es la fuerza constitutiva más importante.
¿Qué es lo
que hace de la nación checa una comunidad específica en relación con la
alemana? Lo adquirido por la vida en común, el contenido de la comunidad de
destino que continúa influenciando prácticamente el carácter nacional, es
extremadamente débil. El contenido de su cultura está tomado casi integralmente
de las naciones modernas que la han precedido, sobre todo la alemana; por eso
Bauer dice (p.118): “No es totalmente falso decir que los checos son alemanes
que hablan checo”. A esto vienen a añadirse algunas tradiciones campesinas
completadas con reminiscencias de Huss, Ziska y la batalla de la Montaña blanca[5] exhumadas
de la historia y que no tienen incidencia práctica en el presente. ¿Cómo se ha
podido hacer una “cultura nacional” propia sobre la base de una lengua
particular? Porque la burguesía necesita una separación, porque quiere trazar
una frontera tajante, porque quiere constituirse en nación en relación con los
alemanes. Lo quiere porque lo necesita, porque la competencia capitalista le
obliga a monopolizar en la medida de lo posible un territorio de mercados y de
explotación. El conflicto de intereses con los otros capitalistas crea la
nación allí donde existe un elemento necesario, la lengua específica. Bauer y
Renner muestran claramente en su exposición de la génesis de las naciones
modernas que la voluntad de las clases burguesas ascendentes creó las naciones.
No como voluntad consciente o arbitraria, sino como querer al mismo tiempo que
deber, consecuencia necesaria de factores económicos. Las “naciones” de
que se trata en la lucha política, que luchan entre sí por la influencia sobre
el Estado, por el poder en el Estado (Bauer,§19) no son otra cosa que
organizaciones de las clases burguesas, de la pequeña burguesía, de la
burguesía, de la intelectualidad – clases cuya existencia se basa en la
competencia – y ahí los proletarios y los campesinos juegan el papel de segundo
plano.
El proletariado no tiene nada que ver
con esta necesidad de competencia de las clases burguesas, con su voluntad de
constituir una nación. La nación no puede significar para él un privilegio de
clientela, de puestos, de posibilidades de trabajo. Los capitalistas se lo han hecho
comprender de golpe al importar obreros alófonos. Mencionar esta práctica capitalista no tiene por objeto primordial
desenmascarar la hipocresía nacional, sino ante todo hacer comprender a los
obreros que bajo la dominación del capitalismo la nación jamás puede ser para
ellos sinónimo de monopolio de trabajo. Y sólo excepcionalmente se oye hablar,
entre los obreros retrógrados, como los viejos sindicalistas americanos, de un
deseo de restringir la inmigración. Temporalmente, lo nacional puede
también revestir un significado propio para el proletariado. Cuando el
capitalismo penetra en una región agraria, los patronos pertenecen entonces a
una nación capitalista más desarrollada, los obreros salidos del campesinado a
otra. El sentimiento nacional puede ser entonces para los obreros un primer
medio de tomar conciencia de su comunidad de intereses frente a los
capitalistas alófonos. El antagonismo nacional es en este caso la forma
primitiva del antagonismo de las clases, de la misma manera que en
Renania-Westfalia, en la época de la lucha por la cultura, el
antagonismo religioso entre los obreros católicos y los patronos liberales era
la forma primitiva del antagonismo entre las clases. Pero desde el momento en
que una nación está lo suficientemente desarrollada como para tener una
burguesía propia que se encargue de la explotación, el nacionalismo proletario
pierde sus raíces. En la lucha por mejores condiciones de vida, por el
desarrollo intelectual, por la cultura, por una existencia más digna, las demás
clases de su nación son los enemigos jurados de los obreros mientras que sus
camaradas de clase alófonos son sus amigos y sus apoyos. La lucha de clase crea
en el proletariado una comunidad internacional de intereses. Por tanto,
no se puede hablar en el proletariado de una voluntad basada en los intereses
económicos, en su situación material, para constituirse en nación frente a
otras.
Bauer
encuentra en la lucha de clases otra fuerza constitutiva de la nación. No en el
contenido económico de la lucha de clases, sino en sus efectos culturales.
Califica la política de la clase obrera moderna de política
evolucionista-nacional (páginas 160 y 161) que llegará a reunir a todo
el pueblo en una nación. Esto debe ser más que una manera primitiva y popular
de expresar nuestros objetivos en el lenguaje del nacionalismo, con la
intención de ponerlos al alcance de los trabajadores que están enredados en la
ideología nacional y no han tomado conciencia todavía de la gran importancia
revolucionaria del socialismo. Pues Bauer añade: “Como el proletariado lucha
necesariamente por la propiedad de los bienes culturales que su propio trabajo crea
y permite que existan, el efecto de esta política es necesariamente llamar a
todo el pueblo a participar en la comunidad nacional de cultura y por ahí hacer
una nación de la totalidad del pueblo”.
A primera vista,
esto parece completamente justo. Mientras los trabajadores, aplastados por la
explotación capitalista, se deterioran en la miseria física y vegetan sin
esperanza ni actividad intelectual, no participan en la cultura de las clases
burguesas, cultura que se fundamenta en el trabajo de aquellos. Sólo forman
parte de la nación como el ganado en el establo, no constituyen más que una
propiedad, no son más que el segundo plano de la nación. Es la lucha de clases la que les despierta a la vida; es a través
de la lucha como consiguen tiempo libre, mejores salarios y, así, la
posibilidad de un desarrollo intelectual. Por
el socialismo, su energía es despertada, su espíritu es estimulado; se
ponen a leer, en primer lugar folletos socialistas y periódicos políticos, pero
pronto la aspiración y la necesidad de perfeccionar su formación intelectual
los lleva a abordar obras literarias, históricas y científicas: las comisiones
de educación del partido se afanan incluso muy especialmente en poner a su
alcance la literatura clásica. De este modo entran en la comunidad de cultura
de las clases burguesas de su nación. Y cuando el trabajador -contrariamente a
su situación actual en que sólo puede apropiarse, en escasos ratos de ocio y
con dificultad, de pequeños fragmentos de aquélla -pueda entregarse libremente y
sin coerción a su desarrollo intelectual bajo el socialismo que lo liberará de
la esclavitud sin fin del trabajo, solamente entonces podrá impregnarse de toda
la cultura nacional y convertirse, en el pleno sentido de la palabra, en un
miembro de la nación.
Pero en esta
reflexión se descuida un punto importante. Entre los trabajadores y la
burguesía no puede existir una comunidad de cultura más que superficialmente,
en apariencia y de modo esporádico. Ciertamente, los trabajadores pueden leer,
en parte, los mismos libros que la burguesía, los mismos clásicos y las mismas
obras de historia natural, pero de ahí no resulta ninguna comunidad de cultura.
Al ser totalmente divergentes los fundamentos de su pensamiento y de su visión
del mundo, los trabajadores leen en estas obras otra cosa muy distinta que la
burguesía. Como se ha demostrado más arriba, la cultura nacional no está
suspendida en el aire; es la expresión de la historia material de la vida de
las clases cuyo auge creó la nación. Lo que encontramos expresado en Schiller y
en Goethe no son abstracciones de la imaginación estética, sino los
sentimientos y los ideales de la burguesía en su juventud, su aspiración a la
libertad y a los derechos del hombre, su manera propia de aprehender el mundo y
sus problemas. El obrero consciente de hoy tiene otros sentimientos, otros
ideales y otra visión del mundo. Cuando, en su lectura, se trata del
individualismo de Guillermo Tell o de los derechos de los hombres, eternos e
imprescriptibles, etéreos, la mentalidad que allí se expresa no es la suya, que
debe su madurez a una comprensión más profunda de la sociedad y que sabe que
los derechos del hombre no pueden ser conquistados más que por la lucha de una
organización de masas. No es insensible a la belleza de la literatura antigua;
es precisamente su juicio histórico el que le permite comprender los ideales de
las generaciones precedentes a partir de su sistema económico. Es capaz de
sentir la fuerza de aquellos y, así, apreciar la belleza en las obras en las
que han encontrado su más perfecta expresión. Pues lo bello es lo que abarca y
representa lo más perfectamente posible la universalidad, la esencia y la
sustancia más profunda de una realidad.
A esto viene
a añadirse que, en muchos puntos, los sentimientos de la época revolucionaria
burguesa suscitan en él un poderoso eco; pero lo que encuentra en él un eco, no
lo encuentra justamente en la burguesía moderna. Esto es más válido aún en lo
concerniente a la literatura radical y proletaria. De lo que entusiasma al proletario
en las obras de Heine y de Freiligrath[6], la
burguesía no quiere saber nada. La lectura, por las dos clases, de la
literatura de que disponen en común, es totalmente diferente; sus ideales
sociales y políticos son diametralmente opuestos, sus visiones del mundo no
tienen nada en común. Esto es cierto en una medida aún mayor en lo concerniente
a la historia. Lo que, en la historia, la burguesía considera como los
recuerdos más sublimes de la nación, no suscita en el proletariado consciente
más que odio, aversión o indiferencia. Nada indica aquí que posean una cultura
común. Sólo las ciencias físicas y naturales son admiradas y honoradas por
ambas clases. Su contenido es idéntico para las dos. Pero qué diferente de la
actitud de las clases burguesas es la del trabajador que ha reconocido en ellas
el fundamento de su dominio absoluto sobre la naturaleza y sobre su destino en
la sociedad socialista futura. Para el trabajador, esta visión de la
naturaleza, esta concepción de la historia, este sentimiento de la literatura,
no son elementos de una cultura nacional de la que participa, son elementos de
su cultura socialista.
El contenido
intelectual más esencial, los pensamientos determinantes, la verdadera cultura
de los socialdemócratas alemanes no hunden sus raíces en Schiller ni en Goethe,
sino en Marx y en Engels. Y esta cultura, surgida de una comprensión socialista
lúcida de la historia y del futuro de la sociedad, del ideal socialista de una
humanidad libre y sin clases, así como de la ética comunitaria proletaria, y
que por ahí mismo se opone en todos sus rasgos característicos a la cultura
burguesa, es internacional. Esta cultura, a pesar de que difiera de un pueblo a
otro en matices – como la manera de ver de los proletarios varía según sus
condiciones de existencia y la forma de la economía – a pesar de que esté
fuertemente influenciada por los antecedentes históricos propios de la nación,
sobre todo allí donde la lucha de clases está poco desarrollada, es en todas
partes la misma. Su forma, la lengua en la que se expresa, es diferente, pero
todas las demás diferencias, incluso nacionales, se ven cada vez más reducidas
por el desarrollo de la lucha de clases y el crecimiento del socialismo. Por el
contrario, la separación entre la cultura de la burguesía y la del proletariado
se acrece sin cesar.
Por tanto,
es inexacto decir que el proletariado lucha por la propiedad de los bienes
culturales nacionales que produce con su trabajo. No lucha para apropiarse de los bienes culturales de la burguesía,
lucha por el control de la producción y para establecer, sobre esta base, su
propia cultura socialista. Lo que llamamos efectos culturales de la lucha
de clases, la adquisición por parte del trabajador de una conciencia de sí
mismo, del saber y del deseo de instruirse, de exigencias intelectuales
elevadas, no tiene nada que ver con una cultura nacional burguesa, sino que
representa el crecimiento de la cultura socialista. Esta cultura es un producto
de la lucha, que es una lucha contra el conjunto del mundo burgués. Y del mismo
modo que vemos desarrollarse en el proletariado la humanidad nueva, orgullosa y
segura de su victoria, liberada de la infame esclavitud del pasado, formada por
combatientes valientes, capaces de penetrar sin prejuicios y comprender
completamente la marcha del mundo, unidos por la más estrecha de las
solidaridades en una estrecha unidad, así despunta desde ahora en este
proletariado el espíritu de la humanidad nueva, la cultura socialista, débil al
principio, confusa y mezclada con tradiciones burguesas, pero después cada vez
más clara, cada vez más pura, más bella, más rica.
Evidentemente,
esto no quiere decir que la cultura burguesa no va a continuar también reinando
todavía durante mucho tiempo y poderosamente en el espíritu de los
trabajadores. Demasiadas influencias provenientes de este mundo actúan sobre el
proletariado, voluntaria e involuntariamente; no sólo la escuela, la Iglesia y
la prensa burguesa, sino todas las bellas letras y las obras científicas
penetradas por el pensamiento burgués. Pero cada vez con más frecuencia y de
manera incesantemente ampliada, la vida misma y la experiencia propia triunfa
en el espíritu de los trabajadores de la visión burguesa del mundo. Y así debe
ser. Pues en la medida en que esta última se apodera de los trabajadores, los
hace menos capaces de luchar; bajo su influencia, los trabajadores se llenan de
respeto hacia las fuerzas dominantes, se les inculca el pensamiento ideológico
de estas, su conciencia de clase lúcida es oscurecida, se los levanta a unos
contra otros de una a otra nación, se hacen dispersar y son, por tanto,
debilitados en la lucha y desposeídos de su confianza en sí mismos. Ahora bien,
nuestro objetivo exige un género humano orgulloso, consciente de sí mismo,
audaz tanto en sus pensamientos como en su acción. Y por esta razón las
exigencias mismas de la lucha liberan a los trabajadores de estas influencias
paralizantes de la cultura burguesa.
Es, pues,
inexacto decir que los trabajadores acceden a través de su lucha a una
“comunidad nacional de cultura”. Es la política del proletariado, la política
internacional de la lucha de clases, la que engendra en él una nueva cultura,
internacional y socialista.
Bauer opone
la nación en tanto que comunidad de destino a la clase, en la
que la similitud del destino ha desarrollado rasgos de
carácter similares. Pero la clase obrera no es solamente un grupo de hombres
que han conocido el mismo destino y, por consiguiente, tienen el mismo
carácter. La lucha de clase suelda al proletariado en una comunidad de
destino. El destino vivido en común es la lucha llevada en común
contra el mismo enemigo.
En la lucha
sindical, obreros de nacionalidades diferentes se ven confrontados al mismo
patrón. Deben librar la lucha como unidad compacta, conocen sus vicisitudes y
efectos en la más estrecha de las comunidades de destino. De su país han traído
sus diferencias nacionales mezcladas con el individualismo primitivo de los
campesinos o de los pequeños burgueses, quizá también un poco de conciencia
nacional, mezclada con otras tradiciones burguesas. Pero toda esta diferencia
es tradición del pasado frente a la necesidad de resistir ahora en una masa
compacta, frente a la viviente comunidad de combate de hoy. Sólo una
diferencia tiene aquí una significación práctica: la de la lengua;
toda explicación, todo proyecto, toda información deben ser comunicados a cada
uno en su propia lengua. En las grandes huelgas de América (la de las acerías
de McKees Rocks o la de la industria textil en Lawrence, por ejemplo), los
huelguistas – una mezcla inconexa de las nacionalidades más diversas:
Franceses, italianos, polacos, turcos, sirios, etc.– se constituyeron en
secciones separadas según la lengua, cuyos comités celebraban sesión siempre
juntos y comunicaban simultáneamente las propuestas a cada sección en su propia
lengua, preservando así la unidad del conjunto, prueba de que, a pesar de las
dificultades inherentes a las diferencias lingüísticas, se puede realizar una
estrecha comunidad de lucha proletaria. Querer proceder aquí a una separación
organizativa entre lo que une la vida y la lucha, el interés real – y esa
separación es la que pretende el separatismo – es tan contrario a la realidad
que el éxito sólo puede ser temporal.
Esto no es
cierto sólo para los obreros de la misma fábrica. Para poder librar su lucha
con éxito, los obreros de todo el país deben unirse en un sindicato; y todos
sus miembros consideran el avance de un grupo local como su propia lucha. Es
más necesario aún cuando en el curso del desarrollo, la lucha sindical reviste
formas más ásperas. Los patronos se unen en cárteles y asociaciones patronales;
estas últimas no se diferencian porque se trate de patronos checos o alemanes,
pues agrupan a todos los patronos de todo el Estado, e incluso a veces van más
allá de las fronteras del Estado. Todos los obreros de un mismo oficio que
están en el mismo Estado hacen huelgas y sufren los cierres de fábricas en
común y por consiguiente constituyen una comunidad de destino vivido, y esto es
lo más importante, superando todas las diferencias nacionales. Y en el último
movimiento de reivindicaciones salariales de los marinos que se opusieron en el
verano de 1911 a una asociación internacional de armadores, se ha podido ver ya
una comunidad internacional de destino surgiendo como realidad tangible.
Lo mismo
ocurre con la lucha política. En el Manifiesto comunista de Marx y Engels, se puede leer
a este propósito: “En la forma, aun no
siéndolo en el fondo, la lucha del proletariado contra la burguesía es
primeramente una lucha nacional. Es necesario naturalmente que el proletariado
de cada país acabe primero con su propia burguesía”[7]. Está claro en esta frase que la palabra “nacional”
no es utilizada en el sentido austríaco, sino
que surge de la situación de Europa occidental en que el Estado y nación pasan
por ser sinónimos. Esta frase significa simplemente que los obreros
ingleses no pueden librar la lucha de clase contra la burguesía francesa, ni
los obreros franceses contra la burguesía inglesa, sino que la burguesía
inglesa y el poder de Estado inglés no pueden ser atacados y vencidos más que
por el proletariado inglés. En Austria, el Estado y la nación son entidades
diferentes. La nación surge naturalmente como una comunidad de intereses de las
clases burguesas. Pero es el Estado el que es la verdadera organización
sólida de la burguesía para proteger sus intereses. El Estado protege
la propiedad, se ocupa de la administración, pone a punto la flota y el ejército,
recauda los impuestos y contiene a las masas populares. Las “naciones”, o,
mejor aún: las organizaciones activas que se presentan en su nombre, es decir,
los partidos burgueses, no sirven más que para luchar por la conquista de la
influencia adecuada sobre el Estado, una participación en el poder del Estado.
Para la gran burguesía, cuyo espacio de intereses económicos abarca todo el
Estado y va incluso más allá, que tiene necesidad de privilegios directos, de
aduanas, de pedidos y de protección en el extranjero, es un Estado bastante
vasto el que constituye la comunidad natural de intereses y no la nación. La
independencia aparente que el poder de Estado ha sabido mantener durante mucho
tiempo gracias al conflicto entre las naciones, no puede enmascarar el hecho de
que ha sido también un instrumento al servicio del gran capital.
Por esta
razón el centro de gravedad de la lucha política de la clase obrera se desplaza
cada vez más hacia el Estado. Mientras la lucha por el poder político quede aún
en segundo plano y la agitación, la propaganda y la lucha de las ideas –que,
naturalmente, deben expresarse en cada una de las lenguas – ocupen todavía el
primer plano de la escena, los ejércitos de proletarios siguen separados
nacionalmente para la lucha política. En este primer estadio del movimiento
socialista, lo importante es liberar a los proletarios de la influencia
ideológica de la pequeña burguesía, arrancarlos de los partidos burgueses e
inculcarles la conciencia de clase. Los partidos burgueses, separados por
naciones, se convierten entonces en los enemigos a combatir. El Estado aparece
como un poder legislativo del que se exigen leyes de protección para el
proletariado; conquistar una influencia sobre el Estado a favor de los
intereses proletarios se presenta a los proletarios escasamente conscientes,
aún modestos, como el primer objetivo de la acción política. Y la meta final, la lucha por el socialismo,
se presenta como una lucha por el
poder en el Estado, contra los
partidos burgueses.
Pero cuando
el partido socialista consigue el rango de factor importante en el Parlamento,
esto cambia. En el Parlamento, donde se zanjan todas las cuestiones políticas
esenciales, el proletariado se ve confrontado a los representantes de las
clases burguesas de todo el Estado. La lucha política esencial, en la que se
integra y a la que se somete cada vez más el trabajo de educación, se
desarrolla en el terreno del Estado. Es común a todos los obreros del Estado,
cualquiera que sea la nación a la que pertenezcan. Amplía la comunidad de lucha
al conjunto del proletariado del Estado, proletariado para el que la lucha
común contra el mismo enemigo, contra el conjunto de los partidos burgueses de
todas las naciones y su gobierno, se convierte en un destino común. No
es la nación, sino el Estado, el que determina para el proletariado las
fronteras de la comunidad de destino que es la lucha política parlamentaria.
Mientras la propaganda socialista siga siendo la actividad más importante para
los rutenos de Austria y para los rutenos de Rusia[8], seguirán estrechamente
ligados entre sí. Pero desde el momento en que el desarrollo llega al punto en
que la lucha política real es librada contra el poder del Estado – mayoría
burguesa y gobierno – tienen que separarse, luchar en lugares diferentes y con
métodos a veces completamente diferentes. Los primeros intervienen en Viena en
el Reichsrat junto con obreros tiroleses y checos, los otros luchan ya sea en
la clandestinidad, ya sea en las calles de Kiev contra el gobierno del zar y
sus cosacos. Su comunidad de destino está rota.
Todo esto se
presenta tanto más claramente cuanto que el empuje del proletariado se hace más
poderoso y su lucha ocupa cada vez más el campo de la historia. El poder de
Estado y todos los poderosos medios de que dispone, es el feudo de las clases
poseedoras; el proletariado no puede liberarse, no puede eliminar el
capitalismo más que derrotando primero esta organización poderosa. La conquista
de la hegemonía política no es solamente una lucha por el poder de Estado, sino
una lucha contra el poder de Estado. La revolución social que desembocará en el
socialismo consiste esencialmente en vencer el poder de Estado por la potencia
de la organización proletaria. Por eso debe ser realizada por el proletariado
de todo el Estado. Esta lucha de liberación común contra el
mismo enemigo es la experiencia más importante, por así decir, toda la
historia de la vida del proletariado desde su primer despertar hasta
la victoria. Ella hace de la clase obrera, no de la misma nación, sino
del mismo Estado, una comunidad de destino. Sólo en Europa occidental,
donde Estado y nación coinciden más o menos, la lucha librada en el terreno
estatal-nacional por la hegemonía política da origen en el proletariado a
comunidades de destino que coinciden con las naciones.
Pero también
en este caso se desarrolla cada vez más el carácter internacional del
proletariado. Los obreros de los diferentes países intercambian teoría y
práctica, métodos de lucha y concepciones y los consideran como un asunto
común. Ciertamente éste era también el caso de la burguesía ascendente; en sus
concepciones económicas y filosóficas, los ingleses, los franceses, los
alemanes se han influenciado mutua y profundamente por el intercambio de ideas.
Pero de ello no resultó ninguna comunidad pues su antagonismo económico les
condujo a organizarse en naciones hostiles unas hacia las otras; precisamente
la conquista, por parte de la burguesía francesa, de la libertad burguesa que
tenía desde hacía mucho tiempo la burguesía inglesa fue lo que provocó las
enconadas guerras napoleónicas. Semejante conflicto de intereses está
totalmente ausente en el proletariado y por esta razón la influencia espiritual
recíproca que ejerce la clase obrera de los diferentes países puede actuar sin
coerción en la constitución de una comunidad internacional de cultura. Pero la
comunidad no se limita a esto. Las luchas, las victorias y las derrotas en un
país tienen profundas consecuencias en la lucha de clase de los demás países.
Las luchas que libran nuestros camaradas de clase en el extranjero contra su
burguesía no es nuestro propio asunto sólo en el terreno de las ideas, sino
también en el plano material; forman parte de nuestro propio combate y las
sentimos como tales. Eso lo saben muy bien los obreros austríacos, para los
cuales la revolución rusa fue un episodio decisivo de su propia lucha por el
sufragio universal[9].
El proletariado de todos los países se percibe como un ejército único, como una
gran unión a la que sólo razones prácticas obligan a escindirse en numerosos
batallones que deben combatir al enemigo separadamente, puesto que la burguesía
está organizada en Estados y, por consiguiente, son numerosas las fortalezas a
tomar. Es también bajo esta forma como la prensa nos relata las luchas en el
extranjero: las huelgas de los portuarios ingleses, las elecciones en Bélgica,
las manifestaciones callejeras en Budapest son todas asunto de nuestra gran
organización de clase. De este modo, la lucha de clase internacional se
convierte en la experiencia común de los obreros de todos los
países.
En esta
concepción del proletariado se reflejan ya las condiciones del orden social
futuro, en el que los hombres ya no conocerán antagonismos estatales. Al
superar las organizaciones estatales rígidas de la burguesía por la potencia
organizativa de las masas proletarias, el Estado desaparece como potencia de
coerción y terreno de dominación que se delimita netamente con relación al
exterior. Las organizaciones políticas revisten una nueva función: “el gobierno de las personas deja paso a la administración de
las cosas”, diría Engels en el Anti-Dühring (o aquí) [10]. Para regular conscientemente la producción
se necesita organización, órganos ejecutivos y una actividad administrativa;
pero para ello no es necesaria ni posible la centralización más estricta tal
como la practica el Estado actual. Esta cederá el lugar a una amplia
descentralización y a la auto-administración. Según las dimensiones de una rama
de producción, las organizaciones abarcarán áreas más o menos grandes; mientras
que, por ejemplo, el pan se producirá a escala local, la producción del hierro
y la circulación ferroviaria necesitan entidades económicas de la magnitud de
un Estado. Habrá unidades de producción de las más diversas dimensiones, desde
el taller y la comuna hasta el Estado e, incluso, para ciertas ramas, hasta
toda la humanidad. Los grupos humanos aparecidos naturalmente, las naciones,
¿no ocuparán entonces el lugar de los Estados desaparecidos en tanto que
unidades organizativas? Sin duda será ese el caso, por la simple razón
práctica, pero sólo por esta razón, de que son comunidades de la misma
lengua y todas las relaciones entre los hombres pasan por la lengua.
Pero Bauer
confiere a las naciones de la sociedad futura una significación complementaria
totalmente distinta: “El hecho de que el socialismo haga autónoma a la nación y
su sino sea producto de su voluntad consciente, determina una diferenciación
creciente entre las naciones en la sociedad socialista y conlleva una
afirmación más pronunciada de su peculiaridad y una separación más tajante de
sus caracteres” (p.105). Cierto que unas reciben de otras el contenido de la
cultura y las ideas de diversas maneras, pero no las recogen sino en ligazón
con la cultura nacional. “Por esta razón, la autonomía en el socialismo
significa necesariamente, a pesar de la igualación de los contenidos materiales
de cultura, una diferenciación cada vez mayor de la cultura espiritual de las
naciones.” (p. 108)... Así “la nación, que descansa en una comunidad de
educación, lleva en sí la tendencia a la unidad; somete a todos sus hijos a una
educación común, todos los con-nacionales trabajan juntos en los talleres
nacionales, cooperan todos juntos en la formación de la voluntad colectiva de
la nación, suministran juntos los bienes culturales nacionales. Así el
socialismo lleva igualmente en sí la garantía de la unidad de la nación.”
(p. 109). Hay ya en el capitalismo la tendencia a reforzar las separaciones
nacionales de las masas y a dar a la nación una coherencia interior más fuerte.
“Pero será privilegio del socialismo llevar (esta tendencia) a la victoria. Por
la diversidad de la educación y de las costumbres según las naciones, la
sociedad socialista distinguirá a todos los pueblos los unos de los otros tan
tajantemente como lo son hoy únicamente las gentes cultivadas de las diferentes
naciones. Cae de su peso que dentro de la nación socialista habrá también comunidades
de carácter más restringidas; pero entre ellas no se podrá encontrar
comunidades culturales independientes, pues las comunidades locales mismas
estarán colocadas bajo la influencia de la cultura de toda la nación, en una
relación cultural y un intercambio de ideas con la nación en su conjunto.”
(p.135)
La
concepción que se expresa en estas frases no es otra cosa sino la transposición
ideológica de la actualidad austríaca a un futuro socialista. Confiere a las
naciones bajo el socialismo el papel que hoy recae en los Estados, a saber,
aislarse cada vez más con relación al exterior y nivelar en el interior todas
las diferencias; entre los muchos niveles de unidades económicas y
administrativas, da a las naciones un rango privilegiado, semejante al que hoy
recae en el Estado tal como lo conciben nuestros adversarios, que ponen el
grito en el cielo a propósito de la “omnipotencia del Estado” bajo el
socialismo, e incluso se habla aquí de “talleres nacionales”. Por lo demás,
mientras que en los escritos socialistas se habla siempre de talleres y de
medios de producción de la “comunidad” por oposición a la propiedad privada,
sin precisar las dimensiones de la comunidad, aquí se considera a la nación
como la única comunidad de los hombres, autónoma respecto del exterior,
indiferenciada en el interior.
Semejante
concepción sólo es posible a condición de abandonar totalmente el terreno
material del que han surgido las relaciones mutuas y las ideas de los hombres e
insistir solamente en las fuerzas espirituales como factores determinantes.
Pues las diferencias nacionales pierden entonces totalmente las raíces
económicas que hoy les dan un vigor tan extraordinario. El modo de producción socialista no desarrolla oposiciones de
intereses entre las naciones, como ocurre con el modo de producción burgués. La
unidad económica no es ni el Estado ni la nación, sino el mundo. Este modo
de producción es mucho más que una red de unidades productivas nacionales
ligadas entre sí por una política inteligente de comunicaciones y por
convenciones internacionales, tal como lo describe Bauer en la página 519; es
una organización de la producción mundial en una unidad y
asunto común de toda la humanidad. En esta comunidad mundial, de la que es un
comienzo desde ahora el internacionalismo del proletariado, no puede tratarse
de una autonomía de la nación alemana, por poner un ejemplo, más que de una
autonomía de Baviera, de la ciudad de Praga o de la fundición de Poldi. Todas
arreglan parcialmente sus propios asuntos y todas dependen del todo en cuanto
partes de este todo. Toda la noción de autonomía proviene de la era capitalista
en la que las condiciones de la dominación conllevan su contrario, a saber, la
libertad respecto a una dominación determinada.
Esta base
material de la colectividad, la producción mundial organizada,
transforma la humanidad futura en una sola y única comunidad de destino.
Para las grandes realizaciones que les esperan, la conquista científica y
técnica de toda la tierra y su acondicionamiento en una morada magnífica para
una raza de señores [ein Geschlecht von Herrenmenschen] feliz y
orgullosa de su victoria y que se ha hecho dominadora de la naturaleza y de sus
fuerzas, para estas grandes realizaciones – que apenas podemos imaginar hoy –
las fronteras de los Estados y de los pueblos son demasiado estrechas y
restringidas. La comunidad de destino unirá a toda la humanidad en una
comunidad intelectual y cultural. La diversidad lingüística no será
obstáculo, pues toda comunidad humana que mantenga con otra una comunicación
verdadera creará un lenguaje común. Sin pretender abordar aquí la cuestión de
una lengua universal, indicaremos solamente que ya hoy es fácil apropiarse
varias lenguas extranjeras una vez superado el estadio de los estudios
primarios. Por eso es inútil abordar la cuestión de saber hasta qué punto son
de naturaleza permanente las actuales delimitaciones y diferencias
lingüísticas. Lo que Bauer dice a propósito de la nación en la última de las
frases citadas, vale entonces para la humanidad entera: aunque dentro de la
humanidad socialista subsistan comunidades de carácter restringidas, no podrá
haber comunidades de cultura independientes pues toda comunidad local (y
nacional), sin excepción, se encontrará, bajo la influencia de la cultura del conjunto
de la humanidad, en comunicación cultural, en un intercambio de ideas, con la
humanidad entera.
Nuestra
investigación ha demostrado que bajo la dominación del capitalismo avanzado, al
que acompaña la lucha de clases, el proletariado no puede encontrar ninguna
fuerza constitutiva de la nación. No forma comunidad de destino con las clases
burguesas, ni una comunidad de intereses materiales, ni una comunidad que
pudiese ser la de la cultura intelectual. Los rudimentos de semejante
comunidad, que se esbozan justo al comenzar el capitalismo, desaparecen
necesariamente con el desarrollo de la lucha de clases. Mientras que en las
clases burguesas poderosas fuerzas económicas generan el aislamiento nacional,
un antagonismo nacional y toda la ideología nacional, en el proletariado están
ausentes. En su lugar, la lucha de clase, que da a su vida lo esencial de su
contenido, crea una comunidad internacional de destino y de carácter en la que
no tienen significación práctica las naciones en tanto que grupos de la misma
lengua. Y como el proletariado es la humanidad en devenir, esta comunidad
constituye la aurora de la comunidad económica y cultural de la humanidad
entera bajo el socialismo.
Por tanto,
hay que responder afirmativamente a la pregunta que habíamos planteado al
principio: Lo nacional no tiene para el proletariado más significado
que el de una tradición. Sus raíces materiales se hunden en el pasado y no
pueden alimentarse en las vivencias del proletariado. Por tanto, la
nación juega para el proletariado un papel parecido al de la religión. Notemos
la diferencia, a pesar de este parentesco. Las raíces materiales de los
antagonismos religiosos se pierden en el pasado lejano y ya casi no son
conocidas por el hombre de nuestro tiempo. Por esta razón, estos antagonismos
están totalmente desligados de todos los intereses materiales y aparecen como
querellas puramente abstractas acerca de cuestiones sobrenaturales. Por el
contrario, las raíces materiales de los antagonismos nacionales se encuentran
justo detrás de nosotros, en el mundo burgués moderno con el que estamos en
contacto constante, por eso conservan toda la frescura y vigor de la juventud y
conmueven tanto más cuanto que somos capaces de sentir directamente los intereses
que expresan; pero, al tener raíces menos profundas, les falta la resistencia
tan difícilmente quebrantable de una ideología petrificada por los siglos.
Por eso
nuestra investigación nos lleva a una concepción completamente distinta a la de
Bauer. Éste supone, al contrario del nacionalismo burgués, una transformación
continua de la nación hacia nuevas formas y nuevos caracteres. Así, la nación
alemana ha revestido, a través de la historia, apariencias continuamente
renovadas del proto-germano hasta el futuro miembro de la sociedad socialista.
Pero, bajo estas formas cambiantes, permanece la nación misma, e incluso si
ciertas naciones deben desaparecer y surgir otras, la nación sigue siendo
siempre la estructura fundamental de la humanidad. Por el contrario, según nuestras conclusiones la nación no es más que
una estructura temporal y transitoria en la historia de la evolución de la
humanidad, una de las numerosas formas de organización que se suceden o se
manifiestan simultáneamente: tribus, pueblos, imperios, Iglesias, comunidades
aldeanas, Estados. Entre ellas, la nación, en su especificidad, es un
producto de la sociedad burguesa y desaparecerá con ella. Querer encontrar
la nación en todas las comunidades pasadas y futuras es tan artificial como interpretar,
a la manera de los economistas burgueses, el conjunto de las formas económicas
pasadas y futuras como formas variadas del capitalismo y concebir la evolución
mundial como evolución del capitalismo, que iría desde el “capital” del
salvaje, su arco, hasta el “capital” de la sociedad socialista.
Aquí aparece
el fallo de la idea básica en la obra de Bauer, tal como la citamos más arriba.
Cuando éste dice que la nación no es una cosa rígida sino un proceso en
devenir, ello implica que la nación en cuanto tal es permanente y eterna. Para
Bauer, la nación es “el producto jamás acabado de un proceso eternamente en
curso.” Para nosotros, la nación es un episodio en el proceso de la
evolución humana que progresa hacia el infinito. La nación constituye
para Bauer el elemento fundamental permanente de la humanidad. Su teoría
es una reflexión sobre el conjunto de la historia de la humanidad bajo
el ángulo nacional. Las formas económicas se transforman, las clases nacen
y mueren, pero eso sólo son mutaciones de la nación, dentro de la nación. La
nación sigue siendo el elemento primario al que las clases y sus
transformaciones confieren simplemente un contenido cambiante. Por esta razón
Bauer expresa las ideas y los objetivos del socialismo en la lengua del nacionalismo
y habla de nación allí donde otros han empleado los términos de pueblo y
humanidad: la “nación”, por la propiedad privada de los medios de trabajo, ha
perdido el control de su destino; la “nación” no lo ha decidido
conscientemente, son los capitalistas los que determinan el destino de la
“nación”; la “nación” del futuro se convertirá en el artífice de su propio
destino; ya hemos citado más arriba los talleres nacionales. Así Bauer es
llevado a calificar de políticas evolucionista-nacional y conservadora-nacional
las dos direcciones opuestas de la política, la del socialismo, dirigida hacia
delante, y la del capitalismo, que intenta mantener el orden económico actual.
Siguiendo el ejemplo citado más arriba, se podría calificar igualmente el
socialismo de política evolucionista-capitalista.
La manera
como Bauer trata la cuestión de las nacionalidades es una teoría
específicamente austríaca, constituye una doctrina de la evolución de la
humanidad que sólo podría nacer en Austria, donde las cuestiones nacionales
dominan toda la vida pública. Se constata, y no es ciertamente con la intención
de estigmatizarlo, que un investigador que maneja con tal éxito el método de la
concepción marxista de la historia, se convierte a su vez, al sucumbir a la
influencia de su entorno, en una prueba de esta teoría.
Sólo esta
influencia lo ha puesto en condiciones de hacer progresar hasta tal punto
nuestra comprensión científica. Y es que nosotros no somos máquinas de pensar
lógicamente sino seres humanos que vivimos dentro de un mundo que nos obliga a
dominar, apoyándonos en la experiencia y la reflexión, los problemas que nos
plantea la práctica de la lucha.
Pero nos
parece que en la diferencia de las conclusiones interviene también una
diferencia de los conceptos filosóficos fundamentales. ¿En qué ha desembocado
siempre nuestra crítica de las concepciones de Bauer? En una evaluación
diferente de las fuerzas materiales e intelectuales. Mientras que Bauer se
apoya en la potencia indestructible de las cosas del espíritu, de la ideología
en tanto que fuerza independiente, nosotros ponemos siempre el acento en su
dependencia de las condiciones económicas. Se siente uno tentado de poner esta
desviación del materialismo marxista próxima al hecho de que Bauer se ha
presentado en varias ocasiones como defensor de la filosofía de Kant y cuenta
entre los kantianos. Así su obra confirma doblemente que el marxismo es un
método científico precioso e indispensable.
Sólo él le
ha permitido enunciar los numerosos resultados notables que enriquecen nuestra
comprensión; allí donde se manifiestan ciertas carencias es precisamente donde
su método se aleja de las concepciones materialistas del marxismo.
III. La táctica socialista
La táctica
socialista está basada en la ciencia de la evolución social. El modo como una
clase obrera se hace cargo de sus intereses está determinado por su concepción
de la evolución futura de las condiciones. Su táctica no debe dejarse
influenciar por todos los deseos y objetivos que pueden surgir en el
proletariado oprimido ni por todas las ideas que dominan su espíritu; si están
en contradicción con la evolución efectiva no son realizables pues toda la
energía y todo el trabajo que se les consagran lo son en vano y pueden incluso
causar daño. Eso ocurrió con todos los intentos y esfuerzos para frenar la
marcha triunfal de la gran industria y restablecer el antiguo orden de las
corporaciones. El proletariado en lucha ha rechazado todo esto; guiado por su
comprensión del carácter inevitable del desarrollo capitalista, ha establecido
su objetivo socialista. Lo que se producirá efectiva e inevitablemente es lo
que constituye la línea directriz de nuestra táctica. Por esta razón era de
importancia primordial establecer, no qué papel juega en este momento lo
nacional en un proletariado cualquiera, sino cuál será a la larga su parte en
el proletariado bajo la influencia del ascenso de la lucha de clases. Nuestras
concepciones sobre la significación futura de lo nacional para la clase obrera
son las que deben determinar nuestras concepciones tácticas en las cuestiones
nacionales.
Las
concepciones de Bauer sobre el futuro de la nación constituyen el fundamento
teórico de la táctica del oportunismo nacional. La táctica
oportunista se dibuja por sí misma a partir del pensamiento fundamental de su
obra, que considera la nacionalidad como el único resultado poderoso y
permanente de toda la evolución histórica. Si la nación constituye, y no sólo
hoy sino cada vez más a medida que se desarrolla el movimiento obrero, y
totalmente bajo el socialismo, el principio unificador y divisor natural de la
humanidad, entonces es inútil querer luchar contra la potencia de la idea
nacional en el proletariado.
Entonces
será necesario considerar el socialismo mucho más a la luz del nacionalismo y
expresar su objetivo en el lenguaje del nacionalismo. Entonces será necesario
que pongamos delante las reivindicaciones nacionales y nos esforcemos en
convencer a los obreros patriotas de que el socialismo es el mejor y el único
verdadero nacionalismo.
La táctica debe ser completamente
diferente si se llega a la convicción de que lo nacional no es más que
ideología burguesa que no tiene sus raíces materiales en el proletariado y que
por esta razón desaparecerá a medida que se desarrolle la lucha de clase. En este caso, lo nacional no sólo es
una manifestación pasajera en el proletariado, sino que entonces constituye,
como toda ideología burguesa, un obstáculo para la lucha de clases cuyo
poder perjudicial debe ser eliminado en la medida de lo posible. Y
superarlo se sitúa en la línea misma de la evolución. Las consignas y los
objetivos nacionales desvían a los trabajadores de sus objetivos proletarios
específicos. Dividen a los obreros de las diferentes naciones, provocan su
hostilidad recíproca y destruyen así la unidad necesaria del proletariado.
Alinean codo con codo los trabajadores y la burguesía en un mismo frente,
obscureciendo así su conciencia de clase y hacen del proletariado el ejecutor
de la política burguesa. Las luchas nacionales impiden que se hagan valer las
cuestiones sociales y los intereses proletarios en la política y condenan a la
esterilidad este importante método de lucha del proletariado. Todo esto es
alentado por la propaganda socialista cuando ésta presenta a los obreros las
consignas nacionales como válidas, independientemente del objetivo propio de su
lucha y cuando utiliza el lenguaje del nacionalismo en la descripción de
nuestros objetivos socialistas. Inversamente, es indispensable que el
sentimiento de clase y la lucha de clase arraiguen profundamente en el espíritu
de los obreros; es entonces cuando se darán cuenta progresivamente de lo irreal
y de lo fútil de las consignas nacionales para su clase.
Por esta
razón, objetivos de Estado-nación, tal como, por ejemplo, el restablecimiento de un Estado nacional independiente en Polonia, no
caben en la propaganda socialista. La razón de ello no es que carecería
totalmente de interés un Estado nacional perteneciente al proletariado. Pues
resulta molesto para la adquisición de una lúcida conciencia de clase que el
odio contra la explotación y la opresión tome fácilmente la forma de un odio
nacional contra los opresores extranjeros, como en el caso de la dominación extranjera
ejercida por Rusia, que protege a los capitalistas polacos. Sino porque el
restablecimiento de una Polonia independiente es utópico en la era capitalista.
Esto vale igualmente para la solución de la cuestión polaca que propone Bauer:
la autonomía nacional de los polacos en el marco del Imperio ruso. Por deseable
o necesario que sea este objetivo para el proletariado polaco, mientras reine
el capitalismo la evolución real no será determinada por lo que el proletariado
cree necesitar, sino por lo que quiere la clase dominante. Si, por el
contrario, el proletariado es lo suficientemente poderoso para imponer su
voluntad, el valor de tal autonomía es entonces infinitamente pequeño en
comparación con el valor real de sus reivindicaciones de clase, que llevan al
socialismo. La lucha del proletariado polaco contra la potencia política cuya
opresión sufre realmente – el gobierno ruso, prusiano o austríaco, según el
caso – está condenada a la esterilidad en tanto que lucha nacional; sólo como
lucha de clase alcanzará su objetivo. El único objetivo que se puede alcanzar y
que por esta razón se impone, es el de triunfar, junto con los otros obreros de
estos Estados, del poder político capitalista y luchar por el advenimiento del
socialismo. Ahora bien, bajo el socialismo el objetivo de la independencia de
Polonia ya no tiene sentido pues nada se opondrá entonces a que todos los
individuos de lengua polaca tengan libertad para fusionarse en una unidad
administrativa.
En la
posición respecto de los dos partidos socialistas polacos[11],
la diferencia en la evaluación es evidente. Bauer insiste en el hecho de que
ambos tienen justificación, pues cada uno de ellos encarna una faceta de la
naturaleza de los trabajadores polacos: el P. P. S., el sentimiento nacional, la S. D. de Polonia y Lituania, la lucha internacional de clase.
Esto es justo, pero incompleto. Nosotros no nos contentamos con el método
histórico muy objetivo que prueba que todo fenómeno o tendencia es explicable y
proviene de causas naturales. Nosotros debemos añadir que una faceta de esta
naturaleza se refuerza en el curso de la evolución, mientras que la otra decae.
El principio de uno de los dos partidos se basa en el futuro, el del otro se
basa en el pasado, uno constituye la gran fuerza del progreso, el otro es una
tradición obligatoria. Por esta razón, los dos partidos no representan la misma
cosa para nosotros; en tanto que
marxistas que basamos nuestro principio en la ciencia de la evolución real, en
tanto que socialdemócratas revolucionarios que encontramos el nuestro en
la lucha de clases, debemos dar la razón a uno y apoyar su posición contra el
otro.
Hemos
hablado más arriba de la carencia de valor de las consignas nacionales para el
proletariado. Pero, ¿ciertas reivindicaciones nacionales no tienen igualmente
la mayor importancia para los obreros, y no deberían éstos luchar por ellas de
acuerdo con la burguesía? Las escuelas nacionales, por ejemplo, en las que los
hijos del proletariado tienen la posibilidad de instruirse en su propia lengua,
¿no tienen un valor cierto? Para nosotros constituyen reivindicaciones
proletarias y no reivindicaciones nacionales. Las reivindicaciones
nacionales checas van dirigidas contra los alemanes, los cuales las combaten.
Si, por el contrario, a los obreros checos les interesan escuelas checas, una
lengua administrativa checa, etc., porque les permiten acrecentar sus
posibilidades de formación y su independencia respecto de los empresarios y de
las autoridades, interesan otro tanto a los obreros alemanes, los cuales tienen
todo el interés en ver a sus camaradas de clase adquirir el máximo posible de
fuerzas en la lucha de clases. Por tanto, no sólo los socialdemócratas checos
sino también sus camaradas alemanes deben reivindicar escuelas para las
minorías checas, y poco importa a los representantes del proletariado que sea
la potencia de la “nación” alemana o la de la “nación” checa, es decir, la
potencia de la burguesía alemana o checa dentro del Estado, la que se vea
reforzada o debilitada por ello. Es siempre el interés proletario el que
prevalece. Si la burguesía, por razones nacionales, formula una reivindicación
idéntica, en la práctica persigue algo totalmente distinto puesto que tampoco
sus objetivos son los mismos. En las escuelas de la minoría checa, los obreros
alentarán el conocimiento de la lengua alemana porque esto constituye una ayuda
para los niños en la lucha por la existencia, pero la burguesía checa se
empleará en apartarlos de la lengua alemana. Los obreros reivindican la
pluralidad más grande de lenguas empleadas en la administración, los
nacionalistas quieren suprimir la lengua extranjera. Sólo en
apariencia, pues, concuerdan las reivindicaciones lingüísticas y culturales de
los obreros y las reivindicaciones nacionales. Son reivindicaciones proletarias
las planteadas en común por el conjunto del proletariado de todas las naciones.
La táctica
marxista de la socialdemocracia se basa en el reconocimiento de los verdaderos
intereses de clase de los obreros. No puede ser desviada por las ideologías,
aun cuando éstas parecen arraigadas en la cabeza de las gentes. Por su modo
marxista de comprender, sabe que las ideas y las ideologías que aparentemente
no tienen base material, de ninguna manera son sobrenaturales ni están
investidas de una existencia espiritual desligada de lo corporal, sino que son
la expresión tradicional y fijada de intereses de clase anteriores. Por esto estamos
seguros de que frente a la enorme densidad de los intereses de clase y
de las necesidades reales y actuales, por poco que se tenga conciencia de
ello, ninguna ideología arraigada en el pasado, por poderosa que sea,
puede resistir a la larga. Esta concepción de base determina también la
manera como luchamos contra su fuerza.
Los que
consideran las ideas como potencias autónomas en la cabeza de los hombres, que
aparecerían por sí mismas o gracias a una influencia espiritual extraña, tienen
dos posibilidades para poder ganar a los hombres a sus nuevos objetivos: o bien
combatir las antiguas ideologías directamente, demostrando su inexactitud con
consideraciones teóricas abstractas e intentar así arrebatar su poder sobre los
hombres; o bien intentar poner la ideología a su servicio presentando sus
nuevos objetivos como la consecuencia y la realización de las ideas antiguas.
Tomemos el ejemplo de la religión.
La religión
es la más poderosa de las ideologías del pasado que dominan al proletariado e
intentan desviarlo de la lucha de clase unitaria. Socialdemócratas confusos,
que han visto erigirse ante ellos este poderoso obstáculo para el socialismo,
han podido intentar combatir la religión directamente y demostrar la
inexactitud de las doctrinas religiosas – de la misma manera en que había
procedido anteriormente el racionalismo burgués – a fin de quebrantar así su
influencia. O a la inversa, han podido presentar el socialismo como un
cristianismo mejor, como la verdadera realización de las doctrinas religiosas,
y convertir así a los cristianos creyentes al socialismo. Pero estos dos
métodos han fracasado allí donde se han intentado; los ataques teóricos contra
la religión no han podido hacerle mella y han reforzado los prejuicios contra
el socialismo; de igual modo, no se ha podido convencer a nadie cubriéndose
ridículamente con atributos cristianos, porque la tradición a la que los
hombres están firmemente apegados no es un cristianismo cualquiera en general,
sino una doctrina cristiana precisa. Era evidente que ambos estaban destinados
al fracaso. Pues las discusiones y consideraciones teóricas que acompañaban a
estos intentos orientan el espíritu hacia las cuestiones religiosas abstractas,
lo desvían de la realidad de la vida y refuerzan el pensamiento ideológico. La
fe no puede, en general, ser atacada con pruebas teóricas; sólo cuando su
fundamento – las antiguas condiciones de existencia – ha desaparecido y aparece
en el hombre una nueva concepción del mundo, surge la duda a propósito de las
doctrinas y de los dogmas antiguos. Únicamente la nueva realidad, que impregna
el espíritu cada vez más nítidamente, puede derribar una fe transmitida; por
supuesto, es necesario que antes esa realidad llegue claramente a la conciencia
de los hombres. Sólo por el contacto con la realidad el espíritu se
libera del poder de las ideas heredadas.
Por esto la
socialdemocracia marxista no sueña en absoluto con combatir la religión con
argumentos teóricos, o ponerla a su servicio. Esto serviría para mantener
artificialmente las ideas abstractas recibidas, en lugar de dejar que se
disipen poco a poco. Nuestra táctica consiste en esclarecer cada vez
más a los obreros acerca de sus verdaderos intereses de clase, en mostrarles la
realidad de la sociedad y de su vida a fin de que su espíritu se oriente cada
vez más hacia el mundo real de hoy. Entonces las antiguas ideas, que no
encuentran ya de qué alimentarse en la realidad de la vida proletaria, se
doblegan ellas solas. Lo que los hombres piensan de los problemas
teóricos nos es indiferente con tal de que luchemos juntos por el nuevo orden
económico del socialismo. Por esta razón la socialdemocracia no habla ni debate
jamás sobre la existencia de Dios o de controversias religiosas; sólo habla de
capitalismo, de explotación, de intereses de clase, de la necesidad para los
obreros de librar juntos la lucha de clase. De este modo desvía el espíritu de
las ideas secundarias del pasado para dirigirlo a la realidad de hoy; priva así
a estas ideas del poder de desviar a los obreros de la lucha de clase y de la
defensa de sus intereses de clase.
Por
supuesto, no de un solo golpe. Lo que permanece petrificado en el espíritu no
puede ser reblandecido y disuelto más que progresivamente bajo el efecto de
fuerzas nuevas. ¡Cuánto tiempo ha transcurrido hasta que los obreros cristianos
de Renania-Westfalia han abandonado en gran número la bandera del Zentrum[12] para
pasarse a la socialdemocracia! Pero la socialdemocracia no se dejó desviar; no
intentó acelerar el giro de los obreros cristianos por medio de concesiones a
sus prejuicios religiosos; no se dejó llevar por la impaciencia ante la escasez
de sus éxitos, ni se dejó seducir por la propaganda antirreligiosa. No perdió
la fe en la victoria de la realidad sobre la tradición, se atuvo firmemente al
principio, no eligió ninguna desviación táctica que diese la ilusión de un
éxito más rápido; siempre opuso la lucha de clase a la ideología. Y ahora ve madurar
incesantemente los frutos de su táctica.
Lo mismo
ocurre frente al nacionalismo, con la única diferencia de que aquí, al ser una
ideología más reciente y menos petrificada, hay que estar menos prevenido
contra el error del combatir en el plano teórico abstracto y sí contra el error
de transigir. En este caso también nos basta poner el acento en la
lucha de clase y despertar el sentimiento de clase a fin de desviar la atención
de los problemas nacionales. En este caso también toda nuestra
propaganda puede parecer inútil contra el poder de la ideología nacional[13];
muy en primer lugar, podría parecer que el nacionalismo progresa más en los
obreros de las jóvenes naciones. Así en Renania los sindicatos cristianos se
fortalecieron también al mismo tiempo que la socialdemocracia; esto se puede
comparar con el separatismo nacional, que es una parte del movimiento obrero
que concede más importancia a una ideología burguesa que al principio de la
lucha de clases. Pero en la medida en que tales movimientos no pueden, en la
práctica, sino ir a remolque de la burguesía y suscitar así contra ellos el
sentimiento de clase de los obreros, perderán progresivamente su poder.
Por
consiguiente, iríamos completamente descaminados si quisiéramos ganar masas
obreras al socialismo siendo más nacionalistas que ellas, transigiendo.
Este oportunismo nacional puede, como máximo, permitir
ganarlas exteriormente, en apariencia, para el partido, pero no por eso
han sido ganadas a nuestra causa, a las ideas socialistas; las concepciones
burguesas continuarán dominando su espíritu como antes. Y cuando llegue la hora
decisiva en que tengan que elegir entre intereses nacionales y proletarios,
aparecerá la debilidad interna de este movimiento obrero, como
ocurre actualmente en la crisis separatista. ¿Cómo podemos agrupar a las masas
bajo nuestra bandera si dejamos que se inclinen ante la del nacionalismo?
Nuestro principio de la lucha de clase no podrá dominar más que cuando los
otros principios que manipulan y dividen a los hombres de otra manera se queden
sin efecto; pero si, por nuestra propaganda, reforzamos el crédito de los otros
principios, arruinaremos nuestra propia causa.
Como resulta
de lo expuesto más arriba, sería un error total querer combatir los
sentimientos y las consignas nacionales. En los casos en que están arraigados
en las cabezas, no pueden ser eliminados por argumentos teóricos sino
únicamente por una realidad más fuerte, a la que se deja actuar sobre los
espíritus. Si se comienza a hablar de ello, el espíritu del que escucha se
orienta inmediatamente hacia el terreno de lo nacional y no piensa sino en
términos de nacionalismo. Por consiguiente es mejor no hablar de ello en
absoluto, no inmiscuirse en ello. Tanto a
todos los eslóganes como a todos los argumentos nacionalistas, se responderá:
explotación, plusvalía, burguesía, dominación de clase, lucha de clases. Si
ellos hablan de las reivindicaciones de
una escuela nacional, nosotros llamaremos la atención sobre la
insuficiencia de la enseñanza dispensada a los niños de obreros, que no
aprenden más de lo que necesitan para poder deslomarse más tarde al servicio
del capital. Si hablan de letreros callejeros y de cargas administrativas,
nosotros hablaremos de la miseria que obliga a los proletarios a emigrar. Si hablan de la unidad de la nación, nosotros hablaremos de la explotación y de
la opresión de clase. Si ellos hablan de la grandeza de la nación, nosotros hablaremos de la solidaridad del proletariado en todo el
mundo. Sólo cuando la gran realidad del mundo actual – el desarrollo
capitalista, la explotación, la lucha de clase y su meta final, el socialismo –
haya impregnado el espíritu entero de los obreros, se desvanecerán y
desaparecerán los pequeños ideales burgueses del nacionalismo. La
propaganda por el socialismo y la lucha de clase constituyen el único medio,
pero un medio que da resultados seguros, para quebrantar la potencia del
nacionalismo.
En Austria,
después del congreso de Wimberg, el partido socialdemócrata está dividido por
naciones, cada uno de los partidos obreros nacionales es autónomo y colabora
con los de las otras naciones sobre una base federalista[14].
Esta separación nacional del proletariado no presentaba inconvenientes
demasiado grandes y era considerada frecuentemente como el principio
organizativo natural del movimiento obrero en un país profundamente dividido en
el plano nacional. Pero cuando esta separación dejó de limitarse a la
organización política para aplicarse a los sindicatos bajo el nombre de
separatismo, el peligro se hizo tangible de repente. Lo absurdo del proceso
según el cual los obreros del mismo taller están organizados en sindicatos
distintos y obstaculizan así la lucha común contra el patrón, es evidente.
Estos obreros constituyen una comunidad de intereses, no pueden luchar y vencer
más que como masa coherente y, por consiguiente, deben estar agrupados en una
organización única. Los separatistas, que introducen en el sindicato la
separación de los obreros según las naciones, rompen la fuerza de los obreros
como lo han hecho los escisionistas sindicales cristianos y obstaculizan en
gran medida el ascenso del proletariado.
Los
separatistas lo saben y lo ven tan bien como nosotros. ¿Qué es, pues, lo que
les empuja a esta actitud hostil hacia los obreros a pesar de haber sido
condenada por unanimidad aplastante en el Congreso internacional de Copenhague[15]?
En primer lugar, el hecho de que consideran el principio nacional como infinitamente
superior al interés material de los obreros y al principio socialista. Pero, en
este caso, hacen referencia a las decisiones de otro congreso internacional, el
Congreso de Stuttgart (1907), según las cuales el partido y los
sindicatos de un país deben estar estrechamente unidos en una comunidad
constante de trabajo y de lucha[16].
¿Cómo es esto posible cuando el partido está articulado según las naciones y el
movimiento sindical está centralizado al mismo tiempo internacionalmente en
todo el Estado? ¿Dónde encontrará la socialdemocracia checa el movimiento
sindical al que debe asociarse estrechamente si no crea un movimiento sindical
checo propio?
Es literalmente
escoger la posición más débil proceder como lo hacen muchos socialdemócratas
alemanes de Austria y presentar como argumento esencial en la lucha teórica
contra el separatismo la disparidad total de las luchas políticas y sindicales.
Ciertamente, no tienen otra salida si quieren defender al mismo tiempo la
unidad internacional en los sindicatos y la separación nacional en el partido.
Pero este argumento no puede darles resultados.
Esto
proviene de la situación de los comienzos del movimiento obrero cuando ambos
han debido afirmarse lentamente luchando contra los prejuicios en las masas
obreras y cuando cada cual buscaba su propia vía: entonces parece que los
sindicatos sólo están para mejorar la situación material inmediata, mientras
que el partido libra la lucha por la sociedad del futuro, por ideales generales
e ideas elevadas. En realidad ambos luchan por mejoras inmediatas y ambos
contribuyen a edificar el poder del proletariado que permitirá el advenimiento
del socialismo. Solamente que, en la medida en que la lucha política es una
lucha general contra toda la burguesía, hay que darse cuenta de las
consecuencias más lejanas y de los fundamentos más profundos de la visión del
mundo, mientras que en la lucha sindical, en la que los argumentos y los
intereses inmediatos son manifiestos, la referencia a los principios generales
no es necesaria, incluso puede perjudicar la unidad del momento. Pero en
realidad son los mismos intereses obreros los que determinan las dos formas de
lucha; sólo que en el movimiento del partido están algo más enmascarados bajo
la forma de ideas y principios. Pero cuanto más se desarrolla el movimiento,
más se acercan, más se ven obligados a luchar juntos. Las grandes luchas
sindicales se convierten en movimientos de masas cuya importancia política
enorme conmueve toda la vida social. Inversamente, las luchas políticas toman
dimensiones de acciones de masas que exigen la colaboración activa de los
sindicatos. La resolución de Stuttgart encarna esta necesidad cada vez mayor. Por
esto, todos los intentos de batir al separatismo arguyendo la total disparidad
entre los movimientos sindical y político, se estrellan contra la realidad.
El error del
separatismo consiste, pues, no en querer la misma organización para el partido
y los sindicatos, sino en aniquilar el sindicato para poder hacerlo. Pues
la raíz de la contradicción no está en la unidad del movimiento sindical, sino
en la división del partido político. El separatismo en el movimiento
sindical no es más que la consecuencia ineluctable de la autonomía nacional de
las organizaciones del partido; como subordina la lucha de clase al principio
nacional, es incluso la consecuencia última de la teoría que considera a las
naciones como los productos naturales de la humanidad y ve en el socialismo, a
la luz del principio nacional, la realización de la nación. Por esta
razón no se puede superar realmente el separatismo más que si en todas partes,
en la táctica, en la agitación, en la conciencia de todos los camaradas domina
como único principio proletario el de la lucha de clase frente al que
todas las diferencias nacionales no tienen ninguna importancia. La unificación
de los partidos socialistas es la única salida para resolver la contradicción
que ha originado la crisis separatista y todos los perjuicios que ha causado al
movimiento obrero.
En el
capítulo titulado “La comunidad de la lucha de clase” se ha mostrado ya que la
lucha política se desarrolla en el terreno del Estado y hace de los obreros de
las naciones de todo el Estado una unidad. También se ha constatado en él que
en los comienzos del partido socialista, el centro de gravedad se sitúa todavía
en las naciones. Esto explica el desarrollo histórico: a partir del momento en
que comenzó a llegar a las masas a través de su propaganda, el partido se
escindió en unidades separadas en el plano nacional que debieron adaptarse
respectivamente a su ambiente, a la situación y a los modos de pensar
específicos de su nación, y que por eso mismo se han visto más o menos
contaminadas por las ideas nacionalistas. Pues todo movimiento obrero
ascendente está atiborrado de ideas burguesas de las que no se desembaraza sino
progresivamente en el curso del desarrollo, por la práctica de la lucha y una
comprensión teórica creciente. Esta influencia burguesa sobre el movimiento
obrero, que en otros países ha tomado la forma del revisionismo o del
anarquismo, necesariamente tenía que revestir en Austria la del nacionalismo,
no sólo porque el nacionalismo es la más poderosa de las ideologías burguesas,
sino también porque allí se opone al Estado y a la burocracia. La autonomía
nacional en el partido no resulta únicamente de una decisión errónea, pero
evitable, de un congreso cualquiera del partido, también es una forma natural
del desarrollo, creada progresivamente por la situación misma.
Pero cuando
la conquista del sufragio universal creó el terreno de la lucha parlamentaria
propio de un Estado capitalista moderno, y el proletariado se convirtió en una
potencia política importante, esta situación no podía durar. Se iba a ver si
los partidos autónomos constituían todavía realmente un solo partido global
(Gesamtpartei). Ya no se podía uno contentar con declaraciones platónicas sobre
su cohesión; en lo sucesivo se necesitaba una unidad más sólida, a fin de que
las fracciones socialistas de los diferentes partidos nacionales se sometiesen
en la práctica y en los hechos a una voluntad común. El movimiento político no
ha superado esta prueba; en algunas de las partes que lo componen, el
nacionalismo tiene ya raíces tan profundas, que tienen el sentimiento de estar
tan cerca, si no más, de los partidos burgueses de su nación que de las otras
fracciones socialistas. Así se explica una contradicción que no es más que
aparente: el partido global se ha hundido en el momento preciso en que las
nuevas condiciones de la lucha política exigían un verdadero partido global, la
unidad sólida de todo el proletariado austríaco; el laxo vínculo que existía
entre los grupos nacionales se rompió cuando se vieron confrontados a la exigencia
de convertirse en una unidad sólida. Pero al mismo tiempo se hizo evidente que
esa ausencia de partido global no podía ser más que transitoria. La
crisis separatista debe desembocar necesariamente en la aparición de un nuevo
partido global que será la organización política compacta de toda la clase
obrera austríaca.
Los partidos
nacionales autónomos son formas del pasado que ya no corresponden a las nuevas
condiciones de lucha. La lucha política es la misma para todas las naciones y
se desarrolla en un Parlamento único en Viena; allí, los socialdemócratas
checos no luchan contra la burguesía checa sino que luchan junto con todos los
demás diputados obreros contra toda la burguesía austríaca. A esto se ha
objetado que la campaña electoral tiene como marco la nación: los adversarios
no son entonces el Estado y la burocracia, sino los partidos burgueses de su
propia nación. Es justo; pero la campaña electoral no es, por así decir, más
que una prolongación de la lucha parlamentaria. No son las palabras,
sino los hechos de nuestros adversarios, los que constituyen la materia de la
campaña electoral, y estos actos se perpetran en el Reichsrat, forman parte
de la actividad del parlamento austríaco. Por eso la campaña electoral hace
salir, a su vez, a los obreros del pequeño mundo nacional, los remite a un
organismo de dominación más grande, poderosa organización de coerción de la
clase capitalista, que domina su vida.
Tanto más
cuanto que el Estado, que en otros tiempos parecía débil y desprotegido frente
a las naciones, afirma cada vez más su poder como consecuencia del desarrollo
del gran capitalismo. El desarrollo del imperialismo, que arrastra
tras de sí a la monarquía danubiana, pone en manos del Estado, con fines de
política mundial, instrumentos de poder cada vez más potentes, impone a las
masas una presión militar y fiscal cada vez mayor, contiene la oposición de los
partidos burgueses nacionales y hace pura y simplemente caso omiso de las
reivindicaciones sociopolíticas de los obreros. El imperialismo debería dar un
poderoso impulso a la lucha de clase común de los obreros; y frente a sus
luchas, que conmocionan el mundo, que oponen el capital y el trabajo en un
conflicto agudo, el objeto de las querellas nacionales pierde toda
significación. Y no está excluido totalmente que los peligros comunes a los que
la política mundial expone a los obreros, sobre todo el peligro de guerra,
reúnan más pronto de lo que se piensa, para una lucha común, a las masas
obreras ahora separadas.
Por supuesto
que, a causa de las particularidades lingüísticas, la propaganda y las
explicaciones deben ser suministradas en cada nación en particular. La práctica
de la lucha obrera debe tener en cuenta a las naciones en tanto que grupos de
lengua diferente; esto vale tanto para el partido como para el movimiento
sindical. En tanto que organización de lucha, partido y sindicato deben
estar organizados los dos de manera unitaria a escala estatal-internacional.
Con fines de propaganda, de explicación, de esfuerzos en la educación que les
conciernen también y en común, necesitan una sub-organización y una
articulación nacionales.
Aun cuando
nosotros no entremos en el campo de los eslóganes y de las consignas del
nacionalismo y continuemos empleando los eslóganes del socialismo, esto no
significa que nosotros prosigamos una especie de política del avestruz frente a
las cuestiones nacionales. Pues se trata de cuestiones reales que preocupan a
los hombres y cuya solución esperan. Nosotros hacemos que los trabajadores
tomen conciencia de que, para ellos, no son esas cuestiones, sino la explotación y la lucha de clases,
las cuestiones vitales más importantes y que lo dominan todo. Pero esto no
hace desaparecer las otras cuestiones y debemos mostrar que somos capaces de resolverlas.
Pues la socialdemocracia no deja a los hombres pura y simplemente con la
promesa del Estado futuro, también presenta en su programa de reivindicaciones
inmediatas la solución que propone para cada una de las cuestiones particulares
que son objeto de la lucha actual. Nosotros no sólo intentamos unir en la lucha
de clase común a los obreros cristianos y a los demás, sin tomar en
consideración la religión, sino que en nuestra propuesta de programa
Proclamación del carácter privado de la religión, les mostramos igualmente el
medio de salvaguardar sus intereses religiosos mejor que con luchas y querellas
religiosas. Frente a las luchas de las Iglesias por el poder, luchas inherentes
a su carácter de organizaciones de dominación, nosotros planteamos el principio
de la autodeterminación y de la libertad de todos los hombres para practicar su
fe sin sufrir por ello perjuicio por parte de otro. Esta propuesta de programa
no proporciona la solución de cada cuestión en particular, pero contiene una
solución de conjunto en cuanto pone las bases sobre las que podrán arreglar a
su voluntad las cuestiones particulares. Al quitar toda coerción pública, se
suprime al mismo tiempo cualquier necesidad de defensa y de querellas. Las
cuestiones religiosas son eliminadas de la política y dejadas a las
organizaciones que los hombres crearán a su voluntad.
Nuestra
posición en lo referente a las cuestiones nacionales es comparable. El
programa socialdemócrata de la autonomía nacional propone aquí la solución
práctica que quitaría su razón de ser a las luchas entre naciones. Por
el empleo del principio personal en lugar del principio territorial, las
naciones serán reconocidas en tanto que organizaciones en las que recae, en el
marco del Estado, el cuidado de todos los intereses culturales de la comunidad
nacional. Así cada nación obtiene el poder jurídico de arreglar sus asuntos de
manera autónoma incluso allí donde está en minoría. De este modo, ninguna
nación se encuentra en la sempiterna obligación de conquistar y preservar este
poder en la lucha por ejercer una influencia sobre el Estado. Así se pondría
fin definitivamente a las luchas entre naciones que, por la obstrucción sin
fin, paralizan toda la actividad parlamentaria e impiden que sean abordadas las
cuestiones sociales. Cuando los partidos burgueses se desencadenaban ciegamente
los unos contra los otros, sin avanzar un solo paso, y se encontraban
desarmados ante la cuestión de saber cómo salir del caos, la socialdemocracia
ha mostrado la vía práctica que permite satisfacer los deseos nacionales
justificados, sin que por ello sea necesario hacerse daño mutuamente.
Esto no
significa que este programa tenga posibilidades de verse realizado. Todos
nosotros estamos convencidos de que nuestra reivindicación de la proclamación
del carácter privado de la religión, así como la mayor parte de nuestras
reivindicaciones inmediatas, no será realizado por el Estado capitalista. Bajo
el capitalismo, la religión no es, como se le hace creer a la gente, asunto de
convicción personal – si lo fuese, los portavoces de la religión deberían
recoger y llevar a la práctica nuestra propuesta de programa – sino un medio de
dominación en manos de la clase poseedora. Y ésta no renunciará a este medio.
Una idea similar se encuentra en nuestro programa nacional, que pretende que
las naciones sean la realidad de la imagen que se da de ellas. Las naciones no
son únicamente grupos de hombres que tienen los mismos intereses culturales y
que, por esta razón, quieren vivir en paz con las otras naciones; son
organizaciones de combate de la burguesía que sirven para ganar el poder en el
Estado. Toda burguesía nacional espera ensanchar el territorio donde ejercer su
dominación a expensas del adversario; por tanto, es totalmente dudoso pensar
que podrían poner fin por iniciativa propia a estas luchas agotadoras, de la
misma manera que está excluido que las potencias mundiales capitalistas traigan
la paz mundial eterna por un arreglo sensato de sus diferencias. En efecto, la
situación es tal que en Austria se dispone de una instancia superior capaz de
intervenir: el Estado, la burocracia dominante. Se espera que el poder central
del Estado se esfuerce en resolver las diferencias nacionales, porque éstas
amenazan con desgarrar el Estado e impiden el funcionamiento regular de la
máquina del Estado; pero el Estado ha aprendido ya a coexistir con las luchas
nacionales hasta el punto de servirse de ellas para reforzar el poder del
gobierno frente al Parlamento, de manera que ya no es necesario en absoluto
allanarlas. Y lo que es más importante: la realización de la autonomía
nacional, tal como la reivindica la socialdemocracia, tiene como fundamento la
auto-administración democrática. Y esto es lo que aterroriza, con toda razón, a
los ambientes feudales, clericales, del gran capital y militaristas que
gobiernan Austria.
Pero, ¿tiene
la burguesía verdadero interés en poner fin a las luchas nacionales? Muy al
contrario, tiene el mayor interés en no ponerles fin, tanto más cuanto la lucha
de clases toma auge. Pues al igual que los antagonismos religiosos, los
antagonismos nacionales constituyen un medio excelente para dividir al
proletariado, desviar su atención de la lucha de clases con ayuda de eslóganes
ideológicos e impedir su unidad de clase. Cada vez más, las aspiraciones
instintivas de las clases burguesas de impedir que el proletariado se una, sea
lúcido y potente, constituyen un elemento mayor de la política burguesa. En
países como Inglaterra, Holanda, Estados Unidos e incluso Alemania adonde el
partido conservador de los Junker tiene un lugar excepcional como partido de
clase netamente definido como tal), observamos que las luchas entre los dos
grandes partidos burgueses – generalmente se trata de un partido “liberal” y de
un partido “conservador” o “clerical” – se vuelven tanto más encarnizadas, y
los gritos de combate tanto más estridentes, cuanto que el antagonismo real de
sus intereses decrece y su antagonismo consiste en eslóganes ideológicos
heredados del pasado. Cualquiera que tenga una concepción esquemática del
marxismo que le hace ver en los partidos sólo la representación de los
intereses de grupos burgueses, se encuentra aquí ante un enigma: cuando se
podía esperar que se fusionasen en una masa reaccionaria para hacer frente a la
amenaza del proletariado, parece, por el contrario, que se profundiza y amplía
la escisión entre ellos. La explicación, muy simple, de este fenómeno es que
han comprendido instintivamente que es imposible aplastar al proletariado
simplemente por la fuerza y que es infinitamente más importante desconcertar y
dividir al proletariado por medio de consignas ideológicas. Por esta razón las
luchas nacionales de las diversas burguesías de Austria se inflamarán
tanto más cuanto menos razón de ser tengan. Cuanto más se aproximan estos
señores entre bastidores para repartirse el poder de Estado, más furiosamente
se atacan en los debates públicos a propósito de bagatelas nacionales. En el
pasado, cada burguesía se ha esforzado en agrupar en un cuerpo compacto al
proletariado de su nación con el fin de poder combatir con más fuerza al
adversario. Hoy se produce lo contrario: la lucha contra el enemigo nacional
debe servir para reunir al proletariado tras los partidos burgueses e impedir
así su unidad internacional. El papel jugado en otros países por el grito de
combate: “¡Con nosotros por la cristiandad!”, “¡Con nosotros por la libertad de
conciencia!”, por medio de los cuales se espera desviar la atención de los
obreros de las cuestiones sociales, este papel será desempeñado cada vez más en
Austria por los gritos de combate nacionales. Pues en las cuestiones sociales
se afirmaría su unidad de clase y su antagonismo de clase frente a la
burguesía.
Nosotros no
debemos esperar que jamás se aplique la solución práctica a las querellas
nacionales propuesta por nosotros, precisamente porque las luchas dejarían de
tener objeto. Cuando Bauer dice “política de potencia nacional y política
proletaria de clase son, por lógica, difícilmente compatibles; psicológicamente
se excluyen; el ejército proletario se ve dispersado a cada instante por los
antagonismos nacionales, la querella nacional hace imposible la lucha de clase.
La constitución centralista-atomística, que hace inevitable la lucha por el
poder nacional, es, pues, insoportable para el proletariado” (páginas 313 y
314), es quizá justo en parte, en la medida en que sirve para fundamentar la
reivindicación de nuestro programa. Si, por el contrario, significa que la
lucha nacional debe cesar previamente para que después se pueda desplegar la
lucha de clases, es falso. Pues precisamente el hecho de que nosotros nos
esforcemos en hacer desaparecer las luchas nacionales es lo que lleva a la
burguesía a mantenerlas. Pero no por eso conseguirá detenernos. El
ejército proletario sólo es dispersado por los antagonismos nacionales mientras
la conciencia de clase socialista es débil. Pues, a fin de cuentas, la
lucha de clase supera de lejos la querella nacional. La potencia
funesta del nacionalismo será rota en los hechos no por nuestra propuesta de la
autonomía nacional, cuya realización no depende de nosotros, sino únicamente
por el reforzamiento de la conciencia de clase.
Por tanto,
sería falso querer concentrar toda nuestra fuerza en una “política nacional
positiva” y apostarlo todo a esta única carta, a la realización de nuestro
programa de las nacionalidades como condición previa al desarrollo de la lucha
de clase. Esta reivindicación del programa no sirve, como la mayoría de
nuestras reivindicaciones prácticas del momento, más que para demostrar con qué
facilidad seríamos capaces de resolver estas cuestiones con sólo tener el
poder, y para ilustrar, a la luz de la racionalidad de nuestras soluciones, lo
irracional de las consignas burguesas. Pero mientras domine la burguesía,
nuestra solución racional se quedará probablemente en el papel. Nuestra
política y nuestra agitación sólo pueden estar dirigidas a la necesidad de
llevar a cabo siempre y únicamente la lucha de clase, a despertar la conciencia
de clase a fin de que los trabajadores, gracias a una clara comprensión de la
realidad, se hagan insensibles a las consignas del nacionalismo.
Anton
Pannekoek
Reichenberg, 1912
Reichenberg, 1912
[1] Ver Les marxistes et la
question nationale, op.cit., pp.233-272 así como Arduino Agnelli, «Le
socialisme et la question des nationalités chez Otto Bauer», Histoire du
marxisme contemporain, II, 10/18, pp. 355-406
[2] Por esta razón se utiliza en
Europa occidental Estado y nación como sinónimos. La deuda de Estado se llama
deuda nacional y los intereses de la comunidad estatal son calificados siempre
como intereses nacionales.(Nota de Pannekoek).
[3] La relación entre el espíritu y
la materia ha sido expuesta muy claramente en los escritos de Joseph Dietzgen
quien, por su análisis de los fundamentos filosóficos del marxismo, mereció
bien el nombre con el que Marx le designó en una ocasión: filósofo del
proletariado. (Nota de Pannekoek). Ver Joseph Dietzgen, L ’essence du travail
intellectuel. Écrits philosophiques annotés par Lenin, presentación y
traducción de J.-P,Osier, Paris, Maspero, 1973; así como Joseph Dietzgen,
Essence du travail intellectuel humain, traducción de M.Jacob, con un prefacio
de A.Pannekoek, Paris, Champ Libre,1973. De hecho, Marx escribía el 28 de
octubre de 1868 a Meyer y Vogt a propósito de Dietzgen: “Es uno de los obreros
más geniales que conozco”, Marx-Engels, Werke , 32, p.575. En cuanto a Engels,
atribuye a Dietzgen el descubrimiento paralelo de la dialéctica materialista.
[4] Ver Earl of Beaconsfield
(Benjamin Disraeli), Sybil, or two nations, Londres, Longmans, Green and Co,
1913, pp.76-77.
[5] Juan Huss (1369-1415), reformador
checo, condenado por el Concilio de Constanza y quemado. El día de su muerte
fue celebrado durante mucho tiempo en Bohemia como fiesta nacional y religiosa.
Fue igualmente uno de los promotores de la lengua checa.
Jan Ziska
von Trocnov (1370-1424), jefe husita. El 14 de julio de 1420 rechazó el ataque
del Emperador Segismundo en el Monte Witka, cerca de Praga. Vencedor una vez
más del Emperador dos años más tarde, murió por la peste en el cerco de
Pribyslau.
La Montaña
blanca (Bila Hora) está situada al oeste de Praga. La batalla tuvo lugar el 8
de noviembre de 1620. El ejército protestante de Bohemia fue vencido allí por
las tropas imperiales. Según el análisis de Bauer, la derrota de la Montaña
blanca, que privó a la nación checa de sus capas cultas, la convirtió en una
“nación sin historia”.
[6] Ferdinand Freiligrath
(1810-1876), poeta, uno de los dirigentes del partido demócrata en la
revolución de 1848, colaboró con Marx y Engels en la Neue Rheinische Zeitung.
Sus poesías forman parte del patrimonio cultural de la socialdemocracia.
[7] Obras completas de Karl Marx.
El Manifiesto comunista, traducción Molitor, Paris, Costes, 1934, p.77.
[9] En efecto, la revolución rusa
dio impulso a la lucha por el sufragio universal en Austria. Tras un gran
movimiento de masas en que la socialdemocracia jugó el papel dirigente al final
de 1905, el Emperador aprobó en enero de 1907 el proyecto de reforma electoral
que instauraba el sufragio universal en el territorio de Austria (que excluía
la otra parte de la monarquía bicéfala, Hungría o Transleitania).
[10] Ver F. Engels, Del socialismo
utópico al socialismo científico, Moscú, Ediciones Progreso, t. III, p. 98.
[11] La argumentación de Pannekoek
es aquí idéntica a la de Rosa Luxemburgo. Sin embargo, al día siguiente de la
revolución de 1905, Rosa Luxemburgo reivindica la autonomía para Polonia dentro
de un Imperio ruso que sería constitucional.
Hubo después
en estos partidos reestructuraciones y transformaciones en las que no vamos a
entrar aquí porque se trata solamente de un ejemplo para ilustrar las tomas de
posición teóricas (Nota de Pannekoek). En efecto, el PPS se escindió en dos
fracciones. La de derecha tomará el poder con Pilsudski a la cabeza después de
la primera guerra mundial. La de izquierda – el PPS-Levitsa – se fusionará con
la SDKPiL para formar el PC polaco.
[13] Así, en su reseña del folleto
de Strasser “El obrero y la nación” en der Kampf (V,9), Otto Bauer dudaba de
que poner el acento en los intereses de clase del proletariado pudiese tener un
impacto cualquiera frente al brillante atractivo de los ideales nacionales
(Nota de Pannekoek).
[14] El Congreso del Partido
socialdemócrata de Austria, reunido en 1897 en Viena-Wimberg, aprobó la
estructura que se había proporcionado la socialdemocracia austríaca: una
federación basada en el principio de las nacionalidades para garantizar la
autonomía y la individualidad de sus seis partidos nacionales componentes.
[15] El Congreso socialista
internacional de Copenhague de 1910 condenó por unanimidad el “separatismo”
sindical checo.
[16] La resolución adoptada en el
Congreso socialista internacional de Stuttgart en 1907 estipulaba
especialmente: “La lucha proletaria se emprenderá tanto mejor y será tanto más
fructífera cuanto más estrechas sean las relaciones entre los sindicatos y el
partido, sin comprometer la necesaria unidad del movimiento sindical. El
Congreso declara que va en interés de la clase obrera el que, en todos los
países, se establezcan estrechas relaciones entre los sindicatos y el partido y
se hagan permanentes”.
Rosa Luxemburgo y la cuestión nacional (primera parte)
Rosa
Luxemburgo La cuestión nacional (1909) (segunda parte)
Georges
Haupt Los marxistas frente a la cuestión nacional: La historia del problema.
Rosa Luxemburgo La cuestión nacional (tercera parte)
Rosa
Luxemburgo En defensa de la nacionalidad (1900). Lenin El orgullo nacional de
los rusos 1914. Rosa Luxemburgo La cuestión nacional (cuarta parte)
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Luxemburgo: La memoria del "Proletariado" 1903. Rosa Luxemburgo La
cuestión nacional (quinta parte)
Rosa
Luxemburgo: La acrobacia programática de los socialpatriotas (1902). Rosa
Luxemburgo: La cuestión nacional (sexta parte)
Carlos Marx,
Federico Engels y Rosa Luxemburgo LOS NACIONALISMOS CONTRA EL PROLETARIADO
El POUM aplicó la política leninista en España.
Andreu
Nin. Los movimientos de emancipación nacional (1935)
Andreu
Nin (1914-36) La cuestión nacional en el estado español
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Diego
Guerrero Jiménez. Sobre la cuestión nacional y los nacionalistas.
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Espacio de Encuentro Comunista ante la oleada electoral
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