3 de
abril de 2014
NOTA DEL
EDITOR DE ESTE BLOG: Le añadido algunos enlaces al artículo,
Los últimos
datos del paro con más de 83.000 afiliados a la Seguridad Social han servido al
Gobierno y sus seguidores para consolidar su relato de la recuperación
económica. Frente a ello, la situación de precariedad y faltas de expectativas
de la mayoría de la sociedad española, que ve cómo los datos macroeconómicos no
se reflejan en su vida cotidiana. La creación de empleo, que ni siquiera rebaja
la tasa del paro al 25%, viene acompañada de una precarización de las
relaciones laborales y una característica muy común en países como EEUU, lo que
Barbara
Ehrenreich llama “la desesperación de ser un esclavo asalariado”.
La pobreza
laboral es aquella que te sitúa debajo del umbral de la pobreza a pesar de
tener un trabajo y un sueldo. Según un estudio de la Fundación Alternativas, la pobreza
laboral en España ha pasado del 10,8% al 12,7% en el periodo que abarca de 2007
a 2010. Esta circunstancia se refuerza debido a la instrumentalización que los
grandes empresarios hacen de la tasa de paro y de la necesidad acuciante de los
desempleados. Hay mucha gente esperando en la calle para cada puesto de
trabajo, por lo que se pueden rebajar con soltura los salarios, que siempre
habrá quién los acepte. La dignidad del obrero se acaba vendiendo cada vez más
barata.
Unos
jornaleros esperaban durante los años 20 en la plaza del pueblo a que un
latifundista llegara a ofrecerles algo de trabajo con el que paliar un poco el
hambre y la miseria. Era periodo de elecciones y el que ofrecía algo era el
dueño de un cortijo, que les daba un par de duros a cambio de que votaran al
cacique del pueblo. Casi todos cogieron el dinero, conscientes de que
significaba un par de semanas de menos padecimiento. Un jornalero cogió los
duros, miró al terrateniente, y los lanzó a los pies del que quería comprar su
dignidad. “En mi hambre mando yo”, dijo.
Esta frase
prologa el libro España, publicado en 1929 por el periodista
Salvador de Madariaga, una sentencia que representa la dignidad del obrero y el
trabajador cuando, en la más absoluta de las miserias, hace relucir su dignidad
y muestra al poderoso la más efectiva arma de la que dispone un trabajador: la
fuerza del que no se doblega ni se pliega y mantiene la cabeza alta incluso en
las peores circunstancias.
Una noticia
publicada por el diario El Mundo, el pasado mes de febrero, que
explicaba cómo una chica denunció a una empresa por haberse lesionado de
gravedad durante el proceso de selección para un empleo nos retrotrae
a esos momentos donde la dignidad del obrero y el trabajador podían comprarse a
cambio de su simple subsistencia. La empresa obligaba a los aspirantes al
trabajo a luchar por un billete de 50 euros con sus compañeros para conseguir
el ansiado empleo que les permitiera sobrevivir unos cuantos meses a cambio de
un sueldo indecente.
La escena
recordaba a la película
de Sidney Pollack Danzad, danzad, malditos. En EEUU en mitad de
la Gran Depresión se organiza un marathon de baile. Multitud de trabajadores
hambrientos y desesperados se apuntan al espectáculo a cambio de alojamiento y
comida y de la posibilidad de alcanzar un jugoso premio que solucione su
situación.
El concurso
sirve como entretenimiento para que los más afortunados, los que no fueron
afectados por la crisis, disfruten con el sufrimiento del que pierde la
dignidad a cambio de un poco de alimento para mitigar su sufrimiento. El punto
dulce del capitalismo. Aquel en el que la mano de obra pierde su capacidad de
lucha porque la necesidad le supera, pero no sufre la suficiente desesperación
como para levantarse contra el sistema.
La situación
que se está viviendo en España con el trabajador autóctono es la misma que se
daba con el inmigrante sin papeles. La situación de desamparo y necesidad del
inmigrante irregular le obliga a aceptar puestos de trabajo, remuneraciones y
condiciones laborales que en una situación normal ningún trabajador aceptaría.
Este proceso es el que Nicholas de Geneva llamaba “inclusión por
ilegalización”, despojar de papeles a un sector importante de los inmigrantes permite
su inclusión salarial en el sistema en condiciones de extrema vulnerabilidad.
Su exclusión de la legalidad permite explotarlos intensamente.
Ese mismo
mecanismo es el que se instaura entre los trabajadores con papeles cuando
tienen que competir por un puesto de trabajo. La escasa oferta de empleo y la
amplísima demanda permite jugar a los empresarios con el derecho al trabajo del
mismo modo que lo hacen con los precios. Pueden bajar los salarios y disminuir
los costes debido a la amplísima demanda de trabajadores dispuestos a acceder a
nuevas condiciones. Se trata de despojar de derechos al trabajador para hacerlo
más maleable, más servil y menos exigente. De Geneva decía que la precarización
por exclusión legal sirve como método de docilización por inquietud. Pero cada
vez hacen falta menos inmigrantes sin papeles para cumplir el rol de trabajador
dócil provocado por la inquietud. La crisis ha proporcionado al sistema
empresarial millones de obreros legales con esas características.
El Gobierno,
consciente de la oportunidad que ofrece la crisis, ha configurado una reforma
laboral que despoja a los trabajadores de derechos, de modos efectivos de lucha
y de herramientas de cohesión y solidaridad. Con esta reforma no se buscaba la
creación de empleo, sino dejar al trabajador sin seguridad para que se vuelva
menos combativo y exigente y tenga menos capacidad de maniobra y de negociación
con la patronal. El fin último de la reforma laboral, y de todas las medidas
del Gobierno, es crear un sistema en el que trabajador sea el eslabón más débil
y tan sólo le quede aceptarlo y competir entre sus similares por las migajas
que le ofrece el mercado laboral. Las continuas declaraciones de la CEOE,
Rosell, y otros miembros de la patronal pidiendo los minijobs con
el argumento de que es mejor un trabajo de 400 euros que ninguno es el perfecto
ejemplo de lo aquí expresado. Joaquín Almunia lo dijo alto y claro “Mejor algo mediocre que nada”. La estrategia generalizada
de represión obrera mediante leyes y miedo para que su desesperación le lleve a
aceptar trabajar para ser pobres. Ya tenemos dos trabajadores al precio de uno,
dentro de poco dos trabajadores serán menos importantes que un apero.
“¿Qué os
creéis que valéis uno o dos de vosotros?, lo que sí me importaría sería perder
un bote”, decía el patrón del barco del libro Kanikosen, de Tajiki Kobayashi, a
sus pescadores.
* Las
viñetas que ilustran la noticia son de Ramón y pertenecen a la edición de
Hermano Lobo de 1973.
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