Escrito: En inglés por C. Marx de
finales de mayo al 27 de junio de 1865.
Publicado por vez primera: En Londres, en forma de folleto, en 1898, como Wages, Price, and Profit.
Fuente del texto: El presente texto corresponde a la edición de 1976 de Ediciones en Lenguas Extranjeras, Beijing, República Popular China, la cual es una versión revisada de la traducción al castellano de Wages, Price, and Profit por Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, 1954.
El
Capital. Crítica de la Economía Política (3 tomos)
- [OBSERVACIONES
PRELIMINARES]
- I. [PRODUCCION Y
SALARIOS]
- II. [PRODUCCION,
SALARIOS, GANANCIAS]
- III. [SALARIOS Y
DINERO]
- IV. [OFERTA Y DEMANDA]
- V. [SALARIOS Y
PRECIOS]
- VI. [VALOR Y TRABAJO]
- VII. LA FUERZA DE
TRABAJO
- VIII. LA PRODUCCION DE
LA PLUSVALIA
- IX. EL VALOR DEL
TRABAJO
- X. SE OBTIENE GANANCIA
VENDIENDO UNA MERCANCIA POR SU VALOR
- XI. LAS DIVERSAS
PARTES EN QUE SE DIVIDE LA PLUSVALIA
- XII. RELACION GENERAL
ENTRE GANANCIAS, SALARIOS Y PRECIOS
- XIII. CASOS
PRINCIPALES DE LUCHA POR LA SUBIDA DE SALARIOS O CONTRA SU REDUCCION
- XIV. LA LUCHA ENTRE EL
CAPITAL Y EL TRABAJO, Y SUS RESULTADOS
- NOTAS
[1] Esta
obra es el texto de un discurso de Carlos Marx en inglés en las sesiones del
Consejo General de la Primera Internacional celebradas el 20 y el 27 de junio
de 1865. Este discurso se originó de las palabras pronunciadas por John Weston,
miembro del Consejo General, el 2 y el 23 de mayo. Weston trató de comprobar
con sus palabras que una elevación general en el nivel de salarios no les
traería provecho a los obreros y que, por tanto, las tradeuniones tenían un
efecto "perjudicial". El manuscrito de Marx de este discurso se ha
conservado. El discurso fue primero publicado en Londres en 1898 por la hija de
Marx, Eleanor Aveling bajo el título de Valor, precio y ganancia,
con un prefacio de Edward Aveling. En el manuscrito, las observaciones
preliminares y los primeros seis capítulos no llevaban títulos, y fueron
añadidos por Edward Aveling. El título empleado en la presente edición es el
comúnmente aceptado.
¡Ciudadanos!
Antes de
entrar en el tema, permitidme hacer algunas observaciones preliminares.
En el
continente reina ahora una verdadera epidemia de huelgas y se alza un clamor
general pidiendo aumento de salarios. El problema ha de plantearse en nuestro
Congreso. Vosotros, como dirigentes de la Asociación Internacional, debéis
tener un criterio firme ante este problema fundamental. Por eso, me he creído
en el deber de tratar a fondo la cuestión, aun a trueque de someter vuestra
paciencia a una dura prueba.
Debo hacer
otra observación previa con respecto al ciudadano Weston. Este ciudadano,
creyendo actuar en interés de la clase obrera, ha desarrollado ante vosotros, y
además ha defendido públicamente, opiniones que él sabe son profundamente
impopulares entre la clase obrera. Esta prueba de valentía moral debe merecer
el alto aprecio de todos nosotros. Espero que, a pesar del tono nada halagüeño
de mi conferencia, el ciudadano Weston verá al final de ella que coincido con
la acertada idea que, a mi modo de ver, sirve de base a sus tesis, las cuales
sin embargo, en su forma actual, no puedo por menos de juzgar como teóricamente
falsas y prácticamente peligrosas.
Con esto
paso directamente a la cuestión que nos ocupa.
I. [PRODUCCION
Y SALARIOS]
El argumento
del ciudadano Weston se basa, en realidad, en dos premisas: 1) que el volumen de la producción
nacional es una cosa fija, una cantidad o magnitud constante, como dirían los
matemáticos; 2) que la suma de los
salarios reales, es decir, salarios medidos por la cantidad de mercancías que
puede ser comprada con ellos, es también una suma fija, una magnitud constante.
Pues bien,
su primer aserto es evidentemente erróneo. Veréis que el valor y el volumen de
la producción aumentan de año en año, que las fuerzas productivas del trabajo
nacional crecen y que la cantidad de dinero necesaria para poner en circulación
esta producción creciente varía sin cesar. Lo que es cierto al final de cada
año y respecto a distintos años comparados entre sí, lo es también respecto a
cada día medio del año. El volumen o la magnitud de la producción nacional
varía continuamente. No es una magnitud constante, sino variable, y no tiene
más remedio que serlo, aun prescindiendo de las fluctuaciones de la población,
por los continuos cambios que se operan en la acumulación de capital y en las
fuerzas productivas del trabajo. Es completamente cierto que si hoy se
implantase un aumento en el tipo general de salario, este aumento, por sí solo,
cualesquiera que fuesen sus resultados ulteriores, no haría cambiar inmediatamente
el volumen de la producción. En un principio tendría que arrancar del estado de
cosas existente. Y si la producción nacional, antes de la subida de salarios,
era variable y no fija, lo seguiría siendo también después de la subida.
Pero,
admitamos que el volumen de la producción nacional fuese constante y no
variable. Aun en este caso, lo que nuestro amigo Weston cree una conclusión
lógica, seguiría siendo una afirmación gratuita. Si tomo un determinado número,
digamos 8, los límites absolutos de esta cifra no impiden que varíen los
límites relativos de sus componentes. Supongamos que la ganancia fuese igual a
6 y los salarios igual a 2: los salarios podrían aumentar hasta 6 y la ganancia
descender hasta 2, pero la cifra total seguiría siendo 8. Así, pues, el volumen
fijo de la producción no llegará jamás a probar la suma fija de los salarios.
¿Cómo prueba, pues, nuestro amigo Weston esa fijeza? Sencillamente,
afirmándola.
Pero, aunque
diésemos por buena su afirmación, ésta tendría efecto en los dos sentidos, y él
sólo quiere que valga en uno. Si el volumen de los salarios representa una
magnitud constante, no se podrá aumentar ni disminuir. Por tanto, si los obreros obran neciamente cuando arrancan un aumento
temporal de salarios, no menos neciamente obrarían los capitalistas al imponer
una rebaja transitoria de jornales. Nuestro amigo Weston no niega que, en
ciertas circunstancias, los obreros pueden arrancar un aumento de salarios;
pero, como según él la suma de salarios es fija por ley natural, este aumento
provocará necesariamente una reacción. Él sabe también, por otra parte, que los
capitalistas pueden imponer una rebaja de salarios, y la verdad es que lo
intentan continuamente. Según el principio de la constancia de los salarios, en
este caso debería seguir una reacción, exactamente lo mismo que en el caso
anterior. Por tanto, los obreros obrarían acertadamente reaccionando contra las
re bajas de los salarios o los intentos de ellas. Obrarían, por tanto,
acertadamente al arrancar aumentos de salarios, pues toda reacción contra una
rebaja de salarios es una acción por su aumento. Por consiguiente, según el
principio de la estabilidad de los salarios, que sostiene el mismo ciudadano
Weston, los obreros deben, en ciertas circunstancias, unirse y luchar por el
aumento de sus jornales.
Si él niega
esta conclusión, tendría que renunciar a la premisa de la cual se deduce. No
debe decir que el volumen de los salarios es una cantidad constante, sino que,
aunque no puede ni debe aumentar, puede y debe disminuir siempre que al capital
le plazca rebajarlo. Si al capitalista le place alimentaros con patatas en vez
de daros carne, y con avena en vez de trigo, debéis aceptar su voluntad como
una ley de la Economía Política y someteros a ella. Si en un país, por ejemplo
en los Estados Unidos, los tipos de salarios son más altos que en otro, por
ejemplo en Inglaterra, debéis explicaros esta diferencia como una diferencia
entre la voluntad del capitalista norteamericano y la del capitalista inglés;
método éste que, ciertamente, simplificaría mucho, no ya el estudio de los
fenómenos económicos, sino el de todos los demás fenómenos.
Pero, aun
así, habría que preguntarse: ¿por qué la voluntad del capitalista
norteamericano difiere de la del capitalista inglés? Y, para poder contestar a
esta pregunta, no tendríamos más remedio que traspasar los dominios de la
voluntad. Un cura podría decirme que Dios en Francia quiere una cosa y en
Inglaterra otra. Y si le apremio a que me explique esa doble voluntad, podría
tener el descaro de contestarme que está en los designios de Dios tener una
voluntad en Francia y otra distinta en Inglaterra Pero, seguramente, nuestro
amigo Weston nunca convertirá en argumento esta negación completa de todo
raciocinio.
Indudablemente, la voluntad del capitalista
consiste en embolsarse lo más que pueda. Y lo que hay que hacer no es discurrir
acerca de lo que quiere, sino investigar su poder, los límites de este poder y
el carácter de estos límites.
II. [PRODUCCION, SALARIOS, GANANCIAS]
La conferencia que nos ha dado el ciudadano
Weston podría haberse comprimido hasta caber en una cáscara de nuez.
Toda su
argumentación se redujo a lo siguiente: si la clase obrera obliga a la clase
capitalista a pagarle, en forma de salario en dinero, cinco chelines en vez de
cuatro, el capitalista le devolverá en forma de mercancías el valor de cuatro
chelines en vez del valor de cinco. La clase obrera tendrá que pagar ahora cinco
chelines por lo que antes de la subida de salarios le costaba cuatro. ¿Y por
qué ocurre esto? ¿Por qué el capitalista sólo entrega el valor de cuatro
chelines por cinco chelines? Porque la suma de los salarios es fija. Peto, ¿por
qué se cifra precisamente en cuatro chelines de valor en mercancías? ¿Por qué
no se cifra en tres o en dos, o en otra suma cualquiera? Si el límite de la
suma de los salarios está fijado por una ley económica, independiente tanto de
la voluntad del capitalista como de la del obrero, lo primero que hubiera
debido hacer el ciudadano Weston, era exponer y demostrar esta ley. Hubiera
debido demostrar, además, que la suma de salarios que se abona realmente en
cada momento dado coincide siempre exactamente con la suma necesaria de los
salarios, sin desviarse jamás de ella. En cambio, si el límite dado de la suma
de salarios depende de la simple voluntad del capitalista o de los límites de
su codicia, trátase de un límite arbitrario, que no encierra nada de necesario,
que puede variar por voluntad del capitalista y que puede también, por tanto,
hacerse variar contra su voluntad.
El ciudadano
Weston ilustró su teoría diciéndonos que si una sopera contiene una determinada
cantidad de sopa, destinada a determinado número de personas, la cantidad de
sopa no aumentará porque aumente el tamaño de las cucharas. Me permitirá que
encuentre este ejemplo poco sustancioso. Me recuerda en cierto modo el apólogo
de que se valió Menenio Agripa. Cuando los plebeyos romanos se pusieron en
huelga contra los patricios, el patricio Agripa les contó que el estómago
patricio alimentaba a los miembros plebeyos del cuerpo político. Lo que no
consiguió Agripa fue demostrar que se alimenten los miembros de un hombre
llenando el estómago de otro. El ciudadano Weston, a su vez, se olvida de que
la sopera de que comen los obreros contiene todo el producto del trabajo
nacional y que lo que les impide sacar de ella una ración mayor no es la
pequeñez de la sopera ni la escasez de su contenido, sino sencillamente el reducido
tamaño de sus cucharas.
¿Qué
artimaña permite al capitalista devolver un valor de cuatro chelines por cinco?
La subida de los precios de las mercancías que vende. Ahora bien; la subida de
los precios o, dicho en términos más generales, las variaciones de los precios
de las mercancías, y los precios mismos de éstas, ¿dependen acaso de la simple
voluntad del capitalista o, por el contrario, tienen que darse ciertas
circunstancias para que prevalezca esa voluntad? Si no ocurriese esto último,
las alzas y bajas, las oscilaciones incesantes de los precios del mercado
serían un enigma indescifrable.
Si admitimos
que no se ha operado en absoluto ningún cambio, ni en las fuerzas productivas
del trabajo, ni en el volumen del capital y trabajo invertidos, ni en el valor
del dinero en que se expresa el valor de los productos, sino que cambia tan
sólo el tipo de salarios, ¿cómo puede esta alza de salarios influir en los precios
de las mercancías? Solamente influyendo en la proporción existente entre la
oferta y la demanda de ellas.
Es
absolutamente cierto que la clase obrera, considerada en conjunto, invierte y
tiene forzosamente que invertir sus ingresos en artículos de primera necesidad.
Una subida general del tipo de salarios determinaría, por tanto, un aumento en
la demanda de estos artículos de primera necesidad y provocaría, con ello, un
aumento de sus precios en el mercado. Los capitalistas que producen estos
artículos de primera necesidad, se resarcirían del aumento de salarios con el
alza de los precios de sus mercancías. Pero, ¿qué ocurriría con los demás
capitalistas, que no producen artículos de primera necesidad? Y no creáis que
éstos son pocos. Si tenéis en cuenta que dos terceras partes de la producción
nacional son consumidas por una quinta parte de la población -- un diputado de
la Cámara de los Comunes afirmó hace poco que estos consumidores formaban sólo
la séptima parte de la población --, podréis imaginaros qué parte tan enorme de
la producción nacional se destina a artículos de lujo o se cambia por ellos y
qué cantidad tan inmensa de artículos de primera necesidad se derrocha en
lacayos, caballos, gatos, etc., derroche que, según nos enseña la experiencia,
llega siempre a ser limitado considerablemente al aumentar los precios de los
artículos de primera necesidad.
Pues bien,
¿cuál sería la situación de estos capitalistas que no producen artículos de
primera necesidad? Estos capitalistas no podrían resarcirse de la baja de su
cuota de ganancia, efecto de una subida general de salarios, elevando los
precios de sus mercancías, puesto que la demanda de éstas no aumentaría Sus
ingresos disminuirían, y de estos ingresos mermados tendrían que pagar más por
la misma cantidad de artículos de primera necesidad que subieron de precio.
Pero la cosa no pararía aquí. Como sus ingresos habrían disminuido, ya no
podrían gastar tanto en artículos de lujo, con lo cual descendería también la
demanda mutua de sus respectivas mercancías. Y, a consecuencia de esta
disminución de la demanda, bajarían los precios de sus mercancías. Por tanto,
en estas ramas industriales, la cuota de ganancia no sólo descendería en simple
proporción al aumento general del tipo de los salarios, sino que este descenso
sería proporcionado a la acción conjunta de la subida general de salarios, del
aumento de precios de los artículos de primera necesidad y de la baja de
precios de los artículos de lujo.
¿Cuál sería
la consecuencia de esta diversidad en cuanto a las cuotas de ganancia de los
capitales colocados en las diferentes ramas de la industria? La misma
consecuencia que se produce siempre que, por la razón que sea, se dan
diferencias en las cuotas medias de ganancia de las diversas ramas de
producción. El capital y el trabajo se desplazarían de las ramas menos
rentables a las más rentables; y este proceso de desplazamiento duraría hasta
que la oferta de una rama industrial aumentase proporcionalmente a la mayor
demanda y en las demás ramas industriales disminuyese conforme a la menor
demanda. Una vez operado este cambio, la cuota general de ganancia volvería a
nivelarse en las diferentes ramas de la industria. Como todo aquel trastorno
obedecía en un principio a un simple cambio en cuanto a la relación entre la
oferta y la demanda de diversas mercancías, al cesar la causa cesarían también
los efectos, y los precios volverían a su antiguo nivel y recobrarían su
antiguo equilibrio. La baja de la cuota de ganancia por efecto de los aumentos
de salarios, en vez de limitarse a unas cuantas ramas industriales, se generalizaría.
Según el supuesto de que partimos, no se introduciría ningún cambio ni en las
fuerzas productivas del trabajo ni en el volumen global de la producción, sino
que aquel volumen de producción dado se limitaría a cambiar de forma. Ahora,
estaría representada por artículos de primera necesidad una parte mayor del
volumen de producción y sería menor la parte integrada por los artículos de
lujo, o, lo que es lo mismo, disminuiría la parte destinada a cambiarse por
mercancías de lujo importadas del extranjero y consumida en esta forma; o lo
que también resulta lo mismo, una parte mayor de la producción nacional se
cambiaría por artículos de primera necesidad importados, en vez de cambiarse
por artículos de lujo. Por tanto, después de trastornar temporalmente los
precios del mercado, la subida general del tipo de salarios sólo conduciría a
una baja general de la cuota de ganancia, sin introducir ningún cambio
permanente en los precios de las mercancías.
Y si se me
dice que en la anterior argumentación doy por supuesto que todo el incremento
de los salarios se invierte en artículos de primera necesidad, replicaré que
parto del supuesto más favorable para el punto de vista del ciudadano Weston.
Si el incremento de los salarios se invirtiese en objetos que antes no entraban
en el consumo los obreros, no sería necesario pararse a demostrar que su poder
adquisitivo había experimentado un aumento real. Pero, como no es más que la
consecuencia de la subida de los salarios, este aumento del poder adquisitivo
del obrero tiene que corresponder exactamente a la disminución del poder
adquisitivo de los capitalistas. Es decir, que la demanda global de mercancías
no aumentaría, sino que cambiarían los elementos integrantes de esta demanda.
El aumento de la demanda de un lado se compensaría con la disminución de la
demanda de otro lado. Por este camino, como la demanda global permanece
invariable, no se operaría ningún cambio en los precios de las mercancías.
Os veis, por
tanto, situados ante un dilema. Una de dos: o el incremento de los salarios se
invierte por igual en todos los artículos de consumo, en cuyo caso la expansión
de la demanda por parte de la clase obrera tiene que compensarse con la
contracción de la demanda por parte de la clase capitalista; o el incremento de
los salarios sólo se invierte en determinados artículos cuyos precios en el
mercado aumentarán temporalmente: en este caso, el alza y la baja respectiva de
la cuota de ganancia en unas y otras ramas industriales provocarán un cambio en
cuanto a la distribución del capital y el trabajo, entre tanto la oferta se
acople en una rama a la mayor demanda y en otras a la demanda menor. En el
primer supuesto, no se producirá ningún cambio en los precios de las
mercancías. En el segundo supuesto, tras algunas oscilaciones de los precios
del mercado, los valores de cambio de las mercancías descenderán a su nivel
primitivo. En ambos casos, la subida general del tipo de salarios sólo
conducirá, en fin de cuentas, a una baja general de la cuota de ganancia.
Para
espolear vuestra imaginación, el ciudadano Weston os invitaba a pensar en las
dificultades que acarearía en Inglaterra un alza general de los jornales de los
obreros agrícolas, de nueve a dieciocho chelines. ¡Pensad, exclamaba, en el
enorme aumento de la demanda de artículos de primera necesidad que eso
supondría y, en su consecuencia, la subida espantosa de los precios a que daría
lugarl Pues bien, todos sabéis que los jornales medios de los obreros agrícolas
en Norteamérica son más del doble que los de los obreros agrícolas en Inglaterra,
a pesar de que allí los precios de los productos agrícolas son más bajos que
aquí, a pesar de que en los Estados Unidos reinan las mismas relaciones
generales entre el capital y el trabajo que en Inglaterra y a pesar de que el
volumen anual de la producción norteamericana es mucho más reducido que el de
la inglesa. ¿Por qué, pues, nuestro amigo echa esta campana a rebato?
Sencillamente, para desplazar el verdadero problema ante nosotros. Un aumento
repentino de salarios de nueve a dieciocho chelines, representaría una subida
repentina del 100 por 100. Ahora bien, aquí no discutimos en absoluto si en
Inglaterra podría elevarse de pronto el tipo general de salario en un 100 por
100. No nos interesa para nada la cuantía del aumento, que en cada caso concreto
depende de las circunstancias y tiene que adaptarse a ellas. Lo único que nos
interesa es investigar en qué efectos se traduciría un alza general del tipo de
salarios, aunque no exceda del uno por ciento.
Dejando a un
lado esta alza fantástica del 100 por 100 del amigo Weston, voy a encaminar
vuestra atención hacia el aumento efectivo de salarios operado en la Gran
Bretaña desde 1849 hasta 1859.
Todos conocéis la ley de las diez
horas, o mejor dicho, de las diez horas y media, promulgada en 1848. Fue uno de los mayores cambios
económicos que hemos presenciado. Representaba un aumento súbito y obligatorio de salarios,
no ya en algunas industrias locales, sino en las ramas industriales que van a
la cabeza, y por medio de las cuales Inglaterra domina los mercados del mundo.
Era una subida de salarios que se operaba en circunstancias excepcionalmente
desfavorables. El doctor Ure, el profesor Senior y todos los demás portavoces
oficiales de la burguesía en el campo de la Economía demostraron -- con razones
mucho más sólidas que nuestro amigo Weston, debo decir -- que aquello era tocar
a muerto por la industria inglesa. Demostraron que no se trataba de un aumento
de salarios puro y simple, sino de un
aumento de salarios provocado por la disminución de la cantidad de trabajo
invertido y basado en ella. Afirmaban que la duodécima hora, que se quería
arrebatar al capitalista, era precisamente la única en que éste obtenía su
ganancia. Amenazaron con el descenso de la acumulación, la subida de los
precios, la pérdida de mercados, el decrecimiento de la producción, la reacción
consiguiente sobre los salarios y, por último, la ruina. En realidad, sostenían
que las leyes del máximo[2]
de Maximiliano Robespierre eran, comparadas con aquello, una pequeñez; y en
cierto sentido tenían razón. ¿Y cuál fue, en realidad, el resultado? Que los salarios en dinero de los obreros
fabriles aumentaron a pesar de haberse reducido la jornada de trabajo, que
creció considerablemente el número de obreros fabriles ocupados, que bajaron
constantemente los precios de sus productos, que se desarrollaron
maravillosamente las fuerzas productivas de su trabajo y se dilataron en
proporciones inauditas y cada vez mayores los mercados para sus artículos.
Yo mismo pude escuchar en Manchester, en 1860, en una asamblea convocada por la
Sociedad para el Fomento de la Ciencia, cómo el señor Newman confesaba que él,
el doctor Ure, Senior y todos los demás representantes oficiales de la ciencia
económica se habían equivocado, mientras que el instinto del pueblo había
sabido ver certeramente. Cito aquí a W. Newman[3] y no al
profesor Francis Newman, porque aquél ocupa en la ciencia económica una
posición preeminente como colaborador y editor de la Historie de los Precios [4], de Mr.
Thomas Tooke, esta obra magnífica, que estudia la historia de los precios desde
1793 hasta 1856. Si la idea fija de nuestro amigo Weston acerca del volumen
fijo de los salarios, de un volumen de producción fijo, de un grado fijo de
fuerzas productivas del trabajo, de una voluntad fija y permanente de los
capitalistas y todo lo demás fijo y definitivo en Weston fuesen exactos, el
profesor Senior habría acertado con sus sombrías predicciones, y en cambio se
habría equivocado Roberto Owen, que ya en 1816 proclamaba una
limitación general de la jornada de trabajo como el primer paso preparatorio
para la emancipación de la clase obrera[5], implantándola él mismo por su cuenta y riesgo en su
fábrica textil de New Lanark, frente al prejuicio generalizado.
En la misma
época en que se implantaba la ley de las diez horas y se producía el
subsiguiente aumento de los salarios, tuvo lugar en la Gran Bretaña, por razones
que no cabe exponer aquí, una subida general de los jornales de los obreros
agrícolas.
Aunque no es
necesario para mi objeto inmediato, haré unas indicaciones previas para no
induciros a error.
Si una
persona percibe dos chelines de salario a la semana y éste se le sube a cuatro
chelines, el tipo de salario habrá aumentado en el 100 por 100. Esto, expresado
como aumento del tipo de salario, parecería algo maravilloso, aunque en
realidad la cuantía efectiva del salario, o sea cuatro chelines a la semana,
siga siendo un mísero salario de hambre. Por
tanto, no debéis dejaros fascinar por los altisonantes tantos por ciento en el
tipo de salario, sino preguntar siempre cuál era la cuantía primitiva del
jornal.
Además,
comprenderéis que si hay diez obreros que ganan cada uno dos chelines a la
semana, cinco obreros que ganan cinco chelines cada uno y otros cinco que ganan
once, entre los veinte ganarán cien chelines o cinco libras esterlinas a la
semana. Si luego la suma global de estos salarios semanales aumenta, digamos en
un 20 por 100, arrojará una subida de cinco libras a seis. Fijándonos en el
promedio, podríamos decir que, el tipo general de salarios ha aumentado en un
20 por 100, aunque en realidad los salarios de los diez obreros no varíen y los
salarios de uno de los dos grupos de cinco obreros sólo aumenten de cinco
chelines a seis por persona, aumentando la suma de salarios del otro grupo de
cinco obreros de cincuenta y cinco a setenta. Aquí, la mitad de los obreros no
mejoraría absolutamente en nada de situación, la cuarta parte experimentaría un
alivio insignificante, y sólo la cuarta parte restante obtendría una mejora
efectiva. Pero, calculando la media, la suma global de salarios de estos veinte
obreros aumentaría en un 20 por 100, y en lo que se refiere al capital global
para el que trabajan y los precios de las mercancías que producen, sería
exactamente lo mismo que si todos participasen por igual en la subida media de
los salarios. En el caso de los obreros agrícolas, como el nivel de los salarios
abonados en los distintos condados de Inglaterra y Escocia difiere
considerablemente, el aumento les afectó de un modo muy desigual.
Finalmente,
durante la época en que tuvo lugar aquella subida de salarios se manifestaron
también influencias que la contrarrestaban, tales como los nuevos impuestos que
trajo consigo la guerra rusa, la demolición extensiva de las viviendas de los
obreros agrícolas[6], etc.
Después de
tantos prolegómenos, paso a consignar que de 1849 a 1859 el tipo medio de
salarios de los obreros del campo en la Gran Bretaña experimentó un aumento de
alrededor del cuarenta por ciento. Podría aduciros copiosos detalles en apoyo
de mi afirmación, pero para el objeto que se persigue creo que bastará con
remitiros a la concienzuda y crítica conferencia que el difunto Mr. John C.
Morton dio en 1860, en la Sociedad de las Artes de Londres sobre Las fuerzas
aplicadas en la agricultura [7]. El
señor Morton expone los datos estadísticos sacados de las cuentas y otros
documentos auténticos de unos cien agricultores, en doce condados de Escocia y
treinta y cinco de Inglaterra.
Según el punto
de vista de nuestro amigo Weston, y considerando además el alza simultánea
operada en los salarios de los obreros fabriles, durante los años 1849-1859,
los precios de los productos agrícolas hubieran debido experimentar un aumento
enorme. Pero, ¿qué aconteció, en realidad? A pesar de la guerra rusa y de las
malas cosechas que se dieron consecutivamente de los años 1854 a 1856, los
precios medios del trigo, que es el principal producto agrícola de Inglaterra,
bajaron de unas tres libras esterlinas por quarter, a que se había cotizado
durante los años de 1838 a 1848, hasta unas dos libras y diez chelines el
quarter, a que se cotizó de 1849 a 1859. Esto representa una baja del precio
del trigo de más del 16 por l00, con un alza media simultánea del 40 por 100 en
los jornales de los obreros agrícolas. Durante la misma época, si comparamos el
final con el comienzo, es decir, el año 1859 con el de 1849, la cifra del
pauperismo oficial desciende de 934.419 a 860.470, lo que supone una diferencia
de 73.949 pobres; reconozco que es una disminución muy pequeña, que además
vuelve a desaparecer en los años siguientes; pero es, con todo, una
disminución.
Se nos
podría decir que, a consecuencia de la derogación de las leyes cerealistas[8], la
importación de cereal extranjero durante el período de 1849 a 1859 aumentó en
más de dos veces, comparada con la de 1838 a 1848. Y ¿qué se infiere de esto?
Desde el punto de vista del ciudadano Weston, hubiera debido suponerse que esta
enorme demanda repentina y sin cesar creciente sobre los mercados extranjeros
había hecho subir hasta un nivel espantoso los precios de los productos
agrícolas, puesto que los efectos de la creciente demanda son los mismos cuando
procede de fuera que cuando proviene de dentro. Pero, ¿qué ocurrió, en
realidad? Si se exceptúa algunos años de malas cosechas, vemos que en Francia
se quejan constantemente, durante todo este tiempo, de la ruinosa baja del
precio del trigo; los norteamericanos veíanse constantemente obligados a quemar
el sobrante de su producción, y Rusia, si hemos de creer al señor Urquhart,
atizó la guerra civil en los Estados Unidos porque sus exportaciones agrícolas
estaban paralizadas por la competencia yanqui en los mercados de Europa.
Reducido a
su forma abstracta, el argumento del ciudadano Weston se traduciría en lo
siguiente: todo aumento de la demanda se opera siempre sobre la base de un
volumen dado de producción. Por tanto, no puede hacer aumentar nunca la oferta
de los artículos apetecidos, sino solamente hacer subir su precio en dinero.
Ahora bien, la más común observación demuestra que, en algunos casos, el
aumento de la demanda no altera para nada los precios de las mercancías, y que
en otros casos provoca un alza pasajera de los precios del mercado, a la que
sigue un aumento de la oferta, seguido a su vez por la baja de los precios
hasta su nivel primitivo, y en muchos casos por debajo de él. El que el aumento
de la demanda obedezca al alza de los salarios o a otra causa cualquiera, no
altera para nada los términos del problema. Desde el punto de vista del
ciudadano Weston, tan difícil resulta explicarse el fenómeno general como el
que se revela bajo las circunstancias excepcionales de una subida de salarios.
Por tanto, su argumento no ha demostrado nada en cuanto al objeto que nos
ocupa. Sólo pone de manifiesto su perplejidad ante las leyes por virtud de las
cuales una mayor demanda provoca una mayor oferta y no un alza definitiva de
los precios del mercado.
III. [SALARIOS
Y DINERO]
Al segundo
día de debate, nuestro amigo Weston vistió su vieja afirmación con nuevas
formas. Dijo: al producirse un alza general de los salarios en dinero, se
necesitará más dinero contante para abonar los mismos salarios. Siendo la
cantidad de dinero circulante una cantidad fija, ¿cómo vais a poder pagar, con
esa suma fija de dinero circulante, una suma mayor de salarios en dinero? En un
principio, la dificultad surgía de que, aunque subiese el salario en dinero del
obrero, la cantidad de mercancías que le estaba asignada era fija; ahora, surge
del aumento de los salarios en dinero, a pesar de existir un volumen fijo de
mercancías. Y, naturalmente, si rechazáis su dogma originario, desaparecerán
también los perjuicios concomitantes.
Voy a
demostraros, sin embargo, que este problema del dinero circulante no tiene nada
absolutamente que ver con el tema que nos ocupa.
En vuestro
país, el mecanismo de pagos está mucho más perfeccionado que con ningún otro
país de Europa. Gracias a la extensión y concentración del sistema bancario, se
necesita mucho menos dinero circulante para poner en circulación la misma
cantidad de valores y realizar el mismo o mayor número de operaciones. En lo
que respecta, por ejemplo, a los salarios, el obrero fabril inglés entrega
semanalmente su salario al tendero, que lo envía todas las semanas al banquero;
éste lo devuelve semanalmente al fabricante, quien vuelve a pagarlo a sus
obreros, y así sucesivamente. Gracias a este mecanismo, el salario anual de un
obrero, que ascienda, supongamos, a cincuenta y dos libras esterlinas, puede
pagarse con un solo soberano que recorra todas las semanas el mismo ciclo.
Incluso en Inglaterra, este mecanismo de pagos no es tan perfecto como en
Escocia, y no en todas partes presenta la misma perfección; por eso vemos que,
por ejemplo, en algunas comarcas agrícolas se necesita, si las comparamos con
las comarcas fabriles, mucho más dinero circulante para poner en circulación un
volumen más pequeño de valores.
Si cruzáis
el Canal, veréis que los salarios en dinero son mucho más bajos que en
Inglaterra, a pesar de lo cual en Alemania, en Italia, en Suiza y en Francia
éstos se ponen en circulación mediante una cantidad mucho mayor de dinero
circulante. El mismo soberano no va a parar tan rápidamente a manos del
banquero, ni retorna con tanta prontitud al capitalista industrial; por eso, en
lugar del soberano necesario para poner en circulación cincuenta y dos libras
esterlinas al año, para abonar un salario anual que ascienda a la suma de
veinticinco libras se necesitan tal vez tres soberanos. De este modo,
comparando los países del continente con Inglaterra, veréis en seguida que
salarios en dinero bajos pueden exigir, para su circulación, cantidades mucho
mayores de dinero circulante que los salarios altos, y que esto no es, en
realidad, más que un problema puramente técnico, que nada tiene que ver con el
tema que nos ocupa.
Según los
mejores cálculos que conozco, los ingresos anuales de la clase obrera de este
país pueden cifrarse en unos 250 millones de libras esterlinas. Esta enorme
suma se pone en circulación mediante unos tres millones de libras. Supongamos
que se produzca una subida de salarios del 50 por l00. En vez de tres millones,
se necesitarían cuatro millones y medio en dinero circulante. Como una parte
considerable de los gastos diarios del obrero se cubre con plata y cobre, es
decir, con simples signos monetarios, cuyo valor en relación al oro se fija
arbitrariamente por la ley, al igual que el valor del papel moneda no
canjeable, resulta que esa subida del 50 por 100 en los salarios en dinero
supondría, en el peor de los casos, el aumentar la circulación, digamos, en un
millón de soberanos. Se lanzaría a la circulación un millón, que ahora está
reposando en los sótanos del Banco de Inglaterra o en las cajas de la Banca
privada, en forma de lingotes o de moneda acuñada. E incluso podría ahorrarse,
y se ahorraría efectivamente, el gasto insignificante que supondría la
acuñación suplementaria o el adicional desgaste de ese millón, si la necesidad
de aumentar el dinero puesto en circulación produjese algún rozamiento. Todos
sabéis que el dinero circulante de este país se divide en dos grandes ramas.
Una parte, consistente en billetes de banco de las más diversas clases, se
emplea en las transacciones entre comerciantes, y también en las transacciones
entre comerciantes y consumidores, para saldar los pagos más importantes; otra
parte de los medios de circulación, la moneda de metal, circula en el comercio
al por menor. Aunque distintas, estas dos clases de medios de circulación se
mezclan y combinan mutuamente. Así, las monedas de oro circulan, en una buena
proporción, incluso en pagos importantes, para cubrir las cantidades
fraccionarias inferiores a cinco libras. Pues bien: si mañana se emitiesen
billetes de cuatro libras, de tres o de dos, el oro que llena estos canales de
circulación, saldría en seguida de ellos y afluiría a aquellos canales en que
fuese necesario para atender a la subida de los jornales en dinero. Por este
procedimiento, podría abastecerse el millón adicional exigido por la subida de
los salarios en un 50 por 100, sin añadir ni un solo soberano. Y el mismo
resultado se conseguiría, sin emitir ni un billete de banco adicional, con sólo
aumentar la circulación de letras de cambio, como ocurrió durante mucho tiempo
en el condado de Lancaster.
Si una
subida general del tipo de salarios, por ejemplo del 100 por 100, como el
ciudadano Weston supone respecto a los salarios de los obreros del campo,
provocase una gran alza en los precios de los artículos de primera necesidad y
exigiese, según sus conceptos, una suma adicional de medios de pago, que no
podría conseguirse, una baja general de salarios debería producir el mismo
resultado y en idéntica proporción, aunque en sentido inverso. Pues bien, todos
sabéis que los años 1858 a 1860 fueron los años más prósperos para la industria
algodonera y que sobre todo el año de 1860 ocupa a este respecto un lugar único
en los anales del comercio; este año fue también de gran florecimiento para las
otras ramas industriales. En 1860, los salarios de los obreros del algodón y de
los demás obreros relacionados con esta industria fueron más altos que nunca
hasta entonces. Pero vino la crisis norteamericana, y todos estos salarios
viéronse reducidos de pronto a la cuarta parte, aproximadamente, de su suma
anterior. En sentido inverso, esto habría supuesto una subida del 300 por 100.
Cuando los salarios suben de cinco chelines a veinte, decimos que experimentan
una subida del 300 por 100; Si bajan de veinte chelines a cinco, decimos que
descienden el 75 por 100, pero la cuantía de la subida en un caso y de la baja
en el otro es la misma, a saber: 15 chelines. Sobrevino, pues, un cambio
repentino en el tipo de los salarios, como jamás se había conocido
anteriormente, y el cambio afectó a un número de obreros que, si no incluimos
tan sólo a los que trabajaban directamente en la industria algodonera, sino
también a los que dependían indirectamente de esta industria, excedía en una
mitad al número de los obreros agrícolas. ¿Acaso bajó el precio del trigo? Al
contrario, subió de 47 chelines y 8 peniques por quarter, que había sido el
precio medio en los tres años de 1858 a 1860, a 55 chelines y 10 peniques el
quarter, según la media anual de los tres años de 1861 a 1863, Por lo que se
refiere a los medios de pago, durante el año 1861 se acuñaron en la Casa de la
Moneda 8.673.232 libras esterlinas, contra 3.378.102 libras que se habían
acuñado en 1860; es decir, que en 1861 se acuñaron 5.295.130 libras esterlinas
más que en 1860, Es cierto que el volumen de circulación de billetes de banco
en 1861 arrojó 1.319.000 Iibras menos que el de 1860, Descontemos esto y aun
quedará para el año 1861, comparado con el anterior año de prosperidad, 1860,
un superávit de medios de circulación por valor de 3.976.130 libras, casi
cuatro millones de libras esterlinas; en cambio, la reserva de oro del Banco de
Inglaterra durante este período de tiempo disminuyó, no en la misma proporción
exactamente pero en una proporción aproximada.
Comparad
ahora el año 1862 con el año 1842. Prescindiendo del enorme aumento del valor y
del volumen de las mercancías en circulación, el capital desembolsado solamente
para cubrir las operaciones regulares de acciones, empréstitos, etc., de
valores de los ferrocarriles, asciende, en Inglaterra y Gales, durante el año
1862, a la suma de 320.000.000 de libras esterlinas, cifra que en 1842 habría
parecido fabulosa. Y, sin embargo, las sumas globales de los medios de
circulación fueron casi iguales en los años 1862 y 1842; y, en términos
generales, advertiréis, frente a un enorme aumento de valor no sólo de las
mercancías, sino también en general de las operaciones en dinero, una tendencia
a la disminución progresiva de los medios de pago. Desde el punto de vista de
nuestro amigo Weston, esto es un enigma indescifrable.
Si hubiese
ahondado algo más en el asunto, habría visto que, prescindiendo de los salarios
y suponiendo que éstos permanezcan invariables, el valor y el volumen de las
mercancías puestas en circulación, y, en general, la cuantía de las operaciones
en dinero concertadas, varían diariamente que la cuantía de billetes de banco
emitidos varía diariamente; que la cuantía de los pagos que se efectúan sin
ayuda de dinero, por medio de letras de cambio, cheques, créditos sentados en
los libros, las clearing houses, varía diariamente; que en la medida en que se
necesita acudir al verdadero dinero en metálico, la proporción entre las
monedas que circulan y las monedas y los lingotes guardados en reserva o
atesorados en los sótanos de los Bancos, varía diariamente; que la suma del oro
absorbido por la circulación nacional y enviado al extranjero para los fines de
la circulación internacional, varía diariamente. Habría visto que su dogma de
un volumen fijo de los medios de pago es un tremendo error, incompatible con la
realidad de todos los días. Se habría informado de las leyes que permiten a los
medios de pago adaptarse a condiciones que varían tan constantemente, en vez de
convertir su falsa concepción acerca de las leyes de la circulación monetaria
en un argumento contra la subida de los salarios.
IV. [OFERTA
Y DEMANDA]
Nuestro
amigo Weston hace suyo el proverbio latino de repetitio est mater studiorum,
que quiere decir: la repetición es la madre del estudio, razón por la cual nos
repite su dogma inicial bajo la nueva forma de que la reducción de los medios
de pago operada por la subida de los salarios determinaría una disminución del
capital, etcétera. Después de haber tratado de sus extravagancias acerca de los
medios de pago, considero de todo punto inútil detenerme a examinar las
consecuencias imaginarias que él cree emanan de su imaginaria conmoción de los
medios de pago. Paso, pues, inmediatamente a reducir a su expresión teórica más
simple su dogma, que es siempre uno y el mismo, aunque lo repita bajo tantas
formas diversas.
Una sola
observación pondrá de manifiesto la ausencia de sentido crítico con que trata
su tema. Se declara contrario a la subida de salarios o a los salarios altos que
resultarían a consecuencia de esta subida. Ahora bien, le pregunto yo: ¿qué son
salarios altos y qué salarios bajos? ¿Por qué, por ejemplo, cinco chelines
semanales se considera como salario bajo y veinte chelines a la semana se
reputa salario alto? Si un salario de cinco es bajo en comparación con uno de
veinte, el de veinte será todavía más bajo en comparación con uno de
doscientos. Si alguien diese una conferencia sobre el termómetro y se pusiese a
declamar sobre grados altos y grados bajos, no enseñaría nada a nadie. Lo
primero que tendría que explicar es cómo se encuentra el punto de congelación y
el punto de ebullición y cómo estos dos puntos determinantes obedecen a leyes
naturales y no a la fantasía de los vendedores o de los fabricantes de termómetros.
Pues bien, por lo que se refiere a los salarios y las ganancias, el ciudadano
Weston no sólo no ha sabido deducir de leyes económicas esos puntos
determinantes, sino que no ha sentido siquiera la necesidad de indagarlos. Se
contenta con admitir las expresiones vulgares y corrientes de bajo y alto, como
si estos términos tuviesen alguna significación fija, a pesar de que salta a la
vista que los salarios sólo pueden calificarse de altos o de bajos
comparándolos con alguna norma que nos permita medir su magnitud.
El ciudadano
Weston no podrá decirme por qué se paga una determinada suma de dinero por una
determinada cantidad de trabajo. Si me contestase que esto lo regula la ley de
la oferta y la demanda, le pediría ante todo que me dijese por qué ley se
regulan, a su vez, la demanda y la oferta. Y esta contestación le pondría
inmediatamente fuera de combate. Las relaciones entre la oferta y la demanda de
trabajo se hallan sujetas a constantes fluctuaciones, y con ellas fluctúan los
precios del trabajo en el mercado. Si la demanda excede de la oferta, suben los
salarios; si la oferta rebasa a la demanda, los salarios bajan, aunque en tales
circunstancias pueda ser necesario comprobar el verdadero estado de la demanda
y la oferta, v. gr., por medio de una huelga o por otro procedimiento
cualquiera. Pero si tomáis la oferta y la demanda como ley reguladora de los
salarios, sería tan pueril como inútil clamar contra las subidas de salarios,
puesto que, con arreglo a la ley suprema que invocáis, las subidas periódicas
de los salarios son tan necesarias y tan legítimas como sus bajas periódicas. Y
si no consideráis la oferta y la demanda como ley reguladora de los salarios,
entonces repito mi pregunta anterior: ¿por qué se da una determinada suma de
dinero por una determinada cantidad de trabajo?
Pero
enfoquemos la cosa desde un punto de vista más amplio: os equivocaríais de
medio a medio, si creyerais que el valor del trabajo o de cualquier otra
mercancía se determina, en último término, por la oferta y la demanda. La
oferta y la demanda no regulan más que las oscilaciones pasajeras de los
precios en el mercado. Os explicarán por qué el precio de un artículo en el
mercado sube por encima de su valor o cae por debajo de él, pero no os
explicarán jamás este valor en sí. Supongamos que la oferta y la demanda se
equilibren o se cubran mutuamente, como dicen los economistas. En el mismo
instante en que estas dos fuerzas contrarias se nivelan, se paralizan
mutuamente y dejan de actuar en uno u otro sentido. En el instante mismo en que
la oferta y la demanda se equilibran y dejan, por tanto, de actuar, el precio
de una mercancía en el mercado coincide con su valor real, con el precio normal
en torno al cual oscilan sus precios en el mercado. Por tanto, si queremos investigar
el carácter de este valor, no tenemos que preocuparnos de los efectos
transitorios que la oferta y la demanda ejercen sobre los precios del mercado.
Y otro tanto cabría decir de los salarios y de los precios de todas las demás
mercancías.
V. [SALARIOS Y PRECIOS]
Reducidos a
su expresión teórica más simple, todos los argumentos de nuestro amigo se
traducen en un solo y único dogma: "Los
precios de las mercancías se determinan o regulan por los salarios”.
Frente a
este anticuado y desacreditado error, podría invocar el testimonio de la
observación práctica. Podría deciros que los obreros fabriles, los mineros, los
trabajadores de los astilleros y otros obreros ingleses, cuyo trabajo está
relativamente bien pagado, baten a todas las demás naciones por la baratura de
sus productos, mientras que el jornalero agrícola inglés, por ejemplo, cuyo
trabajo está relativamente mal pagado, es batido por casi todas las demás
naciones, a consecuencia de la carestía de sus productos. Comparando unos
artículos con otros dentro del mismo país y las mercancías de distintos países
entre sí, podría demostrar que, si se prescinde de algunas excepciones más aparentes
que reales, por término medio, el trabajo bien retribuido produce mercancías
baratas y el trabajo mal pagado mercancías caras. Esto no demostraría, naturalmente,
que el elevado precio del trabajo, en unos casos, y en otros su precio bajo
sean las causas respectivas de estos efectos diametralmente opuestos, pero sí
serviría para probar, en todo caso, que los precios de las mercancías no se
determinan por los precios del trabajo. Sin embargo, es de todo punto
superfluo, para nosotros, aplicar este método empírico.
Podría, tal
vez, negarse que el ciudadano Weston haya sostenido el dogma de que "los
precios de las mercancías se determinan o regulan por los salarios”. Y el hecho
es que jamás lo ha formulado. Dijo, por el contrario, que la ganancia y la
renta del suelo son también partes integrantes de los precios de las
mercancías, puesto que de éstos tienen que ser pagados no sólo los salarios de
los obreros, sino también las ganancias del capitalista y las rentas del
terrateniente. Pero, ¿cómo se forman los precios, según su modo de ver? Se
forman, en primer término, por los salarios. Luego, se añade al precio un tanto
por ciento adicional a beneficio del capitalista y otro tanto por ciento
adicional a beneficio del terrateniente. Supongamos que los salarios abonados
por el trabajo invertido en la producción de una mercancía ascienden a diez. Si
la cuota de ganancia fuese del 100 por 100, el capitalista añadiría a los
salarios desembolsados diez, y si la cuota de renta fuese también del 100 por
100 sobre los salarios, habría que añadir diez más, con lo cual el precio total
de la mercancía se cifraría en treinta. Pero semejante determinación del precio
significaría simplemente que éste se determina por los salarios Si éstos, en
nuestro ejemplo anterior, ascendiesen a veinte, el precio de la mercancía
ascendería a sesenta, y así sucesivamente. He aquí por qué todos los escritores
anticuados de Economía Política que sentaban la tesis de que los salarios
regulan los precios, intentaban probarla presentando la ganancia y la renta del
suelo como simples porcentajes adicionales sobre los salarios. Ninguno de ellos
era capaz, naturalmente, de reducir los límites de estos recargos porcentuales
a una ley económica. Parecían creer, por el contrario, que las ganancias se fijaban
por la tradición, la costumbre, la voluntad del capitalista o por cualquier
otro método igualmente arbitrario e inexplicable. Cuando dicen que las
ganancias se determinan por la competencia entre los capitalistas, no dicen
absolutamente nada. Esta competencia, indudablemente, nivela las distintas
cuotas de ganancia de las diversas industrias, o sea, las reduce a un nivel
medio, pero jamás puede determinar este nivel mismo o la cuota general de
ganancia.
¿Qué
queremos decir, cuando afirmamos que los precios de las mercancías se
determinan por los salarios? Como el salario no es más que una manera de
denominar el precio del trabajo, al decir esto, decimos que los precios de las
mercancías se regulan por el precio del trabajo. Y como "precio" es valor de cambio -- y cuando hablo del valor, me
refiero siempre al valor de cambio --, valor de cambio expresado en dinero,
aquella afirmación equivale a esta otra: "el valor de las mercancías se determina por el valor del trabajo
", o, lo que es lo mismo: "el valor del trabajo es la medida general de valor”.
Pero, ¿cómo
se determina, a su vez, "el valor del trabajo "? Al llegar aquí, nos
encontramos en un punto muerto. Siempre y cuando, claro está, que intentemos
razonar lógicamente. Pero los defensores de esta teoría no sienten grandes
escrúpulos en materia de lógica. Tomemos, por ejemplo, a nuestro amigo Weston.
Primero nos decía que los salarios regulaban los precios de las mercancías y
que, por tanto, éstos tenían que subir cuando subían los salarios. Luego,
virando en redondo, nos demostraba que una subida de salarios no serviría de
nada, porque habrán subido también los precios de las mercancías y porque los
salarios se medían en realidad por los precios de las mercancías con ellos
compradas. Así pues, empezamos por la afirmación de que el valor del trabajo
determina el valor de la mercancía, y terminamos afirmando que el valor de la
mercancía determina el valor del trabajo. De este modo, no hacemos más que
movernos en el más vicioso de los círculos sin llegar a ninguna conclusión.
Salta a la
vista, en general, que, tomando el valor de una mercancía, por ejemplo el
trabajo, el trigo u otra mercancía cualquiera, como medida y regulador general
del valor, no hacemos más que desplazar la dificultad, puesto que determinamos
un valor por otro que, a su vez, necesita ser determinado.
Expresado en
su forma más abstracta, el dogma de que "los salarios determinan los
precios de las mercancías" viene a decir que "el valor se determina
por el valor", y esta tautología sólo demuestra que, en realidad, no
sabemos nada del valor. Si admitiésemos semejante premisa, toda discusión
acerca de las leyes generales de la Economía Política se convertiría en pura cháchara. Por
eso hay que reconocer a Ricardo el gran mérito de haber destruido hasta en sus cimientos,
con su obra "Principios de Economía
Política ", publicada en 1817, el viejo
error, tan difundido y gastado , de que "los salarios determinan los
precios",[9] error
que habían rechazado Adam Smith y sus predecesores franceses en la
parte verdaderamente científica de sus investigaciones, y que, sin embargo,
reprodujeron en sus capítulos más exotéricos y vulgarizantes.
VI. [VALOR
Y TRABAJO]
¡Ciudadanos!
He llegado al punto en que tengo que entrar en el verdadero desarrollo del
tema. No puedo asegurar que haya de hacerlo de un modo muy satisfactorio, pues
ello me obligaría a recorrer todo el campo de la Economía Política. Habré de
limitarme, como dicen los franceses, a effleurer la question, a tocar tan sólo
los aspectos fundamentales del problema.
La primera
cuestión que tenemos que plantear es ésta:
¿Qué es el valor de una mercancía? ¿Cómo se determina?
A primera
vista, parece como si el valor de una mercancía fuese algo completamente
relativo, que no puede determinarse sin considerar una mercancía en relación
con todas las demás. Y, en efecto, cuando
hablamos del valor, del valor de cambio de una mercancía, entendemos las
cantidades proporcionales en que se cambia por todas las demás mercancías. Pero
esto nos lleva a preguntarnos: ¿cómo se
regulan las proporciones en que se cambian unas mercancías por otras?
Sabemos por
experiencia que estas proporciones varían hasta el infinito. Si tomamos una
sola mercancía, trigo por ejemplo, veremos que un quarter de trigo se cambia
por otras mercancías en una serie casi infinita de proporciones. Y, sin
embargo, como su valor es siempre el mismo, ya se exprese en seda, en oro o en
otra mercancía cualquiera, este valor tiene que ser forzosamente algo distinto
e independiente de esas diversas proporciones en que se cambia por otros
artículos. Tiene que ser posible expresar en una forma muy distinta estas
diversas ecuaciones entre diversas mercancías.
Además,
cuando digo que un quarter de trigo se cambia por hierro en una determinada
proporción o que el valor de un quarter de trigo se expresa en una determinada
cantidad de hierro, digo que el valor del trigo y su equivalente en hierro son
iguales a una tercera cosa que no es ni trigo ni hierro, ya que doy por
supuesto que expresan la misma magnitud en dos formas distintas. Por tanto,
cada uno de estos dos objetos, lo mismo el trigo que el hierro, debe poder
reducirse de por sí, independientemente del otro, a aquella tercera cosa, que
es la medida común de ambos.
Para aclarar
este punto, recurriré a un ejemplo geométrico muy sencillo. Cuando comparamos
el área de varios triángulos de las más diversas formas y magnitudes, o cuando
comparamos triángulos con rectángulos o con otra figura rectilínea cualquiera,
¿cómo procedemos? Reducimos el área de cualquier triángulo a una expresión
completamente distinta de su forma visible. Y como, por la naturaleza del
triángulo, sabemos que su área es igual a la mitad del producto de su base por
su altura, esto nos permite comparar entre sí los diversos valores de toda
clase de triángulos y de todas las figuras rectilíneas, puesto que todas ellas
pueden dividirse en un cierto número de triángulos.
El mismo
procedimiento tenemos que seguir en cuanto a los valores de las mercancías.
Tenemos que poder reducirlos todos a una expresión común, distinguiéndolos
solamente por la proporción en que contienen esta medida igual.
Como los
valores de cambio de las mercancías no son más que funciones sociales de las mismas
y no tienen nada que ver con sus propiedades naturales, lo primero que tenemos
que preguntarnos es esto: ¿cuál es la
sustancia social común a todas las mercancías? Es el trabajo. Para
producir una mercancía hay que invertir en ella o incorporar a ella una
determinada cantidad de trabajo. Y no simplemente trabajo, sino trabajo social.
El que produce un objeto para su uso personal y directo, para consumirlo él
mismo, crea un producto, pero no una mercancía. Como productor que se mantiene
a sí mismo no tiene nada que ver con la sociedad. Pero, para producir una
mercancía, no sólo tiene que crear un artículo que satisfaga alguna necesidad
social, sino que su mismo trabajo ha de representar una parte integrante de la
suma global de trabajo invertido por la sociedad. Ha de hallarse supeditado a
la división del trabajo dentro de la sociedad. No es nada sin los demás
sectores del trabajo, y, a su vez, tiene que integrarlos.
Cuando
consideramos las mercancías como valores, las consideramos exclusivamente bajo
el solo aspecto de trabajo social realizado, plasmado, o si queréis,
cristalizado. Así consideradas, sólo pueden distinguirse las unas de las otras
en cuanto representan cantidades mayores o menores de trabajo; así, por
ejemplo, en un pañuelo de seda puede encerrarse una cantidad mayor de trabajo
que en un ladrillo. Pero, ¿cómo se miden las cantidades de trabajo? Por el
tiempo que dura el trabajo, midiendo éste por horas, por días, etcétera.
Naturalmente, para aplicar esta medida, todas las clases de trabajo se reducen
a trabajo medio o simple, como a su unidad de medida.
Llegamos,
por tanto, a esta conclusión Una mercancía tiene un valor por ser
cristalización de un trabajo social. La magnitud de su valor o su valor
relativo depende de la mayor o menor cantidad de sustancia social que encierra;
es decir, de la cantidad relativa de trabajo necesaria para su producción. Por
tanto, los valores relativos de las mercancías se determinan por las
correspondientes cantidades o sumas de trabajo invertidas, realizadas,
plasmadas en ellas. Las cantidades correspondientes de mercancías que pueden
ser producidas en el mismo tiempo de trabajo, son iguales. O, dicho de otro
modo: el valor de una mercancía guarda con el valor de otra mercancía la misma
proporción que la cantidad de trabajo plasmada en una guarda con la cantidad de
trabajo plasmada en la otra.
Sospecho que
muchos de vosotros preguntaréis: ¿es que existe una diferencia tan grande, o
alguna, la que sea, entre la determinación de los valores de las mercancías a
base de los salarios y su determinación por las cantidades relativas de trabajo
necesarias para su producción? Pero no debéis perder de vista que la retribución del trabajo y la cantidad
de trabajo son cosas completamente distintas. Supongamos, por ejemplo, que
en un quarter de trigo y en una onza de oro se plasman cantidades iguales de
trabajo. Me valgo de este ejemplo porque fue empleado ya por Benjamín Franklin en su primer ensayo, publicado en
1729 y titulado A Modest Inquiry into the Nature and Necessity of a Paper
Currency (Una modesta investigación sobre la naturaleza y la necesidad del
papel moneda)[10]. En este libro, Franklin fue uno de los primeros en
hallar la verdadera naturaleza del valor. Así pues, hemos supuesto que un
quarter de trigo y una onza de oro son valores iguales o equivalentes, por ser
cristalización de cantidades iguales de trabajo medio, de tantos días o tantas
semanas de trabajo plasmado en cada una de ellas ¿Acaso, para determinar los valores relativos del oro y del trigo del
modo que lo hacemos, nos referimos para nada a los salarios que perciben los
obreros agrícolas y los mineros? No, ni en lo más mínimo. Dejamos
completamente sin determinar cómo se paga el trabajo diario o semanal de estos
obreros, ni siquiera decimos si aquí se emplea o no trabajo asalariado. Aun
suponiendo que sí, los salarios han podido ser muy desiguales. Puede ocurrir
que el obrero cuyo trabajo se plasma en el quarter de trigo sólo perciba por él
dos bushels, mientras que el obrero que trabaja en la mina puede haber
percibido por su trabajo la mitad de la onza de oro. O, suponiendo que sus
salarios sean iguales, pueden diferir en las más diversas proporciones de los
valores de las mercancías por ellos creadas. Pueden representar la mitad, la
tercera parte, la cuarta parte, la quinta parte u otra fracción cualquiera de
aquel quarter de trigo o de aquella onza de oro. Naturalmente, sus salarios no
pueden rebasar los valores de las mercancías por ellos producidas, no pueden
ser mayores que éstos, pero sí pueden ser inferiores en todos los grados
imaginables. Sus salarios se hallarán limitados por los valores de los productos,
pero los valores de sus productos no se hallarán limitados por los salarios. Y,
sobre todo, aquellos valores, los valores relativos del trigo y del oro, por
ejemplo, se fijarán sin atender para nada al valor del trabajo invertido en
ellos, es decir, sin atender para nada a los salarios. La determinación de los
valores de las mercancías por las cantidades relativas de trabajo plasmado en
ellas difiere, como se ve, radicalmente del método tautológico de la
determinación de los valores de las mercancías por el valor del trabajo, o sea
por los salarios. Sin embargo, en el curso de nuestra investigación tendremos
ocasión de aclarar más todavía este punto.
Para
calcular el valor de cambio de una mercancía, tenemos que añadir a la cantidad
de trabajo últimamente invertido en ella la que se encerró antes en las
materias primas con que se elabora la mercancía y el trabajo incorporado a las
herramientas, maquinaria y edificios empleados en la producción de dicha
mercancía. Por ejemplo, el valor de una determinada cantidad de hilo de algodón
es la cristalización de la cantidad de trabajo que se incorpora al algodón
durante el proceso del hilado y, además, de la cantidad de trabajo plasmado
anteriormente en el mismo algodón, de la cantidad de trabajo que se encierra en
el carbón, el aceite y otras materias auxiliares empleadas, y de la cantidad de
trabajo materializado en la máquina de vapor, los husos, el edificio de la
fábrica, etc. Los instrumentos de producción propiamente dichos, tales como
herramientas, maquinaria y edificios, se utilizan constantemente, durante un
período de tiempo más o menos largo, en procesos reiterados de producción. Si
se consumiesen de una vez, como ocurre con las materias primas, se transferiría
inmediatamente todo su valor a la mercancía que ayudan a producir. Pero como un
huso, por ejemplo, sólo se desgasta paulatinamente, se calcula un promedio,
tomando por base su duración media y su desgaste medio durante determinado
tiempo, v. gr., un día. De este modo, calculamos qué parte del valor del huso
pasa al hilo fabricado durante un día y qué parte, por tanto, corresponde,
dentro de la suma global de trabajo que se encierra, v. gr., en una libra de
hilo, a la cantidad de trabajo plasmada anteriormente en el huso. Para el
objeto que perseguimos, no es necesario detenerse más en este punto.
Podría
pensarse que, si el valor de una mercancía se determina por la cantidad de
trabajo que se invierte en su producción, cuanto más perezoso o más torpe sea
un operario más valor encerrará la mercancía producida por él, puesto que el
tiempo de trabajo necesario para producirla será mayor. Pero el que tal piensa
incurre en un lamentable error. Recordaréis que yo empleaba la expresión "trabajo social ", y en esta
denominación de "social " se encierran muchas cosas. Cuando decimos
que el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo encerrado
o cristalizado en ella, tenemos presente la cantidad de trabajo necesario para
producir esa mercancía en un estado social dado y bajo determinadas condiciones
sociales medias de producción, con una intensidad media social dada y con una
destreza media en el trabajo que se invierte. Cuando en Inglaterra el telar de
vapor empezó a competir con el telar manual, para convertir una determinada
cantidad de hilo en una yarda de lienzo o de paño bastaba con la mitad del
tiempo de trabajo que antes se invertía. Ahora, el pobre tejedor manual tenía
que trabajar diecisiete o dieciocho horas diarias, en vez de las nueve o diez
que trabajaba antes. No obstante, el producto de sus veinte horas de trabajo
sólo representaba diez horas de trabajo social, es decir, diez horas de trabajo
socialmente necesario para convertir una determinada cantidad de hilo en
artículos textiles. Por tanto, su producto de veinte horas no tenía más valor
que el que antes elaboraba en diez.
Por
consiguiente, si la cantidad de trabajo socialmente necesario materializado en
las mercancías es lo que determina el valor de cambio de éstas, al crecer la
cantidad de trabajo requerido para producir una mercancía aumenta forzosamente
su valor, y viceversa, al disminuir aquélla, baja ésta.
Si las
respectivas cantidades de trabajo necesario para producir las mercancías
respectivas permaneciesen constantes, serían también constantes sus valores relativos.
Pero no sucede así. La cantidad de trabajo necesario para producir una
mercancía cambia constantemente, al cambiar las fuerzas productivas del trabajo
aplicado. Cuanto mayores son las fuerzas productivas del trabajo, más productos
se elaboran en un tiempo de trabajo dado; y cuanto menores son, menos se
produce en el mismo tiempo. Si, por ejemplo, al crecer la población se hiciese
necesario cultivar terrenos menos fértiles, habría que invertir una cantidad
mayor de trabajo para obtener la misma producción, y esto haría subir el valor
de los productos agrícolas. De otra parte, si con los modernos medios de
producción, un solo hilador convierte en hilo, durante una jornada, muchos
miles de veces la cantidad de algodón que él podría haber hilado durante el
mismo tiempo con el torno de hilar, es evidente que cada libra de algodón
absorberá miles de veces menos trabajo de hilado que antes, y, por
consiguiente, el valor que el proceso de hilado incorpora a cada libra de
algodón será miles de veces menor. Y en la misma proporción bajará el valor del
hilo.
Prescindiendo
de las diferencias que se dan en las energías naturales y en la destreza
adquirida para el trabajo entre los distintos pueblos, las fuerzas productivas
del trabajo dependerán, principalmente:
1. De las condiciones naturales del trabajo: fertilidad del suelo, riqueza de los yacimientos mineros, etc.
2. Del perfeccionamiento progresivo de las fuerzas sociales del trabajo por efecto de la producción en gran escala, de la concentración del capital, de la combinación del trabajo, de la división del trabajo, la maquinaria, los métodos perfeccionados de trabajo, la aplicación de la fuerza química y de otras fuerzas naturales, la reducción del tiempo y del espacio gracias a los medios de comunicación y de transporte, y todos los demás inventos mediante los cuales la ciencia obliga a las fuerzas naturales a ponerse al servicio del trabajo y se desarrolla el carácter social o cooperativo de éste. Cuantos mayores son las fuerzas productivas del trabajo, menos trabajo se invierte en una cantidad dada de productos y, por tanto, menor es el valor de estos productos. Y cuanto menores son las fuerzas productivas del trabajo, más trabajo se emplea en la misma cantidad de productos, y, por tanto, mayor es el valor de cada uno de ellos. Podemos, pues, establecer como ley general lo siguiente:
1. De las condiciones naturales del trabajo: fertilidad del suelo, riqueza de los yacimientos mineros, etc.
2. Del perfeccionamiento progresivo de las fuerzas sociales del trabajo por efecto de la producción en gran escala, de la concentración del capital, de la combinación del trabajo, de la división del trabajo, la maquinaria, los métodos perfeccionados de trabajo, la aplicación de la fuerza química y de otras fuerzas naturales, la reducción del tiempo y del espacio gracias a los medios de comunicación y de transporte, y todos los demás inventos mediante los cuales la ciencia obliga a las fuerzas naturales a ponerse al servicio del trabajo y se desarrolla el carácter social o cooperativo de éste. Cuantos mayores son las fuerzas productivas del trabajo, menos trabajo se invierte en una cantidad dada de productos y, por tanto, menor es el valor de estos productos. Y cuanto menores son las fuerzas productivas del trabajo, más trabajo se emplea en la misma cantidad de productos, y, por tanto, mayor es el valor de cada uno de ellos. Podemos, pues, establecer como ley general lo siguiente:
Los valores de las mercancías están
en razón directa al tiempo de trabajo invertido en su producción y en razón
inversa a las fuerzas productivas del trabajo empleado.
Como hasta
aquí sólo hemos hablado del valor, añadiré también algunas palabras acerca del
precio, que es una forma peculiar que reviste el valor.
De por sí, el precio no es otra cosa que la expresión
en dinero del valor. Los valores de todas las mercancías de este país, por
ejemplo, se expresan en precios oro, mientras que en el continente se expresan
principalmente en precios plata. El valor del oro o de la plata se determina,
como el de cualquier mercancía, por la cantidad de trabajo necesario para su
extracción. Cambiáis una cierta suma de vuestros productos nacionales, en la
que se cristaliza una determinada cantidad de vuestro trabajo nacional, por los
productos de los países productores de oro y plata, en los que se cristaliza
una determinada cantidad de su trabajo. Es así, por el cambio precisamente,
cómo aprendéis a expresar en oro y plata los valores de todas las mercancías,
es decir, las cantidades de trabajo empleadas en su producción. Si ahondáis más
en la expresión en dinero del valor, o lo que es lo mismo, en la conversión del
valor en precio, veréis que se trata de un proceso por medio del cual dais a
los valores de todas las mercancías una forma independiente y homogénea, o
mediante el cual los expresáis como cantidades de igual trabajo social. En la
medida en que sólo es la expresión en dinero del valor, el precio fue llamado,
por Adam Smith, precio natural, y por los fisiócratas franceses, prix
nécessaire.
¿Qué
relación guardan, pues, el valor y los precios del mercado, o los precios
naturales y los precios del mercado? Todos sabéis que el precio del mercado es
el mismo para todas las mercancías de la misma clase, por mucho que varíen las
condiciones de producción de los productores individuales. Los precios del
mercado no hacen más que expresar la cantidad media de trabajo social que, bajo
condiciones medias de producción, es necesaria para abastecer el mercado con
una determinada cantidad de cierto artículo. Se calculan con arreglo a la
cantidad global de una mercancía de determinada clase.
Hasta aquí,
el precio de una mercancía en el mercado coincide con su valor. De otra parte,
las oscilaciones de los precios del mercado, que unas veces exceden del valor o
precio natural y otras veces quedan por debajo de él, dependen de las
fluctuaciones de la oferta y la demanda. Los precios del mercado se desvían
constantemente de los valores, pero, como dice Adam Smith:
El precio natural.
. . es el precio central, hacia el que gravitan constantemente los precios de
todas las mercancías. Diversas circunstancias accidentales pueden hacer que
estos precios excedan a veces considerablemente de aquél, y otras veces
desciendan un poco por debajo de él. Pero, cualesquiera que sean los obstáculos
que les impiden detenerse en este centro de reposo y estabilidad, tienden
continuamente hacia él.[11]
Ahora no
puedo examinar más detenidamente este asunto. Baste decir que si la oferta y la
demanda se equilibran, los precios de las mercancías en el mercado
corresponderán a sus precios naturales, es decir, a sus valores, los cuales se
determinan por las respectivas cantidades de trabajo necesario para su
producción. Pero la oferta y la demanda tienen que tender siempre a
equilibrarse, aunque sólo lo hagan compensando una fluctuación con otra, un
alza con una baja, y viceversa. Si en vez de fijaros solamente en las
fluctuaciones diarias, analizáis el movimiento de los precios del mercado
durante períodos de tiempo más largos, como lo ha hecho, por ejemplo, Mr. Tooke
en su Historia de los Precios, descubriréis que las fluctuaciones de los
precios en el mercado, sus desviaciones de los valores, sus alzas y bajas, se
paralizan y se compensan unas con otras, de tal modo que, si prescindimos de la
influencia que ejercen los monopolios y algunas otras modificaciones que aquí
tengo que pasar por alto, todas las clases de mercancías se venden, por término
medio, por sus respectivos valores o precios naturales. Los períodos de tiempo
medios durante los cuales se compensan entre sí las fluctuaciones de los
precios en el mercado difieren según las distintas clases de mercancías, porque
en unas es más fácil que en otras adaptar la oferta a la demanda.
Por tanto,
si en términos generales y abrazando períodos de tiempo relativamente largos,
todas las clases de mercancías se venden por sus respectivos valores, es un
absurdo suponer que la ganancia -- no en casos aislados, sino la ganancia
constante y normal de las distintas industrias -- brote de un recargo de los
precios de las mercancías o del hecho de que se las venda por un precio que
exceda de su valor. Lo absurdo de esta idea se evidencia con sólo
generalizarla. Lo que uno ganase constantemente como vendedor, tendría que
perderlo continuamente como comprador. No sirve de nada decir que hay gentes
que son compradores sin ser vendedores, o consumidores sin ser productores. Lo
que éstos pagasen al productor tendrían que recibirlo antes gratis de él. Si
una persona toma vuestro dinero y luego os lo devuelve comprándoos vuestras
mercancías, nunca os haréis ricos, por muy caras que se las vendáis. Esta clase
de negocios podrá reducir una pérdida, pero jamás contribuir a obtener una
ganancia.
Por tanto,
para explicar el carácter general de la ganancia no tendréis más remedio que
partir del teorema de que las mercancías se venden, por término medio, por sus
verdaderos valores y que las ganancias se obtienen vendiendo las mercancías por
su valor, es decir, en proporción a la cantidad de trabajo materializado en ellas.
Si no conseguís explicar la ganancia sobre esta base, no conseguiréis
explicarla de ningún modo. Esto parece una paradoja y algo que choca con lo que
observamos todos los días. También es paradójico el hecho de que la Tierra gire
alrededor del Sol y de que el agua esté formada por dos gases muy inflamables.
Las verdades científicas son siempre paradójicas, si se las mide por el rasero de la experiencia cotidiana,
que sólo percibe la apariencia engañosa de las cosas.
Después de
analizar, en la medida en que podíamos hacerlo en un examen tan rápido, la
naturaleza del valor, del valor de una mercancía cualquiera, hemos de encaminar
nuestra atención al peculiar valor del trabajo. Y aquí, nuevamente tengo que
provocar vuestro asombro con otra aparente paradoja. Todos vosotros estáis convencidos de que lo que vendéis
todos los días es vuestro trabajo; de que, por tanto, el trabajo tiene un
precio, y de que, puesto que el precio de una mercancía no es más que la
expresión en dinero de su valor, tiene que existir, sin duda, algo que sea el valor del trabajo. Y, sin embargo, no
existe tal cosa como valor del trabajo, en el sentido corriente de la palabra.
Hemos visto que la cantidad de trabajo necesario cristalizado en una mercancía
constituye su valor. Aplicando ahora este concepto del valor, ¿cómo podríamos determinar el valor de una
jornada de trabajo de diez horas, por ejemplo? ¿Cuánto trabajo se encierra
en esta jornada? Diez horas de trabajo. Si dijésemos que el valor de una
jornada de trabajo de diez horas equivale a diez horas de trabajo, o a la
cantidad de trabajo contenido en aquélla, haríamos una afirmación tautológica,
y además sin sentido. Naturalmente, después de haber desentrañado el sentido
verdadero pero oculto de la expresión "valor del trabajo ", estaremos
en condiciones de explicar esta aplicación irracional y aparentemente imposible
del valor, del mismo modo que estamos en condiciones de explicar los
movimientos aparentes o meramente percibidos de los cuerpos celestes, después
de conocer sus movimientos reales.
Lo que el obrero vende no es directamente su
trabajo, sino su fuerza de trabajo,
cediendo temporalmente al capitalista el derecho a disponer de ella. Tan es
así, que no sé si las leyes inglesas, pero sí, desde luego, algunas leyes
continentales, fijan el máximo de tiempo por el que una persona puede vender su
fuerza de trabajo Si se le permitiese venderla sin limitación de tiempo,
tendríamos inmediatamente restablecida la esclavitud. Semejante venta, si
comprendiese, por ejemplo, toda la vida del obrero, le convertiría
inmediatamente en esclavo perpetuo de su patrono.
Tomás Hobbes, uno de los más viejos economistas y
de los filósofos más originales de Inglaterra, vio ya, en su Leviathan,
instintivamente, este punto, que todos sus sucesores han pasado por alto. Dice
Hobbes: "Lo que un hombre vale o en
lo que se estima es, como en las demás cosas, su precio, es decir, lo que se
daría por el uso de su fuerza. "[12]
Partiendo de
esta base, podemos determinar el valor del trabajo, como el de cualquier otra
mercancía.
Pero, antes
de hacerlo, cabe preguntar: ¿de dónde proviene ese fenómeno extraño de que en
el mercado nos encontramos con un grupo de compradores que poseen tierras,
maquinaria, materias primas y medios de vida, cosas todas que, fuera de la
tierra virgen, son otros tantos productos del trabajo, y de otro lado, un grupo
de vendedores que no tienen nada que vender más que su fuerza de trabajo, sus
brazos laboriosos y sus cerebros? ¿Cómo se explica que uno de los grupos compre
constantemente para obtener una ganancia y enriquecerse, mientras que el otro
grupo vende constantemente para ganar el sustento de su vida? La investigación
de este problema sería la investigación de aquello que los economistas
denominan "acumulación previa u
originaria ", pero que debería llamarse, expropiación originaria.
Y veríamos entonces que esta llamada acumulación
originaria no es
sino una serie de procesos históricos que acabaron destruyendo la unidad
originaria que existía entre el hombre trabajador y sus medios de trabajo. Sin
embargo, esta investigación cae fuera de la órbita de nuestro tema actual. Una
vez consumada la separación entre el trabajador y los medios de trabajo, este
estado de cosas se mantendrá y se reproducirá sobre una escala cada vez más
alta, hasta que una nueva y radical revolución del modo de producción lo eche
por tierra y restaure la primitiva unidad bajo una forma histórica nueva.
¿Qué es,
pues, el valor de la fuerza de trabajo?
Al igual que el de toda otra
mercancía, este valor se determina por la cantidad de trabajo necesaria para su
producción. La
fuerza de trabajo de un hombre existe, pura y exclusivamente, en su
individualidad viva. Para poder desarrollarse y sostenerse, un hombre tiene que
consumir una determinada cantidad de artículos de primera necesidad. Pero el
hombre, al igual que la máquina, se desgasta y tiene que ser reemplazado por
otro. Además de la cantidad de artículos de primera necesidad requeridos para
su propio sustento, el hombre necesita otra cantidad para criar determinado
número de hijos, llamados a reemplazarle a él en el mercado de trabajo y a
perpetuar la raza obrera. Además, es preciso dedicar otra suma de valores al
desarrollo de su fuerza de trabajo y a la adquisición de una cierta destreza.
Para nuestro objeto, basta con que nos fijemos en un trabajo medio, cuyos
gastos de educación y perfeccionamiento son magnitudes insignificantes. Debo,
sin embargo, aprovechar esta ocasión para hacer constar que, del mismo modo que
el coste de producción de fuerzas de trabajo de distinta calidad es distinto,
tienen que serlo también los valores de la fuerza de trabajo aplicada en los
distintos oficios. Por tanto, el clamor por la igualdad de salarios descansa en
un error, es un deseo absurdo, que jamás llegará a realizarse. Es un brote de
ese falso y superficial radicalismo que admite las premisas y pretende rehuir
las conclusiones. Sobre la base del sistema del salario, el valor de la fuerza
de trabajo se fija lo mismo que el de otra mercancía cualquiera; y como
distintas clases de fuerza de trabajo tienen distintos valores o exigen
distintas cantidades de trabajo para su producción, tienen que tener distintos
precios en el mercado de trabajo. Pedir une retribución igual, o simplemente
una retribución equitativa, sobre la base del sistema del salariado, es lo
mismo que pedir libertad sobre la base de un sistema esclavista. Lo que
pudierais reputar justo o equitativo, no hace al caso. El problema está en
saber qué es lo necesario e inevitable dentro de un sistema dado de producción.
Según lo que
dejamos expuesto, el valor de la fuerza de trabajo se determina por el valor de
los artículos de primera necesidad exigidos para producir, desarrollar,
mantener y perpetuar la fuerza de trabajo.
VIII. LA PRODUCCION DE LA PLUSVALIA
Supongamos
ahora que el promedio de los artículos de primera necesidad imprescindibles
diariamente al obrero requiera, para su producción, seis horas de trabajo
medio. Supongamos, además, que estas seis horas de trabajo medio se
materialicen en una cantidad de oro equivalente a tres chelines. En estas
condiciones, los tres chelines serían el precio o la expresión en dinero del
valor diario de la fuerza de trabajo de este hombre. Si trabajase seis horas,
produciría diariamente un valor que bastaría para comprar la cantidad media de
sus artículos diarios de primera necesidad o para mantenerse como obrero.
Pero nuestro
hombre es un obrero asalariado. Por tanto, tiene que vender su fuerza de
trabajo a un capitalista. Si la vende por tres chelines diarios o por dieciocho
chelines semanales, la vende por su valor. Supongamos que se trata de un
hilador. Si trabaja seis horas al día, incorporará al algodón diariamente un
valor de tres chelines. Este valor diariamente incorporado por él representaría
un equivalente exacto del salario o precio de su fuerza de trabajo que se le
abona diariamente. Pero en este caso no afluiría al capitalista ninguna
plusvalía o plusproducto. Aquí es donde tropezamos con la verdadera dificultad.
Al comprar
la fuerza de trabajo del obrero y pagarla por su valor, el capitalista
adquiere, como cualquier otro comprador, el derecho a consumir o usar la mercancía
comprada. La fuerza de trabajo de un hombre se consume o se usa poniéndole a
trabajar, ni más ni menos que una máquina se consume o se usa haciéndola
funcionar. Por tanto, el capitalista, al pagar el valor diario o semanal de la
fuerza de trabajo del obrero, adquiere el derecho a servirse de ella o a
hacerla trabajar durante todo el día o toda la semana. La jornada de trabajo o
la semana de trabajo tienen, naturalmente, ciertos límites, pero sobre esto
volveremos en detalle más adelante.
Por el
momento, quiero llamar vuestra atención hacia un punto decisivo.
El valor de
la fuerza de trabajo se determina por la cantidad de trabajo necesario para su
conservación o reproducción, pero el uso de esta fuerza de trabajo no encuentra
más límite que la energía activa y la fuerza física del obrero. El valor diario
o semanal de la fuerza de trabajo y el ejercicio diario o semanal de esta misma
fuerza de trabajo son dos cosas completamente distintas, tan distintas como el
pienso que consume un caballo y el tiempo que puede llevar sobre sus lomos al
jinete. La cantidad de trabajo que sirve de límite al valor de la fuerza de
trabajo del obrero no limita, ni mucho menos, la cantidad de trabajo que su
fuerza de trabajo puede ejecutar. Tomemos el ejemplo de nuestro hilador.
Veíamos que, para reponer diariamente su fuerza de trabajo, este hilador
necesitaba reproducir diariamente un valor de tres chelines, lo que hacía con
su trabajo diario de seis horas. Pero esto no le quita la capacidad de trabajar
diez o doce horas, y aún más, diariamente. Y el capitalista, al pagar el valor
diario o semanal de la fuerza de trabajo del hilador, adquiere el derecho a
usarla durante todo el día o toda la semana. Le hará trabajar, por tanto,
supongamos, doce horas diarias. Es decir, que sobre y por encima de las seis
horas necesarias para reponer su salario, o el valor de su fuerza de trabajo,
tendrá que trabajar otras seis horas, que llamaré horas de plustrabajo, y este
plustrabajo se traducirá en una plusvalía y en un plusproducto. Si, por
ejemplo, nuestro hilador, con su trabajo diario de seis horas, añadía al
algodón un valor de tres chelines, valor que constituye un equivalente exacto
de su salario, en doce horas incorporará al algodón un valor de seis chelines y
producirá el correspondiente superávit de hilo. Y, como ha vendido su fuerza de
trabajo al capitalista, todo el valor, o sea, todo el producto creado por él
pertenece al capitalista, que es el dueño pro tempore de su fuerza de trabajo.
Por tanto, adelantando tres chelines, el capitalista realizará el valor de
seis, pues mediante el adelanto de un valor en el que hay cristalizadas seis
horas de trabajo, recibirá a cambio un valor en el que hay cristalizadas doce
horas de trabajo. Al repetir diariamente esta operación, el capitalista
adelantará diariamente tres chelines y se embolsará cada día seis, la mitad de
los cuales volverá a invertir en pagar nuevos salarios, mientras que la otra
mitad forma la plusvalía, por la que el capitalista no abona ningún
equivalente. Este tipo de intercambio entre el capital y el trabajo es el que
sirve de base a la producción capitalista o al sistema del asalariado, y tiene
incesantemente que conducir a la reproducción del obrero como obrero y del
capitalista como capitalista.
La cuota de
plusvalía dependerá, si las demás circunstancias permanecen invariables, de la
proporción existente entre la parte de la jornada de trabajo necesaria para
reproducir el valor de la fuerza de trabajo y el plustiempo o plustrabajo
destinado al capitalista. Dependerá, por tanto, de la proporción en que la
jornada de trabajo se prolongue más allá del tiempo durante el cual el obrero,
con su trabajo, se limita a reproducir el valor de su fuerza de trabajo o a
reponer su salario.
IX. EL
VALOR DEL TRABAJO
Ahora
tenemos que volver a la expresión de "valor
o precio del trabajo".
Hemos visto
que, en realidad, este valor no es más
que el de la fuerza de trabajo medido por los valores de las mercancías
necesarias para su manutención. Pero, como el obrero sólo cobra su salario
después de realizar su trabajo y como, además, sabe que lo que entrega
realmente al capitalista es su trabajo, necesariamente se imagina que el valor
o precio de su fuerza de trabajo es el precio o valor de su trabajo mismo. Si
el precio de su fuerza de trabajo son tres chelines, en los que se materializan
seis horas de trabajo, y si trabaja doce horas, forzosamente considera esos
tres chelines como el valor o precio de doce horas de trabajo, aunque estas
doce horas de trabajo representan un valor de seis chelines. De aquí se
desprenden dos conclusiones:
Primera. El valor o precio de la fuerza de
trabajo reviste la apariencia del precio o valor del trabajo mismo, aunque en
rigor las expresiones de valor y precio del trabajo carecen de sentido.
Segunda. Aunque sólo se paga una parte del
trabajo diario del obrero, mientras que la otra parte queda sin retribuir, y
aunque este trabajo no retribuido o plustrabajo es precisamente el fondo del
que sale la plusvalía o ganancia, parece como si todo el trabajo fuese trabajo
retribuido.
Esta
apariencia engañosa distingue al trabajo asalariado de las otras formas históricas
del trabajo. Dentro del sistema de trabajo asalariado, hasta el trabajo no
retribuido parece trabajo pagado. Por el contrario, en el trabajo de los
esclavos parece trabajo no retribuido hasta la parte del trabajo que se paga.
Naturalmente, para poder trabajar, el esclavo tiene que vivir, y una parte de
su jornada de trabajo sirve para reponer el valor de su propio sustento. Pero,
como entre él y su amo no ha mediado trato alguno ni se celebra entre ellos
ningún acto de compra y venta, parece como si el esclavo entregase todo su
trabajo gratis.
Fijémonos
por otra parte en el campesino siervo, tal como existía, casi podríamos decir
hasta ayer mismo, en todo el oriente de Europa. Este campesino trabajaba, por
ejemplo, tres días para él mismo en la tierra de su propiedad o en la que le
había sido asignada, y los tres días siguientes los destinaba a trabajar obligatoriamente
‘y gratis en la finca de su señor. Como vemos, aquí las dos partes del trabajo,
la pagada y la no retribuida, aparecían separadas visiblemente, en el tiempo y
en el espacio, y nuestros liberales rebosaban indignación moral ante la idea
absurda de que se obligase a un hombre a trabajar de balde.
Pero, en
realidad, tanto da que una persona trabaje tres días de la semana para sí, en
su propia tierra, y otros tres días gratis en la finca de su señor, como que
trabaje todos los días, en la fábrica o en el taller, seis horas para sí y seis
para su patrono; aunque en este caso la parte del trabajo pagado y la del
trabajo no retribuido aparezcan inseparablemente confundidas, y el carácter de
toda la transacción se disfrace completamente con la interposición de un
contrato y el pago abonado al final de la semana En el primer caso el trabajo
no retribuido parece entregado voluntariamente y, en el otro, arrancado por la
fuerza. Tal es toda la diferencia.
Siempre que emplee las palabras
"valor del trabajo ", las emplearé como término popular para indicar
el "valor de la fuerza de trabajo”.
Supongamos
que una hora media de trabajo se materialice en un valor de seis peniques, o
doce horas medias de trabajo en un valor de seis chelines. Supongamos,
asimismo, que el valor del trabajo represente tres chelines o el producto de seis
horas de trabajo. Si en las materias primas, maquinaria, etc., que se consumen
para producir una determinada mercancía, se materializan veinticuatro horas
medias de trabajo, su valor ascenderá a doce chelines. Si, además, el obrero
empleado por el capitalista añade a estos medios de producción doce horas de
trabajo, estas doce horas se materializan en un valor adicional de seis
chelines. Por tanto, el valor total del producto se elevará a treinta y seis
horas de trabajo materializado, equivalente a dieciocho chelines. Pero, como el
valor del trabajo o el salario abonado al obrero sólo representa tres chelines,
resultará que el capitalista no abona ningún equivalente por las seis horas de
plustrabajo rendidas por el obrero y materializadas en el valor de la
mercancía. Por tanto, vendiendo esta mercancía por su valor, por dieciocho
chelines, el capitalista obtendrá un valor de tres chelines, sin desembolsar
ningún equivalente a cambio de él. Estos tres chelines representarán la
plusvalía o ganancia que el capitalista se embolsa. Es decir, que el
capitalista no obtendrá la ganancia de tres chelines por vender su mercancía a
un precio que exceda de su valor, sino vendiéndola por su valor real.
El valor de
una mercancía se determina por la cantidad total de trabajo que encierra. Pero
una parte de esta cantidad de trabajo se materializa en un valor por el que se
abonó un equivalente en forma de salarios; otra parte se materializa en un
valor por el que no se pagó ningún equivalente. Una parte del trabajo encerrado
en la mercancía es trabajo retribuido; otra parte, trabajo no retribuido. Por
tanto, cuando el capitalista vende la mercancía por su valor, es decir, como
cristalización de la cantidad total de trabajo invertido en ella, tiene
necesariamente que venderla con ganancia. Vende no sólo lo que le ha costado un
equivalente, sino también lo que no le ha costado nada, aunque haya costado el
trabajo de su obrero. Lo que la mercancía le cuesta al capitalista y lo que en
realidad cuesta, son cosas distintas. Repito, pues, que las ganancias normales
y medias se obtienen vendiendo mercancías no por encima de su verdadero valor
sino a su verdadero valor.
XI. LAS
DIVERSAS PARTES EN QUE SE DIVIDE LA PLUSVALIA
La plusvalía, o
sea aquella parte del valor total de la mercancía en que se materializa el
plustrabajo o trabajo no retribuido del obrero, es lo que yo llamo ganancia.
Esta ganancia no se la embolsa en su totalidad el empresario capitalista. El
monopolio del suelo permite al terrateniente embolsarse una parte de esta
plusvalía bajo el nombre de renta del suelo, lo mismo si el suelo se utiliza
para fines agrícolas que si se destina a construir edificios, ferrocarriles o a
otro fin productivo cualquiera. Por otra parte, el hecho de que la posesión de
los medios de trabajo permita al empresario capitalista producir una plusvalía
o, lo que viene a ser lo mismo, apropiarse una determinada cantidad de trabajo
no retribuido, permite al propietario de los medios de trabajo, que los presta
total o parcialmente al empresario capitalista, en una palabra, permite al
capitalista que presta el dinero, reivindicar para sí mismo otra parte de esta
plusvalía, bajo el nombre de interés, con lo que al empresario capitalista,
como tal, sólo le queda la llamada ganancia industrial o comercial.
Con arreglo
a qué leyes se opera esta división del importe total de la plusvalía entre las
tres categorías de gentes mencionadas, es una cuestión que cae bastante lejos
de nuestro tema. Pero, de lo que dejamos expuesto, se desprende, por lo menos,
lo siguiente:
La renta del suelo, el interés y la
ganancia industrial no son más que otros tantos nombres
diversos para expresar las diversas partes de la plusvalía de una mercancía o
del trabajo no retribuido que en ella se materializa, y brotan todas por igual
de esta fuente y sólo de ella. No provienen del suelo como tal, ni del capital de por sí;
mas el suelo y el capital permiten a sus poseedores obtener su parte
correspondiente en la plusvalía que el empresario capitalista estruja al
obrero. Para el mismo obrero, la cuestión de si esta plusvalía, fruto de su plustrabajo o trabajo no
retribuido, se la embolsa exclusivamente el empresario capitalista o éste
se ve obligado a ceder a otros una parte de ella bajo el nombre de renta del
suelo o interés, sólo tiene una importancia secundaria. Supongamos que el
empresario capitalista maneje solamente su capital propio y sea su propio
terrateniente; en este caso, toda la plusvalía irá a parar a su bolsillo.
Es el
empresario capitalista quien extrae directamente al obrero esta plusvalía,
cualquiera que sea la parte que, en último término, pueda reservarse para sí
mismo. Por eso, esta relación entre el
empresario capitalista y el obrero asalariado es la piedra angular de todo el
sistema del salariado y de todo el régimen actual de producción. Por
consiguiente, no tenían razón algunos de los ciudadanos que intervinieron en
nuestro debate, cuando intentaban empequeñecer las cosas y presentar esta
relación fundamental entre el empresario capitalista y el obrero como una
cuestión secundaria, aunque, por otra parte, si tenían razón al afirmar que, en
ciertas circunstancias, una subida de los precios puede afectar de un modo muy
desigual al empresario capitalista, al terrateniente, al capitalista que
facilita el dinero y, si queréis, al recaudador de contribuciones.
De lo dicho
se desprende, además, otra consecuencia.
La parte del
valor de la mercancía que representa solamente el valor de las materias primas
y de las máquinas, en una palabra, el valor de los medios de producción
consumidos, no arroja ningún ingreso, sino que sólo repone el capital. Pero,
aun fuera de esto, es falso que la otra parte del valor de la mercancía, la que
proporciona ingresos o puede desembolsarse en forma de salarios, ganancias,
renta del suelo e intereses, esté formada por el valor de los salarios, el
valor de la renta del suelo, el valor de la ganancia, etc. Por el momento,
dejaremos a un lado los salarios y sólo trataremos de la ganancia industrial, los intereses y la renta del suelo.
Acabamos de ver que la plusvalía que se encierra en la mercancía o aquella
parte del valor de ésta en que se materializa el trabajo no retribuido, se
descompone, a su vez, en varias partes, que llevan tres nombres distintos. Pero
afirmar que su valor se halla integrado o formado por la suma de los valores
independientes de estas tres partes integrantes, sería decir todo lo contrario
de la verdad.
Si una hora
de trabajo se materializa en un valor de seis peniques, y si la jornada de
trabajo del obrero es de doce horas, y la mitad de este tiempo es trabajo no
retribuido, este plustrabajo añadirá a la mercancía una plusvalía de tres
chelines; es decir, un valor por el que no se ha pagado equivalente alguno.
Esta plusvalía de tres chelines representa todo el fondo que el empresario
capitalista puede repartir, en la proporción que sea, con el terrateniente y el
que le presta el dinero. El valor de estos tres chelines forma el límite del
valor que pueden repartirse entre sí. Pero no es el empresario capitalista el
que añade al valor de la mercancía un valor arbitrario para su ganancia,
añadiéndose luego otro valor para el terrateniente, etc., etc., por donde la
suma de estos valores arbitrariamente fijados representaría el valor total.
Veis, por tanto, la falacia de la idea corriente que confunde la descomposición
de un valor dado en tres partes con la formación de aquel valor mediante la
suma de tres valores independientes, convirtiendo de este modo en una magnitud
arbitraria el valor total, del que salen la renta del suelo, la ganancia y el
interés.
Supongamos
que la ganancia total obtenida por el capitalista sea de 100 libras esterlinas.
Esta suma considerada como magnitud absoluta, la denominamos volumen de
ganancia. Pero si calculamos la proporción que guardan estas 100 libras
esterlinas con el capital desembolsado, a esta magnitud relativa la llamamos
cuota de ganancia. Es evidente que esta cuota de ganancia puede expresarse bajo
dos formas.
Supongamos
que el capital desembolsado en salarios son 100 libras. Si la plusvalía creada
arroja también 100 libras -- lo cual nos demostraría que la mitad de la jornada
de trabajo del obrero está formada por trabajo no retribuido --, y si
midiésemos esta ganancia por el valor del capital desembolsado en salarios,
diríamos que la cuota de ganancia era del 100 por 100, ya que el valor
desembolsado sería cien y el valor producido doscientos.
Por otra
parte, si tomásemos en consideración no sólo el capital desembolsado en
salarios, sino todo el capital desembolsado, por ejemplo, 500 libras
esterlinas, de las cuales 400 representan el valor de las materias primas,
maquinaria, etc., diríamos que la cuota de ganancia sólo asciende al 20 por 100,
ya que la ganancia de cien libras no sería más que la quinta parte del capital
total desembolsado.
El primer
modo de expresar la cuota de ganancia es el único que nos revela la proporción
real entre el trabajo pagado y el no retribuido, el grado real de la
exploitation (permitidme el empleo de esta palabra francesa) del trabajo. El
otro modo de expresar es el usual y es, en efecto, apropiado para ciertos
fines. En todo caso, es muy cómoda para ocultar el grado en que el capitalista
estruja al obrero trabajo gratuito.
En lo que
todavía me resta por exponer, emplearé la
palabra ganancia para expresar toda la masa de plusvalía estrujada por
el capitalista, sin atender para nada a la división de esta plusvalía entre
las diversas partes interesadas, y cuando emplee el término de cuota de
ganancia mediré siempre la ganancia por el valor del capital desembolsado
en salarios.
Si del valor
de una mercancía descontamos la parte destinada a reponer el de las materias
primas y otros medios de producción empleados, es decir, si descontamos el
valor que representa el trabajo pretérito encerrado en ella, el valor restante
se reducirá a la cantidad de trabajo añadida por el obrero últimamente
empleado. Si este obrero trabaja doce horas diarias, y doce horas de trabajo
medio cristalizan en una suma de oro igual a seis chelines, este valor
adicional de seis chelines será el único valor creado por su trabajo. Este
valor dado, determinado por su tiempo de trabajo, es el único fondo del que
tanto él como el capitalista tienen que sacar su respectiva parte o dividendo,
el único valor que ha de dividirse en salarios y ganancias. Es evidente que
este valor mismo no variará aunque varíe la proporción en que pueda dividirse
entre ambas partes interesadas. Y la cosa tampoco cambiará si, en vez de un
obrero aislado, ponemos a toda la población obrera, y en vez de una sola
jornada de trabajo, doce millones de jornadas de trabajo, por ejemplo.
Como el
capitalista y el obrero sólo pueden repartirse este valor, que es limitado, es
decir, el valor medido por el trabajo total del obrero, cuanto más perciba el
uno menos obtendrá el otro, y viceversa. Partiendo de una cantidad dada, una de
sus partes aumentará siempre en la misma proporción en que la otra disminuye.
Si los salarios cambian, cambiarán, en sentido opuesto, las ganancias. Si los
salarios bajan, subirán las ganancias; y si aquéllos suben, bajarán éstas. Si
el obrero, arrancando de nuestro supuesto anterior, cobra tres chelines,
equivalentes a la mitad del valor creado por él, o si la totalidad de su
jornada de trabajo consiste en la mitad de trabajo pagado y la otra mitad de
trabajo no retribuido, la cuota de ganancia será del 100 por 100, ya que el
capitalista obtendrá también tres chelines. Si el obrero sólo cobra dos
chelines, o sólo trabaja para sí la tercera parte de la jornada total, el
capitalista obtendrá cuatro chelines, y la cuota de ganancia será del 200 por
100. Si el obrero cobra cuatro chelines, el capitalista sólo recibirá dos, y la
cuota de ganancia descenderá al 50 por 100. Pero todas estas variaciones no
influyen en el valor de la mercancía. Por
tanto, una subida general de salarios determinaría una disminución de la cuota
general de ganancia; pero no haría cambiar los valores.
Sin embargo,
aunque los valores de las mercancías, que han de regular en última instancia
sus precios en el mercado, se hallan determinados exclusivamente por la
cantidad total de trabajo plasmado en ellos y no por la división de esta
cantidad en trabajo pagado y trabajo no retribuido, de aquí no se deduce, ni
mucho menos, que los valores de las mercancías sueltas o lotes de mercancías
fabricadas, por ejemplo, en doce horas, sean siempre los mismos. El número o la
masa de las mercancías fabricadas en un determinado tiempo de trabajo o
mediante una determinada cantidad de éste, depende de la fuerza productiva del
trabajo empleado, y no de su extensión en el tiempo o duración. Con un
determinado grado de fuerza productiva del trabajo de hilado, por ejemplo,
podrán producirse, en una jornada de trabajo de doce horas, doce libras de
hilo; con un grado más bajo de fuerza productiva, se producirán solamente dos. Por
tanto, si las doce horas de trabajo medio se materializan en un valor de seis
chelines, en el primer caso las doce libras de hilo costarían seis chelines, lo
mismo que costarían, en el segundo caso, las dos libras. Es decir, que en el
primer caso una libra de hilo saldrá por seis peniques, y en el segundo caso
por tres chelines. Esta diferencia de precio obedecería a la diferencia
existente entre las fuerzas productivas del trabajo empleado. Con la mayor
fuerza productiva, una hora de trabajo se materializaría en una libra de hilo,
mientras que con la fuerza productiva menor, en una libra de hilo se
materializarían seis horas de trabajo. En el primer caso, el precio de una
libra de hilo no excedería de seis peniques, aunque los salarios fueran
relativamente altos y la cuota de ganancia baja. En el segundo caso, ascendería
a tres chelines, aun con salarios bajos y una cuota de ganancia elevada. Y
ocurriría así, porque el precio de la libra de hilo se determina por el total
del trabajo que encierra en ella y no por la proporción en que este total se
divide en trabajo pagado y trabajo no retribuido. El hecho apuntado antes por
mí de que un trabajo bien pagado puede producir mercancías baratas y un trabajo
mal pagado puede producir mercancías caras, pierde, con esto, su apariencia
paradójica. Este hecho no es más que la expresión de la ley general de que el
valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo invertido en
ella y de que la cantidad de trabajo invertido depende enteramente de la fuerza
productiva del trabajo empleado, variando por tanto al variar la productividad
del trabajo.
Examinemos
ahora seriamente los casos principales en que se procura la subida de los
salarios o se opone una resistencia a su reducción.
1. Hemos visto que el valor de la fuerza de trabajo, o
para decirlo en términos más populares, el valor del trabajo, está determinado
por el valor de los artículos de primera necesidad o por la cantidad de trabajo
necesaria para su producción. Por consiguiente, si en un determinado país el
valor de los artículos de primera necesidad que por término medio consume diariamente
un obrero representa seis horas de trabajo, expresadas en tres chelines, este
obrero tendrá que trabajar diariamente seis horas para producir el equivalente
de su sustento diario. Si su jornada de trabajo es de doce horas, el
capitalista le pagará el valor de su trabajo abonándole tres chelines. La mitad
de la jornada de trabajo será trabajo no retribuido, y por tanto, la cuota de
ganancia arrojará el 100 por 100. Pero supongamos ahora que a consecuencia de
una disminución de la productividad del trabajo, hace falta más trabajo para
producir, digamos, la misma cantidad de productos agrícolas que antes, con lo
cual el precio de la cantidad media de artículos de primera necesidad
requeridos diariamente subirá de tres chelines a cuatro. En este caso, el valor
del trabajo aumentaría en una tercera parte, o sea, en el 33 1/3 por 100. Para
producir el equivalente del sustento diario del obrero, dentro del nivel de
vida anterior, serían necesarias ocho horas de la jornada de trabajo. Por
tanto, el plustrabajo bajaría de seis horas a cuatro, y la cuota de ganancia se
reduciría del 100 al 50 por 100. El obrero que, en estas condiciones, pidiese
un aumento de salario, se limitaría a exigir que se le abonase el valor
incrementado de su trabajo, como cualquier otro vendedor de una mercancía, que
cuando aumenta el coste de producción de ésta, procura que se le pague el
incremento del valor. Y si los salarios no suben, o no suben en la proporción
suficiente para compensar la subida en el valor de los artículos de primera
necesidad, el precio del trabajo descenderá por debajo del valor del trabajo, y
el nivel de vida del obrero empeorará.
Pero también
puede operarse un cambio en sentido contrario. Al elevarse la productividad del
trabajo, puede ocurrir que la misma cantidad de artículos de primera necesidad
consumidos por término medio en un día baje de tres a dos chelines, o que, en
vez de seis horas de la jornada de trabajo, basten cuatro para reproducir el
equivalente del valor de los artículos de primera necesidad consumidos en un
día Esto permitirá al obrero comprar por dos chelines exactamente los mismos
artículos de primera necesidad que antes le costaban tres. En realidad,
disminuiría el valor del trabajo; pero este valor mermado dispondría de la
misma cantidad de mercancías que antes. Así, la ganancia subiría de tres a
cuatro chelines y la cuota de ganancia del 100 al 200 por 100. Y, aunque el
nivel de vida absoluto del obrero seguiría siendo el mismo, su salario
relativo, y por tanto su posición social relativa, comparada con la del
capitalista, habrían bajado. Oponiéndose a esta rebaja de su salario relativo,
el obrero no haría más que luchar por obtener una parte en las fuerzas
productivas incrementadas de su propio trabajo y mantener su antigua posición
relativa en la escala social Así, después de la derogación de las leyes
cerealistas, y violando flagrantemente las promesas solemnísimas que habían
hecho en su campaña de propaganda contra aquellas leyes, los amos de las
fábricas inglesas rebajaron los salarios, por regla general, en un 10 por 100.
Al principio, la oposición de los obreros fue frustrada; pero más tarde se pudo
recobrar el 10 por 100 perdido, a consecuencia de circunstancias que no puedo
detenerme a examinar aquí.
2. Los valores de los artículos de primera necesidad y
por consiguiente, el valor del trabajo pueden permanecer invariables y, sin
embargo, el precio en dinero de aquéllos puede sufrir una alteración, porque se
opere un cambio previo en el valor del dinero.
Con el
descubrimiento de yacimientos más abundantes etc., dos onzas de oro, por
ejemplo, no costarían más trabajo del que antes exigía la producción de una
onza. En este caso, el valor del oro descendería a la mitad, 0 al 50 por 100. Y
como, a consecuencia de esto, los valores de todas las demás mercancías se
expresarían en el doble de su precio en dinero anterior, esto se haría
extensivo también al valor del trabajo. Las doce horas de trabajo que antes se
expresaban en seis chelines, ahora se expresarían en doce. Por tanto, si el
salario del obrero siguiese siendo de tres chelines, en vez de subir a seis,
resultaría que el precio en dinero de su trabajo sólo correspondería a la mitad
del valor de su trabajo, y su nivel de vida empeoraría espantosamente. Y lo
mismo ocurriría en un grado mayor o menor si su salario subiese, pero no
proporcionalmente a la baja del valor del oro. En este caso, no se habría
operado el menor cambio, ni en las fuerzas productivas del trabajo, ni en la oferta
y la demanda, ni en los valores. Nada habría cambiado menos el nombre en dinero
de estos valores. Decir que en este caso el obrero no debe luchar por una
subida proporcional de su salario, equivale a pedirle que se resigne a que se
le pague su trabajo en nombres y no en cosas. Toda la historia del pasado demuestra
que, siempre que se produce tal depreciación del dinero, los capitalistas se
apresuran a aprovechar esta coyuntura para defraudar a los obreros. Una
numerosa escuela de economistas asegura que, como consecuencia de los nuevos
descubrimientos de tierras auríferas, de la mejor explotación de las minas de
plata y del abaratamiento en el suministro de mercurio, ha vuelto a bajar el
valor de los metales preciosos. Esto explicaría los intentos generales y
simultáneos que se hacen en el continente por conseguir una subida de salarios.
3. Hasta aquí hemos partido del supuesto de que la
jornada de trabajo tiene límites dados. Pero, en realidad, la jornada de
trabajo no tiene, por sí misma, límites constantes. El capital tiende
constantemente a dilatarla hasta el máximo de su duración físicamente posible,
ya que en la misma proporción aumenta el plustrabajo y, por tanto, la ganancia
que de él se deriva. Cuanto más
consiga el capital alargar la jornada de trabajo, mayor será la cantidad de
trabajo ajeno que se apropiará. Durante el siglo XVII, y todavía
durante los dos primeros tercios del XVIII, la jornada normal de trabajo, en
toda Inglaterra, era de diez horas. Durante la guerra
antijacobina,[13]
que fue, en realidad, una guerra de los barones ingleses contra las masas
trabajadoras de Inglaterra, el capital
celebró sus días orgiásticos y prolongó la jornada de diez horas, a doce, a
catorce, a dieciocho. Malthus, que no puede
infundir precisamente sospechas de tierno sentimentalismo, declaró en un
folleto, publicado hacia el año 1815,[14] que la vida de la nación sería amenazada en sus
raíces, si las cosas seguían como hasta allí. Algunos años antes de
introducirse con carácter general las máquinas de nueva invención, hacia 1765,
vio la luz en Inglaterra un folleto titulado An Essay on Trade [15]
("Un ensayo sobre la industria"). El anónimo autor de este folleto,
enemigo jurado de las clases trabajadoras, declama acerca de la necesidad de
extender los límites de la jornada de trabajo. Entre otras cosas, propone
crear, a este objeto, casas de trabajo, que, como él mismo dice, habrían de ser
"casas de terror " ¿Y cuál es la duración de la jornada de trabajo
que propone para estas "casas de terror"? Doce horas, precisamente la
jornada que en 1832 los capitalistas, los economistas y los ministros
declaraban no sólo como vigente en realidad, sino además, como el tiempo de
trabajo necesario para los niños menores de doce años.[16]
Al vender su
fuerza de trabajo, como no tiene más remedio que hacer dentro del sistema
actual, el obrero cede al capitalista el derecho a usar esta fuerza, pero
dentro de ciertos límites razonables. Vende su fuerza de trabajo para
conservarla, salvo su natural desgaste, pero no para destruirla. Y como la
vende por su valor diario o semanal, se sobreentiende que en un día o en una
semana no ha de someterse su fuerza de trabajo a un uso o desgaste de dos días
o dos semanas. Tomemos una máquina con un valor de mil libras esterlinas. Si se
agota en diez años, añadirá anualmente cien libras al valor de las mercancías
que ayuda a producir. Si se agota en cinco años, el valor añadido por ella será
de doscientas libras anuales; es decir, que el valor de su desgaste anual está
en razón inversa al tiempo en que se agota. Pero esto distingue entre el obrero
y la máquina. La máquina no se agota exactamente en la misma proporción en que
se usa. En cambio, el hombre se agota en una proporción mucho mayor de la que
podría suponerse a base del simple aumento numérico de trabajo.
Al
esforzarse por reducir la jornada de trabajo a su antigua duración razonable,
o, allí donde no pueden arrancar una fijación legal de la jornada normal de
trabajo, por contrarrestar el trabajo excesivo mediante una subida de salarios
-- subida no sólo en proporción con el tiempo adicional que se les estruja,
sino en una proporción mayor --, los obreros no hacen más que cumplir con un
deber para consigo mismos y para con su raza. Ellos únicamente ponen límites a
las usurpaciones tiránicas del capital. El tiempo es el espacio en que se
desarrolla el hombre. El hombre que no dispone de ningún tiempo libre, cuya
vida, prescindiendo de las interrupciones puramente físicas del sueño, las
comidas, etc., está toda ella absorbida por su trabajo para el capitalista, es
menos que una bestia de carga. Físicamente destrozado y espiritualmente
embrutecido, es una simple máquina para producir riqueza ajena. Y, sin embargo,
toda la historia de la moderna industria demuestra que el capital, si no se le
pone un freno, laborará siempre, implacablemente y sin miramientos, por reducir
a toda la clase obrera a este nivel de la más baja degradación.
El
capitalista, alargando la jornada de trabajo, puede abonar salarios más altos y
disminuir, sin embargo, el valor del trabajo, si la subida de los salarios no
se corresponde con la mayor cantidad de trabajo estrujado y con el más rápido
agotamiento de la fuerza de trabajo que lleva consigo. Y esto puede ocurrir
también de otro modo. Vuestros estadísticos burgueses os dirán, por ejemplo,
que los salarios medios de las familias que trabajan en las fábricas de
Lancaster han subido. Pero olvidan que en vez del trabajo del hombre, la cabeza
de familia, su mujer y tal vez tres o cuatro hijos se ven lanzados ahora bajo
las ruedas del carro de Yaggernat[17] del
capital, y que la subida de los salarios totales no corresponde a la del
plustrabajo total arrancado a la familia.
Aun dentro
de una jornada de trabajo con límites fijos, como hoy rige en todas las
industrias sujetas a la legislación fabril, puede ser necesaria una subida de
salarios, aunque sólo sea para mantenerse el antiguo nivel del valor del
trabajo. Mediante el aumento de la intensidad del trabajo puede hacerse que un
hombre gaste en una hora tanta fuerza vital como antes en dos. En las
industrias sometidas a la legislación fabril, esto se ha hecho en realidad,
hasta cierto punto, acelerando la marcha de las máquinas y aumentando el número
de máquinas que ha de atender un solo individuo. Si el aumento de la intensidad
del trabajo o de la cantidad de trabajo consumida en una hora guarda alguna
proporción adecuada con la disminución de la jornada, saldrá todavía ganando el
obrero. Si se rebasa este límite, perderá por un lado lo que gane por otro, y
diez horas de trabajo le quebrantarán tanto como antes doce. Al contrarrestar
esta tendencia del capital mediante la lucha por el alza de los salarios, en la
medida correspondiente a la creciente intensidad del trabajo, el obrero no hace
más que oponerse a la depreciación de su trabajo y a la degeneración de su
raza.
4. Todos sabéis que, por razones que no hay para qué
exponer aquí, la producción
capitalista se mueve a través de determinados ciclos periódicos. Pasa por
fases de calma, de animación creciente, de prosperidad, de superproducción, de
crisis y de estancamiento. Los precios de las mercancías en el mercado y la
cuota de ganancia en éste siguen a estas fases, y unas veces descienden por
debajo de su nivel medio y otras veces lo rebasan. Si os fijáis en todo el
ciclo, veréis que unas desviaciones de los precios del mercado son compensadas
por otras y que, sacando la media del ciclo, los precios de las mercancías en
el mercado se regulan por sus valores. Pues bien; durante las fases de baja de
los precios en el mercado y durante las fases de crisis y estancamiento, el
obrero, si es que no se ve arrojado a la calle, puede estar seguro de ver
rebajado su salario. Para que no le defrauden, el obrero debe forcejear con el
capitalista, incluso en las fases de baja de los precios en el mercado, para
establecer en qué medida se hace necesario rebajar los jornales. Y si, durante
la fase de prosperidad, en que el capitalista obtiene ganancias
extraordinarias, el obrero no batallase por conseguir que se le suba el
salario, no percibiría siquiera, sacando la media de todo el ciclo industrial,
su salario medio, o sea el valor de su trabajo. Sería el colmo de la locura
exigir que el obrero, cuyo salario se ve forzosamente afectado por las fases
adversas del ciclo, renunciase a verse compensado durante las fases prósperas.
Generalmente, los valores de todas las mercancías se realizan exclusivamente
por medio de la compensación que se opera entre los precios constantemente
variables del mercado, sometidos a las fluctuaciones constantes de la oferta y
la demanda. Dentro del sistema actual, el
trabajo es solamente una mercancía como otra cualquiera. Tiene, por tanto,
que experimentar las mismas fluctuaciones, para obtener el precio medio que
corresponde a su valor. Sería un absurdo considerarlo, por una parte, como una
mercancía, y querer exceptuarlo, por otra, de las leyes que regulan los precios
de las mercancías. El esclavo obtiene una cantidad constante y fija de medios
para su sustento; el obrero asalariado no. Este debe intentar conseguir en unos
casos una subida de salarios, aunque sólo sea para compensar su baja en otros
casos. Si se resignase a acatar la voluntad, los dictados del capitalista, como
una ley económica permanente, compartiría toda la miseria del esclavo, sin
compartir, en cambio, la seguridad de éste.
5. En todos los casos que he examinado, que son el 99
por 100, habéis visto que la lucha por la subida de salarios sigue siempre a
cambios anteriores y es el resultado necesario de los cambios previos operados
en el volumen de producción, las fuerzas productivas del trabajo, el valor de
éste, el valor del dinero, la extensión o intensidad del trabajo arrancado, las
fluctuaciones de los precios del mercado, que dependen de las fluctuaciones de
la oferta y la demanda y se producen con arreglo a las diversas fases del ciclo
industrial; en una palabra, es la reacción de los obreros contra la acción
anterior del capital. Si enfocásemos la lucha por la subida de salarios
independientemente de todas estas circunstancias, tomando en cuenta solamente
los cambios operados en los salarios y pasando por alto los demás cambios a que
aquéllos obedecen, arrancaríamos de una premisa falsa para llegar a
conclusiones falsas.
XIV. LA LUCHA ENTRE EL CAPITAL Y EL
TRABAJO, Y SUS RESULTADOS
1. Después
de demostrar que la resistencia periódica que los obreros oponen a la rebaja de
sus salarios y sus intentos periódicos por conseguir una subida de salarios,
son fenómenos inseparables del sistema del trabajo asalariado y responden
precisamente al hecho de que el trabajo se halla equiparado a las mercancías y,
por tanto, sometido a las leyes que regulan el movimiento general de los
precios; habiendo demostrado, asimismo, que una subida general de salarios se
traduciría en la disminución de la cuota general de ganancia, pero sin afectar
a los precios medios de las mercancías, ni a sus valores, surge ahora por fin
el problema de saber hasta qué punto, en la lucha incesante entre el capital y
el trabajo, tiene éste perspectivas de éxito.
Podría
contestar con una generalización, diciendo que el precio del trabajo en el
mercado, al igual que el de las demás mercancías, tiene que adaptarse, con el
transcurso del tiempo, a su valor ; que, por tanto, pese a todas sus alzas y
bajas y a todo lo que el obrero puede hacer, éste acabará obteniendo solamente,
por término medio, el valor de su trabajo que se reduce al valor de su fuerza
de trabajo; la cual, a su vez, se halla determinada por el valor de los medios
de sustento necesarios para su manutención y reproducción, valor que está
regulado en último término por la cantidad de trabajo necesaria para
producirlos.
Pero hay
ciertos rasgos peculiares que distinguen el
valor de la fuerza de trabajo o el valor del trabajo de los valores de todas
las demás mercancías. El valor de la fuerza de trabajo está formado por dos
elementos, uno de los cuales es puramente físico,
mientras que el otro tiene un carácter
histórico o social. Su límite mínimo está determinado por el elemento físico;
es decir, que para poder mantenerse y reproducirse, para poder perpetuar su
existencia física, la clase obrera tiene que obtener los artículos de primera
necesidad absolutamente indispensables para vivir y multiplicarse. El valor de
estos medios de sustento indispensables constituye, pues, el límite mínimo del
valor del trabajo. Por otra parte, la extensión de la jornada de trabajo tiene
también sus límites extremos, aunque sean muy elásticos. Su límite máximo lo
traza la fuerza física del obrero. Si el agotamiento diario de sus energías
vitales rebasa un cierto grado, no podrá desplegarlas de nuevo día tras día.
Pero, como dije, este límite es muy elástico. Una sucesión rápida de
generaciones raquíticas y de vida corta abastecería el mercado de trabajo
exactamente lo mismo que una serie de generaciones vigorosas y de vida larga.
Además de
este elemento puramente físico, en la determinación del valor del trabajo entra
el nivel de vida tradicional en cada país. No se trata solamente de la vida
física, sino de la satisfacción de ciertas necesidades, que brotan de las
condiciones sociales en que viven y se educan los hombres. El nivel de vida
inglés podría descender hasta el grado del irlandés, y el nivel de vida de un
campesino alemán hasta el de un campesino livonio. La importancia del papel que
a este respecto desempeñan la tradición histórica y la costumbre social, puede verse
en el libro de Mr. Thornton sobre la Superpoblación [18],
donde se demuestra que en distintas regiones agrícolas de Inglaterra los
jornales medios siguen todavía hoy siendo distintos, según las condiciones más
o menos favorables en que esas regiones se redimieron de la servidumbre.
Este
elemento histórico o social que entra en el valor del trabajo puede dilatarse o
contraerse, e incluso extinguirse del todo, de tal modo que sólo quede en pie
el límite físico. Durante la guerra antijacobina -- que, como solía decir el
incorregible beneficiario de impuestos y prebendas, el viejo George Rose, se
emprendió para que los descreídos franceses no destruyeran los consuelos de nuestra
santa religión --, los honorables hacendados ingleses, a los que tratamos con
tanta suavidad en una de nuestras sesiones anteriores, redujeron los jornales
de los obreros del campo hasta por debajo de aquel mínimo estrictamente físico,
completando la diferencia indispensable para asegurar la perpetuación física de
la raza, mediante las Leyes de Pobres.[19] Era un método glorioso para convertir al obrero
asalariado en esclavo, y al orgulloso yeoman de Shakespeare en indigente.
Si comparáis
los salarios o valores del trabajo normales en distintos países y en distintas
épocas históricas dentro del mismo país, veréis que el valor del trabajo no es,
por sí mismo, una magnitud constante, sino variable, aun suponiendo que los
valores de las demás mercancías permanezcan fijos.
Una
comparación similar demostraría que no varían solamente las cuotas de ganancia
en el mercado, sino también sus cuotas medias.
Por lo que
se refiere a la ganancia, no existe ninguna ley que le trace un mínimo. No
puede decirse cuál es el límite extremo de su baja. ¿Y por qué no podemos fijar
este límite? Porque si podemos fijar el salario mínimo, no podemos, en cambio,
fijar el salario máximo. Lo único que podemos decir es que, dados los límites
de la jornada de trabajo, el máximo de ganancia corresponde al mínimo físico
del salario, y que, partiendo de salarios dados, el máximo de ganancia
corresponde a la prolongación de la jornada de trabajo, en la medida en que sea
compatible con las fuerzas físicas del obrero. Por tanto, el máximo de ganancia
se halla limitado por el mínimo físico del salario y por el máximo físico de la
jornada de trabajo. Es evidente que, entre los dos límites de esta cuota de
ganancia máxima, cabe una escala inmensa de variantes. La determinación de su
grado efectivo se dirime exclusivamente por la lucha incesante entre el capital
y el trabajo; el capitalista pugna
constantemente por reducir los salarios a su mínimo físico y prolongar la
jornada de trabajo hasta su máximo físico, mientras que el obrero presiona
constantemente en el sentido contrario.
El problema
se reduce, por tanto, al problema de las fuerzas respectivas de los
contendientes.
2. Por lo que atañe a la limitación de la jornada de
trabajo, lo mismo en Inglaterra que en los demás países, nunca se ha
reglamentado sino por ingerencia legislativa. Sin la constante presión de los
obreros desde fuera, la ley jamás habría intervenido. En todo caso, este
resultado no podía alcanzarse mediante convenios privados entre los obreros y
los capitalistas. Esta necesidad de una acción política general es precisamente
la que demuestra que, en el terreno puramente económico de lucha, el capital es
la parte más fuerte.
En cuanto a
los límites del valor del trabajo, su fijación efectiva depende siempre de la
oferta y la demanda, refiriéndome a la demanda de trabajo por parte del capital
y a la oferta de trabajo por los obreros. En los países coloniales, la ley de
la oferta y la demanda favorece a los obreros. De aquí el nivel relativamente
alto de los salarios en los Estados Unidos. En estos países, haga lo que haga
el capital, no puede evítar que el mercado de trabajo esté constantemente
desabastecido por la constante transformación de los obreros asalariados en
labradores independientes, con fuentes propias de subsistencia. Para gran parte
de la población norteamericana, la posición de obrero asalariado no es más que
una estación de tránsito, que está segura de abandonar al cabo de un tiempo más
o menos largo.[20] Para
remediar este estado colonial de cosas, el paternal gobierno británico ha
adoptado hace algún tiempo la llamada moderna teoría
de la colonización, que
consiste en fijar a los terrenos coloniales un precio artificialmente alto,
para, de este modo, impedir la transformación demasiado rápida del obrero asalariado
en labrador independiente.
Pero,
pasemos ahora a los viejos países civilizados, en que el capital domina todo el
proceso de producción. Fijémonos, por ejemplo, en la subida de los jornales de
los obreros agrícolas en Inglaterra, de 1849 a 1859. ¿Cuáles fueron sus
consecuencias? Los agricultores no pudieron subir el valor del trigo, como les
habría aconsejado nuestro amigo Weston, ni siquiera su precio en el mercado.
Por el contrario, tuvieron que resignarse a verlo bajar. Pero, durante estos
once años, introdujeron máquinas de todas clases y aplicaron métodos más
científicos, transformaron una parte de las tierras de labor en pastizales,
aumentaron la extensión de sus granjas, y con ella la escala de la producción;
y de este modo, haciendo disminuir por estos y por otros medios la demanda de
trabajo gracias al aumento de sus fuerzas productivas, volvieron a crear una
superpoblación relativa en el campo. Tal es el método general con que opera el
capital en los países poblados de antiguo, para reaccionar, más rápida o más
lentamente, contra las subidas de salarios.
Ricardo ha observado acertadamente que la máquina está en
continua competencia con el trabajo, y con harta frecuencia sólo puede
introducirse cuando el precio del trabajo sube hasta cierto límite;[21] pero
la aplicación de maquinaria no es más que uno de los muchos métodos empleados
para aumentar las fuerzas productivas del trabajo. Este mismo proceso de
desarrollo, que deja relativamente sobrante el trabajo simple, simplifica por
otra parte el trabajo calificado, y por tanto, lo deprecia.
La misma ley
se impone, además, bajo otra forma. Con el desarrollo de las fuerzas
productivas del trabajo, se acelera la acumulación del capital, aun en el caso
de que el tipo de salarios sea relativamente alto. De aquí podría inferirse,
como lo hizo Adam Smith, en cuyos tiempos la industria moderna estaba aún en su
infancia, que la acumulación acelerada del capital tiene que inclinar la
balanza a favor del obrero, por cuanto asegura una demanda creciente de su
trabajo. Situándose en el mismo punto de vista, muchos autores contemporáneos
que se asombran de que, a pesar de haber crecido en los últimos veinte años el
capital inglés mucho más rápidamente que la población inglesa, los salarios no
hayan experimentado un aumento mayor. Pero es que, simultáneamente con la
acumulación progresiva, se opera un cambio progresivo en cuanto a la
composición del capital. La parte del capital global formada por capital fijo:
maquinaria, materias primas, medios de producción de todo género, crece con
mayor rapidez que la parte destinada a salarios, o sea a comprar trabajo. Esta
ley ha sido puesta de manifiesto, bajo una forma más o menos precisa, por Mr.
Barton, Ricardo, Sismondi, el profesor Richard Jones, el profesor Ramsay,
Cherbuliez y otros.
Si la
proporción entre estos dos elementos del capital era originariamente de 1: 1,
al desarrollarse la industria será de 5: 1, y así sucesivamente. Si de un
capital global de 600 se desembolsan 300 para instrumentos, materias primas,
etc., y 300 para salarios, para que pueda absorber a 600 obreros en vez de 300,
basta con doblar el capital global. Pero, si de un capital de 600 se invierten
500 en maquinaria, materiales, etc., y solamente 100 en salarios, para poder
colocar a 600 obreros en vez de 300, este capital tiene que aumentar de 600 a
3.600. Por tanto, al desarrollarse la industria, la demanda de trabajo no
avanza con el mismo ritmo que la acumulación del capital. Aumentará, pero
aumentará en una proporción constantemente decreciente, comparándola con el
incremento del capital.
Estas pocas
indicaciones bastarán para poner de relieve que el propio desarrollo de la
moderna industria contribuye por fuerza a inclinar la balanza cada vez más en
favor del capitalista y en contra del obrero, y que, como consecuencia de esto,
la tendencia general de la producción capitalista no es a elevar el nivel medio
de los salarios, sino, por el contrario, a hacerlo bajar, o sea, a empujar más
o menos el valor del trabajo a su límite mínimo. Siendo tal la tendencia de las
cosas en este sistema, ¿quiere esto decir que la clase obrera deba renunciar a
defenderse contra las usurpaciones del capital y cejar en sus esfuerzos para aprovechar
todas las posibilidades que se le ofrezcan para mejorar temporalmente su
situación? Si lo hiciese, veríase degradada en una masa uniforme de hombres
desgraciados y quebrantados, sin salvación posible. Creo haber demostrado que
las luchas de la clase obrera por el nivel de los salarios son episodios
inseparables de todo el sistema del trabajo asalariado, que en el 99 por 100 de
los casos sus esfuerzos por elevar los salarios no son más que esfuerzos
dirigidos a mantener en pie el valor dado del trabajo, y que la necesidad de
forcejar con el capitalista acerca de su precio va unida a la situación del
obrero, que le obliga a venderse a sí mismo como una mercancía. Si en sus
conflictos diarios con el capital cediesen cobardemente, se descalificarían sin
duda para emprender movimientos de mayor envergadura.
Al mismo
tiempo, y aun prescindiendo por completo del esclavizamiento general que
entraña el sistema del trabajo asalariado, la clase obrera no debe exagerar a
sus propios ojos el resultado final de estas luchas diarias. No debe olvidar
que lucha contra los efectos, pero no contra las causas de estos efectos; que
lo que hace es contener el movimiento descendente, pero no cambiar su
dirección; que aplica paliativos, pero no cura la enfermedad. No debe, por
tanto, entregarse por entero a esta inevitable lucha guerrillera, continuamente
provocada por los abusos incesantes del capital o por las fluctuaciones del
mercado. Debe comprender que el sistema actual, aun con todas las miserias que
vuelca sobre ella, engendra simultáneamente las condiciones materiales y las
formas sociales necesarias para la reconstrucción económica de la sociedad. En vez del lema conservador de "¡Un
salario justo por una jornada de trabajo justa!", deberá inscribir en
su bandera esta consigna revolucionaria: "¡Abolición del sistema del
trabajo asalariado!"
Después de
esta exposición larguísima y me temo que fatigosa, que he considerado
indispensable para esclarecer un poco nuestro tema principal, voy a concluir,
proponiendo la siguiente resolución:
1. Una subida general de los tipos de salarios
acarrearía una baja de la cuota general de ganancia, pero no afectaría, en
términos generales, a los precios de las mercancías.
2. La tendencia general de la producción capitalista no
es a elevar el promedio standard del salario, sino a reducirlo.
3. Las
tradeuniones trabajan bien como centros de resistencia contra las usurpaciones
del capital. Fracasan, en algunos casos, por usar poco inteligentemente su
fuerza. Pero, en general, fracasan por limitarse a una guerra de guerrillas
contra los efectos del sistema existente, en vez de esforzarse, al mismo
tiempo, por cambiarlo, en vez de emplear sus fuerzas organizadas como palanca
para la emancipación final de la clase obrera; es decir, para la abolición
definitiva del sistema del trabajo asalariado.
[1] Esta obra es el texto de un discurso de Carlos
Marx en inglés en las sesiones del Consejo General de la Primera Internacional
celebradas el 20 y el 27 de junio de 1865. Este discurso se originó de las
palabras pronunciadas por John Weston, miembro del Consejo General, el 2 y el
23 de mayo. Weston trató de comprobar con sus palabras que una elevación
general en el nivel de salarios no les traería provecho a los obreros y que,
por tanto, las tradeuniones tenían un efecto "perjudicial". El manuscrito
de Marx de este discurso se ha conservado. El discurso fue primero publicado en
Londres en 1898 por la hija de Marx, Eleanor Aveling bajo el título de Valor,
precio y ganancia, con un prefacio de Edward Aveling. En el manuscrito, las
observaciones preliminares y los primeros seis capítulos no llevaban títulos, y
fueron añadidos por Edward Aveling. El título empleado en la presente edición
es el comúnmente aceptado.
[2]Las leyes del máximo fueron
promulgadas por la Convención Jacobina el 4 de mayo, el 11 y el 29 de
septiembre de 1793 y el 20 de marzo de 1794, durante la Revolución Francesa.
Estas leyes fijaban los límites máximos de los precios de las mercancías y los
de los salarios.
[3]En septiembre de 1861 (1860 en el
manuscrito de Marx), la Asociación Británica para el Fomento de la Ciencia
celebró su XXXI reunión anual en Manchester, a la cual asistió Marx, entonces
huésped de Engels en la ciudad. W. Newmarch, presidente de la sección económica
de la asociación, también hizo uso de la palabra en la reunión, pero por un
error cometido al correr de la pluma, Marx le citó con el nombre de Newman.
Presidiendo la reunión de la sección, Newmarch pronunció un discurso titulado
"Sobre qué extensión resuenan los principios de tribulación incorporados
en la legislación del Reino Unido". (Véase Report
of the Thirty-first Meeting of the British Association for the Advancement of
Science, Held at Manchester in September 1861, Londres, 862, pág.
230).
[4]Se refiere a la obra en seis
volúmenes del economista británico Thomas Tooke sobre la historia de la
industria, el comercio y las finanzas. Se publicaron
separadamente bajo los siguientes títulos: A History of Prices, and of
the State of the Circulation, from 1793 to 1837, Vol. I-II, Londres,
1838; A History of Prices, and of the State of the Circulation, in 1838
and 1839, Londres, 1840; A History of Prices, and of the State of
Circulation, from 1839 to 1847 inclusive, Londres, 1848; y T. Tooke y W.
Newmarch, A History of Prices, and of the State of the Circulation,
during the Nine Years 1848-1856, Vol. V-VI, Londres, 1857.
[5]Véase Robert Owen, Observations
on the Effect of the Manufacturing System, Londres, 1817, pág. 76. Este
libro apareció por primera vez en 1815.
[6]La demolición extensiva de las
viviendas de los obreros agrícolas tuvo lugar a mediados del siglo XIX en
Inglaterra, debido al febril desarrollo de la industria capitalista y a la
introducción del modo de producción capitalista en la agricultura cuando había
un "relativo exceso de populación" en el campo. La demolición
extensiva de las viviendas se aceleró por el hecho de que la cantidad de la
contribución para socorrer a los pobres pagada por un terrateniente dependía
principalmente del número de los indigentes que vivían en su tierra. Así, los
terratenientes demolieron deliberadamente esas viviendas que no necesitaban y
en cambio podían ser usadas como refugios por la población
"excesiva". (Para detalles, véase Carlos
Marx, El Capital, t. I, cáp. XXIII-5-e, pág. 616, La Habana,
1965.)
[7]La Sociedad de las Artes establecida en Londres en 1754, fue una institución educacional y filantrópica burguesa. La conferencia sobre Las fuerzas aplicadas en la agricultura fue dictada por John Chalmers Morton, hijo de John Morton, que murió en 1864.
[8]Las leyes cerealistas de la Gran
Bretaña, que tenían por objeto limitar o prohibir la importación de cereales,
fueron introducidas en provecho de los grandes terratenientes. La abrogación de
dichas leyes por el parlamento británico en junio de 1846 significaba una
victoria para la burguesía industrial que había luchado contra ellas bajo la
consigna de libre comercio.
[9]Véase David Ricardo, On the Principles of Political Economy, and Taxation, Londres, 1821, pág. 26. La primera edición apareció en Londres en 1817.
[10]Benjamín Franklin, The Works,
Vol. II, Boston, 1836. El ensayo referido en el texto apareció en 1729.
[11]Adam Smith, An Inquiry into
the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Edimbourg, 1814 Vol. I,
pág. 93.
[12]Thomas Hobbes, "Leviathan: or,
the Matter, Form, and Power of a Commonwealth, Ecclesiastical and
Civil", The English Works, Londres, 1839, Vol. III, pág. 76. pág. 78
[13]Se refiere a las guerras libradas por
Inglaterra desde 1793 a 1815 contra Francia durante el período de la Revolución
burguesa de Francia a fines del siglo XVIII. Durante estas guerras el gobierno
británico estableció un régimen de terror contra el pueblo trabajador. Durante
este período, en particular, se reprimieron varias insurrecciones populares y
se promulgaron leyes prohibiendo las asociaciones obreras.
[14]C. Marx hace alusion al folleto de Thomas Malthus titulado An Inquiry
into the Nature and Progress of Rent, and the Principles by which it is
regulated, Londres, 1815.
Una
investigación sobre la naturaleza y el progreso de la renta, y los principios
por los cuales se regula
Una investigación sobre la naturaleza y el progreso del alquiler, y los
principios por los cuales se regula
Thomas Robert Malthus
[15]Se refiere al folleto, An Essay on Trade and Commerce: containing Observations on Taxes, publicado anónimamente en Londres en 1770. Se ha atribuido a J. Cunningham.
[16]Se refiere al debate en el parlamento
británico en febrero y marzo de 1832, acerca de la Ley de diez horas sobre el
trabajo de los niños y adolescentes, propuesta en 1831.
[17]Yaggernat es una encarnación del dios hindú Vishnu. El culto a Yaggernat, caracterizado por pomposas ceremonias y fanatismo religioso, solía manifestarse en el autotormento y la inmolación suicida. Durante las fiestas tradicionales en honor de Yaggernat, la imagen de Vishnú-Yaggernat se transportaba en un enorme carro a cuyo paso muchos creyentes se arrojaban encontrando la muerte bajo sus ruedas.
[18]W. T. Thornton, Over-population and Its Remedy, Londres, 1846.
[19]Según las Leyes de Pobres, originalmente establecidas en Inglaterra en el siglo XVI, cada parroquia recaudaba una cuota a sus vecinos para la beneficencia. Aquellos que no podían mantenerse o mantener a su familia acudían en busca de su auxilio.
[20] Véase el capítulo XXV del tomo I de El Capital, La Habana, 1965, pág. 701, nota 1: "Aquí, nos referimos a las verdaderas colonias, a territorios vírgenes colonizados por inmigrantes libres. Los Estados Unidos son todavía, económicamente hablando, un país colonial de Europa. Por lo demás, también entran en este concepto aquellas antiguas plantaciones en que la abolición de la esclavitud ha venido a transformar de raíz la situación." Desde que en todas las colonias la tierra se ha convertido en propiedad privada, han quedado también cerradas las posibilidades para transformar a los obreros asalariados en productores independientes.
[17]Yaggernat es una encarnación del dios hindú Vishnu. El culto a Yaggernat, caracterizado por pomposas ceremonias y fanatismo religioso, solía manifestarse en el autotormento y la inmolación suicida. Durante las fiestas tradicionales en honor de Yaggernat, la imagen de Vishnú-Yaggernat se transportaba en un enorme carro a cuyo paso muchos creyentes se arrojaban encontrando la muerte bajo sus ruedas.
[18]W. T. Thornton, Over-population and Its Remedy, Londres, 1846.
[19]Según las Leyes de Pobres, originalmente establecidas en Inglaterra en el siglo XVI, cada parroquia recaudaba una cuota a sus vecinos para la beneficencia. Aquellos que no podían mantenerse o mantener a su familia acudían en busca de su auxilio.
[20] Véase el capítulo XXV del tomo I de El Capital, La Habana, 1965, pág. 701, nota 1: "Aquí, nos referimos a las verdaderas colonias, a territorios vírgenes colonizados por inmigrantes libres. Los Estados Unidos son todavía, económicamente hablando, un país colonial de Europa. Por lo demás, también entran en este concepto aquellas antiguas plantaciones en que la abolición de la esclavitud ha venido a transformar de raíz la situación." Desde que en todas las colonias la tierra se ha convertido en propiedad privada, han quedado también cerradas las posibilidades para transformar a los obreros asalariados en productores independientes.
[21]David Ricardo, On the Principles of Political Economy, and Taxation, Londres, 1821, pág. 479.
El
Capital. Crítica de la Economía Política
Karl Marx
Trabajo asalariado y capital (1849)
SALARIO,
PRECIO Y GANANCIA- TRABAJO ASALARIADO Y CAPITAL
Karl
Marx. El Capital. Tomo I .El Proceso de Producción del Capital. Prólogo 1867
Carlos
Marx. El Capital, Tomo I "El Proceso de Producción del Capital",
Capítulo VIII: La Jornada Laboral.
Karl
Marx. El Capital. Tomo I .El Proceso de Producción del Capital. Sección7: El
Proceso de Acumulación del Capital. Capítulo XXI: Reproducción Simple.
La acumulación
originaria, acumulación previa o acumulación
primitiva
El
Capital Tomo I. Capítulo XXIV. La llamada acumulación originaria
El
Capital Tomo I. Capítulo XXV. La teoría moderna de la colonización
El
Capital Karl Marx (3 tomos)
Tomo 1
Sección
Séptima. EL PROCESO DE ACUMULACION DEL CAPITAL pág. 341
CAPITULO XXI
REPRODUCCION SIMPLE pág. 343
CAPITULO
XXII CONVERSION DE LA PLUSVALIA EN CAPITAL pág. 350
CAPÍTULO
XXIII LA LEY GENERAL DE LA ACUMULACIÓN CAPITALISTA pág. 369
Rosa
Luxemburgo. Introducción a la economía política (1916-1917)
Rosa
Luxemburgo. ¿Qué es la Economía? (Bibliografía complementaria)
Manuel
Sutherland. Glosario Marxista III, medio de comunicación e intelectuales.
¿Quién “piensa” por nosotros?
‘Saqueo y
sabotaje de los fondos de pensiones. Cronología de las contrarreformas
laborales, sanitarias y de las pensiones, por la burguesía contra la clase
obrera en el Estado capitalista español.