Introducción
al artículo:
Le he
añadido a los artículos un resumen del libro y el libro completo
El Título
del Libro no es correcto, debería decir “Los árabes no invadieron jamás Hispania”
El
concepto de España, es
un concepto que se
identifica con la unión de las coronas de Castilla y Aragón,
“Reconquista
de Granda” es una fiesta que todos
los 2 de enero se celebra el día de la Toma
de Granada o invasión por los reyes católicos
es una reafirmación del concepto de España como concepto fascista se puede ver este vídeo y este.
Claudio
Sánchez-Albornoz, es el historiador oficial que estudia en todas las
facultades de historia… Fue muy divulgada su polémica con Américo
Castro dentro del llamado debate sobre el Ser
de España.
De las obras más importante de Américo Castro es La
realidad histórica de España
Olague
1
Prólogo del libro “Los árabes jamás invadieron
España”
2
Crítica general, Capítulo II del libro “Los árabes jamás
invadieron España”
Cuando abandona el turista el Patio de los Naranjos y penetra en la
Mezquita de Córdoba por el gran arco de herradura que encuadra su entrada
principal, se encuentra de repente ante unas vistas insospechadas. Descubren
sus ojos un bosque de columnas plantadas de modo simétrico. Sobrecogido por una
atracción poderosa que le obliga a ir más y más adelante, queda sorprendido
desde los primeros pasos por el aliento de un soplo extraordinario, como si le
rozara la cara el alma de este templo misterioso. A pesar suyo, he aquí que se
siente arrastrado hacia un mundo desconocido, el cual podrá extraviar al
irreflexivo, pero que fascina al espíritu sensible y advertido.
Desconcertado, pronto comprende su incapacidad para establecer asociaciones
de ideas entre estas impresiones tan fuertemente sentidas y su experiencia
visual o el recuerdo de sus lecturas. Más o menos inconscientemente según su
agudeza, percibe que no puede anudar relación alguna entre lo que contempla y
las obras maestras de las civilizaciones antiguas de las cuales conserva en su
memoria una visión indeleble: el Panteón, Santa Sofía, las góticas
catedrales... Acostumbrado desde la infancia a calcular las dimensiones de un
edificio desde su entrada con una mirada sencilla, en una intuición rápida, se
da cuenta de su impotencia para medir el alcance de lo que ve. Si se adelanta,
huyen las columnas y persiguiéndose se esfuman en el horizonte. En parte alguna
descansa la vista para fijar su límite. Ninguna geometría euclidiana puede
satisfacer su sentido del tacto. Le rodea el infinito por doquier, pues por
todos lados se presenta la misma imagen, como reflejada por espejos múltiples.
Decidido entonces, se enfrenta el visitante con los fustes que le asedian
por cualquier parte.
De estilo toscano, en general de mármol blanco y liso, algunos en ónice, a
veces con formas salomónicas o entorchadas, su similar altura y la elegancia de
su porte dan un parecido ademán a las calles que se abren ante su vista.
Aprecia inmediatamente que son diferentes los capiteles, debido sin duda a
orígenes distintos. Levanta los ojos y percibe que sostienen arcos de herradura
que se persiguen de columna en columna, en gesto gracioso y frívolo, sin
ninguna utilidad aparente, cuando en realidad sirven de armazón para sostener
el demasiado frágil conjunto.
Más alto aún, por encima de los contrafuertes sobre los cuales se apoyan
los arcos de herradura, se yerguen ligeros pilares. Mantienen una segunda fila
de arcos, éstos de medio punto, que soportan en la penumbra las vigas del techo
y la carpintería de la techumbre. La ligereza producida por las piedras blancas
alternando con ladrillos rojos del mismo espesor para componer en dos colores
los arcos de herradura, la curva extremada de sus formas, la visión aérea de
los dobles arcados producen una impresión inimaginable.
Asombrado se adelanta el visitante por el bosque sagrado. Sé detiene en las
partes reservadas del santuario. Y, a menos que la indiferencia no traicione su
insensibilidad por las maravillas del arte y por los placeres con los cuales
enriquecen el espíritu, no sabrá en un principio expresar su admiración. Sólo
asomará a sus labios una palabra: ¡Qué extraño! En su sorpresa, al punto
surgirá de lo más hondo de su conciencia una idea: ¡En fin! He aquí este
Oriente encantador, inaccesible, mágico». Abstraído lejos de sus menesteres
cotidianos, ya se siente impulsado nuestro occidental por la manía de
filosofar. Reaccionando ante la magia del espectáculo, en dulce sueño se
perderá su pensamiento como su mirada extraviada por entre las columnas...
¡Qué placer el poder alcanzar esta mística del Islam! ¿Tan misteriosa no la
sentirían los creyentes al abandonar sus babuchas para penetrar en la mezquita,
como en lo suyo le ocurre al bautizado cuando entra en una catedral, cabeza
descubierta? Mas en verdad, quedando estas preguntas sin respuesta inmediata,
insensiblemente se le ocurrirán otros pensamientos y el recuerdo de los árabes
se entremezclará insensiblemente en el flujo de sus asociaciones mentales,
sueltas ya con toda libertad. Y así, después de haber recordado con escolar
dictamen la hazaña de Carlos Martel que al fin y al cabo había detenido la
oleada arábiga, no podrá menos que sentir cierta admiración por esta gente que
a pesar de todo había emprendido grandes empresas. Recordará los ejércitos
sarracenos, conquistadores de medio mundo, cuyos descendientes se habían
asentado en estas tierras del Ándalus que tan gran civilización les debía.
Emocionado y acaso aturdido, quizá no se le pasará por la cabeza que también la
Bética había sido el teatro de otra civilización y cuna de emperadores romanos,
y que Córdoba, la ciudad de la Mezquita, lo había sido antes de los Sénecas y
de los Lucanos.
Más, ¡cuán suspenso hubiera quedado nuestro viajero si alguien
interrumpiendo su soñarrera le hubiera susurrado al oído que era ya hora de
despertar! Pues no habían conquistado los árabes esta ciudad y, con certeza,
jamás construido este maravilloso monumento. Era la impronta en el cerebro de
una enseñanza arcaica. Así, el mito de una soberbia caballería, arábiga en
cuanto al jinete y a la cabalgadura, avanzando cual el simún en una nube de
polvo, queda todavía fuertemente grabado en los espíritus, aunque hoy día algo
descolorido por un más preciso conocimiento de la historia. Hasta nuestros trabajos,
siguiendo a los analistas musulmanes y a los cronicones cristianos se había
creído sin reparo alguno en la existencia de esta nube de langosta que se había
abatido sobre Occidente. Como de acuerdo con este criterio habían traído dichos
nómadas los elementos de una civilización que posteriormente se había
desarrollado de modo sorprendente en el sur de la península, no suscitaba la
Mezquita de Córdoba problema alguno. Ningún misterio traslucía. Lo que llamaba
la atención del turista en su visita era el repentino contacto con el Islam,
desconocido de los occidentales. Pertenecía al arte oriental la extraña belleza
de tan sorprendente monumento y a la religión de Mahoma el encanto místico que
desprendía.
A fines del siglo pasado empezaron arqueólogos españoles a restaurar
iglesias que habían sido construidas en tiempos de los visigodos. Una de ellas,
dedicada a San Juan Bautista y situada en Baños de Cerrato (Venta de Baños),
había sido edificada por Recesvinto en 661, de acuerdo con una inscripción
colocada en el transepto, frente a la nave principal. El hecho era
indiscutible. La fecha de su construcción muy anterior a la pretendida invasión
de 711, y sin embargo poseía esta iglesia soberbios arcos de herradura. Pronto
se los encontró por toda la península, algunos tan bellos como los cordobeses
y... no eran musulmanes. Se han hallado hasta en Francia, orillas del Loire,
que de acuerdo con la tradición jamás alcanzaron los árabes.
En fin, se averiguaba en nuestros días que habían existido arcos de
herradura en fechas anteriores a nuestra era cristiana. De tal suerte que se
podía establecer el proceso de su evolución desde aquellos tiempos remotos
hasta su magna florescencia bajo los califas cordobeses.
Uno de los mitos de la historia occidental se venía abajo. El arco de
herradura, cuyas curvas inverosímiles habían permitido las más extraordinarias
extravagancias, no había sido traído de Oriente por los árabes invasores.
Más aún. A medida que se incrementaban los estudios emprendidos sobre el
arte de la civilización arábiga, se percibía que los principios arquitectónicos
empleados en la construcción de la Mezquita de Córdoba escasas relaciones
tenían con el Asia lejana. Así como el arco de herradura, aparecía que estas
técnicas antaño estimadas por extranjeras pertenecían a la tradición local,
ibérica, romana y visigoda. Pero se complicaba el problema tanto más por el
hecho siguiente:
Había sido construido este oratorio por los hombres y para los hombres. El
arquitecto que dibujó los planos, no había dado suelta a su imaginación para
satisfacer su capricho o su necesidad de creación artística. Sin menospreciar
sus cualidades intelectuales, muy al contrario, había que reconocer sin embargo
que las había puesto a disposición de una idea superior: la puesta en obra de
una función para la cual había sido el templo objeto de un encargo, había sido
construido y pagado. En una palabra, había sido edificado para la celebración
de un culto religioso. Pero bastaba con pasearse por el bosque de sus columnas
para darse cuenta de que este culto no pertenecía ni a la religión musulmana,
ni a la cristiana.
Pues la disposición interior de este monumento no ha sido concebida para el
cumplimiento de las ceremonias prescritas por la liturgia de estas creencias.
Para decir sus plegarias en común, con sus genuflexiones y sus postraciones
repetidas y hechas por todos los fieles con un mismo gesto, sólo necesitaban
los musulmanes de un patio, como el que existía en la casa del profeta. Bastaba
pues que el lugar, abierto a la intemperie pero cubierto por un tejado,
permitiera la colocación de los muslimes en largas filas, formando un frente de
tal suerte que pudieran con la vista seguir los gestos del encargado de la
oración, el imán, situado ante todos ellos de cara al mihrab, aposento sagrado
en donde se guarda el Corán. Por su parte, requiere el ritual católico un
amplio espacio cubierto en el cual pueden los cristianos seguir el sacrificio
de la misa celebrado por el oficiante. En ambos casos está fundada la liturgia
en un mismo principio: el papel desempeñado por la vista en estas ceremonias.
Así se explica con qué facilidad han adaptado los musulmanes las iglesias
cristianas a su culto sin tener la necesidad de emprender grandes
modificaciones en su arquitectura. Les bastaban escasas obras para transformar
una basílica en una mezquita.
Clásico es el ejemplo de Damasco en donde la sala de oraciones de la Gran
Mezquita conserva aún la estructura requerida para el servicio anterior, cuando
estaba bajo el patronato de San Juan Bautista. No ocurría lo mismo con la
Mezquita de Córdoba. Perdidas en el bosque, las muchedumbres de los creyentes y
de los fieles tuvieron sin duda alguna mucha incomodidad, los unos para seguir
todos con un mismo movimiento los gestos del imán, los otros para comulgar
espiritualmente con el celebrante en las distintas partes de la misa, quedando
ambos ocultos por el juego de las columnas.
Por esta razón, por causa de su interna configuración, había sido
finalmente adoptado el principio de la basílica por los cristianos. Pues estaba
concebida de tal suerte que podía el pueblo desde todos los lugares disfrutar
de un espectáculo entonces muy concurrido: ver al basileus cumplir
majestuosamente sus funciones. Se impuso esta concepción arquitectónica a
partir del siglo IV porque permitía a los fieles observar los movimientos y
seguir las oraciones de los sacerdotes. Esto es imposible en un bosque de
columnas. Ahora se entiende por qué la Mezquita de Córdoba, a pesar del
sacrilegio artístico de Carlos V, jamás llegó a convertirse en una catedral,
sino en una feria de pequeños altares. Por todo lo cual se deduce que tanto los
musulmanes como los cristianos sólo habían sabido adaptar a las necesidades de
su culto un templo que no había sido construido para las ceremonias respectivas
de sus religiones.
Volveremos a ocuparnos de esta cuestión en la tercera parte de esta obra,
cuando estudiemos la historia de la Mezquita de Córdoba. Por ahora es menester
contestar solamente a una pregunta apremiante. Si el templo primitivo cuya
interna configuración lo constituye un bosque de columnas, no ha sido
construido ni para el culto musulmán, ni para el cristiano, ¿a qué rito o
religión estaba destinado? ¿Cuál era el pensamiento que inspiraba el lápiz del
arquitecto cuando dibujaba estas enigmáticas arquerías? ¿Qué aliento, qué llama
podían unirle con el constructor? Pues, al fin y al cabo, quien paga impone su
criterio. Sólo le toca al artista interpretarlo y realizarlo. ¿Qué fuerza
poseía este soplo que les embargaba para que de esta colaboración surgiera una
de las obras más geniales construidas por los hombres?
Nadie ha respondido a esta pregunta porque nadie, que sepamos, la había
hecho. Más no puede escamotearse: Ahí está la obra. Entonces, basta con pensar
en las dificultades de concepción, de construcción y de interpretación que
plantea tan extraño bosque de columnas, para apreciar que encierra un enigma
histórico. Nadie hasta nuestros días se ha esforzado en explicarlo. Por nuestra
parte, en las páginas siguientes nos dedicaremos a desenmarañar este misterio.
Por ahora podemos solamente adelantar que esta imbricado en uno de los grandes
problemas de la historia universal.
Por el alejamiento de los tiempos, por la ignorancia y la pasión religiosa,
el trozo del pasado que ha visto al Islam propagarse por las orillas del Mare
Nostrum ha sido sepultado como una ciudad antiquísima, bajo unos escombros
imponentes, un alud de mentiras, de leyendas, de falsas tradiciones. De acuerdo
con una interpretación primaria de la actividad humana, se había concebido la
expansión del Islam, no como el fruto de una civilización, sino como el
resultado de unas conquistas militares sucesivas y fulminantes. Idioma,
religión, cultura no habían sido impuestos por la fuerza de la idea, sino con
alfanjazos que habían diezmado a los guerreros oponentes y por el fuego que
había aterrorizado las poblaciones indefensas. Con gran refuerzo de estampas
resobadas se había descrito la invasión de Berbería, de la Península Ibérica y
del sur de Francia, sin mencionar otras regiones cuyo problema no cuadra con
los límites de esta obra. Ejércitos árabes en número inverosímil habían
desbordado por todas partes como la oleada de un maremoto; lo que era un reto a
la geografía y al sentido común.
Era hora de apartar los residuos amontonados a lo largo de los siglos y
destacar de este proceso las líneas generales de los acontecimientos. Sería
entonces posible alcanzar el aliento que había dado tan singular vitalidad a
estos tiempos oscuros, pero fecundísimos. El misterio de la Mezquita de Córdoba
entonces podría quedar aclarado. Una más íntima comprensión de las resacas que
a veces arrebatan a los hombres podría ser entendida. Nueva luz aclararía la
evolución de la humanidad.
Prólogo del libro “Los árabes jamás invadieron España”
Fuente
LOS ÁRABES JAMAS INVADIERON ESPAÑA: Crítica general.
Capítulo II del libro “Los árabes jamás invadieron España”
Los movimientos migratorios en la historia: el desplazamiento de los
nómadas y las invasiones (ley de Breasted). Caracteres geográficos de Arabia.
El caballo y el camello como testigos del paisaje. Dificultades de las razias.
La travesía del Estrecho de Gibraltar. Los errores geográficos de las antiguas
crónicas. La dominación de los godos y la pretendida invasión árabe de la
Península Ibérica. Según creencia unánime se había realizado la expansión del
Islam por medio de invasiones a mano armada. Cierto, una mejor comprensión de
las herejías cristianas había esclarecido mejor el ambiente favorable que había
facilitado en todas partes la labor de los conquistadores. Se esclarecía la
situación política de las regiones que habían sido sumergidas por la oleada mahometana;
se reconocía que a veces los invasores habían sido recibidos por las
poblaciones asaltadas como liberadores, pues estaban esclavizadas por
extranjeros; lo que no era cierto en todos los casos. Apuntaba por demás en
este juicio el hechizo que imperaba en los historiadores del XIX, obsesos por
prejuicios del siglo. Se creía en aquellos años que el espíritu nacionalista,
parecido o similar al que alentaba entonces a las masas, había sido una
constante histórica. En verdad enraizaba a veces en algunos pueblos o naciones
de la antigüedad; ilegítimo era extender el mismo criterio a todos los pueblos,
sobre todo a aquellos que pertenecían a civilizaciones extraeuropeas y cuya
interpretación de la vida estaba fundada sobre otras premisas. Sea lo que fuere,
a pesar de estas nociones que ayudaban a mejor comprender la expansión del
Islam, su mecanismo quedaba incólume. Habían sido propagadas estas ideas
religiosas por la acción de ofensivas militares, emprendidas las unas tras de
las otras como una reacción en cadena.
No se puede en nuestros días admitir tan simplista argumentación. No
resiste a la crítica más elemental: pues no se prolonga una ofensiva
indefinidamente. A medida que su acción se propaga en el espacio, pierde más y
más su virulencia primera. ¿Cómo habían podido los árabes en marcha
interrumpida y sin fracaso alguno haber alcanzado simultáneamente el Indo y el
Clain, que baña Poitiers? No insistiremos por ahora. Antes de proceder al
examen de esta interpretación de los acontecimientos, conviene fijar algunas
ideas acerca del desplazamiento de los hombres por el globo.
Individuos, familias, tribus pueden ponerse en marcha de modo esporádico,
así los nómadas en la estepa, sin que se deba interpretar sus movimientos como
el resultado de una invasión. Esta reviste siempre un carácter militar. Es el
fruto de una organización, de un Estado y de un cerebro director. Por
consiguiente es inexacto hablar de invasiones alpinas, porque estos
indoeuropeos que siguieron el valle del Danubio, han llegado a las llanuras de Occidente
en pequeños grupos y en el curso de varios milenios. Sucede lo mismo con las
andanzas de los beduinos en el Sahara. Se desplazaron lentamente las tribus
hilalianas siguiendo la dirección este-oeste, en función de las variaciones del
clima. Como la desecación de las altas planicies asiáticas también ha sido
causa del movimiento de los alpinos, nos encontramos ante dos hechos paralelos:
el uno al norte realizado por los indoeuropeos, el otro al sur por los semitas.
Eran ambos fruto de la misma imposición: la falta de lluvias que obligaba a
estas poblaciones repartidas por vastísimos territorios a buscarse nuevos
medios de vida.
El nómada es esclavo de sus rebaños; éstos viven del crecimiento de las
plantas herbáceas. En fin de cuentas, se hallan ambos a la merced de las
circunstancias climáticas. Pueden manifestarse de modo diferente; lo que será
motivo de reacciones humanas distintas.
a) Si las oscilaciones del clima son normales; es decir, si un año seco
aparece tras un ciclo de pluviosidad suficiente, el nómada para salvar del
hambre a su familia conducirá sus rebaños hacia las tierras de los agricultores
sedentarios que se hallan establecidos a orillas de la estepa. Entonces se
producirán escaramuzas entre ambas partes, pues defenderán los aldeanos sus
cosechas; de aquí luchas cortas y estaciónales perfectamente destacadas por el
historiador americano Breasted, cuando estudiaba el pasado de los pueblos que
vivían en una zona por él llamada el Creciente Fértil (Palestina, Siria,
Mesopotamia, etc.) que envuelve en sabia curva el norte de la Península
Arábiga, en donde el clima y la orografía permitían el desarrollo de la
agricultura. Por lo cual hemos llamado esta relación entre un año seco y las
hostilidades consiguientes: la ley de Breasted (1920).
b) Puede convertirse el problema en mucho más grave. Ya no se trata de una
crisis pasajera, debida a una oscilación climática, sino, como lo estudiaremos
en un capitulo próximo, a una modificación del paisaje.
El fenómeno es distinto del precedente. Ahora, una oleada prolongada de
sequías o de lluvias causa una transformación de la vegetación; pues según las
regiones del globo se presentan estos opuestos caracteres. Si la acción
meteorológica se realiza en un marco geográfico en donde la pluviosidad no supera
los 250 mii. de agua al año, zona generalmente habitada por los nómadas, se
vuelve crítica la situación. Para sobrevivir tendrán que abandonar éstos el
país. Podrán entonces elegir entre dos posibilidades: o bien, abandonarán
definitivamente su vida de trashumancia para emigrar hacia las regiones más
favorecidas en cuyas ciudades estarán obligados a acomodarse a una nueva vida,
o bien, emprenderán con sus rebaños un larguísimo desplazamiento en busca de
tierras más húmedas. En este caso, por las dimensiones de la distancia
recorrida, constituirá el viaje una verdadera emigración, pues se encontrarán
en la imposibilidad de regresar a su punto de origen.
Son consecuencia estos desplazamientos diversos del determinismo
geográfico; poseen un carácter biológico y se les puede comparar con las
migraciones de las especies zoológicas por el ámbito terrestre a todo lo largo
de la evolución. No ocurre lo mismo si el movimiento es dirigido por una
voluntad superior que determina los objetivos que es menester alcanzar. Se
trata entonces de una invasión que adquiere una finalidad agresiva. La acción
militar se impone a toda otra consideración, ya que se trata de sojuzgar a las
poblaciones que habitan
los territorios codiciados. Por consiguiente, para que una invasión tenga
la probabilidad de
lograr los fines propuestos, no basta con que haya sido concebida, tiene
que estar controlada y sostenida por una organización social importante. Sin
Estado, no hay invasión. Por esto han sido escasas las invasiones en la
historia, pues para que puedan conseguir un resultado, hasta parcial, se
requiere la acción de mi gobierno poderoso. Y sabemos que desde el neolítico
hasta los tiempos modernos esta máquina, extraordinaria y arrolladora, ha sido
siempre una excepción.
Los desiertos de Arabia Central, el Rob-el-Khali, el Nedjed y el desierto
de Siria existen desde hace muchísimo tiempo. En todo el Próximo Oriente las
anchas praderas, comparables a las del Far West, la estepa xerofítica o
subdesértica, poseían en la antigüedad dimensiones más grandes que las de
nuestros días. Ocurría lo mismo con las comarcas regadas del Yemen o del
Hedjaz. Pero con la llegada de la sequía que las castigó a todo lo largo del
último milenio, modificándose el paisaje, la crisis económica trastornó tan inmensa
e importante región. Fue la causa de los movimientos demográficos que apunta la
historia de los pueblos del Creciente Fértil, tierra que al fin y al cabo era
el testigo de una situación geobotánica degradada desde fecha muy lejana.
En el curso de esta larga evolución climática han reaccionado los nómadas
del modo que ya antes hemos descrito. Cuando llegó la crisis del siglo VII que
estudiaremos en un capitulo próximo, empezaron a desplazarse hacia el Sahara
Occidental, así las tribus hilalianas, pero también hacia las regiones y las
ciudades del Creciente Fértil. Analizaremos más adelante el papel que han
desempeñado en la propagación del Islam. Por el momento nos basta con advertir
que en la época de Mahoma presentaban ya los territorios arábigos una facies
que se asemejaba a la que conocemos actualmente. Reducidísima era la población.
Salvo en escasos lugares que poseían huertas, no existían sedentarios. Vivían
los nómadas de la trashumancia y del transporte de mercaderías realizado por
medio de caravanas. En estas condiciones, se puede concluir que estaban
ausentes de estas regiones los recursos suficientes, demográficos y económicos,
para que pudiera sostenerse la estructura de un Estado poderoso. Al contrario,
sabemos que las tribus mal avenidas entre sí, recelosas, mantenían una
independencia feroz.
¿Cómo entonces organizar ejércitos? ¿En dónde encontrar recursos para
mantenerlos? Para emprender las acciones gigantescas que nos describen los
textos, se hubiera requerido disponer de fuerzas que tuvieran una potencia
ofensiva extraordinaria. Hay que rendirse a la evidencia: Faltaban en primer
lugar los hombres
No puede el historiador escamotear los problemas que plantea el
determinismo geográfico. Si son exactas las premisas, si poseía Arabia en el
siglo VII una facies desértica o subárida, no podían existir concentraciones
demográficas en sus inmensidades, y por tanto tampoco ejércitos. Si por el
contrario se podían reclutar soldados en número suficiente para emprender
expediciones ofensivas, el país no poseía una facies desértica, ya que señala
por definición esta palabra un lugar despoblado. Existen testimonios
suficientes para demostrar lo contrario. Para justificar las tesis de las
invasiones arábigas, se requeriría probar que gozaba esta península de una
pluviosidad suficiente para hacer florecer unos cultivos que dieran vida a una
concentración demográfica adecuada. De acuerdo con nuestros actuales
conocimientos, esto es imposible.
En una comarca con facies simplemente subárida, o aun árida si el suelo es
permeable, no puede sustentarse el caballo. Según los oficiales de Estado
Mayor, cuando se prepara una operación con elementos de caballería, se calcula
para cada animal una reserva de cuarenta
litros de agua por día. El viajero que atraviesa tierras subáridas debe
llevar consigo la comida y la bebida para su cabalgadura. Esto es irrealizable,
si la distancia que debe franquear resulta demasiado larga. Por el contrario,
puede el camello cumplir este cometido. Pertenece a los raros ungulados
adaptados por su constitución fisiológica a las condiciones adversas de estas
regiones desheredadas (8). Por esta razón poseían los nómadas de Arabia rebaños
de camellos y no de caballos. El pura sangre árabe se encuentra así emparentado
con los mitos paralelos a los de las invasiones y, como tantas otras cosas,
atribuido a un origen inverosímil (9).
Por otra parte, la herradura apareció en las Galias en época merovingia
(10). Anteriormente, cuando se quería hacer atravesar un terreno pedregoso a un
caballo, o á un camello, como en el caso de las hamadas del desierto, se
envolvían sus pies con cuero para protegerlos. «He aquí, escribía el general
Brémond, otra condición desfavorable que se opone al mito de la invasión de
África del norte por una caballería árabe, salida de los desiertos de Arabia.
Habría recorrido tres mil kilómetros con caballos sin herrar. Estos caballos se
hubieran gastado la pezuña hasta el empeine» (11). Indicaremos en otro capítulo
el origen de esta leyenda; consignaremos ahora que en estos tiempos como en la
antigüedad no llevaban estribos los Jinetes. Fueron importados de China en el
siglo IX. Muy difícil, si no imposible, hubiera sido para estos cabalgadores
mantenerse a horcajadas durante tan largas y numerosas jornadas.
Sin embargo, han ignorado estas dificultades los historiadores clásicos.
Aseguraba, por ejemplo, Sedillot (1808-1875) que en su segunda expedición en
contra de los Gasaníes de Damasco (630-632) había conducido el Profeta las
fuerzas siguientes: diez mil jinetes, doce mil camellos y veinte mil infantes.
Se ha dejado engañar nuestro distinguido orientalista por el cronista árabe, no
por hipérbole o exageración, sino por una mentira pura y sencilla que han
puesto de manifiesto nuestros actuales conocimientos en biogeografía: camellos
y caballos se excluyen mutuamente. Pertenecen estas especies zoológicas a
facies opuestas, son testigos de climas diferentes y no se encuentran asociados
en la naturaleza. También enseña la experiencia que no pueden vivir juntos
artificialmente. Les irrita recíprocamente su olor; de tal manera que resulta
difícil concebir la coexistencia de masas de estos animales para una labor
común y ordenada, como si se colocara en un mismo frente para combatir al mismo
enemigo regimientos de gatos y de perros.
Por otra parte, el general Brémond, jefe militar de la misión aliada que
durante la guerra del 14 ha independizado Arabia de la dominación turca,
comentando el texto de Sedillot, concluía que diez mil caballos necesitan
cuatrocientos mil litros de agua potable cada día. ¿En dónde encontrar tan
enorme cantidad en la estepa o en el desierto? Y añadía: «Hubiera sido
imposible, sobre todo en esta época mantener treinta mil hombres y veinte mil
bestias. En 1916-1917, no hemos podido conseguir para los 14.000 hombres reunidos
ante Medina víveres para más de ocho días, a pesar de los recursos
considerables que nos llegaban de la India y de Egipto por buques de
vapor»(12).
Esto es un ejemplo. Se podrían dirigir críticas similares contra la mayoría
de las crónicas que han sido las fuentes de los textos actuales. Sin embargo no
es necesario recurrir a los testimonios de la experiencia contemporánea para
situar el problema en su contexto histórico. Nos enseñan estas mismas crónicas
las dificultades que estudiaban los hombres políticos de la época, cuando
cedían a la tentación de emprender una razia en países ricos y vecinos para
sacar de los mismos taladas substanciosas. He aquí lo que escribe
Levi-Provençal refiriéndose a Abd al Ramán III, uno de los monarcas más capaces
e inteligentes que han gobernado España, acerca de las expediciones que solía
emprender por el norte, generalmente en la Septimania, provincia del sur de
Francia situada entre el Ródano y los Pirineos:
«Para que el califa se decidiese a poner en marcha una correría estival, se
requería que la cosecha se anunciara importante. Como se mantenía el ejército
con lo que encontraba a su paso, era ésta condición imprescindible. Así, en
919, en su algara en contra de Belda, Abd al Ramán tuvo buen cuidado de mandar
averiguar el estado de los sembrados y modificó su itinerario para que el
ejército pasase por lugares en donde el trigo estaba ya maduro. En los años de
mala cosecha, claro está, no se pensaba salir a campaña. En su relación de los
acontecimientos del año 303 de la Héjira (915) declara El Bayan:"Fueron
las circunstancias demasiado adversas para que se intentara incursión alguna o
que se pusiesen tropas en pie de guerra». ¡Y se trataba de algunos centenares
de kilómetros! A pesar de los recelos del califa, no hace objeción alguna este
especialista a la repentina aparición en la Península Ibérica de ejércitos que
venían nada menos que de Arabia sin preocuparse por saber si estaban las mieses
doradas (13).
No explica la ley de Breasted las invasiones arábigas en el Creciente
Fértil. En el caso de una crisis estacional no puede el nómada mantenerse
indefinidamente en los lugares que le son extraños. Desvanecida la sorpresa,
tiene que retirarse para no ser atacado por fuerzas muy superiores a las suyas.
Habiendo mantenido sus rebaños en las semanas críticas del estío ha conseguido
su objetivo. Cambia la situación en una crisis climática prolongada. Para huir
de la sequía, muerto el ganado, emigraron los nómadas árabes hacia las regiones
y las ciudades mejor abastecidas. Se tradujo esto por un desplazamiento
demográfico parecido al éxodo actual de las gentes del campo hacia los centros
industrializados. Más, este movimiento migratorio que ha debido de ser
constante a lo largo de las primeras pulsaciones, alcanzó en las crisis
posteriores más graves un carácter dramático.
En estas condiciones, ¿cómo concebir la invasión de Berbería por ejércitos
árabes cuando tenemos la certeza de que jamás han existido? Hay mil kilómetros
desde el Hedjaz hasta las tierras cultivadas del Creciente Fértil. Si en verdad
hubieran podido ponerse en marcha fuerzas suficientes, hubieran tenido que
desarrollar esfuerzos extraordinarios para conquistar Egipto, Palestina, Siria,
en donde era menester combatir sucesivamente contra los persas y contra los
bizantinos; sin contar con la recepción de los autóctonos que pudiera haber
sido amistosa o adversa. Pero, ¿qué de estas tropas si hubieran tenido que
atravesar el desierto de Libia, uno de los peores de la tierra? ¿En qué estado
se hubieran encontrado después de tan loca aventura? Sedientas y anémicas
hubieran sido aniquiladas por los beréberes, hombres aguerridos en las luchas
guerreras y temidos (14).
Es posible que nómadas árabes aprovechando momentos oportunos o
sencillamente la sorpresa hayan realizado incursiones en Berbería. ¿Por qué
hacerles venir de Arabia? ¿No trashumaban tribus por las estepas predesérticas
del Sahara? ¿No habían de cometer en el siglo VII las mismas fechorías que las
hilalianas de que nos habla Ibn Kaldún? Sea lo que fuere, la pretendida
conquista de Tunicia a principios del siglo VIII resulta tan inverosímil como
la posterior de la Península Ibérica. Los acontecimientos en Berbería debieron
de ocurrir de acuerdo con la misma evolución de las líneas de fuerzas en Hispania.
Hasta entonces, la relación de estas invasiones sucesivas se asemejaba a
una carrera milagrosa, algo así como el ilusionista que a cada golpe saca del
sombrero de copa objetos los más diversos y sensacionales: un pañuelo, una
bandera, una bola de bilIar, ¡un gallo exu- berante! Ahora, tras la toma de
Cartago, abandonamos la magia blanca para enredarnos con la negra. La fantasía
se agudiza hasta el absurdo. Las distancias atravesadas son cada vez mayores,
la geografía de los territorios conquistados más compleja, los obstáculos más
imponentes, el tiempo que separa una ofensiva de la otra más corto. En diez
años ocupan los árabes África del Norte, en tres la Península Ibérica. Sierras,
estrechos de mar, ríos imponentes son franqueados con suma facilidad. A pesar
de sus fortificaciones se rinden las ciudades por centenas. La gesta es
grandiosa; intensas las cabalgadas. Mas, si desea el curioso enterarse de los
hechos y conocer los detalles de esta epopeya gigantesca, tropieza con las
contradicciones más descaradas. No solamente en asuntos de interés secundario,
sino en los más importantes, como por ejemplo el siglo en el curso del cual
dominaron los árabes el norte de África; no tan sólo en los cronicones
medievales, sino en obras recientemente publicadas.
Hemos trascrito más arriba la opinión de un especialista renombrado de la
historia de Berbería. Para Georges Marçais necesitaron los árabes ciento
cincuenta años para conseguir el dominio del norte de África (1946).
Levi-Provençal en su Historia de los musulmanes de España (1950) acepta la
tesis clásica: diez años. Para el primero tiene lugar el acontecimiento a mitad
del siglo IX, para el segundo en los primeros días del VIII. «En el momento en
que Roderico sucede en el trono de Toledo, escribe, acababan los árabes de
consolidar su posición en el norte de Marruecos y terminan la conquista del
centro del país» (15).
Las contradicciones que aparecen en las crónicas se reproducen en estos
autores contemporáneos. Cada cual tiene sus motivos, obseso por su tema particular.
Marçais, para alcanzar una comprensión de los acontecimientos ocurridos en
Berbería, espiga en los viejos textos los testimonios más seguros para
confrontarlos y buscar una concocordancia. A Levi- ProvençaL, que estudia la
historia de España, lo que ha ocurrido en Berbería no le interesa. Le basta con
que existan árabes en Marruecos a principio del siglo VIII para hacer tragar al
lector, ya amaestrado desde la escuela, la invasión de la península. Tarea
bastante dificultosa si en esta fecha requerida los futuros invasores no se
encontraban en las orillas africanas del Estrecho.
Entonces, ¿a qué santo encomendarse?
Si se sorprende uno al saber cómo y con qué rapidez, similar a la del rayo,
han conquistado los árabes región tan grande y difícil como lo es el norte de
África, queda uno mucho más maravillado al enterarse de la facilidad con que
estos nómadas han conseguido atravesar el Estrecho de Gibraltar. No tenían
marina; esto es lo normal en gente que navega por el desierto a lomo de
camello. Seamos condescendientes. Han concentrado en un punto del litoral
embarcaciones llegadas de Oriente. Jamás hubieran podido trasladar al otro lado
su pequeño ejército sin el concurso de marinos autóctonos y experimentados.
Este trozo de mar es uno de los más peligrosos de la tierra; pues se combinan
en estos parajes dos corrientes de gran potencia que son contrarias. Tiene una
la velocidad de cuatro a seis millas; la otra dos. Según la marea, fenómeno
desconocido del navegante mediterráneo, cambian de sentido de modo para él
incomprensible de acuerdo con las masas de agua que entran o salen del Océano.
Luego, para complicar más la situación, está constantemente recorrido este
pasillo por vientos violentos, cuyas ráfagas son tan repentinas que lo han
convertido hasta nuestros días en un cementerio de barcos.
Según las crónicas, el conde Julián, gobernador del litoral, había prestado
a los invasores cuatro lanchas con las cuales el desembarco se había realizado.
Si cada una de ellas podía transportar cincuenta hombres con la tripulación —lo
que sería un máximum— se hubieran necesitado treinta y cinco viajes para pasar
los siete mil hombres de Taric. En promedio, hay que calcular un día para la
travesía, dos con la vuelta. Setenta días eran necesarios para llevar a cabo la
operación; es decir, más de tres meses si se cuentan los días de mar arbolada,
cosa allí frecuente. Por otra parte estaría el Estrecho impracticable en
invierno. En otros términos, si se hubiera tratado de una invasión, el pequeño
número de los primeros desembarcados hubieran sido degollados sin que fuera
preciso la concentración de mayores fuerzas en Algeciras.
Para pasar los siete mil hombres de Taric era necesario contar por lo menos
con un centenar de embarcaciones. Pero en esta época de gran decadencia
marítima no era fácil encontrarlas. Los beréberes, que se sepa, no tenían
flota. Sólo un pueblo en las inmediaciones hubiera acaso podido intentar la
travesía: Eran los gaditanos.
Iban a Inglaterra desde el tercer milenio en busca de la casiterita y habían
recorrido costa a costa el litoral africano. Acaso habían circunnavegado el
continente. Eran ellos con gran probabilidad los que habían transportado tres
siglos antes a Genseric y a sus vándalos (16). No se conserva ningún
testimonio. Se puede sugerir que tuvieran los barcos requeridos para este
traslado de tropas. Y sin embargo ¿no es un poco extraordinario que prestasen
los andaluces sus navíos a quien venía a sojuzgarles? Si hubiera habido una
confusión o un engaño con la operación de Taric, ¿cómo podía haberse repetido
el mismo error con Muza, llegado meses más tarde, cuando sus fuerzas eran más
numerosas y necesitaban una ayuda más considerable?
¡En fin! Era la invasión de España. Conocían los romanos el oficio de las
armas. Dirigidos por cerebros que han demostrado una eficiencia poco frecuente
en la Historia han necesitado trescientos años para conquistar España; tan sólo
tres los árabes.
Cuando prosigue un invasor una ofensiva más allá de sus bases
acostumbradas, debe consolidar otras para conservar en sus movimientos cierto
margen de seguridad. Según la historia clásica, han menospreciado impunemente
los árabes este principio elemental del arte militar. Sin haber recuperado las
energías gastadas en un imponente esfuerzo, se empeñan en una nueva aventura.
Llegan a Tunicia; inmediatamente se ponen en marcha hacia Marruecos. Han visto
de lejos las olas del Océano, ya se embarcan para España. Pasan tres años con
gran prontitud. No se paran ni para descansar, ni para disfrutar del botín
conquistado, ni para saborear las chicas del lugar. Tienen prisa por
entremeterse por los desfiladeros pirenaicos a fin de apoderarse de Aquitania y
de la Septimania.
Han descrito las crónicas estos hechos a despecho de la geografía. Mapas no
poseen los invasores. No tienen objetivo alguno que alcanzar. Se han contado
estos acontecimientos con tal ingenuidad que admirado queda uno al advertir
cómo burdas inexactitudes han sido repetidas por graves historiadores, sin que
se les ocurriera confrontarlas con un atlas cualquiera. He aquí algunos
ejemplos sacados de la crónica, escrita en árabe, Ajbar Machmua, una de las que
han alcanzado mayor autoridad:
«De todos los países fronterizos ninguno preocupaba tanto a Al Walid como
Ifriqiya.» (17) Ifriqiya es la Tunicia de los antiguos. Para el cronista la
vecindad de esta nación preocupaba a Al Walid. Ignoraba por lo visto que median
tres mil kilómetros entre su Ifriqiya y Egipto y que en tan inmenso territorio
intermedio no tenían las arenas del desierto, como las aguas del mar, dueño
alguno que pudiera ser temido.
Después de la batalla de Guadalete apunta: «inmediatamente Taric se dirigió
al desfiladero de Algeciras y luego a la ciudad de Ecija», como si se hallara
en la proximidad. Es muy extraño que se atreviera un ejército enemigo a
penetrar en tan estrecho cañón cretácico, en donde hubiera quedado atrapado
como en una ratonera; pues se adelgaza en ciertos lugares hasta las dimensiones
de una calle estrecha, encuadrada por imponentes acantilados. Pero, desde la
pequeña localidad de Jimena de la Sierra que se encuentra a su salida norte
hasta Ecija, hay más de 160 kilómetros. En el camino hubieran encontrado los
invasores ciudades importantes como Ronda y Osuna, cuya fundación era anterior
a los romanos y a las que no alude el arábigo.
Ignoran los conquistadores lo que vienen a hacer en el país. No saben
adónde ir. Son los cristianos los que les dan algunas ideas para que tengan
motivo de ocupación, así el empleado de una agencia de viajes que propone
excursiones a un futuro turista. No se trata de una broma. Escribe nuestro
cronista: «Sabedor Muza ibn Noçair de
las hazañas de Taric y envidioso de él, vino a España, pues traía, según se
cuenta, 18.000 hombres. Cuando desembarcó en Algeciras le indicaron que
siguiese el mismo camino que Taric y él dijo: «No estoy en ánimo de eso".
Entonces los cristianos que le servían de guía le dijeron: «Nosotros te
conduciremos por un camino mejor que el suyo, en el que hay ciudades de más
importancia que las que ha conquistado y de las cuales, Dios mediante, podrás
hacerte dueño".»
En una palabra estaban a la merced de los peninsulares.
No se deje engañar el lector por comparaciones históricas, como la
conquista de Méjico por Hernán Cortés. En el XVI poseían los españoles una
superioridad aplastante sobre las poblaciones de América. Jamás habían visto
hombres blancos, ni animales que se parecieran a un caballo. No les cabía en la
cabeza que se pudiera subir a horcaladas sobre sus lomos. Aprendieron a su
costa que un jinete y su cabalgadura son dos objetos diferentes; pues se
atemorizaban al ver que estos monstruos dividíanse en dos trozos, los cuales en
lugar de morir, podían vivir por separado y a su gusto remendarse. Manejaban
los españoles armas de fuego cuyo estruendo era más eficaz que sus balas mortíferas.
Esta superioridad, técnica y humana, les daba una aureola mística que les ha
favorecido en su conquista.
En la invasión de la península por los árabes están invertidos los papeles.
Son los invadidos los que gozan de una civilización superior y en aquella época
del arma de guerra por excelencia: la caballería. Ya está representado el
caballo domesticado en las pinturas rupestres de nuestro solar y demuestran
testimonios abundantes que había sido Iberia la yeguada más importante del
Imperio Romano. Por otra parte, con mucha dificultad hubieran podido los
marineros al servicio de los árabes hacer atravesar el Estrecho a sus
cabalgaduras; tanto más con los escasos recursos de que disponían. Embarcar
caballos ha sido siempre una operación difícil, dado su nerviosismo. Rara vez
han aventurado su caballería las legiones por el mar. Cuando lo han hecho,
disponían de anchas galeras que navegaban por las plácidas aguas del
Mediterráneo. Los pocos ejemplares que hubieran podido mantenerse en las barcas
del conde Julián, hubieran llegado a Europa en un estado lastimoso.
Después de la batalla de Guadalete, cuenta el cronista de Ajbar Machmua que
ya no tienen los invasores infantería, pues todos los de a pie han podido
apoderarse de un caballo; lo que indica que antes no los poseían. «Taric envió
a Moguit a Córdoba con 700 jinetes, pues ningún musulmán se había quedado sin
cabalgadura.» Mas ¡oh maravilla!, logró ese escuadrón una hazaña
extraordinaria, sin duda única en los anales de la guerra. Se apoderó de la ciudad
más poblada de España, defendida por murallas importantes, construidas al final
del Imperio Romano y de las cuales una parte aún se mantiene erguida.
Se trasluce entonces hasta la evidencia la gigantesca mistificación. Desde
que los árabesdespués de la muerte de Mahoma se desparraman por medio mundo
como oleada de un maremoto gigantesco, se apoderan como por arte mágico de las
ciudades mejor pertrechadas y fortificadas. Es la objeción que hace el general
Brémond a la toma de Alejandría por hordas llegadas del desierto, cuando debía
de tener unos 600.000 habitantes. Para dominar y arrollar sus fortificaciones,
sobre todo las famosas de su ciudadela, se requerían máquinas potentes y
complicadas. Esto era una norma militar en práctica desde la más remota antigüedad.
Para construirlas, transportarlas y ponerlas en batería, eran necesarios medios
considerables: ingenieros, obreros especializados, recursos financieros, etc.
En una palabra era Imprescindible una organización, la que probablemente no
cabía en la cabeza de estos nómadas del desierto.
Y ¿cuándo se trataba de ciudades situadas en lugares inexpugnables, como
Toledo o Ronda? ¿No se ha mantenido independiente durante medio siglo esta
última, oponiéndose a las tropas de los emires cordobeses cuyo poder no puede
compararse con los medios de que disponían los Muza y los Taric? En general,
los cronistas árabes que describen la invasión de la Península Ibérica,
conscientes de esta dificultad, eluden la cuestión. Para el autor de Ajbar
Machmua se deben estos éxitos al artilugio de astutas estratagemas. He aquí la
que permitió a Muza rendir Mérida, ciudad que poseía, nos subraya, murallas
«como jamás han construido los hombres similares». Habiendo empezado
negociaciones con los asediados, «encontraron a Muza con la barba blanca y
empezaron a insinuarle exigiéndole condiciones en que él no convenía y se
volvieron. Tornaron a salir la víspera de la fiesta (del Titr) y como se
hubiera tiñado la barba y la tuviera roja, dijo uno de ellos: "Creo que
debe de ser uno de los que comen carne humana, o no es éste el que vimos
ayer". Por último, vinieron a verle el día mismo de la fiesta, cuando ya
tenía la barba negra, y de regreso a la ciudad dijeron a sus moradores:
"¡Insensatos! Estáis combatiendo contra profetas que se transforman a
su albedrío y serejuvenecen. Su rey que era un anciano, se ha vuelto joven. Id
y concededle cuanto pida"».
No era Mérida un villorrio habitado por trogloditas. Había sido Emerita
Augusta en la época romana una de las grandes capitales de España. Durante la
monarquía goda era renombrada por sus monumentos y sobre todo por la iglesia de
Santa Eulalia que Prudencio en su descripción comparaba a las de Roma. Cierto,
había perdido gran parte de su esplendor pasado, pero era todavía un centro importante.
Sin embargo, según nuestro cronista, ignoraban sus habitantes los artificios
del aseo y ¡que las barbas se pueden teñir!
Que una o más ciudades se hayan rendido por estratagema o por traición, se
concibe. Pero que hordas salidas del desierto en Asia, en África, en Europa, se
hayan apoderado como en una gigantesca redada de centenares de ciudades,
algunas de las cuales eran las más impor- tantes entonces existentes, no puede
concebirse. Alucinantes son en este caso la mentira y el delirio. Para los
cronistas árabes de la primera época la conquista de España es el resultado de
un truco formidable realizado por dos afortunados truchimanes. Pasados el siglo
XI y la contrarreforma musulmana, se trata de un acontecimiento milagroso
concedido a los creyentes por la Providencia para la mayor gloria del Islam.
Era menester explicar tan magno episodio de modo natural para apartar la
idea de una intervención divina que hubiera favorecido a los muslimes. Han
recargado los historiadores cristianos la situación de España bajo el gobierno
de los visigodos con las tintas más negras. Aterrorizaban los germanos a los
españoles. Un divorcio profundo dividía a la sociedad. Para sacudirse del yugo
de estos amos insoportables estaban dispuestos a aliarse con el mismísimo
demonio. Se ha hablado también de los judíos. ¿Cómo no? Habían naturalmente
traicionado a la acción que en su diáspora los había recibido. Todas las
locuciones grabadas al por mayor, las frases hechas que se repiten sin
discernimiento, las más descabelladas ideas, han sido empleadas para dar a la
fábula una apariencia de verosimilitud. Desde Jiménez de Rada (siglo XIII) han
recurrido ciertos autores a los expedientes más extraordinarios para explicar
el éxito de la fulminante ofensiva. Aún hoy, ¿no atribuía un colaborador de una
voluminosa Historia de España la dominación árabe a la superioridad de su arte
militar? Había atravesado la península su caballería invencible como una
división blindada.
Durante tres siglos, del V al VIII, ha constituido la nación hispana una
estructura importante, cuya cultura destaca en las de Europa Occidental. Podrá
el lector en el curso de esta obra ponderar algunas de sus manifestaciones: su
arte extraordinario hasta fechas recientes desconocido, su escuela de Sevilla
cuyo Isidoro ha sido uno de los grandes maestros de la Edad Media cristiana.
Por otra parte, han dado al traste los historiadores extranjeros con el mito de
las invasiones realizadas por los bárbaros. Con ello el problema político de
los germanos dominando a los españoles debía de plantearse sobre otras bases.
No eran los bárbaros invasores que habían asaltado y derruido las fronteras
del Imperio Romano, como se ha dicho. Si hubiera sido así, les hubiera sido
difícil atravesar por ejemplo los Pirineos y desparramarse por la península sin
vencer fuertes oposiciones que hubieran dejado algún rastro en los textos. Nada
existe que permita suponer tal cosa. Son mucho más sencillos los
acontecimientos. Los germanos en estos tiempos eran sencillamente la guardia
civil del Imperio. Cuando la descomposición general del tinglado político,
económico y social, tuvieron sus jefes que tomar medidas enérgicas en sus
circunscripciones respectivas por la sencilla razón de que eran los
responsables del orden público; por lo cual poseían la fuerza armada.
Era esto la consecuencia de una larguísima evolución anterior. Como no
podía el tesoro imperial pagar a sus mercenarios, se les había entregado
haciendas para indemnizarles; estos legionarios bárbaros habían sido
convertidos en federados, siguiendo un procedimiento similar al proceso en
virtud del cual se habían federado las ciudades. Mas, tenía que ocurrir un hecho
ineludible: «Una unidad multar está instalada en unas tierras y se las ingenia
para atender a sus necesidades. Entonces este regimiento no es un regimiento»
(Gauthier) 18. Por imposición de las circunstancias, estaban en el siglo V
estos bárbaros tan bien romanizados y asimilados al ambiente general, que al
verse obligados a ocuparse de política incurren en los mismos vicios que los
ciudadanos romanos. Se dividen y se pelean entre sí; lo que demuestra que estos
hombres, cualesquiera que fueran sus orígenes y su educación, estaban dominados
e impulsados por fuerzas que no podían controlar. Con La ausencia de una
documentación adecuada que permitiera ni tan siquiera pergeñar una visión
panorámica de estos días aciagos, se han interpretado los movimientos militares
que emprendían estas compañías como si fueran invasiones; cuando se trataba
generalmente de operaciones de policía emprendidas para remediar una situación
apurada. Con el curso de los años, atrapados por la rueda de la fortuna,
tuvieron estas antiguas legiones que pronunciarse ante la anarquía universal de
un modo hasta entonces jamás visto; pues se trataba de crear un orden nuevo. De
aquí, alianzas y oposiciones entre sus jefes, los cuales de lance en lance se
convirtieron en reyezuelos más o menos independientes y al fin y a la postre en
auténticos monarcas. Confusa era la época. Han contado a veces las crónicas
estos acontecimientos de un modo que transparenta cierta animosidad en contra
de estos gendarmes. Pero descontando las destrucciones y las desgracias propias
del caso y probablemente inevitables, no tenían siempre los tiros una finalidad
política. En lo que concierne a España, basta con leer la crónica de Idatius
(395-470), la única que poseemos acerca de estas invasiones en la península, para
comprender que su autor al confundir a los invasores de su Galicia natal con
los improperios más calificados, no lo hacía porque eran conquistadores
extranjeros, sino porque eran arrianos. Cuando eran innecesarias o molestas
estas compañías, se las podía dirigir hacia otro destino. Si los vándalos
acaudillados por el temido Genseric hubieran sido unos invasores que conquistan
Andalucía, ¿hubieran podido los vencidos andaluces deshacerse de ellos
mandándolos a Tunicia, es decir donde el diablo perdió el poncho? Según
Delbruck, en esta época no ha llegado la población germana que vivía entre el
Rhin y el Elba a sobrepasar el millón: cinco habitantes por kilómetro cuadrado
19. De ser así, no puede concebirse una invasión demográfica de estos pueblos
sobre las berras mediterráneas, que poseían en aquel entonces un clima distinto
al actual y la mayor densidad del continente. Los visigodos romanizados desde
fecha muy remota componían en la península una minoría ínfima. Poco a poco
fueron asimilados y su influencia corno tales germanos ha sido escasísima en la
cultura nacional, por no decir inexistente. No han dejado rastro de importancia
en el idioma. Las palabras de origen godo que existen en el español, unas
cincuenta según los filólogos, tienen una génesis anterior a la Alta Edad
Media. En una palabra, por circunstancias que pertenecen a la descomposición
del Imperio Romano y de su civilización, ha sido gobernada España por una casta
militar extranjera. Ruda y basta de modales, siguiendo una constante histórica,
se emparentó con las viejas familias que poseían la riqueza agrícola. La ley
célebre en virtud de la cual fueron autorizados los matrimonios mixtos no tenía
en realidad otro objeto que confirmar una situación de hecho. No estaba
destinada para la población en general. Basta con leerla para apreciar que
estaba dedicada a los romanos y a los godos que pertenecían a las clases
sociales superiores. Era un acuerdo entre la casta militar y la aristocracia.
No podía ser de otro modo desde el momento que los visigodos componían una
minoría en la masa de la población 20. Los autores que en fecha reciente han
estudiado la España de la Alta Edad Media destacan el proceso de asimilación
que se manifiesta desde el siglo VI entre godos e hispanos. En el VII adquiere
un movimiento acelerado. Por consiguiente la interpretación que explicaba la
conquista de España por las disensiones raciales o culturales existentes entre
ambas comunidades, es sencillamente falsa. Por otra parte, desborda la cuestión
el marco de la península. Es todo el problema de la expansión del Islam el que
de nuevo ha de plantearse. Pues las mismas dificultades se presentan en Oriente
como en Occidente, en Aquitania, en Irán, como a orillas del Indo. En esta
jornada de la epopeya humana había que eliminar los mitos y las falsas
tradiciones. Han sido descritos estos acontecimientos en contra de las normas más
elementales del sentido común. Los autores modernos que los han estudiado eran
especialistas capaces de leer en el texto las viejas crónicas escritas en árabe
clásico. Por tradición de escuela estaban más adiestrados en ejercicios
literarios o filológicos que en los grandes complejos del pasado. Eran
eruditos, no historiadores. En sus trabajos repitieron en un lenguaje moderno
los relatos que destacaban los antiguos manuscritos. Fija a veces estaba su
atención sobre hechos menores que en general solían tener un alcance local. Les
infundían recelo las discusiones concernientes a la evolución general de las
ideas, sobre todo de las religiosas. Y así, el mito cuajado a lo largo de la
Edad Media ha sido repetido hasta el siglo XX. No era esto muy apropiado para
alcanzar una cierta comprensión de la historia del Oriente cercano, ni para
desentrañar las encrucijadas de la historia universal
8 No hay que olvidar que el caballo y el
camello, aunque perteneciendo a un mismo orden, el de los ungulados, están
agrupados en familias diferentes. El camello es un rumiante, el caballo no lo
es. Por esta razón ha podido adaptarse mejor que el caballo a las condiciones del
desierto. Puede conservar en su estómago complicado los alimentos un cierto
tiempo y aguanta mucho mejor la sed. Por otra parte, como otros rumiantes, así
los antílopes, puede desplazarse con rapidez para encontrar un alimento raro y
diseminado por el suelo. 9 Hay que
buscar el origen del caballo Árabe en las praderas del Creciente Fértil y no en
la Península Arábiga, porque desde tiempos muy lejanos poseía una facies
desértica; siempre y cuando sea originaria esta raza de Asia y no haya sido el
fruto de cruzamientos acertados realizados posteriormente en África del norte o
en otros lugares. Las alusiones al caballo que se hallan en el Corán son
simples puntos de referencia a un nivel de vida superior que uno desea y con el
cual se ilusiona. No son el testimonio de hechos concernientes a la vida
cotidiana. <The idea
that riding on horses was an indication of human pride and luxury is of corse
as old as Biblical times.> Goitien: The rise of the Near Eastern bourgeoisy
in early Islamic times. <Cahiers d'Histoire Mondiale.> Editions de la
Baconniére, Neuchatel. T. III, p. 594 (1957). 10 Lefebvre des Notes: Attelage
et cheval ile selle. 11 General Brémond. Ibid., p. 41. 12 General Brémond:
Ibid., p. 34. 13 E. Levi.Provençal: L'Espagne musulmane au X siécle. Larose. París. P.139. La cita es de Dm Idhari: Bayan, II, p. 181/288. 14 No
quiere decir esto que no hayan conseguido fuerzas adiestradas atravesar el
desierto sahariano. Nos constan dos expediciones logradas, de las cuales nos
queda abundante documentación: La moderna campaña de Libia con la victoria de
Montgomery, en condiciones «logísticas infernales, no obstante los medios
modernos empleados>, y la razia emprendida contra Nigeria por el bajá Yaudar
después de haber franqueado el Tanezruft (1590-91). Esta es la más importante
para la comprensión de nuestro análisis, pues se hizo en las mismas
condiciones, poco más o menos, que las realizadas por las tropas árabes, si en
verdad atravesaron el desierto de Libia. A fines del siglo xvi mandó el sultán
de Marruecos, Muley Hanied, un pequeño ejército para emprender una correría en
la curva del Níger, comarca aún productora de oro, aunque su exportación no
alcanzaba ya las cifras de los tiempos anteriores. Estas fuerzas en número
aproximado a los 4.000 hombres estaban mandadas por el bajá Yaudar, un español
oriundo de Las Cuevas, en el antiguo reino de Granada. Llevaba consigo unos dos
mil arcabuceros, también españoles, especialistas en aquel entonces en el uso
de esta arma. Esta es la razón por la cual tenemos constancia de los detalles
de la expedición. Existen en la Academia de la Historia tres manuscritos en
donde se relatan estas jornadas (452.9-2633). Fueron publicados por Jiménez de
la Espada en el Boletín de la Sociedad Geográfica en 1877. Recorrieron estas gentes
los dos mil kilómetros que median entre Marraquech y Timbuctú, de los cuales
sólo 540 en el Tanezruft revisten la facies desértica similar a la que se
manifiesta hoy día en el desierto de Libia. Se calcula que el 40 % por lo menos
de estas fuerzas murieron en la travesía como consecuencia de las penalidades
sufridas. Las restantes, repuestas en territorio nigeriano, consiguieron su
objetivo gracias a la superioridad de sus armas de fuego. No tuvo esta razia
para Marruecos ningún alcance político y pudo llevarse a cabo gracias al genio,
a la resistencia física y al armamento de los hispanos. Varios autores han
estudiado esta expedición, entre ellos García Gómez y el italiano Rainero.
Últimamente Joaquín Portillo Togores ha publicado un compendio de la cuestión
con argumentos de carácter militar: La expedición militar del Bachá Yaudar a
través del Sahara, en la <Revista de Historia Militar>, núm. 30 y 31,
1971. Al mismo pertenece la cita anterior. 15 E. Levi.Provençal: Histoire des
musulmans d'Espagne, t. 1, p. 9. 16«La Puig>sanees marítima des Bardales et
e Genséric leur a té fournie par les mar-iras andabas> E. F. Gauthier:
Genséric, Payot, Paris, 1935, p. 109. 17 Ajbar Machmua. Esta cita y las
siguientes pertenecen a la traducción española de Emilio La fuente Alcántara.
Colección de obras arábigas de Historia y e Geografía que publica la Real
Academia de La Historia. T. 1, Madrid, 1867. 18 E. F. Gauthier: Genséric, p.
23. 19 A pud. Gauthier: Genséric, p. 58. 20 Fuero juzgo. Ley 1. Tit. 1, libro
111: <Estonz complido quando ellos piensan del provecho del pueblo y ellos
non se deben poco alegrar quarsdo la sentencia de la ley antigua es crebantada,
la cual quiere departir el casamiento de las personas que son iguales por
dignidad e por linage. E por esto coitemos la ley antigua e ponemos otra unión
y establecemos por esta ley que ha de valer por siempre, que la mujer romana
pueda casar con godo e la mujer goda pueda casar como romano.., e que el omne
libre puede casar con la mujer libre qual quier que sea convenible por consejo
e por otorgamiento de sus parientes.> <Estos años (586.601) fueron
testigos también, por primera vez, de pro. mulgación de leyes que vincularon a
toda la población de España, tanto godos como romanos; aunque la total unificación
del sistema legal no fue completada hasta más de medio siglo después. El
reinado de Recaredo fue también testigo de la desaparición ¿el modo de vestir
godo, de sus formas artísticas y de su sustitución por las romanas.> E. A.
Thompson: Los godos en España. Ed. cast. Alianza Editorial, Madrid, 1971, p.
356. Ed. original: The Goths irt Spain. Oxford University Presa, 1969. Aunque
las leyes unificadoras de la sociedad española fueron enmendadas y posiblemente
perfeccionadas por reyes posteriores, fue Recesvinto el que promulgó el Fuero
juzgo. El texto anteriormente había sido estudiado y editado por autores
españoles, lo que explica su manifiesta superioridad sobre sus contemporáneos,
como lo han reconocido los autores modernos: Ferdinand Lot, Les irwosions germaniques,
París, 1931, pp. 182.3. «De lo que podemos estar casi seguros es de que Braulio
editó, tal como está, a petición de Recesvinto el manuscrito del Forum judicum,
antes de que fuera presentado al Concilio VIII de Toledo.> C. H. Lynch: San
Braulio, obispo de Zaragoza (631.651), su vida y sus obras, C.S.I.C., 1950, pp.
158-172, en las que estudia la labor realizada por este humanista como
canonista.
Capítulo II del libro “Los árabes jamás invadieron España”
Fuente:
Los árabes jamás invadieron
España
Los
árabes jamás invadieron España (resumen)
Los
árabes jamás invadieron España (libro completo)
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