8/3/2014
Por Higinio
Polo
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A la
ambición de remodelar Oriente Medio, ahogar a Irán y acabar con los últimos
aliados de Moscú, se añadieron planes concretos para cooptar Asia central
El general Wesley K.
Clark , que fue comandante supremo de la OTAN a finales de los años
noventa, reconoció en 2001 (y publicó en 2003: 'Winning
Modern Wars: Iraq, Terrorism and the American Empire') que los planes norteamericanos
para atacar Iraq tendrían continuidad en Siria, Líbano, Irán, Somalia y Sudán.
Detrás de esa planificación estaba buena parte del establishment
norteamericano, en el gobierno, en el Pentágono, los institutos de pensamiento
o 'think-tanks', y las corporaciones, con protagonistas como el corrupto Paul Wolfowitz (http://www.voltairenet.org/article123982.html)
(que llegó a ser subsecretario de Defensa y, antes, embajador en Indonesia,
donde apoyó al siniestro Suharto), quien elaboró la denominada “doctrina Wolfowitz”
que postulaba el unilateralismo en las relaciones internacionales y las
“guerras preventivas” para asegurar el predominio norteamericano en el siglo
XXI. En general, todo el sector neoconservador norteamericano, desde Dick
Cheney hasta Donald Rumsfeld pasando por el propio George W. Bush, por William
Kristol y Richard Perle, mantenía esa visión belicista y participaron en el
desarrollo de los planes y guerras de agresión que han ensangrentado la primera
década del siglo XXI, y cuya inercia ha continuado durante el mandato de Obama.
Los años de Bush vieron una ofensiva generalizada en diferentes áreas del
mundo, dirigida a imponer el “nuevo siglo americano”. Afganistán e Iraq fueron
las guerras más relevantes, sangrientos conflictos que todavía no se han
cerrado, pero no fueron los únicos: guerras secretas de baja intensidad como
las impuestas a Irán y Pakistán, y operaciones punitivas desarrolladas en
diferentes países de África y Asia (Somalia, Sudán, Yemen, Libia, Siria), y
programas de desestabilización en la periferia rusa y en las regiones chinas
que cuentan con movimientos nacionalistas, dan fe de la determinación
norteamericana de sostener su hegemonía planetaria con el recurso a la fuerza y
a la guerra. Algunas de esas guerras de baja intensidad son letales: solamente
en Pakistán, según los cálculos de Amnistía Internacional, Estados Unidos ha
asesinado con sus drones a más de cuatro mil personas en la última década. Y la
presidencia de Obama no ha roto, ni mucho menos, con esa dinámica.
A la ambición de remodelar Oriente Medio, ahogar a Irán y acabar con los
últimos aliados de Moscú, se añadieron planes concretos para incluir Asia
central en el área de influencia de Washington, reduciendo a Rusia a la
condición de una potencia regional impotente, y el diseño de un nuevo “cinturón
sanitario” alrededor de China, el país que, hace más de una década, aún era la
sexta economía mundial, pero que se perfilaba ya como un desafío estratégico de
envergadura para Estados Unidos. No era para menos: cuando se inició la
invasión norteamericana de Afganistán, en 2001, no solamente Estados Unidos
superaba con creces el PIB chino; también Japón, Alemania, Francia y Gran
Bretaña tenían un poder económico mayor que China. Sin embargo, como ya temían
los analistas del establishment norteamericano, el impresionante crecimiento
económico chino iba a cambiar la situación, y todas las tendencias indican, según
las estimaciones del FMI, que China sobrepasará (en PPA) el PIB norteamericano
en 2017: tres años de plazo para el temido momento que Washington ha querido
impedir por todos los medios. Los problemas se acumulan para Washington: el
elevado endeudamiento (17 billones de dólares para la deuda gubernamental… que
asciende a 60 billones si se añaden las deudas de gobiernos locales y Estados e
instituciones financieras), el lamentable estado de las infraestructuras en
Estados Unidos (puentes, red viaria, falta de nuevas comunicaciones), y el previsible
fin del papel del dólar como moneda de reserva internacional no auguran mejores
tiempos.
Sin embargo, la planificación estratégica norteamericana para detener su
relativa decadencia se ha revelado fallida, pese a victorias regionales, como
Libia, y pese a que mantiene un poder económico y militar que no es,
precisamente, desdeñable. El estallido de la crisis económica en 2008 agudizó
las tendencias negativas en Estados Unidos, mostrando su paulatino
debilitamiento económico y el hecho de que posee un porcentaje cada vez menor
del PIB mundial. La llegada de Obama a la presidencia supuso la reelaboración
de la política exterior, aunque resignándose a aceptar muchas de las decisiones
de Bush (empezando por el mantenimiento de Guantánamo, y por la actuación de
los grupos de operaciones especiales que asesinan sin ningún tipo de control
judicial), ensimismándose en las disputas domésticas mientras los círculos de
poder se debaten entre la ambición de mantener el predominio y la paulatina
aceptación de que el ascenso chino hace inevitable la negociación de un nuevo
diseño estratégico mundial. Con Obama, Washington, sin abandonar la vieja
inercia de los años de Bush, ha renunciado a impulsar de forma decidida la
apertura de una nueva etapa en las relaciones entre las grandes potencias, pese
al anuncio de grandes iniciativas (como la presentada en junio de 2013, en
Berlín, ofreciendo un desarme nuclear a Rusia, que Moscú no tomó en serio a la
vista de los planes norteamericanos de desarrollar escudos antimisiles), que
son poco más que operaciones de propaganda.
El año 2013, se iniciaba con una tensión sin precedentes entre Estados
Unidos y Rusia, por la ley Magnitski, apoyada por Obama (que vetaba a dieciocho
magistrados y altos funcionarios rusos), medida que la Duma rusa contestó con
la ley Dima Yákovlev, (llamada así por un niño ruso adoptado que murió
abandonado en un coche por su padre adoptivo norteamericano), al tiempo que, en
reciprocidad, el Ministerio de Exteriores ruso publicó una lista donde aparecían
los nombres de los jefes militares de Guantánamo, implicados en torturas, así
como asesores del gobierno y agentes de la DEA. Las disputas se encarnizaban.
En abril de 2013, el asesor de seguridad nacional norteamericano, Tom
Donilon, entregó una nota de Obama al presidente ruso, abordando las
diferencias políticas y militares, sobre los escudos antimisiles y el armamento
atómico, y presentó algunas propuestas comerciales. El ministro de Exteriores
ruso, Lavrov, mantiene que la normalización de las relaciones con Washington es
una cuestión central para Moscú, aunque es consciente de que Rusia ha sido
engañada en varias ocasiones por Estados Unidos, faltando a sus compromisos: lo
hizo con la integración del Este de Europa a la OTAN, con incorporación de las
repúblicas bálticas, y continúa haciéndolo con el persistente intento de
apoderarse de Ucrania y Georgia, además de las operaciones que desarrolla en
Asia central, algunas públicas, otras encubiertas. También lo hizo con la
imposición de una fuerza de la OTAN en Afganistán, con la mentira sobre el
escudo antimisiles para, supuestamente, defenderse de Irán, y con las
operaciones militares contra Libia y Siria, países que mantenían buenas
relaciones con Moscú. Es obvio que Moscú no puede confiar en la seriedad de las
palabras de Washington. El último informe elaborado por el Departamento de
Estado norteamericano sobre el cumplimiento de los acuerdos de desarme, añadía
sal a las heridas acusando a Rusia de incumplir la Convención sobre prohibición
de armas bacteriológicas y tóxicas, así como la Convención sobre armas
químicas, y los acuerdos sobre armas convencionales en Europa. El informe
obviaba citar la falta de ratificación del Tratado de Prohibición de Ensayos
Nucleares, que Washington se comprometió a hacer. No hay avances en las
negociaciones de desarme, pese a que, incluso en Estados Unidos, han aparecido
serias críticas al escudo antimisiles, como las defendidas por un grupo de
científicos del MIT, donde destaca el físico Theodore Postol, y pese a la propuesta
de desarme planteada públicamente por Obama en Berlín.
No obstante, Putin, como una muestra de buena voluntad, aceptó a ceder
una base a la OTAN, en Ulianosvsk, para la campaña militar norteamericana en
Afganistán, aunque las diferencias sobre Siria (Ginebra 2), sobre las
negociaciones con Irán, el escudo antimisiles o la prevista ampliación de la
OTAN hacia el Este, y la intromisión en Ucrania, Moldavia y Georgia, siguen
dañando sus relaciones. Afganistán, origen de las rutas de la droga, tiene suma
importancia para Moscú, y el gobierno ruso está muy interesado en la
pacificación del país y en la lucha contra el narcotráfico, pero nada es
seguro: el general John R. Allen, jefe militar de la OTAN en Afganistán (y a
quien Obama le había reservado la jefatura de la alianza), presentó su renuncia
y fue sustituido por Joseph Dunford Jr., el hombre que deberá organizar la
retirada, mientras las actividades secretas de la CIA, de los comandos de
operaciones especiales de Washington, y de la propia OTAN, han alimentado los
canales de los traficantes de drogas afganos y de los señores de la guerra. No
hay que olvidar que sectores de la CIA y del Pentágono han colaborado con
organizaciones de narcotraficantes para teledirigir sus acciones y ponerlas al
servicio de sus propios objetivos: el predominio político en Asia. Moscú está
muy interesada en limitar el flujo de drogas: Rusia, donde causan miles de
muertes cada año, es uno de los países más afectados del mundo. Es cierto que,
en Afganistán, Estados Unidos ha intentado combatir los cultivos de opio, pero
su política se ha saldado con un evidente fracaso, que ha agravado la situación
en el país (muchos campesinos pobres acaban en manos de los narcotraficantes
por deudas, y deben, incluso, entregar en pago a sus propias hijas) y que
amenaza a Rusia. Sin olvidar su implicación en las guerras: buena parte de las
actividades de los grupos armados que combaten al gobierno sirio de Bachar
al-Asad se financian con el narcotráfico afgano: Víctor Ivanov, responsable del
FSKN ruso (el organismo para combatir el narcotráfico) ha afirmado que unos
veinte mil mercenarios presentes en Siria dependen del dinero conseguido con la
venta de heroína en diferentes países asiáticos y europeos, como Rusia.
Mientras se debilita el poder económico y político estadounidense, se
fortalece su maquinaria bélica. El despliegue de la OTAN en Asia pretende
asegurar el predominio norteamericano: las ambiciones sobre bases militares
permanentes en Afganistán, Iraq, Kirguizistán (e, incluso, en Uzbekistán),
además de en Filipinas, Indonesia, Japón y Corea del sur, tienen esa lógica, y
la OTAN colabora con ella. Además, la diplomacia norteamericana trabaja para
atraerse a su ámbito de influencia a Kazajastán y Turkmenistán. Esa estrategia
no es nueva: ya en 1997, bajo Yeltsin, y a iniciativa del senador republicano
Sam Brownback, Estados Unidos aprobó la Silk Road Strategy Act para consolidar
los nuevos Estados centroasiáticos, estimular las tendencias de ruptura con
Moscú, y atraerlos hacia su ámbito de influencia, utilizando todo tipo de
medios diplomáticos y también operaciones secretas de la CIA, el Pentágono y de
servicios de inteligencia aliados, como Arabia, Israel o Turquía.
Ese recurso a operaciones secretas es utilizado también por las compañías
petroleras, que contratan empresas de mercenarios, hecho que, junto a la
intervención militar abierta en muchas zonas, y la sistemática utilización por
parte del gobierno de Obama de compañías de mercenarios (“contratistas”, según
el hipócrita lenguaje del Pentágono y del Departamento de Estado), ha creado
una mayor confusión en muchas zonas y alimenta el terrorismo como reacción,
terrorismo que países como China o Rusia se esfuerzan por contener porque temen
que aumente en el interior de sus países: los recientes atentados en Xinjiang y
en el Cáucaso ruso así lo muestran. Ese proceder viene de lejos: Bakú, por
ejemplo, ha sido utilizada desde hace años por los servicios secretos
norteamericanos (con el gobierno azerí cerrando voluntariamente los ojos) para
introducir mercenarios islamistas en las regiones rusas de Chechenia y
Daguestán, muchas veces en colaboración con la mafia chechena dedicada al
narcotráfico. No hay que olvidar que el presidente Ilham Aliyev (como antes su
padre, el ya fallecido Gueidar Aliyev), que recibió apoyo de las empresas
petrolíferas occidentales, dirige un gobierno-cliente de Estados Unidos. Las
compañías petroleras norteamericanas (y británicas) permanecen tras esas
pantallas de mercenarios, y su capacidad para corromper funcionarios y
ministros es un recurso más en el desarrollo de la influencia política
norteamericana.
China es el tercer protagonista del triángulo estratégico. Las reformas
impulsadas por el nuevo gobierno chino, que pretenden, entre otras cosas, la
disminución del peso de las exportaciones en su economía, y el desarrollo del
mercado interno, se acompañan de diferentes proyectos estratégicos, la mayoría
orientados a su reforzamiento económico y al impulso de un mundo multipolar. La
presión china, aunque también rusa y de otros países, para reformar el FMI, el
Banco Mundial e incluso la OMC, va de la mano del desarrollo de nuevos acuerdos
comerciales de China en diferentes áreas del planeta, como en la ASEAN, en
países americanos como Perú, Chile y Costa Rica, y en Asia y Oceanía (Nueva
Zelanda); y del retroceso del dólar como moneda, junto a la creciente
internacionalización del yuan, inaugura nuevos escenarios casi impensables hace
pocos años: China ha cerrado acuerdos para comerciar en las respectivas monedas,
sin utilizar la divisa norteamericana, con países tan relevantes como Brasil o
Japón, y otros.
Estados Unidos responde a la nueva realidad con el “giro hacia Asia”,
proclamado por la diplomacia norteamericana, cuya expresión no deja de ser el
reconocimiento de su pérdida progresiva de influencia en el mayor continente y
el más poblado. Washington es consciente de que el fortalecimiento chino en
Asia va a limitar su presencia, aunque no renuncia a perder su histórico
protagonismo conquistado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial: por eso, la
aparición de focos de conflicto en el sudeste asiático, la periódica
reactivación de crisis en la península coreana, decisiones japonesas o
filipinas a propósito de disputas marítimas, son la expresión de la política
norteamericana de contención a China, sin olvidar que también utiliza las
cartas del particularismo nacionalista en Tíbet, Xinjiang, o incluso en
Mongolia interior. Washington sigue contando con sólidos aliados en Asia:
Japón, Corea del Sur, Filipinas y Thailandia, y pretende reforzar sus acuerdos
con Indonesia, India y Malaisia, tentando incluso a Vietnam. Mientras China
pretende abrir canales diplomáticos de negociación de las disputas asiáticas,
Estados Unidos estimula enfrentamientos y pretende, además, estar presente en
las negociaciones bilaterales entre países. La reclamación china de las islas
Diaoyu (Senkaku, para Japón), ocupadas por Estados Unidos al final de la
Segunda Guerra Mundial, y traspasadas a Tokio en 1972, ha dado lugar a nuevos
enfrentamientos, potencialmente peligrosos. Pekín exige que los aviones que
atraviesen el espacio aéreo de las islas se identifiquen, lo que ha llevado al
secretario de Defensa norteamericano, Chuck Hagel, a dar garantías al gobierno
japonés de que Washington protegerá militarmente la soberanía nipona sobre las
islas, y a dar instrucciones para que sus aviones de guerra patrullen la zona e
ignoren el espacio aéreo chino sobre las islas. Portavoces del gobierno
norteamericano mostraron su preocupación por el proceder chino que, según
Washington, “inquieta a sus vecinos”.
Un nuevo marco de relaciones internacionales está entre los objetivos de
la diplomacia china y rusa, que contemplan también la aportación de la India.
Con ocasión de la duodécima reunión de los ministros de exteriores chino, ruso
e indio, en Nueva Delhi, Wang Yi, ministro de Asuntos Exteriores chino,
proponía a finales de 2013 que China, Rusia y la India impulsaran su
cooperación para alcanzar la condición de aliados estratégicos, coordinándose ante
las crisis y disputas internacionales más relevantes (con especial atención a
Siria, Irán, Afganistán y la península de Corea), con el objetivo de
democratizar las relaciones internacionales y avanzar hacia un mundo
multipolar. El ministro chino no olvidó reseñar la importancia de la
cooperación para desarrollar la propuesta de la nueva ruta de la seda, con las
posibilidades económicas que puede abrir. China ha propuesto también
desarrollar un “corredor económico” que una Bangla Desh, India, Birmania y China,
con especial atención a los transportes ferroviarios y la construcción de
plantas energéticas.
China no apuesta por sustituir a Estados Unidos en una posición
hegemónica en el mundo, pero trabaja por desarrollar un nuevo orden mundial,
que supere la etapa de predominio norteamericano, fuente de muchos de los
problemas actuales. Tampoco quiere verse arrastrada a enfrentamientos
militares, aunque no deja por ello de definir las líneas rojas que Estados
Unidos no debe traspasar. El viejo mundo vigilado por el gendarme americano
está llegando a su fin, y las estructuras políticas internacionales crujen. La
ampliación del viejo G-7 y su conversión en el G-8 no han resuelto la práctica
inoperancia de este grupo que, hace un cuarto de siglo, pretendía ser un gobierno
mundial de facto, dirigido por Estados Unidos. De hecho, el nuevo G-20 es el
reconocimiento del fracaso y de la inutilidad práctica del G-7, rasgo que,
unido al reforzamiento de la OCS, eje de la política exterior china, y a la
aparición de plataformas informales como los encuentros de los BRICS, anuncian
ya el nuevo mundo multipolar. Ante ello, no es ninguna casualidad que Susan
Rice, asesora para la Seguridad Nacional del gobierno de Obama, insistiese, a
finales de 2013, en que Asia era “el principal foco de atención” de su país,
asegurando que el sesenta por ciento de su flota estaría centrado en el
Pacífico en un plazo de cinco o seis años. Corea del Norte, Japón, Filipinas y
el Mar de la China meridional serán escenarios de nuevas disputas.
Estados Unidos todavía no ha renunciado a mantener la supremacía global,
y sigue utilizando para ello su capacidad diplomática, su influencia en los
organismos internacionales, su peso económico y su impresionante fuerza
militar. Continúa siendo la mayor potencia militar del planeta, pero esa
circunstancia no le permite, paradójicamente, ganar las guerras modernas ni
aumentar su influencia estratégica. Incluso le ha creado problemas entre sus
aliados: sus relaciones con Arabia, Israel, Egipto o Pakistán, no pasan por sus
mejores momentos, y es obvio que las negociaciones abiertas con Irán son el
reconocimiento implícito de los límites de su política exterior. Las guerras se
libran como en el pasado, pero también con drones, operaciones secretas,
comandos para raptar personas, con el pupilaje de grupos terroristas, la
financiación de grupos políticos, con el espionaje planetario de la NSA, como
ha puesto de manifiesto el caso Snowden: Estados Unidos se ha adjudicado la
condición de modelo a seguir, de democracia ejemplar, que tiene derecho a
juzgar al resto de los países, a exigir cambios y decisiones, e incluso a
imponer su opinión por la fuerza. Así, es Washington quién decide el grado de
democracia de cada país, la justicia de una decisión y la bondad de cualquier
política. Quienes se oponen a su visión y a su estrategia, son calificados de
tiranías.
Mientras Europa no consigue salir de la crisis para emerger como un
protagonista internacional, el nuevo orden mundial que llega estará organizado,
con toda probabilidad, alrededor de tres grandes potencias, China, Estados
Unidos y Rusia, y una segunda corona de países que, con estatus de potencias
regionales, tendrán también protagonismo internacional: India, Brasil, Unión
Europea (o, en su defecto, Alemania), y Japón. Estados Unidos se resiste a
aceptarlo; sin embargo, la realidad se impone, y las guerras modernas de las
que hablaba el general Wesley K. Clark no han traído el fortalecimiento del
poder del cowboy pendenciero que siempre ha sido Washington, y otros frentes
han aparecido, hasta el punto de que el veterano Henry Kissinger, viejo
criminal de guerra y atento lector del mundo que viene, se revela consciente de
la disminución del poder norteamericano, y mantiene que el nuevo orden
internacional girará en torno a Estados Unidos, China y Rusia: sabe que
Washington debe compartir la aurora de un tiempo nuevo.
El Viejo Topo
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