28-04-2014
El régimen capitalista mundializado necesita enemigos o adversarios para
seguir alimentando su existencia. Con el derrumbe de las estructuras políticas
de la URSS y otros países de corte similar, el capitalismo y EE.UU. se quedaron
sin referencia opositora ideológica. El neoliberalismo empezó su andadura en
completa libertad, inundando todo el espectro social e implementando a placer
sus medidas de choque contra la clase trabajadora y lo público, con
resistencias muy puntuales en algunas zonas geográficas de la denominada
globalización.
La izquierda en su conjunto entró en barrena fruto de la desorientación
que provocó el desmembramiento de las repúblicas soviéticas. El capitalismo
campaba a sus anchas al no tener un opositor que mediatizara sus ideas y
programas políticos, mientras las clases populares tuvieron que adoptar por
obligación una actitud defensiva a ultranza.
Someter a la clase trabajadora fue el primer hito del neoliberalismo
económico, actitud beligerante de las elites que también alcanzó de lleno a las
capas medias de las sociedades del bienestar. La intranquilidad social fue en
aumento, deteriorándose las condiciones de vida en Occidente de forma paulatina
y sostenida. El surgimiento de las tendencias posmodernistas vinieron a dar
sustento y soporte ideológico al neoliberalismo a través de discursos blandos
que hablaban de un futuro radiante donde la individualidad autorrealizativa iba
a ser el final feliz de las disputas ideológicas y la lucha de clases.
La cruda realidad desmintió con hechos palpables y demoledores el relato
idílico de las derechas neoliberales y de las socialdemocracias afines al
capitalismo. La pobreza y la precariedad vital acrecentaron su intensidad
súbitamente y el edificio basado en el neoliberalismo posmoderno mostró sus
carencias y fauces reaccionarias sin tapujos.
Las inquietudes en las sociedades occidentales tomaron cuerpo en
protestas y movilizaciones masivas. Y el régimen globalizado capitalista no
tuvo más remedio que inventar nuevas fórmulas para polarizar la tensión
acumulada hacia fantasmas políticos creados a propósito para canalizar y
desviar la atención del descontento popular.
La guerra contra el terrorismo internacional fue el estreno de esta
estrategia o molde para anular y desvirtuar las movilizaciones en marcha. Todos
teníamos ya un enemigo común, el terror yihadista musulmán, táctica que sirvió
para apretar las tuercas legales y restringir los derechos de reunión,
expresión y en materia civil básica. Todo por la seguridad era el lema repetido
hasta la saciedad.
Cuando el fenómeno terrorista se atenuó en los medios de comunicación, el
enemigo maléfico cambió de protagonista estelar, buscando adversarios ideológicos
en las experiencias más o menos revolucionarias latinoamericanas de Venezuela,
Ecuador y Bolivia. En estos tres países se buscaban mecanismos originales y
radicales para hacer frente al expolio neoliberal, y además con la sanción
mayoritaria de las urnas. Demasiado para las elites hegemónicas.
El peligro que suponían las trayectorias lideradas por Chávez, Correa y
Morales había que contrarrestarlo de modo fulminante, comenzando una marea
orquestada a escala universal contra sus políticas progresistas de reparto de
la riqueza y de nacionalización de los recursos principales de carácter natural
o económico.
Caracas, Quito y La Paz se transformaron en diablos comunistas que había
que combatir de manera expeditiva, no fuera a ser que el efecto contagio y el
éxito de sus programas llegaran a calar en la izquierda de otros lares, sobre
todo en Europa. La desestabilización política de los tres países citados pasó a
convertirse en asunto prioritario en la agenda de EE.UU. y la Unión Europea.
Ahora mismo, estamos en la tercera fase ideológica del imperio neoliberal
posmoderno. El capitalismo no puede vivir sin un opositor fuerte que valide sus
discursos derechistas y sus flagrantes injusticias sociales y de todo orden.
Rusia reúne todos los requisitos para tomar el relevo del terrorismo,
Venezuela, Ecuador y Bolivia en el imaginario popular de demonio político
malvado, recurrente y sin ninguna arista positiva en sus determinantes
esenciales constitutivos.
Con inteligencia y parsimonia calculada, se ha ido llevando el conflicto
internacional a los aledaños domésticos de Moscú. Crear problemas financieros y
de seguridad a Rusia es la táctica actual para así impedir que el enorme país
pueda resolver sus cuitas internas de modo pacífico al tener que reservar y
destinar ingentes cantidades de recursos humanos y económicos a la defensa de
sus fronteras e intereses geoestratégicos.
Llevar la guerra a Moscú es el factor clave de la situación que hoy
vivimos entre una telaraña mediática bien urdida que presenta unilateralmente a
Putin y Moscú como agresores ficticios de una conflagración diseñada por el
Pentágono y el estamento multinacional y militar de Washington.
Las controversias de la actualidad nada tienen que ver con un
enfrentamiento entre la libertad capitalista y los supuestos delirios de
grandeza de Rusia, antes al contrario se trata de una estrategia del
neoliberalismo para seguir dominando en la esfera mundial lastrando las
capacidades autóctonas de las izquierdas trasformadoras de los países
capitalistas.
Se pretende que Rusia aglutine los miedos provocados por el capitalismo,
una estrategia ideológica de largo recorrido que neutralice desde su raíz el
descontento social por el desmantelamiento de los estados del bienestar y la
precariedad laboral existente ahora. Inducir el odio emocional a Rusia es el
santo y seña de la nueva fase imperialista para lograr coyunturas favorables al
statu quo capitalista.
Construir y difundir nuevos pánicos irracionales logrará desactivar en
gran medida la operatividad de la izquierda más radical comprometida con una
sociedad más justa, democrática y equitativa. Hay un sedimento cultural contra
Rusia larvado durante muchas décadas muy similar a los nacionalismos de impulso
sentimental o a los rifirrafes cotidianos por cuestiones deportivas,
principalmente en el campo futbolístico.
De momento, las izquierdas europeas está haciendo el juego y bailando al
son que marcan las tendencias mediáticas de Occidente. Son tan puristas y
estrictas con las ideologías ajenas que son incapaces de ver más allá de los
clichés secundarios que conforman imágenes estereotipadas de los líderes y
sistemas políticos nominados como adversarios de la opulencia capitalista.
Putin tiene muchos defectos y tics autoritarios, dicen las malas lenguas.
Chávez era un populista, al igual que lo son Correa y Morales. De estas
imágenes construidas ad hoc son incapaces de salir las izquierdas occidentales.
Tienen miedo a pensar por sí mismas y a romper el escudo ombliguista de
superioridad que les afecta como un virus desde el fin del mundo bipolar
surgido tras la segunda guerra mundial.
Si la actual estrategia del neoliberalismo mete en cintura a Rusia, todos
padeceremos las consecuencias de la nueva situación internacional. Una victoria
hipotética de las tesis de Washington afianzaría las políticas de recortes y de
privatización generalizada. Los mercados se sentirían más fuertes y la clase
trabajadora más débil.
La edición tercera de la guerra universal es una quimera para generar
pánico instrumental en los países occidentales. Habrá escaramuzas bélicas, sin
duda alguna, pero todo terminará con pactos más o menos diplomáticos. El
aislamiento de Rusia frente a las huestes fascistas de Ucrania financiadas por
Wall Street y Bruselas, hará que Moscú tenga que dialogar a la baja para salvar
un conflicto mayor. Si las izquierdas occidentales fueran capaces de realizar
un análisis más complejo, independiente, libre y crítico de la situación
actual, Washington, la Unión Europea y los mercados tendrán que domeñar sus
intereses y entrar al diálogo con Rusia menos envalentonados y seguros de sí
mismos.
Muy difícil que la izquierda europea se sacuda sus complejos históricos
de inferioridad con las derechas transnacionales. Existe demasiado lastre
acumulado en renuncias para que de botepronto surja una actitud plural más
valiente y decidida.
Putin no es dios ni encarna un mundo nuevo más solidario que el actual.
El neoliberalismo, menos aún. Pero Rusia si es un contrapeso contra los
designios arbitrarios de Obama y la OTAN. Callar y ponerse a las órdenes del
capitalismo no es la mejor solución ni la única posible.
Rusia es el enemigo ideal para concitar adhesiones acríticas y
sentimentales a la explotación capitalista, un adversario formidable para que
las políticas neoliberales sigan su curso en los próximos años hasta el
advenimiento de un nuevo enemigo que tome el testigo de Moscú. El capitalismo
tiene que inventarse opositores ficticios, tanto internos como externos, para
colonizar las mentes de las masas populares menos politizadas con binomios
excluyentes que las hagan pensar en guerras de las galaxias virtuales y de
aventuras infinitas.
Mientras se piensa en guerras, los problemas cotidianos pasan a un
segundo plano. Las penas con religión o ideología maniqueísta parecen menos
penas. De esta forma, el pensamiento crítico se va deslavazando hasta quedar en
mero residuo inocuo y desechable. Rusia es para Occidente lo que el Barcelona
para los madridistas y el Real Madrid para los culés: el ogro que necesitan
para evadirse de su cruda realidad social.
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