NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG; Le he
añadido algunos libros que hace referencia.
Preámbulo de Andrés Suárez/ El proceso contra el POUM (Un
episodio de la Revolución española), Ruedo iberico, Paris 1974
1974 Las
causas de la intervención soviética en España [Iglesias]
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Las
causas de la intervención soviética en España
El análisis de la actuación del Partido Comunista de España desde su
fundación hasta nuestros días, y, sobre todo -puesto que es el periodo que
ahora nos interesa-, durante la guerra civil española, sólo puede resultar
fecundo en la medida en que se articula con la política de la Unión Soviética,
país del cual ha dependido siempre en última instancia. Juzgar aisladamente la
política del Partido Comunista de España, considerándolo como una organización
española más, cual uno de tantos partidos, sería no sólo erróneo, sino asimismo
inútil. Inútil, porque entonces no se comprendería nada; erróneo, ya que
contribuiría a mantener un equívoco. Al cabo de cuentas, cuanto han dicho,
escrito o hecho los dirigentes comunistas españoles de todos los tiempos, no ha
sido más que un eco directo de cuanto han hecho, escrito o dicho -mejor aún :
ordenado- los dirigentes de turno en el Kremlin. No cabe duda de que los vaivenes,
los zigzags, los « virajes » como suelen decir en su jerga propia, que el
Partido Comunista de España ha conocido a lo largo de su medio siglo de
existencia, no tendrían el menor sentido si no fuesen el resultado directo de
la política dictada desde Moscú. ¿Cómo explicarse, por ejemplo, que ese partido
se pronunciara alborotadamente contra la República en 1931 y no menos
ruidosamente en favor de la República en 1936, yendo así a contrapelo no sólo
del más elemental análisis político, sino también de la simple lógica? Pura y
simplemente, en una y otra ocasión no hizo otra cosa que aplicar con la máxima
sumisión las consignas que le dictaba la Internacional Comunista, la cual
estaba a su vez sometida a las necesidades de la política exterior soviética. Por
tanto, para comprender la acción del Partido Comunista de España en ese momento
crucial que es julio de 1936, es indispensable ocuparse previamente de la
política desarrollada durante aquellos años por la Unión Soviética y de la
situación europea imperante entonces.
Recordemos inicialmente que la política seguida por la Internacional
Comunista hasta 1934 -sobre todo a partir de 1927-, estuvo determinada por el
falso análisis establecido por los dirigentes soviéticos, los cuales
consideraron que el capitalismo había entrado en una crisis definitiva, que
ineluctablemente acarrearía su derrumbamiento inmediato. Fue el llamado «
tercer periodo », el de la lucha intransigente de « clase contra clase », según
la terminología comunista. Los comunistas, ante esta perspectiva en la que
creían ciegamente, concentraron sus ataques contra las otras organizaciones
obreras, pues se trataba para ellos de ser los únicos que heredasen la sucesión
del capitalismo. Así surgió en Moscú la noción del « socialfascismo » que se lanzó
a los cuatro vientos, completada en España con la del « anarco-fascismo ». El
estalinismo se consideró motu proprio como el representante exclusivo de la
clase trabajadora, el único intérprete de sus intereses. Llegó a más : a
proclamarse el depositario de la verdad absoluta, convirtiendo así su
organización en una Iglesia y su programa en un dogma, al mismo tiempo que los
discrepantes se convertían en herejes y los militantes en fieles seguidores
sujetos a la jerarquía superior y sometidos a permanente inquisición. Esta
táctica impuesta por Stalin a la Internacional Comunista, no obstante la grave
crisis económica y financiera que sacudió al mundo durante los años 1929-1930,
indispuso a los comunistas con el resto del movimiento obrero y les acarreó no
pocos fracasos.
Su congénito dogmatismo les impidió ver a tiempo dos hechos capitales :
que el capitalismo superaba sus contradicciones internas y alejaba así el día
de su derrumbamiento, y, sobre todo, que en el corazón de Europa, en Alemania,
el hitlerismo se iba imponiendo amenazador, lo cual supondría a corto plazo un
cambio radical en la situación política europea. Todavía dos meses después de
la subida al poder de Hitler, la Internacional Comunista afirmaba en un
documento fechado el 1 de abril de 1933 que « la instauración de la dictadura
fascista disipa todas las ilusiones democráticas de las masas, las libera de la
influencia de la socialdemocracia y acelera la marcha de Alemania hacia la
revolución proletaria ». Esta resolución fue publicada en Francia en un folleto
prefaciado por Jacques Duclos, en el que éste escribía: « He aquí comprobadas
por los acontecimientos las acusaciones de socialfascismo que hemos lanzado
contra la socialdemocracia, cuya evolución ha sido definida por Stalin con una
claridad que no dejará de impresionar… » La misma actitud adoptaron
-¡naturalmente!- los dirigentes del Partido Comunista de España y uno de ellos,
Vicente Arroyo, afirmaba en La Correspondencia Internacional (25 de agosto de
1933): « Nuestra tarea esencial en estos momentos es desenmascarar
implacablemente la nueva posición de traición de los jefes socialfascistas
españoles. » Los trascendentales acontecimientos que había cambiado la faz de
Alemania y estaban a punto de modificar el panorama político de Europa, no
habían enseñado nada a Stalin y a sus acólitos.
Casi dos años tardó el llamado « guía genial e infalible » -la
deificación de Stalin, como todos recordarán, alcanzó límites ridículos por
parte de sus múltiples turiferarios- en comprender que la situación
internacional se había transformado fundamentalmente. Las esperanzas que había
depositado en un derrumbamiento del capitalismo se desvanecieron, puesto que a
la depresión que motivó la crisis norteamericana siguió una cierta
estabilización, salvo en Alemania. Pero en Alemania, con sus millones de
obreros en paro forzoso, no triunfó la revolución, sino el fascismo hitleriano.
(Verdad es que durante el primer año de la ascensión de Hitler al poder, es
decir, a lo largo de 1933, Stalin se esforzó en establecer relaciones amistosas
con el nuevo régimen alemán : en el mes de mayo se ratificó el protocolo de
prórroga del pacto germano-soviético de 1926, que a su vez era una prolongación
del célebre acuerdo de Rapallo; Molotov, entonces presidente del gobierno
soviético, insistió más de una vez en que la Unión Soviética no tenía motivo
alguno para modificar su política amistosa respecto a Alemania; por último,
Izvestia escribió el 4 de marzo que la URSS era el único país que « no abrigaba
sentimientos hostiles hacia Alemania, cualesquiera que fuesen la forma y la
composición del gobierno ».) Ahora bien, esa estabilización económica acarreó
un neto desplazamiento hacia la derecha de los regímenes políticos en bastantes
países : el militarismo nacionalista se impuso en el Japón, el clericalismo en
Austria, las dictaduras reaccionarias en casi toda la Europa oriental, un
gobierno conservador en Gran Bretaña, el llamado « bienio negro » en España, un
gabinete derechista en Francia, etc. Asustado sin duda por esta situación,
Stalin dictó súbitamente a la Internacional Comunista un cambio total de
política : 1935 fue el año decisivo de ese cambio, con el acercamiento de la
Unión Soviética a los países occidentales y el llamamiento de los comunistas en
favor de los Frentes Populares, ambas acciones complementarias. A partir de
entonces, para la URSS el enemigo inmediato es Hitler, por lo que no duda en
firmar un pacto militar de asistencia mutua con el reaccionario francés Fierre
Laval y en buscar un acuerdo similar con el conservador inglés Anthony Eden.
El viraje es total. En el comunicado que oficializa el pacto
francosoviético, firmado en mayo de 1935, se señala que Stalin « comprende y
aprueba plenamente la política de defensa nacional llevada a cabo por Francia
para mantener sus fuerzas armadas al nivel de su seguridad ». Los diputados
comunistas, por vez primera, votan en el parlamento francés los créditos
militares. Y en el VII Congreso de la Internacional Comunista, celebrado en
agosto del mismo año, que oficializa la nueva línea política, Thorez,
secretario general del Partido Comunista francés, dice en su discurso: « No
queremos dejar al fascismo la bandera de la gran Revolución, ni tampoco la
Marsellesa de los soldados de la Convención » (La Correspondencia
Internacional, 18 de noviembre de 1935). Desaparece entonces todo lenguaje revolucionario:
« Nosotros -proclama Dimitrov- hemos eliminado sistemáticamente de los informes
y resoluciones del Congreso las frases sonoras sobre las perspectivas revolucionarias.
» En efecto, ya no se trataba de revolución, sino de colaboración. El fin
propuesto, al cual se supeditaba todo, era reunir en una amplia unión sagrada,
bajo la bandera del antifascismo, no sólo a comunistas y socialistas, sino
asimismo a la fracción democrática y liberal de la burguesía. Para facilitar
esta tarea, los comunistas recurrieron a las tradiciones nacionales y hasta
nacionalistas, tendieron la mano a los católicos, adoptaron un vocabulario
propio de simples demócratas y atacaron con su habitual virulencia a los grupos
revolucionarios que no se prestaron a su juego. Aparece entonces en el
horizonte político el « compañero de ruta », es decir, el que sin ser militante
comunista sostiene incondicionalmente la política del partido; suele ser, por
lo general, profesor o escritor y pertenece por sus orígenes y su situación
social a la burguesía. A cambio de su colaboración, los comunistas lo colman de
elogios y de beneficios, olvidando deliberadamente su clase social, su
ignorancia política y su natural indiferencia respecto a la situación de la
clase trabajadora.
Mas al mismo tiempo que la Internacional Comunista, fiel y sumisa a las
órdenes de Stalin, cambia radicalmente su política orientándose hacia los
Frentes Populares y ofrece así su colaboración a los « socialfascistas » y a
los « enemigos de clase » de ayer en nombre del antifascismo, entran por vez
primera en la dirección de la misma los máximos responsables de los servicios
policíacos soviéticos. En el Comité Ejecutivo figura ahora Yegov -el hombre
siniestro que dio su nombre a la yegovscina, la forma más cruel y
esquizofrénica de la represión contra los antiguos bolcheviques, extendida
luego a miles y hasta millones de soviéticos-, mientras que en el secretariado,
también por primera vez, entra Moskvkin, el hombre fuerte de la terrible NKVD.
Stalin trataba sin duda de controlar con la mayor eficacia, es decir mediante
el terror, a los dirigentes comunistas encargados de aplicar la nueva política
« frentepopulista »; posiblemente se proponía impedir que estos últimos tomaran
demasiado en serio su colaboración con los socialistas y los demócratas
burgueses, escapando por tanto a la disciplina de Moscú. En última instancia,
el antifascismo no era para Stalin un fin en sí, sino un medio que le
permitiese hallar circunstancialmente nuevos aliados que complementaran en la
acción política cotidiana la alianza de la Unión Soviética con las democracias
occidentales. En consecuencia, los comunistas establecían una línea de
demarcación que no correspondía a un criterio de clase o ideológico. Ser
catalogado como « amigo » o « enemigo » dependía exclusivamente de que
aceptasen o no la política frentepopulista de Moscú.
La situación política europea hacía entonces bastante difícil la
diplomacia soviética, basada sobre todo en la alianza con Francia y en un
posible acuerdo con Gran Bretaña. El ingreso de la URSS en la Sociedad de
Naciones, en septiembre de 1934, llevada a cabo con la pretensión de utilizar
este organismo internacional como barrera opuesta a la expansión alemana y
hacer sentir al mismo tiempo su influencia en las cancillerías de la Europa
occidental, no dio el menor resultado. En efecto, la conquista de Manchuria por
el Japón, el fracaso de la Conferencia del Desarme, la invasión de Abisinia por
las tropas italianas y la reocupación de Renania por Alemania, quebrantaron
hasta tal extremo la Sociedad de Naciones que ésta dejó prácticamente de
existir. Ante esta situación, Stalin juzgó necesario oponerse al peligro
hitleriano con dos acciones complementarias, pero que según las circunstancias
podían resultar antagónicas : reforzar su colaboración con Francia y a ser
posible con Gran Bretaña en el terreno diplomático; intensificar, en el terreno
político, el movimiento antifascista sirviéndose de los Frentes Populares. Si
bien estos dos actos se complementaban en la estrategia estalinista, también
podían oponerse entre sí en caso de que el Frente Popular alcanzara el poder en
algún país. Fue lo que ocurrió en España y en Francia, en febrero y junio de
1936, respectivamente, con el consiguiente retraimiento de Gran Bretaña, ya que
sin la menor duda a los conservadores ingleses les asustaba más el
frentepopulismo triunfante que el propio fascismo, al que creían poder
apaciguar mediante continuas concesiones. Es indudable, pues, que a Stalin le
preocupaba la posibilidad de que este difícil equilibrio se alterara demasiado
en detrimento de las clases dirigentes de los países occidentales. Por eso,
cuando el equilibrio se rompe en España y en Francia merced al triunfo del
Frente Popular, la Unión Soviética se esfuerza en frenar el ímpetu
revolucionario de las masas trabajadoras, contando para ello con los dirigentes
de los respectivos partidos comunistas. Ya en el VII Congreso de la
Internacional Comunista, el del espectacular cambio de política, Togliatti, uno
de sus principales jefes, se cuidó de recordar: « Nosotros no defendemos a la
Unión Soviética sólo en general, sino que defendemos en concreto toda su
política y cada uno de sus actos. » En Francia, el 11 de junio, Thorez se
enfrenta con el movimiento huelguístico, afirmando: « Si es importante conducir
bien un movimiento reivindicatorio, también hay que saber terminarlo. Ahora no
es cuestión de tomar el poder. » Otro dirigente francés añade: « Nosotros
estimamos imposible una política que, frente a la amenaza hitleriana, podría
poner en peligro la seguridad de Francia. » A decir verdad, no se trataba de la
seguridad de Francia, sino de la seguridad de la Unión Soviética. En el mismo
sentido se pronunciaron los dirigentes comunistas españoles. José Díaz, su
secretario general, en un discurso proferido el 11 de abril de 1936, proclamaba
que España « debe orientarse hacia la política de paz de la URSS » y pedía que
el gobierno se adhiriese al pacto militar francosoviético. Una semana después,
en otra de sus peroratas dijo: « Debemos luchar contra toda clase de
manifestaciones de impaciencia exagerada y contra todo intento de romper el
Frente Popular prematuramente. El Frente Popular debe continuar. Tenemos
todavía mucho camino que recorrer juntos con los republicanos de izquierda. »
Como puede comprobarse, los dirigentes comunistas recitaban en sus respectivos
países una lección bien aprendida en Moscú.
Pese a la buena voluntad del Partido Comunista de España y de sus
múltiples consejeros, la situación se hizo más explosiva de lo que deseaban y
esperaban Stalin y los suyos. Y en julio se produjo lo que un antiguo dirigente
comunista español, Fernando Claudín, denominó acertadamente « la revolución
inoportuna ». Inoportuna porque no estaba prevista en el plan táctico
establecido por la Internacional Comunista y aplicado fielmente por el Partido
Comunista de España; inoportuna asimismo porque perturbaba por completo la
acción diplomática de la Unión Soviética (1). El 19 de julio chocaron
violentamente, con las armas en la mano, dos fuerzas antagónicas que no
figuraban en el esquema establecido por los comunistas, que era el de una
República democrático-burguesa animada por el Frente Popular. Una de esas
fuerzas estaba representada por lo que tres meses antes José Díaz había
denominado « impaciencia exagerada » y que escapaba al control del Partido
Comunista de España; la otra fuerza, precisamente la que primero se lanzó al
ataque consciente de su fortaleza militar, fue la que el mismo José Díaz
consideró en un artículo publicado el 6 de junio « ya derrotada, aunque no
totalmente destruida ». (Un mes antes, con motivo de una crisis gubernamental,
la minoría parlamentaria comunista publicó un comunicado, en el que se afirmaba:
« La reacción fascista, derrotada por el impulso del pueblo laborioso… ») Los
que presumían de no equivocarse jamás, merced a su infalible guía del marxismo-leninismo-estalinismo,
habían errado por completo. La realidad se mostró más fuerte que todas las
consideraciones seudoteóricas. Lo cierto es que las fuerzas de derecha, « ya
derrotadas », se sublevaron y se apoderaron de media España; la otra media la
dominaron los de la « impaciencia exagerada », las fuerzas revolucionarias,
reemplazando a un Estado republicano que se derrumbó como un castillo de
naipes, tal vez por no tener papel alguno que jugar en aquella lucha iniciada
primero en las calles y luego en las trincheras. Según Fernando Claudín (2), un
historiador soviético, K. L. Maidanik, que publicó en 1960, en Moscú, un libro
titulado El proletariado español en la guerra nacional revolucionaria, juzgó
los acontecimientos de julio con las palabras siguientes: « Según nuestro punto
de vista, los acontecimientos del 19 de julio fueron el comienzo de una etapa
cualitativamente nueva de la revolución española. La acción de las masas
proletarias y su disposición subjetiva confirman esta conclusión. En
julio-agosto de 1936 fueron resueltos, de hecho, los problemas básicos de la
revolución, los problemas del poder y la propiedad de los instrumentos y medios
de producción. El poder local pasó, prácticamente, a manos del proletariado
armado. A sus manos pasaron también, y en menor grado a las del campesinado,
todos los instrumentos y medios de producción pertenecientes a capitalistas y
terratenientes. Gran parte de la burguesía y de su aparato estatal fueron
liquidados en el territorio conservado por la República. Todo esto no encaja en
los marcos de una revolución democrático-burguesa. » La cita es larga pero
sabrosa. Efectivamente, todo aquello no « encajaba » en el esquema de una
revolución democrático-burguesa, es decir, en la política preconizada contra
viento y marea por la Internacional Comunista y, por ende, por el Partido
Comunista de España. Tampoco favorecía la acción exterior de la Unión
Soviética.
Presentar el 19 de julio como la culminación de una especie de
conspiración metódicamente preparada por los comunistas con el sostén de la
Unión Soviética, como se ha repetido durante años en España, no ofrece la menor
base histórica. El diplomático español Fernando Schwartz, autor de un
interesante libro sobre la intervención extranjera en la guerra civil española
(3), señala atinadamente: « … Stalin no se sintió muy satisfecho de ver que
estallaba un problema del calibre que pronto adquirió el español, cuando la
posición internacional de la Unión Soviética era más bien incierta. [...] No
hay razón para dudar de que Stalin fuera un abogado del equilibrio continental,
por lo menos tan ferviente como la Gran Bretaña. » Indudablemente, a Stalin le
interesaba más, mucho más, ese equilibrio europeo que la suerte de la
revolución española, en la cual, sea dicho de paso, el Partido Comunista de España
era un componente de poco peso específico y no el más revolucionario por los
motivos apuntados. Jesús Hernández, uno de los dirigentes comunistas españoles
más sobresalientes en aquel periodo, escribió años más tarde : « … a las
gestiones directas [para obtener material de guerra] de nuestro partido, Moscú
contestaba con vagas razones de gigantescas dificultades técnicas para el envío
de armas, al mismo tiempo que deslizaba en nuestros oídos argumentos tan
capciosos como el de que la situación internacional era tan extremadamente
tensa y delicada que una acción más abierta en favor de la España republicana
podía crear gravísimas complicaciones a la URSS con las potencias fascistas y
asustar a los Chamberlains, Daladiers y Roosevelts, acentuando a la vez que el
aislamiento de la República española, el peligro de la URSS. Era ya el camino
que había de conducir a la URSS a colaborar en la monstruosa política de la no intervención
(4)». Y así sucedió: la Unión Soviética se apresuró a comunicar al gobierno francés,
el 6 de agosto de 1936, su aceptación del principio de no intervención en los
asuntos de España. Montado finalmente este artilugio, cuyo resultado final fue
asfixiar la República en España y retardar sólo tres años la guerra en Europa,
la Unión Soviética se adhirió plenamente al mismo el 23 de agosto, dos días
después de haberlo hecho Italia. Y el 31 del mismo mes se publicó en Moscú el
decreto prohibiendo la exportación de armas con destino a España, conforme a
las obligaciones contraídas con los demás países que integraron el Comité de No
Intervención.
Los comunistas se vieron en la imperiosa necesidad de justificar, con su
« dialéctica » peculiar, esta actitud de la URSS, que de hecho abandonaba a su
propia suerte a los revolucionarios españoles. Así, el órgano comunista inglés
Daily Worker escribió el 9 de septiembre: « Si la Unión Soviética no hubiese
accedido a la proposición francesa de neutralidad, hubiera puesto en situación
gravemente embarazosa a aquel gobierno y ayudado en forma considerable a los
fascistas [...]. Si el gobierno soviético adoptara alguna medida que añadiese
nuevo combustible a la inflamable situación actual de Europa, sería muy bien
acogido por los fascistas de todos los países y dividiría a las fuerzas
democráticas (5) ». La Unión Soviética, pues, coincidía plenamente con Gran
Bretaña y Francia: evitar a toda costa que la guerra civil española fuese la
causa directa de una conflagración mundial. Ahora bien, el movimiento comunista
internacional no podía, sin correr el riesgo de desacreditarse definitivamente,
permanecer cruzado de brazos mientras la clase trabajadora luchaba en España.
Una vez más Stalin se encontró en situación incómoda, casi obligado a practicar
un doble juego, merced al cual trataría de dar satisfacción a los «
antifascistas » del mundo entero y al mismo tiempo no asustar demasiado a las «
democracias» occidentales. Se inició entonces, como escribió Fernando Schwartz
en el mencionado libro, « la doble política de la Unión Soviética: de un lado,
ayudar a la República española para contrarrestar la intervención de Alemania e
Italia, y de otro, apoyo a la No Intervención para evitar mayores
complicaciones internacionales ». Esta política significaba grosso modo lo siguiente:
asegurar una ayuda que impidiese la victoria de las tropas del general Franco
sin por ello asegurar la de los republicanos. Todos los historiadores serios
han coincidido en señalar que la República recibió las armas suficientes para
resistir, al menos hasta mediados de 1938, pero jamás las necesarias para
vencer.
Esta estrategia de la Unión Soviética se explica fácilmente. Por una
parte, el triunfo de la República no le interesaba lo más mínimo, no sólo
porque perturbaría todavía más su acción diplomática tendiente a lograr, frente
al hitlerismo, un acuerdo sólido y perdurable con Francia y Gran Bretaña, sino
ante todo porque Moscú sabía perfectamente que en caso de victoria el régimen
republicano presentaría en España una faz nueva, dado el carácter de lucha de
clases que ofrecía la guerra en aquellos meses de 1936; empero, existía un
motivo de política interior que sí incitaba a Stalin a intervenir en España :
la vasta purga que se había iniciado con las detenciones de Zinóviev, Kámenev,
Smírnov y otros viejos bolcheviques, pasada casi en silencio en medio del
fragor de la epopeya española. (La « ayuda » soviética fue una formidable
coartada bien manejada por los estalinistas: denunciar la represión llevada a
cabo en la URSS era hacer el juego al fascismo, era colaborar con el fascismo.
André Gide refirió las presiones que soportó, en nombre de los milicianos
españoles, para que no publicara su Retour de I’URSS). Por otra, tampoco podía
interesar a la Unión Soviética un triunfo de los militares españoles, puesto
que ineluctablemente reforzaría en el plano internacional las posiciones de
Alemania e Italia, con el consiguiente cambio en el ya harto precario
equilibrio europeo que Stalin se empeñaba en mantener como mal menor; en
cambio, lo que sí le convenía era que Hitler se deslizara en España hacia una
guerra de desgaste que mermara lo más posible su fuerza militar antes de que
pudiera llevar a cabo una guerra de agresión contra la URSS, esperando al mismo
tiempo que Francia y Gran Bretaña terminasen por reaccionar y abandonasen su
neutralidad ante el peligro hitleriano. Como ha puesto claramente de manifiesto
el profesor norteamericano David T. Cattell en una interesante obra (6), la
intervención de la Unión Soviética en la guerra civil española obedeció a tres
motivos principales: inmiscuir a Hitler y a Mussolini en una guerra de
desgaste, demostrar a Gran Bretaña y a Francia que la alteración de la paz en
un territorio europeo cualquiera constituía una amenaza global y, finalmente,
mantener con el mínimo esfuerzo, es decir, con la menor ayuda posible, una
República de izquierdas en España como posición negociadora deseable. Tienen
razón los historiadores Pierre Broué y Emile Témime (7) al añadir dos motivos
más de orden interior: distraer la atención de la opinión militante respecto a
las purgas que en la Unión Soviética comenzaban a diezmar las filas de los
viejos bolcheviques y exigir a los trabajadores rusos, con el pretexto de la
ayuda a la República española, un esfuerzo de producción suplementario que
contribuyese a alcanzar los objetivos establecidos por el plan quinquenal de
1933.
España se convierte, por tanto, en una especie de tablero de ajedrez en
el que las distintas potencias europeas se afanan por colocar sus peones en
situación favorable. Para Alemania e Italia se trataba de buscar ventajas
económicas y una buena posición estratégica en caso de una nueva guerra
mundial, cuya ineluctabilidad ya surgía en el horizonte; para la Unión
Soviética, temerosa de una invasión hitleriana, el objetivo era minar todo
entendimiento imperialista efectuado a costa suya y hallar posibles aliados
contra el eje Roma-Berlín, atizando al máximo su campaña antifascista; por
último, por lo que concierne a Gran Bretaña, que arrastraba tras de sí a
Francia, su propósito no era otro que encerrar a los demás países en el marco
de la colaboración internacional, incluso a base de ciertas concesiones, con el
fin de impedir la preponderancia de uno de ellos. Pero en este juego, todos
coincidían en no extremar sus posiciones para que España no se convirtiera en
el detonador que provocase la explosión de una guerra general. Manuel Azaña,
presidente que ya no presidía nada en una República que había dejado de ser la
suya, reducido al papel menor de comentarista silencioso que vertía sus
impresiones en un Diario, escribió al final de la guerra civil un artículo
titulado « La URSS y la guerra de España (8) », en el que con lucidez comentaba
: « Las potencias opuestas al bloque ítalo-alemán en Europa, y por consiguiente
en España, consideran que, en el juego europeo, la carta española era de
segundo orden. Para dar jaque a Italia y Alemania en España, no solamente nadie
arrostraría un conflicto grave, pero ni siquiera una tensión diplomática, ni un
enfriamiento de las ententes ni de las amistades oficiales. Esta situación
alcanzaba también a la URSS. » Y luego añadió: « En ningún caso podía ni quería
la URSS una actitud intransigente que originase decisiones peligrosas. Las
discusiones de Ginebra y del Comité de No Intervención lo prueban. Menos aún ha
entrado en los cálculos de la URSS comprometerse seriamente en España. La
guerra española ha sido en todo momento para la URSS una baza menor ». En el
libro Papeles del conde de Ciano se refiere una conversación entre Mussolini y
Goering, que tuvo lugar en Roma el 23 de enero de 1937, en la que el Duce afirmó:
« Italia se propone llevar las cosas en España al límite, sin correr el riesgo
de una guerra general. León Blum y sus colaboradores desean evitarla [...].
También Inglaterra teme un conflicto general y Rusia, ciertamente, no dejará
que las cosas pasen del límite. » Es evidente que, en el fondo, todos los
países se atenían a las reglas del juego, conociendo de antemano los límites
que no cabía pasar. La Unión Soviética compartía ese juego, preocupada
exclusivamente por sus propios intereses, ajena ya a las inquietudes primeras
de la revolución rusa. Las organizaciones antifascistas españolas, en medio de
la barahúnda promovida por los estalinistas, no supieron o no quisieron ver esa
realidad. Únicamente el POUM interpretó con clarividencia la posición de la
Unión Soviética. Comentando el cambio de actitud de la URSS, tras dos meses y
medio de inhibición, el diario poumista La Batalla escribió el 15 de noviembre
de 1936: « Pero el factor real más importante que ha dictado dicho cambio es la
constatación por parte de Stalin de que Franco, con la ayuda descarada de
Hitler y Mussolini, podía llegar a triunfar en la guerra civil, lo cual
reforzaría las posiciones políticas y estratégicas del fascismo hitleriano, que
Stalin considera su enemigo mortal. No ha procedido la rectificación del error
del deseo de servir los intereses de la revolución española -Lenin no se
hubiera declarado neutral un solo momento con respecto a ésta-, sino de una
preocupación de política exterior, de un instinto de conservación en la
relación de fuerzas internacionales. En una palabra: lo que interesa realmente
a Stalin no es la suerte del proletariado español e internacional, sino la
defensa del gobierno soviético según la política de pactos establecidos por
unos Estados frente a otros Estados. » Esto había que decirlo entonces, más por
desgracia sólo el POUM lo dijo.
Efectivamente, dos meses y medio transcurrieron antes de que la URSS se
decidiera a enviar a España el primer material de guerra: los tanques rusos
hicieron su aparición en el frente de Madrid el 28 de octubre y los aviones el
11 de noviembre. Pero como Stalin no quería correr riesgo alguno, ni siquiera
el puramente comercial, se hizo pagar por adelantado. Hugh Thomas, historiador
inglés en el fondo bastante condescendiente con los comunistas, se ve obligado
a reconocer en su conocida obra (9): « Antes de que se utilizara en suelo
español una sola arma rusa, ya habían sido enviadas a Rusia como garantía del
pago todas las reservas de oro que quedaban en España. » A decir verdad, no
fueron todas las reservas de oro, sino la mayor parte de ellas, exactamente 510
079 529,3 gramos de oro, que en cuanto a valor de cambio representaban entonces
unos 574 millones de dólares, puesto que la onza de oro (31,10 gramos) valía
34,98 dólares. (Recordemos que, según el balance del Banco de España efectuado
el 27 de junio de 1966 y publicado en la Gaceta de Madrid el 1 de julio, las
reservas de oro existentes tres semanas antes de iniciarse la guerra civil
alcanzaban un valor de 2 202 millones de pesetas-oro, que a la paridad
establecida en 1868 de 0,29032 gramos de oro fino por peseta suponían 851
toneladas de dicho metal. Las mismas cifras se hallan en el Annuaire
Statistique de la Société des Nations (17° année, Genève, 1945). España ocupaba
entonces uno de los primeros lugares entre los Bancos de Emisión de Europa y
América por lo que concierne a las reservas auríferas. Esas 510 toneladas de
oro fueron embarcadas con el máximo sigilo en Cartagena el 25 de octubre de
1936, en cuatro buques rusos, los cuales salieron inmediatamente para Odesa, a
donde llegaron en los primeros días de noviembre, siendo trasladadas acto
seguido a Moscú, al « Gojran » (Departamento de metales preciosos del Comisariado
del Pueblo de Finanzas). Y allí quedaron para siempre. Mientras tanto, el
Partido Comunista de España iniciaba la más estruendosa propaganda sobre la «
ayuda » prestada por la Unión Soviética, « ayuda desinteresada », « ayuda
gratuita », propaganda extendida asimismo por los comunistas de todos los otros
países. La supuesta ayuda rusa se convirtió en una especie de ritornello,
propagado incansablemente, machaconamente, al que no cabía oponer el menor
reparo sin verse motejado de fascista. Para favorecer esta farsa indigna, el
Dr. Negrín -sin duda el máximo responsable de esa trapisonda que permitió al
gobierno soviético aumentar en forma notable sus propias reservas auríferas-
publicó el 20 de enero de 1937 una nota oficiosa negando que el oro hubiera salido
de España. El socialista Luis Araquistáin dijo en un artículo: « Yo fui el
primero que en 1937 cometió la indiscreción de decir públicamente en una
conferencia dada en Barcelona, que el material enviado por Rusia se pagaba
espléndidamente con el oro español depositado en aquel país. Algunos comunistas
pidieron entonces que se me procesara por esa causa, que para ellos era un
delito de alta traición o algo semejante (10)».
El envío de esa gran cantidad de oro a la Unión Soviética resultó un acto
de enorme trascendencia, decisivo incluso para el curso ulterior de los
acontecimientos. A partir de entonces, el gobierno y las organizaciones obreras
más importantes, de concesión en concesión para poder recibir el armamento
necesario, viéronse obligados a someterse a las exigencias soviéticas. Estos
imponían poco a poco sus pretensiones tanto en el terreno militar como en el
político, eliminando progresivamente a cuantos no se sometían a sus dictados.
Con el oro español en sus manos, Stalin era de hecho el dueño de la situación.
¿Quiénes fueron los principales responsables? Ante todo dos hombres: Largo
Caballero y el Dr. Negrín, jefe del gobierno republicano y ministro de
Hacienda, respectivamente, en octubre de 1936. A estas alturas puede suponerse,
con la máxima verosimilitud, que el primero fue víctima de su ceguera política,
siendo así que el segundo obró sabiendo lo que hacía y dispuesto ya a ser el
hombre de los rusos, a cuyo amparo podrían cristalizarse sus ambiciones
políticas. Pero la responsabilidad se extiende igualmente a los demás ministros
y a los dirigentes de las organizaciones socialistas, anarquistas y
republicanas, los cuales permitieron se perpetrara un acto sin precedentes que
enajenaba toda libertad de acción y daba además el visto bueno a una estafa
colosal. Las explicaciones oficiales u oficiosas ofrecidas años después para
justificar tal medida no han podido convencer a nadie con un mínimo de sentido
común. Largo Caballero, en unos apuntes que redactó en Francia, se justificó así:
« Como los facciosos estaban a las puertas de la capital de España, solicitó
[Negrín] del Consejo de ministros autorización para sacar el oro del Banco de
España y llevarlo a sitio seguro, sin decir a dónde. [...] Como primera medida
lo trasladó a los fuertes de Cartagena. Luego, temiendo un desembarco, decidió
trasladarlo fuera de España. [...] No había otro lugar que Rusia, país que nos
ayudaba con armas y víveres. Y a Rusia se entregó. » En esta justificación
existen, por lo menos, dos inexactitudes : cuando el 13 de septiembre el
Consejo de ministros autorizó a Negrín, mediante un decreto reservado, para
sacar el oro de Madrid, las tropas del general Franco no se encontraban a las
puertas de la capital de España, ya que Toledo -a 70 kilómetros- se perdió el 27;
tampoco podía hablarse el 13 de septiembre de que la Unión Soviética ayudaba
con armas, puesto que éstas no llegaron a la zona republicana hasta últimos de
octubre (11). Indalecio Prieto, por su parte, ha escrito en varias ocasiones
que él se enteró del envío del oro a la URSS por mera casualidad, afirmación
que se nos antoja poco verosímil y que sólo tiende a poner a salvo su
responsabilidad personal. Otros hicieron poco más o menos lo mismo; mas lo
cierto es que ninguno de ellos, cuando se enteraron de lo acaecido, elevó la
menor protesta. Ninguno de ellos comprendió o quiso comprender lo que tal acto
significaba en el terreno político e incluso militar.
Merced, pues, a la entrega de las 510 toneladas de oro, la Unión
Soviética envió las primeras armas. Con las armas llegaron asimismo unos
centenares de oficiales rusos. Y con ellos, los innumerables agentes políticos
y policíacos, disfrazados de agentes comerciales, que eran los que orientarían
a política republicana y los que habrían de preparar la eliminación de cuantos
se opusieran a su hegemonía. Luis Araquistáin escribió a este respecto (12):«
Ellos dirigían a los militares rusos, al Partido Comunista y al propio
Rosenberg, que en realidad era solo un embajador de paja. Los verdaderos
embajadores eran esos hombres misteriosos que entraban en España con nombres
falsos y que trabajaban bajo las órdenes directas del Kremlin y de la policía
rusa. » Todos los que han estudiado la guerra civil española coinciden en poner
de manifiesto el hecho indiscutible de las presiones ejercidas por los
delegados de la Unión Soviética en cuanto comenzó el suministro de armas a la
República, presiones de orden político y militar, convertidas luego en
insoportables dictados, sobre todo en cuanto el Dr. Negrín asumió la dirección
del gobierno por obra y gracia precisamente de los rusos. En efecto, cuando a
Largo Caballero le llegó a resultar enfadosa la injerencia soviética -incluso
en una ocasión echó al embajador ruso de su despacho con cajas destempladas-,
la URSS juzgó necesario buscarle un reemplazante más flexible, es decir, mejor
dispuesto a cumplir las órdenes de los representantes del Kremlin en España. A
partir de enero de 1937 comenzó en el extranjero, en Francia e Inglaterra
principalmente, una sinuosa e insidiosa campaña tendiente a rebajar el papel de
Largo Caballero y realzar la figura del Dr. Negrín, campaña que no tardó en
extenderse a la propia zona republicana. Al mismo tiempo la prensa comunista
redoblaba sus ataques contra sus adversarios más irreductibles, en particular
contra el POUM que era la organización que denunciaba con mayor tesón la
intromisión rusa y la política antirrevolucionaria del Partido Comunista de
España. Para los representantes soviéticos el POUM había cometido aún otro «
crimen »: denunciar los procesos montados por Stalin contra la vieja guardia
bolchevique, que acarrearon en agosto de 1936 la condena a muerte de Zinóviev,
Kámenev, Smirnov y otros más. Hasta el cónsul ruso en Barcelona se permitió
publicar el 28 de noviembre una nota en la prensa calificando a La Batalla,
órgano del POUM, de « periódico vendido al fascismo internacional ». Pocos días
después se produjo una crisis en el gobierno de la Generalidad, con el claro
propósito de eliminar al representante del POUM. La Batalla del 15 de
diciembre, refiriéndose a la filial catalana del estalinismo escribió: « El
PSUC no se contenta con pedir nuestra eliminación; preconiza la anulación pura
y simple de todas las conquistas revolucionarias de la clase obrera… » Tres
días después se formó nuevo gobierno de la Generalidad sin el POUM, merced al
buen éxito de las presiones comunistas. Adelantándose a esta conclusión, sin
duda por estar bien informado del resultado final de aquella maniobra,
veinticuatro horas antes el diario Pravda de Moscú había afirmado: « En
Cataluña ha comenzado la limpieza de trotskistas y anarquistas y será llevada a
cabo con la misma energía que en la URSS. » Esta fue la primera gran maniobra
política, a la que seguirían otras : la eliminación, en junio de 1937, del
gobierno republicano, de Largo Caballero y de los socialistas de izquierda,
junto con los anarquistas, seguida en marzo de 1938 de la de Indalecio Prieto.
El camino impuesto por la Unión Soviética para obtener la conquista del poder
por los comunistas se cumplió en tres etapas : la primera fue la obtención del
oro del Banco de España; la segunda, la exclusión de Largo Caballero y su
reemplazamiento por el Dr. Negrín, y la tercera, la eliminación de Indalecio
Prieto. A partir de entonces fueron los dueños absolutos.
En efecto, el gobierno Negrín se caracterizó por su entrega total e
incondicional a la Unión Soviética. En cuanto tuvo este señor el poder en sus
manos, se apresuró a publicar una orden -15 de agosto de 1937- prohibiendo toda
clase de críticas a la URSS, « nación excepcionalmente amiga ». El periódico
que intentaba insinuar, sólo insinuar, que el armamento enviado por los rusos
había sido previamente pagado, tropezaba con el vigilante lápiz rojo del
censor. Así se alimentaba la propaganda comunista, que hacía creer que la ayuda
era gratuita e incondicional. El escritor anarquista Diego Abad de Santillán
escribió (13): « Como argumento máximo para esa tolerancia de todos los
partidos y organizaciones ante la ingerencia rusa irritante, se decía que era
Rusia el único país que nos hacía entrega de armamento y municiones. No lo
hacía gratis, claro está, sino a precios de usura enormes, y llegase o no
llegase el material a nuestros puertos. [...] Nos alarmaba ver en qué poco
tiempo disponían aquellos hombres recién llegados a las cosas de España, de los
hombres del Gobierno, como si fuésemos una colonia bajo su tutela. Eran ellos
los que resolvían quién había de detentar el Gobierno y cómo había que
gobernar. » Ahí está como prueba la carta que Stalin envió a Largo Caballero el
21 de diciembre de 1936, en la que en forma de « consejos » le dicta en
realidad la política a seguir. Tenía razón el POUM cuando denunciaba lo que se
proponían los comunistas, bien aleccionados por el Kremlin : « la anulación
pura y simple de todas las conquistas revolucionarias de la clase obrera ». La
carta de Stalin resume incomparablemente sus puntos de vista respecto a España,
puntos de vista que el Partido Comunista se esforzó en aplicar con la máxima
fidelidad. La simple lectura de ese importante documento puede sorprender por
la ignorancia o irrealidad de que hace gala: en efecto, ¿cómo podía hablarse a
aquellas alturas de reducir los impuestos de los campesinos, de asegurar a la
pequeña burguesía la libertad de comercio y protegerles de cualquier tentativa
de confiscación, de buscar el apoyo de Azaña y de su grupo, de defender los
intereses de los extranjeros, etc.? Todo eso pertenecía a una situación que
había sido barrida el 19 de julio. Pero para Stalin y los comunistas no se
trataba de reflejar la realidad existente, sino de afirmar la nueva realidad
que prevalecería inexorablemente merced a su presión constante y a su hegemonía
definitiva. No puede sorprender que el Partido Comunista de España hallara sus
aliados en los desorientados partidos republicanos, que fueron obligados a
abandonar la escena durante los primeros meses de la guerra civil y de la
revolución. Y que tuviera, al mismo tiempo, que dirigir sus ataques contra las
fuerzas revolucionarias. Sirviéndose de los hechos de mayo en Barcelona, en
1937, impusieron una feroz represión contra el POUM, al propio tiempo que
desplazaron de las primeras filas a los socialistas de izquierda y a los
anarquistas. Estos, sobre todo, que se habían creído inaccesibles a los ataques
de los comunistas gracias al gran peso de la CNT, viéronse obligados a asistir
impotentes a su desplazamiento paulatino y a la desaparición progresiva de las
conquistas revolucionarias que ellos mismos impusieron. Como muchos otros, se
consolaban de su capitulación con la esperanza de ganar la guerra, sin
comprender que ésta estaba perdida desde el instante mismo que la Unión
Soviética había logrado implantarse en la zona republicana, al convertirse en
el único abastecedor de armas.
No es verdad, como se ha dicho y repetido, que se recurrió a la URSS ante
la imposibilidad de adquirir armamento en otros países. Es este uno de tantos
mitos creados interesadamente para ocultar la desidia de los unos, la miopía
política de los otros y el propósito de los comunistas de que España se
entregara atada de pies y manos a la Unión Soviética. Existieron, desde luego,
dificultades, agravadas todavía más desde que se creó el Comité de No
Intervención. Pero lo cierto es que hubo posibilidades que no se aprovecharon a
su debido tiempo. Se contaron desde el primer día con medios poderosos: las
reservas de oro del Banco de España. Tenía razón Indalecio Prieto al afirmar en
su discurso radiado del 8 de agosto de 1936: « ¿De quién pueden estar las
mayores posibilidades del triunfo en una guerra? De quien tenga más medios, de
quien disponga de más elementos. Ello es evidentísimo. Pues bien: extensa cual
es la sublevación militar que estamos combatiendo, los medios de que dispone
son inferiores a los medios del gobierno. Si la guerra, cual dijo Napoleón, se
gana principalmente a base de dinero, dinero y dinero, la superioridad
financiera del Estado, del gobierno y de la República, es evidente (14)». Mas
esa superioridad no se supo aprovechar por parte de quienes disponían del oro
del Banco de España. Salvo las gestiones realizadas con el gobierno francés
-lentas y plenas de incidentes por hallarse la embajada de París en manos de
elementos adictos a la sublevación militar, prueba más de la indolencia del gobierno
republicano-, se dejaron transcurrir las semanas y hasta los meses sin
enfrentarse resueltamente con el problema capital entonces de la adquisición
del armamento necesario. De la lectura de uno de los libros de Gordón Ordás
(15), embajador de la República en México durante todo el periodo de la guerra
civil, principalmente del capítulo titulado « Armamentos y alimentos », se
deducen con nitidez dos cosas : primero, que el gobierno perdió un tiempo
increíble en decidirse a efectuar la compra de armamento en varios países de
Hispanoamérica y en Estados Unidos; segundo, que escatimó incomprensiblemente
los medios económicos para hacer frente a esas adquisiciones, no habiendo sido
capaz, además, de centralizar sus compras de manera que resultaran más efectivas,
más rápidas y más económicas. Escribe Gordón Ordás : « Antes de cumplirse el
mes de haber estallado la guerra [...] me permití decirle al gobierno, en cable
núm. 58 para el ministro de Estado, que era muy conveniente enviar agentes de
confianza a Estados Unidos con seguridad de que podrían adquirir abundante
material de guerra. Como ni se me contestó ni supe que se hubiera tomado
resolución alguna al respecto, me decidí a realizar discretamente yo mismo,
para no desaprovechar una oportunidad magnífica, gestiones desde México y como
preveía dieron pronto un copioso resultado. En sucesivos cablegramas [...]
trasladé ya ofertas valiosas que se me hicieron, las más importantes de las
cuales [...] era una de la Casa Henry Green por 50 aeroplanos de bombardeo y
bombas para ellos, cinco mil ametralladoras Thompson y 400 más Hotchkies
francesas. » La respuesta no llegó nunca. Como no llegó a otros ofrecimientos
procedentes de Bolivia, del Canadá, del Japón y de los Estados Unidos. Y cuando
el gobierno se decidía por ciertas adquisiciones, resultaba que Gordón Ordás no
disponía del dinero necesario para pagarlas. Este reproduce en su libro el
siguiente cablegrama enviado al ministro de Estado, el 21 de noviembre de 1936:
« Reservado para V. E. y ministros Guerra y Marina : Con fecha 12 me pidió V.E.
de orden ministro Guerra compra de treinta y dos hidroaviones Sikorsky
militares y hube de contestar en telegrama 135 que no podía ocuparme de ello
por carencia absoluta dinero. Sin contestación a este telegrama recibí otro de
V.E. encomendando de orden ministro Marina compra de numeroso material militar
para envío urgente Valencia defensa zona Levante. Esperé unos días creyendo
vendrían al fin los millones de dólares tantas veces pedidos por mí y
prometidos por el gobierno. En vista de que sigo sin noticias sobre el dinero
contesto a V.E. una vez más que nada puedo hacer. [...] Someto consideración
V.E. y ministros Guerra y Marina esta prolongada situación anómala. » ¿A qué se
debía esta actitud negativa? No estará de más señalar que estos ofrecimientos
transmitidos por el embajador Gordón Ordás se efectuaban por conducto del
ministro de Estado, el cual no era otro que Alvarez del Vayo, acusado luego por
Largo Caballero de ser el hombre de paja de los rusos; y que el encargado de
facilitar esos millones de dólares que Gordón Ordás reclamaba una y otra vez
era el ministro de Hacienda, el Dr. Negrín, otro hombre de paja de los rusos.
Estos se esforzaban por todos los medios en conservar el monopolio del
suministro de armas, al mismo tiempo que la prensa comunista propagaba
insistentemente la falsedad de que el único país que aceptaba facilitar a la
República el armamento necesario era la Unión Soviética. Refiere Gordón Ordás
en ese libro, sin sacar las debidas consecuencias, un hecho revelador, que
resumiremos. Un día se presentó ante él, en la embajada, un tal Robert Cuse,
que afirmó haber sido nombrado por el gobierno republicano para adquirir
material de guerra, pero al no presentar documento oficial alguno, Gordón Ordás
no le hizo caso. Apareció tiempo después en los Estados Unidos y allí se le
ocurrió efectuar públicamente vanas compras y solicitar del gobierno
norteamericano una autorización oficial de exportación. « El escándalo público
-escribe Gordón Ordás- originado por la insólita petición abierta que Robert
Cuse había hecho para exportar desde Norteamérica material de guerra a España,
iba a engendrar, y engendró, una severa reacción oficial perniciosa para los
planes que yo tenía en marcha.» Y añade: « Creo conocer bien el tartufismo
norteamericano y por eso actuaba seguro de que sabían mis actuaciones, pero no
oficialmente, y guardando las formas allí se puede hacer todo. En Los Ángeles
tenía numeroso material de guerra ya encajonado y dispuesto para entrar en México
por tren. Lo sabían y hacían como que lo ignoraban las dos aduanas,
norteamericana y mejicana. Fue entonces cuando se produjo el escándalo Cuse y
ya me era imposible sacar el material como tenía proyectado. » ¿Quién era ese
Robert Cuse, que conscientemente había imposibilitado el que se continuara
adquiriendo armas en los Estados Unidos? Un cablegrama de Indalecio Prieto a
Gordón Ordás, fechado el 4 de enero de 1937, nos lo dice: « Cuse debe ser
persona cuyo nombre dieron representantes soviéticos aquí para que sirviera de
mediador en compras aeroplanos cuyo ofrecimiento se había hecho a los rusos.
Deploro todo el trastorno que me detalla. Sería necesario saber si Cuse lo
provocó conscientemente. » Prieto comprendió los verdaderos motivos de lo
sucedido. Pero se calló. Los soviéticos habían logrado lo que se propusieron
(16).
El destino de las conquistas del 19 de julio y el resultado final de la
propia guerra, quedaron sellados definitivamente. La influencia de la Unión
Soviética en el gobierno republicano se hizo irresistible a partir de 1937,
sobre todo después del nombramiento del Dr. Negrín como presidente del Consejo
de ministros. El historiador D. T. Cattell, en otro libro suyo (17), señala que
las intervenciones de Moscú fueron especialmente decisivas en 1937, asumiendo
los comunistas extranjeros todas las funciones importantes del Partido
Comunista de España, salvo en lo que concierne a las manifestaciones públicas y
a la acción de propaganda sobre la población. Y no sólo las funciones políticas
del Partido Comunista de España, sino asimismo las militares de la República,
tan importantes en la guerra civil. Refiere Salvador de Madariaga (18) : « El
embajador soviético solía invadir el despacho del presidente del Consejo con
imponente batallón de técnicos, generalmente para hacer presión a fin de que se
entregasen a militantes comunistas los puestos más estratégicos de la jerarquía
estatal. » Lo confirmó Indalecio Prieto en varios de sus escritos. « En la
izquierda -añade Madariaga- sube de pronto el influjo que el Estado Mayor ruso
ejerce sobre el ministro de la Guerra. Con frecuencia prevalece la opinión rusa
sobre la de los técnicos españoles que, aunque pocos, eran competentes y veían
con malos ojos imperar un concepto de la estrategia y de la organización mucho
más político que técnico. Los rusos preconizaban vigorosamente un ejército
unificado bajo un mando unificado, mero sentido común, en sí, pero que perdía
mucho de su valor ante los españoles que veían al Partido Comunista mantener un
dominio riguroso sobre el Quinto Regimiento, del que habían hecho una especie
de ejército comunista. En realidad la campaña de los rusos en pro de un
ejército unificado no era sólo técnica sino también política. Los comunistas se
daban cuenta de que si conseguían unificar el ejército podrían después
apoderarse de sus resortes de mando con relativa facilidad, ya que la única
fuente de aprovisionamientos militares era la Unión Soviética; y con el
ejército en la mano podrían apoderarse de España. » Y así ocurrió. En la
aviación mandó Smuchkievich (« Douglas »), en la marina Kutnezov (« Kolia »),
en los tanques Paulov (« Pablo »), en la artillería Voronov (« Valter »), en el
Ejército del Centro Goriev, etc., amén de los Manilovski (« Manolito »),
Zhukov, Koniev (« Paulito »), Rodintsev (« Pablito ») y otros que pululaban en
el Estado Mayor Central y en los mandos de las divisiones y brigadas. Asimismo,
la policía estuvo en manos de la antigua GPU, cuyo principal representante en
España fue el tristemente célebre Orlov. (Parece ser que intervino en el
transporte del oro del Banco de España desde Madrid a Cartagena, según asegura
Alvarez del Vayo (19); Krivitski (20) afirma que Orlov fue el « organizador »
de la provocación de mayo de 1937 en Barcelona, y Prieto, por su parte, le
culpa de haber sido el principal promotor de la detención, secuestro y ulterior
asesinato de Andrés Nin.) Por lo que concierne a la acción política, Fernando
Claudín (21) confirma: « Togliatti desempeñó un papel primordial en la
orientación política e, incluso, en la dirección operativa del Partido
Comunista de España durante la guerra civil. Junto con él, el búlgaro Stepanov,
el húngaro Gero, el argentino Codovila y los altos consejeros militares y
políticos soviéticos. » Aún más: el historiador italiano Paolo Spriano, en su
citada obra Storia del Partito Communista italiano señala que de las emisiones
para el extranjero desde Madrid y Valencia se ocupó Ezio Zanelli; de la radio
de la Generalidad Carlo Farini, Giovanni Fornari y Cesare Colombo; de la radio
de Aranjuez Velio Spano, Giuseppe Reggiani y Nicola Potenza; del periódico
Verdad -publicado en Valencia por el Partido Comunista de España- Ettore Vanni,
etc. Según Vittorio Vidali -lo afirma el comunista Paolo Spriano- Palmiro
Togliatti intervino en la redacción de los « trece puntos » del gobierno
Negrín.
En 1938, con todos los resortes de mando en poder de los comunistas, la
situación comenzó no obstante a evolucionar de manera casi imprevisible. En
efecto, la Unión Soviética apenas envió material a España, como si la suerte de
ésta ya estuviese echada y no precisamente por los reveses que sufría el
ejército republicano. Azaña escribió en « La URSS y la guerra de España »,
artículo ya mencionado anteriormente: « Según mis noticias, en 1938, hubo un
lapso de seis u ocho meses en que no entró en España ni un kilo de material
ruso. Por otra parte, los pedidos del gobierno español nunca eran atendidos en
su totalidad; lejos de eso. [...] Resultado: en ningún momento de la campaña,
el ejército republicano no solamente no ha tenido una dotación de material
equilibrada con la del ejército enemigo, pero ni siquiera la dotación adecuada
a su propia fuerza numérica. » Alvarez del Vayo(22) refiere que en la ofensiva
del general Franco durante los meses de abril a julio de 1938, la relación de
fuerzas era la siguiente : cañones medios y pesados, 1 de los republicanos por
8 o 10 de los nacionalistas; cañones ligeros, 1 por 5 a 6; aviones de
bombardeo, 1 por 10; aviones de caza, 1 por 8. En la contraofensiva del Ebro,
del 30 de julio al 15 de noviembre del mismo año, la desproporción se agrava
todavía más: cañones medios y pesados, 1 por 12 a 15; cañones ligeros, 1 por 7
a 10; aviones de bombardeo 1 por 15; aviones de caza, 1 por 10. Estas cifras
ofrecidas por Alvarez del Vayo para demostrar la impotencia del ejército
republicano y la inevitable pérdida de la guerra, representan al cabo de
cuentas el cargo más abrumador que se puede hacer respecto a la « ayuda »
soviética. ¿Por qué la URSS no enviaba material? Ciertos signos harto
elocuentes descubrían en realidad lo que se preparaba. El 20 de junio de 1938,
el embajador alemán en Moscú, Schulenburg, comunicaba a su ministro de Asuntos
exteriores (23) : « Las declaraciones de Ehrenburg sobre los falangistas me
parecen dignas de ser señaladas. [...] En otro lugar, Ehrenburg llama a los
falangistas « los patriotas españoles del otro lado de las trincheras », y
declara que su actitud podía resultar importante para el desarrollo político
futuro de España. [...] Es lo que en cierta medida confirman las declaraciones
de Litvinov al consejero de la embajada de Francia en Moscú, Payart, que acaba
de regresar a Moscú tras haber estado destinado un año en Valencia. Litvinov
dice que el gobierno soviético estaría dispuesto a retirarse de España con una condición:
« España para los españoles ». Litvinov ha dado a entender en esta ocasión que
un acuerdo entre las dos partes constituiría un compromiso aceptable, puesto
que permitiría a la Unión Soviética liquidar la aventura española. » Esta
afirmación de Litvinov, sin duda sugerida por Stalín, era una mera disculpa,
puesto que sabía perfectamente que ya era demasiado tarde para lograr un
compromiso, si es que alguna vez pudo lograrse. No; lo que se proponía la URSS
era, pura y simplemente, «liquidar la aventura española» abandonando la
República a su suerte, es decir, a la derrota. ¿Por qué? El motivo capital se
encuentra en el pacto germano-soviético firmado un año más tarde, pero que por
aquellas fechas estaba sin duda en sus primeros prolegómenos (24). La Unión
Soviética ofrecería a Hitler, como prueba de su buena voluntad, la liquidación
de su intervención en España y, por tanto, la terminación de la guerra civil.
Lister escribió en su libro ¡Basta! (sin editorial ni fecha, probablemente
publicado en 1971): « En la primavera de 1939 se inició en Moscú, por parte de
dirigentes de nuestro Partido, un examen de nuestra guerra y, sobre todo, de su
desenlace. Simultáneamente nos reunimos con el secretariado de la Internacional
Comunista para examinar idéntico problema. Pero la discusión fue cortada poco
después, lo mismo entre nosotros que con el secretariado de la Internacional
Comunista. » Claro, a Stalin no le interesaba que se removiera el asunto, hecho
que Lister no llegó a comprender.
Así terminó, pues, la intervención soviética en España. Para la URSS fue
un gran negocio político, estratégico y comercial. Por un lado, desvió la
atención de las terribles purgas que Stalin había ordenado contra los antiguos
bolcheviques para mejor asentar su poder omnímodo, se presentó ante el mundo
como el único régimen que ayudó a la República española, desvió el peligro nazi
sobre sus fronteras y, por último, dispuso de un peón que pudo ceder -cual
aconteció- en un posible acuerdo con la Alemania hitleriana; por otro, se
encontró, como llovido del cielo, con un capital de casi un millar y medio de
millones de pesetas oro, ofreciendo a cambio material de guerra de todas las
edades. Aunque moleste a no pocos, cabe establecer las cuentas de la famosa «
ayuda » soviética, tema de propaganda comunista durante unos cuantos años y
aceptado ligeramente por algunos historiadores, que no se han preocupado lo más
mínimo en analizarlo como es debido. Y para calibrar esa « ayuda », nada mejor
que compararla con la prestada por Italia y Alemania al régimen del general
Franco. Se sabe que la concedida por Italia fue oficialmente consolidada en 5
000 millones de liras, unos 394,5 millones de dólares según el cambio de
entonces, deuda que se amortizó en veinticinco años, del 31 de diciembre de
1942 al 30 de junio de 1967; la otorgada por Alemania, según los documentos
oficiales que figuran en Les archives secrètes de la Wilhelmstrasse, pagada más
rápidamente que la italiana- en general merced a las exportaciones españolas-,
no alcanzo los 500 millones de marcos, es decir, 202,5 millones de dólares.
Ahora bien, el oro enviado a Moscú representaba unos 578 millones de dólares, a
los cuales cabe añadir -cosa que ningún historiador o economista se preocupó de
hacer- las colectas efectuadas entre los trabajadores rusos y que el 27 de
octubre de 1936 ascendían a más de 47 millones de rublos, según la propia
prensa soviética; las exportaciones de plomo, mercurio, potasa, textiles,
naranjas, etc., con destino a la URSS; las fábricas enteras que, según afirmó
Santillán en su citado libro, se llevaron los rusos, entre otras las de papel
de fumar de Alcoy, así como algunos secretos de fabricación de ciertas
industrias; por último, para terminar esta breve relación, la veintena de
buques mercantes españoles que quedaron internados en los puertos soviéticos al
finalizar la guerra civil y que la URSS se apropió. ¡Y todavía habría que
agregar los 50 millones de dólares que según afirmó el diario Pravda el 4 de
abril de 1957 les quedó adeudando la República! Conviértase todo esto en
dólares, súmese a los 578 millones que representó el oro enviado a Moscú en
octubre de 1936 y se comprobará fácilmente que casi iguala el importe conjunto
de las ayudas que Alemania e Italia prestaron al general Franco. Por si fuera
poco, obligado es afirmar que en los campos de batalla se vio que el material
enviado por esos dos países superó -no sólo en cantidad, sino también en
calidad- al recibido por la República de su « protector » soviético. Por tanto,
cabe decir sin temor a ser desmentido que la tan cacareada « ayuda » soviética
representó una mayúscula estafa. « Un desfalco y una estafa », tituló elocuente
y acertadamente Indalecio Prieto uno de sus artículos sobre este asunto.
El papel
del Partido Comunista de España
El instrumento visible y activísimo de la intervención soviética fue,
naturalmente, el Partido Comunista de España. Como señaló el historiador David
T. Cattell, esta organización se ocupó sobre todo de las manifestaciones públicas
y de la propaganda, puesto que la verdadera dirección y el poder de decisión
estaba en otras manos más sólidas, pero en realidad fue la mampara tras la cual
maniobraron los representantes directos de Moscú. Este papel asignado al
Partido Comunista de España nos permite afirmar que la política que llevó a
cabo resultará incomprensible si se la juzga según los viejos conceptos y se la
encuadra en un mero significado reformista, como se hizo durante nuestra guerra
civil a causa de su posición irreductible a la revolución desencadenada el 19
de julio de 1936. Al fin y al cabo, este partido tan « demócrata » y «
republicano » durante el periodo de la guerra era el mismo -casi con los mismos
hombres- que se mostró tan « antirrepublicano » y « revolucionario » en
1931-1935, ¿Por qué? ¿Cómo interpretar un cambio de política tan radical? A
decir verdad, el Partido Comunista de España no era ni reformista ni revolucionario:
limitábase a aplicar al pie de la letra, con absoluta fidelidad, la línea de
conducta que le dictaba Moscú, que unas veces podía parecer revolucionaria y
otras reformista, según unas actitudes que correspondían a las circunstancias
del momento, pero que en todo instante respondían a los intereses particulares
de la Unión Soviética. Quien no haya comprendido una verdad tan elemental y a
la par tan evidente, será incapaz de escapar al dédalo de las aparentes
contradicciones de la política comunista, por lo que acabará por limitarse a
comentarios meramente epidérmicos o aceptará resignado -por comodidad o por
cobardía- las explicaciones « dialécticas » de los comunistas. Precisamente ha
sido esta incomprensión lo que ha permitido a estos últimos imponerse poco a
poco durante la guerra civil, mientras las demás organizaciones -socialistas y
anarquistas, sobre todo- se dejaban atrapar merced al señuelo de la lucha
antifascista, de la unidad de acción, del mando único, etc., todo ello
necesario en general pero que en el contexto imperante servía en realidad la
política hegemónica del Partido Comunista de España, es decir, de la Unión
Soviética.
El Partido Comunista de España dependió de Moscú desde el mismo instante
de su fundación. La escisión en las Juventudes Socialistas, primero, y en el
Partido Socialista, después, fueron obra no sólo de la impaciencia de algunos
militantes cegados por la gran llamarada de la revolución rusa, sino de las «
sugestiones » de los dos primeros delegados que la Internacional Comunista
envió a España, el ruso Mijail Borodin y el mejicano Manuel Ramírez,
reemplazados luego por el italiano Antonio Graziadei y por el suizo Jules
Humbert-Droz. El Partido Comunista de España fue definitivamente creado en
noviembre de 1921 y un mes más tarde conoció su primera crisis, a la que
sucederían no pocas, todas ellas resueltas burocráticamente por los delegados
de Moscú, los cuales ignoraban todo cuanto se relacionaba con España y los
españoles, incluso la propia lengua del país. Por tanto, a pesar de las
motivaciones revolucionarias de sus militantes, dicho partido fue desde su fundación
un injerto artificial y extraño en la vida social española. Aún agravó esta
situación la política que le impuso la Internacional Comunista, basada
principalmente en un enfrentamiento -a veces violento y hasta sangriento- con
el Partido Socialista y con la Confederación Nacional del Trabajo, las dos
organizaciones obreras más importantes de España. El resultado fue que el
Partido Comunista no pasó de ser una pequeña secta, que vegetó sin pena ni
gloria durante los años de la dictadura del general Primo de Rivera, hasta tal
punto que por decisión de la Comintern la dirección del partido terminó por
instalarse en París, puesto que en España no tenía nada que dirigir. En la
capital de Francia se celebró incluso, en 1929, el llamado III Congreso del
Partido Comunista de España. Los consejeros y delegados de la Internacional
Comunista se sucedían los unos a los otros -Humbert-Droz, Doriot, Duclos,
Stoeker, Purmann, Neumann, Grieco, Rabaté, etc.–, pero todos ellos se sacudían
las pulgas en sus informes a la Comintern, culpando a los dirigentes comunistas
españoles de « individualismo »,«insuficiencia », «indisciplina»,
«incomprensión», etc. En resumen: la política de la Internacional Comunista que
ellos se encargaban de transmitir era justa, pero la dirección española no
sabía aplicarla. Incluso tres de sus dirigentes sucesivos habían terminado mal,
nada menos que en las filas del enemigo: García Cortés se convirtió en
primorriverista, Merino Gracia en protegido del Sindicato Libre y Pérez Solís
fue nombrado por el general Primo de Rivera para un alto puesto en la CAMPSA.
La descomposición de la reducida organización comunista resultó total. Joaquín
Maurín juzgó así la situación (25) : « En 1931, en vísperas de la proclamación
de la República, al cabo de once años de existencia, el Partido Comunista era
un fracaso. La inmensa mayoría de los que lo integraron en su época heroica y
difícil, defraudados, lo habían abandonado. Por una razón u otra, descubierta
la trampa, se negaban a formar parte de una organización que estaba al servicio
de una nación extranjera. El Partido Comunista era ruso y no español. Estaba
dirigido desde Moscú y se sostenía con la ayuda económica suministrada por
Moscú. Dejado a sí mismo, se hubiese desvanecido sin pena ni gloria. »
En 1930, como es sabido, el régimen monárquico español entró en franca
crisis. Sin embargo, los «teóricos » de la Internacional Comunista no la
percibieron. Informando ante el Ejecutivo de la Comintern, Manuilski, uno de
sus principales dirigentes, afirmaba sentenciosamente que « una huelga parcial
[en cualquier país] puede tener mayor importancia para la clase obrera
internacional que ese género de « revolución » a la española, efectuada sin que
el Partido Comunista y el proletariado ejerzan su función dirigente ». Según
los burócratas estalinistas no podía haber revolución ni cambio alguno en
España, puesto que el Partido Comunista no era el dirigente principal. ¿Cómo
podía serlo, si prácticamente no existía? Curiosa situación, que la
Internacional Comunista resolvía mediante su peculiar dialéctica. No obstante,
la « revolución a la española » era algo real de la que todos se daban perfecta
cuenta en España, salvo los numerosos delegados de la Comintern y sus amos de
Moscú. Al iniciarse 1931, había en Barcelona nada menos que cinco « consejeros
», que no tenían a quien aconsejar: el suizo Humbert-Droz, los franceses Duclos
y Rabaté, el caucasiano « Pierre » y otro suizo, Stirner (Adgar Woog). Ahora
bien, el propio Humbert-Droz escribió años más Tarde (26): « El Partido
Comunista no existía en Barcelona. [...] Era la primera vez que tenía como
tarea poner en movimiento un partido que nos existía.» ¿Y en las otras ciudades
españolas? En Madrid « continuamos siendo una pequeña secta sin influencia » y
en Bilbao « va mal, muy mal », pues sólo cuentan con « catorce miembros ».
Luego añade: « Parece ser que en Sevilla las cosas van mejor, pero será preciso
controlar los números que nos dan, un poco demasiado redondos y astronómicos. »
Prosigamos con estos informes reveladores: « Nuestro partido continúa viviendo
en una pasividad absoluta y temiendo aparecer a la luz del día. [...1 Stirner y
yo tenemos que escribir una buena parte de los artículos, si se quiere que el
periódico se publique. » Y aún: « En el partido domina el sueño profundo e
inocente de la infancia, todavía en la cuna; de un cementerio abandonado, por
decirlo así, lo que sería más justo ya que el niño no se desarrolla (27). » En
una carta dirigida a su esposa, fechada el 5 de febrero de 1931, Humbert-Droz
le dice : « Te diré que los cuatro peregrinos de la Meca no tienen gran cosa
que hacer [...]. Rabaté está en su elemento : se levanta a mediodía, lee los
periódicos en la terraza de un café bebiendo el aperitivo, ajenjo o vermut, se
va a comer, luego vuelve para tomar el café, pasa el resto del día en el cine o
en las cervecerías. El joven [« Pierre », el caucasiano], aunque un poco menos
perezoso, sigue poco más o menos su ejemplo. Stirner multiplica los paseos y
las excursiones, y yo me esfuerzo en hacer algo útil redactando los documentos
del partido [...]. La censura no deja pasar nada y como nuestra filial [el
Partido Comunista español] está fuera de toda vida política y de la vida
obrera, no se sabe nada, ni siquiera lo que pasa en la propia ciudad. ¡Gracias
al Berliner Tagblatt supimos que había una huelga en la universidad! » Empero,
en su informe a Moscú que lleva fecha del 14 de febrero, Humbert-Droz cambia de
tono y escribe : « Un rasgo característico respecto a la posición de Bullejos
(28) [entonces secretario general del PCE] : está contra la consigna de los
soviets, incluso como consigna de propaganda, por lo que nos ha costado mucho
trabajo convencer a nuestros camaradas del Ejecutivo, después de este veto de
Bullejos, que el programa del partido debe trazar como perspectiva una España
soviética. » No existía partido, pero para ser grato a Moscú, Humbert-Droz,
buen funcionario, repite las tonterías habituales y como necesita hallar un
responsable no duda en señalar a Bullejos, el secretario general, que al fin y
al cabo no hacía otra cosa que repetir lo que se le ordenaba, con un fideísmo
irracional.
Once días más tarde, el 25, vuelve Humbert-Droz a enviar un nuevo informe
a su jefe de la Comintern, Manuilski, en el que olvidando las zarandajas de los
soviets, insiste sobre la situación real del Partido Comunista de España: «
Jamás apareció con tal nitidez la tragedia de la situación de aislamiento de
nuestro partido, de su pasividad, de su absoluta falta de organización y de
relación con las masas. [...] No obstante las orientaciones enviadas a las
regiones para organizar mítines tan pronto se restablecieran las garantías
constitucionales, ninguno fue organizado en parte alguna. » Y el 1 de marzo
escribe a su esposa: «Resulta poco interesante trabajar por la simple razón de
que no existe partido y que lo que aquí se denomina Partido Comunista es una
pequeña secta sin posibilidad de irradiación. » Esto era cierto pero no lo era
menos que ni él ni los demás delegados de la Internacional Comunista,
encargados de dirigir el Partido Comunista de España, eran capaces de
comprender la verdadera situación española. El ciego sometimiento a la
orientación impuesta desde Moscú les impedía abrir los ojos como era obligado.
A mediados de marzo, Humbert-Droz informaba a Manuilski: « Las ilusiones
republicanas y parlamentarias se disipan y las huelgas, los conflictos
económicos se multiplican. » ¡Y un mes más tarde se proclamaba la República! El
derrumbamiento de la monarquía no figuraba en el esquema que los profesionales
de la Comintern habían trazado, pero esto no fue óbice para que en un nuevo
informe Humbert-Droz escribiera : «Las elecciones municipales fueron una
victoria inmensa de los republicanos y de las fuerzas de izquierda pequeño
burguesas. El rey abdicó y abandonó el país precipitadamente, acompañado de
varios grandes de España, la nobleza terrateniente del régimen. Se quemaron un
buen número de iglesias y de conventos. En una palabra: el desarrollo de los
acontecimientos confirmó mi análisis de la situación. » Como puede comprobarse,
estos burócratas no tienen cura: a imagen y semejanza de su «jefe supremo »
Stalin, nunca se equivocan, todo lo tienen previsto, la verdad les acompaña
como su propia sombra… Sin embargo, como esa certeza que muestran en sus
análisis políticos no va acompañada de resultados tangibles, entonces recurren
al socorrido argumento de la incapacidad del partido para aplicar sus
orientaciones. En otro informe redactado días después de la proclamación de la
República, nuestro hombre dice: « Las elecciones municipales han puesto de
manifiesto la enorme debilidad del partido, su aislamiento completo, su mínima
influencia sobre las masas. Estamos obligados a comprobar que nos mecíamos de
ilusiones y que no hemos contado con la influencia que creíamos tener. Los
resultados son inferiores a los cálculos más pesimistas. En Barcelona mismo,
fue una verdadera tragedia. [...] No hemos recogido ni 100 votos, mientras los
maurinistas, que desarrollaron una campaña más intensa que nosotros, reunieron
más de 3 000 votos. En Sevilla [...] no obtuvimos ni 800. En Madrid no lógranos
200. No compartía, desde luego, el optimismo de los que evaluaban nuestra
influencia a base del éxito de nuestros actos electorales, pero no creía que el
partido fuese tan débil La oleada republicano-socialista fue considerable y
supera todas las previsiones de los propios republicanos. Fue un verdadero
plebiscito contra la Monarquía en todos los lugares donde se pudo votar, es
decir, en todos los grandes centros urbanos. La masa estaba en la calle.
Centenares de miles de personas de toda clase, que aplaudían las banderas
republicanas, cantaban, bailaban y no tenían deseo alguno de luchar ni
manifestarse en favor de consignas precisas. Hay que tener en cuenta este ambiente
de fiesta popular para comprender el fenómeno que se ha producido: los
comunistas que intentaban manifestar, repartir octavillas o dirigir la palabra
a la multitud fueron silbados, abroncados y acogidos con hostilidad
amenazadora. » Lo que no dice es la causa real de esa hostilidad amenazadora:
la consigna de los comunistas, en aquellos momentos de general euforia
republicana era « ¡Abajo la República y viva los soviets! »
Y esa consigna aberrante, políticamente absurda y tácticamente
contraproducente, había sido impuesta por los Humbert-Droz, es decir, por la
Internacional Comunista. Bullejos, secretario general del Partido Comunista de
España en aquellos tiempos, escribió años más tarde1: « Desde los primeros
momentos, la actitud de los comunistas fue de franca oposición al gobierno
provisional de la República. En su primer manifiesto, redactado en perfecto
acuerdo con la delegación internacional que la componían Humbert-Droz -antiguo
secretario de la Internacional para los países latinos- y Rabaté -destacado
militante del partido francés- se invitaba al pueblo español a derrocar la
República burguesa, como había derrocado la Monarquía, instaurar el Gobierno
Obrero y Campesino. Pocos días después recibíanse de Moscú las nuevas
directivas políticas y tácticas, todas las cuales tenían como meta la creación
de soviets en España.» A pesar de la ruda lección recibida, Moscú se limitó a
criticar la dirección española y a insistir en los mismos errores. El 21 de
mayo de 1931, cinco semanas después de la proclamación de la República,
Manuilski dirigió al Comité Central del Partido Comunista de España una carta
abierta, en la que dictaminaba: « El papel del partido en el desarrollo de tal
revolución no era el de defender al gobierno contrarrevolucionario de la
República, de gritar ¡Viva la República! y de colocarse a remolque de la
pequeña burguesía, como lo han hecho trotskistas y maurinistas. Debía llamar a
las masas obreras y campesinas a luchar contra las fuerzas del antiguo régimen,
contra los aristócratas, los altos dignatarios de la Iglesia, los oficiales
monárquicos, los somatenes, la Guardia civil, la policía de Alfonso XIII, etc.;
exigir y arrastrar a las masas a llevar a cabo el encarcelamiento del rey y de
todos los elementos monárquicos, la creación de un tribunal revolucionario
designado por los soviets para juzgar al rey y a los ministros de la realeza y
de la dictadura, el secuestro de los capitales y valores de la Corona, de los
aristócratas y de la Iglesia, y su utilización para socorrer inmediatamente a
los parados, la toma de la tierra y la creación de los soviets… » Pero, ¿cómo
los soviets podían designar un tribunal revolucionario cuando un par de líneas
después se aconsejaba la creación de esos mismos soviets? ¿Cómo el Partido
Comunista podía arrastrar a las masas si tal partido no existía? Manuilski,
desde luego, hablaba por hablar y no sabía lo que decía. Refiriéndose a aquel
trascendental periodo y al papel desempeñado por los comunistas, escribió
Maurín en el mencionado libro: « Bajo la frondosa dirección de la Comintern, el
Partido Comunista hizo tantas y tales tonterías en 1931 y 1932, que
prácticamente quedó separado de las masas. Iba a contrapelo de la historia. No
comprendió nunca el proceso histórico que vivía España. Incapaz de pensar,
trasladaba a España lo que había ocurrido en Rusia en 1917. En segundo lugar,
en Rusia, en 1917, había gigantes revolucionarios de la talla de Lenin,
Trotski, Bujarin, mientras en España había pulgas importadas de la talla del
suizo Humbert-Droz, el argentino Codovila, el francés Rabaté, el búlgaro
Stepanov, etc. »
La sublevación del general Sanjurjo contra la República, en agosto de
1932, sorprendió, naturalmente, al Partido Comunista de España y a su farándula
de consejeros internacionales, empeñados todos ellos en la lucha contra esa
misma República. Bullejos, en su libro ya citado, afirma: « El Partido
Comunista, en estas circunstancias, pretendió modificar la orientación de su
política, colocando en plano preferente la lucha contra la reacción monárquica
y de derechas. No fue posible conseguirlo dada la intransigencia de la
Internacional, sobre todo de su delegación en España, que, prisionera del
espíritu de la Resolución del VI Congreso mundial, no se avenía a considerar a
los monárquicos y reaccionarios como los verdaderos enemigos de la democracia.
Para Moscú toda contemporización con los socialistas era una desviación de la
línea revolucionaria. » Moscú, en efecto, había sentenciado en la carta abierta
dirigida en enero de 1932, en vísperas del IV Congreso del Partido Comunista de
España, a todos los militantes del mismo : « El Partido Socialista es el
campeón de la reacción en la ofensiva de la contrarrevolución burguesa y
agraria contra la clase obrera y las masas laboriosas. [...] En el momento en
que los socialistas se manifiestan como el partido más activo de la
contrarrevolución burguesa-agraria, en que con discursos demagógicos, promesas
y el terror del aparato del Estado se esfuerzan en apoderarse del movimiento
sindical obrero, en transformar los sindicatos en organizaciones que persigan
los fines de un Estado fascista, es menester que el Partido Comunista
despliegue el máximo de actividad para desenmascarar a los socialistas… » En
aquellos años, pues, mal que les pese hoy a los « historiadores » del Partido
Comunista de España, para éste el enemigo principal eran los socialistas,
motejados además de « socialfascistas », representantes de la «
contrarrevolución burguesa-agraria » según los infaustos « teóricos » de la
Internacional Comunista. Comentando precisamente esta carta abierta de Moscú a
los comunistas españoles, escribió por aquel entonces Andrés Nin(29): « Se
traza un esquema, se lanza una fórmula abstracta y los hechos han de adaptarse
a este esquema y a esta fórmula. Y si no es así, tanto peor para los hechos.
Claro está que la historia sigue su camino y la realidad demuestra a cada paso
la falsedad del esquema; pero esto no inmuta a los burócratas de la
Internacional. Cuando la catástrofe es inminente se cargará el muerto a los
celosos ejecutores de la línea general. » Y así sucedió. La opinión de Bullejos
respecto a la sanjurjada del 10 de agosto de 1932 le costó sin duda el puesto
que venía ocupando, puesto que el 18, una semana más tarde, fue excluido del
Buró Político junto con los otros miembros de la dirección (30), declarando
acto seguido su sumisión al nuevo equipo : « Los miembros del Buró político
reunidos declaran ante la Internacional Comunista que reiteran su más
incondicional adhesión a su política y que están dispuestos a acatar sus
disposiciones y continuar fieles a ella, ocurra lo que ocurra. » Perinde ac
cadaver, disciplina y obediencia ciega. Semanas después, el 21 de octubre,
Bullejos, Adame, Trilla y Vega fueron expulsados del partido. En La
Correspondencia Internacional correspondiente al 11 de noviembre de 1932, se
publicó una resolución referente a esta expulsión firmada por la Comisión
española elegida por la XII sesión plenaria del Comité Ejecutivo de la
Internacional Comunista, en la que se decía que « la contrarrevolución española
ha hecho cuatro nuevos reclutas ». Dato curioso : esa Comisión española -vale
la pena subrayar lo de española- estaba presidida por el francés Marty e
integrada por el alemán Thaelmann, el francés Duclos, el italiano Togliatti, el
japonés Katayama, el húngaro Bela Kun, el polaco Lensky, el chino Van Min y el
mejicano González. Estos nombres muestran palmariamente que los comunistas
españoles no eran otra cosa que simples peones manejados a voluntad -muy mal,
sea dicho de paso- por los burócratas que constituían la cohorte de «
revolucionarios profesionales », a las órdenes a su vez del Kremlin. Unos
revolucionarios profesionales que tenían más de profesionales que de
revolucionarios. Sin embargo, con la nueva dirección española la política del
Partido Comunista siguió siendo la misma, porque idéntica era la política
impuesta por la Internacional Comunista : soviets, gobierno obrero y campesino,
revolución soviética, es decir, una política que nada tenía que ver con la
realidad española. « Los dirigentes del partido -comentó Andrés Nin en su
folleto La huelga general de enero y sus enseñanzas (marzo ds 1933)- parecen no
tener otro empeño que el evitar que, a pesar de las circunstancias objetivas,
excepcionalmente favorables, pueda dicho partido salir del estado embrionario
en que se encuentra… ». Y en otro artículo suyo (31) señalaba : « Claro que
para que el partido actúe de una manera eficaz, es preciso que abandone
definitivamente su demagogia huera, renuncie a la absurda teoría del
socialfascismo que le separa de las masas socialistas, aprenda a saber
distinguir los antagonismos existentes en el seno de las clases explotadoras
utilizándolos en provecho propio, emplee un lenguaje adecuado para con las
masas que se hallan bajo la influencia anarquista, instituya un régimen de
democracia interna que convierta al partido en la gran organización
revolucionaria de la clase obrera y reniegue de su estúpida política de
escisión sindical. » A decir verdad, esto era pedir peras al olmo. Sin embargo,
cuarenta años después, en su mencionado artículo de la Revista Internacional,
Dolores Ibárruri reconoce explícitamente los errores señalados por Nin, al
escribir : « Algo había en nuestra política que no era correcto y que chocaba
con las posiciones de la clase obrera, de los campesinos y de las fuerzas
democráticas. Y ese algo era nuestro infantilismo revolucionario que nos
separaba de las masas, ilusionadas por la facilidad con que había sido
derrocada la monarquía. Con un criterio extremista comparábamos a los
dirigentes socialistas con los socialfascistas… » Y en el mismo artículo confiesa:
« Al constituir la sección española de la Internacional Sindical Roja, sacamos
a los comunistas de los sindicatos en los cuales actuaban como grupos de oposición,
y con ellos constituimos una nueva organización, al margen de las
organizaciones sindicales, y por tanto sin posibilidad de actuar en éstas, y en
la cual los comunistas se freían en su propia salsa, sin poder influir ni en el
movimiento obrero, ni en las luchas de los trabajadores. Esto lo sentíamos
todos, más o menos, pero nadie lo decía, o por pereza mental o por una mal
entendida disciplina. » ¿Disciplina hacia quién? La autora de estas líneas no
lo dice, pero se adivina. En realidad tratábase del sometimiento a Moscú.
Mientras los comunistas continuaban impertérritos atacando a socialistas
y anarquistas, aplicando así ciegamente los acuerdos del VI Congreso de la
Internacional Comunista, tenían lugar graves acontecimientos en Europa y en
España : en Europa a causa de la subida al poder del hitlerismo y en España por
el reforzamiento de las derechas, aglutinadas en la CEDA (Confederación
Española de Derechas Autónomas). En noviembre de 1933 se creó Falange Española
y el mismo mes fue escenario del triunfo derechista en las elecciones a Cortes.
No obstante la agudización de la amenaza reaccionaria, el Partido Comunista
trató de dividir aún más el movimiento obrero creando la llamada Confederación
General del Trabajo Unitaria. Su política la vemos reiterada en un artículo titulado
« Las tareas fundamentales del PCE en la etapa actual del desarrollo de la
revolución en España », publicado en tres números sucesivos de La
Correspondencia Internacional (21 y 28 de abril y 5 de mayo de 1933) con la
firma de J. Chavaroche, tras la cual se escondía el « consejero » Stepanov. En
ese artículo se decía: « El Partido Comunista de España debe orientarse hacia
la dictadura del proletariado y de los campesinos bajo la forma de soviets
[puesto que se ha entrado] en la fase de preparación -política y orgánica- de
los obreros y campesinos para la toma del poder », insistiendo el autor en que
la misión de los comunistas es « abordar la preparación política y orgánica
para la toma del poder ». En la misma revista y en el número de agosto, Vicente
Arroyo terminaba un artículo suyo de la manera siguiente: « He aquí nuestra
tarea esencial en estos momentos: desenmascarar implacablemente la nueva
posición de traición de los jefes socialfascistas españoles. » La
intervención de Dolores Ibárruri en la XIII sesión plenaria de la Internacional
Comunista, reunida en Moscú en diciembre de 1933, o sea un mes escaso
después de haber conquistado el poder las derechas en España, ofrece los mismos
síntomas de desvarío político : « La lucha por el poder soviético está
actualmente al orden del día en España. [...] Nosotros debemos presentar la
cuestión del Gobierno Obrero y Campesino, del poder soviético, crear los
comités de fábrica y los comités de campesinos, realizar el frente único de
todos los trabajadores bajo la bandera del comunismo. [...] Si nosotros sabemos
realizar este trabajo, si emprendemos la vía que nos ha trazado la
Internacional Comunista, conseguiremos instaurar en España el poder soviético.
» Mera palabrería, para mostrar su fidelidad canina a los dirigentes de Moscú.
Todo esto se silencia ahora en las publicaciones comunistas y en los propios
artículos de Dolores Ibárruri, para ocultar el papel nefasto que entonces
desempeñaron. Refiriéndose a las Alianzas Obreras, creadas en Cataluña, Asturias
y Madrid, principalmente, como un intento sólido de oponer un valladar al
avance reaccionario, los comunistas escriben en Guerra y revolución: « El
Partido Comunista decidió de momento no ingresar en ellas. Pero el rápido
desarrollo de los acontecimientos le hizo reconsiderar su actitud…». Lo que se
callan es que durante meses y meses llevaron a cabo una desesperada lucha
contra las Alianzas Obreras. Mundo Obrero, el órgano comunista, escribía el 25
de julio de 1934: « En su origen, la creación de estas Alianzas entrañaba un
manifiesto propósito de escindir el movimiento antifascista. De la garantía que
ofrecen dichas Alianzas contra el fascismo podríamos remitirnos, a falta de
otros elementos, a su actividad en las últimas grandes luchas del proletariado
y de los campesinos. Su actuación ha sido simplemente negativa o simplemente
nula. » Y el 1 de agosto, el mismo periódico insistía: « Las Alianzas Obreras
son órganos fantasmas, creados a espaldas de las masas, entre los cuatro muros
de una secretaría y con el fin de impedir el verdadero frente único. » El
Partido Comunista sabía que cuanto decía no era cierto, que tales organismos no
eran un simple slogan de propaganda y que, por el contrario, se habían
convertido en un importante instrumento político de lucha; pero las combatían
sin tregua porque escapaban a su control y eran un rotundo mentís a toda su
política.
Esta posición absurda del Partido Comunista tenía que desazonar a algunos
de sus militantes, los cuales comprobaban día tras día la distancia que mediaba
entre la palabrería que se les obligaba a repetir cansinamente y la realidad
imperante. El Partido Socialista entraba en un periodo de lucha de tendencias,
como consecuencia de los flacos resultados obtenidos en su colaboración
gubernamental y asimismo de los acontecimientos que tuvieron por escenario
Austria, donde la socialdemocracia, hasta entonces poderosa, había sido barrida
por las armas. Sin embargo, el Partido Comunista, atado a su esquema político,
no percibía esa evolución. Mundo Obrero del 26 de julio insistía una vez más: «
Es el Partido Socialista quien, después de su desvergonzada colaboración
ministerial, nada más comenzó el periodo electoral, se presenta a las masas
como un partido revolucionario. [...] El Partido Socialista derrocha demagogia
para permitir que la burguesía vaya a la instauración de la dictadura fascista,
y por eso nosotros les llamamos socialfascistas. » José Antonio Balbontín
refirió en uno de sus libros los motivos de su ruptura con el Partido Comunista
(32): « Agotados mis recursos dialécticos frente a Medina [Codovila, el
delegado de Moscú] y sus cofrades, le pregunté un día concretamente si pensaba
que existía esperanza de que la Tercera Internacional rectificase en el futuro
su criterio sobre este punto, permitiéndonos pactar abiertamente con los jefes
socialistas y republicanos para combatir juntos a la reacción
monárquico-clerical, que se mostraba cada vez más pujante. Medina me aseguró
que no creía que existiese semejante posibilidad. [...] Medina no abrigaba ni
la más remota sospecha de que aquello pudiese tener efecto nunca; y como yo
creí que, en aquel punto al menos, Medina estaba bien informado, decidí darme
de baja en el Partido Comunista. » En la carta que envió a la prensa el 5 de
marzo de 1934 para justificar su actitud, Balbontín se explicaba así: « He sido
siempre y quiero ser hasta la muerte un hombre sincero, y como tal, debo
deciros que estoy en absoluto desacuerdo con vuestra táctica en este instante.
Después de la magnífica epopeya de los socialistas austríacos, me parece
terriblemente injusto, y a todas luces para la causa de la solidaridad
proletaria, seguir combatiendo al socialismo como si fuese un ala del fascismo.
» Ni Balbontín, ni los dirigentes comunistas españoles que entonces le cubrieron
de injurias, podían imaginarse que la Internacional Comunista estaba preparando
uno de sus clásicos cambios de táctica, un « viraje » más según su jerga
peculiar. Y así ocurrió. Largo Caballero refirió años después (33) : « Un
individuo llamado Medina -no creo que fuera ese su verdadero nombre- que
hablaba correctamente español, se hallaba en nuestro país, y era un agente de
la Tercera Internacional. A dicho Medina me lo presentó Margarita Nelken,
afiliada entonces al Partido Socialista, para hablarme de las Alianzas Obreras.
Pretendía que se le cambiase el nombre por otro -no recuerdo cuál- más en
armonía con el vocabulario ruso, a fin de facilitar la entrada en ellas a los
comunistas. Tuvimos una discusión de algunas horas. Al cabo, se convenció de
que no era oportuno ni práctico importar en España vocabularios exóticos. Al
día siguiente, la prensa comunista dio la noticia de que los elementos de su
partido habían acordado formar parte de las Alianzas Obreras. » Fue, pues,
Medina [Codovila], el que decidió, cumpliendo las órdenes recibidas de Moscú,
el súbito y sorprendente ingreso del Partido Comunista en las Alianzas Obreras,
sin contar claro está con los dirigentes comunistas españoles. Mintiendo una
vez más, la Historia del Partido Comunista de España presenta los hechos de la
manera siguiente: « El Partido Comunista, con gran sentido de responsabilidad,
aceptó participar en las Alianzas Obreras. Este acuerdo fue adoptado en la
reunión plenaria del Comité central celebrada los días 11 y 12 de septiembre de
1934. » Este cambio brusco debió dejar desconcertados a los dirigentes
comunistas españoles y a todos sus militantes. La prueba evidente de ello es
que, no obstante haber adoptado los días 11 y 12 de septiembre el ingreso en
dichas Alianzas, éste no tuvo lugar hasta el momento mismo de la huelga
insurreccional declarada el 4 de octubre. Casi un mes les costó olvidar lo que
habían despotricado contra las Alianzas Obreras y adoptar un nuevo lenguaje a
tenor de las circunstancias. Un escritor que durante la guerra civil fue
comunista o se mantuvo al menos muy próximo a ellos, Manuel D. Benavides,
escribió (34): « El 4 de octubre, público ya el rumor del alzamiento en armas,
se presentaron [en Asturias] a los miembros socialistas del Comité revolucionario
dos camaradas comunistas, y a los diez minutos de darse la consigna del
alzamiento, los comunistas ingresaron en el Comité. » Poco más o menos ocurrió
en otros lugares. No obstante, Dolores Ibárruri, en su artículo ya mencionado,
ofreció una nueva versión : « Nuestro Partido, comprendiendo toda la gravedad
de la situación que el Partido Socialista creaba con su infantilismo
revolucionario, después de haber sido el primer sostén de la política represiva
del gobierno republicano, decidió no quedar al margen de la insurrección
revolucionaria que preparaban los socialistas, sino participar en ella para
impedir en la medida de lo posible el aventurerismo y la transformación de la
lucha en un movimiento anarquizante. » Ni que decir tiene que esta versión no
corresponde a lo realmente sucedido.
A pesar de sus múltiples versiones, lo cierto es que el Partido Comunista
de España ingresó en las Alianzas Obreras súbitamente, por orden superior, sin
haber participado por tanto lo más mínimo en la preparación del movimiento de
octubre de 1934. Más esto no fue óbice para que luego se jactaran en Moscú de
haber sido los verdaderos promotores. La Comuna asturiana fue explotada
frenéticamente por los comunistas, que trataron de minimizar el papel jugado
por las otras organizaciones. Incluso adoptaron la actitud tartarinesca de
hacerse responsables únicos del movimiento de octubre. José Díaz proclamó en
Moscú, en la tribuna del Congreso de la Comintern: « Centenares de nuestros
mejores camaradas han caído defendiendo el pabellón soviético. » En ese VII
Congreso de la Internacional Comunista, celebrado en el verano de 1935 y que
tanta trascendencia tuvo para el movimiento comunista de todos los países,
puesto que señaló un cambio fundamental de táctica al decidirse por una
colaboración con los socialistas y con la pequeña burguesía en el seno de los
llamados Frentes Populares, la delegación española, fiel a las consignas del
pasado e ignorante de la nueva política que se preparaba en el Kremlin,
continuó entonando a destiempo su cantilena de la revolución soviética. Jesús
Hernández afirmó que lucharían por « derrocar la dominación burguesa e
instaurar el poder de los obreros y campesinos en España »; José Díaz, que en
un discurso pronunciado en el Monumental Cinema de Madrid, el 2 de junio, había
insistido en que « luchamos y lucharemos siempre por la realización de nuestro
programa máximo, por la implantación en España del Gobierno Obrero y Campesino,
por la dictadura del proletariado », repitió en Moscú poco más o menos lo
mismo; y Dolores Ibárruri no desmintió a sus compadres, añadiendo : « En el
momento en que da comienzo nuestro VII Congreso, que marca una etapa decisiva
en el desarrollo de la revolución mundial, nosotros dirigimos nuestro saludo
caluroso al camarada Stalin. » Nada de todo esto se halla ahora en las
publicaciones comunistas, ni en Guerra y revolución en España ni en la Historia
del Partido Comunista de España. Como a partir de ese VII Congreso tuvieron
-¡una vez más!- que adoptar una nueva política y un lenguaje nuevo, prefieren
callarse. No del todo, puesto que algo tenían que decir, pero lo han dicho
recurriendo a una falsificación más. Veamos : en Guerra y revolución en España
escriben que « el Partido Comunista, en el mitin celebrado en el Monumental Cinema
en junio de 1935, propuso solemnemente a todas las fuerzas obreras y
republicanas la creación del Frente Popular », remitiendo al lector a las
páginas 40 y 41 del libro Tres años de lucha, en el que se han compilado los
discursos de José Díaz; ahora bien, esas páginas corresponden, en efecto, a un
discurso de Díaz, pero pronunciado el 3 de noviembre y no en junio, como ahora
afirman. ¿No está clara la artimaña? Porque no cabe olvidar que entre junio y
noviembre tuvo lugar precisamente ese VII Congreso de la Internacional
Comunista que ordenó la creación de los Frentes Populares. A partir del mismo,
no obstante la evidente radicalización de la clase trabajadora española, los
comunistas proclaman que la revolución no es « socialista », sino « democrático-burguesa
», carácter éste que habían negado durante la fase democrática de 1931-1932. La
contradicción es notoria, pero la obligación primera y única de los comunistas
españoles era cumplir fielmente la política dictada desde Moscú. Abandonaron,
pues, las Alianzas Obreras para propagar el Frente Popular, encontrando
desde el primer instante el sostén indirecto de los partidos republicanos, los
cuales veían en la nueva política comunista una ocasión de ponerse nuevamente a
flote después del naufragio que habían sufrido; tampoco les faltó la simpatía
de Indalecio Prieto y los suyos, mejor dispuestos a establecer un Frente
Popular con los republicanos que a reforzar las Alianzas con los obreros. El
Partido Comunista de España pasó a ser más republicano que los republicanos,
más demócrata que los demócratas. Como señaló Maurín en el libro al que ya nos
hemos referido: « El Frente Popular fue un triunfo para el Partido Comunista
por varias razones: Primera, fue él quien lanzó la idea. Segunda, pasaba a
ocupar un primer plano en la política nacional. Tercera, relegaba a segundo
plano la Alianza Obrera, que detestaba. Cuarta, le curaba de su complejo de
inferioridad. Quinta, obtenía una representación parlamentaria que nunca
hubiese podido lograr en proporción a sus seguidores. Sexta, lograba un éxito,
el primero, en su ya larga carrera de fracasos y frustraciones. Séptima,
valorizaba su importancia ante Moscú. »
El Frente Popular fue un magnífico caballo de Troya para los comunistas,
puesto que gracias a él lograban introducirse en la vida política española.
Obtuvieron 16 diputados, no obstante contar entonces con 32 000 afiliados,
según afirmó -exagerando, como siempre- José Díaz en su discurso ante la
Asamblea de activistas celebrada en Madrid el 26 de enero de 1937. ¡Un diputado
por cada 2 000 afiliados! Tal vez menos, puesto que cuantos han escrito sobre
aquel periodo dan cifras más reducidas: menos de 20 000 militantes según Henri
Rabassaire, Peers, Borkenau, Mendizábal, Fischer y otros. (Empero, en La Correspondencia
Internacional del 27 de marzo de 1936, comentando el resultado de las
elecciones, José Díaz no tuvo reparos en escribir : « El número de diputados
correspondientes a los Partidos Socialista y Comunista, especialmente en lo que
se refiere a este último, no refleja, ni mucho menos, la influencia y la fuerza
verdaderas que tienen en el país »). En todo caso, el Partido Comunista
representaba bien poca cosa en el conjunto de la población obrera, en gran
parte agrupada en torno a la UGT y la CNT, que reunían varios millones de
asalariados. La progresión del Partido Comunista -32 000 militantes en enero,
60 000 en mayo y 100 000 en julio, según la Historia del Partido Comunista de
España- no se efectuó a expensas de las otras organizaciones obreras, sino
abriendo sus filas a sectores de la pequeña burguesía que veían en él a su
mejor representante merced a su política moderada, tendiente a perpetuar su
sostén a la República y su colaboración con los partidos republicanos. Incluso
el Partido Socialista, sobre todo su sector « caballerista », aparecía mucho
más a la izquierda que los comunistas, hasta el extremo que su prensa lanzó un
slogan burlón : « Para salvar a España del marxismo, vote comunista ». Desde
luego, su lenguaje revolucionario desapareció tanto en su prensa como en sus
actos públicos, interesados en presentarse como los mejores colaboradores y
sostenes de la República, si bien al mismo tiempo acentuaban sus posiciones
populacheras y demagógicas para atraerse a lo más atrasado de la población
española. En un discurso pronunciado en el Salón Guerrero de Madrid, poco antes
de las elecciones, el 9 de febrero, José Díaz no tuvo reparos en iniciar su
perorata con estas palabras inauditas (35): « Recibid un saludo en nombre del
Comité central del Partido Comunista de España, Camaradas que habéis llegado
andando por las carreteras para asistir al mitin, recibid también nuestro
saludo. Camaradas ciegos, recibid también el saludo del Comité central del
Partido Comunista de España. Os decimos que cuando podamos -y podremos y lo
haremos-cambiar el régimen en beneficio de la clase trabajadora y de las masas
populares, estoy seguro de que muchos de vosotros, camaradas ciegos,
recobraréis la vista gracias a la ciencia puesta al servicio del pueblo… » Los comunistas
prometían todo a todos, hasta la vista a los ciegos, al mismo tiempo que
trataban de mantener el Frente Popular, mero accidente electoral para todos los
demás, como base y sostén de una República gobernada por los partidos
republicanos. José Díaz afirmó (36) : « Con excepción del Partido Comunista, y
en parte -aunque no con toda la claridad que se precisa- del ala izquierda del
Partido Socialista, los dirigentes de todos los otros partidos que participan
en el Frente Popular [...] lo consideran como una coalición electoral y no
aspiran a otra cosa. » Efectivamente, así era. Los republicanos no aspiraban
más que a recuperar las riendas del gobierno; el deseo primero de la UGT, del
Partido Socialista y del POUM era cortar el paso a la reacción y obtener la
amnistía de los 30 000 presos políticos, contando también con el apoyo de las
masas anarcosindicalistas. Sólo los comunistas trataban de dar un carácter
orgánico y permanente al Frente Popular, en el que veían un magnífico
instrumento para sus designios políticos. No puede, pues, sorprender que José
Díaz añadiera: « Debemos luchar contra toda clase de manifestaciones de
impaciencia exagerada y contra todo intento de romper el Frente Popular
prematuramente. El Frente Popular debe continuar. Tenemos todavía mucho camino
que recorrer juntos con los republicanos de izquierda. »
Así pues, durante esos cinco meses trascendentales que preceden a la
guerra civil, los comunistas, al mismo tiempo que intensificaban su propaganda
populachera, acentuaban su franca orientación de sostén a los republicanos. En
Guerra y revolución en España lo reconocen merced a la siguiente declaración: «
La línea política del Partido Comunista de España era clara y concluyente:
apoyar al gobierno republicano sobre la base del cumplimento del programa del
Frente Popular.. » Que esta posibilidad de « desarrollo Sus esfuerzos se
orientaban a garantizar el desarrollo pacífico, parlamentario de la revolución
democrática pacífico » no existía lo sabían en España hasta las
piedras, de la misma manera que era evidente, como lo demostró palmariamente,
que el gobierno republicano no tenía el menor interés en ejecutar el endeble
programa del Frente Popular. Por lo demás, esa « revolución democrática » tuvo
su hora en 1931; mas en 1936 aparecía ya como imposible y harto superada dada
la radicalización de las masas trabajadoras. Bien se vio en las semanas y meses
que siguieron al 19 de julio. Y no obstante lo ocurrido, aún tratan los
comunistas de desvirtuar por completo el sentido de aquellas jornadas, durante
las cuales los trabajadores, sin siquiera aguardar las decisiones de sus
respectivas organizaciones, se lanzaron no sólo a luchar contra los militares
sublevados, sino asimismo y sobre todo a cambiar las tradicionales estructuras
económicas y políticas, conscientes intuitivamente de que la guerra y la
revolución eran inseparables. En Guerra y revolución en España -obra en la que
sus autores hablan mucho de la guerra y muy poco de la revolución- escriben
estas líneas asombrosas: « En esencia se trataba de un movimiento popular,
democrático, antifascista, nacional. Su objetivo principal era la defensa de la
República, de la libertad, de la soberanía… » Y como no pueden ocultar que los
obreros se hicieron dueños de las fábricas y los campesinos de las tierras,
ofrecen esta interpretación curiosa : « De esta forma, la lucha armada contra
la rebelión, la lucha política contra el fascismo, iba adquiriendo, por su
dinámica interna, una nueva dimensión en el terreno económico y social; se
traducía en profundos cambios revolucionarios, que liquidaban las
supervivencias feudales en el campo y ponían coto a la omnipotencia de la
oligarquía financiera. Ello daba a la resistencia del pueblo a la agresión
fascista y a la intervención extranjera el carácter de una guerra nacional
revolucionaria, como justamente fue caracterizada por el Partido Comunista de
España. » Ateníanse así, contra toda realidad, a las consignas impuestas por la
Internacional Comunista, es decir, por el propio Stalin, que no tenía el menor
interés en que se desarrollara y consolidara en España una revolución que por
mil motivos escaparía a su control y que además se oponía a sus planes de
entenderse con Francia y Gran Bretaña para establecer un frente meramente «
antifascista » dirigido contra la Alemania hitleriana. Lo comprendió muy bien
Azaña, el cual escribió en La velada de Benicarló: « Los comunistas vienen
diciendo que en España debe subsistir la república democrática parlamentaria.
Creo en su sinceridad porque tal es la consigna de Stalin. » El representante
de éste en España, Palmiro Togliatti, el « Alfredo » de la guerra civil
española, « Ercoli » en el secretariado de la Internacional Comunista, resumió
la política del Partido Comunista de España en su ensayo « Sulle particolarità
della revoluzione spagnola » (37) en el que desarrolló el tema de la «
particularidad de la revolución española » caracterizándola como « revolución
popular », « revolución nacional » y « revolución antifascista ». Más tarde,
como no les era fácil presentarse ante las masas como los defensores a ultranza
de la República democrática, los comunistas recurrieron a una nueva argucia.
Por ejemplo. Mundo Obrero del 3 de febrero de 1937 afirmaba que « nuestra
República es de un tipo especial, es una República democrática y parlamentaria
con un contenido social que no ha existido nunca anteriormente.»
Esta posición política tenía que chocar y chocó con la adoptada por las
otras organizaciones obreras, no sólo por la CNT y el POUM, sino por el Partido
Socialista. El diario Claridad, órgano de los caballeristas, publicó un
artículo de fondo el 22 de agosto de 1936 en el que afirmaba, refiriéndose a
los comunistas: « Algunos dicen por ahí: « Aplastemos primero al fascismo,
acabemos, victoriosamente la guerra, y luego habrá tiempo de hablar de
revolución y de hacerla si es necesaria ». Los que así se expresan no se
han percatado por lo visto del formidable movimiento dialéctico que nos
arrastra a todos. La guerra y la revolución son una misma cosa, aspectos de un
mismo fenómeno. No sólo no se excluyen o se estorban, sino que se completan y
ayudan. La guerra necesita de la revolución para su triunfo, del mismo modo que
la revolución ha necesitado de la guerra para plantearse. » No otra cosa
afirmaban día tras día la CNT y el POUM. El Partido Comunista de España, fiel a
las consignas que había recibido, se empeñaba en querer mantener en el poder al
gobierno presidido por el Sr. Giral, compuesto exclusivamente por republicanos,
que en aquellas circunstancias históricas no representaba en modo alguno las
fuerzas en lucha, ni reflejaba por tanto la situación reinante. Marty, el
comunista francés organizador luego de las Brigadas internacionales y al que
por motivos sobrados se le llamó luego « el carnicero de Albacete », escribió
(38) : « Cuando desde el primer día de la rebelión el Partido Comunista declaró
que la necesidad primordial era la defensa de la República democrática, muchos
altos jefes socialistas mantuvieron, por el contrario, que debía establecerse
inmediatamente una República socialista. » Se refiere, naturalmente, a Largo
Caballero. Sin embargo, éste no se proponía otra cosa, como luego pudo
comprobarse, que presidir un gobierno del que formaran parte socialistas y
comunistas, junto con los republicanos. César Falcón, redactor jefe entonces de
Mundo Obrero dejó escrito en uno de sus libros (39) : « El Partido Comunista
mantuvo una posición contraria a la de Largo Caballero. ¿Por qué cambiar el
gobierno cuando, en realidad, las circunstancias nacionales e internacionales
no eran oportunas, por varios motivos, para la participación de socialistas y
comunistas en el poder? » Los motivos se los calló, aunque son fáciles de
adivinar. Se trataba, ni más ni menos, que de ocultar al mundo la realidad
española y de desfigurar dentro de España el verdadero carácter de la
revolución. Si finalmente los comunistas aceptaron la actitud de Caballero fue
a regañadientes, puesto que les era imposible oponerse a ella de manera
terminante sin correr el riesgo de aislarse. Refiriéndose al gobierno presidido
por el Sr. Giral, los comunistas escribieron treinta años más tarde estas
líneas inusitadas (40) : « El mérito histórico del gobierno Giral es que supo
aceptar y tomar acto de las nuevas realidades político-sociales que estaban
surgiendo en España. Pese a que en el gobierno no figuraba ni un solo
representante de la clase obrera, éste adoptó una serie de medidas jurídicas
que legalizaban situaciones de hecho creadas por las masas… » En efecto, dicho
gobierno se limitó a registrar sobre el papel lo consumado en la calle, a
aceptar una situación de hecho contra la cual nada podía hacer. Azaña lo
explicó en La velada de Benicarló: « La obra revolucionaria comenzó bajo un
gobierno republicano que no quería, ni podía patrocinarla. Los excesos
comenzaron a salir a la luz ante los ojos estupefactos de los ministros.
Recíprocamente al propósito de la revolución, el del gobierno no podía ser más
que adoptarle o reprimirle. Es dudoso que contara con fuerzas para ello. Seguro
estoy de que no las tenía. » Y como no las tenía, aunque estaba en contra de
aquellos « excesos » -delicado eufemismo azañista para caracterizar lo ocurrido
entonces- no tuvo más remedio que « legalizarlos », actitud que el Partido
Comunista de España considera, como acabamos de ver, como un « mérito histórico
». Por si fuera poco, aún agregaron los autores de Guerra y revolución en
España: « El gobierno Giral, pese a sus limitaciones, llevó a cabo
realizaciones revolucionarias que hasta entonces no había hecho ningún otro
gobierno burgués en España. Y acerca de él sólo puede hablarse con respeto y
admiración. » Tartufo fue un modelo de veracidad y franqueza al lado de estos
abnegados aparatchiks.
La constitución del gobierno Largo Caballero, el 4 de septiembre de 1936,
del que los comunistas se apresuraron a formar parte no obstante haberse
opuesto al menor cambio ministerial, señala sin duda alguna un progreso, un
paso adelante respecto al anterior presidido por el Sr. Giral; pero al mismo
tiempo significa la reconstitución del viejo aparato estatal, que en lo
sucesivo supondría un freno al desarrollo de la revolución. De todas formas, el
acto capital, el que acarrearía las más fatales consecuencias, fue sin la menor
duda su decisión de recurrir a la ayuda rusa. ¿Fue un acto unánime del
gobierno? ¿Fue impuesto por Largo Caballero? Falta la debida documentación para
poder saber a qué atenerse y posiblemente no lo sabremos jamás, puesto que los
principales actores han preferido callarse y los archivos del Kremlin está vedados
a los historiadores. (41) Quizá los oídos de Largo Caballero se habrán
agudizado entonces ante las insinuaciones repetidas del embajador soviético, de
los « consejeros » rusos que ya comenzaban a pulular en torno al gobierno
republicano y de los Alvarez del Vayo interesados en abrir el camino a los
comunistas, insinuaciones sobre la posibilidad inmediata de recibir una ayuda
desinteresada y masiva en armamento. Pudiera ser asimismo que los republicanos,
asustados ante el empuje revolucionario, hayan creído encontrar un cobijo en la
colaboración con los comunistas, sin comprender que así se ponían una soga al
cuello. Esa ayuda -palabra que en lo sucesivo habrá que escribir entre
comillas- acarreó no sólo la pérdida de gran parte del oro de que se disponía,
sino asimismo el dejar el camino expedito al Partido Comunista de España, que
poco a poco fue ocupando los puestos más importantes, haciéndose con los mandos
militares y convirtiéndose en la organización política principal del punto de
vista de los efectivos. Véanse las cifras: 30 000 militantes en febrero de
1936, 100 000 en agosto, 250 000 a comienzos de 1937, 300 000 -más los 65 000
del PSUC- en junio. Son sus propias cifras, quizá algo abultadas pero que
muestran en todo caso su progresión y que hicieron decir a José Díaz en el
Pleno celebrado en Valencia en noviembre de 1937: « el crecimiento de nuestro
Partido ha sido más rápido de lo que nosotros podíamos esperar ». ¿A qué se
debía este fenómeno? Las causas son evidentes: en el Partido Comunista de
España y en su filial catalana, el PSUC, buscaron cobijo todos cuantos temían
el desarrollo de la revolución, los arrivistas de toda especie que ambicionaban
los puestos oficiales, los militares que aspiraban a ascensos y honores, etc.,
amén de las legiones de campesinos sin la menor preparación política que se
encontraban en las unidades militares mandadas por comunistas. Abundan los
testimonios. Escribe Claudín en su mentado libro: « A las filas del PCE acuden
numerosos elementos pequeño burgueses, atraídos por el renombre que adquiere el
partido de defensor del orden, de la legalidad y de la pequeña propiedad. »
Prieto, en el prólogo a su folleto Cómo y por qué salí del Ministerio de
Defensa nacional, señala: « Hoy me limito a registrar el hecho de que en 1936
el comunismo español era una fuerza insignificante, que creció prodigiosamente
durante la guerra. [...] ¿Cómo pudo ocurrir tal fenómeno? Por un sistema de
coacciones, graduadas entre el provecho personal para quien se sometía y el
asesinato para quien se rebelaba…» Ramos Oliveira comenta (42): « La clase
media republicana, sorprendida por el tono moderado de la propaganda comunista
[...] afluyó en gran número a incrementar sus filas. Los oficiales del ejército
y los funcionarios que nunca habían hojeado un folleto de propaganda marxista,
se hicieron comunistas, algunos por cálculo, otros por debilidad moral, otros
inspirados por el entusiasmo que animaba dicha organización. » Más elocuente
todavía es el testimonio del poeta catalán José Agustín Goytisolo, el cual
confesó (43) que su padre « era más bien de derechas pero entró en el PSUC para
defenderse contra los anarquistas que querían apoderarse de la fábrica en la
que trabajaba como ingeniero. »
Cabe afirmar, en honor a la verdad, que los comunistas no encontraron
grandes obstáculos en su marcha ascendente hacia el establecimiento de su
hegemonía total. Comenzaron por conquistar los principales mandos militares y
los puestos civiles de poder decisivo, hasta convertirse de hecho en la fuerza
política que podía hacer y deshacer según sus propósitos. Ensalzaron a Largo
Caballero -« el Lenin español »- mientras lo consideraron necesario, esperando
además ganarlo a su causa; lo mismo hicieron más tarde con Indalecio Prieto,
del que se sirvieron -por acción o por omisión- para desbancar al anterior. Las
crisis de los gobiernos de la República y de la Generalidad fueron siempre obra
de los comunistas, merced a las cuales fueron ganando posiciones. ¿Cómo fue
posible? El Partido Comunista contó en casi todas las otras organizaciones con
hombres de paja, que le servían fielmente por ambición o por cobardía. No poca
miopía e incapacidad existió en otros dirigentes socialistas y anarquistas, que
a veces gritaban y hasta amenazaban, pero que terminaron siempre por plegarse
de una u otra manera a los designios de los comunistas. El chantaje de que ante
todo había que ganar la guerra lo practicaron estos últimos con un arte
consumado. Produce asombro y al mismo tiempo pena leer algunos documentos de
aquella época, por ejemplo, el firmado a comienzos de enero de 1937 por la CNT
y el Partido Comunista, en el que se hacía un llamamiento para poner fin a las
discrepancias que se producían en todas partes entre comunistas y anarquistas.
¡Y ese documento se firmó pocos días después de haber anunciado triunfalmente
el diario moscovita Pravda que en España había comenzado «la limpieza de los
elementos anarquistas y poumistas »! Asimismo ya habían iniciado los comunistas
su campaña contra las socializaciones, contra las colectividades, contra los
comités, contra los tribunales populares, contra los « incontrolados », en
suma, principalmente contra la CNT y los anarquistas. Sin embargo, la dirección
confederal se prestó a esa maniobra del Partido Comunista, como se prestó inconscientemente
a muchas otras, sin que esa política de perpetuas concesiones sirviera de algo,
puesto que los ataques continuaron. Así, la CNT se encontró en todo momento
atada de pies y manos, sin política propia y en todo momento a remolque de los
acontecimientos. José Peirats lo reconoce sin tapujos (44): « La CNT fue en
todas las etapas de la lucha española la víctima propiciatoria de las maniobras
políticas. » ¿Por qué? Según este autor, « por falta de tacto político y hasta
por ausencia de política alguna ». Del propio Peirats son estas líneas (45): «
Como resumen de todo lo expuesto, puede deducirse que la CNT acababa de darse
cuenta de que en la lucha por la conquista de la pequeña burguesía había
perdido la batalla. En su error, que se remonta a los primeros momentos de la
revolución, al instante preciso en que optó por la colaboración ante el
presidente Companys, la CNT se había deslizado por una pendiente ininterrumpida
de concesiones. Sortear esta fatalidad era difícil. Tenía que librar la batalla
en un terreno ajeno completamente al suyo y contra el sentir de la base
confederal y anarquista, que a regañadientes y arrastrando los pies dejábase
empujar por comités, consejeros y ministros a los viscosos y resbaladizos
vericuetos de la política. La CNT, heroica e inexpugnable en el sindicato, en
la fábrica y en la vía pública, era completamente vulnerable en los salones y
pasillos ministeriales. Sus propios representantes en ambos gobiernos no
dejaban de clavarle banderillas. » Dado este estado de espíritu, resultaba
lógico que la dirección de la CNT no comprendiese el verdadero carácter de la
lucha emprendida por el Partido Comunista y su sección catalana, el PSUC,
contra el POUM, en la que sólo veían una simple pugna « entre dos sectores
marxistas ». Lo comprendió en cambio el anarquista italiano Camilo Berneri, el
cual escribió el 1 de mayo de 1937, en el periódico de Nueva York Adunata dei
Refrattari, un artículo titulado « Nosotros y el POUM », en el cual afirmaba: «
Cabe decir bien alto que aquel que insulte y calumnie al POUM y pida su
supresión, es un saboteador de la lucha antifascista que no hay que tolerar. »
No fue casual, ni mucho menos, que Berneri fuese asesinado en Barcelona por los
comunistas, poco después de las jornadas de mayo. Este ininterrumpido
encumbramiento de los comunistas -sin reparar en medios, como hemos visto-
provocó en ellos una especie de euforia, de satisfacción y ambición
incontenibles. Se les antojaba que las posiciones que habían conquistado
gracias a la intervención soviética eran, nada menos, que consecuencia natural
de lo acertado de su política en años anteriores. En el informe presentado en
el Pleno del Comité central reunido en Valencia los días 5 a 8 de marzo de
1937, José Díaz insistió en que « teníamos razón hace seis años, hace cinco,
hace tres, hace uno, y también tenemos razón hoy ». Es decir, que frente a toda
evidencia José Díaz insiste en que el Partido Comunista de España tuvo
posiciones políticas justas en 1931, en 1932, en 1934, en 1936 y en 1937. Si así
fuese, ¿cómo explicar todos sus cambios de política y el reemplazamiento de una
dirección por otra? ¿Acertaron, por ejemplo, cuando en 1931 los
comunistas gritaban « ¡Abajo la República y viva los soviets!»? ¿Tenían acaso
razón cuando en 1932 motejaban a los socialistas de socialfascistas? ¿La
tenían en 1934 al oponerse a las Alianzas Obreras? ¿Atinaron tal vez
cuando dos meses antes de producirse la guerra civil proclamaban que « la
reacción fascista ha sido derrotada por el impulso del pueblo laborioso »? ¿Y
qué decir de su insistencia en afirmar, a partir del 19 de julio, que la
lucha iniciada lo era entre el fascismo y la democracia republicana?
Ellos mismos han escrito años después lo contrario de esa orgullosa afirmación
de José Díaz. En Guerra y revolución en España reconocieron que en 1931
cometieron « el error infantil de propugnar una república soviética,
olvidándose del carácter democrático-burgués de aquella revolución »; en 1932,
ante las tonterías que habían cometido, viéronse obligados a cambiar la
dirección del partido; en 1934, tras haber atacado virulentemente a las
Alianzas Obreras se apresuraron a ingresar en las mismas. Y así sucesivamente.
Se diría que los comunistas escriben para ciegos y hablan para sordos. Otro
ejemplo de la consecuencia del Partido Comunista: en el Pleno a que nos hemos
referido anteriormente, José Díaz ataco al POUM porque La Batalla del 30 de
noviembre de 1936 había afirmado que el Parlamento estaba superado, «
coincidencia perfecta, absoluta, con los fascistas », según el orador; pues
bien sólo unos meses después, en otro Pleno del Comité central reunido del 13
al 16 de noviembre, el mismo José Díaz dijo que « el Parlamento actual fue
elegido en una época en que el gobierno de la reacción estaba en el poder », por
lo que « no reflejaba, exactamente, todos los cambios que se han producido en
las relaciones de clase en el país durante el periodo de la guerra civil ». Y
en su afán de controlarlo todo, de dirigirlo todo, de imponerse en todas
partes, los comunistas lanzaron entonces la idea de una convocatoria electoral,
en plena guerra, para elegir nuevas representaciones en el Parlamento, en los
Consejos provinciales y en los Ayuntamientos. Consideraban que había llegado el
momento de apoderarse de todos los resortes del poder, pequeños y grandes.
Ahora bien, mientras parte de ellos quería mantener las apariencias
democráticas, sirviéndose de una consulta electoral, otros preconizaban la toma
del poder directa. En dicho Pleno José Díaz reconoció que en su partido existía
« el peligro de que los éxitos y el crecimiento del Partido Comunista hagan
perder la cabeza a algunos camaradas », según los cuales « el Partido Comunista
debería, fatalmente, en la etapa actual de la revolución, enfrentarse con todas
las otras fuerzas políticas de nuestro país »; el orador tuvo, pues, que llamar
la atención « de todos los camaradas sobre la posibilidad de que se manifiesten
en nuestro Partido hoy, en una situación grave, difícil, complicada, ciertas
impaciencias »; Santiago Carrillo, en una entrevista concedida al diario
parisiense Le Monde (4 de noviembre de 1970) declaró: « Durante la guerra
civil, el Partido Comunista pudo tomar el poder, pues tenía las mejores
unidades militares, los blindados la aviación… » A decir verdad, no tuvo necesidad
de conquistarlo militarmente, puesto que lo logró a partir de la liquidación
política de Largo Caballero y la elevación a la jefatura del gobierno del Dr.
Negrín. A la Unión Soviética le interesaba que se mantuviesen en España las
apariencias democráticas, de cara sobre todo al extranjero. El historiador
Burnett Bolloten resumió incomparablemente la política del Partido Comunista de
España mediante el título en inglés de su libro: The Grand Camouflage.
Los
acontecimientos de mayo y sus repercusiones
Los acontecimientos de mayo de 1937, acaecidos principalmente en
Barcelona, son capitales en el estudio de la revolución española. Representan
la explosión violenta de una crisis política grave, provocada por la ambición
hegemónica de los comunistas y la resistencia casi desesperada a la misma de
los trabajadores catalanes, que una vez más, como en julio de 1936,
prescindieron de los aparatos dirigentes sindicales y políticos para lanzarse a
la calle en defensa de sus libertades. El incidente de la Telefónica, provocado
o no conscientemente por los hombres del PSUC y los agentes de Moscú que los
manejaban, fue el chispazo que desencadenó aquel movimiento armado, en el que
se expresó una vez más el espontaneísmo de las masas. No existió preparación alguna,
ni obedeció a los designios de tal o cual organización: la CNT no lo quería, la
FAI tampoco, el grupo « Los amigos de Durruti » no era capaz de llevarlo a cabo
aunque lo quisiera y el POUM no podía tener el menor interés, dada su situación
minoritaria, en buscar un enfrentamiento armado de aquella naturaleza. La tesis
de que los sucesos de Barcelona fueron inspirados por los agentes franquistas,
a la cual suscribieron apresuradamente los comunistas, no merece la menor
atención por absurda, sobre todo a estas alturas (46). ¿Fue acaso, como
escribió el anarquista Diego Abad de Santillán (47), una provocación de origen
internacional en la que también figuraban los comunistas? ¿La provocación
partió tal vez de la Conserjería de Gobernación de la Generalidad de Cataluña,
de acuerdo con el PSUC, como lo afirma otro anarquista, Ricardo Sanz (48)? ¿Se
debió, como insinuó Azaña (49), a meras disputas por el mando y a las
consiguientes rivalidades entre partidos y sindicales? ¿Se desconocen en
realidad las causas y propósitos de dicho movimiento, según asegura James Joll
(50)? ¿Representó, como cree Manuel Cruells (51), el encuentro violento y
sangriento de dos concepciones ideológicas diferentes, el comunismo y el
anarquismo? En todo caso, tiene razón Burnett Bolloten, al sostener (52) que
las circunstancias que rodearon los hechos de mayo no han sido todavía
analizadas plenamente. Por nuestra parte consideramos, hoy como ayer, que fue
un movimiento espontáneo en el que confluyeron la ambición hegemónica de los comunistas,
el resentimiento de los catalanistas, la desazón de los anarquistas, la
inquietud de los poumistas y, sobre todo, la indignación de las masas
populares, frustradas en sus esperanzas. El historiador Gabriel Jackson analizó
así la situación de aquellos días (53) : « Entre el proletariado, el ingenuo
optimismo de las conquistas revolucionarias del agosto anterior dio paso al
resentimiento, como si hubieran sido engañados en algo. El costo de la vida se
había duplicado desde el 18 de julio, mientras que los salarios habían
aumentado sólo un 15 por ciento. Las mujeres se pasaban horas y horas haciendo
cola para comprar pan, y la policía era tan brutal con los que se quejaban como
en los tiempos de la Monarquía. »
Empero, si bien la situación económica no tenía nada de boyante -en casi
todos los hogares se hacían sentir las dificultades de abastecimiento-, el
motivo principal del descontento era eminentemente político. Como ya hemos
dicho y repetido, el afán hegemónico del Partido Comunista y de su sección
catalana, el PSUC chocaba con el verdadero sentimiento de las masas
trabajadoras. Azaña comenta en sus « Memorias políticas y de guerra » (54) una
conversación que tuvo con Tarradellas, miembro del gobierno de la Generalidad :
« La razón del malestar y de las peleas es según Tarradellas, la política
invasora y absorbente de los comunistas, a través del PSUC, en cuya
representación está Comorera en el gobierno. « Los comunistas no son nadie en
Cataluña, no tienen nada que hacer allí. » Sin embargo, aspiran a dominar. Se
presentan como republicanos y demócratas, pero van a lo suyo. Se teme que se
implante en Cataluña una dictadura militar comunista. « ¡Pero hombre! »… « Sí,
señor Presidente. Se han dado consignas… » « ¿Qué consignas? ¿Quién las ha
dado? » « En nuestras discusiones, Comorera nos ha dicho que hemos de pasar por
lo que ellos quieran, o de lo contrario se nombrará un gobernador general en
Cataluña y se suprimirá la Generalidad.» (Recuerdo que Comorera era partidario
de implantar el estado de guerra.) Muy naturalmente, ese hilo le lleva a hablar
de lo que han hecho los jefes militares asistiendo al mitin del PSUC. » Lo
evidente es que la política absorbente de los comunistas no sólo tenía que
irritar a las otras organizaciones obreras, sino que les intranquilizaba
asimismo respecto al porvenir. Adivinaban lo que les ocurriría tras una
victoria de los franquistas, mas presentían que su destino no sería mucho mejor
caso de que la guerra la ganara una República mediatizada por el Partido
Comunista. Fernando Claudín escribió en su libro ya varias veces citado: « Y el
terror desencadenado por Stalin contra las oposiciones dentro de la URSS vino a
sumarse a las motivaciones propiamente españolas para llevar esa inquietud al
colmo. El terror estalinista aparecía ante caballeristas, anarcosindicalistas y
poumistas como la prefiguración de lo que les esperaba en caso de un final
victorioso de la guerra civil con hegemonía comunista. Y la posición que
inmediatamente había adoptado el Partido Comunista de España no era como para
tranquilizarles. En perfecta sincronización con los « procesos de Moscú »
reclamaba, en efecto, el exterminio del POUM, y acusaba de enemigos de la Unión
Soviética, de cómplices del fascismo, a los caballeristas y anarcosindicalistas
que denunciaban los crímenes de Stalin. » La campaña de los comunistas contra
los que resistían a su dominación, principalmente contra los hombres del POUM,
alcanzó en 1937 límites hasta entonces casi insospechados. Su prensa no sólo
calumniaba sin la menor cortapisa, sino que ignominiosamente pedía el
exterminio físico de los militantes poumistas. Frente Rojo del 6 de febrero
-entre otros- se expresaba así : « La canalla del POUM, desenmascarada en los
cueros vivos de su infamia ante los trabajadores, se revuelve ahora con la
desesperación de quien se ve descubierto y acusado, en el término de la postura
falsa a que pudo conducirle una campaña meditadamente demagógica, dirigida al
sólido muro de la unidad antifascista, con la perseverancia y la intención que
sus amos extranjeros le dictan. Nosotros hemos venido acusándoles
consecuentemente, demostrando su aventurerismo, señalándoles como un grupo de
la facción organizado a nuestra espalda. No se trata de disensión ideológica ni
siquiera repugnancia física hacia una partida de traidores, sino de algo más
profundo y más vasto. Se trata de la distancia que puede haber entre quienes
figuramos a la vanguardia de los intereses de nuestro pueblo y los esbirros de
la Gestapo. Se trata de la punta de bandidos que el fascismo ha dejado todavía
entre nosotros. » Ni más ni menos. José Díaz no se quedaba atrás en esta
especie de emulación denunciatoria, que servía para medir la fidelidad a la
URSS y la supeditación a sus representantes en España. En su informe ante el
Pleno del Comité central, celebrado en marzo de 1937, criticó a socialistas y
anarquistas -« con los republicanos, nuestras relaciones son buenas »- pero al
tratar del POUM afirmó que no había que considerarlo como una fracción del
movimiento obrero (55) : « Se trata de un grupo sin principios, de
contrarrevolucionarios clasificados como agentes del fascismo internacional. »
Los comunistas se esforzaban, pues, en crear un ambiente de Pogrom contra
el POUM que les facilitara luego la represión física. Consideraron que los
hechos de mayo les ofrecía esa posibilidad. Ahora bien, sabían también que la
represión no podrían desencadenarla mientras estuviera a la cabeza del gobierno
Largo Caballero. El 11 de mayo, el periódico Adelante de Valencia, portavoz de
los caballeristas, escribió : « Si el gobierno aplicase las medidas de
represión a que incita la sección extranjera del Komintern, obraría como un
gobierno Gil Robles o Lerroux, destruiría la unidad de la clase obrera y nos expondría
al peligro de perder la guerra y de minar la revolución. [...] Un gobierno
compuesto en su mayoría de representantes del movimiento obrero no puede
utilizar los métodos que son atributo de gobiernos reaccionarios y de tendencia
fascista. » Había, por tanto que eliminar previamente a Largo Caballero. He
aquí la versión que dio este en un discurso que logró pronunciar en octubre de
1937 -el gobierno del Dr. Negrín le prohibió luego participar en actos
públicos-, discurso publicado en folleto (56) : El 15 de mayo se reunió el
gobierno y los dos ministros comunistas, Jesús Hernández y Vicente Uribe,
pidieron la disolución del POUM en términos vigorosos, a lo cual se negó Largo
Caballero, afirmando que él no disolvería ningún partido ni sindicato, ya que
no había entrado en el gobierno para servir los intereses políticos de ninguna
de las fracciones representadas en el mismo y que los tribunales decidirían si
una organización determinada debía o no ser disuelta. Idéntica versión dio Juan
Peiró (57) y otros ministros de aquel gobierno. Todos los historiadores
coinciden en señalar que la crisis gubernamental la provocó deliberadamente el
Partido Comunista, para desembarazarse de Largo Caballero y colocar En su lugar
a otro más dóci1 que consintiese en acabar con el POUM. José Díaz no tuvo
inconveniente en proclamarlo públicamente, al afirmar (58) que en « la caída
del gobierno Largo Caballero [...] nuestro partido, como todos conocen, ha
jugado efectivamente un papel de primer orden ». Logrado este primer objetivo,
con el Dr. Negrín en la jefatura del gobierno, el Partido Comunista pudo pasar
a la segunda fase de sus planes. Hugh Thomas, escribió (59) : « A mediados de
junio [1937] los comunistas consideraron que su posición era lo suficiente
fuerte como para permitirles llevar a cabo el ataque final. » Elena de la
Souchère hizo el comentario siguiente (60): « La embajada rusa y los comunistas
desencadenaron a mediados de junio una operación punitiva contra sus
adversarios del POUM. El gobierno, que se había apoyado en el Partido Comunista
para acabar con los poderes extralegales, no sólo se vio obligado a tolerar que
una organización comunista, que tenía sus ejecutantes y sus cárceles
clandestinas, operase en las calles de Barcelona por cuenta de la embajada rusa,
sino que tuvo que decretar la disolución del POUM y « oficializar » así la
vasta purga llevada a cabo por los « estalinianos » contra los cuadros de ese
partido. » Uno de los representantes del Kremlin que deambulaba por España
presentándose como simple periodista, Mijail Koltsov, ofreció esta versión,
harto novelesca (61): « La policía republicana ha vacilado largo tiempo,
indecisa [...]; por fin no ha aguantado más y ha comenzado a eliminar los nidos
más importantes del POUM, deteniendo a los cabecillas [...]. En el hotelito en
que se hallaba instalado el Comité central del POUM se han encontrado muchos
valores y ocho millones de pesetas en moneda. (En Barcelona, durante todo el
último mes, la población ha sufrido por la falta de moneda para los cambios.)
En los edificios requisados, se han izado banderas republicanas. El público se
reúne ante estas banderas y aplaude. En la detención de los trotsquistas, ha
insistido sobre todo la policía madrileña. En ella trabajan socialistas,
republicanos y sin partido que, hasta ahora, consideraban la lucha contra el
trotsquismo asunto particular de los comunistas; de pronto se ha encontrado con
tales actos de los poumistas que les han revuelto las entrañas. » Ni que decir
tiene que esta prosa florida estaba destinada a los lectores de Pravda. Años
después, Ilya Ehrenburg, refiriéndose a Koltsov, dijo (62): «Un historiador
difícilmente podrá fiarse de sus artículos e incluso de su Diario de España. »
Lo mismo habrá que decir, claro está, de los escritos de Ehrenburg (63), George
Orwell -el conocido autor de 1984, Rebelión en la granja y otras notables
obras-, que formó parte de las milicias del POUM en el frente aragonés,
escribió estas líneas atinadas (64): « Decían de nosotros que éramos
trotskistas, fascistas, traidores, asesinos, cobardes, espías, etc. Admito que
no resultaba agradable, en especial cuando uno pensaba en algunas de las
personas responsables de esa campaña. No era muy bonito ver a un muchacho
español de quince años transportado en una camilla, con el rostro pálido y
asombrado asomando sobre las frazadas, y pensar en los astutos señores que en
Londres y París escriben panfletos para demostrar que ese muchacho es un
fascista disfrazado. Uno de los rasgos más asquerosos de la guerra es que toda
la propaganda bélica, todos los gritos y mentiras y el odio, provienen siempre
de quienes no luchan. Los milicianos del PSUC a quienes conocí en el frente,
los comunistas de la Brigada Internacional con quienes me encontraba de tiempo
en tiempo, nunca me llamaron trotsquista ni traidor; dejaban ese tipo de cosas
para los periódicos de la retaguardia. Los individuos que escribían panfletos
contra nosotros y nos insultaban en los periódicos permanecían seguros en sus
casas, o, en el peor de los casos, en las oficinas periodísticas de Valencia, a
cientos de kilómetros de las balas y el barro. » A esa clase de panfletos que
denunció Orwell pertenece Espionaje en España, publicado simultáneamente en
varias lenguas, cuya edición castellana lleva un prólogo de José Bergamín,
escritor católico que se ha creído siempre un genio de primera categoría cuando
en realidad jamás pasó de ser un necio de segunda, el cual no dudó en escribir esto:
« El POUM se revela como un instrumento eficaz que el fascismo empleaba en el
interior del territorio republicano [...]. Una organización de espionaje y de
colaboración con el enemigo [...] parte integrante de la organización fascista
en España. » Como autor de ese panfleto aparece el nombre de Max Riegel. ¿Quién
es? Misterio. ¿En qué lengua fue escrito el libro? Misterio también. Como
traductor al castellano aparece Arturo Perucho, director -¿qué casualidad!- de
Treball, órgano del PSUC y ex redactor -¡qué nueva casualidad!- de El Imparcial
de Madrid, en los tiempos en que era propiedad del multimillonario Juan March y
llevaba a cabo una furiosa campaña contra la República. Digamos, para terminar,
que el texto de Espionaje en España coincide en forma tal con las conclusiones
provisionales establecidas por el fiscal que intervino en el proceso contra el
POUM, que cabe afirmar que el acta de acusación fue redactada por « Max Riegel
» o bien que el libro en cuestión es obra de dicho fiscal. Aunque lo más
probable es que ambos sean fruto de la pluma de uno de los escribas de la
antigua GPU, es decir, la NKVD, la policía secreta rusa.
Tales fueron, pues, las repercusiones inmediatas de los acontecimientos
de mayo. Sin embargo no cabe duda de que aquel movimento, bien encauzado y
dirigido, sostenido incondicionalmente por la CNT, pudo haber cambiado la
situación política y ofrecer un nuevo curso. Pero no fue así. Los dirigentes
confederales se apresuraron inexplicablemente a facilitar la liquidación de las
jornadas de mayo, sin contrapartida alguna. Lo confesó luego, arrepentido,
Diego Abad de Santillán (65): « Nos acusamos de haber sido la causa principal
de la suspensión de la lucha. No con orgullo, sino con arrepentimiento, porque
a medida que fuimos paralizando el fuego por parte de los nuestros, hemos visto
redoblar las provocaciones de los escasos focos de resistencia comunistas y
republicanos catalanes. [...] Era hora todavía de oponerse a ese desenlace y de
dejar las cosas mejor situadas. No nos faltaba la fuerza material. Estábamos en
condiciones de devolver a Valencia al general Pozas y su escolta con nuestro
rechazo de su nombramiento, y estábamos a tiempo para detener las columnas, de
fuerzas de asalto y de carabineros, que llegaban con el coronel Torres. Pero
nos faltaba confianza en los que se habían erigido en representantes de nuestro
movimiento; no teníamos un núcleo de hombres de solvencia y de prestigio a
quien echar mano, para respaldar cualquier actitud de emergencia. [...] Por
disgustados que estuviésemos al ver la conducta de los compañeros propios que
hacían funciones de dirigentes, no era posible cruzarnos de brazos. Nos
reunimos en un primer cambio de impresiones con el secretario general de la
CNT, Mariano R. Vázquez, y con García Oliver. De esas primeras impresiones,
después de lo acontecido, dependía la actitud a seguir. Expusimos nuestro
juicio sobre los sucesos de mayo; habían sido una provocación de origen
internacional y nuestra gente fue miserablemente llevada a la lucha; pero una
vez en la calle, nuestro error ha consistido el paralizar el fuego sin haber
resuelto los problemas pendientes. Por nuestra parte estábamos arrepentidos de
los hechos y creíamos que aún era hora de recuperar las posiciones perdidas.
Fue imposible llegar a un acuerdo. Se replicó que habíamos hecho perfectamente
al paralizar el fuego y que no había nada que hacer, sino esperar los
acontecimientos y adaptarnos lo mejor posible a ellos. Entonces nos sentimos
doblemente vencidos. » Y añade Santillán : « Estos dirigentes [Cenetistas], en
pugna con el espíritu, los intereses y las aspiraciones de la masa obrera y
combatientes, después de haber hecho pública su adhesión a la política de Largo
Caballero, fueron a comunicar a Prieto que estaban con él y cuando, a pesar de
ese apoyo, cayó también Prieto del gobierno, se ligaron con Negrín hasta más
allá de la derrota. » Por desgracia así fue. Según José Peirats, como
consecuencia de los hechos de mayo «la CNT encajó la primera y más grave de sus
crisis por falta de tacto político y hasta por ausencia de política alguna (66)
». Y continúa: « Y lo más trágico para ella fue esa situación confusa de no
poder hacer política ni querer dejar de hacerla. El resultado fue siempre una
falta de agilidad en las resoluciones, casi siempre tardías. En la mayoría de
los casos predominaba la confusión y la duda. El constante recurso a la lealtad
antifascista, al sacrificio y a la transigencia, era el mejor exponente de su
impotencia política. » No cabe duda, a la luz de toda su actuación durante la
guerra civil, que los dirigentes confederales, tras toda una vida entregada al apoliticismo,
se pusieron alegremente no a hacer política, sino a jugar a la política. En
este juego, como neófitos, estaban ineluctablemente condenados a perder.
Perdieron, arrastrando en su pérdida a toda la clase trabajadora española.
Negrín remplazó, pues, a Largo Caballero a la cabeza del gobierno. Negrín
ya había mostrado su fidelidad a Moscú meses antes, cuando se las arregló para
que el oro del Banco de España fuese depositado -mejor dicho, entregado- en la
Unión Soviética, arrojando así la República en los brazos de los rusos. La
siguió mostrando en la jefatura del gobierno, puesto que se apresuró a dar
satisfacción a los comunistas iniciando o permitiendo una brutal represión
contra el POUM, que culminó con el asesinato de Andrés Nin. A este respecto,
cabe reproducir las nobles palabras de Fernando Claudín, que figuran en su
libro varias veces mencionado: « Agregamos, por nuestra parte, que la represión
contra el POUM, y en particular el odioso asesinato de Andrés Nin, es la página
más negra en la historia del Partido Comunista de España, que se hizo cómplice
del crimen cometido por los servicios secretos de Stalin. Los comunistas
españoles estábamos, sin duda, alienados -como todos los comunistas del mundo
en esa época y durante muchos años después- por las mentiras monstruosas
fabricadas en Moscú. Pero eso no salva nuestra responsabilidad histórica. Han
pasado catorce años desde el XX
Congreso y el PCE no ha hecho aún su autocrítica, ni ha prestado su
colaboración al esclarecimiento de los hechos. » Y asimismo estas otras, menos
nobles, que tratan de salvar la responsabilidad de los comunistas españoles,
cargándola exclusivamente sobre el « estalinismo », ente casi metafísico y sin
rostro alguno, magnífica excusa de las manos asesinas:
« Una hipótesis serena, con un cierto distanciamiento histórico, podría
encuadrar la muerte de Nin en el mismo capítulo sangriento que, por aquel
entonces, inauguraba el estalinismo. No se olvide que cayeron comunistas
(muchos de ellos veteranos de la guerra de España) que estaban limpios de toda
sospecha. No era éste el caso de Nin, dedicado, además, desde hacía años, a una
labor difamatoria de Rusia y de la política frente populista; elementos que
abonan, aún más, nuestro juicio. Sin embargo, en el estado actual de las
investigaciones, ni tan siquiera esta apreciación amplia es sostenible; en todo
caso, hay algo cierto: la ignorancia de los ministros comunistas españoles
(67). » Sin embargo, estos « ignorantes » impidieron que se esclareciera el
secuestro y asesinato de Nin, al mismo tiempo que alimentaban una escandalosa
campaña en su prensa afirmando que el dirigente poumista había sido liberado
por agentes de la Gestapo y que se encontraba en Salamanca. La desaparición de
Nin causó gran sensación; tanto en España como en el extranjero, lo que no dejó
de preocupar a algunos ministros y al propio presidente de la República. Azaña
se refiere extensamente en sus Memorias a este asunto: « Prieto me descubre un
hecho muy grave. La policía detuvo en Barcelona a muchos afiliados al POUM,
entre ellos a Andrés Nin. Leí en los periódicos que Nin había sido traído a
Valencia y que se instruía sumario. Prieto me cuenta que Nin fue trasladado a
la cárcel de Alcalá, y que allí se presentaron una noche unos individuos, no sé
si de la policía, o con autorización de la policía, o simplemente « por las
buenas », y se lo llevaron. No se sabe dónde está. Zugazagoitia le ha dicho a
Prieto que tienen una pista. Los raptores eran comunistas. Prieto le ha escrito
sobre eso una carta a Negrín, a consecuencia de una gestión de Víctor Basch,
llamándole la atención sobre la importancia del suceso. También le hablaré yo,
mañana. » Azaña habló, pues, con Negrín : « Sobre esto, vuelvo a preguntar por
el caso Nin. Dice el presidente [Negrín] que una noche se presentaron en la
cárcel de Alcalá unos individuos con uniforme de las brigadas internacionales,
maniataron a los guardianes y se llevaron al preso. No cree, como se ha dicho,
que fuese obra de los comunistas. Por supuesto, los comunistas se indignan ante
la sospecha. Negrín cree que lo han raptado por cuenta del espionaje alemán y
de la Gestapo, para impedir que Nin hiciese revelaciones. No parece que lo
hayan matado. » Comentario de Azaña : « ¿No es demasiado novelesco? » Negrín le
afirma que no, que es la pura verdad. Continúa Azaña : « Le pedí [a Negrín]
noticias del asunto Nin. Creen ahora, después de las minuciosas pesquisas
hechas, que Nin no fue secuestrado y que se trata de una evasión. [...] A
propósito de este asunto, llamé la atención del presidente sobre la feroz
campaña que realiza parte de la prensa, pidiendo el castigo inexorable, el
escarmiento, el exterminio de todos los acusados. No sé por qué lo consienten
ustedes, teniendo la censura. Esa campaña siempre estaría mal; pero tratándose
de gente que está ya sometida a los tribunales, peor. ¿A quién se pretende
impresionar? ¿Al Tribunal, al gobierno, a la opinión? Por grande que sea la
capacidad imitativa de los comunistas, aquí no podemos adoptar los métodos
moscovitas, que cada tres o cuatro meses descubren un complot y fusilan a unos
cuantos enemigos políticos. Supongo que el proceso aún tardará, pero sepa usted
desde ahora, y sépalo el gobierno, que no estoy dispuesto a que los partidos se
ensañen unos contra otros ferozmente; mañana fusilando a los del POUM pasado a
los de otro. » En otra página de sus Memorias, Azaña escribe: « Ayer tarde me
trajeron una carta de Companys, dejada por un secretario suyo en la Capitanía
de Valencia, donde oficialmente resido. Me dice que ha enviado dos cartas al
presidente del Consejo, relativas, la primera, a la detención y proceso de Nin
y otros del POUM… »
Sobre lo acontecido respecto a las diligencias llevadas a cabo para
descubrir la verdad del caso Nin, disponemos asimismo del testimonio del
ministro de Justicia de entonces, Manuel de Irujo. En un libro escrito por un
hermano suyo (68) se dice: « Este [Nin] y sus compañeros, tras el golpe de mayo
ingresaron en prisión. Trasladados por una medida arbitraria policíaca, de
Barcelona a Valencia y Madrid, el señor Nin fue secuestrado en esta última
villa por los comunistas estalinianos, sin que volviera a saberse nada de él.
[...] El señor Irujo, ministro de Justicia, nombró un magistrado para seguir
como juez especial la causa por la desaparición de Nin, ordenando la detención
de un considerable número de policías, sobre los que recaían sospechas. Algunos
de éstos para escapar de la autoridad judicial encontraron asilo en la embajada
rusa. Días más tarde, una brigada policial intentaba detener en Valencia al
juez especial. Este logró hacer llegar al ministro la noticia del peligro. En
ese momento el señor Irujo planteó en dos consejos de ministros el problema con
crudeza, presentando por anticipado su dimisión, a la que se sumaron los
señores Prieto y Zugazagoitia. El segundo consejo celebrado en Valencia,
provocó la destitución fulminante del director general de Seguridad, coronel
Ortega, comunista, que venía actuando en acción independiente del ministro del
departamento señor Zugazagoitia, que no tuvo inconveniente en manifestarlo
entonces y aun después de la guerra en su interesante e histórico libro (69).
Al señor Ortega le sustituyó en la dirección general de Seguridad el propio
inspector fiscal de la República, don Carlos de Juan, propuesta formulada por
el ministro de Justicia. Y resuelto el incidente el sumario continuó su curso.
Se comenzaron las detenciones y se siguieron las diligencias. [...] Un día
cesaba el señor Irujo en el Ministerio de Justicia. Y desde aquel momento sobre
el expediente comenzó a amontonarse el polvo del olvido. » La influencia del
Partido Comunista de España era ya demasiado fuerte y decisiva para que pudiera
prevalecer el deseo de algunos republicanos y socialistas de aclarar lo
sucedido. El asunto Nin fue asimismo el ejemplo evidente de la impunidad de que
disfrutaban los agentes de la NKVD en la España republicana. Otras
desapariciones y asesinatos siguieron al de Nin : el del inglés Bob Smile, el
del austríaco Kurt Landau, el del polaco Moulin, el del checo Erwin Wolf, el
del norteamericano José Robles, el de Marc Rhein, hijo del menchevique ruso
Abramovich, etc. Nikita Jruschev, en su célebre « informe secreto » de febrero
de 1956, descorrió un poco el velo respecto a los crímenes de Stalin en la
Unión Soviética, pero guardó total silencio respecto a los perpetrados en
España durante la guerra civil (70). El Partido Comunista de España, en todas
sus publicaciones, ha hecho lo mismo. Su silencio es, al cabo de cuentas, harto
elocuente.
A partir de aquellos luctuosos hechos, los comunistas se desenvolvieron a
sus anchas en la zona republicana. Llegaron a tener en sus manos la policía, a
controlar los servicios de censura, a dominar en el Comité de Guerra, a
disponer de la mayor parte de los mandos militares -altos y subalternos-, a
imponer en el frente y en la retaguardia el carnet de su organización. La
política del Dr. Negrín, que no era otra que la de los comunistas se oponía sin
embargo a los sentimientos de la mayoría del sector antifascista. Era, pues,
inevitable que tras más de un año y medio de soportar esa dictadura se
produjese un estallido final: la sublevación de Madrid, en marzo de 1939. En
una carta de Tritón Gómez a Fernando de los Ríos, fechada el 24 de mayo de
dicho ano, se decía: « Solamente unos hombres cegados por la vanidad y la
soberbia podían ignorar que todo les era hostil en España cuando regresaron a
la zona Centro-Sur; todo, menos el plantel de comunistas que seguían manejando
a Negrín. [...] El gobierno de Negrín se paseaba sobre un inmenso depósito de
dinamita; faltaba la chispa que produjese la explosión y actuaron como tal unos
nombramientos desdichados de elementos comunistas para desempeñar los
siguientes cargos: Secretaría general del Ministerio de Defensa; Jefatura de la
Base naval de Cartagena; los gobiernos militares de Albacete, Alicante y
Murcia. Por si esto era poco fueron ascendidos los jefes militares comunistas
que mandaban los Ejércitos del Este y del Ebro en Cataluña; se quitó el mando
que tenía al general Miaja y se intentó quitar a Casado de jefe del Ejército
del Centro, enviando en su lugar a un comunista recién ascendido al generalato.
Tal como estaba el ambiente ni hecho a propósito se acierta a conjugar mejor
todos los elementos descontentos para producir el levantamiento. » Es muy
posible que en efecto, haya sido hecho a propósito: a Moscú le interesaba
acabar definitivamente con la guerra de España, puesto que ya estaba entonces
prácticamente ultimado el pacto germanosoviético. El mejor medio para salvar de
la responsabilidad del triste final al Partido Comunista era provocar un
levantamiento, de manera que sus promotores visibles apareciesen como los
culpables del inevitable derrumbamiento. Y así se hizo.
Palabras
finales
Respecto a la campaña escrita y oral emprendida por los comunistas contra
el POUM durante la guerra civil, que culminó con el proceso montado contra sus
dirigentes, contamos con un documento de importancia. Trátase de un folleto
publicado por la dirección clandestina del POUM, en el que se denunciaba la
persecución estalinista, poniendo al desnudo los métodos empleados, los
verdaderos objetivos buscados y, sobre todo el carácter eminentemente político
del proceso, que el Partido Comunista se empeñaba en convertir en causa
criminal por connivencia con el enemigo. Escasamente difundido, como suele
ocurrir con casi todas las publicaciones clandestinas, aún influyó en su corta
propagación el hecho de haber sido impreso semanas antes de la caída de
Barcelona; la casi totalidad de la edición se perdió entonces, perdiéndose
igualmente los ejemplares enviados a Francia a causa de la ocupación alemana
ocurrida poco después. Por tanto, el folleto en cuestión sólo pudo ser leído
por escasas personas. En la actualidad, que sepamos, amén del ejemplar que obra
en nuestro poder, existe otro en Madrid, en el Centro de Documentación
Histórica del Ministerio de Información y Turismo; por lo que parece, según
nuestras noticias, hay asimismo un ejemplar en la biblioteca de la Cátedra de
Historia Militar Palafox de la Universidad de Zaragoza. Tal vez se encuentre
algún otro ejemplar en alguna de las bibliotecas oficiales de España, que ahora
comienzan a abrirse al historiador. Por todo ello, consideramos necesario
reproducir dicho documento sin modificación alguna, salvo la corrección de
algunas erratas sin importancia fruto de las condiciones en que fue impreso.
Añadimos un par de documentos que aclaran el proceso contra los hombres del
POUM : el acta de acusación del fiscal que, caso inaudito, fue publicada en
folleto por el Partido Comunista de España antes de que se iniciara el proceso,
y la sentencia del tribunal, pieza desconocida por no haber sido publicada en
castellano y a la que nunca han aludido los escribas comunistas, ya que, como
se verá, se condenó a los dirigentes poumistas por su actitud revolucionaria,
no habiendo aceptado el tribunal la acusación de confabulación con el
adversario franquista y de colaboración con el hitlerismo, leitmotiv de la
propaganda escandalosa del Partido Comunista.
De contar con mayor espacio, valdría la pena reproducir igualmente -más
como colofón que como complemento- una buena parte del informe presentado por
Jruschev ante el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética,
celebrado a últimos de febrero de 1956, que tantas e infundadas
esperanzas despertó entre los que aún creían posible la desestalinización motu
proprio del régimen estalinista. Trátase, como se sabe, de una verdadera
requisitoria contra Stalin y los métodos estalinistas, aunque no es menos
cierto que si bien Jruschev descorrió el velo que cubría bastantes misterios,
dejó todavía ocultos muchísimos más. Empero, lo que puso al descubierto -con
gran inquietud de todo el movimiento comunista- bastó para hacerse una idea
precisa de la verdadera naturaleza de las purgas y procesos que Stalin montó
contra sus propios camaradas de partido; « procesos de brujería », según la
acertada frase del socialista austríaco Federico Adler, el cual recordó con
razón que las brujas que antaño se enviaban a la hoguera inquisitorial
confesaban habitualmente su comercio con el diablo. (Recordemos, por nuestra
parte, a los infinitos desmemoriados que todos esos procesos, hasta los más
inverosímiles, fueron aprobados e incluso ruidosamente aplaudidos por los
estalinistas de todos los países y por los inefables « compañeros de ruta ».)
Aunque Jruschev se lo ha callado, idénticos métodos se extendieron luego a los
otros países del este europeo donde imperan las llamadas « democracias
populares », que no son ni populares ni democracias. Y con anterioridad, es
decir casi al mismo tiempo que en la Unión Soviética, se trató de montar uno de
esos procesos típicamente estalinistas en España, durante la guerra civil,
contra el POUM, al que tampoco aludió Jruschev. Gracias a su informe se sabe hoy
-muchos lo supieron a su debido tiempo- que todos esos procesos « fueron
montados mediante documentos falsificados y falsas acusaciones », sirviéndose
además de « confesiones obtenidas con la ayuda de torturas crueles e inhumanas
». La lectura del informe de Jruschev arroja una luz definitiva sobre lo que en
realidad fue o, mejor dicho, quiso ser, el proceso contra el POUM. Si los
propósitos de los verdaderos instigadores fallaron a medias, la responsabilidad
no incumbe a los comunistas españoles, que hicieron todo lo posible por cumplir
al pie de la letra el papel que Stalin les había designado.
Sin duda no faltará gente de buena fe que considere, harto
precipitadamente, que se trata en este caso de hechos pasados, por tanto
superados y liquidados por el transcurso de los años, es decir, definitivamente
enterrados en la historia. Contestaremos a esta alegación afirmando que esa
actitud es la que desean los autores y numerosos cómplices de aquel monstruoso
episodio de la guerra civil española. A éstos les comprendemos muy bien: el
crimen reclama siempre la sombra y el silencio, que facilitan la impunidad. Es
cierto que la época actual es rica en toda clase de crímenes políticos y
ninguno de ellos puede resultarnos indiferente. Pero nos sublevan todavía más
los cometidos en nombre de la clase obrera y del socialismo.
Efectivamente, los comunistas -hoy como ayer- continúan presentándose en
todas partes | como la única fuerza en lucha permanente contra el capitalismo.
(En realidad su lucha contra las actuales estructuras sociales no tiene otro
objetivo que reemplazarlas por su propio sistema burocrático, por lo que en
última instancia el poder conquistado no pasa a manos de la clase obrera como
ellos afirman, sino que les pertenece por completo, como puede comprobarse en
la Unión Soviética y en los demás países donde han implantado su dictadura de
partido único.) Y cuantos no les reconocen ese título, ni se prestan por tanto
a someterse a sus dictados, prefiriendo juzgarles por lo que hacen y no por lo
que dicen, son inexorablemente víctimas de su odio, de sus calumnias y de sus
persecuciones. España fue, de 1936 a 1939, un escenario privilegiado a este
respecto. Entonces se vio con la máxima claridad que, en el fondo la política
comunista resultaba una mezcla dosificada de demagogia y de gansterismo. José
Blanco White, el liberal español exiliado en Londres, escribió hace siglo y
medio que la treta favorita de todos los ortodoxos consiste en « marcar a cada
nuevo adversario con el nombre de alguna secta previamente derrotada ». Así se
explica el afán que han manifestado los comunistas -los ortodoxos del
llamado « marxismo-leninismo »- de motejar de trotsquistas, por ejemplo, a
los militantes, del POUM acusados al mismo tiempo -curiosa paradoja- por Trotski
y sus partidarios de « centrismo » impenitente. El Partido Comunista de
España, en su ambición hegemónica, tuvo siempre necesidad de presentarse como
el representante único de la clase trabajadora, necesidad que ineluctablemente
le impelía a desacreditar por todos los medios a las otras organizaciones
obreras sin excepción alguna. Todavía en la actualidad, no habiéndose curado de
ese mal quizá congénito, tratan de arrogarse tal representación, si bien su
vocabulario ha bajado de tono, sin duda por imperativos tácticos dado que los
tiempos son otros, mas también porque no pocos de sus jóvenes militantes no
deben estar muy de acuerdo con esa especie de aquelarre inquisitorial que
predominó en sus filas en tiempos pasados. Leyendo su prensa y en particular
las resoluciones que adoptaron en su VIII Congreso, celebrado a últimos de 1972
en un país del este, se observa que el lenguaje ha cambiado -¡cambió tantas
veces!-, pero los propósitos que persiguen, hasta que no se demuestre lo
contrario, son los de siempre, resumidos en uno capital: imponerse a todos los
demás de una u otra manera. Esto nos demuestra que, no obstante las
apariencias, el pasado no es tan pasado y que las lecciones de antaño pueden
muy bien servir hogaño.
Andrés Suárez
París, 16 de junio de 1973.
Nota bene. Señalemos, a título anecdótico, aunque tiene asimismo su
importancia política, que la mayor parte de los soviéticos que actuaron en
España durante la guerra civil -diplomáticos, policías, militares, etc.-,
fueron fusilados a su regreso a la URSS : así desaparecieron para siempre
Rosenberg, Gaikins, Antonov-Ovseenko, Koltsov, Stachevski, Marchenko, Gorev,
Kleber, Berzin, Gregorovich y muchos otros. Idéntica suerte corrieron años
después en Hungría, Checoslovaquia, Polonia, etc., la mayor parte de los
dirigentes de las Brigadas internacionales. Bastantes estalinistas españoles,
alejados por suerte suya del « paraíso soviético», no tuvieron otro castigo que
la expulsión del partido, cargados con los mismos epítetos denigrantes que
ellos habían aplicado en España a los miembros del POUM; mencionemos, entre otros,
a Juan Comorera, Jesús Hernández, Miguel Valdés, José del Barrio, Enrique
Castro Delgado, Félix Montiel, Miguel Ferrer, Jesús Monzón, César Falcón…
NOTAS
1. Debe tenerse en cuenta que la URSS trataba entonces de obtener no sólo
las buenas gracias de las democracias occidentales, sino incluso de la Italia
mussoliniana para mejor aislar a Alemania. Lo Stato operaio, revista del
Partido Comunista de Italia, publicó en su número de junio de 1936 un editorial
con este título que no necesita traducción: « La riconciliazione del popolo
italiano è la condizione per salvare il nostro paese della catástrofe ». En él
se tendía la mano a los fascistas, para unirse en « la santa batalla por el
pan, el trabajo y la paz ». Dos meses después, en agosto, dicha revista insistía
en la misma política mediante un editorial titulado « Per la salvezza
dell’Italia riconciliazione del popolo italiano ». El Partido Comunista de
Italia incluso reivindica y hace suyo el programa fascista de 1919, presentado
ahora por los comunistas como « de paz, de libertad, de defensa de los
intereses de los trabajadores ». En ese mismo mes, se publica un documento que
lleva las firmas de Togliatti y de los principales dirigentes comunistas
italianos, verdadero llamamiento a la reconciliación con los fascistas.
Precisamente en ese mes de agosto la revolución española se halla en su punto
culminante. Paolo Spriano, profesor de Historia en la Universidad de Cagliari y
militante comunista, autor de una interesante Storia del Partito Communista
italiano (Einaudi, Torino, 1970), se pregunta atónito : « Sin embargo, ¿cómo
conciliar esta lucha ahora iniciada con el embrassons-nous lanzado en el
llamamiento? »
2. Fernando
Claudín, La crisis del movimiento comunista, I. Ediciones Ruedo ibérico.
París, 1970.
3. Fernando Schwartz, Internacionalización de la guerra civil española.
Editorial Ariel, Barcelona,1971.
4. Acción Socialista, 1 de febrero de 1952.
5. El comunista Daily Worker ya se había situado el 9 de septiembre en la
línea de Moscú, pues unas semanas antes, el 22 de julio, quizá dejándose
arrastrar redacción por el entusiasmo revolucionario que había despertado la
revolución española, afirmaba que ésta « se encamina hacia la República
soviética » merced al triunfo de las « milicias rojas ».
6. David T. Cattell, Soviet
Diplomacy and the Spanish Civil War. University of California Press,
1957.
7. Pierre Broué et Emile Temime, La révolution et la guerre d’Espagne.
Editions de Minuit, París, 1961.
8. Manuel Azaña, Obras completas, III. Ediciones Oasis, México, 1967.
9. Hugh Thomas, La guerra civil española. Ediciones Ruedo ibérico, París.
1967.
10. Luis Araquistáin, « La intervención rusa en la guerra civil española
», revista Cuadernos, marzo-abril de 1958, París.
11. Una prueba nos la ofrece el discurso pronunciado en el Monumental
Cinema de Madrid, el 22 de octubre, por José Díaz, secretario general del
Partido Comunista de España, en el que éste dijo : « Tenemos también la ayuda
de los pueblos de la Unión Soviética, que habéis visto que cada vez con mayor
rapidez traen para los españoles comida, mantequilla; que traen bacalao,
azúcar; que traen zapatos y ropa para los niños… » (Tres años de lucha.
Colección Ebro, París, 1970). Díaz no se refirió a las armas rusas por la
sencilla razón de que aún no las habían enviado. Más tarde sí lo hizo, con
machacona insistencia.
12. Luis Araquistáin, El comunismo y la guerra de España. Carmaux, 1939.
13. Diego Abad
de Santillán, Por qué perdimos la guerra. Ediciones Imán, Buenos Aires,
1940.
14. Indalecio Prieto in El Socialista, Madrid, 9 de agosto de 1936.
15. Félix Gordon Ordás, Mi política fuera de España, I, México, 1965.
16. En el informe de Pierre Besnard en el VII Congreso de la AIT,
celebrado en París en 1937, aún en plena guerra civil española, se refiere un
hecho interesante que también resumiremos. El 2 de octubre de 1936 llegó
Besnard a Madrid acompañando a dos representantes de un importante consorcio
dedicado a la venta de armas. Junto con Durruti, celebraron una reunión con
Largo Caballero, al objeto de poder ultimar la adquisición del armamento
ofrecido por el consorcio. Largo Caballero les prometió presentar el asunto en
la misma tarde al Consejo de ministros. El gobierno aceptó y las líneas
generales del mercado fueron establecidas con los vendedores el día 3, en el
Ministerio de Marina, en presencia del propio Durruti. En la madrugada del 4,
el embajador de la URSS, Rosenberg, telefoneó al hotel donde se alojaba
Durruti, para que éste fuera a verle a la embajada, invitación que Durruti
declinó, regresando inmediatamente al frente de Aragón. Unos días más tarde,
Fierre Besnard comunicó a Durruti que el gobierno se había vuelto atrás y
desistido de efectuar la operación. Besnard, en el mencionado informe, hace
este comentario: « La ruptura de este contrato es la primera intervención de
los rusos en los asuntos españoles. A partir de este momento, la presión
soviética se acentuó y Rosenberg supo convencer a Largo Caballero, que
titubeaba, que la ayuda soviética sería desinteresada. Se le prometió el envío
masivo de armas. Caballero cedió a la tentación, ignorando qué clase de ayuda
le reservaba Stalin. Véase, a este respecto, Abel Paz : Durruti. Le peuple en
armes. Editions de la Tête de
Feuilles, París, 1972.
17. David T. Cattell,
Communism and the Spanish Civil War. The University of California Press, 1955.
18. Salvador de Madariaga, España. Ensayo de historia contemporánea.
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1964.
19. Julio Alvarez del Vayo, The Last Optimist. The Viking Press, New York, 1950.
20. W. G. Krivitsky, Yo, jefe del servicio secreto militar soviético.
Suc. H. de Pablo, Guadalajara, México, 1945.
21. Fernando Claudín, op. cit.
22. Julio Alvarez del Vayo, Freedom’s Battle. Alfred A. Knopf, New York, 1940.
23. Les archives secrètes de la Wilhelmstrasse, III: L’Allemagne et la
guerre civile espagnole. Librairie Plon, París, 1952.
24. En el diario parisiense Le Monde, correspondiente al 19 de febrero de
1969 se publicó una carta de M. Luciani, corresponsal en Moscú de varios
periódicos franceses en aquella época, en uno de cuyos párrafos decía : « Fui
invitado el 25 de diciembre de 1937 -fecha para mí inolvidable- a visitar a
Máximo Litvinov en el Narkomindiel. Con gran estupefacción por mi parte, el
comisario del pueblo me anunció que el Kremlin había establecido contactos para
iniciar una aproximación germano-soviética. » M. Luciani se apresuró a
comunicar esta noticia al embajador francés en Moscú y éste, a su vez, a su
gobierno. Pero nadie lo tomó en serio. Sin embargo, con gran asombro del mundo
entero Ribbentrop y Molotov firmaron en el Kremlin, en la noche del 24 al 25 de
agosto de 1939 un Pacto de no agresión, así como un protocolo secreto
repartiéndose Polonia. Con este motivo Stalin levantó su copa para brindar por
el dictador alemán : « Sé cuan la nación alemana adora a su Führer. Por eso
tengo el gusto de beber a su salud. »
25. Joaquín Maurín, Revolución y contrarrevolución en España. Ediciones
Ruedo ibérico, París, 1966.
26. Jacques Humbert-Droz, De Lenine á Staline. Dix ans au service de
l’Internationale Communiste, II. A la Baconnière, Neuchatel (Suiza), 1971.
27. Sin embargo, en el tomo I de la obra Guerra y revolución en España
(Editorial Progreso, Moscú, 1967), elaborada por una comisión del PCE presidida
por la inefable Pasionaria, los actuales dirigentes comunistas escriben lo siguiente:
« En vísperas de la revolución de 1931, el Partido Comunista no era sólo el
partido obrero de ideología más avanzada, sino también el que daba mayores
pruebas de combatividad. » Ni más, ni menos.
28. José Bullejos, Europa entre dos guerras. Ediciones Castilla, Méjico,
1945. Los comunistas, como jamás reconocen sus yerros, recurren a las malas
artes de amañar la historia a su gusto. La obra Guerra y revolución en España,
ya mencionada, se inicia con estas palabras : « El 14 de abril de 1931 se
estableció en España la Segunda República. El pueblo español iniciaba una
revolución que abría amplias perspectivas democráticas, de progreso y de bienestar.
» Ni una sola alusión a los soviets y a la España soviética, consignas
defendidas entonces por el Partido Comunista de España, y que en grandes
titulares figuraron en el número extraordinario de Mundo Obrero del 15 de abril
de 1931. Lo cómico del caso es que en el prólogo escriben : « La razón de ser
de estas páginas, no es otra que la imperiosa necesidad de colocar los hechos
en su lugar… »
29. Andrés Nin, «La Carta abierta de la Internacional Comunista y el
Congreso del partido », Comunismo, nº 10, marzo de 1932.
30. La Pasionaria, en un artículo que publicó en Revista Internacional
(julio de 1972) falsifica una vez más los hechos, al escribir : « En la
primavera de 1932 se celebró en Sevilla el IV Congreso del Partido Comunista de
España, que representó un cambio decisivo en la política y en la dirección del
Partido. [...]El alma de la nueva política fue nuestro camarada José Díaz, que
en el Congreso de Sevilla fue elegido secretario general del Partido Comunista
de España. » Tres falsedades: el IV Congreso no cambió la política, ni la
dirección, ni nombró secretario general a José Díaz. La dirección siguió en
manos de Bullejos, Adame, Trilla y Vega, hasta que fueron excluidos por
imposición de la Internacional Comunista, como consecuencia, repetimos, de su
actitud ante la sublevación del general Sanjurjo, en agosto de 1932. José Díaz
fue nombrado por Moscú secretario general del Partido Comunista de España en
las últimas semanas de 1932, después de la exclusión de Bullejos y sus amigos.
31. Andrés Nin, « La situación política española y los comunistas »,
Comunismo, nº 22, marzo de 1933.
32. José Antonio Balbotín, La España de mi experiencia, México, 1952.
33. Francisco
Largo Caballero, Mis recuerdos. Editores Unidos, México, 1954.
34. Manuel D. Benavides, La revolución fue así. Octubre rojo y negro.
Imprenta Industrial, Barcelona, 1935
35. José Díaz, op. cit.
36. José Díaz in La Correspondencia Internacional, 17 de abril de 1936.
No obstante, años después. Dolores Ibárruri y demás redactores de Guerra y
revolución en España afirmaron que « la izquierda socialista no comprendía la
importancia del Frente Popular ».
HISTORIA
DEL PARTIDO COMUNISTA DE ESPAÑA
Redactada por una comisión del Comité Central del Partido, formada por la
camarada Dolores Ibárruri, que la ha presidido, y por los camaradas Manuel Azcárate,
Luis Balaguer, Antonio Cordón, Irene Falcón y José Sandoval.
"Comunistas", Stalin, Enrique Líster, Dolores Ibárruri "la
pasionaria", Santiago Carrillo.. ☭
Purga en el PCE dirigida por Antón y Carrillo (1945)
11º Congreso PCE. Carrillo expulsado por Iglesias. Ignacio Gallego y su
PCPE (1983)
37. Lo Stato operaio, nº 11, noviembre de 1936.
38. André Marty, En Espagne… où se joue le destin de 1′Europe. Bureau
d’Editions, París, 1937.
39. César Falcón, Madrid. Editorial Nuestro Pueblo, Madrid-Barcelona,
1938./P>
40. Guerra y revolución en España, I, op. cit.
41. En Guerra y revolución en España los comunistas publicaron la
respuesta de Stalin a la supuesta petición de ayuda efectuada por Largo
Caballero. Pero no hicieron lo mismo con la carta en la que se hizo tal
petición. ¿Existió realmente? La lectura de la misiva de Stalin, fechada el 21
de diciembre de 1936, no permite suponer el que se hubiera hecho esa demanda, puesto
que los asuntos tratados son otros, por lo general de carácter político. Lo
mismo sucede con la respuesta a Stalin, firmada por Largo Caballero el 12 de
enero de 1937.
42. Antonio Ramos Oliveira,
Politics, Economics and Men of Modern Spain. Londres, Gollancz Ltd.,
1946.
43. En Sergio Vilar, Protagonistas de la España democrática. La oposición
a la dictadura. Editions Sociales, París, 1968.
44. José
Peirats, La CNT en la revolución española, II. Ruedo ibérico. París, 1971.
45. Ibid., I.
46. Un historiador en general favorable a los comunistas, Manuel Tuñón de
Lara, escribió en La España del siglo XX (Librería Española, París, 1966) : «
Hay que reconocer que los documentos alemanes conocidos muchos años después han
venido a apoyar la tesis según la cual los sucesos de Barcelona fueron
inspirados por los adversarios de la República. En efecto, Faupel [embajador
alemán en Burgos] informaba el 11 de mayo a su ministro que el general Franco
le había dicho que « los combates callejeros [de Barcelona] habían sido
desatados por sus agentes », uno de los cuales había informado de que « la
tensión entre comunistas y anarquistas era tan grande que podía garantizar
provocar el estallido de la lucha entre ellos ». Se trataba, no obstante, de 13
agentes, según Nicolás Franco había dicho anteriormente a Faupel. Estos datos
-e incluso las expresiones que se usan- inducen a creer en una de las
habituales exageraciones de los servicios secretos y de sus agentes, así como
el deseo de apuntarse un tanto en una conversación diplomática. »
Efectivamente, ¿cómo puede creer nadie que 13 individuos -ni uno más- pueden
ser capaces de arrastrar a una lucha armada a miles de trabajadores?
47. Diego Abad de Santillán, op. cit.
48. Ricardo Sanz, Los que fuimos a Madrid. Imprimerie Dulaurier,
Toulouse, 1969
49. Manuel Azaña, Obras completas, III.
50. James Joll, Los anarquistas. Grijalbo, México-Barcelona 1968
51. Manuel Cruells, Els fets de Maig. Editorial Juventud, Barcelona, 1970
52. Burnett Bolloten, La revolución española. Las izquierdas y la lucha
por el poder. Editorial Jus, México 1962
53. Gabriel Jackson, La República española y la guerra civil. Grijalbo,
México 1967
54. Manuel Azaña, Obras completas, IV.
55. José Díaz, Tres años de lucha, op.cit.
56. Francisco Largo Caballero, La UGT y la guerra. Editorial Meabe,
Valencia 1937
57. Juan Peiró, Problemas y cintarazos. Imprimeries Réunies, Rennes, 1946
58. José Díaz, ibídem
59. Hugh Thomas, La guerre d’Espagne. Robert Laffont, París, 1961.
60. Elena de la Souchère, Explication de l’Espagne. Grasset, París, 1962.
61. Mijail Koltsov, Diario de la guerra de España. Ruedo ibérico, París,
1963.
62. Ilya Ehrenburg, La nuit tomba. Gallimard, París, 1968.
63. En efecto, Ehrenburg incurrió en las mismas bajezas que todos los que
habían puesto su pluma al servicio de Stalin. Ofreceremos un ejemplo. Gide,
Mauriac, Duhamel, Martin du Gard y Paul Rivet se habían dirigido al gobierno
republicano español para mostrar su inquietud por el proceso contra el POUM y
pedir se respetaran los derechos de la defensa. Pues bien, Ehrenburg se apresuró
a publicar en el diario soviético Izvestia, el 3 de noviembre de 1937, un
artículo injurioso contra los mencionados escritores franceses, en particular
contra Gide, al que los comunistas no le habían perdonado su reciente libro
Retour de l’URSS. Vale la pena reproducir algunas líneas de dicho artículo, que
muestra la suerte que se les reservaba a cuantos no comulgaban con las ruedas
de molino del estalinismo : « Debo expresar el sentimiento de vergüenza que
ahora sentí por un hombre. El mismo día en que los fascistas fusilaban a las
mujeres de Asturias, apareció en los periódicos franceses una protesta contra
la injusticia. La protesta aparecía firmada por estos escritores : André Gide,
Duhamel, Roger Martín du Gard, Mauriac y el profesor Paul Rivet. Pero esta
gente no protestaba contra los verdugos de Asturias, ni contra el gobierno de
su país que se niega a poner a disposición de los asturianos condenados a perecer
aunque sea un solo velero, un solo barco. un solo bote. No; esos escritores con
el corazón sensible protestaban contra el gobierno de la República española que
osa detener a los fascistas y provocadores del POUM. Prescindo de Mauriac. Es
un católico, hombre de derecha. Valientemente se había pronunciado en la prensa
derechista contra las atrocidades fascistas en el país vasco. Pero, ante mis
ojos, aparece André Gide con el puño levantado, sonriendo a miles de obreros
ingenuos. Oigo su voz (me lo dijo hace un año) : « Pienso sin cesar en los
obreros españoles y no puedo dormir. » Es asqueroso y es triste. A pesar de
todo, han permanecido siendo la carne de la carne de su clase, tanto los
Duhamel librepensadores y los Gide « ultracomunistas ». Y la clase dominante
los persigue y los cubre de suciedades. Así, superando a veces su cobardía,
levantan su puñecito para, inmediatamente después, con su hipocresía de
humanistas, arrastrarse de nuevo a los pies de los verdugos. Ayer, en el
periódico Diario de Navarra, portavoz de los verdugos de Asturias, se
reproducía, en lugar destacado, la « protesta » del nuevo aliado de los moros y
de las Camisas negras, del viejo ruin, del renegado de sucia conciencia, del
llorón de Moscú, de André Gide. »
64. George Orwell, Cataluña 1937. Editorial Proyección, Buenos Aires,
1964.
65. Diego Abad de Santillán, op. cit.
66. José Peirats. Op. cit.,
II.
67. Manuel Tuñón de Lara : La España del siglo XX. La argumentación de
Tuñón de Lara es harto casuista : puesto que el « estalinismo » asesinó a
bastantes comunistas « limpios de toda sospecha », ¿por qué no había de hacer
lo mismo con Nin que no sólo no estaba « limpio de toda sospecha », sino que se
dedicaba « además, desde hacía años, a una labor difamatoria de Rusia »? Y
todavía añade : « en todo caso, hay algo cierto : la ignorancia de los
ministros comunistas españoles ». ¿Qué sabe él? Y si así fuese, ¿no sería
prueba evidente de que los comunistas españoles -incluidos los ministros- no
eran otra cosa que simples ejecutantes a las órdenes de los rusos? ¿Acaso ese
triste papel les exime de toda responsabilidad?
68. A. de Lizarra: Los vascos y la República española. Contribución a la
historia de la guerra civil (1936-1939). Editorial Vasca Ekin, Buenos Aires,
1944. A. de Lizarra es, por lo visto, el seudónimo de Andrés María de Irujo,
hermano de Manuel de Irujo. El libro fue redactado a base de las notas que
había escrito este último.
69. Julián Zugazagoitia, Historia de la guerra de España. Editorial La
Vanguardia, Buenos Aires, 1940.
70. En aquellos años el terrorismo estalinista se extendió fuera de las
fronteras de la Unión Soviética, mediante la eliminación física de los
opositores de algún relieve y de aquellos miembros de los servicios secretos
rusos que habían roto con Moscú. Pero no siempre aparecieron los cadáveres de
los ajusticiados por los sicarios de la NKVD; en efecto, cuando les era posible
recurrían al secuestro y la víctima era trasladada secretamente a la URSS. Es
muy posible que hayan hecho esto con Andrés Nin, cuyo traslado a dicho país les
resultaba muy fácil merced a los numerosos barcos soviéticos que fondeaban en
puertos republicanos. Este es el parecer del señor Barba del Brío, expuesto en
la declaración que prestó ante las autoridades franquistas una vez terminada la
guerra y que se encuentra en el volumen publicado por el Ministerio de Justicia
(Madrid, 1943) con el título Causa general. El señor Barba del Brío dice haber
sido nombrado por el gobierno republicano, por razón de su cargo, para
intervenir en las actuaciones que se instruyeron con motivo de la desaparición
de Nin, relatando a continuación las incidencias del sumario y las coacciones
que sufrió para que no se descubriera la verdad de lo ocurrido, dado el interés
que tenían los comunistas en que se suspendiera la tramitación del citado
sumario, cosa que terminaron por conseguir. Terminó así su declaración : « Como
manifiesta anteriormente, cree que Andrés Nin no fue ejecutado en España. »
Pinchando
el enlace encerotareis muchos más documento
NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG: Como tengo el libro en papel, voy a
poner el índice.
La represión
y el proceso contra el POUM
A modo de
introducción
I.
Como
se preparó la represión contra nuestro partido.
II.
El
golpe estalinista del 16 de junio: la represión contra el POUM.
III.
La
represión en el frente y la disolución de nuestra División.
IV.
Los
autores materiales de la represión y el trato dado a los detenidos.
V.
La
desaparición y secuestro del camarada Andrés Nin.
VI.
¿Quiénes
son los hombres del POUM?
VII.
Las
supuestas pruebas contra el POUM y sus dirigentes.
VIII.
Las
declaraciones prestadas por procesados.
IX.
El
auto de procesamiento y el comentario que merece.
X.
Recurso
pidiendo la revocación del auto de procesamiento.
XI.
Lo
que ha dicho y confesado algunos ministros y otras personalidades
XII.
El
carácter eminentemente político del proceso contra el POUM.
Amanera de
epílogo
Anexos
I.
Escrito
de calificación del fiscal de la República en el proceso contra el POUM.
II.
Sentencia
nº 54 contra el POUM.34
Aquí está el
contenido del índice que he puesto, por tanto está el libro completo
digitalizado.
Sin el preámbulo
El mismo
texto
Ignacio
Iglesias
En La
Batalla escribió asiduamente, empleando los pseudónimos de Andrés
Suárez, Luis Soto o Ramón Puig. Asimismo
ejerció durante un breve periodo como director
Burocracia y capitalismo de Estado
Reflexiones sobre el marxismo
Escrito por
Ignacio Iglesias, utilizó durante el franquismo el seudónimo Andrés Suarez
En el
artículo le añadido todas las obras que hace referencia.
La URSS: de la revolución socialista
al capitalismo de Estado
La URSS: de la revolución socialista
al capitalismo de Estado
V. I. Lenin:
Cinco años de la revolución rusa y perspectivas de la revolución mundial
(capitalismo de Estado)
En este
texto, pongo algunos enlaces de mi blog
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