Escrito: Entre 1876 y 1878.
Primera Edición: Apareció por vez primera en Vorwarts de Leipzeig, órgano del Partido Socialista, entre 1876 y 1878, cuando cesó la revista. El texto formaba entonces parte de una obra mayor hoy conocida como el Anti-Dühring. En 1880, Paul Lafargue publica una traducción de los tres primero capítulos con el título Socialisme utopique et Socialisme scientifique. Esa edición forma la base las subsiguientes ediciones de Del socialismo utópico al socialismo científico.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2000.
Federico
Engels. Del socialismo utópico al socialismo científico
Federico
Engels. Del socialismo utópico al socialismo científico
Federico
Engels. Del socialismo utópico al socialismo científico
Federico
Engels. Del socialismo utópico al socialismo científico
ÍNDICE
PRÓLOGO A
LA EDICIÓN INGLESA DE 1892
El pequeño trabajo que tiene delante el lector, formaba parte, en sus
orígenes, de una obra mayor. Hacia 1875, el Dr. E. Dühring, privat-docent en la
Universidad de Berlín, anunció de pronto y con bastante estrépito su conversión
al socialismo y presentó al público alemán, no sólo una teoría socialista detalladamente
elaborada, sino también un plan práctico completo para la reorganización de la
sociedad. Se abalanzó, naturalmente, sobre sus predecesores, honrando
particularmente a Marx, sobre quien derramó las copas llenas de su ira.
Esto ocurría por los tiempos en que las dos secciones del Partido
Socialista Alemán —los eisenachianos y los lassalleanos[2]—
acababan de fusionarse, adquiriendo éste así, no sólo un inmenso incremento de
fuerza, sino algo que importaba todavía más: la posibilidad de desplegar toda
esta fuerza contra el enemigo común. El Partido Socialista Alemán se iba
convirtiendo rápidamente en una potencia. Pero, para convertirlo en una
potencia, la condición primordial era no poner en peligro la unidad recién
conquistada. Y el Dr. Dühring se aprestaba públicamente a formar en torno a su
persona una secta, el núcleo de un partido futuro aparte. No había, pues, más
remedio que recoger el guante que se nos lanzaba y dar la batalla, por muy poco
agradable que ello nos fuese.
Por cierto, la cosa, aunque no muy difícil, había de ser, evidentemente,
harto pesada. Es bien sabido que nosotros, los alemanes, tenemos una terrible y
poderosa Gründlichkeit, un cavilar profundo o una caviladora
profundidad, como se le quiera llamar. En cuanto uno de nosotros expone algo
que reputa una nueva doctrina, lo primero que hace es elaborarla en forma de un
sistema universal. Tiene que demostrar que lo mismo los primeros principios de
la lógica que las leyes fundamentales del Universo, no han existido desde toda
una eternidad con otro designio que el de llevar, al fin y a la postre, hasta
esta teoría recién descubierta, que viene a coronar todo lo existente. En este
respecto, el Dr. Dühring estaba cortado en absoluto por el patrón nacional.
Nada menos que un "Sistema completo de la Filosofía" —filosofía
intelectual, moral, natural y de la Historia—, un "Sistema completo de
Economía Política y de Socialismo" y, finalmente, una "Historia
crítica de la Economía Política" —tres gordos volúmenes en octavo, pesados
por fuera y por dentro, tres cuerpos de ejército de argumentos, movilizados
contra todos los filósofos y economistas precedentes en general y contra Marx
en particular—; en realidad, un intento de completa «subversión de la ciencia».
Tuve que vérmelas con todo eso; tuve que tratar todos los temas posibles, desde
las ideas sobre el tiempo y el espacio hasta el bimetalismo[3], desde la eternidad de la materia y el movimiento
hasta la naturaleza perecedera de las ideas morales; desde la selección natural
de Darwin hasta la educación de la juventud en una sociedad futura. Cierto es
que la sistemática universalidad de mi contrincante me brindaba ocasión para
desarrollar frente a él, en una forma más coherente de lo que hasta entonces se
había hecho, las ideas mantenidas por Marx y por mí acerca de tan grande
variedad de materias. Y ésta fue la razón principal que me movió a acometer
esta tarea, por lo demás tan ingrata.
Mi réplica vio la luz, primero, en una serie de artículos publicados en
el "Vorwärts"[4] de
Leipzig, órgano central del Partido Socialista, y, más tarde, en forma de
libro, con el título de "Herrn Eugen Dührings Umwälzung der
Wissenschaft" ["La subversión de la ciencia por el señor E.
Dühring"], del que en 1886 se publicó en Zurich una segunda edición.
A instancias de mi amigo Paul Lafargue, actual representante de kille en
la Cámara de los diputados de Francia, arreglé tres capítulos de este libro
para un folleto, que él tradujo y publicó en 1880 con el título de
"Socialisme utopique et socialisme scientifique". De este texto
francés se hicieron una versión polaca y otra española. En 1883 nuestros amigos
de Alemania publicaron el folleto en su idioma original. Desde entonces, se han
publicado, a base del texto alemán, traducciones al italiano, al ruso, al
danés, al holandés y al rumano. Es decir, que, contando la actual edición
inglesa, este folleto se halla difundido en diez lenguas. No sé de ninguna otra
publicación socialista, incluyendo nuestro Manifiesto Comunista de 1848 y
"El Capital" de Marx, que haya sido traducida tantas veces. En
Alemania se han hecho cuatro ediciones, con una tirada total de unos veinte mil
ejemplares.
El apéndice "La Marca"[5] fue escrito con el propósito de difundir entre
el Partido Socialista Alemán algunas nociones elementales respecto a la
historia y al desarrollo de la propiedad rural en Alemania. En aquel entonces
era tanto más necesario cuanto que la incorporación de los obreros urbanos al
partido estaba en vía de concluirse y se planteaba la tarea de ocuparse de las
masas de obreros agrícolas y de los campesinos. Este apéndice fue incluido en
la edición, teniendo en cuenta la circunstancia de que las formas primitivas de
posesión de la tierra, comunes a todas las tribus teutónicas, así como la
historia de su decadencia, son menos conocidas todavía en Inglaterra que en
Alemania. He dejado el texto en su forma original, sin aludir a la hipótesis
recientemente expuesta por Maxim Kovalevski, según la cual al reparto de las
tierras de cultivo y de pastoreo entre los miembros de la Marca precedió el
cultivo en común de estas tierras por una gran comunidad familiar patriarcal,
que abarcó a varias generaciones (de ejemplo puede servir la zádruga de
los sudeslavos, que aún existe hoy día). Luego, cuando la comunidad creció y se
hizo demasiado numerosa para administrar en común la economía, tuvo lugar el
reparto de la tierra[6].
Es probable que Kovalevski tenga razón, pero el asunto se encuentra aún sub
judice[*].
Los términos de Economía empleados en este trabajo coinciden, en tanto
que son nuevos, con los de la edición inglesa de "El Capital" de
Marx. Designamos como «producción mercantil» aquella fase económica en que los
objetos no se producen solamente para el uso del productor, sino también para
los fines del cambio, es decir, como mercancías, y no como valores
de uso. Esta fase va desde los albores de la producción para el cambio hasta
los tipos presentes; pero sólo alcanza su pleno desarrollo bajo la producción
capitalista, es decir, bajo las condiciones en que el capitalista, propietario
de los medios de producción, emplea, a cambio de un salario, a obreros, a
hombres despojados de todo medio de producción, salvo su propia fuerza de
trabajo, y se embolsa el excedente del precio de venta de los productos sobre su
coste de producción. Dividimos la historia de la producción industrial desde la
Edad Media en tres períodos: 1) industria
artesana, pequeños maestros artesanos con unos cuantos oficiales y
aprendices, en que cada obrero elabora el artículo completo; 2) manufactura, en que se congrega en un
amplio establecimiento un número más considerable de obreros, elaborándose el
artículo completo con arreglo al principio de la división del trabajo, donde
cada obrero sólo ejecuta una operación parcial, de tal modo que el producto
está acabado sólo cuando ha pasado sucesivamente por las manos de todos; 3) moderna industria, en que el producto se
fabrica mediante la máquina movida por la fuerza motriz y el trabajo del obrero
se limita a vigilar y rectificarlas operaciones del mecanismo.
Sé muy bien que el contenido de este libro indignará a gran parte del
público británico. Pero si nosotros, los continentales, hubiésemos guardado la
menor consideración a los prejuicios de la «respetabilidad» británica, es
decir, del filisteísmo británico habríamos salido todavía peor parados de lo
que hemos salido. Esta obra defiende lo que nosotros llamamos el «materialismo
histórico», y en los oídos de la inmensa mayoría de los lectores británicos la
palabra materialismo es una palabra muy malsonante. «Agnosticismo» aún podría
pasar, pero materialismo es de todo punto inadmisible.
Y sin embargo, la patria primitiva de todo el materialismo moderno, a
partir del siglo XVII, es Inglaterra.
«El materialismo es hijo nativo de la Gran Bretaña. Ya elescolástico
británico Duns Escoto se preguntaba si la materia no podría pensar.
«Para realizar este milagro, iba a refugiarse en la omnipotencia divina,
es decir, obligaba a la propia teología a predicar el materialismo. Duns Escoto
era, además, nominalista. El nominalismo[7] aparece
como elemento primordial en los materialistas ingleses y es, en general, la
expresión primera del materialismo.
«El verdadero padre del materialismo inglés es Bacon. Para él, las
ciencias naturales son la verdadera ciencia, y la física experimental, la parte
más importante de las ciencias naturales. Anaxágoras con sus homoiomerias[8] y Demócrito con sus átomos son las autoridades
que cita con frecuencia. Según su teoría, los sentidos son infalibles y
constituyen la fuente de todos los conocimientos. Toda ciencia se basa en la
experiencia y consiste en aplicar un método racional de investigación a lo dado
por los sentidos. La inducción, el análisis, la comparación, la observación, la
experimentación son las condiciones fundamentales de este método racional.
Entre las propiedades inherentes a la materia, la primera y más importante es
el movimiento, concebido no sólo como movimiento mecánico y matemático, sino
más aún como impulso, como espíritu vital, como tensión, como «Qual»[†] —para emplear la expresión de Jakob
Böhme— de la materia.
«Las formas primitivas de la última son fuerzas substanciales vivas,
individualizantes, a ella inherentes, las fuerzas que producen las diferencias
específicas.
«En Bacon, como su primer creador, el materialismo guarda todavía de un
modo ingenuo los gérmenes de un desarrollo multilateral. La materia sonríe con
un destello poéticamente sensorial a todo el hombre. En cambio, la doctrina
aforística es todavía de por sí un hervidero de inconsecuencias teológicas.
«En su desarrollo ulterior, el materialismo se hace unilateral. Hobbes
sistematiza el materialismo de Bacon. La sensoriedad pierde su brillo y se
convierte en la sensoriedad abstracta del geómetra. El movimiento físico se
sacrifica al movimiento mecánico o matemático, la geometría es proclamada como
la ciencia fundamental. El materialismo se hace misántropo. Para
poder dar la batalla en su propio terreno al espíritu misantrópico y
descarnado, el materialismo se ve obligado también a flagelar su carne y
convertirse en asceta. Se presenta como una entidad intelectual, pero
desarrolla también la lógica despiadada del intelecto.
«Si los sentidos suministran al hombre todos los conocimientos —argumenta
Hobbes partiendo de Bacon—, los conceptos, las ideas, las representaciones
mentales, etc., no son más que fantasmas del mundo físico, más o menos
despojado de su forma sensorial. La ciencia no puede hacer más que dar nombres
a estos fantasmas. Un nombre puede ponérsele a varios fantasmas. Puede incluso
haber nombres de nombres. Pero sería una contradicción querer, de una parte,
buscar el origen de todas las ideas en el mundo de los sentidos, y, de otra
parte, afirmar que una palabra es algo más que una palabra, que además de los
seres siempre individuales que nos representamos, existen seres universales.
Una sustancia incorpórea es el mismo contrasentido que un cuerpo incorpóreo.
Cuerpo, ser, sustancia, es una y la misma idea real. No se puede
separar el pensamiento de la materia que piensa. Es ella el sujeto de todos
los cambios. La palabra «infinito» carece de sentido, si no es como expresión
de la capacidad de nuestro espíritu para añadir sin fin. Como sólo lo material es
perceptible, susceptible de ser sabido, nada se sabe de la existencia de Dios.
Sólo mi propia existencia es segura. Toda pasión humana es movimiento mecánico
que termina o empieza. Los objetos de los impulsos son el bien. El hombre se
halla sujeto a las mismas leyes que la naturaleza. El poder y la libertad son
cosas idénticas.
«Hobbes sistematizó a Bacon, pero sin aportar nuevas pruebas en favor de
su principio fundamental: el de que los conocimientos y las ideas tienen su
origen en el mundo de los sentidos.
«Locke, en su obra "Essay on the Human understanding" [Ensayo
sobre el entendimiento humano], fundamenta el principio de Bacony Hobbes.
«Del mismo modo que Hobbes destruyó los prejuicios teísticos del
materialismo baconiano, Collins, Dodwell, Coward, Hartley, Priestley, etc.,
derribaron la última barrera teológica del sensualismo de Locke. El deísmo[9] no
es, por lo menos para los materialistas, más que un modo cómodo y fácil de
deshacerse de la religión»[‡].
Así se expresaba Carlos Marx hablando de los orígenes británicos del
materialismo moderno. Y si a los ingleses de hoy día no les hace mucha gracia
este homenaje que Marx rinde a sus antepasados, lo sentimos por ellos. Pero es
innegable, a pesar de todo, que Bacon, Hobbes y Locke fueron los padres de
aquella brillante escuela de materialistas franceses que, pese a todas las
derrotas que los alemanes y los ingleses infligieron por mar y por tierra a
Francia, hicieron del siglo XVIII un siglo eminentemente francés; y esto, mucho
antes de aquella revolución francesa que coronó el final del siglo y cuyos
resultados todavía hoy nos estamos esforzando nosotros por aclimatar en
Inglaterra y en Alemania. No puede negarse. Si a mediados del siglo un
extranjero culto se instalaba en Inglaterra, lo que más le sorprendía era la
beatería y la estupidez religiosa —así tenía que considerarla él— de la
«respetable» clase media inglesa. Por aquel entonces, todos nosotros éramos
materialistas, o, por lo menos, librepensadores muy avanzados, y nos parecía
inconcebible que casi todos los hombres cultos de Inglaterra creyesen en una
serie de milagros imposibles, y que hasta geólogos como Buckland y Mantell
tergiversasen los hechos de su ciencia, para no dar demasiado en la cara a los
mitos del Génesis; inconcebible que, para encontrar a gente que se atreviese a
servirse de su inteligencia en materias religiosas, hubiese que ir a los
sectores no ilustrados, a las «hordas de los que no se lavan», como en aquel
entonces se decía, a los obreros, y principalmente a los socialistas owenianos.
Pero, de entonces acá, Inglaterra se ha «civilizado». La Exposición de
1851[10] fue
el toque a muerte por el exclusivismo insular inglés. Inglaterra fue, poco a
poco, internacionalizándose en cuanto a la comida y la bebida, en las
costumbres y en las ideas, hasta el punto de que ya desearía yo que ciertas
costumbres inglesas encontrasen en el continente una acogida tan general como
la que han encontrado otros usos continentales en Inglaterra. Lo que puede
asegurarse es que la difusión del aceite para ensalada (que antes de 1851 sólo
conocía la aristocracia) fue acompañada de una fatal difusión del escepticismo
continental en materias religiosas, habiéndose llegado hasta el extremo de que
el agnosticismo, aunque no se considere todavía tan elegante como la Iglesia
anglicana oficial, está no obstante, en lo que a la respetabilidad se refiere,
casi a la misma altura que la secta baptista y ocupa, desde luego, un rango
mucho más alto que el Ejército de Salvación[11].
No puedo por menos de pensar que para muchos que deploran y maldicen con toda
su alma estos progresos del descreimiento será un consuelo saber que estas
ideas flamantes no son de origen extranjero, no circulan con la marca de «Made
in Germany», fabricado en Alemania, como tantos otros artículos de uso diario,
sino que tienen, por el contrario, un añejo y venerable origen inglés y que sus
autores británicos de hace doscientos años iban bastante más allá que sus
descendientes de hoy día.
En efecto, ¿qué es el agnosticismo si no un
materialismo vergonzante? La concepción agnóstica de la naturaleza es
enteramente materialista. Todo el mundo natural está regido por leyes y excluye
en absoluto toda influencia exterior. Pero nosotros, añade cautamente el
agnóstico, no estamos en condiciones de poder probar o refutar la existencia de
un ser supremo fuera del mundo por nosotros conocido. Esta reserva podía tener
su razón de ser en la época en que Laplace, como Napoleón le preguntase por qué
en la Mécanique Céleste[§] del
gran astrónomo no se mencionaba siquiera al creador del mundo, contestó con
estas palabras orgullosas: «Je n'avais pas besoin de cette hypothèse»[**].
Pero hoy nuestra idea del universo en su desarrollo no deja el menor lugar ni
para un creador ni para un regente del universo; y si quisiéramos admitir la
existencia de un ser supremo puesto al margen de todo el mundo existente,
incurriríamos en una contradicción lógica, y además, me parece, inferiríamos
una ofensa inmerecida a los sentimientos de la gente religiosa.
Nuestro agnóstico reconoce también que todos nuestros conocimientos
descansan en las comunicaciones que recibimos por medio de nuestros sentidos.
Pero, ¿cómo sabemos —añade— si nuestros sentidos nos transmiten realmente una
imagen exacta de los objetos que percibimos a través de ellos? Y a continuación
nos dice que cuando habla de las cosas o de sus propiedades, no se refiere, en
realidad, a estas cosas ni a sus propiedades, acerca de las cuales no puede
saber nada de cierto, sino solamente a las impresiones que dejan en sus
sentidos. Es, ciertamente, un modo de concebir que parece difícil rebatir por
vía de simple argumentación. Pero los hombres, antes de argumentar, habían
actuado.
Im Anfang war die That[††] Y la
acción humana había resuelto la dificultad mucho antes de que las cavilaciones
humanas la inventasen. The proof of the pudding is in the eating[‡‡]. Desde el momento en que aplicamos estas cosas, con arreglo a
las cualidades que percibimos en ellas, a nuestro propio uso, sometemos las
percepciones de nuestros sentidos a una prueba infalible en cuanto a su
exactitud o falsedad. Si estas percepciones fuesen falsas, lo sería también
nuestro juicio acerca de la posibilidad de emplear la cosa de que se trata, y
nuestro intento de emplearla tendría que fracasar ferzosamente. Pero si
conseguimos el fin perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea
que nos formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al emplearla,
tendremos la prueba positiva de que, dentro de estos límites,
nuestras percepciones acerca de esta cosa y de sus propiedades coinciden con la
realidad existente fuera de nosotros. En cambio, si nos encontramos con que
hemos dado un golpe en falso, no tardamos generalmente mucho tiempo en
descubrir las causas de nuestro error; llegamos a la conclusión de que la
percepción en que se basaba nuestra acción era incompleta y superficial, o se
hallaba enlazada con los resultados de otras percepciones de un modo no
justificado por la realidad de las cosas; es decir, habíamos realizado lo que denominamos
un razonamiento defectuoso. Mientras adiestremos y empleemos bien nuestros
sentidos y ajustemos nuestro modo de proceder a los límites que trazan las
observaciones bien hechas y bien utilizadas, veremos que los resultados de
nuestros actos suministran la prueba de la conformidad de nuestras percepciones
con la naturaleza objetiva de las cosas percibidas. Ni en un solo caso, según
la experiencia que poseemos hasta hoy, nos hemos visto obligados a llegar a la
conclusión de que las percepciones sensoriales científicamente controladas
originan en nuestro cerebro ideas del mundo exterior que difieren por su
naturaleza de la realidad, o de que entre el mundo exterior y las percepciones
que nuestros sentidos.
Pero, al llegar aquí, se presenta el agnóstico neokantiano y nos dice:
Sí, podremos tal vez percibir exactamente las propiedades de una cosa, pero
nunca aprehender la cosa en sí por medio de ningún proceso sensorial o
discursivo. Esta «cosa en sí» cae más allá de nuestras posibilidades de conocimiento.
A esto, ya hace mucho tiempo, que ha contestado Hegel: desde el momento en que
conocemos todas las propiedades de una cosa, conocemos también la cosa misma;
sólo queda en pie el hecho de que esta cosa existe fuera de nosotros, y en
cuanto nuestros sentidos nos suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta
el último residuo de la cosa en sí, la famosa e incognoscible Ding an
sich de Kant. Hoy, sólo podemos añadir a eso que, en tiempos de Kant,
el conocimiento que se tenía de las cosas naturales era lo bastante
fragmentario para poder sospechar detrás de cada una de ellas una misteriosa
«cosa en sí». Pero, de entonces acá, estas cosas inaprehensibles han sido
aprehendidas, analizadas y, más todavía, reproducidas una tras otra por los
gigantescos progresos de la ciencia. Y, desde el momento en que podemos producir una
cosa, no hay razón ninguna para considerarla incognoscible. Para la química de
la primera mitad de nuestro siglo, las sustancias orgánicas eran cosas
misteriosas. Hoy, aprendemos ya a fabricarlas una tras otra, a base de los
elementos químicos y sin ayuda de procesos orgánicos. La química moderna nos
dice que tan pronto como se conoce la constitución química de cualquier cuerpo,
este cuerpo puede integrarse a partir de sus elementos. Hoy, estamos todavía
lejos de conocer exactamente la constitución de las sustancias orgánicas
superiores, los cuerpos albuminoides, pero no hay absolutamente ninguna razón
para que no adquiramos, aunque sea dentro de varios siglos, este conocimiento y
con ayuda de él podamos fabricar albúmina artificial. Y cuando lo consigamos,
habremos conseguido también producir la vida orgánica, pues la vida, desde sus
formas más bajas hasta las más altas, no es más que la modalidad normal de
existencia de los cuerpos albuminoides.
Pero, después de hechas estas reservas formales, nuestro agnóstico habla
y obra en un todo como el materialista empedernido, que en el fondo es. Podrá
decir: a juzgar por lo que nosotros sabemos, la materia y el
movimiento o, como ahora se dice, la energía, no pueden crearse ni destruirse,
pero no tenemos pruebas de que ambas no hayan sido creadas en algún tiempo
remoto y desconocido. Y, si intentáis volver contra él esta confesión en un
caso dado, os llamará al orden a toda prisa y os mandará callar. Si in
abstracto reconoce la posibilidad del espiritualismo, in
concreto no quiere saber nada de él. Os dirá: por lo que sabemos y
podemos saber, no existe creador ni regente del Universo; en lo que a nosotros
respecta, la materia y la energía son tan increables como indestructibles; para
nosotros, el pensamiento es una forma de la energía, una función del cerebro.
Todo lo que nosotros sabemos nos lleva a la conclusión de que el mundo material
se halla regido por leyes inmutables, etcétera, etcétera. Por tanto, en la
medida en que es un hombre de ciencia, en la medida en que sabe algo,
el agnóstico es materialista; fuera de los confines de su ciencia, en los
campos que no domina, traduce su ignorancia al griego, y la llama agnosticismo.
En todo caso, lo que sí puede asegurarse es que, aunque yo fuese
agnóstico, no podría dar a la concepción de la historia esbozada en este
librito el nombre de «agnosticismo histórico». Las gentes de sentimientos
religiosos se reirían de mí, los agnósticos me preguntarían, indignados, si
quería burlarme de ellos. Así pues, confío en que la «respetabilidad»
británica, que en alemán se llama filisteísmo, no se enfadará demasiado porque
emplee en inglés, como en tantos otros idiomas, el nombre de «materialismo
histórico» para designar esa concepción de los derroteros de la historia
universal que ve la causa final y la fuerza propulsora decisiva de todos los
acontecimientos históricos importantes en el desarrollo económico de la
sociedad, en las transformaciones del modo de producción y de cambio, en la
consiguiente división de la sociedad en distintas clases y en las luchas de
estas clases entre sí.
Se me guardará, tal vez, esta consideración, sobre todo si demuestro que
el materialismo histórico puede incluso ser útil para la respetabilidad
británica. Ya he aludido al hecho de que, hace cuarenta o cincuenta años, el
extranjero culto que se instalaba a vivir en Inglaterra se veía
desagradablemente sorprendido por lo que necesariamente tenía que considerar
como beatería y mojigatería de la respetable clase media inglesa. Ahora
demostraré que la respetable clase media inglesa de aquel tiempo no era, sin
embargo, tan estúpida como el extranjero inteligente se figuraba. Sus
tendencias religiosas tenían su explicación.
Cuando Europa salió del medioevo, la clase media en ascenso de las
ciudades era su elemento revolucionario. La posición reconocida, que se había
conquistado dentro del régimen feudal de la Edad Media, era ya demasiado
estrecha para su fuerza de expansión. El libre desarrollo de esta clase
media, la burguesía, no era ya compatible con el sistema
feudal; éste tenía forzosamente que derrumbarse.
Pero el gran centro internacional del feudalismo era la Iglesia católica
romana. Ella unía a toda Europa Occidental feudalizada, pese a todas sus
guerras intestinas, en una gran unidad política, contrapuesta tanto al mundo
cismático griego como al mundo mahometano. Rodeó a las instituciones feudales
del halo de la consagración divina. También ella había levantado su jerarquía
según el modelo feudal, y era, en fin de cuentas, el mayor de todos los señores
feudales, pues poseía, por lo menos, la tercera parte de toda la propiedad
territorial del mundo católico. Antes de poder dar en cada país y en diversos
terrenos la batalla al feudalismo secular había que destruir esta organización
central sagrada.
Paso a paso, con el auge de la burguesía, iba produciéndose el gran
resurgimiento de la ciencia. Volvían a cultivarse la astronomía, la mecánica,
la física, la anatomía, la fisiología. La burguesía necesitaba, para el
desarrollo de su producción industrial, una ciencia que investigase las
propiedades de los cuerpos físicos y el funcionamiento de las fuerzas
naturales. Pero, hasta entonces la ciencia no había sido más que la servidora
humilde de la Iglesia, a la que no se le consentía traspasar las fronteras
establecidas por la fe; en una palabra, había sido cualquier cosa menos una
ciencia. Ahora, la ciencia se rebelaba contra la Iglesia; la burguesía
necesitaba a la ciencia y se lanzó con ella a la rebelión.
Aquí no he tocado más que dos de los puntos en que la burguesía en
ascenso tenía necesariamente que chocar con la religión establecida; pero esto
bastará para probar: primero, que la clase más directamente interesada en la
lucha contra el poder de la Iglesia católica era precisamente la burguesía y,
segundo, que por aquel entonces toda lucha contra el feudalismo tenía que
vestirse con un ropaje religioso y dirigirse en primera instancia contra la
Iglesia. Pero el grito de guerra lanzado por las universidades y los hombres de
negocios de las ciudades, tenía inevitablemente que encontrar, como en efecto
encontró, una fuerte resonancia entre las masas del campo, entre los
campesinos, que en todas partes estaban empeñados en una dura lucha contra sus
señores feudales eclesiásticos y seculares, lucha en la que se ventilaba su
existencia.
La gran campaña de la burguesía europea contra el feudalismo culminó en
tres grandes batallas decisivas.
La primera fue la que
llamamos la Reforma protestante alemana. Al grito de rebelión de Lutero contra
la Iglesia, respondieron dos insurrecciones políticas; primero, la de la
nobleza baja, acaudillada por Franz von Sickingen, en 1523, y luego la gran
guerra campesina, en 1525. Ambas fueron aplastadas, a causa, principalmente, de
la falta de decisión del partido más interesado en la lucha: la burguesía de
las ciudades: falta de decisión cuyas causas no podemos investigar aquí. Desde
este instante, la lucha degeneró en una reyerta entre los príncipes locales y
el poder central del emperador, trayendo como consecuencia el borrar a Alemania
por doscientos años del concierto de las naciones políticamente activas de
Europa. Cierto es que la Reforma luterana condujo a una nueva religión; aquella
precisamente que necesitaba la monarquía absoluta. Apenas abrazaron el
luteranismo, los campesinos del noreste de Alemania se vieron degradados de
hombres libres a siervos de la gleba.
Pero, donde Lutero falló, triunfó Calvino. El dogma
calvinista cuadraba a los más intrépidos burgueses de la época. Su doctrina de
la predestinación era la expresión religiosa del hecho de que en el mundo
comercial, en el mundo de la competencia, el éxito o la bancarrota no depende de
la actividad o de la aptitud del individuo, sino de circunstancias
independientes de él. «Así que no es del que quiere ni del que corre, sino de
la misericordia» de fuerzas económicas superiores, pero desconocidas. Y esto
era más verdad que nunca en una época de revolución económica, en que todos los
viejos centros y caminos comerciales eran desplazados por otros nuevos, en que
se abría al mundo América y la India y en que vacilaban y se venían abajo hasta
los artículos económicos de fe más sagrados: los valores del oro y de la plata.
Además, el régimen de la Iglesia calvinista era absolutamente democrático y
republicano: ¿cómo podían los reinos de este mundo seguir siendo súbditos de
los reyes, de los obispos y de los señores feudales donde el reino de Dios se
había republicanizado? Si el luteranismo alemán se convirtió en un instrumento
sumiso en manos de los pequeños príncipes alemanes, el calvinismo fundó una
república en Holanda y fuertes partidos republicanos en Inglaterra y, sobre
todo, en Escocia.
En el calvinismo encontró acabada su teoría de lucha la segunda gran
insurrección de la burguesía. Esta insurrección se produjo en Inglaterra. La
puso en marcha la burguesía de las ciudades, pero fueron los campesinos medios
(la yeomanry) de los distritos rurales los que arrancaron el
triunfo. Cosa singular: en las tres grandes revoluciones burguesas son los
campesinos los que suministran las tropas de combate, y ellos también,
precisamente, la clase, que, después de alcanzar el triunfo, sale arruinada
infaliblemente por las consecuencias económicas de este triunfo. Cien años
después de Cromwell, la yeomanry de Inglaterra casi había
desaparecido. En todo caso, sin la intervención de esta yeomanry y
del elemento plebeyo de las ciudades, la burguesía nunca
hubiera podido conducir la lucha hasta su final victorioso ni llevado al
cadalso a Carlos I. Para que la burguesía se embolsase aunque sólo fueran los
frutos del triunfo que estaban bien maduros, fue necesario llevar la revolución
bastante más allá de su meta: exactamente como habría de ocurrir en Francia en
1793 y en Alemania en 1848. Parece ser ésta, en efecto, una de las leyes que
presiden el desarrollo de la sociedad burguesa.
Después de este exceso de actividad revolucionaria, siguió la inevitable
reacción que, a su vez, rebasó también el punto en que debía haberse mantenido.
Tras una serie de vacilaciones, consiguió fijarse, por fin, el nuevo centro de
gravedad, que se convirtió, a su vez, en nuevo punto de arranque. El período
grandioso de la historia inglesa, al que los filisteos dan el nombre de «la
gran rebelión», y las luchas que le siguieron, alcanzan su remate en el
episodio relativamente insignificante de 1689, que los historiadores liberales
señalan con el nombre de la «gloriosa revolución»[12].
El nuevo punto de partida fue una transacción entre la burguesía en
ascenso y los antiguos grandes terratenientes feudales. Estos, aunque entonces
como hoy se les conociese por el nombre de aristocracia estaban ya desde hacía
largo tiempo en vías de convertirse en lo que Luis Felipe había de ser mucho
después en Francia: en los primeros burgueses de la nación. Para suerte de
Inglaterra, los antiguos barones feudales se habían destrozado unos a otros en
las guerras de las Dos Rosas[13].
Sus sucesores, aunque descendientes en su mayoría de las mismas antiguas
familias, procedían ya de líneas colaterales tan alejadas, que formaban una
corporación completamente nueva; sus costumbres y tendencias tenían mucho más
de burguesas que de feudales; conocían perfectamente el valor del dinero, y se
aplicaron en seguida a aumentar las rentas de sus tierras, arrojando de ellas a
cientos de pequeños arrendatarios y sustituyéndolos por rebaños de ovejas.
Enrique VIII creó una masa de nuevos landlords burgueses, regalando y
dilapidando los bienes de la Iglesia; y a idénticos resultados condujeron las
confiscaciones de grandes propiedades territoriales, que se prosiguieron sin
interrupción hasta fines del siglo XVII, para entregarlas luego a individuos
semi o enteramente advenedizos. De aquí que la «aristocracia» inglesa, desde
Enrique VII, lejos de oponerse al desarrollo de la producción industrial
procurase sacar indirectamente provecho de ella. Además, una parte de los
grandes terratenientes se mostró dispuesta en todo momento, por móviles económicos
o políticos a colaborar con los caudillos de la burguesía industrial y
financiera. La transacción de 1689 no fue, pues, difícil de conseguir. Los
trofeos políticos —los cargos, las sinecuras, los grandes sueldos— les fueron
respetados a las familias de la aristocracia rural, a condición de que
defendiesen cumplidamente los intereses económicos de la clase media
financiera, industrial y mercantil. Y estos intereses económicos eran ya, por
aquel entonces, bastante poderosos; eran ellos los que trazaban en último
término los rumbos de la política nacional. Podría haber rencillas acerca de
los detalles, pero la oligarquía aristocrática sabía demasiado bien cuán
inseparablemente unida se hallaba su propia prosperidad económica a la de la
burguesía industrial y comercial.
A partir de este momento, la burguesía se convirtió en parte integrante,
modesta pero reconocida, de las clases dominantes de Inglaterra. Compartía con
todas ellas el interés de mantener sojuzgada a la gran masa trabajadora del
pueblo. El comerciante o fabricante mismo ocupaba, frente a su dependiente, a
sus obreros o a sus criados, la posición del amo, o la posición de su «superior
natural», como se decía hasta hace muy poco en Inglaterra. Tenía que
estrujarles la mayor cantidad y la mejor calidad de trabajo posible; para
conseguirlo, había de educarlos en una conveniente sumisión. Personalmente, era
un hombre religioso; su religión le había suministrado la bandera bajo la cual
combatió al rey y a los señores; muy pronto, había descubierto también los
recursos que esta religión le ofrecía para trabajar los espíritus de sus
inferiores naturales y hacerlos sumisos a las órdenes de los amos, que los
designios inescrutables de Dios les habían puesto. En una palabra, el burgués
inglés participaba ahora en la empresa de sojuzgar a los «estamentos
inferiores», a la gran masa productora de la nación, y uno de los medios que se
empleaba para ello era la influencia de la religión.
Pero a esto venía a añadirse una nueva circunstancia, que reforzaba las
inclinaciones religiosas de la burguesía: la aparición del materialismo en
Inglaterra. Esta nueva doctrina no sólo hería los píos sentimientos de la clase
media, sino que, además, se anunciaba como una filosofía destinada solamente a
los sabios y hombres cultos del gran mundo; al contrario de la religión, buena
para la gran masa no ilustrada, incluyendo a la burguesía. Con Hobbes, esta
doctrina pisó la escena como defensora de las prerrogativas y de la
omnipotencia reales e invitó a la monarquía absoluta a atar corto a aquel puer
robustus sed mailitiosus[§§] que era el pueblo. También en los
continuadores de Hobbes, en Bolingbroke, en Shaftesbury, etc., la nueva forma
deística del materialismo seguía siendo una doctrina aristocrática, esotérica[***] y odiada, por tanto, de la
burguesía, no sólo por ser una herejía religiosa, sino también por sus
conexiones políticas antiburguesas. Por eso, frente al materialismo y al deísmo
de la aristocracia, las sectas protestantes, que habían suministrado la bandera
y los hombres para luchar contra los Estuardos, eran precisamente las que daban
el contingente principal de las fuerzas
de la clase media progresiva y las que todavía hoy forman la médula del «gran partido liberal».
Entretanto, el materialismo pasó de Inglaterra a Francia donde se
encontró con una segunda escuela materialista de filósofos, que habían surgido
del cartesianismo[14], y con la que se refundió. También en Francia seguía siendo
al principio una doctrina exclusivamente aristocrática. Pero su carácter
revolucionario no tardó en revelarse. Los materialistas franceses no limitaban
su crítica simplemente a las materias religiosas, sino que la hacían extensiva
a todas las tradiciones científicas y a todas las instituciones políticas de su
tiempo; para demostrar la posibilidad de aplicación universal de su teoría,
siguieron el camino más corto: la aplicaron audazmente a todos los objetos del
saber en la "Encyclopédie", la obra gigantesca que les valió el
nombre de «enciclopedistas». De este modo, el materialismo, bajo una u otra
forma —como materialismo declarado o como deísmo—, se convirtió en el credo de
toda la juventud culta de Francia; hasta tal punto, que durante la Gran
Revolución la teoría creada por los realistas ingleses sirvió de bandera
teórica a los republicanos y terroristas franceses, y de ella salió el texto de
la "Declaración
de los Derechos del Hombre" [15].
La Gran Revolución francesa fue la tercera insurrección de la burguesía,
pero la primera que se despojó totalmente del manto religioso, dando la batalla
en el campo político abierto. Y fue también la primera que llevó realmente la
batalla hasta la destrucción de uno de los dos combatientes, la aristocracia, y
el triunfo completo del otro, la burguesía. En Inglaterra, la continuidad
ininterrumpida de las instituciones prerrevolucionarias y postrrevolucionarias
y la transacción sellada entre los grandes terratenientes y los capitalistas,
encontraban su expresión en la continuidad de los precedentes judiciales, así
como en la respetuosa conservación de las formas legales del feudalismo. En Francia
la revolución rompió plenamente con las tradiciones del pasado, barrió los
últimos vestigios del feudalismo y creó, con el Code civil[16], una adaptación magistral a las relaciones
capitalistas modernas del antiguo Derecho romano, de aquella expresión casi
perfecta de las relaciones jurídicas derivadas de la fase económica que Marx
llama la «producción de mercancías»; tan magistral, que este Código francés
revolucionario sirve todavía hoy en todos los países —sin exceptuar a
Inglaterra— de modelo para las reformas del derecho de propiedad. Pero, no por
ello debemos perder de vista una cosa. Aunque el Derecho inglés continúa
expresando las relaciones económicas de la sociedad capitalista en un lenguaje
feudal bárbaro, que guarda con la cosa expresada la misma relación que la
ortografía con la fonética inglesa —«vous écrivez Londres et vous prononcez
Constantinople»[†††],
decía un francés—, este Derecho inglés es el único que ha mantenido indemne a
través de los siglos y que ha transplantado a Norteamérica y a las colonias la
mejor parte de aquella libertad personal, aquella autonomía local y aquella
salvaguardia contra toda injerencia, fuera de la de los tribunales; en una
palabra, aquellas antiguas libertades germánicas que en el continente se habían
perdido bajo el régimen de la monarquía absoluta y que hasta ahora no han vuelto
a recobrarse íntegramente en ninguna parte.
Pero volvamos a nuestro burgués británico. La revolución francesa le
brindó una magnífica ocasión para arruinar, con ayuda de las monarquías
continentales, el comercio marítimo francés, anexionarse las colonias francesas
y reprimir las últimas pretensiones francesas de hacerle la competencia por
mar. Fue ésta una de las razones de que la combatiese. La segunda razón era que
los métodos de esta revolución le hacían muy poca gracia. No ya su «execrable»
terrorismo, sino también su intento de implantar el régimen burgués hasta en
sus últimas consecuencias. ¿Qué iba a hacer en el mundo el burgués británico
sin su aristocracia, que le imbuía maneras (¡y qué maneras!) e inventaba para
él modas, que le suministraba la oficialidad para el ejército, salvaguardia del
orden dentro del país, y para la marina, conquistadora de nuevos dominios
coloniales y de nuevos mercados en el exterior? Cierto es que también había
dentro de la burguesía una minoría progresiva, formada por gentes cuyos
intereses no habían salido tan bien parados en la transacción, esta minoría,
integrada por la clase media de posición más modesta, simpatizaba con la
revolución, pero era impotente en el parlamento.
Por tanto, cuanto más se convertía el materialismo en el credo de la
revolución francesa, tanto más se aferraba el piadoso burgués británico a su
religión. ¿Acaso la época del terror en París no había demostrado lo que
ocurre, cuando el pueblo pierde la religión? Conforme se extendía el materialismo
de Francia a los países vecinos y recibía el refuerzo de otras corrientes
teóricas afines, principalmente el de la filosofía alemana; conforme en el
continente ser materialista y librepensador era, en realidad, una cualidad
indispensable para ser persona culta, más tenazmente se afirmaba la clase media
inglesa en sus diversas confesiones religiosas. Por mucho que variasen las unas
de las otras, todas eran confesiones decididamente religiosas, cristianas.
Mientras que la revolución aseguraba el triunfo político de la burguesía
en Francia, en Inglaterra Watt, Arkwright, Cartwright y otros iniciaron
iniciaron una revolución industrial, que desplazó completamente el centro de
gravedad del poder económico. Ahora, la burguesía enriquecíase mucho más aprisa
que la aristocracia terrateniente. Y, dentro de la burguesía misma, la
aristocracia financiera, los banqueros, etc., iban pasando cada vez más a
segundo plano ante los fabricantes. La transacción de 1689, aun con las
enmiendas que habían ido introduciéndose poco a poco a favor de la burguesía,
ya no correspondía a la posición recíproca de las dos partes interesadas. Había
cambiado también el carácter de éstas: la burguesía de 1830 difería mucho de la
del siglo anterior. El poder político que aún conservaba la aristocracia y que
se ponía en acción contra las pretensiones de la nueva burguesía industrial,
hízose incompatible con los nuevos intereses económicos. Planteábase la
necesidad de renovar la lucha contra la aristocracia; y esta lucha sólo podía
terminar con el triunfo del nuevo poder económico. Bajo el impulso de la
revolución francesa de 1830, se impuso en primer término, pese a todas las
resistencias, la ley de reforma electoral[17]. Esto dio a la burguesía una posición fuerte y reconocida en
el parlamento. Luego, vino la derogación de las leyes cerealistas[18],
que instauró de una vez para siempre el predominio de la burguesía, y sobre
todo de su parte más activa, los fabricantes, sobre la aristocracia de la
tierra. Fue éste el mayor triunfo de la burguesía, pero fue también el último
conseguido en su propio y exclusivo interés. Todos sus triunfos posteriores
hubo de compartirlos con un nuevo poder social, aliado suyo en un principio,
pero luego rival de ella.
La revolución industrial había creado una clase de grandes fabricantes
capitalistas, pero había creado también otra, mucho más numerosa, de obreros
fabriles. Esta clase crecía constantemente en número, a medida que la
revolución industrial se iba adueñando de una rama industrial tras otra. Y con
su número, crecía también su fuerza, que se demostró ya en 1824, cuando obligó
al parlamento a derogar a regañadientes las leyes contra la libertad de
coalición[19].
Durante la campaña de agitación por la reforma electoral, los obreros formaban
el ala radical del partido de la reforma; y cuando la ley de 1832 los privó del
derecho de sufragio, sintetizaron sus reivindicaciones en la Carta del Pueblo
(People's Charter)[20] y se constituyeron, en oposición al
gran partido burgués que combatía las leyes cerealistas[21],
en un partido independiente, el partido cartista, que fue el primer partido
obrero de nuestro tiempo
A continuación, vinieron las revoluciones continentales de febrero y
marzo de 1848, en las que los obreros desempeñaron un papel tan importante y en
las que plantearon, por lo menos en París, reivindicaciones que eran
resueltamente inadmisibles, desde el punto de vista de la sociedad capitalista.
Y luego sobrevino la reacción general. Primero, la derrota de los cartistas del
10 de abril de 1848[22]; después, el aplastamiento de la
insurrección obrera de París, en junio del mismo año; más tarde, los
descalabros de 1849 en Italia, Hungría y el Sur de Alemania; y por último, el
triunfo de Luis Bonaparte sobre París, el 2 de diciembre de 1851[23].
Con esto, habíase conseguido ahuyentar, por lo menos durante algún tiempo, el
espantajo de las reivindicaciones obreras, pero ¡a qué costa! Por tanto, si el
burgués británico estaba ya antes convencido de la necesidad de mantener en el
pueblo vil el espíritu religioso, ¡con cuánta mayor razón tenía que sentir esa
necesidad, después de todas estas experiencias! Por eso, sin hacer el menor
caso de las risotadas de burla de sus colegas continentales, continuaba año
tras año gastando miles y decenas de miles en la evangelización de los
estamentos inferiores. No contento con su propia maquinaria religiosa, se
dirigió al Hermano Jonathan[24] Revivalismo: corriente de la Iglesia protestante
surgida en Inglaterra en la primera mitad del siglo XVIII y propagada en
Norteamérica; sus adeptos se valían de las prédicas religiosas y la
organización de nuevas comunidades de creyentes para consolidar y ampliar la
influencia de la religión cristiana., el más grande organizador de negocios
religiosos por aquel entonces, e importó de los Estados Unidos el revivalismo,
a Moody y Sankey, etc.; y, por último, aceptó incluso hasta la ayuda peligrosa
del Ejército de Salvación, que viene a restaurar los recursos de propaganda del
cristianismo primitivo, que se dirige a los pobres como a los elegidos,
combatiendo al capitalismo a su manera religiosa y atizando así un elemento de
lucha de clases del cristianismo primitivo, que un buen día puede llegar a ser
molesto para las gentes ricas que hoy suministran de su bolsillo el dinero para
esta propaganda.
Parece ser una ley del desarrollo histórico el que la burguesía no pueda
detentar en ningún país de Europa el poder político —al menos, durante largo
tiempo—, de la misma manera exclusiva con que pudo hacerlo la aristocracia
feudal durante la Edad Media. Hasta en Francia, donde se extirpó tan de raíz el
feudalismo, la burguesía, como clase global, sólo ejerce todo el poder durante
breves períodos de tiempo. Bajo Luis Felipe (1830-1848), sólo gobernaba una
pequeña parte de la burguesía, pues otra parte mucho más considerable quedaba
excluida del sufragio por el elevado censo de fortuna que se exigía para poder
votar. Bajo la segunda República (1848-1851), gobernó toda la burguesía, pero
sólo durante tres años; su incapacidad abrió el camino al Segundo Imperio. Sólo
ahora, bajo la tercera República[25],
vemos a la burguesía en bloque empuñar el timón por espacio de veinte años,
pero en eso revela ya gratos síntomas de decadencia. Hasta ahora, una
dominación de la burguesía mantenida durante largos años sólo ha sido posible
en países como Norteamérica, que nunca conocieron el feudalismo y donde la
sociedad se ha construido desde el primer momento sobre una base burguesa. Pero
hasta en Francia y en Norteamérica llaman ya a la puerta con recios golpes los
sucesores de la burguesía: los obreros.
En Inglaterra, la burguesía no ha ejercido jamás el poder indiviso. Hasta
el triunfo de 1832 dejó a la aristocracia en el disfrute casi exclusivo de
todos los altos cargos públicos. Yo no acertaba a explicarme la sumisión con
que la clase media rica se resignaba a tolerar esto, hasta que un día el gran
fabricante liberal Mr. W. A. Forster, en un discurso, suplicó a los jóvenes de
Bradford que aprendiesen francés si querían hacer carrera, contando a este
propósito el triste papel que había hecho él cuando, siendo ministro, se vio
metido de pronto en una sociedad en que el francés era, por lo menos, tan
necesario como el inglés. En efecto, los burgueses ingleses de aquel entonces eran,
quien más quien menos, unos nuevos ricos sin cultura, que tenían que ceder a la
aristocracia, quisieran o no, todos aquellos altos puestos del gobierno que
exigían otras dotes que la limitación y la fatuidad insulares, salpimentadas
por la astucia para los negocios[‡‡‡]. Todavía hoy los debates inacabables de
la prensa sobre la middle-class-education[§§§] revelan que la clase media inglesa
no se considera aún bastante buena para recibir la mejor educación y busca algo
más modesto. Por eso, aun después de la derogación de las leyes cerealistas, se
consideró como algo muy natural que los que habían arrancado el triunfo, los
Cobden, los Bright, los Forster, etcétera, quedasen privados de toda
participación en el gobierno oficial, hasta que por último, veinte años
después, una nueva ley de Reforma[26] les
abrió las puertas del ministerio. Hasta hoy día está la burguesía inglesa tan
profundamente penetrada de un sentimiento de inferioridad social, que sostiene
a costa suya y del pueblo una casta decorativa de zánganos que tienen por
oficio representar dignamente a la nación en todos los actos solemnes y se
considera honradísima cuando se encuentra a un burgués cualquiera reconocido
como digno de ingresar en esta corporación selecta y privilegiada, que al fin y
al cabo ha sido fabricada por la misma burguesía.
Así pues, la clase media industrial y comercial no había conseguido aún
arrojar por completo del poder político a la aristocracia terrateniente, cuando
se presentó en escena el nuevo rival: la clase obrera. La reacción que se
produjo después del movimiento cartista y las revoluciones continentales, unida
a la expansión sin precedentes de la industria inglesa desde 1848 a 1866
(expansión que suele atribuirse sólo al librecambio, pero que se debió en mucha
mayor parte a la extensión gigantesca de los ferrocarriles, los transatlánticos
y los medios de comunicación en general) volvió a poner a los obreros bajo la
dependencia de los liberales, cuya ala radical formaban, como en los tiempos
anteriores al cartismo. Pero, poco a poco, las exigencias obreras en cuanto al
sufragio universal fueron haciéndose irresistibles. Mientras los «whigs», los
caudillos de los liberales, temblaban de miedo, Disraeli demostraba su
superioridad; supo aprovechar el momento propicio para los «tories»
introduciendo en los distritos electorales urbanos el régimen electoral
del household suffrage[****] y, en relación con éste, una nueva distribución
de los distritos electorales.
A esto, siguió poco después el ballot[††††], luego, en 1884, el household
suffrage hízose extensivo a todos los distritos, incluso a los de
condado, y se introdujo una nueva distribución de las circunscripciones
electorales, que las nivelaba hasta cierto punto. Todas estas reformas
aumentaron de tal modo la fuerza de la clase obrera en las elecciones, que ésta
representaba ya a la mayoría de los electores en 150 a 200 distritos. ¡Pero no
hay mejor escuela de respeto a la tradición que el sistema parlamentario! Si la
clase media mira con devoción y veneración al grupo que lord John Manners llama
bromeando «nuestra vieja nobleza», la masa de los obreros miraba en aquel
tiempo con respeto y acatamiento a la que entonces se llamaba «la clase mejor»,
la burguesía. En realidad, el obrero británico de hace quince años era ese
obrero modelo cuya consideración respetuosa por la posición de su patrono y
cuya timidez y humildad al plantear sus propias reivindicaciones ponían un poco
de bálsamo en las heridas que a nuestros socialistas alemanes de cátedra[27] les
inferían las incorregibles tendencias comunistas y revolucionarias de los
obreros de su país.
Sin embargo, los burgueses ingleses, como buenos hombres de negocios,
veían más allá que los profesores alemanes. Sólo de mala gana habían compartido
el poder con los obreros. Durante el período cartista, habían tenido ocasión de
aprender de lo que era capaz el pueblo, ese puer robustus sed
malitiosus. Desde entonces, habían tenido que aceptar y ver convertida en
ley nacional la mayor parte de la Carta del Pueblo. Ahora más que nunca, era
importante tener al pueblo a raya mediante recursos morales; y el recurso moral
primero y más importante con que se podía influenciar a las masas seguía siendo
la religión. De aquí la mayoría de puestos otorgados a curas en los organismos
escolares y de aquí que la burguesía se imponga a sí misma cada vez más
tributos para sostener toda clase de revivalismos, desde el ritualismo[28] hasta el Ejército de Salvación.
Y entonces llegó el triunfo del respetable filisteísmo británico sobre la
libertad de pensamiento y la indiferencia en materias religiosas del burgués
continental. Los obreros de Francia y Alemania se volvieron rebeldes. Estaban
totalmente contaminados de socialismo, y además, por razones muy fuertes, no se
preocupaban gran cosa de la legalidad de los medios empleados para conquistar
el poder. Aquí, el puer robustus se había vuelto realmente
cada día más malitiosus. Y al burgués francés y alemán no le
quedaba más recurso que renunciar tácitamente a seguir siendo librepensador,
como esos guapos mozos que cuando se ven acometidos irremediablemente por el
mareo, dejan caer el cigarro humeante con que fantocheaban a bordo. Los burlones
fueron adoptando uno tras otro, exteriormente, una actitud devota y empezaron a
hablar con respeto de la Iglesia, de sus dogmas y ritos, llegando incluso,
cuando no había más remedio, a compartir estos últimos. Los burgueses franceses
se negaban a comer carne los viernes y los burgueses alemanes se aguantaban,
sudando en sus reclinatorios, interminables sermones protestantes. Habían
llegado con su materialismo a una situación embarazosa. Die Religion
muss dem Volk erhalten werden («¡Hay que conservar la religión para el
pueblo!»); era el último y único recurso para salvar a la sociedad de su ruina
total. Para desgracia suya, no se dieron cuenta de esto hasta que habían hecho
todo lo humanamente posible para derrumbar para siempre la religión. Había llegado,
pues, el momento en que el burgués británico podía reírse, a su vez, de ellos y
gritarles: «¡Ah, necios, eso ya podía habérselo dicho yo hace doscientos años!»
Sin embargo, me temo mucho que ni la estupidez religiosa del burgués
británico ni la conversión post festum[‡‡‡‡] del burgués continental, consigan
poner un dique a la creciente marea proletaria. La tradición es una gran fuerza
de freno; es la vis inertiae[§§§§] de la historia. Pero es una fuerza
meramente pasiva; por eso tiene necesariamente que sucumbir. De aquí que
tampoco la religión pueda servir a la larga de muralla protectora de la
sociedad capitalista. Si nuestras ideas jurídicas, filosóficas y religiosas no
son más que los brotes más próximos o más remotos de las condiciones económicas
imperantes en una sociedad dada, a la larga estas ideas no pueden mantenerse
cuando han cambiado completamente aquellas condiciones. Una de dos: o creemos
en una revelación sobrenatural, o tenemos que reconocer que no hay dogma
religioso capaz de apuntalar una sociedad que se derrumba.
Y la verdad es que también en Inglaterra comienzan otra vez los obreros a
moverse. Indudablemente, el obrero inglés está atado por una serie de
tradiciones. Tradiciones burguesas, como la tan extendida creencia de que no
pueden existir más que dos partidos, el conservador y el liberal, y de que la
clase obrera tiene que valerse del gran partido liberal para laborar por su
emancipación. Y tradiciones obreras, heredadas de los tiempos de sus primeros
tanteos de actuación independiente, como la eliminación, en numerosas y
antiguas tradeuniones, de todos aquellos obreros que no han tenido un
determinado tiempo reglamentario de aprendizaje; lo que significa, en rigor,
que cada una de estas uniones se crea sus propios esquiroles. Pero, a pesar de
todo esto y mucho más, la clase obrera inglesa avanza, como el mismo profesor
Brentano se ha visto obligado a comunicar, con harto dolor, a sus hermanos, los
socialistas de cátedra. Avanza, como todo en Inglaterra, con paso lento y
mesurado, vacilante aquí, y allí mediante tanteos, a veces estériles; avanza a
trechos, con una desconfianza excesivamente prudente hacia el nombre de
Socialismo, pero asimilándose poco a poco la esencia. Avanza, y su avance va
comunicándose a una capa obrera tras otra. Ahora, ha sacudido el letargo de los
obreros no calificados del East End de Londres, y todos nosotros ya hemos visto
qué magnífico empuje han dado, a su vez, a la clase obrera estas nuevas
fuerzas. Y si el ritmo del movimiento no es aconsonantado a la impaciencia de
unos u otros, no deben olvidar que es precisamente la clase obrera la que
mantiene vivos los mejores rasgos del carácter nacional inglés y que en
Inglaterra, cuando se da un paso hacia adelante, ya no se pierde jamás. Si los
hijos de los viejos cartistasno dieron de sí, por los motivos indicados, todo
lo que de ellos se podía esperar, parece que los nietos van a ser dignos de sus
abuelos.
Pero, el triunfo de la clase obrera europea no depende solamente de
Inglaterra. Este triunfo sólo puede
asegurarse mediante la cooperación, por lo menos, de Inglaterra, Francia y
Alemania[29]. En estos dos últimos países, el movimiento obrero le lleva
un buen trecho de delantera al de Inglaterra. En Alemania, se halla incluso a
una distancia ya mesurable del triunfo. Los progresos obtenidos aquí desde hace
veinticinco años, no tienen precedente. El movimiento obrero alemán avanza con
velocidad acelerada. Y si la burguesía alemana ha dado pruebas de su carencia
lamentable de capacidad política, de disciplina, de bravura, de energía y de
perseverancia, la clase obrera de Alemania ha demostrado que posee en grado
abundante todas estas cualidades. Hace ya casi cuatrocientos años que Alemania
fue el punto de arranque del primer gran alzamiento de la clase media de
Europa; tal como están hoy las cosas, ¿es descabellado pensar que Alemania vaya
a ser también el escenario del primer gran triunfo del proletariado europeo?
20 de abril de 1892
F. Engels
Publicado por primera vez en
el libro: «Socialism Utopian and Scientific», London, 1892, y con
algunas omisiones en la traducción alemana del autor en la revista "Die
Neue Zeit", Bd. 1Nº1, 2, 1892-1893. Traducido del inglés. Se publica de
acuerdo con el texto de la edición inglesa, cotejado con el de la revista.
Notas
[†]Qual es
un juego de palabras filosófico. Qual significa, literalmente,
tortura, dolor que incita a realizar una acción cualquiera. Al mismo tiempo, el
místico Böhme transfiere a la palabra alemana algo del término latino qualitas (calidad).
Su Qual era, por oposición al dolor producido exteriormente,
un principio activo, nacido del desarrollo espontáneo de la cosa, de la
relación o de la personalidad sometida a su influjo y que, a su vez, provocaba
este desarrollo.
[‡] K. Marx und F. Engels, "Die heilige
Familie", Frankfurt am M., 1845, S. 201-204. (C. Marx y F. Engels. La Sagrada Familia, Francfort del Meno, 1845, págs.
201-204.) (N. de la Edit.)
[§] P. Laplace, Traité de mécanique céleste
("Tratado de mecánica celeste») Vols. I—V, Paris, 1799-1825. (N. de la
Edit).
[‡‡‡] Y hasta en materia de negocios la fatuidad del
chovinismo nacional es un mal consejo. Hasta hace muy poco, el fabricante
inglés corriente consideraba denigrante para un inglés hablar otro idioma que
no fuese el suyo propio y le enorgullecía en cierto modo que esos «pobres
diablos» de los extranjeros se instalasen a vivir en Inglaterra, descargándole
con ello del trabajo de vender sus productos en el extranjero. No advertía
siquiera que estos extranjeros, alemanes en su mayor parte, se adueñaban de
este modo de una gran parte del comercio exterior de Inglaterra —tanto del de
importación como del de exportación— y que el comercio directo de los ingleses
con el extranjero iba circunscribiéndose casi exclusivamente a las colonias, a
China, a los Estados Unidos y a Sudamérica. Y tampoco advertía que estos
alemanes comerciaban con otros alemanes del extranjero, que con el tiempo iban
organizando una red completa de colonias comerciales por todo el mundo. Y
cuando, hace unos cuarenta años, Alemania empezó seriamente a fabricar para la
exportación, encontró en estas colonias comerciales alemanas un instrumento que
le prestó maravillosos servicios en la empresa de transformarse, en tan poco
tiempo, de un país exportador de cereales en un país industrial de primer
orden. Por fin, hace unos diez años, los fabricantes ingleses empezaron a
inquietarse y a preguntar a sus embajadores y cónsules cómo era que ya no
podían retener a todos sus clientes. La respuesta unánime fue ésta: 1º porque
no os molestáis en aprender la lengua de vuestros clientes y exigís que ellos
aprendan la vuestra, y 2º porque no intentáis siquiera satisfacer las
necesidades, las costumbres y los gustos de vuestros clientes, sino que queréis
que se atengan a los vuestros, a los de Inglaterra.
[****] El household suffrage establecía el derecho de
voto para todo el que viviese en casa independiente. (N. de la Edit.)
[1] El trabajo de Engels "Del socialismo
utópico al socialismo científico" consta de tres capítulos del
"Anti-Dühring" revisados por él con el fin especial de ofrecer a los
obreros una exposición popular de la doctrina marxista como concepción íntegra.
[2] En el "Congreso de Gotha", celebrado
del 22 al 25 de mayo de 1875, se unieron las dos corrientes del movimiento
obrero alemán: el Partido Obrero Socialdemócrata (los eisenachianos), dirigido
por A. Bebel y W. Liebknecht, y la lassalleana Asociación General de Obreros
Alemanes. El partido unificado adoptó la denominación de Partido Obrero Socialista
de Alemania. Así se logró superar la escisión en las filas de la clase obrera
alemana. El proyecto de programa del partido unificado, propuesto al Congreso
de Gotha, pese a la dura crítica que habían hecho Marx y Engels, fue aprobado
en el Congreso con insignificantes modificaciones.
[3] Bimetalismo: sistema monetario, en el que las
funciones de dinero las cumplen simultáneamente dos metales monetarios: el oro y
la plata.
[4] "Vorwärts" («Adelante»): órgano
central del Partido Obrero Socialista Alemán, se publicó en Leipzig desde el 1
de octubre de 1876 hasta el 27 de octubre de 1878. La obra de Engels
"Anti-Dühring" se publicó en el periódico desde el 3 de enero de 1877
hasta el 7 de julio de 1878.
[6] Engels se refiere a los trabajos de M.
Kovalevski "Tableau des origines et de l'évolution de la famille et de la
proprieté" («Ensayo acerca del origen de la familia y la propiedad»)
publicado en 1890 en Estocolmo, y "Pervobytnoye pravo" («Derecho
primitivo») fascículo 1, "La Gens", Moscú, 1886.
[7] Nominalistas: representantes de una tendencia
de la filosofía medieval que consideraba que los conceptos generales genéricos
eran nombres, engendrados por el pensamiento y el lenguaje humanos y no valían
más que para designar objetos sueltos, existentes en realidad. En oposición a
los realistas medievales, los nominalistas negaban la existencia de conceptos
como prototipos y fuentes creadoras de las cosas. De este modo reconocían el
carácter primario de la realidad y secundario del concepto. En este sentido, el
nominalismo era la primera expresión del materialismo en la Edad Media.
[8] Nomoiomerias: minúsculas partículas
cualitativamente determinadas y divisibles infinitamente. Anaxágoras
consideraba que las homoiomerias constituían la base inicial de todo lo
existente y que sus combinaciones daban origen a la diversidad de las cosas.
[9] Deísmo: doctrina filosófico-religiosa que
reconoce a Dios como causa primera racional impersonal del mundo, pero niega su
intervención en la vida de la naturaleza y la sociedad.
[10] Se alude a la primera exposición comercial e
industrial mundial que se celebró en Londres de mayo a octubre de 1851.
[11] Ejército de Salvación: organización
reaccionaria religioso-filantrópica fundada en 1865 en Inglaterra y
reorganizada en 1880 adoptando el modelo militar (de ahí su denominación).
Apoyada en medida considerable por la burguesía, esta organización fundó en
muchos países una red de instituciones de beneficencia, con el fin de apartar a
las masas trabajadoras de la lucha contra los explotadores.
[12] La historiografía burguesa inglesa llama
«revolución gloriosa» al golpe de Estado de 1688 con el que se derrocó en
Inglaterra la dinastía de los Estuardos y se instauró la monarquía
constitucional (1689) encabezada por Guillermo de Orange y basada en el
compromiso entre la aristocracia terrateniente y la gran burguesía.
[13] La guerra de las Dos Rosas (1455-1485): guerra
entre dos familias feudales inglesas que luchaban por el trono: los York, en
cuyo escudo figuraba una rosa blanca, y los Lancaster, que tenían en el escudo
una rosa roja. Alrededor de los York se agrupaba una parte de los grandes
feudales del Sur (más desarrollado económicamente), los caballeros y los
ciudadanos; los Lancaster eran apoyados por la aristocracia feudal de los
condados del Norte. La guerra llevó casi al total exterminio de las antiguas
familias feudales y concluyó al subir al trono la nueva dinastía de los Tudor
que implantó el absolutismo en Inglaterra.
[14] Filosofía cartesiana: doctrina de los
seguidores del filósofo francés del siglo XVII Descartes (en latín Cartesius),
que dedujeron conclusiones materialistas de su filosofía.
[15] La Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano fue aprobada por la Asamblea Constituyente en 1789. Se
proclamaban en ella los principios políticos del nuevo régimen burgués. La
Declaración fue incluida en la Constitución francesa de 1791; sirvió de base a
los jacobinos al redactar la Declaración de los Derechos del Hombre de 1793,
que figuró como prefacio a la primera Constitución republicana de Francia
adoptada por la Convención Nacional en 1793.
[16] Aquí y en adelante, Engels no entiende por
Código de Napoleón únicamente el Code civil (Código civil) de Napoleón adoptado
en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato de la palabra,
todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco códigos (civil,
civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en
los años de 1804 a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de
Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y
siguieron en vigor en la provincia del Rin incluso después de la anexión de
ésta a Prusia en 1815.
[17] El proyecto de ley de la primera reforma
electoral en Inglaterra fue llevado al Parlamento en marzo de 1831 y
aprobado en junio de 1832. La reforma abrió las puertas al Parlamento sólo a
los representantes de la burguesía industrial. El proletariado y la pequeña
burguesía, que eran la fuerza principal en la lucha por la reforma, fueron
engañados por la burguesía liberal y se quedaron, al igual que antes, sin
derechos electorales.
[18] El bill de abolición de las leyes cerealistas
fue aprobado en junio de 1846. Las llamadas leyes cerealistas,
aprobadas con vistas a restringir o prohibir la importación de trigo del
extranjero, fueron promulgadas en Inglaterra en beneficio de los grandes
terratenientes (landlords). La aprobación del bill de 1846 fue un triunfo de la
burguesía industrial, que luchaba contra las leyes cerealistas bajo la consigna
de libertad de comercio.
[19] En 1824, el Parlamento inglés, presionado por
el movimiento obrero de masas, tuvo que promulgar un acto aboliendo la
prohibición de las uniones obreras (las tradeuniones).
[20] La Carta del Pueblo, que contenía
las exigencias de los cartistas, fue publicaba el 8 de mayo de 1838 como
proyecto de ley a ser presentado en el Parlamento; la integraban seis puntos;
derecho electoral universal (para los varones desde los 21 años de edad),
elecciones anuales al Parlamento, votación secreta, igualdad de las
circunscripciones electorales, abolición del requisito de propiedad para los
candidatos a diputado al Parlamento, remuneración de los diputados. Las tres
peticiones de los cartistas con la exigencia de la aprobación de la Carta del
Pueblo, entregadas al Parlamento, fueron rechazados por éste en 1839, 1842 y
1849.
[21] La Liga anticerealista:
organización de la burguesía industrial inglesa, fundada en 1838 por los
fabricantes Cobden y Bright, de Manchester. Al presentar la exigencia de la
libertad completa de comercio, la Liga propugnaba la abolición de las leyes
cerealistas con el fin de rebajar los salarios de los obreros y debilitar las
posiciones económicas y políticas de la aristocracia terrateniente. Después de
la abolición de las leyes cerealistas (1846), la Liga dejó de existir.
[22] La manifestación de masas que los cartistas
anunciaron para el 10 de abril de 1848 en Londres, con el fin de entregar al
Parlamento la petición sobre la aprobación de la Carta popular, fracasó debido
a la indecisión y las vacilaciones de sus organizadores. El fracaso de la
manifestación fue utilizado por las fuerzas de la reacción para arreciar la
ofensiva contra los obreros y las represalias contra los cartistas.
[23] Trátase del golpe de Estado organizado por
Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851, que dio comienzo al régimen
bonapartista del Segundo Imperio.
[24] Hermano Jonathan: mote dado por los
ingleses a los norteamericanos durante la guerra de las colonias
norteamericanas de Inglaterra por la independencia (1775-1783).
[25] El Segundo Imperio de Napoleón III existió en
Francia de 1852 a 1870, y la Tercera República, de 1870 a 1940.
[26] En 1867, en Inglaterra, bajo la influencia del
movimiento obrero de masas, se llevó a cabo la segunda reforma parlamentaria.
El Consejo General de la I Internacional tomó parte activa en el movimiento que
reivindicaba esta reforma. Como resultado de ella, el número de electores en
Inglaterra aumentó en más del doble y cierta parte de obreros calificados
conquistó el derecho a votar.
[27] Socialismo de cátedra: corriente de la
ideología burguesa de los años 70-90 del siglo XIX. Sus representantes, ante
todo profesores de universidades alemanas, predicaban desde sus cátedras el
reformismo burgués, tratando de presentarlo como socialismo. Afirmaban (entre
otros A. Wagner, H. Schmoller, L. Brentano y W. Sombart) que el Estado era una
institución situada por encima de las clases, podía reconciliar las clases
enemigas e implantar gradualmente el «socialismo» sin afectar los intereses de
los capitalistas. Su programa se reducía a la organización de los seguros de
los obreros contra enfermedades y accidentes y a la aplicación de ciertas medidas
en la esfera de la legislación fabril. Los socialistas de cátedra estimaban
que, habiendo sindicatos bien organizados, no había necesidad de lucha
política, ni de partido político de la clase obrera. El socialismo de cátedra
constituyó una de las fuentes ideológicas del revisionismo.
[28] Ritualismo: corriente surgida en la Iglesia
anglicana en los años 30 del siglo XIX, sus adeptos llamaban a la restauración
de los ritos católicos (de ahí la denominación) y de ciertos dogmas del
catolicismo en la Iglesia anglicana.
[29] Esta conclusión de la posibilidad de la
victoria de la revolución proletaria únicamente en el caso de ser simultánea en
los países capitalistas avanzados y, por consiguiente, de la imposibilidad de
la revolución en un solo país, era justa para el período del capitalismo
premonopolista. En las nuevas condiciones históricas, en el período del
capitalismo monopolista, Lenin, partiendo de la ley, descubierta por él, de la
desigualdad del desarrollo económico y político del capitalismo en la época del
imperialismo, llegó a una nueva conclusión, a la de la posibilidad de la
victoria de la revolución socialista primero en unos cuantos o, incluso, en un
solo país, y de la imposibilidad de la victoria simultánea de la revolución en
todos los países o en la mayoría de ellos. Lenin formula por vez primera
esta conclusión nueva en su artículo "La consigna de los Estados Unidos
de Europa"
I
El
socialismo moderno es, en primer término, por su contenido, fruto del reflejo
en la inteligencia, por un lado, de los antagonismos de clase que imperan en
la moderna sociedad entre poseedores y desposeídos, capitalistas y obreros
asalariados, y, por otro lado, de la anarquía que reina en la producción.
Pero, por su forma teórica, el socialismo empieza presentándose como una
continuación, más desarrollada y más consecuente, de los principios proclamados
por los grandes ilustradores franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría,
el socialismo, aunque tuviese sus raíces en los hechos materiales económicos,
hubo de empalmar, al nacer, con las ideas existentes.
Los grandes
hombres que en Francia ilustraron las cabezas para la revolución que había de
desencadenarse, adoptaron ya una actitud resueltamente revolucionaria. No
reconocían autoridad exterior de ningún género. La religión, la concepción de
la naturaleza, la sociedad, el orden estatal: todo lo sometían a la crítica más
despiadada; cuanto existía había de justificar los títulos de su existencia
ante el fuero de la razón o renunciar a seguir existiendo. A todo se aplicaba
como rasero único la razón pensante. Era la época en que, según Hegel, «el
mundo giraba sobre la cabeza»[*****],
primero, en el sentido de que la cabeza humana y los principios establecidos
por su especulación reclamaban el derecho a ser acatados como base de todos los
actos humanos y de toda relación social, y luego también, en el sentido más
amplio de que la realidad que no se ajustaba a estas conclusiones se veía
subvertida de hecho desde los cimientos hasta el remate. Todas las formas
anteriores de sociedad y de Estado, todas las ideas tradicionales, fueron
arrinconadas en el desván como irracionales; hasta allí, el mundo se había
dejado gobernar por puros prejuicios; todo el pasado no merecía más que
conmiseración y desprecio. Sólo ahora había apuntado la aurora, el reino de la
razón; en adelante, la superstición, la injusticia, el privilegio y la opresión
serían desplazados por la verdad eterna, por la eterna justicia, por la
igualdad basada en la naturaleza y por los derechos inalienables del hombre.
Hoy sabemos ya que ese reino de la
razón no era más que el reino idealizado de la burguesía, que la justicia eterna vino a tomar cuerpo en la justicia burguesa; que la
igualdad se redujo a la igualdad
burguesa ante la ley; que como uno de
los derechos más esenciales del hombre se proclamó la propiedad burguesa; y
que el Estado de la razón, el «contrato social» de Rousseau pisó y solamente podía pisar el
terreno de la realidad, convertido en república
democrática burguesa. Los grandes pensadores del siglo XVIII, como todos
sus predecesores, no podían romper las fronteras que su propia época les
trazaba.
Pero, junto
al antagonismo entre la nobleza feudal y la burguesía, que se erigía en
representante de todo el resto de la sociedad, manteníase en pie el antagonismo
general entre explotadores y explotados, entre ricos holgazanes y pobres que
trabajaban. Y este hecho era precisamente el que permitía a los representantes
de la burguesía arrogarse la representación, no de una clase determinada, sino
de toda la humanidad doliente. Más aún. Desde el momento mismo en que nació, la
burguesía llevaba en sus entrañas a su propia antítesis, pues los capitalistas
no pueden existir sin obreros asalariados, y en la misma proporción en que los
maestros de los gremios medievales se convertían en burgueses modernos, los
oficiales y los jornaleros no agremiados transformábanse en proletarios. Y, si,
en términos generales, la burguesía podía arrogarse el derecho a
representar, en sus luchas contra la nobleza, además de sus
intereses, los de las diferentes clases trabajadoras de la época, al lado de
todo gran movimiento burgués que se desataba estallaban movimientos
independientes de aquella clase que era el precedente más o menos desarrollado
del proletariado moderno. Tal fue en la época de la Reforma y de las guerras
campesinas en Alemania la tendencia de los anabaptistas[31] y
de Tomás Münzer; en la Gran Revolución inglesa, los «levellers»[32],
y en la Gran Revolución francesa, Babeuf. Y estas sublevaciones revolucionarias
de una clase incipiente son acompañadas, a la vez, por las correspondientes
manifestaciones teóricas: en los siglos XVI y XVII aparecen las descripciones
utópicas de un régimen ideal de la sociedad[33];
en el siglo XVIII, teorías directamente comunistas ya, como las de Morelly y
Mably. La reivindicación de la igualdad no se limitaba a los derechos
políticos, sino que se extendía a las condiciones sociales de vida de cada
individuo; ya no se trataba de abolir tan sólo los privilegios de clase, sino
de destruir las propias diferencias de clase. Un comunismo ascético, a lo
espartano, que prohibía todos los goces de la vida: tal fue la primera forma de
manifestarse de la nueva doctrina. Más tarde, vinieron los tres grandes utopistas: Saint-Simon, en quien la tendencia burguesa
sigue afirmándose todavía, hasta cierto punto, junto a la tendencia proletaria;
Fourier y Owen, quien, en el país donde la producción capitalista estaba
más desarrollada y bajo la impresión de los antagonismos engendrados por ella,
expuso en forma sistemática una serie de medidas encaminadas a abolir las
diferencias de clase, en relación directa con el materialismo francés.
Rasgo común a los tres es el no
actuar como representantes de los intereses del proletariado, que entretanto había surgido como
un producto de la propia historia. Al
igual que los ilustradores franceses, no se proponen emancipar primeramente a
una clase determinada, sino, de golpe, a toda la humanidad. Y lo mismo que
ellos, pretenden instaurar el reino de la razón y de la justicia eterna. Pero
entre su reino y el de los ilustradores franceses media un abismo. También el
mundo burgués, instaurado según los principios de éstos, es irracional e
injusto y merece, por tanto, ser arrinconado entre los trastos inservibles, ni
más ni menos que el feudalismo y las formas sociales que le precedieron. Si
hasta ahora la verdadera razón y la verdadera justicia no han gobernado el
mundo, es, sencillamente, porque nadie ha sabido penetrar debidamente en ellas.
Faltaba el hombre genial que ahora se alza ante la humanidad con la verdad, al
fin, descubierta. El que ese hombre haya aparecido ahora, y no antes, el que la
verdad haya sido, al fin, descubierta ahora y no antes, no es, según ellos, un
acontecimiento inevitable, impuesto por la concatenación del desarrollo
histórico, sino porque el puro azar lo quiere así. Hubiera podido aparecer
quinientos años antes ahorrando con ello a la humanidad quinientos años de
errores, de luchas y de sufrimientos.
Hemos visto
cómo los filósofos franceses del siglo XVIII, los precursores de la revolución,
apelaban a la razón como único juez de todo lo existente. Se pretendía
instaurar un Estado racional, una sociedad ajustada a la razón, y cuanto
contradecía a la razón eterna debía ser desechado sin piedad. Y hemos visto
también que, en realidad, esa razón
eterna no era más que el sentido común idealizado del hombre del estado llano
que, precisamente por aquel entonces, se estaba convirtiendo en burgués.
Por eso cuando la revolución francesa puso en obra esta sociedad racional y
este Estado racional, resultó que las nuevas instituciones, por más racionales
que fuesen en comparación con las antiguas, distaban bastante de la razón
absoluta. El Estado racional había quebrado completamente. El contrato social
de Rousseau venía a tomar cuerpo en la época del terror[34],
y la burguesía, perdida la fe en su propia habilidad política, fue a
refugiarse, primero, en la corrupción del Directorio[35] y,
por último, bajo la égida del despotismo napoleónico. La prometida paz eterna se había trocado en una interminable guerra de
conquistas. Tampoco corrió mejor suerte la sociedad de la razón. El
antagonismo entre pobres y ricos, lejos de disolverse en el bienestar general,
habíase agudizado al desaparecer los privilegios de los gremios y otros, que
tendían un puente sobre él, y los establecimientos eclesiásticos de
beneficencia, que lo atenuaban. La «libertad
de la propiedad» de las trabas feudales, que ahora se convertía en
realidad, resultaba ser, para el pequeño burgués y el pequeño campesino, la
libertad de vender a esos mismos señores poderosos su pequeña propiedad,
agobiada por la arrolladora competencia del gran capital y de la gran propiedad
terrateniente; con lo que se convertía en la «libertad» del pequeño burgués y
del pequeño campesino de toda propiedad. El auge de la
industria sobre bases capitalistas convirtió la pobreza y la miseria de las
masas trabajadoras en condición de vida de la sociedad. El pago al contado fue
convirtiéndose, cada vez en mayor grado, según la expresión de Carlyle, en el
único eslabón que enlazaba a la sociedad. La estadística criminal crecía de año
en año. Los vicios feudales, que hasta entonces se exhibían impúdicamente a la
luz del día, no desaparecieron, pero se recataron, por el momento, un poco al
fondo de la escena; en cambio, florecían exuberantemente los vicios burgueses,
ocultos hasta allí bajo la superficie. El comercio fue degenerando cada vez más
en estafa. La «fraternidad» de la divisa revolucionaria[36] tomó cuerpo en las deslealtades y en la envidia de la
lucha de competencia. La opresión
violenta cedió el puesto a la corrupción,
y la espada, como principal palanca del poder social, fue sustituida por el
dinero. El derecho de pernada pasó del
señor feudal al fabricante burgués. La prostitución se desarrolló en
proporciones hasta entonces inauditas. El
matrimonio mismo siguió siendo lo que ya era: la forma reconocida por la ley, el manto oficial con que se cubría la
prostitución, complementado además por una gran abundancia de adulterios.
En una palabra, comparadas con las brillantes promesas de los ilustradores, las
instituciones sociales y políticas instauradas por el «triunfo de la razón»
resultaron ser unas tristes y decepcionantes caricaturas. Sólo faltaban los
hombres que pusieron de relieve el desengaño y que surgieron en los primeros
años del siglo XIX. En 1802, vieron la luz las "Cartas ginebrinas" de
Saint-Simon; en 1808, publicó Fourier su primera obra, aunque las bases de su
teoría databan ya de 1799; el 1 de enero de 1800, Roberto Owen se hizo cargo de
la dirección de la empresa de New Lanark[37].
Sin embargo,
por aquel entonces, el modo capitalista
de producción, y con él el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, se
habían desarrollado todavía muy poco. La gran industria, que en Inglaterra
acababa de nacer, era todavía desconocida en Francia. Y sólo la gran industria desarrolla,
de una parte, los conflictos que transforman en una necesidad imperiosa la
subversión del modo de producción y la eliminación de su carácter capitalista
-conflictos que estallan no sólo entre las clases engendradas por esa gran
industria, sino también entre las fuerzas productivas y las formas de cambio
por ella creadas- y, de otra parte, desarrolla también en estas gigantescas
fuerzas productivas los medios para resolver estos conflictos. Si bien, hacia
1800, los conflictos que brotaban del nuevo orden social apenas empezaban a
desarrollarse, estaban mucho menos desarrollados, naturalmente, los medios que
habían de conducir a su solución. Si las masas desposeídas de París lograron
adueñarse por un momento del poder durante el régimen del terror y con ello
llevar al triunfo a la revolución burguesa, incluso en contra de la burguesía,
fue sólo para demostrar hasta qué punto era imposible mantener por mucho tiempo
este poder en las condiciones de la época. El proletariado, que apenas empezaba
a destacarse en el seno de estas masas desposeídas, como tronco de una clase
nueva, totalmente incapaz todavía para desarrollar una acción política propia,
no representaba más que un estamento oprimido, agobiado por toda clase de
sufrimientos, incapaz de valerse por sí mismo. La ayuda, en el mejor de los
casos, tenía que venirle de fuera, de lo alto.
Esta
situación histórica informa también las doctrinas de los fundadores del
socialismo. Sus teorías incipientes no hacen más que reflejar el estado
incipiente de la producción capitalista, la incipiente condición de clase. Se
pretendía sacar de la cabeza la solución de los problemas sociales, latente
todavía en las condiciones económicas poco desarrolladas de la época. La
sociedad no encerraba más que males, que la razón pensante era la llamada a
remediar. Tratábase por eso de descubrir un sistema nuevo y más perfecto de
orden social, para implantarlo en la sociedad desde fuera, por medio de la
propaganda, y a ser posible, con el ejemplo, mediante experimentos que sirviesen
de modelo. Estos nuevos sistemas sociales nacían condenados a moverse en el
reino de la utopía; cuanto más detallados y minuciosos fueran, mas tenían que
degenerar en puras fantasías.
Sentado
esto, no tenemos por qué detenernos ni un momento más en este aspecto,
incorporado ya definitivamente al pasado. Dejemos que los traperos literarios
revuelvan solemnemente en estas fantasías, que hoy parecen mover a risa, para
poner de relieve, sobre el fondo de ese «cúmulo de dislates», la superioridad
de su razonamiento sereno. Nosotros, en cambio, nos admiramos de los geniales
gérmenes de ideas y de las ideas geniales que brotan por todas partes bajo esa
envoltura de fantasía y que los filisteos son incapaces de ver.
Saint-Simon
era hijo de la Gran Revolución francesa, que estalló cuando él no contaba aún
treinta años. La revolución fue el triunfo del tercer estado, es decir, de la
gran masa activa de la nación, a cuyo cargo corrían la
producción y el comercio, sobre los estamentos hasta entonces ociosos y privilegiados
de la sociedad: la nobleza y el clero. Pero pronto se vio que el triunfo del
tercer estado no era más que el triunfo de una parte muy pequeña de él, la
conquista del poder político por el sector socialmente privilegiado de esa
clase: la burguesía poseyente. Esta burguesía, además, se desarrollaba
rápidamente ya en el proceso de la revolución, especulando con las tierras
confiscadas y luego vendidas de la aristocracia y de la
Iglesia, y estafando a la nación por medio de los suministros al ejército. Fue
precisamente el gobierno de estos estafadores el que, bajo el Directorio, llevó
a Francia y a la revolución al borde de la ruina, dando con ello a Napoleón el
pretexto para su golpe de Estado. Por eso, en la idea de Saint-Simon, el
antagonismo entre el tercer estado y los estamentos privilegiados de la
sociedad tomó la forma de un antagonismo entre «obreros» y «ociosos». Los
«ociosos» eran no sólo los antiguos privilegiados, sino todos aquellos que
vivían de sus rentas, sin intervenir en la producción ni en el comercio. En el
concepto de «trabajadores» no
entraban solamente los obreros asalariados, sino también los fabricantes, los
comerciantes y los banqueros. Que los ociosos habían perdido la capacidad para
dirigir espiritualmente y gobernar políticamente, era un hecho evidente, que la
revolución había sellado con carácter definitivo. Y, para Saint-Simon, las
experiencias de la época del terror habían demostrado, a su vez, que los
descamisados no poseían tampoco esa capacidad. Entonces, ¿quiénes habían de
dirigir y gobernar? Según Saint-Simon, la ciencia y la industria unidas por un
nuevo lazo religioso, un «nuevo cristianismo», forzosamente místico y
rigurosamente jerárquico, llamado a restaurar la unidad de las ideas
religiosas, rota desde la Reforma. Pero la ciencia eran los sabios académicos;
y la industria eran, en primer término, los burgueses activos, los fabricantes,
los comerciantes, los banqueros. Y aunque estos burgueses habían de
transformarse en una especie de funcionarios públicos, de hombres de confianza
de toda la sociedad, siempre conservarían frente a los obreros una posición
autoritaria y económicamente privilegiada. Los banqueros serían en primer
término los llamados a regular toda la producción social por medio de una
reglamentación del crédito. Ese modo de concebir correspondía perfectamente a
una época en que la gran industria, y con ella el antagonismo entre la
burguesía y el proletariado, apenas comenzaba a despuntar en Francia. Pero
Saint-Simon insiste muy especialmente en esto: lo que a él le preocupa siempre
y en primer término es la suerte de «la clase más numerosa y más pobre» de la
sociedad («la classe la plus nombreuse et la plus pauvre»).
Saint-Simon sienta ya, en sus "Cartas ginebrinas", la
tesis de que «todos los hombres deben trabajar». En la misma obra, se expresa
ya la idea de que el reinado del terror era el gobierno de las masas
desposeídas.
«Ved -les grita- lo que aconteció en Francia, cuando
vuestros camaradas subieron al poder, ellos provocaron el hambre». Pero el
concebir la revolución francesa como una lucha de clases, y no sólo entre la
nobleza y la burguesía, sino entre la nobleza, la burguesía y los
desposeídos, era, para el año 1802, un descubrimiento verdaderamente
genial. En 1816, Saint-Simon declara que la política es la ciencia de la
producción y predice ya la total absorción de la política por la Economía. Y si
aquí no hace más que aparecer en germen la idea de que la situación económica
es la base de las instituciones políticas, proclama
ya claramente la transformación del gobierno político sobre los hombres en una
administración de las cosas y en la dirección de los procesos de la
producción, que no es sino la idea de la «abolición
del Estado», que tanto estrépito levanta últimamente. Y, alzándose al mismo
plano de superioridad sobre sus contemporáneos, declara, en 1814,
inmediatamente después de la entrada de las tropas coligadas en París[†††††], y reitera en 1815, durante la guerra de
los Cien Días[38],
que la alianza de Francia con Inglaterra y, en segundo término, la de estos
países con Alemania es la única garantía del desarrollo próspero y la paz en
Europa. Para predicar a los franceses de 1815 una alianza con los vencedores de
Waterloo[39],
hacía falta tanta valentía como capacidad para ver a lo lejos en la historia.
Lo que en
Saint-Simon es una amplitud genial de conceptos que le permite contener ya, en
germen, casi todas las ideas no estrictamente económicas de los socialistas
posteriores, en Fourier es la crítica ingeniosa auténticamente francesa, pero
no por ello menos profunda, de las condiciones sociales existentes. Fourier
coge por la palabra a la burguesía, a sus encendidos profetas de antes y a sus
interesados aduladores de después de la revolución. Pone al desnudo
despiadadamente la miseria material y moral del mundo burgués, y la compara con
las promesas fascinadoras de los viejos ilustradores, con su imagen de una
sociedad en la que sólo reinaría la razón, de una civilización que haría
felices a todos los hombres y de una ilimitada perfectibilidad humana.
Desenmascara las brillantes frases de los ideólogos burgueses de la época,
demuestra cómo a esas frases altisonantes responde, por todas partes, la más
mísera de las realidades y vuelca sobre este ruidoso fiasco de la fraseología
su sátira mordaz. Fourier no es sólo un crítico; su espíritu
siempre jovial hace de él un satírico, uno de los más grandes satíricos de todos los tiempos. La
especulación criminal desatada con el reflujo de la ola revolucionaria y el
espíritu mezquino del comercio francés en aquellos años, aparecen pintados en sus
obras con trazo magistral y deleitoso.
Pero todavía es más magistral en él la crítica de la forma burguesa de las
relaciones entre los sexos y de la posición de la mujer en la sociedad burguesa.
Él es el primero que proclama que el grado de emancipación de la mujer en
una sociedad es la medida de la emancipación general. Sin embargo, donde
más descuella Fourier es en su modo de concebir la historia de la sociedad.
Fourier divide toda la historia anterior en cuatro fases o etapas de desarrollo: el salvajismo, el patriarcado, la barbarie
y la civilización, fase esta última que coincide con lo que llamamos hoy sociedad burguesa, es decir, con el régimen social implantado desde el
siglo XVI, y demuestra que el «orden civilizado eleva a una forma compleja,
ambigua, equívoca e hipócrita todos aquellos vicios que la barbarie practicaba
en medio de la mayor sencillez». Para él, la civilización se mueve en un
«círculo vicioso», en un ciclo de contradicciones, que está reproduciendo
constantemente sin acertar a superarlas, consiguiendo de continuo lo contrario
precisamente de lo que quiere o pretexta querer conseguir. Y así nos
encontramos, por ejemplo, con que «en la civilización la pobreza brota
de la misma abundancia». Como se ve, Fourier maneja la dialéctica con la
misma maestría que su contemporáneo Hegel. Frente a los que se llenan la boca
hablando de la ilimitada capacidad humana de perfección, pone de relieve, con
igual dialéctica, que toda fase histórica tiene su vertiente ascensional, más
también su ladera descendente, y proyecta esta concepción sobre el futuro de
toda la humanidad. Y así como Kant introduce en la ciencia de la naturaleza la
idea del acabamiento futuro de la Tierra, Fourier introduce en su estudio de la
historia la idea del acabamiento futuro de la humanidad.
Mientras el
huracán de la revolución barría el suelo de Francia, en Inglaterra se
desarrollaba un proceso revolucionario, más tranquilo, pero no por ello menos
poderoso. El vapor y las máquinas-herramienta convirtieron la manufactura en la
gran industria moderna, revolucionando con ello todos los fundamentos de la
sociedad burguesa. El ritmo adormilado del desarrollo del período de la
manufactura se convirtió en un verdadero período de lucha y embate de la
producción. Con una velocidad cada vez más acelerada, iba produciéndose la
división de la sociedad en grandes capitalistas y proletarios desposeídos, y
entre ellos, en lugar del antiguo estado llano estable, llevaba una existencia
insegura una masa inestable de artesanos y pequeños comerciantes, la parte más
fluctuante de la población. El nuevo modo de producción sólo empezaba a
remontarse por su vertiente ascensional; era todavía el modo de producción
normal, regular, el único posible, en aquellas circunstancias. Y, sin embargo,
ya entonces originó toda una serie de graves calamidades sociales: hacinamiento
en los barrios más sórdidos de las grandes ciudades de una población
desarraigada de su suelo; disolución de todos los lazos tradicionales de la
costumbre, de la sumisión patriarcal y de la familia; prolongación abusiva del
trabajo, que sobre todo en las mujeres y en los niños tomaba proporciones
aterradoras; desmoralización en masa de la clase trabajadora, lanzada de súbito
a condiciones de vida totalmente nuevas: del campo a la ciudad, de la
agricultura a la industria, de una situación estable a otra constantemente
variable e insegura. En estas circunstancias, se alza como reformador un
fabricante de veintinueve años, un hombre cuyo candor casi infantil rayaba en
lo sublime y que era, a la par, un dirigente innato de hombres como pocos. Roberto Owen habíase asimilado las enseñanzas de los ilustradores
materialistas del siglo XVIII, según las cuales el carácter del hombre es, de una
parte, el producto de su organización innata, y de otra, el fruto de las
circunstancias que rodean al hombre durante su vida, y principalmente durante
el período de su desarrollo. La mayoría de los hombres de su clase no veían en
la revolución industrial más que caos y confusión, una ocasión propicia para
pescar en río revuelto y enriquecerse aprisa. Owen vio en ella el terreno
adecuado para poner en práctica su tesis favorita, introduciendo orden en el
caos. Ya en Mánchester, dirigiendo una fábrica de más de quinientos obreros,
había intentado, no sin éxito, aplicar prácticamente su teoría. Desde 1800 a 1829 encauzó en este sentido, aunque
con mucha mayor libertad de iniciativa y con un éxito que le valió fama
europea, la gran fábrica de hilados de algodón de New Lanark, en Escocia, de la
que era socio y gerente. Una población que fue creciendo paulatinamente hasta
2.500 almas, reclutada al principio entre los elementos más heterogéneos, la
mayoría de ellos muy desmoralizados, convirtióse en sus manos en una colonia
modelo, en la que no se conocía la embriaguez, la policía, los jueces de paz,
los procesos, los asilos para pobres, ni la beneficencia pública. Para ello, le
bastó sólo con colocar a sus obreros en condiciones más humanas de vida,
consagrando un cuidado especial a la educación de su descendencia. Owen fue el
creador de las escuelas de párvulos, que funcionaron por vez primera en New
Lanark. Los niños eran enviados a la escuela desde los dos años, y se
encontraban tan a gusto en ella, que con dificultad se les podía llevar a su
casa. Mientras que en las fábricas de sus competidores los obreros trabajaban
hasta trece y catorce horas diarias, en New Lanark la jornada de trabajo era de
diez horas y media. Cuando una crisis algodonera obligó a cerrar la fábrica
durante cuatro meses, los obreros de New Lanark, que quedaron sin trabajo,
siguieron cobrando íntegros sus jornales. Y, con todo, la empresa había
incrementado hasta el doble su valor y rendido a sus propietarios hasta el
último día, abundantes ganancias.
Sin embargo,
Owen no estaba satisfecho con lo conseguido. La existencia que había procurado
a sus obreros distaba todavía mucho de ser, a sus ojos, una existencia digna de
un ser humano «Aquellos hombres eran mis
esclavos» -decía. Las circunstancias relativamente favorables, en que les
había colocado, estaban todavía muy lejos de permitirles desarrollar
racionalmente y en todos sus aspectos el carácter y la inteligencia, y mucho
menos desenvolver libremente sus energías. «Y, sin embargo, la parte productora
de aquella población de 2.500 almas daba a la sociedad una suma de riqueza real
que apenas medio siglo antes hubiera requerido el trabajo de 600.000 hombres
juntos. Yo me preguntaba: ¿a dónde va a parar la diferencia entre la riqueza
consumida por estas 2.500 personas y la que hubieran tenido que consumir las
600.000?» La contestación era clara: esa diferencia se invertía en abonar a los
propietarios de la empresa el cinco por ciento de interés sobre el capital de
instalación, a lo que venían a sumarse más de 300.000 libras esterlinas de
ganancia. Y el caso de New Lanark era, sólo que en proporciones mayores, el de
todas las fábricas de Inglaterra. «Sin esta nueva fuente de riqueza creada por
las máquinas, hubiera sido imposible llevar adelante las guerras libradas para
derribar a Napoleón y mantener en pie los principios de la sociedad
aristocrática. Y, sin embargo, este nuevo poder era obra de la clase obrera»[‡‡‡‡‡]. A ella debían pertenecer también, por
tanto, sus frutos. Las nuevas y gigantescas fuerzas productivas, que hasta allí
sólo habían servido para que se enriqueciesen unos cuantos y para la
esclavización de las masas, echaban, según Owen, las bases para una
reconstrucción social y estaban llamadas a trabajar solamente, como propiedad
colectiva de todos, para el bienestar colectivo.
Fue así, por
este camino puramente práctico, como fruto, por decirlo así, de los cálculos de
un hombre de negocios, como surgió el comunismo oweniano, que conservó en todo
momento este carácter práctico. Así, en 1823, Owen propone un sistema de
colonias comunistas para combatir la miseria reinante en Irlanda y presenta, en
apoyo de su propuesta, un presupuesto completo de gastos de establecimiento,
desembolsos anuales e ingresos probables. Y así también en sus planes
definitivos de la sociedad del porvenir, los detalles técnicos están calculados
con un dominio tal de la materia, incluyendo hasta diseños, dibujos de frente y
a vista de pájaro, que, una vez aceptado el método oweniano de reforma de la
sociedad, poco sería lo que podría objetar ni aun el técnico experto, contra
los pormenores de su organización.
El avance
hacia el comunismo constituye el momento crucial en la vida de Owen. Mientras
se había limitado a actuar sólo como filántropo, no había cosechado más que
riquezas, aplausos, honra y fama. Era el hombre más popular de Europa. No sólo
los hombres de su clase y posición social, sino también los gobernantes y los
príncipes le escuchaban y lo aprobaban. Pero, en cuanto hizo públicas sus
teorías comunistas, se volvió la hoja.
Eran
principalmente tres grandes obstáculos los que, según él, se alzaban en el
camino de la reforma social: la propiedad
privada, la religión y la forma vigente del matrimonio. Y no ignoraba a lo
que se exponía atacándolos: la proscripción de toda la sociedad oficial y la
pérdida de su posición social. Pero esta consideración no le contuvo en sus
ataques despiadados contra aquellas instituciones, y ocurrió lo que él preveía.
Desterrado de la sociedad oficial, ignorado completamente por la prensa,
arruinado por sus fracasados experimentos comunistas en América, a los que sacrificó
toda su fortuna, se dirigió a la clase obrera, en el seno de la cual actuó
todavía durante treinta años. Todos los movimientos sociales, todos los
progresos reales registrados en Inglaterra en interés de la clase trabajadora,
van asociados al nombre de Owen. Así, en 1819,
después de cinco años de grandes esfuerzos, consiguió que fuese votada la
primera ley limitando el trabajo de la mujer y del niño en las fábricas. Él
fue también quien presidió el primer congreso en que las tradeuniones de toda Inglaterra
se fusionaron en una gran organización sindical única[40].
Y fue también él quien creó, como medidas de transición, para que la sociedad
pudiera organizarse de manera íntegramente comunista, de una parte las cooperativas de consumo y de producción
-que han servido por lo menos para demostrar prácticamente que el comerciante y
el fabricante no son indispensables-, y de otra parte, los bazares obreros,
establecimientos de intercambio de los productos del trabajo por medio de bonos
de trabajo y cuya unidad era la hora de trabajo rendido; estos establecimientos
tenían necesariamente que fracasar, pero anticiparon a los Bancos proudhonianos de intercambio[41],
diferenciándose de ellos solamente en que no pretendían ser la panacea
universal para todos los males sociales, sino pura y simplemente un primer paso
dado hacia una transformación mucho más radical de la sociedad.
Los
conceptos de los utopistas han dominado durante mucho tiempo las ideas
socialistas del siglo XIX, y en parte aún las siguen dominando hoy. Les rendían
culto, hasta hace muy poco tiempo, todos los socialistas franceses e ingleses,
y a ellos se debe también el incipiente comunismo alemán, incluyendo a
Weitling. El socialismo es, para todos ellos, la expresión de la verdad
absoluta, de la razón y de la justicia, y basta con descubrirlo para que por su
propia virtud conquiste el mundo. Y, como la verdad absoluta no está sujeta a
condiciones de espacio ni de tiempo, ni al desarrollo histórico de la
humanidad, sólo el azar puede decidir cuándo y dónde este descubrimiento ha de
revelarse. Añádase a esto que la verdad absoluta, la razón y la justicia varían
con los fundadores de cada escuela: y, como el carácter específico de la verdad
absoluta, de la razón y la justicia está condicionado, a su vez, en cada uno de
ellos, por la inteligencia subjetiva, las condiciones de vida, el estado de
cultura y la disciplina mental, resulta que en este conflicto de verdades
absolutas no cabe más solución que éstas se vayan puliendo las unas a las
otras. Y, así, era inevitable que surgiese una especie de socialismo ecléctico y
mediocre, como el que, en efecto, sigue imperando todavía en las cabezas de la
mayor parte de los obreros socialistas de Francia e Inglaterra; una mescolanza
extraordinariamente abigarrada y llena de matices, compuesta de los desahogos
críticos, las doctrinas económicas y las imágenes sociales del porvenir menos
discutibles de los diversos fundadores de sectas, mescolanza tanto más fácil de
componer cuanto más los ingredientes individuales habían ido perdiendo, en el
torrente de la discusión, sus contornos perfilados y agudos, como los guijarros
lamidos por la corriente de un río. Para convertir el socialismo en una
ciencia, era indispensable, ante todo, situarlo en el terreno de la realidad.
Notas
[*****] He
aquí el pasaje de Hegel referente a la revolución francesa: «La idea, el
concepto de Derecho, se hizo valer de golpe, sin que pudiese
oponerle ninguna resistencia la vieja armazón de la injusticia. Sobre la idea
del Derecho se ha basado ahora, por tanto, una Constitución, y sobre ese
fundamento debe basarse en adelante todo. Desde que el Sol alumbra en el
firmamento y los planetas giran alrededor de él, nadie había visto que el
hombre se alzase sobre la cabeza, es decir, sobre la idea, construyendo con
arreglo a ésta la realidad. Anaxágoras fue el primero que dijo que el nus,
la razón, gobierna el mundo: pero sólo ahora el hombre ha acabado de comprender
que el pensamiento debe gobernar la realidad espiritual. Era, pues, una
espléndida aurora. Todos los seres pensantes celebraron esta nueva
época. Una sublime emoción reinaba en aquella época, un
entusiasmo del espíritu estremecía el mundo, como si por vez primera se
lograse la reconciliación del mundo con la divinidad». Hegel, "Philosophie
der Geschichte", 184O, S. 535 (Hegel, "Filosofía de la
Historia", 1840, pág. 535). ¿No habrá llegado la hora de aplicar la ley
contra los socialistas a estas doctrinas subversivas y atentatorias contra la
sociedad, del difunto profesor Hegel?
[‡‡‡‡‡] De
"The Revolution in Mind and Practice" («La revolución en el espíritu
y en la práctica»), un memorial dirigido a todos «los republicanos rojos,
comunistas y socialistas de Europa» y enviado al Gobierno Provisional francés
de 1848, así como «a la reina Victoria y a sus consejeros responsables».
[31] Anabaptistas (rebautizados).
Los miembros de esta secta se denominaban así porque reivindicaban un segundo
bautismo a la edad consciente.
[32] Engels
se refiere a los «verdaderos levellers» («igualadores»), o los «diggers»
(«cavadores»), representantes de la extrema izquierda en el período de la
revolución burguesa inglesa del siglo XVII y portavoces de los intereses de los
pobres del campo y de la ciudad. Reivindicaban la supresión de la propiedad
privada sobre la tierra, propagaban las ideas del comunismo primitivo
igualitario y trataban de llevarlas a la práctica mediante la roturación
colectiva de las tierras comunales.
[33] Engels
se refiere, ante todo, a las obras de los representantes del comunismo utópico:
"Utopía", de Tomás Moro, y "Ciudad del Sol", de Tomás
Campanella.
[34] Época
del terror: período de la dictadura democrático-revolucionaria de los
jacobinos de junio de 1793 a julio de 1794.
[35] El Directorio constaba
de cinco miembros, uno de los cuales se elegía cada año. Era el órgano
dirigente del poder ejecutivo de Francia en el período de 1795 a 1799. Apoyaba
el régimen de terror contra las fuerzas democráticas y defendía los intereses
de la gran burguesía.
[36] Trátase
de la divisa de la revolución burguesa francesa de fines del siglo XVIII: «Libertad. Igualdad. Fraternidad».
[37] New-Lanark:
fábrica de hilados de algodón cerca de la ciudad escocesa de Lanark. Fue
fundada en 1784, con un pequeño poblado anejo.
[38] Los Cien
Días: breve período de la restauración del Imperio de Napoleón I que duró
desde el momento de su regreso del destierro en la isla de Elba a París, el 20
de marzo de 1815, hasta su segunda abdicación, el 22 de junio del mismo año.
[39] El
18 de junio de 1815, el ejército de Napoleón I fue derrotado en la batalla
de Waterloo (Bélgica) por las tropas anglo-holandesas
acaudilladas por Wellington y el ejército prusiano de Blücher.
[40] En
octubre de 1833, en Londres, bajo la presidencia de Owen, se celebró el
Congreso de las sociedades cooperativas y los sindicatos en el que fue fundada
formalmente la "Gran Unión Consolidada Nacional de las producciones de
Gran Bretaña e Irlanda". Al tropezar con una gran resistencia por parte de
la sociedad burguesa y del Estado, la Unión se desmoronó en agosto de 1834.
[41] Proudhon
hizo un intento de organizar un banco de intercambio durante la revolución de
1848-1849. Su "Banque du peuple" (Banco del pueblo) fue fundado en
París el 31 de enero de 1849 y existió cerca de dos meses, quebrando antes de
comenzar a funcionar. A principios de abril el banco fue clausurado.
II
Entretanto, junto a la filosofía francesa del siglo XVIII, y tras ella,
había surgido la moderna filosofía alemana, a la que vino a poner remate Hegel. El
principal mérito de esta filosofía es la restitución de la dialéctica, como
forma suprema del pensamiento. Los antiguos filósofos griegos eran todos
dialécticos innatos, espontáneos, y la cabeza más universal de todos ellos,
Aristóteles, había llegado ya a estudiar las formas más substanciales del
pensar dialéctico. En cambio, la nueva filosofía, aún teniendo algún que otro
brillante mantenedor de la dialéctica (como, por ejemplo, Descartes y Spinoza),
había ido cayendo cada vez más, influida principalmente por los ingleses, en la
llamada manera metafísica de pensar, que también dominó casi totalmente entre
los franceses del siglo XVIII, a lo menos en sus obras especialmente
filosóficas. Fuera del campo estrictamente filosófico, también ellos habían
creado obras maestras de dialéctica; como testimonio de ello basta citar
"El sobrino de Rameau", de Diderot, y el "Discurso sobre el
origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres" de Rousseau.
Resumiremos aquí, concisamente, los rasgos más esenciales de ambos métodos
discursivos.
Cuando nos paramos a pensar sobre la naturaleza, sobre la historia
humana, o sobre nuestra propia actividad espiritual, nos encontramos de primera
intención con la imagen de una trama infinita de concatenaciones y mutuas
influencias, en la que nada permanece en lo que era, ni cómo y dónde era, sino
que todo se mueve y cambia, nace y perece. Vemos, pues, ante todo, la imagen de
conjunto, en la que los detalles pasan todavía más o menos a segundo plano; nos
fijamos más en el movimiento, en las transiciones, en la concatenación, que
en lo que se mueve, cambia y se concatena. Esta concepción del
mundo, primitiva, ingenua, pero esencialmente justa, es la de los antiguos
filósofos griegos, y aparece expresada claramente por vez primera en Heráclito:
todo es y no es, pues todo fluye, todo se halla sujeto a un proceso
constante de transformación, de incesante nacimiento y caducidad. Pero esta
concepción, por exactamente que refleje el carácter general del cuadro que nos
ofrecen los fenómenos, no basta para explicar los elementos aislados que forman
ese cuadro total; sin conocerlos, la imagen general no adquirirá tampoco un
sentido claro. Para penetrar en estos detalles tenemos que desgajarlos de su
entronque histórico o natural e investigarlos por separado, cada uno de por sí,
en su carácter, causas y efectos especiales, etc. Tal es la misión primordial
de las ciencias naturales y de la historia, ramas de investigación que los
griegos clásicos situaban, por razones muy justificadas, en un plano puramente
secundario, pues primeramente debían dedicarse a acumular los materiales
científicos necesarios. Mientras no se reúne una cierta cantidad de materiales
naturales e históricos, no puede acometerse el examen crítico, la comparación
y, congruentemente, la división en clases, órdenes y especies. Por eso, los
rudimentos de las ciencias naturales exactas no fueron desarrollados hasta
llegar a los griegos del período alejandrino[42],
y más tarde, en la Edad Media, por los
árabes; la auténtica ciencia de la naturaleza sólo data de la segunda mitad
del siglo XV, y, a partir de entonces, no ha hecho más que progresar
constantemente con ritmo acelerado. El análisis de la naturaleza en sus
diferentes partes, la clasificación de los diversos procesos y objetos
naturales en determinadas categorías, la investigación interna de los cuerpos
orgánicos según su diversa estructura anatómica, fueron otras tantas
condiciones fundamentales a que obedecieron los progresos gigantescos
realizados durante los últimos cuatrocientos años en el conocimiento científico
de la naturaleza. Pero este método de investigación nos ha legado, a la par, el
hábito de enfocar las cosas y los procesos de la naturaleza aisladamente, sustraídos
a la concatenación del gran todo; por tanto, no en su dinámica, sino enfocados
estáticamente; no como substancialmente variables, sino como consistencias
fijas; no en su vida, sino en su muerte. Por eso este método de observación, al
transplantarse, con Bacon y Locke, de las ciencias naturales a la filosofía,
provocó la estrechez específica característica de estos últimos siglos: el método metafísico de pensamiento.
Para el metafísico, las cosas y sus imágenes en el pensamiento, los
conceptos, son objetos de investigación aislados, fijos, rígidos, enfocados uno
tras otro, cada cual de por sí, como algo dado y perenne. Piensa sólo en
antítesis sin mediatividad posible; para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque
lo que va más allá de esto, de mal procede[§§§§§]. Para él, una cosa existe o no existe;
un objeto no puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto. Lo positivo y
lo negativo se excluyen en absoluto. La causa y el efecto revisten asimismo a
sus ojos, la forma de una rígida antítesis. A primera vista, este método
discursivo nos parece extraordinariamente razonable, porque es el del llamado sentido común. Pero el mismo sentido
común, personaje muy respetable de puertas adentro, entre las cuatro paredes de
su casa, vive peripecias verdaderamente maravillosas en cuanto se aventura por
los anchos campos de la investigación; y el método metafísico de pensar, por
muy justificado y hasta por necesario que sea en muchas zonas del pensamiento,
más o menos extensas según la naturaleza del objeto de que se trate, tropieza
siempre, tarde o temprano, con una barrera franqueada, la cual se torna en un
método unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en insolubles contradicciones,
pues, absorbido por los objetos concretos, no alcanza a ver su concatenación;
preocupado con su existencia, no para mientes en su génesis ni en su caducidad;
concentrado en su estatismo, no advierte su dinámica; obsesionado por los
árboles, no alcanza a ver el bosque. En la realidad de cada día sabemos, por
ejemplo, y podemos decir con toda certeza si un animal existe o no; pero,
investigando la cosa con más detención, nos damos cuenta de que a veces el
problema se complica considerablemente, como lo saben muy bien los juristas,
que tanto y tan en vano se han atormentado por descubrir un límite racional a
partir del cual deba la muerte del niño en el claustro materno considerarse
como un asesinato; ni es fácil tampoco determinar con fijeza el momento de la
muerte, toda vez que la fisiología ha demostrado que la muerte no es un
fenómeno repentino, instantáneo, sino un proceso muy largo. Del mismo modo,
todo ser orgánico es, en todo instante, él mismo y otro; en todo instante va
asimilando materias absorbidas del exterior y eliminando otras de su seno; en
todo instante, en su organismo mueren unas células y nacen otras; y, en el
transcurso de un período más o menos largo, la materia de que está formado se
renueva totalmente, y nuevos átomos de materia vienen a ocupar el lugar de los
antiguos, por donde todo ser orgánico es, al mismo tiempo, el que es y otro
distinto. Asimismo, nos encontramos, observando las cosas detenidamente, con
que los dos polos de una antítesis, el positivo y el negativo, son tan
inseparables como antitéticos el uno del otro y que, pese a todo su
antagonismo, se penetran recíprocamente; y vemos que la causa y el efecto son
representaciones que sólo rigen como tales en su aplicación al caso concreto,
pero, que, examinando el caso concreto en su concatenación con la imagen total
del Universo, se juntan y se diluyen en la idea de una trama universal de
acciones y reacciones, en que las causas y los efectos cambian constantemente
de sitio y en que lo que ahora o aquí es efecto, adquiere luego o allí carácter
de causa y viceversa.
Ninguno de estos fenómenos y métodos discursivos encaja en el cuadro de
las especulaciones metafísicas. En cambio, para la dialéctica, que enfoca las
cosas y sus imágenes conceptuales substancialmente en sus conexiones, en su
concatenación, en su dinámica, en su proceso de génesis y caducidad, fenómenos
como los expuestos no son más que otras tantas confirmaciones de su modo
genuino de proceder. La naturaleza es la
piedra de toque de la dialéctica, y las modernas ciencias naturales nos
brindan para esta prueba un acervo de datos extraordinariamente copiosos y
enriquecidos con cada día que pasa, demostrando con ello que la naturaleza se
mueve, en última instancia, por los cauces dialécticos y no por los carriles
metafísicos, que no se mueve en la eterna monotonía de un ciclo constantemente
repetido, sino que recorre una verdadera historia. Aquí hay que citar en primer
término a Darwin, quien, con su prueba de que toda la naturaleza orgánica
existente, plantas y animales, y entre ellos, como es lógico, el hombre, es
producto de un proceso de desarrollo que dura millones de años, ha asestado a
la concepción metafísica de la naturaleza el más rudo golpe. Pero, hasta hoy,
los naturalistas que han sabido pensar dialécticamente pueden contarse con los
dedos, y este conflicto entre los resultados descubiertos y el método
discursivo tradicional pone al desnudo la ilimitada confusión que reina hoy en
las ciencias naturales teóricas y que constituye la desesperación de maestros y
discípulos, de autores y lectores.
Sólo siguiendo la senda dialéctica, no perdiendo jamás de vista las
innumerables acciones y reacciones generales del devenir y del perecer, de los
cambios de avance y de retroceso, llegamos a una concepción exacta del
Universo, de su desarrollo y del desarrollo de la humanidad, así como de la
imagen proyectada por ese desarrollo en las cabezas de los hombres. Y éste fue,
en efecto, el sentido en que empezó a trabajar, desde el primer momento, la
moderna filosofía alemana. Kant comenzó su carrera de filósofo disolviendo el
sistema solar estable de Newton y su duración eterna -después de recibido el
famoso primer impulso- en un proceso histórico: en el nacimiento del Sol y de
todos los planetas a partir de una masa nebulosa en rotación. De aquí, dedujo
ya la conclusión de que este origen implicaba también, necesariamente, la
muerte futura del sistema solar. Medio siglo después, su teoría fue confirmada
matemáticamente por Laplace, y, al cabo de otro medio siglo, el espectroscopio
ha venido a demostrar la existencia en el espacio de esas masas ígneas de gas,
en diferente grado de condensación.
La filosofía alemana moderna encontró su remate en el sistema de Hegel,
en el que por vez primera -y ése es su gran mérito- se concibe todo el mundo de la naturaleza, de la historia y del
espíritu como un proceso, es decir, en constante movimiento, cambio,
transformación y desarrollo y se intenta además poner de relieve la íntima
conexión que preside este proceso de movimiento y desarrollo. Contemplada desde
este punto de vista, la historia de la humanidad no aparecía ya como un caos
árido de violencias absurdas, igualmente condenables todas ante el fuero de la
razón filosófica hoy ya madura, y buenas para ser olvidadas cuanto antes, sino
como el proceso de desarrollo de la propia humanidad, que al pensamiento
incumbía ahora seguir en sus etapas graduales y a través de todos los
extravíos, y demostrar la existencia de leyes internas que guían todo aquello
que a primera vista pudiera creerse obra del ciego azar.
No importa que el sistema de Hegel no resolviese el problema que se
planteaba. Su mérito, que sentó época, consistió en haberlo planteado. Porque
se trata de un problema que ningún hombre solo puede resolver. Y aunque Hegel era,
con Saint-Simon, la cabeza más universal de su tiempo, su horizonte hallábase
circunscrito, en primer lugar, por la
limitación inevitable de sus propios conocimientos, y, en segundo lugar, por los conocimientos y concepciones de su
época, limitados también en extensión y profundidad. A esto hay que añadir una tercera circunstancia, Hegel era
idealista; es decir, que para él las ideas de su cabeza no eran imágenes
más o menos abstractas de los objetos y fenómenos de la realidad, sino que
estas cosas y su desarrollo se le antojaban, por el contrario, proyecciones
realizadas de la «Idea», que ya existía no se sabe cómo, antes de que existiese
el mundo. Así, todo quedaba cabeza abajo, y se volvía completamente del revés
la concatenación real del Universo. Y por exactas y aún geniales que fuesen no
pocas de las conexiones concretas concebidas por Hegel, era inevitable, por las
razones a que acabamos de aludir, que muchos de sus detalles tuviesen un
carácter amañado artificioso, construido; falso, en una palabra. El sistema de
Hegel fue un aborto gigantesco, pero el último de su género. En efecto, seguía
adoleciendo de una contradicción íntima incurable; pues, mientras de una parte
arrancaba como supuesto esencial de la concepción histórica, según la cual la historia
humana es un proceso de desarrollo que no puede, por su naturaleza, encontrar
remate intelectual en el descubrimiento de eso que llaman verdad absoluta, de
la otra se nos presenta precisamente como suma y compendio de esa verdad
absoluta. Un sistema universal y definitivamente plasmado del conocimiento de
la naturaleza y de la historia, es incompatible con las leyes fundamentales del
pensamiento dialéctico; lo cual no excluye, sino que, lejos de ello, implica
que el conocimiento sistemático del mundo exterior en su totalidad pueda
progresar gigantescamente de generación en generación.
La conciencia de la total inversión en que incurría el idealismo alemán,
llevó necesariamente al materialismo;
pero, adviértase bien, no a aquel materialismo puramente metafísico y
exclusivamente mecánico del siglo XVIII. En oposición a la simple repulsa,
ingenuamente revolucionaria, de toda la historia anterior, el materialismo
moderno ve en la historia el proceso de desarrollo de la humanidad, cuyas leyes
dinámicas es misión suya descubrir. Contrariamente a la idea de la naturaleza
que imperaba en los franceses del siglo XVIII, al igual que en Hegel, y en la
que ésta se concebía como un todo permanente e invariable, que se movía dentro
de ciclos cortos, con cuerpos celestes eternos, tal y como se los representaba
Newton, y con especies invariables de seres orgánicos, como enseñara Linneo, el
materialismo moderno resume y compendia los nuevos progresos de las ciencias
naturales, según los cuales la naturaleza tiene también su historia en el
tiempo, y los mundos, así como las especies orgánicas que en condiciones
propicias los habitan, nacen y mueren, y los ciclos, en el grado en que son
admisibles, revisten dimensiones infinitamente más grandiosas. Tanto en uno
como en otro caso, el materialismo moderno es substancialmente dialéctico y no
necesita ya de una filosofía que se halla por encima de las demás ciencias.
Desde el momento en que cada ciencia tiene que rendir cuentas de la posición
que ocupa en el cuadro universal de las cosas y del conocimiento de éstas, no
hay ya margen para una ciencia especialmente consagrada a estudiar las
concatenaciones universales. Todo lo que queda en pie de la anterior filosofía,
con existencia propia, es la teoría del pensar y de sus leyes: la lógica formal
y la dialéctica. Lo demás se disuelve en la ciencia positiva de la naturaleza y
de la historia.
Sin embargo, mientras que esta revolución en la concepción de la
naturaleza sólo había podido imponerse en la medida en que la investigación suministraba
a la ciencia los materiales positivos correspondientes, hacía ya mucho tiempo
que se habían revelado ciertos hechos históricos que imprimieron un viraje
decisivo al modo de enfocar la historia. En 1831, estalla en Lyon la primera
insurrección obrera, y de 1838 a 1842 alcanza su apogeo el primer movimiento
obrero nacional: el de los cartistas ingleses. La lucha de clases entre el
proletariado y la burguesía pasó a ocupar el primer plano de la historia de los
países europeos más avanzados, al mismo ritmo con que se desarrollaba en ellos,
por una parte, la gran industria, y por otra, la dominación política recién
conquistada de la burguesía. Los hechos venían a dar un mentís cada vez más
rotundo a las doctrinas económicas burguesas de la identidad de intereses entre
el capital y el trabajo y de la armonía universal y el bienestar general de las
naciones, como fruto de la libre concurrencia. No había manera de pasar por
alto estos hechos, ni era tampoco posible ignorar el socialismo francés e
inglés, expresión teórica suya, por muy imperfecta que fuese. Pero la vieja
concepción idealista de la historia, que aún no había sido desplazada, no
conocía luchas de clases basadas en intereses materiales, ni conocía intereses
materiales de ningún género; para ella, la producción, al igual que todas las
relaciones económicas, sólo existía accesoriamente, como un elemento secundario
dentro de la «historia cultural».
Los nuevos hechos obligaron a someter toda la historia anterior a nuevas
investigaciones, entonces se vio que, con excepción del estado primitivo, toda la historia anterior había sido la
historia de las luchas de clases, y que estas clases sociales pugnantes
entre sí eran en todas las épocas fruto de las relaciones de producción y de
cambio, es decir, de las relaciones económicas de su época:
que la estructura económica de la sociedad en cada época de la historia
constituye, por tanto, la base real cuyas propiedades explican en última
instancia, toda la superestructura integrada por las instituciones jurídicas y
políticas, así como por la ideología religiosa, filosófica, etc., de cada
período histórico. Hegel había liberado a la concepción de la historia de la
metafísica, la había hecho dialéctica; pero su interpretación de la historia
era esencialmente idealista. Ahora, el idealismo quedaba desahuciado de su
último reducto, de la concepción de la historia, sustituyéndolo una concepción
materialista de la historia, con lo que se abría el camino para explicar la
conciencia del hombre por su existencia, y no ésta por su conciencia, que hasta
entonces era lo tradicional.
De este modo el socialismo no aparecía ya como el descubrimiento casual
de tal o cual intelecto de genio, sino como el producto necesario de la lucha
entre dos clases formadas históricamente:
el proletariado y la burguesía. Su misión ya no era elaborar un sistema lo
más perfecto posible de sociedad, sino investigar el proceso histórico
económico del que forzosamente tenían que brotar estas clases y su conflicto,
descubriendo los medios para la solución de éste en la situación económica así
creada. Pero el socialismo tradicional era incompatible con esta nueva
concepción materialista de la historia, ni más ni menos que la concepción de la
naturaleza del materialismo francés no podía avenirse con la dialéctica y las
nuevas ciencias naturales. En efecto, el socialismo anterior criticaba el modo
capitalista de producción existente y sus consecuencias, pero no acertaba a
explicarlo, ni podía, por tanto, destruirlo ideológicamente, no se le alcanzaba
más que repudiarlo, lisa y llanamente, como malo. Cuanto más violentamente
clamaba contra la explotación de la clase obrera, inseparable de este modo de
producción, menos estaba en condiciones de indicar claramente en qué consistía
y cómo nacía esta explotación. Más de lo que se trataba era, por una parte,
exponer ese modo capitalista de producción en sus conexiones históricas y como
necesario para una determinada época de la historia, demostrando con ello
también la necesidad de su caída, y, por otra parte, poner al desnudo su
carácter interno, oculto todavía. Este se puso de manifiesto con el
descubrimiento de la plusvalía.
Descubrimiento que vino a revelar que el régimen capitalista de producción y la explotación del obrero, que de él se
deriva, tenían por forma fundamental la apropiación de trabajo no retribuido;
que el capitalista, aun cuando compra la fuerza de trabajo de su obrero por
todo su valor, por todo el valor que representa como mercancía en el mercado,
saca siempre de ella más valor que lo que le paga y que esta plusvalía es, en
última instancia, la suma de valor de donde proviene la masa cada vez mayor del
capital acumulada en manos de las clases poseedoras. El proceso de la
producción capitalista y el de la producción de capital quedaban explicados.
Estos dos grandes descubrimientos: la
concepción materialista de la historia y la revelación del secreto de la
producción capitalista, mediante la plusvalía, se los debemos a Marx. Gracias a ellos, el
socialismo se convierte en una ciencia, que sólo nos queda por desarrollar en
todos sus detalles y concatenaciones.
Notas
[42] Trátase del período comprendido entre el siglo
III a. de n. e. y el siglo VII de n. e., que debe su denominación a la ciudad
egipcia de Alejandría (a orillas del Mediterráneo), uno de los centros más
importantes de las relaciones económicas internacionales de aquella época. En
el período alejandrino adquirieron gran desarrollo varias ciencias: las
matemáticas, la mecánica (Euclides y Arquímedes), la geografía, la astronomía,
la anatomía, la fisiología, etc.
III
La concepción materialista de la historia
parte de la tesis de que la producción, y tras ella el cambio de sus productos,
es la base de todo orden social; de que en todas las sociedades que desfilan
por la historia, la distribución de los productos, y junto a ella la división
social de los hombres en clases o estamentos, es determinada por lo que la
sociedad produce y cómo lo produce y por el modo de cambiar sus productos.
Según eso, las últimas causas de todos los cambios sociales y de todas las revoluciones políticas no deben
buscarse en las cabezas de los hombres ni en la idea que ellos se forjen de la
verdad eterna ni de la eterna justicia, sino en las transformaciones
operadas en el modo de producción y de cambio; han de buscarse no en la
filosofía, sino en la economía de la época de que se trata. Cuando nace en los
hombres la conciencia de que las instituciones sociales vigentes son
irracionales e injustas, de que la razón se ha tornado en sinrazón y la
bendición en plaga[******], esto no es más que un indicio de que en
los métodos de producción y en las formas de cambio se han producido calladamente
transformaciones con las que ya no concuerda el orden social, cortado por el
patrón de condiciones económicas anteriores. Con ello queda que en las nuevas
relaciones de producción han de contenerse ya -más o menos desarrollados- los
medios necesarios para poner término a los males descubiertos. Y esos medios no
han de sacarse de la cabeza de nadie, sino que es la cabeza la
que tiene que descubrirlos en los hechos materiales de la
producción, tal y como los ofrece la realidad.
¿Cuál es, en
este aspecto, la posición del socialismo moderno?
El orden
social vigente -verdad reconocida hoy por casi todo el mundo- es obra de la
clase dominante de los tiempos modernos de la burguesía. El modo de producción
propio de la burguesía, al que desde Marx se da el nombre de modo capitalista de producción, era
incompatible con los privilegios locales y de los estamentos, como lo era con
los vínculos interpersonales del orden feudal. La burguesía echó por tierra el
orden feudal y levantó sobre sus ruinas el régimen de la sociedad burguesa, el
imperio de la libre concurrencia, de la libertad de domicilio, de la igualdad
de derechos de los poseedores de las mercancías y tantas otras maravillas
burguesas más. Ahora ya podía desarrollarse libremente el modo capitalista de producción.
Y al venir el vapor y la nueva producción maquinizada y transformar la antigua
manufactura en gran industria, las fuerzas productivas creadas y puestas en
movimiento bajo el mando de la burguesía se desarrollaron con una velocidad
inaudita y en proporciones desconocidas hasta entonces. Pero, del mismo modo
que en su tiempo la manufactura y la artesanía, que seguía desarrollándose bajo
su influencia, chocaron con las trabas feudales de los gremios, hoy la gran
industria, al llegar a un nivel de desarrollo más alto, no cabe ya dentro del
estrecho marco en que la tiene cohibida el modo capitalista de producción. Las
nuevas fuerzas productivas desbordan ya la forma burguesa en que son
explotadas, y este conflicto entre las fuerzas productivas y el modo de
producción no es precisamente un conflicto planteado en las cabezas de los
hombres, algo así como el conflicto entre el pecado original del hombre y la
justicia divina, sino que existe en la realidad, objetivamente, fuera de
nosotros, independientemente de la voluntad o de la actividad de los mismos
hombres que lo han provocado. El socialismo moderno no es más que el reflejo de
este conflicto material en la mente, su proyección ideal en las cabezas,
empezando por las de la clase que sufre directamente sus consecuencias: la clase obrera.
¿En qué
consiste este conflicto?
Antes de
sobrevenir la producción capitalista, es decir, en la Edad Media, regía con
carácter general la pequeña producción, basada en la propiedad privada del
trabajador sobre sus medios de producción: en el campo, la agricultura corría a
cargo de pequeños labradores, libres o siervos; en las ciudades, la industria
estaba en manos de los artesanos. Los medios de trabajo -la tierra, los aperos
de labranza, el taller, las herramientas- eran medios de trabajo individual,
destinados tan sólo al uso individual y, por tanto, forzosamente, mezquinos,
diminutos, limitados. Pero esto mismo hacía que perteneciesen, por lo general,
al propio productor. El papel histórico del modo capitalista de producción y de
su portadora, la burguesía, consistió precisamente en concentrar y desarrollar
estos dispersos y mezquinos medios de producción, transformándolos en las
potentes palancas de la producción de los tiempos actuales. Este proceso, que
viene desarrollando la burguesía desde el siglo XV y que pasa históricamente
por las tres etapas de la cooperación
simple, la manufactura y la gran industria, aparece minuciosamente expuesto
par Marx en la sección cuarta de "El Capital". Pero la burguesía, como
asimismo queda demostrado en dicha obra, no podía convertir esos primitivos
medios de producción en poderosas fuerzas productivas sin convertirlas de
medios individuales de producción en medios sociales, sólo
manejables por una colectividad de hombres. La rueca, el telar
manual, el martillo del herrero fueron sustituidos por la máquina de hilar, por
el telar mecánico, por el martillo movido a vapor; el taller individual cedió
el puesto a la fábrica, que impone la cooperación de cientos y miles de
obreros. Y, con los medios de producción, se transformó la producción misma,
dejando de ser una cadena de actos individuales para convertirse en una cadena
de actos sociales, y los productos individuales, en productos sociales. El
hilo, las telas, los artículos de metal que ahora salían de la fábrica eran
producto del trabajo colectivo de un gran número de obreros, por cuyas manos
tenía que pasar sucesivamente para su elaboración. Ya nadie podía decir: esto
lo he hecho yo, este producto es mío.
Pero allí
donde la producción tiene por forma cardinal esa división social del trabajo
creada paulatinamente, por impulso elemental, sin sujeción a plan alguno, la
producción imprime a los productos la forma de mercancía, cuyo
intercambio, compra y venta, permite a los distintos productores individuales
satisfacer sus diversas necesidades. Y esto era lo que acontecía en la Edad
Media. El campesino, por ejemplo, vendía al artesano los productos de la
tierra, comprándole a cambio los artículos elaborados en su taller. En esta
sociedad de productores individuales, de productores de mercancías, vino a
introducirse más tarde el nuevo modo de producción. En medio de aquella
división espontánea del trabajo sin plan ni sistema, que imperaba
en el seno de toda la sociedad, el nuevo modo de producción implantó la
división planificada del trabajo dentro de cada fábrica: al
lado de la producción individual, surgió la producción social.
Los productos de ambas se vendían en el mismo mercado, y por lo tanto, a
precios aproximadamente iguales. Pero la organización planificada podía más que
la división espontánea del trabajo; las fábricas en que el trabajo estaba
organizado socialmente elaboraban productos más baratos que los pequeños
productores individuales. La producción individual fue sucumbiendo poco a poco
en todos los campos, y la producción social revolucionó todo el antiguo modo de
producción. Sin embargo, este carácter revolucionario suyo pasaba
desapercibido; tan desapercibido, que, por el contrario, se implantaba con la
única y exclusiva finalidad de aumentar y fomentar la producción de mercancías.
Nació directamente ligada a ciertos resortes de producción e intercambio de
mercancías que ya venían funcionando: el capital comercial, la industria
artesana y el trabajo asalariado. Y ya que surgía como una nueva forma de
producción de mercancías, mantuviéronse en pleno vigor bajo ella las formas de
apropiación de la producción de mercancías.
En la
producción de mercancías, tal como se había desarrollado en la Edad Media, no
podía surgir el problema de a quién debían pertenecer los productos del
trabajo. El productor individual los creaba, por lo común, con materias primas
de su propiedad, producidas no pocas veces por él mismo, con sus propios medios
de trabajo y elaborados con su propio trabajo manual o el de su familia. No
necesitaba, por tanto, apropiárselos, pues ya eran suyos por el mero hecho de
producirlos. La propiedad de los productos basábase, pues, en el trabajo
personal. Y aún en aquellos casos en que se empleaba la ayuda ajena, ésta
era, por lo común, cosa accesoria y recibía frecuentemente, además del salario,
otra compensación: el aprendiz y el oficial de los gremios no trabajaban tanto
por el salario y la comida como para aprender y llegar a ser algún día
maestros. Pero sobreviene la concentración de los medios de producción en
grandes talleres y manufacturas, su transformación en medios de producción
realmente sociales. No obstante, estos medios de producción y sus productos
sociales eran considerados como si siguiesen siendo lo que eran antes: medios
de producción y productos individuales. Y si hasta aquí el propietario de los
medios de trabajo se había apropiado de los productos, porque eran,
generalmente, productos suyos y la ayuda ajena constituía una excepción, ahora
el propietario de los medios de trabajo seguía apropiándose el producto, aunque
éste ya no era un producto suyo, sino fruto exclusivo del trabajo
ajeno. De este modo, los productos, creados ahora socialmente, no pasaban a
ser propiedad de aquellos que habían puesto realmente en marcha los medios de
producción y que eran sus verdaderos creadores, sino del capitalista.
Los medios de producción y la producción se habían convertido esencialmente en
factores sociales. Y, sin embargo, veíanse sometidos a una forma de apropiación
que presupone la producción privada individual, es decir, aquella en que cada
cual es dueño de su propio producto y, como tal, acude con él al mercado. El
modo de producción se ve sujeto a esta forma de apropiación, a pesar de que
destruye el supuesto sobre que descansa[††††††].
En esta contradicción, que imprime al nuevo modo de producción su carácter
capitalista, se encierra, en germen, todo el conflicto de los tiempos actuales.
Y cuanto más el nuevo modo de producción se impone e impera en todos los campos
fundamentales de la producción y en todos los países económicamente
importantes, desplazando a la producción individual, salvo vestigios
insignificantes, mayor es la evidencia con que se revela la
incompatibilidad entre la producción social y la apropiación capitalista.
Los primeros
capitalistas se encontraron ya, como queda dicho, con la forma del trabajo
asalariado. Pero como excepción, como ocupación secundaria, auxiliar, como
punto de transición. El labrador que salía de vez en cuando a ganar un jornal,
tenía sus dos fanegas de tierra propia, de las que, en caso extremo, podía
vivir. Las ordenanzas gremiales velaban por que los oficiales de hoy se
convirtiesen mañana en maestros. Pero, tan pronto como los medios de producción
adquirieron un carácter social y se concentraron en manos de los capitalistas,
las cosas cambiaron. Los medios de producción y los productos del pequeño
productor individual fueron depreciándose cada vez más, hasta que a este
pequeño productor no le quedó otro recurso que colocarse a ganar un jornal
pagado por el capitalista. El trabajo asalariado, que antes era excepción y
ocupación auxiliar se convirtió en regla y forma fundamental de toda la producción,
y la que antes era ocupación accesoria se convierte ahora en ocupación
exclusiva del obrero. El obrero asalariado temporal se convirtió en asalariado
para toda la vida. Además, la muchedumbre de estos asalariados de por vida se
ve gigantescamente engrosada por el derrumbe simultáneo del orden feudal, por
la disolución de las mesnadas de los señores feudales, la expulsión de los
campesinos de sus fincas, etc. Se ha realizado el completo divorcio entre los
medios de producción concentrados en manos de los capitalistas, de un lado, y
de otro, los productores que no poseían más que su propia fuerza de
trabajo. La contradicción entre la producción social y la apropiación
capitalista se manifiesta como antagonismo entre el proletariado y la burguesía.
Hemos visto
que el modo de producción capitalista vino a introducirse en una sociedad de
productores de mercancías, de productores individuales, cuyo vínculo social era
el cambio de sus productos. Pero toda sociedad basada en la producción de
mercancías presenta la particularidad de que en ella los productores pierden el
mando sobre sus propias relaciones sociales. Cada cual produce por su cuenta,
con los medios de producción de que acierta a disponer, y para las necesidades
de su intercambio privado. Nadie sabe qué cantidad de artículos de la misma
clase que los suyos se lanza al mercado, ni cuántos necesita éste; nadie sabe
si su producto individual responde a una demanda efectiva, ni si podrá cubrir
los gastos, ni siquiera, en general, si podrá venderlo. La anarquía impera en la producción social. Pero la
producción de mercancías tiene, como toda forma de producción, sus leyes
características, específicas e inseparables de la misma; y estas leyes se abren
paso a pesar de la anarquía, en la misma anarquía y a través de ella. Toman
cuerpo en la única forma de ligazón social que subsiste: en el cambio, y se
imponen a los productores individuales bajo la forma de las leyes imperativas
de la competencia. En un principio, por tanto, estos productores las ignoran, y
es necesario que una larga experiencia las vaya revelando poco a poco. Se
imponen, pues, sin los productores y aún en contra de ellos, como leyes
naturales ciegas que presiden esta forma de producción. El producto impera
sobre el productor.
En la
sociedad medieval, y sobre todo en los primeros siglos de ella, la producción
estaba destinada principalmente al consumo propio, a satisfacer sólo las
necesidades del productor y de su familia. Y allí donde, como acontecía en el
campo, subsistían relaciones personales de vasallaje, contribuía también a
satisfacer las necesidades del señor feudal. No se producía, pues, intercambio
alguno, ni los productos revestían, por lo tanto, el carácter de mercancías. La
familia del labrador producía casi todos los objetos que necesitaba: aperos,
ropas y víveres. Sólo empezó a producir mercancías cuando consiguió crear un
remanente de productos, después de cubrir sus necesidades propias y los
tributos en especie que había de pagar al señor feudal; este remanente, lanzado
al intercambio social, al mercado, para su venta, se convirtió en mercancía.
Los artesanos de las ciudades, por cierto, tuvieron que producir para el
mercado ya desde el primer momento. Pero también obtenían ellos mismos la mayor
parte de los productos que necesitaban para su consumo; tenían sus huertos y
sus pequeños campos, apacentaban su ganado en los bosques comunales, que además
les suministraban la madera y la leña; sus mujeres hilaban el lino y la lana,
etc. La producción para el cambio, la producción de mercancías, estaba en sus
comienzos. Por eso el intercambio era limitado, el mercado reducido, el modo de
producción estable.
Frente al
exterior imperaba el exclusivismo local; en el interior, la asociación local:
la marca[‡‡‡‡‡‡] en el campo, los gremios en las ciudades.
Pero al
extenderse la producción de mercancías y, sobre todo, al aparecer el modo
capitalista de producción, las leyes de producción de mercancías, que hasta
aquí apenas habían dado señales de vida, entran en funciones de una manera
franca y potente. Las antiguas asociaciones empiezan a perder fuerza, las
antiguas fronteras locales se vienen a tierra, los productores se convierten
más y más en productores de mercancías independientes y aislados. La anarquía
de la producción social sale a la luz y se agudiza cada vez más. Pero el
instrumento principal con el que el modo capitalista de producción fomenta esta
anarquía en la producción social es precisamente lo inverso de la anarquía: la
creciente organización de la producción con carácter social, dentro de cada
establecimiento de producción. Con este resorte, pone fin a la vieja
estabilidad pacífica. Allí donde se implanta en una rama industrial, no tolera
a su lado ninguno de los viejos métodos. Donde se adueña de la industria
artesana, la destruye y aniquila. El terreno del trabajo se convierte en un
campo de batalla. Los grandes descubrimientos geográficos y las empresas de
colonización que les siguen, multiplican los mercados y aceleran el proceso de
transformación del taller del artesano en manufactura. Y la lucha no estalla
solamente entre los productores locales aislados; las contiendas locales van
cobrando volumen nacional, y surgen las guerras comerciales de los siglos XVII
y XVIII. Hasta que, por fin, la gran industria y la implantación del mercado
mundial dan carácter universal a la lucha, a la par que le imprimen una
inaudita violencia. Lo mismo entre los capitalistas individuales que entre
industrias y países enteros, la posesión de las condiciones -naturales o
artificialmente creadas- de la producción, decide la lucha por la existencia.
El que sucumbe es arrollado sin piedad. Es la lucha darvinista por la
existencia individual, transplantada, con redoblada furia, de la naturaleza a
la sociedad. Las condiciones naturales de vida de la bestia se convierten en el
punto culminante del desarrollo humano. La contradicción entre la producción
social y la apropiación capitalista se manifiesta ahora como antagonismo
entre la organización de la producción dentro de cada fábrica y la anarquía de
la producción en el seno de toda la sociedad.
El modo
capitalista de producción se mueve en estas dos formas de manifestación de la
contradicción inherente a él por sus mismos orígenes, describiendo sin
apelación aquel «círculo vicioso» que ya puso de manifiesto Fourier. Pero lo
que Fourier, en su época, no podía ver todavía era que este círculo va
reduciéndose gradualmente, que el movimiento se desarrolla más bien en espiral
y tiene que llegar necesariamente a su fin, como el movimiento de los planetas,
chocando con el centro. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la
producción la que convierte a la inmensa mayoría de los hombres, cada vez más
marcadamente, en proletarios, y estas masas proletarias serán, a su vez, las
que, por último, pondrán fin a la anarquía de la producción. Es la fuerza
propulsora de la anarquía social de la producción la que convierte la capacidad
infinita de perfeccionamiento de las máquinas de la gran industria en un
precepto imperativo, que obliga a todo capitalista industrial a mejorar
continuamente su maquinaria, so pena de perecer. Pero mejorar la maquinaria
equivale a hacer superflua una masa de trabajo humano. Y así como la implantación
y el aumento cuantitativo de la maquinaria trajeron consigo el desplazamiento
de millones de obreros manuales por un número reducido de obreros mecánicos, su
perfeccionamiento determina la eliminación de un número cada vez mayor de
obreros de las máquinas, y, en última instancia, la creación de una masa de
obreros disponibles que sobrepuja la necesidad media de ocupación del capital,
de un verdadero ejército industrial de reserva, como yo
hube de llamarlo ya en 1845[§§§§§§],(
aquí y aquí y
aquí está
la obra que hace referencia), de un ejército de trabajadores disponibles
para los tiempos en que la industria trabaja a todo vapor y que luego, en las
crisis que sobrevienen necesariamente después de esos períodos, se ve lanzado a
la calle, constituyendo en todo momento un grillete atado a los pies de la
clase trabajadora en su lucha por la existencia contra el capital y un
regulador para mantener los salarios en el nivel bajo que corresponde a las
necesidades del capitalismo. Así pues, la
maquinaria, para decirlo con Marx, se ha convertido en el arma más poderosa del
capital contra la clase obrera, en un medio de trabajo que arranca
constantemente los medios de vida de manos del obrero, ocurriendo que el
producto mismo del obrero se convierte en el instrumento de su esclavización[*******]. De este modo, la economía en los medios
de trabajo lleva consigo, desde el primer momento, el más despiadado
despilfarro de la fuerza de trabajo y un despojo contra las condiciones
normales de la función misma del trabajo[†††††††]. Y
la maquinaria, el recurso más poderoso que ha podido crearse para acortar la
jornada de trabajo, se trueca en el recurso más infalible para convertir la
vida entera del obrero y de su familia en una gran jornada de trabajo
disponible para la valorización del capital; así ocurre que el exceso de
trabajo de unos es la condición determinante de la carencia de trabajo de
otros, y que la gran industria, lanzándose por el mundo entero, en carrera
desenfrenada, a la conquista de nuevos consumidores, reduce en su propia casa
el consumo de las masas a un mínimo de hambre y mina con ello su propio mercado
interior.
«La ley que
mantiene constantemente el exceso relativo de población o ejército industrial
de reserva en equilibrio con el volumen y la energía de la acumulación del
capital, ata al obrero al capital con ligaduras más fuertes que las cuñas con
que Hefestos clavó a Prometeo a la roca. Esto origina que a la acumulación del
capital corresponda una acumulación igual de miseria. La acumulación de la
riqueza en uno de los polos determina en el polo contrario, en el polo de la
clase que produce su propio producto como capital, una acumulación igual de
miseria, de tormentos de trabajo, de esclavitud, de ignorancia, de
embrutecimiento y de degradación moral». (Marx, "El Capital", t. I, cap. XXIII.) Capítulo23: La Ley General de Acumulación Capitalista
Y esperar
del modo capitalista de producción otra distribución de los productos sería
como esperar que los dos electrodos de una batería, mientras estén conectados
con ésta, no descompongan el agua ni liberen oxígeno en el polo positivo e
hidrógeno en el negativo.
Hemos visto
que la capacidad de perfeccionamiento de la maquinaria moderna, llevada a su
límite máximo, se convierte, gracias a la anarquía de la producción dentro de
la sociedad, en un precepto imperativo que obliga a los capitalistas industriales,
cada cual de por sí, a mejorar incesantemente su maquinaria, a hacer siempre
más potente su fuerza de producción. No menos imperativo es el precepto en que
se convierte para él la mera posibilidad efectiva de dilatar su órbita de
producción. La enorme fuerza de expansión de la gran industria, a cuyo lado la
de los gases es un juego de chicos, se revela hoy ante nuestros ojos como
una necesidad cualitativa y cuantitativa de expansión, que se
burla de cuantos obstáculos encuentra a su paso. Estos obstáculos son los que
le oponen el consumo, la salida, los mercados de que necesitan los productos de
la gran industria. Pero la capacidad extensiva e intensiva de expansión de los
mercados, obedece, por su parte, a leyes muy distintas y que actúan de un modo mucho
menos enérgico. La expansión de los mercados no puede desarrollarse al mismo
ritmo que la de la producción. La colisión se hace inevitable, y como no puede
dar ninguna solución mientras no haga saltar el propio modo de producción
capitalista, esa colisión se hace periódica. La producción capitalista engendra
un nuevo «círculo vicioso».
En efecto, desde
1825, año en que estalla la primera crisis general, no pasan diez años
seguidos sin que todo el mundo industrial y comercial, la producción y el
intercambio de todos los pueblos civilizados y de su séquito de países más o
menos bárbaros, se salga de quicio. El comercio se paraliza, los mercados están
sobresaturados de mercancías, los productos se estancan en los almacenes
abarrotados, sin encontrar salida; el dinero contante se hace invisible; el
crédito desaparece; las fábricas paran; las masas obreras carecen de medios de
vida precisamente por haberlos producido en exceso, las bancarrotas y las
liquidaciones se suceden unas a otras. El estancamiento dura años enteros, las
fuerzas productivas y los productos se derrochan y destruyen en masa, hasta
que, por fin, las masas de mercancías acumuladas, más o menos depreciadas,
encuentran salida, y la producción y el cambio van reanimándose poco a poco.
Paulatinamente, la marcha se acelera, el paso de andadura se convierte en
trote, el trote industrial, en galope y, por último, en carrera desenfrenada,
en un steeple-chase[‡‡‡‡‡‡‡] de
la industria, el comercio, el crédito y la especulación, para terminar
finalmente, después de los saltos más arriesgados, en la fosa de un crac. Y
así, una vez y otra. Cinco veces se ha
venido repitiendo la misma historia desde el año 1825, y en estos momentos
(1877) estamos viviéndola por sexta vez. Y el carácter de estas crisis
es tan nítido y tan acusado, que Fourier las abarcaba todas cuando describía la
primera, diciendo que era una crise pléthorique, una crisis nacida
de la superabundancia.
En las crisis estalla en explosiones violentas la
contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista. La
circulación de mercancías queda, por el momento, paralizada. El medio de
circulación, el dinero, se convierte en un obstáculo para la circulación; todas
las leyes de la producción y circulación de mercancías se vuelven del revés. El
conflicto económico alcanza su punto de apogeo: el modo de producción
se rebela contra el modo de cambio.
El hecho de
que la organización social de la producción dentro de las fábricas se haya
desarrollado hasta llegar a un punto en que se ha hecho inconciliable con la
anarquía -coexistente con ella y por encima de ella- de la producción en la
sociedad, es un hecho que se les revela tangiblemente a los propios capitalistas,
por la concentración violenta de los capitales, producida durante las crisis a
costa de la ruina de muchos grandes y, sobre todo, pequeños capitalistas. Todo
el mecanismo del modo capitalista de producción falla, agobiado por las fuerzas
productivas que él mismo ha engendrado. Ya no acierta a transformar en capital
esta masa de medios de producción, que permanecen inactivos, y por esto
precisamente debe permanecer también inactivo el ejército industrial de
reserva. Medios de producción, medios de vida, obreros disponibles: todos los
elementos de la producción y de la riqueza general existen con exceso. Pero «la
superabundancia se convierte en fuente de miseria y de penuria» (Fourier), ya
que es ella, precisamente, la que impide la transformación de los medios de
producción y de vida en capital, pues en la sociedad capitalista, los medios de
producción no pueden ponerse en movimiento más que convirtiéndose previamente
en capital, en medio de explotación de la fuerza humana de trabajo. Esta imprescindible
calidad de capital de los medios de producción y de vida se alza como un
espectro entre ellos y la clase obrera. Esta calidad es la que impide que se
engranen la palanca material y la palanca personal de la producción; es la que
no permite a los medios de producción funcionar ni a los obreros trabajar y
vivir. De una parte, el modo capitalista de producción revela, pues, su propia
incapacidad para seguir rigiendo sus fuerzas productivas. De otra parte, estas
fuerzas productivas acucian con intensidad cada vez mayor a que se elimine la
contradicción, a que se las redima de su condición de capital, a que se
reconozca de hecho su carácter de fuerzas productivas sociales.
Es esta
rebelión de las fuerzas de producción cada vez más imponentes, contra su calidad
de capital, esta necesidad cada vez más imperiosa de que se reconozca su
carácter social, la que obliga a la propia clase capitalista a tratarlas cada
vez más abiertamente como fuerzas productivas sociales, en el grado en que ello
es posible dentro de las relaciones capitalistas. Lo mismo los períodos de alta
presión industrial, con su desmedida expansión del crédito, que el crac mismo,
con el desmoronamiento de grandes empresas capitalistas, impulsan esa forma de
socialización de grandes masas de medios de producción con que nos encontramos
en las diversas categorías de sociedades anónimas. Algunos de estos medios de
producción y de comunicación son ya de por sí tan gigantescos, que excluyen,
como ocurre con los ferrocarriles, toda otra forma de explotación capitalista.
Al llegar a una determinada fase de desarrollo, ya no basta tampoco esta forma;
los grandes productores nacionales de una rama industrial se unen para formar
un trust, una agrupación encaminada a regular la producción; determinan la cantidad
total que ha de producirse, se la reparten entre ellos e imponen de este modo
un precio de venta fijado de antemano. Pero, como estos trusts se desmoronan al sobrevenir la primera racha mala en los
negocios, empujan con ello a una socialización todavía más concentrada; toda la
rama industrial se convierte en una sola gran sociedad anónima, y la
competencia interior cede el puesto al monopolio
interior de esta única sociedad; así sucedió ya en 1890 con la producción
inglesa de álcalis, que en la actualidad, después de fusionarse todas las
cuarenta y ocho grandes fábricas del país, es explotada por una sola sociedad
con dirección única y un capital de 120 millones de marcos.
En los
trusts, la libre concurrencia se trueca en monopolio y la producción sin plan
de la sociedad capitalista capitula ante la producción planeada y organizada de
la futura sociedad socialista a punto de sobrevenir. Claro está que, por el
momento, en provecho y beneficio de los capitalistas. Pero aquí la explotación
se hace tan patente, que tiene forzosamente que derrumbarse. Ningún pueblo
toleraría una producción dirigida por los trusts, una explotación tan descarada
de la colectividad por una pequeña cuadrilla de cortadores de cupones.
De un modo o
de otro, con o sin trusts, el representante oficial de la sociedad capitalista,
el Estado, tiene que acabar haciéndose cargo del mando de la producción[§§§§§§§][43].
La necesidad a que responde esta transformación de ciertas empresas en
propiedad del Estado empieza manifestándose en las grandes empresas de
transportes y comunicaciones, tales como el correo, el telégrafo y los
ferrocarriles.
A la par que
las crisis revelan la incapacidad de la burguesía para seguir rigiendo las
fuerzas productivas modernas, la transformación de las grandes empresas de
producción y transporte en sociedades anónimas, trusts y en propiedad del
Estado demuestra que la burguesía no es ya indispensable para el desempeño de
estas funciones. Hoy, las funciones sociales del capitalista corren todas a
cargo de empleados a sueldo, y toda la actividad social de aquél se reduce a
cobrar sus rentas, cortar sus cupones y jugar en la Bolsa, donde los
capitalistas de toda clase se arrebatan unos a otros sus capitales. Y si antes
el modo capitalista de producción desplazaba a los obreros, ahora desplaza
también a los capitalistas, arrinconándolos, igual que a los obreros, entre la
población sobrante; aunque por ahora todavía no en el ejército industrial de
reserva.
Pero las
fuerzas productivas no pierden su condición de capital al convertirse en
propiedad de las sociedades anónimas y de los trusts o en propiedad del Estado.
Por lo que a las sociedades anónimas y a los trusts se refiere, es
palpablemente claro. Por su parte, el
Estado moderno no es tampoco más que una organización creada por la
sociedad burguesa para defender las condiciones exteriores generales del modo
capitalista de producción contra los atentados, tanto de los obreros como de
los capitalistas individuales. El
Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina
esencialmente capitalista, es el Estado de los capitalistas, el capitalista
colectivo ideal. Y cuantas más fuerzas productivas asuma en propiedad,
tanto más se convertirá en capitalista colectivo y tanta mayor cantidad de
ciudadanos explotará. Los obreros siguen siendo obreros asalariados,
proletarios. La relación capitalista, lejos de abolirse con estas medidas, se
agudiza, llega al extremo, a la cúspide. Más, al llegar a la cúspide, se
derrumba. La propiedad del Estado sobre
las fuerzas productivas no es solución del conflicto, pero alberga ya en su
seno el medio formal, el resorte para llegar a la solución.
Esta
solución sólo puede estar en reconocer de un modo efectivo el carácter social
de las fuerzas productivas modernas y por lo tanto en armonizar el modo de
producción, de apropiación y de cambio con el carácter social de los medios de
producción. Para esto, no hay más que un camino: que la sociedad, abiertamente
y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas, que ya no admite otra
dirección que la suya. Haciéndolo así, el carácter social de los medios de producción
y de los productos, que hoy se vuelve contra los mismos productores, rompiendo
periódicamente los cauces del modo de producción y de cambio, y que sólo puede
imponerse con una fuerza y eficacia tan destructoras como el impulso ciego de
las leyes naturales, será puesto en vigor con plena conciencia por los
productores y se convertirá, de causa constante de perturbaciones y de
cataclismos periódicos, en la palanca más poderosa de la producción misma.
Las fuerzas
activas de la sociedad obran, mientras no las conocemos y contamos con ellas,
exactamente lo mismo que las fuerzas de la naturaleza: de un modo ciego,
violento, destructor. Pero, una vez conocidas, tan pronto como se ha sabido
comprender su acción, su tendencia y sus efectos, en nuestras manos está el
supeditarlas cada vez más de lleno a nuestra voluntad y alcanzar por medio de
ellas los fines propuestos. Tal es lo que ocurre, muy señaladamente, con las
gigantescas fuerzas modernas de producción. Mientras nos resistamos
obstinadamente a comprender su naturaleza y su carácter -y a esta comprensión
se oponen el modo capitalista de producción y sus defensores-, estas fuerzas
actuarán a pesar de nosotros, contra nosotros, y nos dominarán, como hemos
puesto bien de relieve. En cambio, tan pronto como penetremos en su naturaleza,
esas fuerzas, puestas en manos de los productores asociados, se convertirán, de
tiranos demoníacos, en sumisas servidoras. Es la misma diferencia que hay entre
el poder destructor de la electricidad en los rayos de la tormenta y la
electricidad sujeta en el telégrafo y en el arco voltaico; la diferencia que
hay entre el incendio y el fuego puesto al servicio del hombre. El día en que
las fuerzas productivas de la sociedad moderna se sometan al régimen congruente
con su naturaleza, por fin conocida, la anarquía social de la producción dejará
el puesto a una reglamentación colectiva y organizada de la producción acorde
con las necesidades de la sociedad y de cada individuo. Y el régimen
capitalista de apropiación, en que el producto esclaviza primero a quien lo
crea y luego a quien se lo apropia, será sustituido por el régimen de
apropiación del producto que el carácter de los modernos medios de producción
está reclamando: de una parte, apropiación directamente social, como medio para
mantener y ampliar la producción; de otra parte, apropiación directamente
individual, como medio de vida y de disfrute.
El modo capitalista de producción, al
convertir más y más en proletarios a la inmensa mayoría de los individuos de
cada país, crea la fuerza que, si no quiere perecer, está obligada a hacer esa
revolución. Y, al
forzar cada vez más la conversión en propiedad del Estado de los grandes medios
socializados de producción, señala ya por sí mismo el camino por el que esa
revolución ha de producirse. El proletariado toma en sus manos el poder
del Estado y comienza por convertir los medios de producción en propiedad del
Estado. Pero con este mismo acto se destruye a sí mismo como proletariado,
y destruye toda diferencia y todo antagonismo de clases, y con ello mismo, el
Estado como tal. La sociedad, que se había movido hasta el presente entre
antagonismos de clase, ha necesitado del Estado, o sea, de una organización de
la correspondiente clase explotadora para mantener las condiciones exteriores de
producción, y, por tanto, particularmente, para mantener por la fuerza a la
clase explotada en las condiciones de opresión (la esclavitud, la servidumbre o
el vasallaje y el trabajo asalariado), determinadas por el modo de producción
existente. El Estado era el representante oficial de toda la sociedad, su
síntesis en un cuerpo social visible; pero lo era sólo como Estado de la clase
que en su época representaba a toda la sociedad: en la antigüedad era el Estado
de los ciudadanos esclavistas; en la Edad Media el de la nobleza feudal; en
nuestros tiempos es el de la burguesía. Cuando el Estado se convierta
finalmente en representante efectivo de toda la sociedad será por sí mismo
superfluo. Cuando ya no exista ninguna clase social a la que haya que mantener
sometida; cuando desaparezcan, junto con la dominación de clase, junto con la
lucha por la existencia individual, engendrada por la actual anarquía de la
producción, los choques y los excesos resultantes de esto, no habrá ya nada que
reprimir ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión que es el
Estado. El primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como
representante de toda la sociedad: la toma de posesión de los medios de
producción en nombre de la sociedad, es a la par su último acto independiente
como Estado. La intervención de la autoridad del Estado en las relaciones
sociales se hará superflua en un campo tras otro de la vida social y cesará por
sí misma. El gobierno sobre las personas es sustituido por la administración
de las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado
no es «abolido»; se extingue. Partiendo de esto es como hay que
juzgar el valor de esa frase del «Estado
popular libre» en lo que toca a su justificación provisional como
consigna de agitación y en lo que se refiere a su falta de fundamento
científico. Partiendo de esto es también como debe ser considerada la
reivindicación de los llamados anarquistas de que el Estado sea abolido de la
noche a la mañana.
Desde que ha
aparecido en la palestra de la historia el modo de producción capitalista ha
habido individuos y sectas enteras ante quienes se ha proyectado más o menos
vagamente, como ideal futuro, la
apropiación de todos los medios de producción por la sociedad. Más, para
que esto fuese realizable, para que se convirtiese en una necesidad histórica,
era menester que antes se diesen las condiciones efectivas para su realización.
Para que este progreso, como todos los progresos sociales, sea viable, no basta con que la razón comprenda que
la existencia de las clases es incompatible con los dictados de la justicia, de
la igualdad, etc.; no basta con la
mera voluntad de abolir estas clases, sino que son necesarias determinadas
condiciones económicas nuevas. La división de la sociedad en una clase
explotadora y otra explotada, una clase dominante y otra oprimida, era una
consecuencia necesaria del anterior desarrollo incipiente de la producción.
Mientras el trabajo global de la sociedad sólo rinde lo estrictamente
indispensable para cubrir las necesidades más elementales de todos; mientras,
por lo tanto, el trabajo absorbe todo el tiempo o casi todo el tiempo de la
inmensa mayoría de los miembros de la sociedad, ésta se divide, necesariamente,
en clases. Junto a la gran mayoría constreñida a no hacer más que llevar la
carga del trabajo, se forma una clase eximida del trabajo directamente
productivo y a cuyo cargo corren los asuntos generales de la sociedad: la
dirección de los trabajos, los negocios públicos, la justicia, las ciencias,
las artes, etc. Es, pues, la ley de la división del trabajo la que sirve de
base a la división de la sociedad en clases. Lo cual no impide que esta división de la sociedad en clases se lleve a
cabo por la violencia y el despojo, la astucia y el engaño; ni quiere decir
que la clase dominante, una vez entronizada, se abstenga de consolidar su
poderío a costa de la clase trabajadora, convirtiendo su papel social de
dirección en una mayor explotación de las masas.
Vemos, pues,
que la división de la sociedad en clases tiene su razón histórica de ser, pero
sólo dentro de determinados límites de tiempo bajo determinadas condiciones
sociales. Era condicionada por la insuficiencia de la producción, y será
barrida cuando se desarrollen plenamente las modernas fuerzas productivas. En
efecto, la abolición de las clases sociales presupone un grado histórico de
desarrollo tal, que la existencia, no ya de esta o de aquella clase dominante
concreta, sino de una clase dominante cualquiera que ella sea y, por tanto, de
las mismas diferencias de clase, representa un anacronismo. Presupone, por
consiguiente, un grado culminante en el desarrollo de la producción, en el que
la apropiación de los medios de producción y de los productos y, por tanto, del
poder político, del monopolio de la cultura y de la dirección espiritual por
una determinada clase de la sociedad, no sólo se hayan hecho superfluos, sino
que además constituyan económica, política e intelectualmente una barrera
levantada ante el progreso. Pues bien; a este punto ya se ha llegado. Hoy, la
bancarrota política e intelectual de la burguesía ya apenas es un secreto ni
para ella misma, y su bancarrota económica es un fenómeno que se repite
periódicamente de diez en diez años. En cada una de estas crisis, la sociedad
se asfixia, ahogada por la masa de sus propias fuerzas productivas y de sus
productos, a los que no puede aprovechar, y se enfrenta, impotente, con la
absurda contradicción de que sus productores no tengan qué consumir, por falta
precisamente de consumidores. La fuerza expansiva de los medios de producción
rompe las ligaduras con que los sujeta el modo capitalista de producción. Esta
liberación de los medios de producción es lo único que puede permitir el
desarrollo ininterrumpido y cada vez más rápido de las fuerzas productivas, y
con ello, el crecimiento prácticamente ilimitado de la producción. Más no es
esto solo. La apropiación social de los medios de producción no sólo arrolla
los obstáculos artificiales que hoy se le oponen a la producción, sino que
acaba también con el derroche y la asolación de fuerzas productivas y de
productos, que es una de las consecuencias inevitables de la producción actual
y que alcanza su punto de apogeo en las crisis. Además, al acabar con el necio
derroche de lujo de las clases dominantes y de sus representantes políticos,
pone en circulación para la colectividad toda una masa de medios de producción
y de productos. Por vez primera, se da ahora, y se da de un modo efectivo, la
posibilidad de asegurar a todos los miembros de la sociedad, por medio de un
sistema de producción social, una existencia que, además de satisfacer
plenamente y cada día con mayor holgura sus necesidades materiales, les
garantiza el libre y completo desarrollo y ejercicio de sus capacidades físicas
y espirituales.[********]
Al
posesionarse la sociedad de los medios de producción, cesa la producción de
mercancías, y con ella el imperio del producto sobre los productores. La anarquía reinante en el seno de la
producción social deja el puesto a una organización armónica, proporcional y
consciente. Cesa la lucha por la existencia individual y con ello, en
cierto sentido, el hombre sale
definitivamente del reino animal y se sobrepone a las condiciones animales de
existencia, para someterse a condiciones de vida verdaderamente humanas.
Las condiciones de vida que rodean al hombre y que hasta ahora le dominaban, se
colocan, a partir de este instante, bajo su dominio y su control, y el hombre,
al convertirse en dueño y señor de sus propias relaciones sociales, se
convierte por primera vez en señor consciente y efectivo de la naturaleza. Las
leyes de su propia actividad social, que hasta ahora se alzaban frente al
hombre como leyes naturales, como poderes extraños que lo sometían a su
imperio, son aplicadas ahora por él con pleno conocimiento de causa y, por
tanto, sometidas a su poderío. La propia existencia social del hombre, que
hasta aquí se le enfrentaba como algo impuesto por la naturaleza y la historia,
es a partir de ahora obra libre suya. Los poderes objetivos y extraños que
hasta ahora venían imperando en la historia se colocan bajo el control del
hombre mismo. Sólo desde entonces, éste comienza a trazarse su historia con
plena conciencia de lo que hace. Y, sólo desde entonces, las causas sociales
puestas en acción por él, comienzan a producir predominantemente y cada vez en
mayor medida los efectos apetecidos. Es
el salto de la humanidad del reino de la
* * *
Resumamos
brevemente, para terminar, nuestra trayectoria de desarrollo:
I.- Sociedad medieval: Pequeña
producción individual. Medios de producción adaptados al uso individual, y, por
tanto, primitivos, torpes, mezquinos, de eficacia mínima. Producción para el
consumo inmediato, ya del propio productor, ya de su señor feudal. Sólo en los
casos en que queda un remanente de productos, después de cubrir ese consumo, se
ofrece en venta y se lanza al intercambio. Por tanto, la producción de mercancías
está aún en sus albores, pero encierra ya, en germen, la anarquía de la
producción social.
II.- Revolución capitalista:
Transformación de la industria, iniciada por medio de la cooperación simple y
de la manufactura. Concentración de los medios de producción, hasta entonces
dispersos, en grandes talleres, con lo que se convierten de medios de
producción del individuo en medios de producción sociales, metamorfosis que no
afecta, en general, a la forma del cambio. Quedan en pie las viejas formas de
apropiación. Aparece el capitalista: en su calidad de propietario
de los medios de producción, se apropia también de los productos y los
convierte en mercancías. La producción se transforma en un acto social; el
cambio y, con él, la apropiación siguen siendo actos individuales: el
producto social es apropiado por el capitalista individual. Contradicción
fundamental, de la que se derivan todas las contradicciones en que se mueve la
sociedad actual y que pone de manifiesto claramente la gran industria.
A.
El productor se separa de los medios de producción. El obrero se ve condenado a
ser asalariado de por vida. Antítesis de burguesía y proletariado.
B.
Relieve creciente y eficacia acentuada de las leyes que presiden la producción
de mercancías. Competencia desenfrenada. Contradicción entre la
organización social dentro de cada fábrica y la anarquía social en la
producción total.
C.
De una parte, perfeccionamiento de la maquinaria, que la competencia convierte
en imperativo para cada fabricante y que equivale a un desplazamiento cada vez
mayor de obreros: ejército industrial de reserva. De otra parte,
extensión ilimitada de la producción, que la competencia impone también como
norma coactiva a todos los fabricantes. Por ambos lados, un desarrollo inaudito
de las fuerzas productivas, exceso de la oferta sobre la demanda,
superproducción, abarrotamiento de los mercados, crisis cada diez años, círculo
vicioso: superabundancia, aquí de medios de producción y de productos,
y allá de obreros sin trabajo y sin medios de vida. Pero estas dos palancas
de la producción y del bienestar social no pueden combinarse porque la forma
capitalista de la producción impide a las fuerzas productivas actuar y a los
productos circular, a no ser que se conviertan previamente en capital, que es lo
que precisamente les veda su propia superabundancia. La contradicción se exalta
hasta convertirse en contrasentido: el modo de producción se rebela
contra la forma de cambio. La burguesía se muestra incapaz para seguir
rigiendo sus propias fuerzas sociales productivas.
D.
Reconocimiento parcial del carácter social de las fuerzas productivas,
arrancado a los propios capitalistas. Apropiación de los grandes organismos de
producción y de transporte, primero por sociedades anónimas, luego
por trusts, y más tarde por el Estado. La burguesía se revela como
una clase superflua; todas sus funciones sociales son ejecutadas ahora por
empleados a sueldo.
III.- Revolución proletaria, solución
de las contradicciones: el proletariado toma el poder político, y, por medio de
él, convierte en propiedad pública los medios sociales de producción, que se le
escapan de las manos a la burguesía. Con este acto, redime los medios de
producción de la condición de capital que hasta allí tenían y da a su carácter
social plena libertad para imponerse. A partir de ahora es ya posible una
producción social con arreglo a un plan trazado de antemano. El desarrollo de
la producción convierte en un anacronismo la subsistencia de diversas clases
sociales. A medida que desaparece la anarquía de la producción social
languidece también la autoridad política del Estado. Los hombres, dueños por
fin de su propia existencia social, se convierten en dueños de la naturaleza,
en dueños de sí mismos, en hombres libres.
La
realización de este acto que redimirá al mundo es la misión histórica del
proletariado moderno. Y el socialismo científico, expresión teórica del
movimiento proletario, es el llamado a investigar las condiciones históricas y,
con ello, la naturaleza misma de este acto, infundiendo de este modo a la clase
llamada a hacer esta revolución, a la clase hoy oprimida, la conciencia de las
condiciones y de la naturaleza de su propia acción.
Escrito por F. Engels de enero de 1880 a la primera
mitad de marzo del mismo año.
Publicado en la revista "La Revue
socialiste", NºNº 3, 4, 5, 20 de marzo, 20 de abril y 5 de mayo de 1880 y
como folleto aparte en francés: F. Engels. «Socialisme utopiqueet socialisme
scientifique», Paris, 1880.
Se publica de acuerdo con el texto de la edición
alemana de 1891. Traducido del alemán.
Notas
[††††††] No
necesitamos explicar que, aun cuando la forma de apropiación
permanezca invariable, el carácter de la apropiación sufre una
revolución por el proceso que describimos, en no menor grado que la producción
misma. La apropiación de un producto propio y la apropiación de un producto
ajeno son, evidentemente, dos formas muy distintas de apropiación. Y advertimos
de pasada, que el trabajo asalariado, que contiene ya el germen de todo el modo
capitalista de producción, es muy antiguo; coexistió durante siglos enteros, en
casos aislados y dispersos, con la esclavitud. Sin embargo, este germen sólo
pudo desarrollarse hasta formar el modo capitalista de producción cuando se
dieron las premisas históricas adecuadas.
[‡‡‡‡‡‡] Véase
el apéndice al final. [Engels se refiere aquí a su trabajo "La Marca"
que no figura en la presente edición.] (N. de la Edit..)
[§§§§§§§] Y
digo que tiene que hacerse cargo, pues, la nacionalización
sólo representará un progreso económico, un paso de avance hacia la conquista
por la sociedad de todas las fuerzas productivas, aunque esta medida sea
llevada a cabo por el Estado actual, cuando los medios de producción o de
transporte se desborden ya realmente de los cauces directivos
de una sociedad anónima, cuando, por tanto, la medida de la nacionalización sea
ya económicamente inevitable. Pero recientemente, desde que
Bismarck emprendió el camino de la nacionalización, ha surgido una especie de
falso socialismo, que degenera alguna que otra vez en un tipo especial de
socialismo, sumiso y servil, que en todo acto de
nacionalización, hasta en los dictados por Bismarck, ve una medida socialista.
Si la nacionalización de la industria del tabaco fuese socialismo, habría que
incluir entre los fundadores del socialismo a Napoleón y a Metternich. Cuando
el Estado belga, por razones políticas y financieras perfectamente vulgares,
decidió construir por su cuenta las principales líneas férreas del país, o
cuando Bismarck, sin que ninguna necesidad económica le impulsase a ello,
nacionalizó las líneas más importantes de la red ferroviaria de Prusia, pura y
simplemente para así poder manejarlas y aprovecharlas mejor en caso de guerra,
para convertir al personal de ferrocarriles en ganado electoral sumiso al gobierno
y, sobre todo, para procurarse una nueva fuente de ingresos sustraída a la
fiscalización del Parlamento, todas estas medidas no tenían, ni directa ni
indirectamente, ni consciente ni inconscientemente nada de socialistas. De otro
modo, habría que clasificar también entre las instituciones socialistas a la
Real Compañía de Comercio Marítimo, la Real Manufactura de Porcelanas, y hasta
los sastres de compañía del ejército, sin olvidar la nacionalización de los
prostíbulos propuesta muy en serio, allá por el año treinta y tantos, bajo
Federico Guillermo III, por un hombre muy listo.
[********] Unas
cuantas cifras darán al lector una noción aproximada de la enorme fuerza
expansiva que, aun bajo la opresión capitalista, desarrollan los modernos
medios de producción. Según los cálculos de Giffen, la riqueza global de la
Gran Bretaña e Irlanda ascendía, en números redondos, a:
1814..........2.200
millones de libras esterlinas
1865..........6.100 " " " "
1875..........8.500 " " " "
Para dar una idea de lo que representa el despilfarro
de medios de producción y de productos malogrados durante las crisis, diré que
en el segundo Congreso de los industriales alemanes, celebrado en Berlín el 21
de febrero de 1878, se calculó en 455 millones de marcos las pérdidas globales
que supuso el último crac, solamente para la industria siderúrgica
alemana. (Nota de Engels.)
[43] "Seehandlung"
(«Comercio Marítimo»): sociedad de crédito comercial fundada en 1772 en Prusia.
Gozaba de importantes privilegios estatales y concedía grandes créditos al
gobierno.
F.
Engels. LA REVOLUCION DE LA CIENCIA DE EUGENIO DÜHRING
("ANTI-DÜHRING") - 1878 -
Carlos Marx Crítica del programa de Gotha 1875
“[3] La Liga de la Paz y la
Libertad, organización pacifista burguesa, fue fundada en 1867 en Suiza por un
grupo de pequeñoburgueses republicanos y liberales (V. Hugo y G. Garibaldi así
como otros tomaron parte activa en sus actividades). De 1867 a 1868, Bakunin
participó en su trabajo. Al comienzo, la Liga trató de utilizar el movimiento
obrero para sus propios fines. Difundía entre las masas la ilusión de que la
creación de unos "Estados Unidos de Europa" permitiría poner
fin a las guerras, y desviaba así al proletariado de la lucha de clases.
Rosa
Luxemburgo: Utopías pacifistas - Estados Unidos de Europa 1911
En
comentarios recupero algunos enlaces desactivados.
Lenin y
Trotsky: la consigna los Estados Unidos de Europa, el
socialismo en un solo país y el capitalismo de Estado
4 de
octubre de 1929
V. I. Lenin.
El imperialismo y la escisión del socialismo. 1916
C. Marx.
Salario, precio y ganancia. (Resume las principales categorías desarrolladas en
detalle en El Capital) 1865
Karl
Marx. El Capital. Tomo I .El Proceso de Producción del Capital. Prólogo 1867
Carlos Marx.
El Capital, Tomo I "El Proceso de Producción del Capital", Capítulo
VIII, La Jornada Laboral.
Karl Marx.
El Capital. Tomo I .El Proceso de Producción del Capital. Sección7: El Proceso
de Acumulación del Capital. Capítulo XXI. Reproducción Simple.
Karl Marx. El Capital. Tomo I .El Proceso de Producción del Capital. Capítulo
XXII: Transformación de Plusvalor en Capital
La acumulación
originaria, acumulación previa o acumulación
primitiva
El Capital
Tomo I. Capítulo XXIV. La llamada acumulación originaria
El Capital
Tomo I. Capítulo XXV. La teoría moderna de la colonización
El
Capital. Crítica de la Economía Política (3 tomos)
El
Capital Karl Marx (3 tomos)
Sección
Séptima. EL PROCESO DE ACUMULACION DEL CAPITAL pag. 341
CAPITULO XXI
REPRODUCCION SIMPLE pag 343
CAPITULO
XXII CONVERSION DE LA PLUSVALIA EN CAPITAL pag 350
CAPÍTULO
XXIII LA LEY GENERAL DE LA ACUMULACIÓN CAPITALISTA pag 369
Karl Marx
Trabajo asalariado y capital (1849)
Karl Marx y Friedrich Engels: Manuscritos económicos y filosóficos de
1844. Los Cuadernos de París 1844.Los Anales franco-alemanes. En defensa de la
libertad(Los artículos de La Gaceta Renana 1842-1843). Escritos de Juventud
1835-1844. Nueva Gaceta Renana (1848-1849). Elementos Fundamentales para la
Crítica de la Economía Política de Karl Marx. (1857-1858) Grundrisse Tomo 1,2 y
3. Contribución a la Contribución a la Crítica de la Economía Política
1858-1859 y bibliografía complementaria.
Federico
Engels Principios del Comunismo 1847. “Biografía del Manifiesto Comunista”
Rosa
Luxemburgo. Introducción a la economía política (1916-1917)
Rosa
Luxemburgo. ¿Qué es la Economía? (Bibliografía complementaria)
Anton
Pannekoek. Lucha de clase y nación 1912 (Contra el nacionalismo, contra el
imperialismo y la guerra: ¡revolución proletaria mundial!)