ESCRITO POR URANIA*. LQSOMOS. MARZO 2014
Con cuidadoso
y pre-programado aparato publicitario se ha realizado un anticipado obituario
de Adolfo Suárez, la cara política más “encumbrada” de aquello que
se dio en llamar “transición española”, un pucherazo político que
urdieron la CIA, franquistas travestidos (como el propio Suárez), protegidos
políticos de la policía franquista como Felipe González o déspotas ávidos de
trincar en la nueva democracia como Santiago Carrillo. Suárez será
recordado después de su fallecimiento (ya están los cortesanos, escribanos y aduladores
de la transición-estafa lanzando profusión de oropeles y ditirambos), como el
arquitecto de la transición española cuyo “mérito” principal fue (cito
textual) “contribuir decisivamente a una Transición democrática
pacífica, sin grandes traumas”. Lo primero es evidente que resultó una
completa patraña, puesto que la izquierda (los resistentes antifranquistas de
verdad) fue castigada brutalmente por la policía de Suárez hasta proceder casi
a su aniquilación, tanto en las calles como infiltrando a saboteadores en las
formaciones políticas, además de ejecutar actos terroristas de Estado con
elementos policiales o parapoliciales (Batallón Vasco-Español, asesinato de
Yolanda González por el hoy asesor de la Guardia civil, Emilio Hellín, etc.) De
lo segundo, la ejecución de una “transición sin traumas”, decir que es una
obviedad que los que verdaderamente entraron sin trauma alguno en la
“democracia” fueron los elementos del aparato represor franquista (y ex
falangistas de fachada amable como el propio Suárez) quienes salieron indemnes
de cualquier contingencia penal. Muchos de ellos criminales (y no me refiero a
los amnistiados del 77) siguieron ocupando puestos relevantes en la policía, en
la judicatura o en la política.
La tan
vomitivamente cacareada “transición” modélica fue un completo engaño
pactado, entre otras muchas cosas, para imponer a un rey que había nombrado
Franco como su sucesor, para apaciguar a los militares menos ultraintegristas,
pero igualmente franquistas, para salvaguardar los delitos cometidos por la
dictadura y para seguir fortaleciendo a un clero que había gozado de
incontables prerrogativas jurídicas y simbólicas con la dictadura. La
“transición” o “transacción” fue vigilada, no sólo por los militares sino por
los propios franquistas que fueron los que hicieron posible un cambio de
régimen en el que no se ajustase cuentas para ellos mismos. Una ley de punto
final no escrita, puesto que la Constitución ya se encargó de dar fe notarial
de una oportuna amnesia histórica.
Por supuesto,
no faltó la tutela fundamental y decisiva de una estrella invitada, con título
de actor principal, en todo el proceso de desmemoria, de olvido de los crímenes
del franquismo para dar cobertura formal a una “democracia” sin sobresaltos
“izquierdistas”: EEUU, el fidelísimo aliado de Franco. Así pues, España debía
rendir pleitesía a EEUU y a la OTAN, a la que se iba a integrar, sí o sí. Y
quien mejor que la CIA para reclutar a ex franquistas, “socialistas” y ex
“comunistas” con un sólo objetivo: centrifugar y dinamitar a la izquierda más
combativa para borrar cualquier vestigio “revolucionario” o de ruptura con la
dictadura. Cualquier desactivación “revolucionaria” era fundamental para
consolidar la gran farsa ideada por EEUU, el Vaticano, Adolfo Suárez, Felipe
González, Santiago Carrillo y todos sus secuaces.
No cabe
duda alguna de que EEUU y su brazo armado la CIA, además del Vaticano,
estuvieron al tanto (interviniendo activamente, para entendernos) de todo lo
que aconteció en las altas cloacas del “reformismo” en los años previos a la
muerte del dictador y en los posteriores, incluido el golpe de Estado del 23-F
de 1981. La
transición debía de ser, sobre todo, anticomunista, tal como la habían diseñado
EEUU y sus comilitones en el interior del Estado español (Cesid incluido). Para
ello dispusieron de una bien medida estrategia de tensión utilizando a la banda
terrorista de la OTAN, Gladio (en unión de elementos ultraderechistas
españoles) para ejecutar algunos de los crímenes más conocidos de este país (Montejurra,
asesinato de los cinco abogados laboralistas de Atocha en 1977). Una de
las premisas que se gestaron bajo la batuta norteamericana en la dictadura
franquista, a cuenta de una futura transición, es que España debería
estar integrada en la órbita occidental a la muerte de Franco. Lo explica muy
bien Julián Zubieta en este artículo:
En el
famoso Contubernio de Múnich (1962) se pusieron en contacto el antifranquismo
en el exilio y los movimientos antifranquistas del interior del país. Las
negociaciones incluían las intenciones de Alemania, Francia, Italia y USA que
necesitaban integrar plenamente a España en sus estructuras económicas y
militares. La coyuntura anticomunista necesitaba todos los remos y la nave
española navegaba al ritmo que imponían los dirigentes mundiales. Estos hechos
nos indican que la Transición no fue dirigida ni ideada aquí, por lo menos,
tanto como nos lo han hecho creer. En 1974, las Juntas Democráticas negociaron
la Transición, fue un proceso dirigido por las élites políticas del franquismo,
que cooptaron a los reformistas de izquierdas al proceso. Manuel Vázquez
Montalbán defendía que “los sectores sociales que ganaron la guerra civil
volvieron a ganar en la Transición empleando a los reformistas del franquismos
y a los reformistas de la izquierda”. Desde 1953 la baza de seguir con la
monarquía dinástica estaba aprobada, el único cambio que Franco propuso, y que
fue aprobado, fue cambiar a Juan de Borbón (tildado de moderado) por Juan
Carlos (amamantado por él). Luego, la banalización de la dictadura se ha
transformado en naturalización histórica del franquismo y de su transición.
Como
señala Alfredo Grimaldos, uno de los mayores desfalsificadores de la
“transición”, Adolfo Suárez, fue el peón elegido para comandar el pastiche
democrático de forma circunstancial. Un mediocre ex falangista puesto de forma
ocasional que cuando no fue del gusto de los verdaderos poderes fácticos
(incluido EEUU) fue obligado a dimitir. Suárez no fue más que un ex franquista
con fecha de caducidad (Grimaldos, dixit). La democracia suarista fue el espejo
de lo que querían los EEUU: un régimen modelado al gusto del imperio donde predominó
el pactismo con las oligarquías sindicales y de partidos y el aplastamiento con
saña homicida de las movilizaciones y las luchas populares. La transición fue
un fraude, un apaño, un contubernio donde el franquismo transmutó
convenientemente a democracia porque ya se lo habían señalado desde el
exterior, su gran aliado EEUU. Por eso ahora Suárez es vanagloriado hasta la
náusea por toda esa pléyade de corruptos cretinos políticos y medios de
manipulación masiva. Porque ellos formaron parte o son herederos de aquellos
lodazales franquistas, de los que Suárez fue su partícipe principal.
Adolfo
Suárez y el gran fraude de la ‘transición’ española
Notas:
- Imagen de
la portada del libro de Grimaldos.
Entrevista
a Alfredo Grimaldos: La transición la comandaron los franquistas y se
incorporaron los que estaban locos por trincar
Transición
Española
La Transición sangrienta
(1975-1983)
Índice del libro
La Transición sangrienta (1975-1983)
Las otras
víctimas de una transición nada pacífica
Por Gonzalo Wilhelmi.
Universidad Autónoma de Madrid
Índice
1) Violencia política estatal durante la
transición: actores y prácticas.
2) Policía y democracia: de
las Fuerzas de Orden Público a las Fuerzas de Seguridad del Estado
3) Transición política y depuración
del aparato de Estado
4) Violencia política estatal
entre 1975 y1977
5) Violencia política estatal
entre 1978 y 1979
6) Violencia política estatal
entre 1980 y 1982
7) Las otras víctimas de la
transición
Altos cargos para jóvenes falangista: Adolfo Suarez
será director de RTVE y Martín Villa
secretario de la Organización sindical.
1973 Acto de
Franco con Martín Villa en la Organización Sindical
El Crimen
de Cuenca 1979
Gregorio
Morán: Los padres de la transición eran absueltamente impresentable
Gregorio
Morán: Los padres de la transición eran absueltamente impresentable
Leídos
los libros de Gregorio Morán (Oviedo, 1947) no se entiende por qué aún no ha sido aupado por los
medios de comunicación de nuestro país a la categoría de leyenda del periodismo
de investigación como sí se ha hecho en los Estados Unidos con Seymour H. Hersh o Bob Woodward por poner solo dos ejemplos.
Algo tan injusto e incomprensible tiene dos ventajas. La primera que el
protagonista de esta entrevista sigue trabajando en lo que mejor sabe hacer,
escribir ensayo periodístico. Y la segunda que continúa siendo una persona
accesible que se caracteriza por la claridad con la que habla. Caiga quien
caiga, Gregorio Morán se mantiene fiel a sus principios y sigue compartiendo
con sus conciudadanos toda aquella verdad de la que tiene conocimiento. Esa
suerte tenemos.
Gregorio
Morán escribe desde hace veinticinco años una columna en La Vanguardia, «Sabatinas
Intempestivas», ha trabajado también en Diario 16, Opinión y La
Gaceta del Norte, rotativa de la que fue director. Tiene publicados varios
libros sobre los temas más polémicos de los últimos cuarenta años de la
historia de España de los que destacan las dos biografías sobre el primer
presidente del democracia: Adolfo Suárez: Historia de una ambición (Planeta,
1979) y Adolfo Suárez: Ambición y destino (Debate, 2009). Se le
sigue considerando uno de los más fiables expertos en un tema siempre
controvertido: la Transición política española del franquismo a la democracia.
Me
gustaría comenzar recordándole la dedicatoria de su biografía del primer
presidente de gobierno de la democracia, Suárez. Ambición y
destino (Debate, 2009): «A mi generación que empezó luchando contra la
mentira que fue el franquismo y que luego acabó aceptando todas las demás».
¿Realmente toda su generación luchó contra el franquismo?
Se trata de
un recurso retórico. De otro modo tendría que utilizar «yo y mis amigos» u
otra expresión del estilo. ¿Toda mi generación luchó contra el franquismo? Pues
no. Hubo una parte —no la más importante— que sí lo hizo, pero no la mayoría.
Ahora se ha inventado una forma perfecta de meternos a todos que es aquello de
la «oposición silenciosa». Me parece una fórmula preciosa para
engañarnos a nosotros mismos. Mi abuela se murió sin saber que había pertenecido
a la «oposición silenciosa» porque nunca había dicho absolutamente
nada, ¿me entiende? Esto lo inventó un profesor cuyo comportamiento político y
el de su familia fue el de una muy silenciosa oposición. Pero se puede decir
que en la generación de los sesenta y los setenta era ya insólito encontrarte a
alguien que fuera franquista. A partir del 68 o 69 ya no recuerdo que se dijera
que «fulano es un franquista». Hablo del entorno generacional. Sí había
algo significativo —aunque ahora se niegan a reconocerlo—. Sí había mucho Opus.
Opus «opositor», que te vendía como una maravilla a Gonzalo
Fernández de la Mora y al resto de los pensadores (o supuestos
pensadores) del Opus. Luego todos esos que te querían convencer pasaron al PCE.
Tengo, por ejemplo, un amigo, que tuvo importancia durante un tiempo en la
política asturiana e incluso en Madrid, al que hace poco recordé que en
aquellos tiempos, paseando por un parque en Oviedo, me dijo que estaba en la
obra (el Opus) y que había que leer a Fernández de la Mora. Me lo negó. «¿Yo?,
imposible», me dijo.
Conociendo
lo que fue Suárez antes de llegar a presidente del gobierno: su poca formación,
su falta de cultura, su incapacidad para aprobar unas oposiciones… ¿Por qué se
le eligió para ser el primer presidente de la democracia?
Bueno, ahora
resulta que Suárez tiene muchos padrinos. Además al estar mudo, sordo y ciego
—podríamos decirlo así— tiene muchísimos más. Suárez es un sucesivo
descubrimiento para cosas diferentes: Franco lo descubre como
gobernador civil, otro lo descubre para dirigir la televisión, otro como
secretario general de algo… Para la Transición el hombre que lo descubre —no
hay discusión posible— es Torcuato Fernández Miranda. Lo que ocurre
es que ya nadie se acuerda de este señor. El otro día me invitaron a la
universidad Pompeu Fabra a hablar de la Transición y los chicos, nacidos en el
93, no tenían ni idea de quién fue Torcuato Fernández Miranda. Por eso la única
figura que queda es la del Rey. El Rey como supuesto descubridor de Suárez.
Además con esta última galería de pelotas… ¿Cómo se llama el que le hizo el
famoso discurso a Suárez?
Fernando
Ónega.
Fernandito,
si. Conozco demasiado a Fernando Ónega como para leerme su libro, su última
mentira [se refiere a Puedo prometer y prometo; Plaza & Janés, 2013, NdR].
No es que le hiciera ese discurso a Suárez, le hizo todos los discursos. Por
orden siempre de Torcuato Fernández Miranda. Del mismo modo que hacía todos los
editoriales del diario Arriba, de la Falange. Siempre por orden de
don Torcuato. Y si fue cesado para realizar esa tarea, se debió a que un día se
le ocurrió a Ónega publicar un editorial sin consultar con él. Es decir: era
simplemente un plumilla. Un plumilla brillante, aunque también es verdad que no
tenía mucha competencia. Bueno, sí, alguien había: en Arriba también
publicaba Pedrito Rodríguez, otro gallego. Ahora nadie se acuerda
de nombres como ese, pero en su día fue importante. No me imagino las boberías
que ahora puede estar diciendo Fernando Ónega.
¿Y lo que
Suárez hizo por el entonces príncipe Juan Carlos cuando era director de TVE, o
cuando era gobernador de Segovia? ¿Y lo bien que gestionó Adolfo Suárez lo de
la huelga de Vitoria o lo de la tragedia de Los Ángeles de San Rafael? ¿Todos
aquellos servicios no influyeron en la decisión del Rey en favor de Adolfo
Suárez?
Para el Rey
aquello no fue significativo porque eran cosas que las hacían también otros.
Quizá no tenían el talento que tenía Adolfo, porque Suárez era un seductor de
serpientes. Ahora, que al Rey le llamaba la atención la predisposición de
Suárez al servicio —para entendernos—, eso es obvio. En definitiva: el Rey sí
sabía quién era Suárez.
Se ha
dicho repetidas veces que el Rey y Torcuato no eligieron a Areilza o a Fraga,
que en principio, y analizando los candidatos de forma objetiva, estaban más
cualificados, porque no hubieran sido tan manipulables como Suárez. ¿Es eso
cierto?
La decisión
se tomó entre el Rey y Torcuato. El Rey no se distingue —y lo ha demostrado a
lo largo de su carrera— por un talento político notable. En una sociedad normal
—esto hay que decirlo así de claro— hubiera sido ya derrocado. Por todo tipo de
motivos: irregularidades económicas, irregularidades personales, colaboración
en el 23-F, etc, etc… Es decir que en su cartilla de servicios el Rey no puede
presumir de sus méritos, no. Sus méritos son absolutamente para echarlo.
Claramente. Por eso necesitó primero una sociedad española muy transigente y de
alguien que le ayudara a orientarse en la política, algo de lo cual no tenía ni
zorra idea. Y ese hombre era Torcuato Fernández Miranda, un profesional de la
política al que conocí mucho, y en el que todos tienen un interés especial en
eliminar de la película. Ónega por razones obvias, porque las servidumbres que
le hizo no le gusta recordarlas. Y el resto porque los engañó. Torcuato los fue
engañando a todos prometiéndoles a cada uno aquello que querían.
En su
libro he leído que uno de los «utilizados» por Fernández Miranda fue José María de
Areilza.
La forma en
que engañó a Areilza fue magistral. Magistral e inédita en los estilos
políticos que se manejaban entonces en España. Torcuato era un tipo con talento
para el juego político. Se defendía muy bien a pequeña escala pero siempre con
una visión estratégica. Veía más allá del corto y medio plazo.
¿Podríamos
decir que Torcuato Fernández Miranda tenía un estilo británico de hacer
política?
Sí, pero con
un tono italiano, un tono andreottiano. Fue un hombre —también
como Andreotti— que nunca tuvo ninguna preocupación económica. Me
refiero a preocupación por quedarse con dinero. Al punto que me consta que al
final de su vida tuvo que pedir ayuda al Rey porque no le llegaba el sueldo.
Esa ayuda la consiguió de una forma un tanto rarita pero… la verdad es que no
le llegaba.
Usted
habló con Fernández Miranda y verificó con él los contenidos de su primera
biografía de Adolfo Suárez que fue publicada en 1979.
En la
primera biografía de Suárez que escribí no cito tanto a Torcuato. En la segunda
la situación había cambiado. La primera y la segunda tienen poco que ver. En la
primera, Adolfo Suárez aún era presidente del Gobierno, acababa de ganar las
elecciones de Marzo del 79 y era el intocable. Cuando hago la segunda (2009) es
a partir de la foto inefable con el Rey (aquella en la que salen los dos de espaldas
y el Rey le pasa un brazo por el hombro a Suárez) que es con lo que empiezo mi
relato en ese libro. Las reacciones al primer libro fueron brutales. Mucho más
brutales desde la izquierda que desde la derecha, lo cual es
sorprendente. Santiago Carrillo llegó a decir que era
«pornografía política». Entonces Carrillo estaba intentando formar la
gran coalición para, de ese modo, entrar en el gobierno; el PSOE estaba muy
radicalizado… Adolfo Suárez, sin embargo, reconoció años después que la
biografía más objetiva que se había hecho de él en aquellos años era la mía.
Porque luego, claro, cuando empezó su decadencia política, lo pusieron a parir.
Hay dos
libros porque hay dos etapas. El hombre sigue siendo el mismo, lo que cambia
son los entornos. Hay personas que me dieron información para la elaboración
del primer libro a los que entonces no podía citar. Algunos de ellos, treinta
años después, en el segundo libro, sí los pude citar con nombre y apellidos.
Una de
sus aportaciones a la historia reciente de España es la descripción que hace
usted en la biografía de Suárez de la votación —entonces secreta— que el
Consejo del Reino hizo el 3 de julio de 1976 para elegir la terna que debía ser
presentada al Rey para la elección de presidente del Gobierno.
Se ha dicho
que fue Torcuato quien me facilitó esa información y no es cierto.
¿No va a
desvelar, perdone que le interrumpa, cuál fue su fuente? Ya han pasado treinta
y cuatro años.
No, nunca.
Porque se quedaría todo el mundo tan sorprendido que parecería una charada. Y
el tío —la fuente— se moriría del susto.
Perdone
la interrupción. Por favor, continúe con el relato de su entrevista con
Torcuato Fernández Miranda.
Sí, se lo
voy a contar porque periodísticamente es muy bonito. Yo entonces era joven,
audaz y temerario. Más que ahora, claro. En el proceso de comprobación de los
datos que había obtenido, a todo el mundo —los que intervenían en mi libro— le
decía lo mismo: «usted va a leer la parte que le corresponde antes de que se
publique». Con lo que todos encantados. Y o cumplí estrictamente lo
prometido. Pero, como diría el propio Torcuato Fernández Miranda, era una
trampa saducea. Porque yo les decía que lo iban a leer, no que lo iban a poder
corregir. Ellos pensaban que iban a tener la capacidad de hacer lo que se hacía
en el franquismo —y hoy aún más—, eso de «lo he leído, pero esto no me gusta y
me lo tiene que cambiar y aquello quítemelo que no puede salir». No, no,
yo les respondía que si hubiera errores los quitaría, pero eso no significaba
que ellos pudieran corregir.
Con Torcuato
fue terrible, fue terrible. La escena con Torcuato fue una de las más hermosas,
periodísticamente hablando, de mi vida. Él estaba en su chalet de Somió, en
Gijón. Estamos en verano del 79. Entonces Torcuato seguía siendo Torcuato. Tenía
mucho poder. Además todo el mundo sabía que yo estaba escribiendo aquel libro.
Había mucha tensión. Me presionaban para que enseñara el libro. Pero tenía
claro que si lo enseñaba antes de que se publicase, se acababa el libro. Lara (el
dueño de Planeta, editorial que publicó el libro), a mí me constaba, lo había
dejado leer a algunas personas, pero todos disimulaban como si no lo hubieran
hecho. Lara no quería meterse en más líos de los necesarios, por eso no
permitió que circulase mucho el manuscrito antes de la edición. No quería verse
comprometido a quitar una parte.
Voy a ver a
Torcuato a Gijón, me acuerdo como si fuera ahora. Yo entonces estaba pasando
una muy mala racha económica y la gente lo sabía. Las ofertas eran suculentas.
Hubo un momento en que me decían que podía ganar más dinero vendiendo el libro
que publicándolo.
Jaime
Campmany, en un artículo de ABC de 28 de octubre de 1979 titulado «El parto de
los montes», cuenta que se había leído el libro en una noche gracias al interés
que el ministro Pérez Llorca tenía en que no se publicase. Y habla de ofertas
de millones y muchas presiones.
Ofrecieron
de todo. Le sigo contando mi visita a Torcuato. Entonces mis padres vivían en
Oviedo, me fui a su casa y al día siguiente cogí el autobús y me planté en
Somió, cerca de Gijón. Me había citado a las cuatro. Hay una cosa curiosa sobre
Torcuato: lo vi tropecientas veces; pues nunca me ofreció ni un café. Es una
cosa muy significativa. Yo era como del servicio. Era para él —así me veía—
como lo fue Ónega en la época del diario Arriba. Nunca olvidaré las
forma en que me recibió. Él, a veces, se refería a sí mismo en tercera persona,
lo cual me llamó siempre mucho la atención. Decía: «entonces Torcuato Fernández
Miranda dijo…» Era una cosa fascinante.
[En este
momento Gregorio Morán interpreta delante del entrevistador su escena con
Torcuato Fernández Miranda, como si de una obra de teatro se tratara, haciendo
las dos voces].
—Torcuato:
¿Ya ha terminado el libro?
— Gregorio:
Sí.
— Torcuato:
Ah, muy bien, muy bien. ¿Y cuándo piensa usted sacarlo?
— Gregorio:
Pues pienso sacarlo ahora en otoño.
— Torcuato:
Muy bien, muy bien. ¿Y cuál es la parte que le interesa a Torcuato?
— Gregorio:
Le he traído la parte que le había prometido: lo que tiene que ver con el Consejo
Nacional del Movimiento, con el Consejo del Reino, las votaciones…
— Torcuato:
Pues déjemelo y hablamos, no sé… Llámeme la próxima semana.
— Gregorio:
No, no, está usted equivocado. Yo se lo traigo para que lo lea y luego me lo
llevo.
Me miró con
aquella mirada que tenía él y me responde con cara de pocos amigos:
— Torcuato:
¿Quiere usted decir que me voy a tener que leer esto delante de usted? Pero ¿no
se fía usted de mí?
— Gregorio:
Yo me fio de usted, pero el libro no se separa de mí.
Usted,
entonces, sabía que tenía algo muy valioso, ¿verdad?
Sabía que
tenía dinamita. Entonces se puso a leer —con una mala leche de la hostia— y yo
allí enfrente, sin un mísero café. Y llega a la parte de las votaciones en el
Consejo del Reino para lo de la terna y de muy mala hostia me pregunta:
—Torcuato:
¿Quien le ha dado a usted esto?
—Gregorio:
Mire, yo se lo he traído para que lo lea, pero igual que a los otros no les he
contado qué datos me ha dado, tampoco puedo decirle a usted quién ha sido el
que me ha contado esto.
— Torcuato:
De la lectura de este texto se desprende que yo hice trampa, porque aquí hay un
voto que entra y sale.
Entonces le
hice un gesto como diciendo: eso es problema suyo, no mío. Yo, desde luego, no
estaba en aquella reunión del Consejo del Reino.
O sea,
que él se da cuenta de que el texto refleja claramente el truco en la votación
con el objetivo de favorecer a Suárez. Pero no lo reconoce ¿es así?
En público
no, pero delante de mí sí. Yo, entonces le pregunto: «vamos a ver: ¿esto es
falso o es cierto?» y él dice: «quién se lo ha dado». En ese
momento comenzamos una conversación absolutamente surrealista en la que yo
reitero mi pregunta «¿es cierto o es falso?», y él repite: «¿quién se lo
ha dado?» y así estamos un rato. Yo le argumentaba que si él
afirmaba que era falso tenía que quitarlo, pero si era cierto lo pensaba dejar
en el libro. Y él: «¿Quién se lo ha dado?».
Pero él
no lo niega en ningún momento.
No lo niega,
no. No lo niega porque además era innegable. Yo tenía el manuscrito. Alguien de
allí sacó los papeles. Él no lo niega, además, porque técnicamente la
operación, la maniobra, era como un elogio para él en el sentido de lo bien que
lo había hecho. Porque era una operación andreottiana, era una
maravilla de operación. Ojo, una inteligentísima operación teniendo en cuenta
que el resto de los presentes en aquella reunión era un personal del todo
deleznable. Porque listos allí había dos o tres y eran en total, creo recordar,
dieciséis consejeros. Los engañó a todos, los embaucó.
¿Realmente
los engaña o los miembros del Consejo del Reino saben de antemano que tienen
que incluir a Suárez en sus votos conscientes del poder de Fernández Miranda y
de que el Rey estaba detrás? Torcuato —según se puede leer en su libro— había
utilizado previamente a Miguel Primo de Rivera para convencer a su suegro, un
Oriol y miembro importante del Consejo del Reino, de la necesidad de incluir a
un político joven en la terna.
No. Porque
tal y como lo había organizado Torcuato se vienen a dar cuenta de la jugada
solo en la tercera votación. Hay uno de los miembros del Consejo que manifiesta
extrañado que el nombre de Suárez sale continuamente en las votaciones. Pero no
es hasta la tercera votación. Es entonces cuando se mosquean, cuando se
comienzan a dar cuenta de que los están llevando al huerto. Porque además se
van eliminando los nombre fundamentales. La trampa la hace Torcuato y en
esencia es sencillísima: Torcuato tiene que conseguir que al menos uno de los
quince miembros del Consejo no incluya en su terna a Federico Silva
Muñoz, que era el más cualificado de entre los treinta y dos candidatos
iniciales. Ahí es donde aparece la trampa. Porque, claro, ¿cómo iban a nombrar
a Suárez si había unanimidad acerca de otro nombre? Tiene que romper esa
unanimidad. Y eso es lo que más trabajo le cuesta. Organiza un cambalache que
le sale perfecto. Por eso todos los miembros del consejo del Reino le odiarán
de por vida. Porque los ha engañado.
Pero a mí
aquella escena con Torcuato Fernández Miranda en su chalet no se me olvidará en
la vida. Lo recuerdo mirándome como si estuviera pensando: «pero, y este hijo
de puta, este pringado que además es de Oviedo…» Y yo le hago luego
aquella crueldad asturiana que hoy la volvería a hacer. Aquello le ofendió
terriblemente. Habíamos estado juntos sin salir de aquella habitación más de
cuatro horas. Terminamos pasadas las ocho de la tarde. Entonces me dijo:
«Bueno, ya estará contento. Este no es el libro que yo hubiera querido».
Yo le respondí que claro, que era yo quien lo había escrito. Porque él pensó
que yo iba a hacer de Ónega. Entonces yo le dije que tendría que llamarme un
taxi. Aquello fue demoledor. «¿Cómo dice?», me preguntó. Pero es que yo
no tenía otra forma de salir de allí, de Somió, en el culo del mundo. Eso de
que yo, el pringado, después de hacerle aquello, le pidiera un taxi a él , el
jefe de la banda… Se me quedó mirando de aquella manera y pocos segundos
después le dijo a su mujer que pidiera un taxi. Se marchó entonces sin
despedirse de mí.
En la
mayoría de los libros sobre Adolfo Suárez se le describe como un hombre muy
simpático, con mucho encanto. ¿Usted lo conoció personalmente?
Sí. La
verdad es que era un hombre fascinante. En ese aspecto de las relaciones
personales tenía mucho talento. Era un gran político en lo referente al regate
en corto. En aquellos años se corrió la voz de que era un gran hombre. Cuando
me entrevisté con él, me dijo que no había leído un libro completo en su vida y
que, por ejemplo, sobre literatura no podía discutir con nadie porque no sabía.
Era un hombre demasiado normal.
Entonces,
¿cómo consiguió meterse en el bolsillo a Santiago Carrillo? En una entrevista
que es de 2006 pero Público reprodujo en 2012, poco después de
la muerte de Carrillo, este dijo: «Suárez vivió y actuó como lo que era, porque
Suárez era hijo de los vencidos, no de los vencedores».
Porque eran
iguales. Carrillo tenía una cultura mínima. Menos que mínima, diríamos ahora. A
Carrillo le gustaban las películas de Luis de Funes, con eso se lo
digo todo. Pero la distancia lo presenta de otro modo. Cuando escribió aquello
de Eurocomunismo y Estado la gente decía que era un gran
libro, de mucha altura ideológica. Y yo, cuando lo leí, me quedé turulato. Era
una parida, una gran tontería. La mejor anécdota sobre los políticos de la
Transición y la cultura es aquella en la que están cenando varios de ellos en
el Palacio de la Generalitat invitados por Josep Tarradellas, el
President. Entre los comensales se encuentra Antonio de Senillosa,
un político ahora olvidado pero que tuvo mucho peso en aquella época. En aquel
momento Adolfo Suárez era presidente del gobierno y en la cena se habla de la
situación de España. Entonces Senillosa, que era un hombre muy arrogante, dice,
dirigiéndose a Tarradellas: «Pero President, si tenemos un presidente de España
que no ha leído un libro nunca». Tarradellas le respondió: «Y esa suerte
tenemos, porque imagínese si además lee».
En el
último libro publicado sobre Adolfo Suárez —Puedo prometer y prometo, de
Fernando Ónega (Debate, 2013)—, en su página ciento veintiocho, después de
describir lo bien que se entendieron finalmente Adolfo Suárez y Josep
Tarradellas (entonces presidente de la Generalitat en el exilio), su autor,
refiriéndose a la situación actual en Cataluña, opina: «nunca entenderé por qué
se ha roto aquel entendimiento. Tiendo a pensar que en algún momento España y
Cataluña perdieron aquellos hombres de Estado». ¿Es, a su modo de entender,
real esa diferencia entre los políticos de la Transición y los actuales?
Ese tema me
tiene ya harto. Ahora parece que los padres de la Transición fueron unos
políticos acojonantes. Mire usted: los padres de la Transición eran
absolutamente impresentables. Lo que pasa es que la cosa salió bien. Le pongo
un ejemplo: Miguel Roca Junyent. Este señor consiguió arruinar
prácticamente a todo el mundo que se implicó en la campaña política más
derrochadora de la historia de España, que fue la de la Operación Reformista. Y
todo para no conseguir salir elegido ni él. Solo sacaron un diputado en todo el
país.
Cuando en
1976 Adolfo Suárez, que aún no era presidente del Gobierno, defiende ante las
Cortes franquistas el Proyecto de Asociación política, pronuncia un gran
discurso. En tu libro destacas un trozo que tiene mucho significado: «Pensar, a la altura de
1976, que la eficacia transformadora del sistema no ha sido capaz de fundar
sólidas bases para acceder a las libertades públicas es, señorías, tanto como
menospreciar la gigantesca obra de ese español irrepetible al que siempre
deberemos homenajes de gratitud y que se llamaba Francisco Franco». ¿Qué
opinión le merece ese fragmento?
Ese es un
texto de Fernando Ónega dictado palabra a palabra por Torcuato Fernández
Miranda. El texto es genial, fruto de la privilegiada mente de Torcuato. Adolfo
Suárez, hasta que se celebra el referéndum sobre la ley para la reforma
política de diciembre de 1976, no es más que una marioneta inteligente en manos
de Torcuato. La ruptura se produce en enero. Cuando gana la consulta popular
Adolfo Suárez decide: «ahora me toca a mí». Ya ha aprendido. Ha, por así
decir, terminado el máster. Entonces es cuando se celebra en el palacio de la
Zarzuela aquella comida del Rey, Suárez y Fernández Miranda en la que este
último nota que está perdiendo pie.
Usted
cuenta en su biografía de Suárez que después de esa comida, a la que había
asistido también la Reina y las esposas de los dos políticos, y acompañados de
la hermana del Rey, doña Margarita, y su esposo, que se incorporaron a los
postres, pasaron a otra sala a ver una película. Entonces, cuando se acababan
de apagar las luces —según su relato—, se oyó la voz de Suárez que decía:
«¿Pero cómo no voy a estar agradecido a Torcuato? Sería entonces un malnacido».
Torcuato
Fernández Miranda se indignó cuando leyó ese relato aquel día que lo visité en
su chalet de Somió. «¿Quién le dijo esto?», me suelta. Y yo le
pregunto: «¿Es mentira?». Y él: «No, no, pero es que yo ni me acordaba
de la película. ¿Quién se lo contó?».
Claro,
pero ocurre que en aquella sala solo había ocho personas. Los cuatro matrimonios.
Bueno, y el
cámara que proyecta la película.
[Gregorio
Morán se ríe satisfecho por el hecho de mantener sus fuentes en secreto,
después de más de treinta y cinco años, y saber que muchos, entre ellos el
entrevistador, quisieran conocerlas].
¿Qué significó
para Adolfo el general Andrés Casinello en aquellos primeros años de la
Transición?
Casinello
había estado en los servicios secretos del almirante Carrero Blanco y
luego a las órdenes de Arias Navarro. Andrés Casinello fue una
figura importante de la Transición.
Se ha
escrito que Andrés Casinello, en 1974, cuando estaba en los servicios secretos
de Franco, facilitó los pasaportes a los socialistas —entre ellos a un joven
llamado Felipe González— para acudir al congreso de Suresnes (Francia). Y que
influyó sobre ellos para que tuvieran una actitud pacífica y negociadora
durante la Transición.
Eso no me lo
creo. Los servicios secretos de Franco tenían dos obsesiones: el PCE y Gil
Robles. Cualquier conexión democristiana era más peligrosa —para los servicios
secretos— que los socialistas. Al PSOE no le hacían ni puto caso. Es alucinante
cómo se cuenta, pasados unos años, la historia. Mire, le voy a poner un
ejemplo. Hace unos años conocí a unos chicos que iban contando que su padre,
que tenía mi edad, era el encargado durante el franquismo de pasar por el
puerto de Pajares, entre Asturias y León, a Felipe González. Yo me quedé de
piedra. Según estos muchachos su padre facilitaba —como si hubiera en el puerto
de Pajares una frontera muy vigilada por los cuerpos de seguridad— las visitas
a los mineros asturianos de González cuando venía de Madrid. Yo he pasado por
Pajares miles de veces y nunca ha habido allí ni una pareja de la Guardia
Civil. Además, si la hubiera habido, no habrían conocido a Felipe. Pues ahora
la gente va y se inventa la clandestinidad donde no la hubo. Yo asistí como
periodista al XXVII Congreso del PSOE que se celebró en Madrid en diciembre de
1976. El partido aún no era legal. Pero ellos celebraron tranquilamente su
congreso en un hotel madrileño. Allí vi a Olof Palme, a Willy
Brandt a Altamirano, el chileno… Y la policía no entró a
detener a nadie.
¿Es
verdad que Andrés Casinello pasaba información sobre Arias Navarro a Suárez?
Se la pasaba
a Torcuato que era el analista, el que sabía manejar los tiempos de la
defenestración de Arias Navarro. El viaje del Rey a EE. UU. lo organiza
Torcuato.
¿El Rey
no participaba en toda aquella estrategia para quitarse de en medio a Arias
Navarro?
El Rey no
tenía talento para todo aquello. El Rey tiene un talento borbónico, es decir:
muy limitado. Lo ha demostrado reiteradamente, no es una calumnia. Además de
que históricamente no hubo ningún Borbón con talento. Se les dieron bien
—porque eran reyes— las mujeres, la caza, etc… El dinero incluso. Pero para la
política nunca tuvieron mucho talento.
He leído
en varios libros sobre Suárez la expresión «si Graullera hablara».
José Luis
Graullera se llevó muchos secretos a la tumba. Era el hombre de los secretos.
En aquellos años la impunidad era mayor. Si alguien hubiera insinuado entonces
que Graullera tenía que pasar por los tribunales, seguro que Adolfo hubiera
dicho: pero bueno, y para qué están los tribunales. Acto seguido
habría encargado aPérez Llorca, «el zorro plateado», que se
encargara del asunto.
José Luis
Graullera se vio implicado en el juicio contra Mario Conde.
Lo que
hundió a Conde fue su intención de echar un pulso al Estado. En la escalada de
ambición de este tipo de personaje hay un momento que pierden la noción de los
espacios. Y el Estado es una mierda, sí, pero como enemigo es implacable.
Hay una
famosa carta que usted reproduce íntegra y en castellano en su biografía de
Suárez de 2009. Me refiero a la que presuntamente envió el Rey al Sha de Persia
pidiendo diez millones de dólares para la UCD, el nuevo partido de Adolfo
Suárez. Esta carta aparece citada también en Los que le llamábamos
Adolfo, el libro del periodista Luis Herrero (La esfera de los libros,
2007). ¿Se financió de este modo la creación de UCD?
Según Suárez
en su partido no entró ni un duro proveniente de esa fuente. Tuve que comprar
el libro —The Sha and I de Asadollah Alam, un antiguo
ministro de Reza Pahlevi— en el que aparece esa carta. lo compré en
EE. UU. Y gracias a mi mujer, que traduce del inglés, realicé la transcripción
en castellano.
Pero hay
diferentes versiones sobre las fuentes de financiación de la UCD. Se habla de
Irán, de Arabia Saudí, de los bancos españoles, de la CIA….
Hay un
nombre importante en este asunto, el de Prado y Colón de Carvajal, el amigo del
Rey. Este señor, que era un personaje absolutamente increíble, es otro que se
ha llevado muchos secretos a la tumba. En mi libro cuento que se aprovecha de
que Suárez no habla inglés para confundirlo con los millones y los miles.
Es muy
importante, hablando de la financiación, el dinero que se pone para liquidar a
Suárez. Llega un momento en que la CEOE, y a su cabeza Ferrer Salat,
piensa que Adolfo Suárez es un peligroso izquierdista, que es capaz de pactar
con el PSOE, o peor, con el PCE. Recuerdo haber hablado de este tema con Ferrer
Salat en el 79, cuando preparaba el primer libro sobre Suárez. Entonces estaban
muy amedrentados porque Adolfo Suárez había ganado las elecciones. Ahí se monta
la conspiración para acabar con Suárez desde dentro del partido. Comenzaron a
decir que los iba a llevar a la ruina. Curiosamente se decían entonces de
Suárez cosas parecidas a las que hoy se dicen de Mariano Rajoy.
Pero con la diferencia de que Rajoy tiene mayoría absoluta y es gallego —que
eso es importante— y no les hace ni puto caso.
Entonces
Suárez no dimite, sino que lo hacen dimitir. ¿Es así?
Absolutamente.
Entre la derecha, el ejército y el Rey, se lo cargan.
La
historia de que los generales le ponen a Suárez las pistolas encima de la mesa
¿es verdad o una leyenda?
Es verdad,
pero no literalmente. No hay pistolas. No es exactamente así. Eso de las
pistolas forma parte del guión tipo Hollywood de la Transición. Se celebra una
comida en el Palacio de la Zarzuela. Adolfo Suárez no sabe que se va a
celebrar. El Rey lo invita a última hora y se encuentra allí con la cúpula
militar. Suárez se mosquea mucho. En un momento dado el Rey se levanta y dice:
voy un momento al lavabo. Y los deja solos. A los militares y a Suárez.
Entonces los militares le dicen que no están dispuestos a consentir que la cosa
continúe así. En ese momento sí hay alguno que hace metáforas con la palabra
pistola. Pero no llegan a sacarlas, no era necesario. Hubiera sido algo
absurdo. Hay que decir —haciendo un inciso— que Suárez tiene tropecientos defectos,
pero hay que reconocerle algo que demostró siempre: una valentía inigualable.
Muy superior a la de esos mando militares. Si es algo referente a la
inteligencia o al talento, se le puede cuestionar. Pero la cuestión testicular
la tenía muy bien colocada. Cuando el Rey volvió, el almuerzo continuó.
Pero Suárez tenía ya bastante claro que había llegado a un punto de no retorno.
¿Eran
conscientes el Rey y Torcuato Fernández Miranda de que tenían poco tiempo para
llevar a cabo la Transición? Lo digo porque si se analiza una cronología de
aquel periodo todo transcurre con mucha rapidez.
La
Transición empieza con la muerte de Franco, en noviembre del 75, y termina con
la victoria en las elecciones generales del PSOE de octubre del 82. Es verdad
que, sobre todo en su primera parte, la Transición va bastante rápido. Había
que contentar a los diferentes sectores, principalmente a la izquierda. Una de
las cosas más curiosas que ocurren entonces es lo que podíamos calificar
de los engañadores engañados. Es decir: Adolfo Suárez y la derecha
pensaban que el poder de la izquierda era acojonante. Carrillo tiene el talento
de convencer a Suárez de que él puede poner en la calle a miles y miles de
activistas. También le ofrece —en aquella primera reunión clandestina— que a partir
de la legalización, el PCE será capaz de frenar cualquier movimiento
desestabilizador. Pero, le dice, siempre que ocurra algo tendrás que avisarme a
mí. Fíjese qué astucia la de Carrillo. De ese modo se convierte en un
interlocutor privilegiado. Suárez terminará dándose cuenta de que a la postre
dicho intermediario no le sirve para nada. Porque Carrillo controlaba poca
cosa. Y sobre todo después de las elecciones generales de junio del 77, en las
que el PCE pasa a ser un partido más (veinte diputados y un nueve por ciento de
votos). Entonces todo cambia.
¿En qué
consistió el llamado «El pacto de los editores», ese acuerdo para no publicar
informaciones que podían comprometer o perjudicar al Rey y a la monarquía que
tuvo vigencia durante la Transición? ¿Continúa en vigor ese pacto?
Yo no creo
que, como parece indicar la expresión, los editores de los medios de
comunicación más importantes de la época se reunieran y acordaran nada.
Sencillamente se produciría en algunos casos una llamada de Zarzuela para decir
a un editor (o dueño de medio de comunicación) lo que tenía que hacer en un
momento determinado. Era obvio que el Rey era una figura intocable. Por lo
tanto no se podían sacar informaciones sobre él. En una medida semejante a lo
que ocurre ahora. Es decir: que si hay un reportaje en el que el Rey aparece en
una situación no decorosa o comprometida, llamaran desde Zarzuela a un
millonario para que simplemente compre esas fotos. Así se arreglan las cosas.
Hablemos
del papel de la prensa y el resto de medios durante la Transición. ¿Hasta qué
punto cumplió con su función de control al poder?
Visto desde
la perspectiva de hoy, diciembre de 2013, la prensa de la Transición era lo más
audaz y temerario que uno se puede imaginar. Porque ahora ya no se puede decir
absolutamente nada. En la Transición hay varios periodos. El anterior a las
elecciones de junio del 77 es un periodo interesante. No porque se pudiera
decir de todo, sino porque todo era muy raro. Por ejemplo: a mí me detienen por
aquel asunto del comisario Conesa. Y la detención ocurre
en la misma redacción del periódico, Diario 16. Nunca tuve del todo
claro por qué me habían detenido. Luego supe que el general Milans del
Bosch estaba detrás. Me llevaron a la calle del Reloj número cinco,
donde había entonces un famoso sitio de torturas. Pero no ocurrió nada. Había
un policía que me hizo los papeles y allí me quedé. Luego, delante del juez,
pregunté que por qué había tenido que pasar allí la noche. «Mire, yo no lo sé
—me dijo el militar togado— yo lo único que le puedo decir es
que mi general Milans del Bosch me dijo: “quiero a ese chaval (que no debió
decir chaval sino ‘ese hijo de la gran puta’) aquí mañana a las nueve”».
A las nueve del día siguiente firmé y me marché.
En la
página web de la Fundación March se puede consultar el Archivo
Linz de la Transición española. En ese archivo se guarda la noticia que el
diario El Alcázar publicó el 21 de mayo de 1977 sobre su detención. Le leo, por lo curioso que hoy resulta, el
final de la noticia: «El tribunal que entiende el caso planteado abrió proceso
contra Gregorio Morán el pasado 10 de mayo que se encuentra en estos momentos
en libertad condicional, tras haber pagado una fianza de doscientas mil
pesetas. El señor Conesa pide una indemnización de veinte millones de pesetas,
pues estima que la publicación le ha perjudicado una operación que mantenía con
la editorial Planeta». Parece que con su reportaje en Diario 16 fastidió el negocio de este señor
para publicar algo en Planeta.
Sí, claro,
seguro que tenía ya hablado con la editorial la publicación de un libro. Puede
que para contar la liberación de los generales secuestrados por el GRAPO, el
grupo terrorista. No lo sé. El periodismo durante la Transición no se puede
afirmar de forma categórica que fuera más libre. Sí que fue más caótico. Había
más posibilidades. Por ejemplo me acuerdo de lo que entonces era ser fotógrafo
de prensa. Entonces había una cantera magnífica de fotógrafos. Es verdad que
luego la trayectoria que han seguido algunos de esos fotógrafos fue curiosa.
Por ejemplo yo me acuerdo de que el fotógrafo más audaz —no el mejor
técnicamente, pero sí el más valiente— era Alfonso
Rojo. Entonces Alfonso era mi
fotógrafo y además era el representante de la CNT. Vete a recordárselo
ahora. Y nos metimos en unos líos tremendos. Porque entonces investigaba
yo las tramas ultraderechistas y ese es un tema delicado.
¿Eran los
GRAPO un grupo terrorista organizado por la ultraderecha? Se argumenta esta
posibilidad en El zorro Rojo (una biografía de Santiago Carrillo recientemente
publicada por Paul Preston). Dice Preston (Página 298) que tres ministros
(Gutiérrez Mellado, Martín Villa y De la Mata Gorostizaga) estaban convencidos
de ello. Los secuestros de Antonio María de Oriol y Urquijo y de Emilio
Villaescusa, que fueron reivindicados por el GRAPO, serían junto con los
asesinatos de los abogados laboralistas del despacho de la calle Atocha, y
siempre según esa teoría, esfuerzos de la ultraderecha para desbaratar la
Transición.
Hombre,
después de lo de Pio Moa… El que redactaba los comunicados del
GRAPO era el hoy escritor Pio Moa. Hay historias paralelas muy interesantes.
¿Sabía usted que los archivos del Movimiento Nacional se quemaron? Pues esta es
una de esas cosas interesantes que poca gente sabe. Martín Villa ordenó
en 1977 que se prendiera fuego a todos aquellos papeles. Con lo que, por
ejemplo, toda la información sobre confidentes e infiltrados se la llevaron las
llamas. En Barcelona se conoce la fábrica en la que se quemó todo. Eran mucho
kilos de papel. Yo he trabajado (investigado) en los archivos de la
administración que hay en la calle Alcalá, pero lo más interesante no está
allí. Uno de los rasgos más característicos de la Transición es que se
amnistiaron a sí mismos. Yo fui militante clandestino durante un montón de
años. A mí me hubiera gustado saber qué confidente tenía yo. Yo sabía que había
alguien de mi entorno que pasaba información sobre mí. Si esos archivos no se
hubieran quemado, habría sabido quién fue. Pero siempre me quedaré con la duda.
El GRAPO no fue una invención policial. Lo que si hubo fue lo que podríamos
llamar una instrumentalización del GRAPO. Los integrantes del GRAPO venían de
Galicia y eran claramente unos pringados a los que manipularon.
¿Infiltró
la extrema derecha a alguien en los GRAPO?
No se podía
meter a un agente de extrema derecha en un grupo como aquel. En los movimientos
subversivos se puede infiltrar un agente, pero debe ser alguien que en
apariencia sea más radical que los que ya están dentro. Recuerdo el caso
del Lobo, el famoso infiltrado en ETA. Recuerdo que en aquella
época había muchas detenciones y a mí se me había encargado por el partido que
documentara aquellos arrestos. Hoy lo de ETA parece una leyenda viva, pero las
situaciones que se daban entonces eran para partirse de risa. Al comando en el
que estaba infiltrado el Lobo, después de cometer varios atentados, no se le
ocurre otra genialidad que convocar al infiltrado a una reunión en el Paseo
Rosales de Madrid. Van y le dicen: «Oye, estamos sospechando que tú eres un
confidente», el Lobo va y responde como ofendido: «¿Cómo? ¿Que
sospecháis de mí? Pues a partir de ahora estoy fuera. Vosotros decidiréis qué
vais a hacer conmigo. Yo con esa sospecha no estoy dispuesto a seguir. Quedo a
la espera de vuestra decisión». Esa noche no quedó ninguno, los
detuvieron a todos. La policía se los llevó a todos ellos a comisaría. Claro.
Por gilipollas.
En el
reciente libro del historiador Paul Preston sobre Santiago Carrillo, El zorro Rojo, su último capítulo lleva el
llamativo título de «De enemigo público número uno a tesoro nacional
1970-2012». Carrillo, en 1974, decía cosas como que «Juan Carlos es una
criatura de Franco…» y que no había más salida que la República. Entonces decía
públicamente que era necesaria la ruptura democrática. «¿Qué realismo es
ese que se imagina el paso de una dictadura fascista a una democracia sin que
medie una verdadera revolución política?» es otra de sus frases de la época. ¿Cómo
cambió tanto en tan poco tiempo para aceptar la petición de un enviado de Juan
Carlos de Borbón (Nicolás Franco) de mantener la calma cuando se produjera el
«hecho sucesorio» y luego para aceptar la propuesta de Suárez de renunciar a la
bandera y a la República a cambio de la legalización?
Es una
cuestión bastante compleja porque ahí se mezclan, como en todo, elementos
personales. Cuando éramos jóvenes dábamos poca importancia a los elementos
personales y pensábamos que las coyunturas, las crisis, los contextos, etc…
tenían más trascendencia. Vamos a ver: la legalización del PCE es un acuerdo al
que llegan Adolfo Suárez y Santiago Carrillo solos. Sin el Rey y sin Torcuato.
Para entender la legalización del PCE los elementos personales son fundamentales.
¿Entonces
no es cierto que el Rey habló con Ceaucescu, el Presidente de Rumanía, que
tenía buena relación con Carrillo?
Eso es
verdad, pero había ocurrido mucho antes. Es verdad que el Rey mandó a Prado y
Colón de Carvajal a hablar con Ceaucescu. Lo que el Rey quería durante todo
aquel periodo previo a la legalización era que el PCE aceptara un cambio de
nombre, que se hiciera la legalización a la griega. En Grecia el partido
comunista había participado en la Guerra Civil y se le dejó luego participar en
política, pero con otro nombre. Algo así como Agrupación Democrática de
Izquierdas. Esa fórmula al Rey le gustaba mucho porque de ese modo, quitándose
de encima la palabra comunista, eliminaba la presión de los militares. Además a
los EE. UU. también le hubiera gustado mucho que se hiciera así. Es decir:
había muchas opiniones que coincidían en que había que legalizar el Partido
Comunista pero sin que fuera el Partido Comunista. Ahora —treinta y cinco años
después—, cuando analizo estos asuntos, me doy cuenta de la importancia de los
aspectos personales. Carrillo, entonces, cuando vuelve a España, tenía ya una
edad, casi setenta años. Aquel que pasa por delante de él es el último vagón
del último tren. En mi libro Miseria y grandeza del Partido Comunista
de España cuento que Carrillo, al morir Franco, sabe que ese tren se
ha puesto en marcha. Entonces reúne en París a su cúpula, la del PCE en el
exilio —catorce personas— y les dice: « Todos tenéis que volver a España».
Les dice que él también va a volver. Le sugieren un debate, pero él dice que no
hay nada que discutir, que «a volver todos». Recuerdo que yo tuve que
recoger desde dentro de España a muchos de ellos, modestos funcionarios de la
revolución, que venían acojonados. Treinta o cuarenta años sin pisar España y
regresaban con mucho miedo. Entonces Carrillo fuerza las situaciones. Monta una
rueda de prensa en la calle Atocha de Madrid (noviembre de 1976) con muchos
periodistas presentes. Rueda de prensa con la que busca ser detenido. Quiere
que lo detengan porque si eso no ocurre sabe que va a quedar en ridículo. Si no
lo detienen significa que no es peligroso, que no tiene poder. La detención es
pura parodia. Martin Villa, entonces ministro de Interior («de Gobernación» se
llamaba entonces al cargo), le ofrece un pasaporte para volver a París.
Carrillo se niega y, claro, lo meten en la cárcel. Pero no pasa fin de año en
la cárcel. Entonces viene la negociación con Suárez.
La
negociación se tuvo que realizar en el más absoluto secreto. El Rey no se podía
enterar porque estaba en contra de la legalización tal y como se hizo. No solo
era contrario el Rey, sino todo el gobierno y por supuesto los militares.
Y
Torcuato Fernández Miranda también era contrario a la legalización, ¿no?
Lo de
Torcuato es curioso. Torcuato —me lo dice a mí en las conversaciones que
mantuvimos para la biografía de Suárez— era partidario de la legalización del
Partido Comunista, pero a su ritmo. Y quiere ser él el que se entreviste con
Carrillo en Madrid. Le sentó mal que Suárez se le adelantara. Su argumento era
que un presidente del Gobierno no debe encontrarse con un dirigente de un
partido ilegal, pero que él sí hubiera podido hacerlo. Entonces él era el
presidente de las Cortes, con lo que opino que su argumento era bastante débil,
pues él también era el representante de una institución del Estado. De ahí el
cabreo de Torcuato cuando se entera de la reunión secreta de Suárez con
Carrillo. Aquí entra José Mario Armero como intermediario
entre Suárez y Carrillo. José Mario Armero era un informador de los Estados
Unidos.
Se dijo
que José Mario Armero era un agente de la CIA.
No. Un
simple agente de la CIA puede ser un pringado. José Mario Armero era alguien
más importante, informaba directamente al Departamento de Estado de los Estados
unidos.
Vernon
Walters fue entre 1972 y 1976 director adjunto de la CIA y llegó a
entrevistarse con Franco. ¿Tuvo Armero relación con él?
Claro. José
Mario Armero era amigo de Vernon Walters. Armero es el que monta el encuentro
de Carrillo y Suárez. Y visto desde hoy podríamos decir que fue como una
reunión de Anna Magnani con Sophia Loren. Dos
actrices soberbias, dos vedettes. La conversación duró muchas
horas. Me contó José Mario Armero que tuvo que mandar a su mujer a comprar algo
para que comieran porque la cosa se alargaba. Ellos estaban a lo suyo,
contándose su vida, sus batallas. Amor a primera vista.
Parece
ser que Suárez, en aquella primera reunión, ejercitando su capacidad de
seducción, le dice a Carrillo: «En España hay dos políticos: usted y yo».
Hay que
decir que pasaron al tuteo a la primera de cambio. Allí nació una amistad. El
pacto fue muy sencillo. Carrillo le dijo a Suárez que no podía cambiar el
nombre del partido, pero que si le legalizaba el PCE, podía aceptar la
monarquía y la bandera y comprometerse a controlarle cualquier movilización o
revuelta callejera. Fíjate si Carrillo cumplió lo pactado con Suárez que
recuerdo un mitin del PCE en la plaza de toros de Las Ventas, durante los
primeros años de la democracia, en que a unos chicos se les ocurrió sacar una
bandera republicana. Pues llegó la seguridad del propio PCE y los forró a
hostias. Había órdenes estrictas.
¿Y es
verdad eso de que Carrillo llegó a decir al resto del Comité Central del PCE
que no les podía contar lo que había hablado con Suárez porque era secreto de
Estado?
Sí, eso es
así. Pero no era la primera vez que actuaba de ese modo. Carrillo le cuenta la
reunión con Suárez solo a dos militantes. Pero se la cuenta a su manera.
Carrillo, veinticuatro horas después de hablar con Suárez, convocó al Comité
Central y les comunicó los cambios (bandera, monarquía…). Aquello fue una
demostración impresionante de poder para Suárez. Carrillo estaba cambiando
cincuenta años de historia del PCE en un día. Con el miedo que se tenía a los comunistas,
Suárez quedó encantado al ver cómo Carrillo manejaba aquello. Carrillo liquidó
en aquel momento el partido, claro, pero eso a Suárez le importaba un comino.
Suárez y Carrillo pactaron hasta las fechas. Buscaron una fecha idónea, la
Semana Santa. Y en ese día pactado, Suárez hace exactamente lo mismo que
Carrillo: no se lo comunican a nadie. Suárez solo avisa, pero sin desvelar de
qué. Pide que el viernes por la noche haya alguien de guardia en información
para que todos los medios de comunicación puedan recibir una noticia por si
acaso ocurre algo. A Martín Villa, como ministro de interior, se lo cuenta una
hora antes. No consulta con nadie. Hace lo mismo que Carrillo.
El Rey se
pilló un cabreo monumental. Porque tampoco sabía nada. A partir de ese momento
comienza la caída de Adolfo Suárez. Fernández Miranda tampoco tenía ni idea. Y
tres años después, cuando me entrevistaba con él para el libro de Suárez, me
hizo gracia que, argumentando a favor de que debía haber sido él quién se
entrevistase con Carrillo, utilizase además el hecho de que Carrillo y él eran
de Gijón. Como si fuera importante para el éxito de la negociación el que los
dos fueran de la misma ciudad. Es curiosa la ingenuidad que a veces muestran
las personas más inteligentes y calculadoras.
En la
página cuatrocientos ochenta de las memorias de Teodulfo Lagunero (Umbriel)
cuenta que él concertaba los contactos de Carrillo con políticos del
franquismo. Fue Lagunero quien le presentó a José Mario Armero en París.
Carrillo le pidió a Lagunero que en un viaje a Londres contactara con Fraga
Iribarne, que entonces era embajador allí (lo fue en el periodo 73-75). Parece
ser que Fernando Morán, que luego fue ministro de exteriores con Felipe
González y entonces era cónsul en la misma embajada de Londres, le quitó la
idea de la cabeza. Le dijo que Fraga quería ser quien liderase —dentro del
respeto a las ideas franquistas— el proceso «democratizador» después de Franco y que no
estaría interesado en ver a Carrillo. ¿Sería este un buen ejemplo del poco
interés que los líderes del franquismo reformista tenían entonces, al
principio, de escuchar a los líderes de la oposición demócrata?
Yo del
inefable Lagunero me lo tomaría todo entre comillas. El papel de
Lagunero fue absolutamente residual. No fue él quien puso en contacto a
Carrillo con José Mario Armero. Si este último se entera de que el primero lo
fue contando, se levanta de la tumba y lo mata. Lagunero era un señor del sur
que ganó mucho dinero. Carrillo lo utilizó para la intendencia. La casa donde
veraneaba Lagunero en Cannes era un sitio idóneo para celebrar reuniones al más
alto nivel. Lagunero, políticamente hablando, no hace absolutamente nada más
que servir de palanganero. Fraga no quiso ver a Carrillo porque le daba miedo.
Pero, mucho antes, en el periodo de Arias Navarro como presidente del Gobierno,
se celebró una reunión entre la gente de Fraga y algunos representantes del
PCE. Se celebra esa reunión en la librería Turner, en la calle Génova.
Representando al PCE acuden Armando López Salinas y otro que
no recuerdo. Y por parte de lo que empezaba a ser Alianza Popular estuvo
presentePérez Escolar entre otros.
En
referencia a Fernando Morán hay que decir que el que quería ser la gran figura
era él mismo. La ambición de Fernando Morán era ilimitada.
Y el
problema de Fraga era el concepto tan alto que tenía de sí mismo. Igual que
Suárez tenía un concepto muy pobre de su persona, Fraga era lo contrario. Fraga
era Fraga. Yo nunca conseguí hablar con Fraga sobre Suárez. No quería. Suárez
(como presidente de Gobierno) era una humillación para Fraga. Que no lo
hubieran escogido a él y sí a Suárez —al que despreciaba intelectual y
profesionalmente— era algo que no podía soportar.
[En un
momento de la entrevista Gregorio Morán apunta un nombre en mayúsculas sobre
una servilleta. Pasada casi una hora interrumpe al entrevistador].
Hace un rato
he apuntado un nombre que me parece clave para entender la Transición. Me
refiero a Navalón, Antonio Navalón.
¿Por qué
le parece que Antonio Navalón es un personaje clave de la Transición?
Yo tengo el
único libro que escribió Antonio Navalón de verdad. Me refiero al primero, que
es una especie de homenaje a Suárez publicado cuando es presidente. Es un libro
alucinante. Debió vender tres ejemplares y uno de ellos es el que tengo en
casa. Navalón es clave porque estuvo en todo. Estuvo primero con Suárez. Es
luego el hombre clave de Boyer en la liquidación de Rumasa.
Además —tome nota— trabajaba para Ruiz Mateos cuando aquello
se produce. Es pieza clave de aquella expropiación. Navalón entra luego como
subsecretario en el BOE cuando Solchaga es ministro de
Economía. Es el hombre de Mario Conde en algunos asuntos muy polémicos. Ahora
es el representante del grupo PRISA en México. Y lo último que ha descubierto
es que es judío. Lo que le faltaba a Navalón acaba de ocurrir: ¡ahora ha
descubierto que es judío! La verdad es que Navalón es un apellido judío.
Resulta que su hermano es un rabino influyente en la comunidad judía de Nueva
York. Navalón ha estado en todo: la UCD, el PSOE, el PP. Navalón es puro
sistema.
En 1984,
en Toledo, en un lugar llamado San Juan de la Penitencia y promovido por la
Fundación José Ortega y Gasset, la clase política y algunos historiadores se
reunieron para definir —según dices en un artículo— cómo debía pasar a la
historia la Transición. En 2007 se funda la Asociación para la
defensa de la Transición que comienza presidiendo el teniente general
Andrés Casinello. Los firmantes de la escritura fundacional son Andrés
Cassinello, Rafael Ansón, Aurelio Delgado, Ignacio García López, José Luis
Graullera, Ernesto Jiménez Astorga, Eduardo Navarro y Manuel Ortiz, los más
cercanos a Suárez. En 2000 (veinticinco aniversario), el congreso concedió
cuatrocientos millones de pesetas y se creó una comisión para estudiar
históricamente la Transición. ¿Por qué hace falta defender tanto la Transición?
Hombre,
porque la Transición fue un negocio fabuloso. Lo que pasa ahora es que la
empresa ha quebrado, pero entonces fue un gran negocio. La Transición es una
operación que se realiza entre muy pocas personas. Y todos ganan. Unos ganan
más que otros, pero todos ganan. Ganan todos los que participaron, no me
refiero a la población. Y ganan mucho. Por ejemplo Carrillo. En sus últimos
años Carrillo parece un senador romano. La gente iba a verle como si fuera a
ver a san Pablo. Todos se quedaban admirados ante él: «qué señor, qué bien se
expresa, que humildad, que sencillez». Eso exclamaban al verlo. Cuando
en los últimos años veía a Carrillo se me revolvían las tripas. Ver a un señor
que conoces muy bien, que sabes que es capaz de lo peor y verlo convertido en
un abuelo encantador. Pues imagínese lo que pasaba por mi cabeza.
¿Por qué
siempre que se ha intentado debatir sobre la Transición a lo largo de estos
años se ha acabado en los insultos? Por ejemplo Javier Tusell y Javier Pradera contra Viçenc Navarro en El País y en Claves de la Razón Práctica en 2010. O Fernando Savater en
su artículo «¿El final de la cordura?» de 3 de noviembre de 2008,
en El País, donde termina escribiendo: «Ahora
veo derribar la cárcel de Carabanchel, en la que hace cuarenta años pasé una
breve y no diré que feliz temporada. La despido sin tanta nostalgia como
muestran por ella los que no la conocieron por dentro. Y así me gustaría ver
irse también al olvido a los hunos y los otros, como diría don Miguel, a
quienes no olvidan porque su memoria viene de la ideología y no de la
experiencia. Son el peor cáncer de la España actual, la de la crisis, el paro y
la hostilidad centrífuga».
Esto se debe
a su propia mala conciencia. Yo ahora publicaré un libro, un folleto de unas
ochocientas páginas o cosa así, en el cual cuento la Transición exclusivamente
desde el punto de vista de los intelectuales. Es un libro que abarca desde el
62 hasta el 96. Ahí aparecerán muchas de estas manifestaciones. Todos estos
eran más que radicales al comienzo y durante la Transición. Es el golpe de
estado del 23 de febrero de 1981 lo que los conmociona y los convierte a todos
en simpatizantes del PSOE. No se quiere revisar ese periodo histórico, lo que
se llamaría el tardofranquismo, los últimos años de Franco y los primeros de la
democracia, porque las cosas que se dijeron eran una bestialidad. Bestialidad
en el sentido de que, por ejemplo, había algunos que eran partidarios de la lucha
armada. Todo eso hasta que llega el 23-F. Después del golpe se les baja la
adrenalina, todos se acojonan e ingresan en masa en el PSOE. Pero es que
revisar la Transición, para muchos, es revisar su propia vida. Ahí tienes a
Martín Villa. Acaba de entrar en la Real Academia de Ciencias Morales y
Políticas un tipo que es un fascista.
De ese
asunto quería yo también preguntarle. El discurso de entrada de Rodolfo Martín
Villa en la citada Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, que fue
pronunciado el 26 de noviembre de 2013, y que se puede leer en internet , tuvo
como título «Claves de la Transición, El cambio de la sociedad, la reforma
en la política y la reconciliación entre los españoles». En ese discurso
utiliza Martín Villa un párrafo del libro de Raymond Carr y Juan Pablo
Fusi, España,
de la dictadura a la democracia, para definirse a él mismo y a los que como él trajeron la
democracia: «El factor generacional fue un componente decididamente importante
del aperturismo. Se trataba de jóvenes procedentes del falangismo
universitario, de la ACNP, o del monarquismo, nacidos hacia 1930-1940 y que por
tanto no habían luchado en la Guerra Civil… Era una generación liberal,
dialogante y europeísta, convencida de que la nueva y modernizada sociedad
española de los sesenta exigía un sistema político igualmente moderno y nuevo
equiparable a las democracias occidentales. Esto no era obstáculo para que
muchos de ellos ocupasen cargos públicos, aceptasen la legalidad del sistema y,
en suma, asumiesen las responsabilidades que se derivaban de su integración
política en el Régimen. Creían en la reforma desde dentro, no en la revolución
desde fuera». ¿Qué opina de esto?
Esto es un
olvido absoluto de un fascista medular. Me afecta a las neuronas. Si eso es
así, si ellos eran demócratas ya en el franquismo, entonces los demás, los que
vivíamos en la clandestinidad, éramos gilipollas integrales. Porque según eso
lo que teníamos que haber hecho era hacernos de Falange y esperar. Claro. Es
que esto que dice Martín Villa es una auténtica ofensa generacional. Porque es
verdad que les salió bien y por eso pueden seguir escribiendo estas cosas. Pero
esto sigue siendo una mentira absoluta y escandalosa.
¿Les
salió bien? No todo el mundo está de acuerdo en que les saliera bien la
Transición. En el año 1991 se emitió un debate especial en el programa La Clave (dirigido por el periodista
José Luis Balbín) que entonces se podía ver en Antena 3. Se tituló «500 claves
de la transición» y en él se contiene una muy valiosa intervención de
Antonio García Trevijano, que a la afirmación de José Mario Armero en el
sentido de que en España sí hay democracia, argumenta que en España lo que hay
son libertades pero no una democracia auténtica y completa. Apoya su afirmación
en dos realidades: primero, el elector (por haber en España un sistema
electoral proporcional en lugar de mayoritario) no elige realmente al
representante que él quiere. «El sistema proporcional termina inevitablemente
en el gobierno de una oligarquía» dice García Trevijano. Y segundo porque
«igual que con Franco, hay un solo poder, que es el ejecutivo, que es el que
manda sobre el judicial y el legislativo». Concluye García Trevijano
manifestando que «la Transición fue un pacto y de algo así solo puede derivar
corrupción».
Les ha
salido bien a los que les ha salido bien. Les ha salido bien a los bancos y a
aquellos que capitanearon la Transición. Incluso a aquellos que tenían serias
dudas de que la Transición fuera a funcionar y temían por sus intereses. A esos
les salió que ni bordado. Fue la operación perfecta. El PSOE de la primera
etapa, por ejemplo. ¿Cómo Solchaga no va a decir que la Transición fue
modélica? Si cuando yo lo conocí era asesor de la UGT en Bilbao donde ganaba
una mierda de dinero y ahora es multimillonario. Les ha salido como Dios. Lo
que ocurre ahora con la infanta y con Urdangarin es una
herencia de la Transición. En el comienzo de la Transición hubo cosas como
estas, pero no se sabían. Vamos, las sabían solo los que las sabían, punto.
Se
publica en 2013 La Transición contada a nuestros padres de Juan Carlos Monedero
(Editorial Catarata). Según Monedero, la corrupción que sufrimos en España
viene de la Transición porque seguimos teniendo una sociedad franquista. No
hemos tenido el «antifascismo» que según Monedero «es una reclamación radical
del republicanismo democrático caracterizado por virtudes públicas que hacen,
por ejemplo, que los políticos dimitan cuando se ven inmersos en casos de
corrupción». Según Monedero ese antifascismo opera en Alemania, pero no en
Italia y en España ¿Está de acuerdo con esa visión de la Transición?
Si, si, por
supuesto. En Alemania hay una expresión acerca del nazismo que generó mucha
polémica: «El pasado que no quiere pasar». Aquí, el pasado, no es que no
quiera pasar, es que ni ha pasado. Se ha borrado incluso de la historia. Se ha
quemado.
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