NOTA DEL
EDITOR DE ESTE BLOG: Le añadido todos los enlaces que tiene el artículo
Por John
Pilger
La otra
noche vi 1984, de George
Orwell, representada en los escenarios de Londres. Pese a que pide a gritos
una interpretación contemporánea, las advertencias de Orwell sobre el futuro se
presentaron como una obra perteneciente a un periodo remoto e inofensivo.
Parecía como si Edward Snowden nunca hubiera hecho públicas sus revelaciones,
el Gran Hermano no fuera hoy un espía digital y el propio Orwell nunca hubiera
dicho aquello de «para dejarse corromper por el totalitarismo no hace falta
vivir en un país totalitario».
La producción,
aclamada por la crítica, se me antojó una medida de nuestros tiempos culturales
y políticos. Cuando se encendieron las luces, el público estaba ya en pie de
camino hacia la puerta de salida. Todos parecían indiferentes o, quizás,
absortos en otros asuntos. «Menudo rompecabezas», escuché que decía la chica de
enfrente, mientras encendía su teléfono.
Cuando las
sociedades avanzadas se
despolitizan, los cambios se producen de forma tan sutil como espectacular. En
el discurso del día a día, el lenguaje político está invertido, tal y
como Orwell profetizó en 1984. «La democracia» es ahora un artefacto retórico.
La paz es una «guerra perpetua». «Global» significa imperial. El concepto de
«reforma», que una vez resultó esperanzador, hoy equivale a regresión e incluso
destrucción. «Austeridad» es la imposición del capitalismo extremo a los pobres
y la concesión del socialismo a los ricos: un sistema bajo el cual la mayoría
está al servicio de las deudas de unos pocos.
En las
artes, la hostilidad a la verdad política se ha convertido en un artículo de fe
burguesa. Un titular del diario Observer prefigura «El periodo
rojo de Picasso y por qué los políticos no hacen buen arte». Cabe mencionar que
este titular se publicó en un periódico que saludaba el baño de sangre en Iraq
a modo de cruzada liberal. La incesante oposición de Picasso al fascismo se
contempla como una nota a pie de página, de igual forma que el radicalismo de
Orwell ha desaparecido del premio que se apropió de su nombre.
Hace unos
pocos años, Terry Eagleton, entonces profesor de literatura inglesa en la
Universidad de Manchester, consideró que «por primera vez desde hace dos siglos
no hay poeta, dramaturgo o novelista británico que esté preparado para
cuestionar los fundamentos del estilo de vida occidental». Ya no se escriben
discursos como los de Shelley a los pobres, sueños utópicos como los de Blake,
condenas como las de Byron a la corrupción de la clase gobernante, ni hay un
Tomas Carlyle o un John Ruskin que descubran los desastres morales del
capitalismo. Ni William Morris, Oscar Wilde, HG Wells o George
Bernard Shaw conocen equivalentes hoy. Harold Pinter fue el último en alzar su voz. Entre las
insistentes voces del feminismo, ninguna hace eco a Virginia Woolf, quien
describió extensamente «el arte de dominar a los demás… de gobernar, matar o
adquirir tierras y capital».
En el Teatro
Nacional, una obra nueva, Gran Bretaña, propone una sátira sobre el escándalo
de las intervenciones telefónicas por el que varios periodistas han sido
juzgados y condenados, incluyendo a un antiguo editor del periódico News
of the World de Rupert Murdoch. Descrita como «una comedia con
colmillos afilados [que] pone a toda la incestuosa cultura [mediática] en el
banquillo de los acusados y la somete a un ridículo despiadado», el punto de
mira de la obra está puesto en los «agraciados y divertidos» personajes de los
tabloides británicos. Todo ello está muy bien y resulta familiar. Pero, ¿cuál
de los medios que no son tabloides y se consideran respetables y creíbles no
sirve a la función paralela de brazo del estado y de los poderes corporativos,
tal y como ocurre con la promoción de guerras ilegales?
Las
indagaciones de Leveson en torno a las intervenciones telefónicas mostraron lo
que era inmencionable. Tony Blair se encontraba declarando, protestando ante su
señoría por el acoso del tabloide a su mujer, cuando una voz lo interrumpió
desde la galería . David Lawley-Wakelin, un conocido director
de cine, exigía el arresto de Blair y su enjuiciamiento por ser culpable de
numerosos crímenes de guerra. Hubo un espacioso silencio: la conmoción que
siempre produce la verdad. Lord Leveson dio un salto sobre sus pies, ordenó que
se expulsara al divulgador de verdades y pidió disculpas al criminal de guerra.
Lawley-Wakelin fue enjuiciado y Blair salió en libertad.
Los
cómplices de Blair son su invariable respetabilidad. Cuando la presentadora de
la BBC Kirsty Wark lo entrevistó en el décimo aniversario de su invasión a
Iraq, le obsequió con un momento con el que jamás podía haber soñado: le
permitió mostrarse agonizante por la «difícil» decisión en torno a Irak, en vez
de pedirle cuentas por el épico crimen. Me recordó al desfile de periodistas de
la BBC, quienes en 2003 declararon que Blair podía sentirse «libre de culpa» y
consiguientemente se emitió la serie «seminal» de la BBC, The Blair
Years, para la que eligieron a David Aaronovitch como guionista,
presentador y entrevistador. Aaronovitch, lacayo de Murdoch, elogió con pericia
la campaña de ataques militares a Irak, Libia y Siria.
Desde la
invasión de Irak – ejemplo de agresión no provocada que el fiscal de Nuremberg
Robert Jackson denominó «el crimen internacional supremo, que se ha distinguido
de otros crímenes de guerra únicamente por contener en sí mismo el mal
acumulado de la totalidad» – a Blair y a su portavoz y principal cómplice,
Alastair Campbell, les concedieron un espacio generoso en el periódico Guardian
para restablecer su reputación. Descrito como la «estrella» del Partido
Laborista, Campbell se ha granjeado la simpatía de los lectores por su depresión
y ha expuesto sus intereses, aunque no su reciente nombramiento como consejero
de Tony Blair, sobre la tiranía militar de Egipto.
Al tiempo
que Irak se desmembra a causa de la invasión Blair/Bush, un titular de Guardianreza:
«Fue correcto derrocar a Saddam, pero nos hemos retirado demasiado pronto». Este coincidió con otro prominente
artículo del 13 de junio, escrito por un antiguo funcionario de Blair, John
McTernan, quien también sirvió al nuevo dictador de Irak designado por la CIA
Iyad Allawi. En su llamamiento a reiterar la invasión del país que su antiguo
maestro ayudó a destruir, no hizo referencia alguna a las muertes de al
menos 700.000 personas, la huida de cuatro millones de refugiados y una
revuelta sectaria en un país que antes se jactaba de su tolerancia comunitaria.
«Blair
personifica la corrupción y la guerra», escribió el columnista radical del Guardian Seumas
Milne en un vehemente artículo del 3 de julio. Esto, en la profesión,
se conoce como «equilibrio». Al día siguiente, el periódico publicó el anuncio
de un bombardero furtivo estadounidense a página completa. Sobre la amenazante
imagen del bombardero se leían las palabras: «F-35. El GRAN de Bretaña». Esta
otra personificación de «la corrupción y la guerra» costará a los contribuyentes
británicos 1.300 millones de libras, con el lastre adicional de que los
predecesores de este modelo F han masacrado a miles de personas en el tercer
mundo.
En un
pueblecito de Afganistán, habitado por los más pobres de los pobres, grabé a
Orifa, arrodillada frente a las tumbas de su marido, Gul Ahmed, un tejedor de
alfombras, otros siete miembros de su familia, entre ellos seis niños, y dos
niños que fueron asesinados en la casa vecina. Una bomba de «precisión»
de 500 libras cayó directamente sobre su casita de barro, piedra y paja,
dejando un cráter de 15 metros de ancho. Lockheed Martin, el fabricante del
avión, obtuvo un puesto de honor en el anuncio del Guardian.
La anterior
secretaria de estado y aspirante a presidente de los EEUU, Hilary Clinton,
apareció hace poco en el programa Women´s Hour de la BBC. La
presentadora, Jenni Murray, introdujo a Clinton como el paradigma del éxito
femenino. No recordó a sus oyentes la obscenidad proferida por Clinton
de que Afganistán fue invadida para «liberar» a mujeres como Orifa. No
preguntó a Clinton sobre la campaña de terror de su administración en la
que se emplearon aviones no tripulados para masacrar a mujeres, hombres
y niños. No se mencionó la amenaza de Clinton de «eliminar» a Irán en su
campaña por ser la primera mujer presidente, ni tampoco su apoyo a la
vigilancia masiva ilegal o a la búsqueda de delatores.
Sí le hizo,
sin embargo, una pregunta comprometedora. ¿Había perdonado Clinton a Monica
Lewinski por la aventura con su marido? «El perdón es una elección», dijo
Clinton, «para mí fue, absolutamente, la elección adecuada». Esto me recordó a
los años 90 y la perpetua obsesión por el «escándalo» Lewinsky. El presidente
Bill Clinton se encontraba entonces invadiendo Haití y bombardeando los
Balcanes, África e Irak. También se dedicaba a destruir vidas de niños
iraquíes; Unicef informó de la muerte de medio millón de menores de cinco años,
como resultado del embargo impuesto por EEUU y Gran Bretaña.
Los niños
eran los nadies mediáticos, de la misma manera que las víctimas de las
invasiones que apoyó y promovió Hilary Clinton – Afganistán, Irak, Yemen,
Somalía – son nadies mediáticos. Murray no los mencionó. La página web de la
BBC muestra una fotografía de ella junto a su distinguida invitada, en la que
ambas aparecen radiantes.
En política,
como en periodismo y en arte, parece que la discrepancia que antes el «público»
toleraba se ha revertido y convertido en disidencia: una clandestinidad
metafórica. Cuando comencé mi carrera en Fleet Street de la
Gran Bretaña de los años 60, la crítica del poder occidental como fuerza rapaz
era aceptable. Se podían leer los celebrados informes de James Cameron sobre la
explosión de la bomba de hidrógeno en Bikini Atoll, la atroz guerra de Korea y
los bombardeos estadounidenses de Vietnam del Norte. El gran espejismo de
hoy es el de pertenecer a una era de la información cuando, en realidad,
vivimos en una era mediática en la que la incesante propaganda corporativa
resulta insidiosa, contagiosa, eficaz y liberal.
En su ensayo
de 1859 Sobre la Libertad, al cual los liberales modernos rinden
homenaje, John Stuart Mill escribió: «El despotismo es una forma
legítima de gobierno cuando se lidia con bárbaros, siempre que su fin sea una
mejora de las condiciones y los medios se justifiquen haciendo efectivo tal
fin». «Bárbaros» eran amplios sectores de la humanidad de quienes se requería
una «obediencia implícita». «Es un mito afable y conveniente que los
liberales se consideren pacificadores y los conservadores belicistas», escribió
el historiador Hywel Williams en el 2001, «pero el imperialismo de la mecánica
liberal puede resultar más peligroso dada su naturaleza no concluyente, su
convicción de que representa una forma de vida superior». Él tenía en mente un
discurso de Blair en el que el entonces primer ministro prometió «reordenar
el mundo que nos rodea» según sus propios «valores morales».
Richard
Falk, respetada autoridad en derecho internacional y Relator Especial de la ONU
en Palestina, lo describió una vez como una «pantalla moral/legal
unidireccional y santurrona [con] imágenes positivas de los valores e inocencia
occidentales presentados como gravemente amenazados, justificando así una
campaña de violencia política sin restricción». Está «tan ampliamente asumida
que se ha vuelto virtualmente inamovible».
La tenacidad
y el clientelismo premian a los guardianes. En la Radio 4 de la BBC, Razia
Iqbal entrevistó a Toni Morrison, la premio Nobel Afro-Americana. Morrison se
preguntaba por qué tantas personas estaban tan «enfadadas» con Barack Obama,
pues era «guay» y deseaba construir «una economía y un sistema sanitario
sólidos». Morrison se enorgullecía de haber hablado por teléfono con su héroe,
el cual había leído uno de sus libros, y la había invitado a su inauguración.
Ni ella
ni su entrevistador mencionaron las siete guerras perpetradas por Obama,
incluyendo su campaña de terror con aviones no tripulados, por la cual familias
enteras, sus rescatadores y deudos fueron asesinados. Lo que parecía importar de
verdad era que un hombre de color con un «discurso muy refinado» había
conseguido alcanzar las imponentes alturas del poder. En escribió que la
«misión histórica» de los colonizados era servir como «línea de transmisión» de
los que gobernaban y oprimían. En la era moderna, el uso de la diferencia
étnica en los sistemas de poder y propaganda occidentales se contempla como un
elemento esencial. Obama parece ser la encarnación de este elemento, aunque el
gabinete de George W. Bush – su camarilla belicista – fue el más multiracial en
la historia de la presidencia.
Cuando la
ciudad iraquí de Mosul cayó bajo el mando de los yihadistas de ISIS, Obama
dijo que «el pueblo americano ha hecho grandes inversiones y sacrificios para
conceder a los iraquíes la oportunidad de trazar un destino mejor». ¿No es
«guay» esa mentira? Qué discurso tan «refinado» dio Obama en la academia militar
de West Point del 28 de mayo. En su exposición del «estado del mundo» en la
ceremonia de graduación de los que «asumirán el liderazgo de América» a lo
largo y ancho del mundo, Obama dijo que «los Estados Unidos emplearán la
fuerza militar, de forma unilateral si es necesario, cuando nuestros
principales intereses así lo exijan. La opinión internacional nos importa, pero
América nunca pedirá permiso…»
Repudiando
el derecho internacional y los derechos de las naciones independientes, el
presidente de los Estados Unidos reivindica una divinidad basada en el poder de
su «indispensable nación». Es el consabido mensaje de la impunidad imperial,
que pese a todo resulta siempre animoso. Evocando el resurgimiento del fascismo
en 1930, Obama dijo: «Creo en la excepcionalidad americana con cada fibra
de mi ser». El historiador Norman Pollack escribió: «Para los
militaristas, substitúyase la aparentemente más inocua militarización de la
cultura total. Para el grandilocuente líder, tendremos al reformista
frustrado, trabajando despreocupadamente, planeando y llevando a cabo
asesinatos y sonriendo todo el tiempo».
En
febrero, los EEUU organizaron uno de sus golpes de estado «coloristas»
contra el gobierno legítimo de Ucrania, explotando las protestas genuinas
contra la corrupción en Kiev. La secretaria de estado de Obama Victoria Nuland
escogió personalmente al líder del «gobierno interino». Lo apodó «Yats».
El
vicepresidente Joe Biden viajó a Kiev, igual que hizo el director de la CIA
John Brennan. Las tropas de choque de su golpe de estado fueron fascistas
ucranianos.
Por
primera vez desde 1945, un partido neo-nazi, abiertamente antisemita, controla
las áreas clave de poder en una capital europea. Ningún líder de la Europa occidental
ha condenado este resurgimiento del fascismo en la tierra fronteriza a través
de la cual las tropas de invasión hitlerianas asesinaron a millones de rusos.
Obtuvieron el apoyo del Ejército Insurgente Ucraniano (UPA), responsable de la
masacre de judíos y rusos, que ellos llamaban «alimañas». El UPA es la
inspiración histórica del actual partido Svoboda y su aliado el Pravy Sektor.
El líder de Svoboda Oleh Tyahnybok ha hecho un llamamiento para purgar Ucrania
de la «mafia moscovita-judía» y demás «escoria», como gays, feministas y grupos
de izquierdas.
Desde el
colapso de la Unión Soviética, los Estados Unidos han sitiado a Rusia con bases
militares, aviones de guerra nucleares y misiles, como parte de su Proyecto de
Ampliación de la OTAN. Incumpliendo la promesa hecha al presidente soviético
Mikhail Gorbachev en 1990 de que no se extendería «un solo centímetro hacia el
este», la OTAN, de hecho, ha ocupado la Europa oriental. En el antiguo
Cáucaso soviético, la expansión de la OTAN representa la mayor construcción
militar desde la Segunda Guerra Mundial.
El Plan de
Acción de Membresía de la Otan es la concesión de Washington al régimen
golpista de Kiev. En Agosto, la «Operación Tridente Rápido» situará a las
tropas estadounidenses y británicas en la frontera Rusia-Ucrania y el ejercicio
militar «Sea Breze» enviará buques de guerra estadounidenses a vista de los
puertos rusos. Uno puede imaginarse la reacción si estos actos de provocación o
intimidación se llevaran a cabo en las fronteras estadounidenses.
Al reclamar
Crimea – que Nikita Kruschev separó ilegalmente de Rusia en 1954 – los rusos no
hacen más que defenderse, como han estado haciendo desde hace casi un
siglo. Más del 90 por ciento de la población de Crimea votó a favor de
devolver el territorio a Rusia. Crimea es el hogar de la Flota del Mar
Negro y su pérdida podría significar el final para la Marina Rusa y un premio
para la OTAN. Habiendo confundido las partes de guerra en Washington y Kiev,
Vladimir Putin retiró las tropas de la frontera Ucraniana y urgió a las etnias
rusas del este de Ucrania a abandonar las ideas de separatismo.
De una
forma muy orwelliana, a todo esto se le ha dado la vuelta en occidente
convirtiéndolo en «amenaza rusa». Hillary Clinton comparó a Putin con Hitler.
Sin ninguna
ironía, los comentaristas políticos de la derecha alemana profirieron las
mismas palabras. En los medios, se limpia la imagen de los neo-nazis ucranianos
llamándolos «nacionalistas» o «ultra nacionalistas». Lo que temen es que
Putin esté buscando una solución diplomática y que pueda encontrarla. El
27 de junio, en respuesta al último acuerdo de Putin – su petición al
Parlamento Ruso de rescindir la legislación que le otorgaba el poder de
intervenir en nombre de la etnia rusa de Ucrania – , el Secretario de Estado
John Kerry lanzó otro de sus ultimatums. Rusia debe «actuar en las próximas
horas, literalmente» para acabar con la revuelta en Ucrania del este. A
pesar de que a Kerry se lo conoce como un bufón, el grave objetivo de tales
«advertencias» era propiciar que Rusia obtuviera el estatus de paria y reprimir
las noticias de la guerra del régimen de Kiev contra su propio pueblo.
Un tercio
de la población de Ucrania es de habla rusa y bilingüe. Hace tiempo que el
pueblo persigue una federación democrática que refleje la diversidad étnica de
Ucrania y sea tanto autónoma como independiente de Moscú. La mayoría no es
«separatista» ni «rebelde», sino ciudadanos que desean vivir seguros en su
patria. El
separatismo no es más que una reacción a los ataques que sufren por parte de la
junta de Kiev, que ha enviado al exilio en Rusia a unos 110.000 (según datos de
la ONU). En general, se trata de mujeres y niños traumatizados.
Como los
niños del embargo a Irak y las mujeres y niñas «liberadas» de Afganistán, este
pueblo étnico de Ucrania, aterrorizado por los caudillos de la CIA, son los
nadies mediáticos de occidente; su sufrimiento y las atrocidades que han sufrido han sido
minimizadas hasta casi desaparecer. Tampoco se ha informado en los medios de
comunicación oficiales de occidente de la escala de los ataques del régimen.
Esto no carece de precedentes. Volví a leer la magistral The First Casualty:
the war correspondent as hero, propagandist and mythmaker, de Phillip
Knightle, con admiración renovada por Morgan Philips Price del Manchester
Guardian, el único reportero occidental que permaneció en Rusia durante la
revolución de 1917 e informó de la desastrosa invasión de los aliados
occidentales. Justo y valeroso, Philips Price agitó él solo lo que Knightley
denomina el «oscuro silencio» anti-ruso de occidente.
El 2 de
mayo, en Odessa, 41 personas de etnia rusa o ante la mirada impasible de la
policía. Existe un video terrible que lo prueba.
El líder de
Pravy Sektor Dmytro Yarosh saludó la masacre como «otro día brillante de
nuestra historia nacional». En los medios de comunicación británicos y
estadounidenses se transmitió la noticia como una «tragedia turbia» resultante
de los «enfrentamientos» entre «nacionalistas» (neo-nazis) y «separatistas» (el
pueblo que recogía firmas para convocar un referendum por una Ucrania federal).
ElNew York Times la entrerró, desechando como propaganda rusa sus
advertencias sobre las políticas fascistas y antisemitas de los nuevos clientes
de Washington. El Wall Street Journal condenó a las víctimas
– «Fuego Mortal Ucraniano Probablemente Detonado por los Rebeldes,
Según el Gobierno». Obama felicitó a la junta por su «refrenamiento».
El 28 de
junio, el Guardian dedicó casi una página entera a las
declaraciones del «presidente» del régimen de Kiev, el oligarca Petro
Poroshenko. De nuevo se aplicó la ley de inversión de Orwell. No hubo
golpe de estado; no hubo guerra contra la minoría de Ucrania; los rusos tenían
la culpa de todo. «Quiero modernizar mi país», dijo Poroshenko. «Queremos
introducir la paz, la democracia y los valores Europeos. Hay personas a quienes
no les gusta. Hay personas a quienes no gustamos».
El reportero
del Guardian Luke Harding obviamente no puso en duda tales
aseveraciones, ni mencionó la atrocidad cometida en Odesa, los ataques aéreos y
de artillería del régimen en las áreas residenciales, el rapto y asesinato de
periodistas, el bombardeo de la redacción de un periódico de la oposición y su
amenaza de «liberar Ucrania de escoria y parásitos». El enemigo son
«rebeldes», «militantes», «insurgentes», «terroristas» y secuaces del Kremlin.
Si congregamos a los fantasmas de la historia de Vietnam, Chile, Timor del
Este, África Austral o Irak, podremos identificar las mismas etiquetas. Palestina
es el imán de este inamovible engaño. El 11 de julio, tras la última
matanza en Gaza – 80 personas, entre ellas seis niños de la misma familia –
perpetrada por el ejército de Israel equipado con armamento
estadounidense, un general israelí escribió un artículo en el Guardian bajo
el titular «Una muestra de fuerza necesaria».
En los años
70, conocí a Leni Riefenstahl, a quien pregunté sobre las películas que había
rodado para glorificar a los nazis. Utilizando una cámara y unas técnicas de
iluminación revolucionarias, produjo un documental en un formato que fascinó a
los alemanes: era el Triunfo de la Voluntad, donde al parecer
vehiculaba las maldiciones de Hitler. Le pregunté sobre la propaganda en
sociedades que se imaginaban superiores al resto. Ella respondió que los
«mensajes» de sus películas no estaban subordinados a las «órdenes de arriba»
sino al «vacío sumiso» de la población alemana. «¿Incluye eso a la burguesía
liberal e instruida?» Le pregunté. «A todo el mundo», contestó, «y, por
descontado, a la intelligentsia».
John
Pilger, nacido en 1939 en Australia, es uno de los más prestigiosos
documentalistas y corresponsales de guerra del mundo anglosajón.
Particularmente renombrados son sus trabajos sobre Vietnam, Birmania y Timor,
además de los realizados sobre Camboya, como Year Zero: The Silent Death of
Cambodia y Cambodia: The Betrayal.
Traducción
para www.sinpermiso.info:
Vicente Abella
La vuelta
de Orwell y el Gran Hermano a la guerra en Palestina, Ucrania y contra la verdad
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