Le
he añadido al artículo el libro de Marx, crítica del programa de Gotha
El sentido de la vida no solo no es algo del pasado, sino que no
podrá serlo nunca. El sentido de la vida es, junto a la lucha de clases, el
motor de la historia. O, dicho de otro modo, la lucha de clases no puede ser
entendida sin analizar su relación con las cuestiones de sentido de la vida...
Nuestra realidad hoy es el fruto de un proceso histórico, desarrollado
a la luz de la lucha de clases, donde las cuestiones de sentido de la vida han
jugado un papel fundamental, aunque a no pocos intelectuales hablar en estos
términos les parezca propio de un pensamiento irracional casi primitivo
y, por tanto, impropio de la modernidad, donde, se supone, estas cuestiones han
quedado superadas y relegadas a espacios privados de alcance personal y
subjetivo, desde donde reminiscencias del pasado se pueden hacer presentes con
normalidad.
Nosotros, en cambio, pensamos que tal hipótesis no puede estar
más equivocada: nuestra sociedad actual no solo maneja sus propios códigos de
sentido que le han permitido ser lo que es hoy y funcionar como funciona en la
actualidad, sino que, además, sin analizar estas cuestiones a lo largo del
proceso histórico que ha vivido occidente en los últimos siglos, es imposible
comprender ninguna de las dos cosas: ni el proceso histórico como tal, ni la
situación actual.
El sentido de la vida no solo no es algo del pasado, sino que no
podrá serlo nunca. Ni en esta ni en ninguna otra sociedad. El sentido de la
vida es, junto a la lucha de clases, el motor de la historia. O, dicho de otro
modo, la lucha de clases no puede ser entendida sin analizar su relación con
las cuestiones de sentido de la vida. Son estas cuestiones las que permiten, en
última instancia, que una determinada ideología de clase dominante pueda ser
asumida como ideología hegemónica por el conjunto de la sociedad, sometiendo
así a las clases dominadas a los intereses de las clases dominantes, cuyo
modelo de sociedad hacen suyo y, por ende, actúan en defensa de los intereses
de la clase dominante como si estuvieran defendiendo con ello los suyos
propios. Lo que la lucha de clases es en el plano de la realidad material, el
sentido de la vida, como reflejo de ésta, lo es en el ámbito de la hegemonía
cultural. No hay hegemonía cultural que no se haya basado en cuestiones de
sentido de la vida para imponerse socialmente, y no hay proceso de cambio
revolucionario real que, a una vez que se desarrolla al amparo de la evolución
y los cambios en la estructura económica, no esté relacionado, de una forma o
de otra, con cuestiones de sentido de la vida.
La imposición de una hegemonía de clase, principalmente si está
basada en el consentimiento como principal mecanismo de acción existencial,
toma siempre de las cuestiones de sentido su carácter hegemónico.
Así, cuando los códigos de sentido que son propios de ese modelo
hegemónico son mayoritariamente asumidos como válidos por el global de la sociedad,
tanto por los miembros de las clases dominantes, como, sobre todo, por los
medios de las clases dominadas, el consentimiento, la aceptación social de la
hegemonía, es un hecho. En cambio, cuando estos códigos de sentido
comienzan a tambalearse, incluso aunque la hegemonía se pueda seguir
sustentando sobre la imposición de la violencia, la represión y la coacción,
tal hegemonía habrá entrado en una profunda crisis de la que difícilmente podrá
salir victoriosa a la larga, salvo que sea capaz de volver a imponer sus
códigos de sentido como mayoritariamente aceptados y compartidos por el
conjunto de la sociedad, ya sean los mismos que habían dejado de ser efectivos
y habían provocado la crisis de hegemonía, ya sean otros que resulten de la
reformulación y adaptación al proceso histórico de esos primeros, o ya sean
unos nuevos que nazcan a la luz de lo acontecido en las luchas sociales y
políticas, así como en las transformaciones de tipo económico, que son propias
a todo periodo de crisis de hegemonía. Un periodo en el que, como afirmase
Gramsci, los viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer.
Por ello, los momentos más potencialmente revolucionarios,
entendiendo por revolución el avance hacia un cambio de modelo que contenga
cambios de orden cualitativo y no meramente cuantitativo, no son, lejos de los
que se pueda creer desde una perspectiva marxiana clásica, los momentos de
mayor penuria en la condición económica de las clases explotadas, sino los
momentos donde, unida a los condicionamientos económicos, la cuestión de
sentido entra en crisis, donde los sujetos de una sociedad se rebelan contra el
sistema socio-cultural hegemónico, cuando ya no aceptan como eficientes los
criterios socio-culturales de sentido impuestos por las clases dominantes.
Gramsci lo llamaría crisis de hegemonía. Si bien es cierto, claro, que cuanto
peores son las condiciones económicas de la sociedad mayor será la posibilidad
de que tal sociedad, al menos en lo que toca a sus clases dominadas, acabe por
perder la confianza en la plena incuestionabilidad del sacro hegemónico
establecido y, en consecuencia, deje de hacer suyas las respuestas de sentido
que emanan de él.
Cuando la vida del hombre carece de sentido, mejor dicho, cuando
el sistema socio-cultural impuesto ya no es capaz de satisfacer las exigencias
de sentido vital de la mayoría de sus ciudadanos, cuando el modelo
sacro/religioso hegemónico dejar de ser absoluto e incuestionable per se,
entonces la revolución, no solo política o económica, sino en su máxima expresión
como revolución civilizatoria, está próxima, es inminente. Por el contrario,
mientras las clases desfavorecidas encuentren acomodo en el sistema social que
los explota y ello quede justificado por una cuestión de sentido, ya pueden ser
periodos de hambre y penuria, de recortes sociales o cualquier otra forma de
ataque contra los derechos e intereses de las clases explotadas, que pocos
serán los cambios en el sistema económico y social imperante ya que, pareciera,
lo que más atormenta al ser humano a lo largo de la historia no es el hambre,
que es ley de la naturaleza buscar comida cuando no se tiene, si no el
desconocer la finalidad de su existencia. El hambre produce revoluciones
políticas coyunturales que, incluso, pueden llegar a ser reversibles y
remplazadas con el tiempo por aquel mismo modelo político y económico al que
habían conseguido derrocar temporalmente -como tristemente sabemos por propia
experiencia en nuestra historia socialista revolucionaria-, pero solo la
decadencia en los modelos de sentido produce revoluciones civilizatorias. La
historia está llena de ejemplos.
No es, pues, como pensaba Hegel, la lucha por la libertad y el
reconocimiento lo que mueve la parte “thymótica” de la existencia en su
evolución, como motor de la historia, a través del proceso histórico. Es la
capacidad -o no- que tenga una determinada ideología dominante, es decir,
vinculada a una determinada realidad concreta expresada en lucha de clases, de
someter tales deseos a los códigos de sentido que le sean propios como
ideología dominante, viendo con ello los individuos saciados sus deseos más
profundos, incluidos aquellos que nacen de la lucha por la libertad y el
reconocimiento.
Tales deseos no son ni podrían ser nada, de no ser por su
vinculación con la lucha de clases, es decir, por su relación entre diferentes
sujetos, integrantes de diferentes clases sociales, que representan intereses
antagónicos, y que, efectivamente, solo pueden ser entendidos, unos y otros,
sobre su comparación con su opuesto, pero no desde la base de querer y poder
apoderarse, como expone la dialéctica hegeliana, de aquellas cosas que son
también deseadas por quienes no pueden poseerlas ni apoderarse de ellas cuando
otro ser humano ya lo ha hecho, sino desde la percepción que cada cual pueda
tener de su capacidad para controlar -o no- el devenir de su propia existencia,
la capacidad para satisfacer –o no- sus propias necesidades vitales y, por
supuesto, su relación con la propiedad -o no- de los medios de producción que
han de servir para abastecer de lo necesario para la satisfacción de tales
necesidades.
Las clases dominantes son clases dominantes porque existen
clases dominadas, y los sujetos de las clases dominantes solo se pueden
reconocer como tales porque existen sujetos a los que pueden percibir como
dominados, eso es cierto. Pero, precisamente, por esa misma razón, si fueran la
lucha por el reconocimiento y la búsqueda de la libertad, en sí mismos, los
valores y motivos que mueven al hombre a actuar y a mover la historia, a llevarla
desde unos estados civilizatorios a otros, nunca el sujeto de las clases
dominadas aceptaría someterse, por consentimiento, al orden social
representativo de los intereses de clase de la clase dominante, pues, en su
comparación con ésta, se reconocería a sí misma como clase dominada, y ello
impediría que pudieran sentir saciados ni sus deseos de libertad ni sus ansias
de reconocimiento respecto a ese otro -como afirma Hegel-, pues ni es libre ni
es reconocido socialmente aquel que es excluido del poder político y económico
y es relegado a una situación de sumisión y explotación, y si en algún momento
acepta tal situación como válida o natural, no será porque su miedo a la muerte
o cualquier otra cosa semejante le haya paralizado en su afán de ser reconocido
o en su lucha por la libertad, sino que será porque el “otro”, la clase
dominante, habrá conseguido convencerle, por vía del sentido, de que así lo
haga.
Lo que fusiona en un mismo proyecto histórico a dominados y
dominantes, no es ni el Estado –como afirma Hegel- ni la coacción que se pueda
imponer a través del mismo, es el sentido de la vida, son las hermenéuticas de
sentido que se desarrollan al amparo de la dialéctica existente entre los
deseos e intereses de las diferentes clases sociales, pero expresada en forma
de hegemonía cultural, política, económica e ideológica de la clase dominante.
El Estado es un mecanismo más en manos de las clases dominantes,
pero por sí mismo no es capaz de poder garantizar la unión de intereses, en un
mismo proyecto histórico, o, mejor dicho, la confusión de intereses de las
clases dominantes y las clases dominadas en un mismo modelo de sociedad
histórica. De hecho, cuando ha logrado hacerlo no ha sido sobre la base de su
capacidad de coacción, sino sobre su transmutación ideológica en un proyecto
colectivo, de tipo emocional y profundamente vinculado con cuestiones de
sentido, como es la “nación”, agente ideológico que otorga sentido de identidad
y pertenencia, esto es, sentido, a la vida de las personas, y que absorbido por
la ideología burguesa en no pocas ocasiones consigue confundir al individuo de
la clase dominada y hacerle creer que forma parte de un mismo proyecto común de
intereses colectivos no determinado por relaciones de clase, sino por la común
pertenencia a una misma colectividad de intereses: tal cual ha sido y es el
modo de funcionamiento del nacionalismo burgués como ideología.
La dialéctica del amo y el esclavo de la que Hegel nos
habla no puede ser, pues, una simple cuestión de deseos innatos, de luchas
por la satisfacción de estos o aquellos deseos, sino una cuestión de realidades
materiales y sociales, reflejada, como bien viese Marx, en forma de lucha de
clases. La lucha de clases es el motor de la historia y se expresa, desde el
punto de vista del “thymos”, no en deseos satisfechos o insatisfechos, sino en
cuestiones de sentido que sirven para anular o enmascarar éstos,
independientemente de que estén o no estén satisfechos. De hecho, mientras
exista un código de sentido que se imponga como hegemónico, tales deseos no
podrán aparecer, ante la consciencia de los hombres, sino como satisfechos.
El intocable de la India que se sienta satisfecho con su
condición de tal, porque esté firmemente convencido de que es un producto del karma
y que, por tanto, debe asumirlo así, y actuar en consecuencia, para poder
evolucionar, en la siguiente vida, hacia otra de las capas superiores de la
sociedad hindú, jamás de rebelará contra el sistema de clases que hace posible
esa realidad social, ni despertará deseos ni de libertad ni de reconocimiento
alguno, tampoco se verá como esclavo, ni como un marginado, ni como un
oprimido, y si alguno de estos pensamientos apareciera, si no le hace dudar de
tales códigos de sentido que dan explicación y valor a su realidad subjetiva
como miembro de una clase explotada, humillada y marginada, serán rápidamente
anulados por el efecto de sus propias creencias y sus propios códigos de
sentido interiorizados. Los guerrilleros maoístas, en cambio, que han
dejado de creer en tal modelo de sentido, sí están dispuestos a luchar a muerte
contra el sistema político y económico que hace posible la división de clases
en la India, y no porque les mueva ningún deseo innato de libertad o
reconocimiento, sino porque han comprendido que la libertad de los oprimidos
solo podrá venir de la mano de la derrota de los opresores y el derrocamiento
del sistema político y económico que los ampara, incluido, por supuesto, el
propio código de sentido que le es inherente y que sirve para que otras muchas
personas que siguen creyendo en él, pese a ser de clases oprimidas, no piensen
siquiera en liberarse de su situación, pues para ellos tal liberación se deberá
dar en la próxima reencarnación y no en esta vida de miseria y explotación que
viven ahora. Ningún guerrillero creerá verdaderamente en el karma
ni en nada de la metafísica hinduista que justifica el sistema de castas.
Así, como afirma Zizek, “cualquier universalidad que pretenda
ser hegemónica debe incorporar al menos dos componentes específicos: el
contenido popular auténtico y la deformación que del mismo producen las
relaciones de dominación y explotación. [...] La hegemonía ideológica no es
tanto el que un contenido particular venga a colmar el vacío universal, como
que la forma misma de la universalidad ideológica recoja el conflicto entre (al
menos) dos contenidos particulares: el popular, que expresa los anhelos íntimos
de la mayoría dominada, y el específico, que expresa los intereses de las
fuerzas dominantes.”[1].
Las clases dominantes, cuando uno de estos proyectos tiene
éxito, consiguen así imponer su ideología dominante sin necesidad de que ésta
exprese únicamente la defensa de sus intereses de clase, sino que también es
capaz de abrir un espacio, real o imaginado, para que los sujetos de las clases
dominadas puedan verse reflejados en lo propuesto, a nivel de códigos de
sentido, por tal ideología dominante, y, con ello, puedan sentir que sus deseos
más profundos, tanto a nivel de identidad, como a nivel de reconocimiento, como
cualquier otro deseo que pueda adquirir un carácter similar (el deseo de
pertenencia a una comunidad que comparte un proyecto de vida y unas finalidades
históricas colectivas, por ejemplo, citado por Zizek como clave en el éxito del
fascismo entre las masas de varios países durante la primera mitad del siglo
XX), se están viendo plenamente satisfechos. Ello, finalmente, genera una
adhesión emocional del sujeto al normal funcionamiento del sistema que
garantiza su implicación no solo en el normal funcionamiento del mismo, sino,
llegado el caso, incluso en la defensa del mismo de cualquier peligro que pueda
amenazarlo.
La lucha de clases, pues, es el motor de la historia. Pero esa lucha
de clases tiene una forma de hacerse presente en los hombres ante la historia,
y esa forma no es otra que las cuestiones relacionadas con las hermenéuticas de
sentido hegemónicas, con las cuestiones de sentido de la vida. La lucha por
apropiarse de la hegemonía cultural, expresada en forma de hermenéutica de
sentido dominante, es una manifestación fundamental de la lucha de clases, es,
ella misma, lucha de clases. Las clases sociales no solo se enfrentan por
el control de los medios de producción, sino que lo hacen también -deben
hacerlo- por el control del dominio sobre las cuestiones de sentido de la vida.
Cuando una de ellas consigue apoderarse de tal control e imponer como
hegemónica su propia ideología expresada en forma de hermenéutica de sentido,
su control sobre el resto de clases sociales, y, por tanto, sobre los medios de
producción, está garantizado.
De la misma manera, si una clase dominada quiere derrocar a la
clase dominante, además de ser absolutamente necesario que sus integrantes
hayan dejado de asumir como propio el marco de sentido que les estaba
proporcionando como válido y universalmente aceptable la clase dominante, debe
de luchar también por imponer su propio código de sentido dominante, y solo en
aquellos casos donde la sociedad pudiera funcionar sin la existencia de clase
social alguna, porque la acción de las clases dominadas, en su lucha contra el
poder de las clases dominantes así lo haya logrado, la hermenéutica de sentido
que sea propia de esa sociedad no expresará hegemonía alguna, sino el verdadero
estado de la evolución histórica en que el antagonismo de clase habrá dejado de
existir y, por tanto, el proyecto de sentido será verdaderamente un proyecto
colectivo donde los intereses de todos los miembros de la sociedad se fusionan
en un mismo proyecto histórico.
Se dará entonces una hegemonía cultural y una hermenéutica de
sentido que ya no será el reflejo del dominio de una clase sobre otras, sino la
expresión simbólica, en el mundo de las ideas y de la consciencia social, de la
inexistencia de dominio, esto es, de una sociedad basada en la justicia social,
la cooperación mutua, la igualdad y la solidaridad: “de cada
cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”.
A su vez será esa sociedad donde los sujetos que en ella vivan
ya no darán sentido a sus vidas a través del egoísmo, el individualismo o la
competitividad, pues, de acuerdo a las propias necesidades del sistema
productivo, convertidas en hermenéutica de sentido como expresión ideológica de
tales necesidades, serán la solidaridad, la cooperación, la identidad en la
igualdad y la confianza en la justicia social lo que hará de esos seres humanos
los sujetos virtuosos que la propia estructura económica de la sociedad
demande, y, con ello, no habrá el menor espacio ni al conflicto social por
cuestiones económicas ni a la cosificación de los seres humanos por el efecto
de su tener, esto es, expresados a través de tales relaciones de posesión, en
la terminología de Fromm, como meros exponentes del modo de existencia
vinculado al tener, sino que será la sociedad del ser humano en su
máxima expresión como sujeto referido al modo de existencia del ser: el sujeto comunista.
[1] Zizek (2010): “En defensa de la
intolerancia”. Editado por el diario Público para su colección “Biblioteca
del Pensamiento crítico”. Madrid.
Fuente:
El españolismo una trampa mortal para la
izquierda (artículos relacionados y los marxistas y la cuestión nacional)
El
Ingenioso Hidalgo Don Carlos del ABC y sus poliperiodísticos reportajes
criminalizadores al servicio del poder
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