Y por tercera vez el experimento belga (14 de mayo de 1902).
( Und zum dritten Mal das
belgische Experiment , Die Neue Zeit, año XX, volumen 2, 1901-1902; firmado el 14 de
mayo de 1902)
II La huelga
general ………………………………………… 3
III
Violencia y legalidad……………………………………..8
Si para
formular nuestras observaciones críticas sobre la última campaña de los
camaradas belgas por el sufragio universal no hemos esperado que terminaran los
ataques de los adversarios burgueses contra la socialdemocracia belga, teníamos
dos buenas razones. En primer lugar, porque sabemos que nuestro partido hermano
belga, verdadero partido combativo, nunca dejó de ser el blanco de los ataques
enemigos, y, en segundo lugar, porque la experiencia nos enseña que el camarada
Vandervelde y sus amigos nunca se sintieron particularmente afectados por esos
ataques, sino que al contrario, siempre prosiguieron su camino sin inquietarse,
descargando sobre sus agresores burgueses algunos golpes bien dirigidos. No
obstante, el examen crítico de su táctica en las recientes luchas le pareció a
los mismos camaradas belgas lo bastante importante para convocar a tal efecto
un congreso nacional extraordinario.
El camarada
Vandervelde me reprocha que presente los acontecimientos de Bélgica de una
manera totalmente inexacta. Los liberales no habrían tenido ninguna influencia
sobre la conducta de los jefes socialistas, y la táctica, de los jefes obreros
en cada una de las medidas adoptadas habrían tenido sus razones particulares.
Nadie más
que nosotros se sentiría feliz de ver el error de nuestras alarmantes
observaciones rectificado por labios autorizados, por el jefe más eminente de
nuestros camaradas, belgas. Desdichadamente la exposición del camarada
Vandervelde oscurece y complica todavía más la cuestión.
Los
liberales se benefician con el injusto régimen electoral existente. En la
campaña electoral se habrían dejado arrastrar corno si se tratara de
conducirlos al matadero. En el fondo no han sido los aliados, sino los
adversarios de los socialistas; pero, ¿cómo conciliar esto con el hecho de que
el partido obrero, sin embargo, por amor a esos supuestos amigos, ha
restringido el objetivo de la lucha por al sufragio masculino, ha renunciado oficialmente
a fijar las condiciones que autorizan al derecho del voto (21 años) y ha hecho
de la representación proporcional, bastante poco simpática para los camaradas
belgas, una cláusula de la constitución?
Cómo
explicarse entonces que los líderes obreros belgas hayan afirmado durante toda
su campaña su solidaridad con los liberales, y que incluso, ante el pueblo, su
primer grito haya sido, después de la derrota sufrida en la cámara y afuera: “¡Nuestra alianza con los liberales es más
firme que nunca!”
El camarada
Vandervelde tiene toda la razón al afirmar que en el fondo los liberales belgas
son y se revelaron como los adversarios y no los amigos de la campaña por el
sufragio universal. Pero, lejos de contradecir La afirmación de que los
camaradas belgas se han solidarizado con los liberales en la última lucha, esto
no hace sino explicar por qué esta lucha debía conducir, en tales
circunstancias, a una estruendosa derrota.
Todo lo que
escribe el camarada Vandervelde lo confirma. En cuanto los liberales, al
comienzo de la campaña, traicionaron al partido obrero, debía ser evidente, en
nuestra opinión, que nada podía esperarse de la acción parlamentaria y que
solamente la acción extraparlamentaria, la acción callejera, era susceptible de
dar resultados.
El camarada
Vandervelde infiere, al contrario, que la acción extraparlamentaria perdió toda
posibilidad de éxito en cuanto los liberales se alzaron contra los socialistas.
La continuación de la huelga general tendría entonces el único objetivo de
llevar al rey a disolver la cámara, y desde el
momento en que el rey se negó, no se pudo hacer otra cosa que volverse a su
casa. Pero así se pronunciaría la condena a muerte de la huelga general, no
solamente en este caso especial, sino en general para Bélgica: ya que basta con
que los liberales se pronuncien contra el movimiento de masas y que Cleopoldo
lo mande al diablo (y con toda seguridad se puede contar en el porvenir con
ambos resultados) para que la acción de la masa obrera sea reconocida inútil.
Frente a esto sería preciso tan sólo que el camarada Vandervelde nos explique
incluso por qué fue proclamada la huelga general, si no para ofrecer al mundo
el maravilloso espectáculo de un rechazo del trabajo unánime y de una
reanudación del mismo igualmente unánime.
Pero lo que
más importa en este razonamiento del camarada Vandervelde es la conclusión
inevitable de que el triunfo de ese sufragio universal ya no puede ser esperado
más que por el método parlamentario, por una heroica victoria de los mismos
clericales. Con gran seriedad, el camarada Vandervelde se apoya en una
declaración del líder de la derecha belga, Sr. Woeste, declarándose dispuesto a
todo nuevo engaño de sufragio, con la única excepción del sufragio universal
integral, del que precisamente se trata.
La total
falta de confianza en la acción de las masas populares, y la única esperanza en
la acción parlamentaria, la tentativa de hacerle creer al enemigo que el que
está vencido es él, cuando acaba de asestarle un vigoroso golpe en la cabeza,
la búsqueda de pretextos en favor de la derrota durante la lucha, y el
consuelo, al día siguiente de la derrota con una perspectiva incierta de
futuras victorias, la creencia en toda suerte de milagros políticos salvadores,
tales como la intervención de un rey, el suicidio político de los adversarios,
todo esto es tan típico de la táctica pequeño burguesa liberal, que la
argumentación del camarada Vandervelde reforzó todavía más nuestra opinión de
que los liberales tenían la dirección ideológica durante la última campaña, sin
que hayamos pensado siquiera que habría sido firmado un tratado de alianza
notariado entre socialistas y liberales.
Por otra
parte, si todavía teníamos dudas acerca de la exactitud objetiva de nuestras
concepciones referentes a los acontecimientos belgas, concepciones que nos
hemos formado de lejos, el curso del congreso extraordinario que acaban de
mantener nuestros camaradas belgas las disiparían. Las propuestas de los
socialistas de Charleroi, lamentando la decisión del consejo general sobre la
reanudación del trabajo, y condenando todo compromiso con partidos burgueses,
las declaraciones de los representantes de la gran masa de los mineros, de esos
batallones que son los más antiguos e importantes del ejército obrero belga,
demuestran que del mismo modo se puede, de cerca, desembocar en idénticas
conclusiones.
Es cierto
que el congreso finalizó con un voto de confianza al consejo general del
partido obrero, cosa que prueba que la disciplina y la confianza en los jefes
de nuestro partido belga aún no están, felizmente, seriamente desquiciadas. No
obstante, la primera experiencia en que se tuvo en cuenta la táctica liberal
condujo ya a vehementes discusiones; debería ser la última vez si no se quiere
desembocar en consecuencias más graves.
Esto es lo
que teníamos que responderle al camarada Vandervelde.
En esta
ocasión parece necesario, no obstante, consagrarle a los acontecimientos belgas
algunas observaciones de orden general.
Si hay una
enseñanza que surge clara de la experiencia belga para el proletariado
internacional, en nuestra opinión es precisamente esta: las esperanzas en la acción parlamentaria y la democracia burguesa sólo
pueden orientarnos hacia una serie de derrotas políticas desmoralizadoras.
Al respecto, los acontecimientos belgas tendrían que ser considerados como un
ensayo práctico de las teorías del oportunismo y debieran llevar a sus
partidarios a revisarlas.
Pero en
algunos se produce el efecto contrario. Tanto en la prueba del partido belga
como en la del partido alemán, se trata, extrañamente de acuerdo con el
liberalismo burgués y el cura Naumann, de sacar provecho de la derrota belga en
sentido inverso: para revisar la táctica revolucionaria. Se esfuerza por
demostrar que la huelga general, la acción callejera en general, evidenciaron
ser caducas e ineficaces. En Le Peuple de Bruselas, un camarada, Franz Fischer,
llega hasta declarar que la lección suprema de las más recientes experiencias
es la.... necesidad de pasar del “método de la fraseología revolucionaria de
los franceses” al “método ponderado de organización y de propaganda de la
socialdemocracia alemana, esa vanguardia del socialismo internacional”; aquí se
apoya en un artículo, aparecido en el Eco de Hamburgo, que estima que la caída
de la Comuna de París ( y aquí) había suministrado ya la última
demostración de la ineficacia de los medios revolucionarios.
Por otra
parte, se podía leer en la prensa del partido alemán, después de la reanudación
del trabajo en Bélgica, que “la táctica seguida desde ahora por los camaradas
belgas es la de la socialdemocracia
alemana”; que la socialdemocracia alemana siempre combatió la huelga general
como “inútil y superflua”; que siempre “consideró la educación política y la
organización de la clase obrera como la única preparación segura para la
conquista del poder político”.
Partiendo de
los recientes acontecimientos, la revisión de la táctica belga en sentido
inverso se hace, pues, por así decirlo, bajo la égida especial de la socialdemocracia
alemana. Examinemos brevemente lo que se puede deducir de la táctica de la
socialdemocracia alemana sobre la cuestión de la huelga de masas en particular,
y luego en general, sobre el papel de la violencia en la lucha proletaria.
II La huelga general
La huelga
general se, cuenta indudablemente entre las consignas más viejas del movimiento
obrero moderno: en torno a esta cuestión se desarrollaron luchas extremadamente
violentas y frecuentes en los medios socialistas. Pero si uno no se deja cegar
por la palabra, por el sonido, si por el contrario se llega hasta el fondo de
la cosa, es preciso reconocer que en casos diferentes se concibe, con el nombre
de la huelga general, cosas totalmente diferentes y, en consecuencia,
diferentemente apreciadas.
Es evidente
que en caso de guerra, la famosa huelga
general de Ferdinand Domela Nieuwenhuis es otra cosa
que la huelga general internacional de los mineros, proyectada en el último
decenio del siglo pasado en Inglaterra, y a favor de la cual Eleonor Marx hizo adoptar una proposición
en el congreso de los socialistas franceses en Lille (octubre de 1890); es
indudable que existen profundas diferencias entre la huelga general de octubre
de 1898 en Francia, proclamada por todas las ramas para sostener el movimiento
de los ferroviarios, que fracasó lamentablemente, y la huelga de los
ferrocarriles del Noreste; de Suiza; del mismo modo la huelga general
victoriosa de Carrnaux en 1893, para protestar contra la revocación del minero.
Calvinhac, elegido alcalde, no tiene nada en común con el “mes sagrado” fijado
ya por la convención partidaria en febrero de 1839, etc. En resumen, la primera
condición para apreciar seriamente la huelga general es distinguir entre huelgas generales nacionales y huelgas internacionales,
huelgas políticas y huelgas sindicales, huelgas industriales en general y
huelgas provocadas por un acontecimiento determinado, huelgas que surgen de los
esfuerzos de conjunto del proletariado, etc. Basta recordar toda la
variedad de fenómenos concretos de la huelga general, las múltiples
experiencias debidas a ese medio de lucha, para mostrar que toda tentativa de
esquematizar, de rechazar o de glorificar sumariamente esta arma es una ligereza.
Haciendo
abstracción de la huelga general industrial, puramente sindical, la huelga
general se ha convertido ya, en la mayoría de los países, en un fenómeno
cotidiano y, por lo tanto, se hace superfluo su tratamiento teórico. Nos
ocuparemos especialmente de la huelga
general política, que en nuestra opinión, según la naturaleza de este
método de lucha, debe clasificarse en dos categorías: la huelga general anarquista y la huelga política accidental de masas,
que podríamos llamar la huelga ad hoc.
En la primera, se debe ubicar sobre todo la huelga general nacional por la
introducción del régimen socialista, que desde hace mucho tiempo es la idea
fija de los sindicatos franceses, de los brusistas y de los alemanistas. Esta
concepción fue expresada con la mayor claridad en el periódico La Internacional
del 27 de mayo de 1869: “Si las huelgas
se extienden y se unen entre sí, son capaces de convertirse en una huelga
general; y una huelga general, con las ideas de emancipación que reinan
actualmente no puede desembocar más que en una gran catástrofe, que realizarla
la revolución social.” En el mismo sentido está concebida una decisión del
congreso sindical francés de Bordeaux, en 1888: “Solamente la huelga general o la revolución podrá realizar la
emancipación de la clase obrera.” Un equivalente característico de esta
decisión es otra resolución, votada por el mismo congreso, que invita a los
obreros a “separarse claramente de los políticos que los engañan”. Otra
proposición francesa, sostenida por Aristide
Briand y combatida por Carl
Legien, en el último congreso socialista internacional en
París, en el verano 1900, se basa en las mismas consideraciones: “invita a los obreros del mundo entero a
organizarse para la huelga general, ya sea que esta organización deba ser entre
sus manos un simple medio, una palanca para ejercer la presión indispensable
sobre la sociedad capitalista para la realización de las reformas necesarias,
políticas y económicas, ya sea que las circunstancias se vuelvan tan favorables
que la huelga general pueda ser puesta al servicio de la revolución social”.
En la misma categoría podemos clasificar la idea de recurrir a la huelga
general contra las guerras capitalistas. Esta idea fue expresada ya en el
congreso de la Internacional, en Bruselas, en 1868, en una resolución retomada
y defendida en el transcurso del último decenio del siglo pasado por Ferdinand Domela Nieuwenhuis, en los
congresos socialistas de Bruselas, de Zúrich y de Londres.
Lo que
caracteriza esta concepción, en ambos casos, es la fe en la huelga general como
si fuera una panacea universal contra la sociedad capitalista o bien, lo que
viene a ser lo mismo contra algunas de sus funciones vitales, la fe en una
categoría abstracta, absoluta, de la huelga general; considerada como el medio
de la lucha de ciases que a cada instante y en todos los países es aplicable y
eficaz por igual. Los panaderos no venden bollitos, los faroles permanecen
apagados, los ferrocarriles y los tranvías no circulan más, ¡es el acabóse!...
Este esquema trazado en el papel, a imagen de una varita que gira en el vacío,
evidentemente era aplicable a todos los tiempos y a todos los países. Esta
abstracción del lugar y del tiempo, de las condiciones políticas concretas de
la lucha de clases en cada país, al mismo tiempo que la unión orgánica de la
lucha socialista decisiva con las luchas proletarias de cada día, con el
trabajo progresivo de educación y de organización, marca la huella anarquista
tipo de esta concepción. Pero el carácter anarquista revelaba también el
carácter utópico de esta teoría y conducía nuevamente a la necesidad de combatir
por todos los medios la idea de la huelga general.
Esta es la
razón por la que vemos a la socialdemocracia alzarse desde hace decenas de años
contra la huelga general. Las críticas infatigables del partido obrero francés
contra los sindicatos franceses apuntaban al mismo fondo que los duelos de la
delegación alemana con Nieuwenhuis en los congresos internacionales. La
socialdemocracia alemana adquirió allí un mérito particular, no solamente
oponiendo argumentos científicos a la teoría utópica, sino sobre todo
respondiendo a las especulaciones sobre una batalla única y definitiva de los
“brazos caídos” contra el sistema burgués, con la práctica de la lucha política
cotidiana en el terreno del parlamentarismo.
Pero hasta
allí, y no más lejos, llegan los argumentos tan a menudo expresados por la
socialdemocracia contra la huelga general. La crítica del socialismo científico
se dirigía únicamente contra la teoría absoluta, anarquista, de la huelga
general, y en efecto solamente contra ella podía dirigirse.
La huelga
general política accidental, tal como la emplearon en diversas ocasiones los
obreros franceses para ciertos objetivos políticos, por ejemplo en el caso
señalado de Carmaux, y tal como la aplicaron sobre todo los obreros belgas en
varias oportunidades en la lucha por el sufragio universal, no tiene nada en
común con la idea anarquista de la huelga general, salvo el nombre y los
aspectos técnicos, pero, políticamente, son dos concepciones diametralmente
opuestas. Mientras en la base de la consigna anarquista de la huelga de masas
hay una teoría general y abstracta, las huelgas políticas de la última
categoría son, en algunos países o incluso en algunas ciudades y comarcas,
solamente el producto de una situación particular, el medio para conseguir cierto
resultado político. La eficacia de esta arma no puede ser puesta en duda ni en
general ni a priori, porque los hechos, las victorias logradas en Francia y en
Bélgica prueban lo contrario. Toda la argumentación que fue tan eficaz contra
Nieuwenhuis y contra los anarquistas franceses, es impotente contra las huelgas
generales políticas locales. La afirmación de que la realización de una huelga
general tiene como condición previa cierto nivel de organización y de educación
del proletariado que hacen a la misma huelga superflua, y la toma del poder
político por la clase obrera indiscutible e inevitable, esa brillante estocada
del viejo Liebknecht ( y aquí) contra Nieuwenhuis, no puede
aplicarse a huelgas generales políticas locales y accidentales, ya que para
estas últimas la única condición previa necesaria es una consigna política
popular y una situación favorable. Al contrario, no cabe duda de que las
huelgas generales belgas, como medios de lucha por el sufragio universal,
arrastran regularmente al movimiento mayores masas populares de aquellas que
están dotadas de la conciencia socialista en el verdadero sentido de la
palabra. La huelga política de Carmaux también tuvo un efecto de educación tan
fuerte y rápido que hasta un diputado de la derecha les dijo a los socialistas
al final de la campaña: “Produzcan algunos éxitos más como el de Carmaux, y
habrán conquistado los campos, ya que los campesinos están siempre del lado del
más fuerte, y ustedes probaron que son más fuertes que la Compañía de minas,
que el gobierno y que la cámara.”1
Así, en lugar de moverse en el círculo cerrado de la educación socialista,
supuesta condición indispensable, y del resultado esperado en favor de esta
educación como ocurrió con las huelgas generales de Nieuwenhuis o con las
huelgas anarquistas en Francia, la huelga general política accidental gravita
únicamente alrededor de los factores profundos y excitantes de la vida política
cotidiana, y al mismo tiempo, sirve de medio eficaz para la agitación
socialista.
1 Almanch du Parti ouvrier, 1893.
Del mismo
modo, imaginar una contradicción entre el trabajo político de todos los días
(sobre todo el parlamentarismo) y este último tipo de huelga general, es
malograr el objetivo final, ya que lejos de querer remplazar las pequeñas
tareas parlamentarias, la huelga general política no hace sino agregarse, como
un nuevo eslabón de una cadena, a los otros medios de agitación y lucha. Más
aún, se pone directamente, como instrumento, al servicio del parlamentarismo.
Es característico observar que todas las huelgas generales políticas sirvieron
hasta ahora para defender o conquistar derechos parlamentarios: la de Carmaux
fue realizada por el sufragio comunal, la de Bélgica por el sufragio universal.
El hecho de
que todavía no se hayan producido huelgas generales políticas en Alemania y que
éstas sólo hayan sido practicadas en un pequeño número de países, no es porque
aquéllas estarían en contradicción con un supuesto “método alemán” de la lucha
socialista, sino porque se requieren condiciones sociales y políticas muy
determinadas para posibilitar el uso de la huelga general como instrumento
político. En Bélgica lo que favorece y acelera la extensión local de la huelga
es el desarrollo industrial elevado comparado con la superficie reducida del
país, de manera que un número de huelguistas que en términos absolutos no es
muy considerable (alrededor de 300.000) basta para paralizar la vida económica
del país. Con su gran superficie, sus distritos industriales y su numeroso
ejército obrero, Alemania se encuentra, al respecto, en una situación
incomparablemente desfavorable. Lo mismo ocurre con Francia y en general con
los grandes países que poseen una menor centralización industrial.
Pero el
elemento decisivo que se le agrega es la vigencia de la libertad de coalición y
de costumbres democráticas. En un país en que los obreros en huelga son
llevados al trabajo por la policía y los gendarmes, como en Alta Silesia, en
que la agitación de los huelguistas entre los que “consienten en trabajar”
conduce directamente a la cárcel, si no a los trabajos forzados, naturalmente
no se podría hablar de una huelga general política. El uso que se ha hecho
hasta ahora de la huelga general como un arma política únicamente en Bélgica, y
en parte en Francia, no debe ser considerado, pues, como una superioridad
imaginaria de la socialdemocracia alemana y una desviación momentánea de los
países latinos. Al contrario (junto a la falta de ciertas condiciones sociales
y geográficas) es un testimonio más de nuestra inferioridad política
semiasiática.
Finalmente,
el ejemplo de Inglaterra, donde en gran medida están dadas todas las
condiciones económicas y políticas para una huelga general victoriosa y donde
esta poderosa arma, sin embargo, nunca es aplicada en la lucha política,
muestra también otra condición importante de su aplicación: la profunda
interpenetración del movimiento obrero sindical y político. Mientras en Bélgica
la lucha económica y la lucha política funcionan como un todo orgánico,
uniéndose los sindicatos al partido en toda acción importante, la política de
grupo de los trade-unions, estrechamente sindical, y, por esta razón, dividida,
así como la ausencia de un partido socialista fuerte en Inglaterra, excluyen la
unión de los dos movimientos en la huelga general política.
Un examen
serio demuestra, así, que toda apreciación o condena de la huelga general que
no tenga en cuenta las circunstancias particulares de cada país, y que se base
fundamentalmente en la práctica alemana, no es más que presunción nacional y
esquematización irreflexiva. En esta ocasión vemos una vez más que cuando nos
ponderan con tanta elocuencia las ventajas de la “mano libre” en la táctica
socialista de la “no determinación”, de la adaptación a toda la variedad de las
circunstancias concretas, en el fondo no se trata de otra cosa que de la
libertad de pactar con los partidos burgueses. Pero, en cuanto se trata de una
acción de clase, de un método de lucha que se asemeje, aunque fuera de lejos, a
una táctica revolucionaria, los entusiastas de la “mano libre” se presentan
inmediatamente como estrechos dogmáticos, deseosos de encerrar la lucha de
clases del mundo entero en los cepos de la supuesta táctica alemana.
Ahora bien,
si la huelga general belga no ha tenido ningún resultado, este hecho es insuficiente
para justificar una “revisión” de la táctica belga, ya que es evidente que la
huelga general no ha sido ni preparada, ni realmente política, sino que al
contrario fue suspendida por los jefes antes de haber podido desembocar en
algo, Como la dirección política, o más precisamente, la dirección
parlamentaría del movimiento no había encarado la acción de masas, las masas en
huelga se quedaron indecisas, en segundo plano, sin ninguna relación con la
acción real efectuada en el proscenio, hasta el momento que se les ordenara
retirarse totalmente. El fracaso de la reciente campaña belga, por lo tanto, no
demuestra que la huelga general es impotente, del mismo modo que la
capitulación de Bazaine a Metz no prueba la inutilidad de las fortalezas en la
guerra, o que el ocaso parlamentario de los liberales alemanes no constituye un
argumento en favor de la impotencia del parlamentarismo.
Muy por el
contrario, el fracaso de la última acción del partido obrero belga debe
convencer a todos aquellos que conocen los acontecimientos que la huelga
general (si realmente la hubieran usado) podía dar resultados. Y la necesidad
de revisar la táctica de los camaradas belgas, en nuestra opinión se impone
sólo en el sentido en que lo hemos indicado en nuestro artículo precedente. La
campaña de abril demostró claramente que una huelga dirigida indirectamente
contra los clericales, pero directamente contra la burguesía, no dará resultado
si el proletariado en lucha está ligado políticamente a la burguesía. De este
modo la burguesía se convierte en una traba que paraliza a la clase obrera, en
lugar de ser un medio de presión política sobre el gobierno. La enseñanza más
importante de la experiencia belga no condena a la huelga general en sí; al
contrario, condena la alianza parlamentaria con el liberalismo, que destina al
fracaso a toda huelga general.
Pero es
preciso combatir con energía la costumbre de reaccionar contra la simple
palabra “huelga general” por medio de las viejas consignas de otros tiempos,
que sirvieron y terminaron de servir para luchar contra las elucubraciones
estúpidas de los anarquistas y de Nieuwenhuis, así como por las tentativas de
“revisar” la táctica belga, únicamente en virtud de la incomprensión absoluta
de los acontecimientos de Bélgica. Es preciso combatir esta manía tanto más
enérgicamente cuanto que no sólo la clase obrera belga, sino también el
proletariado sueco, se aprestan a recurrir, tanto hoy como ayer, al arma de la
huelga general en la lucha por el sufragio universal Sería muy triste que una parte
de los militantes de esos países, por más insignificante que fuese, se dejara
despistar en su estrategia por frases sobre la excelencia de los métodos
supuestamente “alemanes”.
III Violencia y legalidad
Aunque se haya
hablado mucho, estos últimos tiempos, de la imposibilidad definitiva de emplear
“medios revolucionarios al estilo antiguo”, nunca se ha dicho claramente lo que
se entiende por esos medios ni por qué cosa se los quiere remplazar.
Así, pues,
en ocasión de la derrota belga, por lo común se opone a los “medios
revolucionarios”, es decir a la revolución violenta, a las luchas callejeras,
la organización y la educación cotidianas de las masas obreras. Pero tal manera
de proceder es errónea porque la organización y la educación en sí mismas no
son aún la lucha, sino únicamente los medios de preparación para la lucha y,
como tales son necesarias tanto para la revolución como para cualquier otra
forma de lucha. La organización y la educación en sí mismas no hacen superflua
la lucha política, del mismo modo que la constitución de sindicatos y la
percepción de cotizaciones no hacen superfluas las luchas por los salarios y
las huelgas. Lo que en realidad se preconiza, al oponer a los “medios
revolucionarios” las ventajas de la organización y la educación, es la
separación de la revolución violenta de la reforma legal, del parlamentarismo.
“Es posible pasar del capitalismo al comunismo por una serie de formas
sociales, de instituciones jurídicas y económicas; por eso nuestro deber es
desarrollar ante el parlamento esta progresión lógica.” Estas palabras de Jaurés (Petite République, 11 de febrero de 1902)
formulan claramente esta concepción, igual que esta otra declaración suya: “El
único método que le queda al proletariado es el de la organización y la acción
legal” (Petite République, 15 de febrero de 1902).
Para
clarificar la cuestión es extremadamente importante estar convencido de su
necesidad, para desechar todas las frases inútiles sobre la eficacia de la
organización y la educación de las masas y para concentrar la discusión en el
verdadero punto en cuestión.
Lo que sobre
todo nos parece extraño en la firme decisión de substituir la acción
parlamentaria a todo uso de la violencia en la lucha proletaria, es la idea de
que una revolución puede ser hecha arbitrariamente. Partiendo de esta
concepción, se proclaman revoluciones o se renuncia a ellas, se las prepara y
se las aplaza, según que se las haya reconocido útiles, superfluas o nocivas, y
depende únicamente de la convicción que domine en la socialdemocracia el hecho
de que en el porvenir se produzcan o no revoluciones en los países
capitalistas. Tanto como subestima la potencia del partido obrero en otras
cuestiones, en este punto la teoría legalista del socialismo la sobrestima.
La historia
de todas las revoluciones precedentes nos muestra que los grandes movimientos
populares, lejos de ser un producto arbitrario y consciente de los supuestos
“jefes” o de los “partidos”, como se imaginan el policía y el historiador
burgués oficial, son más bien fenómenos sociales elementales, producidos por
una fuerza natural que posee su fuente en el carácter de clase de la sociedad
moderna. El desarrollo de la socialdemocracia no cambió en nada este estado de
cosas, y su papel por otra parte no consiste en prescribir leyes a la evolución
histórica de la lucha de clases sino, por el contrario, en ponerse al servicio
de esas leyes, en plegarlas así a su voluntad. Si la socialdemocracia se
opusiera a revoluciones que se presentan como una necesidad histórica, el único
resultado sería haber transformado la socialdemocracia de vanguardia en
retaguardia, en obstáculo impotente ante la lucha de clases, que al fin de
cuentas triunfaría, mal o bien, sin ella y, llegado el caso, aun contra ella.
Basta con
aprehender estos simples hechos para reconocer que la cuestión: revolución o
transición puramente legal al socialismo, no es propia de la táctica
socialdemócrata, sino que sobre todo es una cuestión de la evolución histórica.
En otros términos, al eliminar la
revolución de la lucha de clases proletaria, nuestros oportunistas decretan
ni más ni menos que la violencia ha dejado de ser un factor de la historia
moderna.
Este es el
fondo teórico de la cuestión. Basta con formular esta concepción para que su
sentido salte a la vista. La violencia, lejos de dejar de desempeñar un papel
histórico por la aparición de la “legalidad” burguesa, del parlamentarismo, es
hoy, como en todas las épocas precedentes, la base del orden político
existente. Todo el estado capitalista se
basa en la violencia. Su organización militar por sí misma es una prueba
suficiente y sensible, y el doctrinarismo oportunista realmente debe tener
dones milagrosos para no percibirlo. Pero los mismos dominios de la “legalidad”
suministran suficientes pruebas, si se mira más de cerca. ¿Los créditos para
China no son acaso medios suministrados por la “legalidad”, por el
parlamentarismo, para ejecutar actos de violencia? Las sentencias de los
tribunales, como la de Löbtau ¿no son acaso un ejercicio “legal” de violencia?
O mejor aún: ¿en qué consiste a decir verdad toda la función de la legalidad
burguesa?.
Si un “libre
ciudadano” es encerrado por otro ciudadano contra su voluntad, por coacción, en
un sitio estrecho e inhabitable, y si lo detienen allí durante algún tiempo,
todo el mundo comprende que es un acto de violencia. Pero en cuanto la
operación se efectúa en virtud de un libro impreso, llamado código penal, y ese sitio se llama
“cárcel real prusiana”, se transforma en un
acto de la legalidad pacífica. Si un hombre es forzado por otro, y contra
su voluntad, a matar sistemáticamente a sus semejantes, es un acto de
violencia. Pero en cuanto esto se llama “servicio
militar”, el buen ciudadano se imagina respirar en medio de una paz y
legalidad completas. Si una persona es privada por otra de una parte de su
propiedad o de sus ingresos, nadie dudará en decir que es un acto de violencia,
pero en cuanto esta maquinación se llama “percepción
de impuestos indirectos”, ya no se trata más que de la aplicación de la ley.
En una
palabra, lo que se presenta ante nuestra vista como legalidad burguesa, no es
otra cosa que la violencia de la clase dirigente, erigida de antemano como
norma imperativa. En cuanto los diferentes actos de violencia han sido fijados
como norma obligatoria, la cuestión puede reflejarse al revés en el cerebro de
los juristas burgueses, del mismo modo que en los de los oportunistas socialistas: el “orden legal” como una creación
independiente de la “justicia”, y la violencia del estado como una simple
consecuencia como una “sanción” de las leyes. En realidad, la legalidad
burguesa (y el parlamentarismo en cuanto legalidad en devenir), por el
contrario, no es más que una formación social determinada de la violencia política
de la burguesía, que florece sobre su fundamento económico.
Se puede
reconocer entonces hasta qué punto es caprichosa toda la teoría del legalismo
socialista. Mientras las clases
dirigentes se apoyan en la violencia para toda su acción, el proletariado
debería renunciar de entrada y de una vez por todas al uso de la violencia en
la lucha contra esas clases. ¿Qué formidable espada debe emplear entonces
para derribar la violencia del poder? La misma legalidad, por la cual la
violencia de la burguesía se atribuye el sello de la norma social y su
omnipotencia.
Cierto es
que el terreno de la legalidad burguesa del parlamentarismo no es solamente un
campo de dominación para la clase capitalista, sino también un terreno de
lucha, sobre el cual tropiezan los antagonismos entre proletariado y burguesía.
Pero del mismo modo que el orden legal para la burguesía no es más que una
expresión de su violencia, para el proletariado la lucha parlamentaria no puede
ser más que la tendencia a llevar su propia violencia al poder. Si detrás de
nuestra actividad legal y parlamentaria no está la violencia de la clase
obrera, siempre dispuesta a entrar en acción en el momento oportuno, la acción
parlamentaria de la socialdemocracia se convierte en un pasatiempo tan
espiritual como extraer agua con una espumadera. Los amantes del realismo, que
subrayan los “positivos éxitos” de la actividad parlamentaria de la
socialdemocracia para utilizarlos como argumentos contra la necesidad y la
utilidad de la violencia en la lucha obrera, no notan que esos éxitos, por más
ínfimos que sean, sólo pueden ser considerados como los productos del efecto
invisible y latente de la violencia.
Pero hay
algo mejor aún. El hecho de que encontremos siempre la violencia en la base de
la legalidad burguesa se expresa en las vicisitudes de la historia del propio
parlamentarismo.
La práctica
lo demuestra a todas luces: en cuanto las clases dirigentes se persuadieron de
que nuestros parlamentarios no están apoyados por grandes masas populares
dispuestas a la acción si es preciso, de que las cabezas revolucionarías y las
lenguas revolucionarias no son capaces o consideran inoportuno hacer actuar,
llegado el caso, a los puños revolucionarios, el mismo parlamentarismo y toda
la legalidad se les escaparía tarde o temprano como base de la lucha política;
prueba positiva para corroborar lo dicho: las vicisitudes del sufragio en
Sajonia; prueba negativa: el sufragio en el Reichstag. Nadie dudará que el
sufragio universal, tan a menudo amenazado en el Reich, está mantenido no en
consideración al liberalismo alemán, sino principalmente por temor a la clase
obrera, por la certeza de que la socialdemocracia lo tomaría en serio. Y del
mismo modo, los mayores fanáticos de la legalidad no se atreverían a poner en
duda que en caso de que, pese a todo, un buen día nos escamotearan el sufragio
universal en el Reich, la clase obrera no podría contar solamente con las
“protestas legales”, sino que debería apelar a medios violentos para
reconquistar tarde o temprano el terreno legal de lucha.
Así, la
teoría del legalismo socialista se reduce al absurdo por las eventualidades
prácticas. Lejos de ser destronada por la “legalidad”, la violencia aparece
como la base y el protector real de la legalidad, tanto por el lado de la
burguesía como por el del proletariado.
Y por otra
parte la legalidad evidencia ser el producto, sometido a perpetuas
oscilaciones, de la relación de fuerzas de las clases que se enfrentan. Baviera
y Sajonia, Bélgica y Alemania suministran ejemplos bastante recientes,
demostrando que las condiciones parlamentarias de la lucha política son
otorgadas o negadas, mantenidas o quitadas, según que los intereses de la clase
dirigente puedan estar seguros o no por esas instituciones, según que la
violencia latente de las masas populares ejerza su efecto como arma de ataque o
de defensa.
Ahora bien,
que en ciertos casos extremos no se puede prescindir de la violencia como medio
de defensa de los derechos parlamentarios, no implica que en otros aquélla no
sea un medio de ofensiva irremplazable, allí donde aún se trata de conquistar
el terreno legal de la lucha de clases.
Las
tentativas de revisar el “método revolucionario” como resultado de los
recientes acontecimientos belgas son quizás la más singular demostración de
consecuencia política que la tendencia revisionista haya suministrado desde
hace años. Aun si se pudiera hablar de un fracaso del “método revolucionario”
en la campaña belga en cuanto al uso de la violencia, la condena sumaria de
este método como consecuencia de la derrota belga partiría de la suposición de
que su uso en la lucha obrera debe ser en todos los casos y en todas las
circunstancias una garantía de éxito. Es evidente que al adoptar tales
conclusiones, desde hace ya mucho tiempo tendríamos que haber renunciado a la
lucha sindical, a las luchas por los salarios, ya que éstas nos han traído
innumerables derrota.
Pero lo más
extraño es que en la lucha belga, que supuestamente habría servido para
demostrar la ineficacia de los métodos violentos, de ningún modo los obreros recurrieron
a la violencia (a menos que, a ejemplo de la policía, se pretenda considerar la
huelga apacible como un acto de “violencia”). No estaba proyectada ni tampoco
se intentó hacer una revolución callejera. Y precisamente por eso la derrota
belga atestigua lo contrario de lo que se esfuerzan por hacerle demostrar: que
actualmente, en Bélgica, teniendo en cuenta la traición de los liberales y la
firmeza del clericalismo, dispuesto a servirse de todos los medios, el sufragio
universal tiene muy pocas posibilidades de ser reconocido si se renuncia a la
violencia.
¡Pero esta
derrota prueba algo más aún! Prueba que si formas parlamentarías tan
elementales, puramente burguesas, que no superan de ningún modo el marco del
orden existente, tales como el sufragio universal, no pueden ser conquistadas
por la vía pacífica, que si las clases dirigentes apelan a la violencia brutal
para resistir una reforma puramente burguesa y muy natural en el estado
capitalista, todas las especulaciones acerca de una abolición parlamentaria y
pacífica del poder del estado capitalista, de la dominación de clases, no son
más que una ridícula y pueril fantasía.
¡La derrota
belga prueba otra cosa más! Demuestra una vez más que si los legalistas
socialistas consideran la democracia burguesa como la forma histórica llamada a
realizar gradualmente el socialismo, no operan con una democracia y un
parlamentarismo concretos, tales como existen miserablemente aquí, sino con una
democracia imaginaria y abstracta, que alzándose por encima de todas las
clases, se desarrolla hasta el infinito y ve aumentar ininterrumpidamente su
poder.
La
subestimación caprichosa de la reacción creciente y la sobrestimación
igualmente caprichosa de las conquistas de la democracia son inseparables y se
complementan mutuamente de la manera más feliz. Ante las miserables reformas de
Millerand y los éxitos microscópicos del republicanismo, Jaurés rebosa de
alegría proclamando como piedra angular del orden socialista toda ley sobre la
reforma de la instrucción en los colegios, todo proyecto de una estadística de
desocupación. Al hacer esto, nos recuerda a su compatriota Tartarín de
Tarascón, que, en su famoso “jardín encantado”, entre macetas de flores y
bananas gruesas como un dedo, baobabs y cocoteros, se imagina que está paseando
a la sombra fresca de un bosque virgen de los trópicos.
Y nuestros
oportunistas se tragan esas bofetadas (como; la última traición del liberalismo
belga) y declaran que el socialismo sólo podrá ser realizado por la democracia
del estado burgués.
No se dan
cuenta que no hacen más que repetir en otros términos las viejas teorías según
las cuales la legalidad y la democracia burguesa están llamadas a realizar la
libertad, la igualdad y la bienaventuranza generales (no las teorías de la gran
revolución francesa, cuyas consignas no fueron más que una creencia ingenua
antes de la gran prueba histórica, sino las teorías de los literatos y los
abogados charlatanes de 1848, de los Odilon Barrot, Lamartine, Garnier-Pages,
que juraban realizar todas las promesas de la gran revolución por medio de la
vulgar charlatanería parlamentaria). Fue preciso que esas teorías fracasaran
cotidianamente durante un siglo y que la socialdemocracia, encarnando el
fracaso de esas teorías, las enterrara tan radicalmente que hasta su recuerdo,
el recuerdo de sus autores y de todo el colorido histórico, se desvaneciera
para que hoy pudieran resucitar y presentarse como ideas absolutamente nuevas,
susceptibles de conducir a los objetivos de la socialdemocracia. Lo que está en
la base de las enseñanzas oportunistas, por lo tanto, no es, como uno se lo
imagina, la teoría de la evolución, sino de las repeticiones periódicas de la
historia, de la que cada edición es más aburrida e insulsa que la precedente.
Indiscutiblemente
la socialdemocracia alemana realizó una revisión extremadamente importante de
la táctica socialista, hace algunas decenas de años, y de ese modo adquirió un
inmenso prestigio ante el proletariado internacional. Esta revisión fue la
destrucción de la vieja creencia en la revolución violenta como único método de
la lucha de clases, como medio aplicable en cualquier momento para instaurar el
orden socialista. Hoy, la opinión dominante, formulada nuevamente por Kautsky, en la resolución de París, dice que la toma del poder
político por la clase obrera no puede ser más que el resultado de un período
más o menos largo de lucha social regular y cotidiana, en que el esfuerzo para
democratizar progresivamente el estado y el parlamentarismo constituye un medio
extremadamente eficaz de recuperación ideológica y, en parte, material de la
clase obrera.
Esto es todo
lo que demostró la socialdemocracia en los hechos. No obstante, esto no quiere
decir que la violencia haya sido desechada de una vez por todas, ni que las
revoluciones violentas hayan sido repudiadas como medio de lucha del
proletariado y que el parlamentarismo haya sido proclamado el único método de
la lucha de clases. Muy por el contrario, la violencia es y sigue siendo el
último medio de la clase obrera, la ley suprema, ora latente, ora actuante, de
la lucha de clases. Y si nosotros “revolucionamos” los cerebros con nuestra
actividad parlamentaria y nuestro trabajo, lo hacernos para que en caso de
necesidad, la revolución baje de las cabezas a los puños.
Es cierto
que no es por amor a la violencia o por romanticismo revolucionario, sino por
dura necesidad histórica, que los partidos socialistas deben prepararse para
sostener encuentros violentos con la sociedad burguesa, tarde o temprano, en
los casos en que nuestros esfuerzos tropiecen con los intereses vitales de las
clases dominantes. El parlamentarismo como método exclusivo de la lucha
política de la clase obrera no es menos caprichoso y, en el fondo, no menos
reaccionario que la huelga general o la barricada como método exclusivo. La
revolución violenta, en las circunstancias actuales, sin duda es una espada de
doble filo y difícil de manejar. Y nosotros creemos que debemos esperar que el
proletariado no recurrirá a ese método sino cuando vea en él la única salida
posible y, por supuesto, con la única condición de que toda la situación
política y la relación de fuerzas garantice más o menos la probabilidad del
éxito. Pero la clara comprensión de la necesidad del uso de la violencia, tanto
en los diferentes episodios de la lucha de clases como para la conquista final
del poder estatal, es indispensable de antemano, ya que precisamente es esta
comprensión la que da impulso y. eficacia a nuestra actividad pacífica y legal.
Si llevada
por las sugestiones de los oportunistas la socialdemocracia realmente
pretendiera renunciar de antemano y de una vez por todas a la violencia, si
pretendiera exhortar a las masas obreras a respetar la legalidad burguesa, toda
su lucha política, parlamentaria y demás, tarde o temprano se derrumbaría
lamentablemente para dar lugar a la dominación sin límites de la violencia
reaccionaria.
14 de mayo
de 1902
Valencia, julio de 2018
Rosa
Luxemburg: La lucha contra el socialismo en Bélgica (febrero de 1895). Bélgica
(huelga de masas) parte I
Rosa
Luxemburgo. Cuestión de táctica [Sobre Bélgica] 4 de abril 1902. Bélgica
(huelga de masas) parte II
Rosa
Luxemburg: Saltos de la táctica (9 de abril de 1902). Bélgica (huelga de masas)
parte III
Rosa
Luxemburg: El tercer acto. 14 y 15 de abril de 1902.Bélgica (huelga de masas)
parte I V
Rosa
Luxemburg: ¡Sin impuestos! o ¡Sin timón! (21 de abril de 1902). Bélgica (huelga
de masas) parte V
Rosa
luxemburg: La causa de la derrota (22 de abril de 1902). Bélgica (huelga de
masas) parte VI
Rosa
Luxemburg. El experimento belga (26 de abril de 1902). Bélgica (huelga de
masas) parte VII
Émile Vandervelde: El experimento belga de nuevo (30 de abril de 1902)
Bélgica (huelga de masas) parte VIII
Agosto
Bebel. El socialismo y la huelga general en Alemania. (1905) Congreso de Jena
Congreso de
Jena
Rosa
Luxemburgo. La Huelga de masas, partido político y los sindicatos (1906)
Rosa
Luxemburg. Teoría y práctica [Una polémica contra la teoría del camarada
Kautsky de la huelga de masas] (1910)
Rosa
Luxemburg. ¿Y después qué? marzo de 1910(redactado en febrero)
Rosa
Luxemburg. ¿Desgaste o lucha? 1910 (27 de mayo y 3 de junio)
Rosa
Luxemburgo. Anarquistas, socialdemócratas y huelga general (17 de abril de
1912)
Rosa
Luxemburgo. Proyecto de Resolución presentada en el congreso de Jena de 1913.
(Sobre la huelga de masas)
Juan
Andrade. El primero de mayo a través del movimiento obrero (1 de mayo de 1937)
Andrés
Nin Primero de mayo de 1937
1º de
Mayo: sobran los motivos para la lucha
El
Primero de Mayo de 1890: Los orígenes de una celebración
1919 fecha histórica de las conquistas de la lucha de la clase obrera en
España. La jornada de 8 horas y el Retiro Obrero. Las contrarreformas laborales
durante el gobierno de Adolfo Suárez González, los gobiernos de Felipe
González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy Brey
‘Saqueo y sabotaje de los fondos de pensiones. Cronología de las
contrarreformas laborales, sanitarias y de las pensiones, por la burguesía
contra la clase obrera en el Estado capitalista español.
Desenmascarando a Santiago Carrillo, Julio Anguita, Francisco Fruto,
Gaspar Llamazares, Alberto Garzón y muchos más: caballos de Troya en el
movimiento obrero.
Desenmascarando las primaveras o revoluciones de colores en el mundo (la
no violencia al servicio del imperialismo). Cuarta parte
Rosa
Luxemburg en castellano
Rosa
Luxemburg 1871 - 1919
En inglés
En alemán
No hay comentarios:
Publicar un comentario