viernes, 28 de diciembre de 2018

Rosa Luxemburg. Y por tercera vez el experimento belga. (14 de mayo de 1902). Bélgica (huelga de masas) parte IX









( Und zum dritten Mal das belgische Experiment , Die Neue Zeit, año XX, volumen 2, 1901-1902; firmado el 14 de mayo de 1902)






II La huelga general …………………………………………  3


III Violencia y legalidad……………………………………..8


I Respuesta al camarada Émile Vandervelde

Si para formular nuestras observaciones críticas sobre la última campaña de los camaradas belgas por el sufragio universal no hemos esperado que terminaran los ataques de los adversarios burgueses contra la socialdemocracia belga, teníamos dos buenas razones. En primer lugar, porque sabemos que nuestro partido hermano belga, verdadero partido combativo, nunca dejó de ser el blanco de los ataques enemigos, y, en segundo lugar, porque la experiencia nos enseña que el camarada Vandervelde y sus amigos nunca se sintieron particularmente afectados por esos ataques, sino que al contrario, siempre prosiguieron su camino sin inquietarse, descargando sobre sus agresores burgueses algunos golpes bien dirigidos. No obstante, el examen crítico de su táctica en las recientes luchas le pareció a los mismos camaradas belgas lo bastante importante para convocar a tal efecto un congreso nacional extraordinario.


El camarada Vandervelde me reprocha que presente los acontecimientos de Bélgica de una manera totalmente inexacta. Los liberales no habrían tenido ninguna influencia sobre la conducta de los jefes socialistas, y la táctica, de los jefes obreros en cada una de las medidas adoptadas habrían tenido sus razones particulares.


Nadie más que nosotros se sentiría feliz de ver el error de nuestras alarmantes observaciones rectificado por labios autorizados, por el jefe más eminente de nuestros camaradas, belgas. Desdichadamente la exposición del camarada Vandervelde oscurece y complica todavía más la cuestión.



Los liberales se benefician con el injusto régimen electoral existente. En la campaña electoral se habrían dejado arrastrar corno si se tratara de conducirlos al matadero. En el fondo no han sido los aliados, sino los adversarios de los socialistas; pero, ¿cómo conciliar esto con el hecho de que el partido obrero, sin embargo, por amor a esos supuestos amigos, ha restringido el objetivo de la lucha por al sufragio masculino, ha renunciado oficialmente a fijar las condiciones que autorizan al derecho del voto (21 años) y ha hecho de la representación proporcional, bastante poco simpática para los camaradas belgas, una cláusula de la constitución?


Cómo explicarse entonces que los líderes obreros belgas hayan afirmado durante toda su campaña su solidaridad con los liberales, y que incluso, ante el pueblo, su primer grito haya sido, después de la derrota sufrida en la cámara y afuera: “¡Nuestra alianza con los liberales es más firme que nunca!”

El camarada Vandervelde tiene toda la razón al afirmar que en el fondo los liberales belgas son y se revelaron como los adversarios y no los amigos de la campaña por el sufragio universal. Pero, lejos de contradecir La afirmación de que los camaradas belgas se han solidarizado con los liberales en la última lucha, esto no hace sino explicar por qué esta lucha debía conducir, en tales circunstancias, a una estruendosa derrota.


Todo lo que escribe el camarada Vandervelde lo confirma. En cuanto los liberales, al comienzo de la campaña, traicionaron al partido obrero, debía ser evidente, en nuestra opinión, que nada podía esperarse de la acción parlamentaria y que solamente la acción extraparlamentaria, la acción callejera, era susceptible de dar resultados.

El camarada Vandervelde infiere, al contrario, que la acción extraparlamentaria perdió toda posibilidad de éxito en cuanto los liberales se alzaron contra los socialistas. La continuación de la huelga general tendría entonces el único objetivo de llevar al rey a disolver la cámara, y desde el momento en que el rey se negó, no se pudo hacer otra cosa que volverse a su casa. Pero así se pronunciaría la condena a muerte de la huelga general, no solamente en este caso especial, sino en general para Bélgica: ya que basta con que los liberales se pronuncien contra el movimiento de masas y que Cleopoldo lo mande al diablo (y con toda seguridad se puede contar en el porvenir con ambos resultados) para que la acción de la masa obrera sea reconocida inútil. Frente a esto sería preciso tan sólo que el camarada Vandervelde nos explique incluso por qué fue proclamada la huelga general, si no para ofrecer al mundo el maravilloso espectáculo de un rechazo del trabajo unánime y de una reanudación del mismo igualmente unánime.


Pero lo que más importa en este razonamiento del camarada Vandervelde es la conclusión inevitable de que el triunfo de ese sufragio universal ya no puede ser esperado más que por el método parlamentario, por una heroica victoria de los mismos clericales. Con gran seriedad, el camarada Vandervelde se apoya en una declaración del líder de la derecha belga, Sr. Woeste, declarándose dispuesto a todo nuevo engaño de sufragio, con la única excepción del sufragio universal integral, del que precisamente se trata.


La total falta de confianza en la acción de las masas populares, y la única esperanza en la acción parlamentaria, la tentativa de hacerle creer al enemigo que el que está vencido es él, cuando acaba de asestarle un vigoroso golpe en la cabeza, la búsqueda de pretextos en favor de la derrota durante la lucha, y el consuelo, al día siguiente de la derrota con una perspectiva incierta de futuras victorias, la creencia en toda suerte de milagros políticos salvadores, tales como la intervención de un rey, el suicidio político de los adversarios, todo esto es tan típico de la táctica pequeño burguesa liberal, que la argumentación del camarada Vandervelde reforzó todavía más nuestra opinión de que los liberales tenían la dirección ideológica durante la última campaña, sin que hayamos pensado siquiera que habría sido firmado un tratado de alianza notariado entre socialistas y liberales.


Por otra parte, si todavía teníamos dudas acerca de la exactitud objetiva de nuestras concepciones referentes a los acontecimientos belgas, concepciones que nos hemos formado de lejos, el curso del congreso extraordinario que acaban de mantener nuestros camaradas belgas las disiparían. Las propuestas de los socialistas de Charleroi, lamentando la decisión del consejo general sobre la reanudación del trabajo, y condenando todo compromiso con partidos burgueses, las declaraciones de los representantes de la gran masa de los mineros, de esos batallones que son los más antiguos e importantes del ejército obrero belga, demuestran que del mismo modo se puede, de cerca, desembocar en idénticas conclusiones.


Es cierto que el congreso finalizó con un voto de confianza al consejo general del partido obrero, cosa que prueba que la disciplina y la confianza en los jefes de nuestro partido belga aún no están, felizmente, seriamente desquiciadas. No obstante, la primera experiencia en que se tuvo en cuenta la táctica liberal condujo ya a vehementes discusiones; debería ser la última vez si no se quiere desembocar en consecuencias más graves.

Esto es lo que teníamos que responderle al camarada Vandervelde.

En esta ocasión parece necesario, no obstante, consagrarle a los acontecimientos belgas algunas observaciones de orden general.


Si hay una enseñanza que surge clara de la experiencia belga para el proletariado internacional, en nuestra opinión es precisamente esta: las esperanzas en la acción parlamentaria y la democracia burguesa sólo pueden orientarnos hacia una serie de derrotas políticas desmoralizadoras. Al respecto, los acontecimientos belgas tendrían que ser considerados como un ensayo práctico de las teorías del oportunismo y debieran llevar a sus partidarios a revisarlas.


Pero en algunos se produce el efecto contrario. Tanto en la prueba del partido belga como en la del partido alemán, se trata, extrañamente de acuerdo con el liberalismo burgués y el cura Naumann, de sacar provecho de la derrota belga en sentido inverso: para revisar la táctica revolucionaria. Se esfuerza por demostrar que la huelga general, la acción callejera en general, evidenciaron ser caducas e ineficaces. En Le Peuple de Bruselas, un camarada, Franz Fischer, llega hasta declarar que la lección suprema de las más recientes experiencias es la.... necesidad de pasar del “método de la fraseología revolucionaria de los franceses” al “método ponderado de organización y de propaganda de la socialdemocracia alemana, esa vanguardia del socialismo internacional”; aquí se apoya en un artículo, aparecido en el Eco de Hamburgo, que estima que la caída de la Comuna de París ( y aquí) había suministrado ya la última demostración de la ineficacia de los medios revolucionarios.


Por otra parte, se podía leer en la prensa del partido alemán, después de la reanudación del trabajo en Bélgica, que “la táctica seguida desde ahora por los camaradas belgas es la de la socialdemocracia alemana”; que la socialdemocracia alemana siempre combatió la huelga general como “inútil y superflua”; que siempre “consideró la educación política y la organización de la clase obrera como la única preparación segura para la conquista del poder político”.


Partiendo de los recientes acontecimientos, la revisión de la táctica belga en sentido inverso se hace, pues, por así decirlo, bajo la égida especial de la socialdemocracia alemana. Examinemos brevemente lo que se puede deducir de la táctica de la socialdemocracia alemana sobre la cuestión de la huelga de masas en particular, y luego en general, sobre el papel de la violencia en la lucha proletaria.


                       II La huelga general


La huelga general se, cuenta indudablemente entre las consignas más viejas del movimiento obrero moderno: en torno a esta cuestión se desarrollaron luchas extremadamente violentas y frecuentes en los medios socialistas. Pero si uno no se deja cegar por la palabra, por el sonido, si por el contrario se llega hasta el fondo de la cosa, es preciso reconocer que en casos diferentes se concibe, con el nombre de la huelga general, cosas totalmente diferentes y, en consecuencia, diferentemente apreciadas.



Es evidente que en caso de guerra, la famosa huelga general de Ferdinand Domela Nieuwenhuis es otra cosa que la huelga general internacional de los mineros, proyectada en el último decenio del siglo pasado en Inglaterra, y a favor de la cual Eleonor Marx hizo adoptar una proposición en el congreso de los socialistas franceses en Lille (octubre de 1890); es indudable que existen profundas diferencias entre la huelga general de octubre de 1898 en Francia, proclamada por todas las ramas para sostener el movimiento de los ferroviarios, que fracasó lamentablemente, y la huelga de los ferrocarriles del Noreste; de Suiza; del mismo modo la huelga general victoriosa de Carrnaux en 1893, para protestar contra la revocación del minero. Calvinhac, elegido alcalde, no tiene nada en común con el “mes sagrado” fijado ya por la convención partidaria en febrero de 1839, etc. En resumen, la primera condición para apreciar seriamente la huelga general es distinguir entre huelgas generales nacionales y huelgas internacionales, huelgas políticas y huelgas sindicales, huelgas industriales en general y huelgas provocadas por un acontecimiento determinado, huelgas que surgen de los esfuerzos de conjunto del proletariado, etc. Basta recordar toda la variedad de fenómenos concretos de la huelga general, las múltiples experiencias debidas a ese medio de lucha, para mostrar que toda tentativa de esquematizar, de rechazar o de glorificar sumariamente esta arma es una ligereza.



Haciendo abstracción de la huelga general industrial, puramente sindical, la huelga general se ha convertido ya, en la mayoría de los países, en un fenómeno cotidiano y, por lo tanto, se hace superfluo su tratamiento teórico. Nos ocuparemos especialmente de la huelga general política, que en nuestra opinión, según la naturaleza de este método de lucha, debe clasificarse en dos categorías: la huelga general anarquista y la huelga política accidental de masas, que podríamos llamar la huelga ad hoc. En la primera, se debe ubicar sobre todo la huelga general nacional por la introducción del régimen socialista, que desde hace mucho tiempo es la idea fija de los sindicatos franceses, de los brusistas y de los alemanistas. Esta concepción fue expresada con la mayor claridad en el periódico La Internacional del 27 de mayo de 1869: “Si las huelgas se extienden y se unen entre sí, son capaces de convertirse en una huelga general; y una huelga general, con las ideas de emancipación que reinan actualmente no puede desembocar más que en una gran catástrofe, que realizarla la revolución social.” En el mismo sentido está concebida una decisión del congreso sindical francés de Bordeaux, en 1888: “Solamente la huelga general o la revolución podrá realizar la emancipación de la clase obrera.” Un equivalente característico de esta decisión es otra resolución, votada por el mismo congreso, que invita a los obreros a “separarse claramente de los políticos que los engañan”. Otra proposición francesa, sostenida por Aristide Briand y combatida por Carl Legien, en el último congreso socialista internacional en París, en el verano 1900, se basa en las mismas consideraciones: “invita a los obreros del mundo entero a organizarse para la huelga general, ya sea que esta organización deba ser entre sus manos un simple medio, una palanca para ejercer la presión indispensable sobre la sociedad capitalista para la realización de las reformas necesarias, políticas y económicas, ya sea que las circunstancias se vuelvan tan favorables que la huelga general pueda ser puesta al servicio de la revolución social”. En la misma categoría podemos clasificar la idea de recurrir a la huelga general contra las guerras capitalistas. Esta idea fue expresada ya en el congreso de la Internacional, en Bruselas, en 1868, en una resolución retomada y defendida en el transcurso del último decenio del siglo pasado por Ferdinand Domela Nieuwenhuis, en los congresos socialistas de Bruselas, de Zúrich y de Londres.



Lo que caracteriza esta concepción, en ambos casos, es la fe en la huelga general como si fuera una panacea universal contra la sociedad capitalista o bien, lo que viene a ser lo mismo contra algunas de sus funciones vitales, la fe en una categoría abstracta, absoluta, de la huelga general; considerada como el medio de la lucha de ciases que a cada instante y en todos los países es aplicable y eficaz por igual. Los panaderos no venden bollitos, los faroles permanecen apagados, los ferrocarriles y los tranvías no circulan más, ¡es el acabóse!... Este esquema trazado en el papel, a imagen de una varita que gira en el vacío, evidentemente era aplicable a todos los tiempos y a todos los países. Esta abstracción del lugar y del tiempo, de las condiciones políticas concretas de la lucha de clases en cada país, al mismo tiempo que la unión orgánica de la lucha socialista decisiva con las luchas proletarias de cada día, con el trabajo progresivo de educación y de organización, marca la huella anarquista tipo de esta concepción. Pero el carácter anarquista revelaba también el carácter utópico de esta teoría y conducía nuevamente a la necesidad de combatir por todos los medios la idea de la huelga general.

Esta es la razón por la que vemos a la socialdemocracia alzarse desde hace decenas de años contra la huelga general. Las críticas infatigables del partido obrero francés contra los sindicatos franceses apuntaban al mismo fondo que los duelos de la delegación alemana con Nieuwenhuis en los congresos internacionales. La socialdemocracia alemana adquirió allí un mérito particular, no solamente oponiendo argumentos científicos a la teoría utópica, sino sobre todo respondiendo a las especulaciones sobre una batalla única y definitiva de los “brazos caídos” contra el sistema burgués, con la práctica de la lucha política cotidiana en el terreno del parlamentarismo.


Pero hasta allí, y no más lejos, llegan los argumentos tan a menudo expresados por la socialdemocracia contra la huelga general. La crítica del socialismo científico se dirigía únicamente contra la teoría absoluta, anarquista, de la huelga general, y en efecto solamente contra ella podía dirigirse.


La huelga general política accidental, tal como la emplearon en diversas ocasiones los obreros franceses para ciertos objetivos políticos, por ejemplo en el caso señalado de Carmaux, y tal como la aplicaron sobre todo los obreros belgas en varias oportunidades en la lucha por el sufragio universal, no tiene nada en común con la idea anarquista de la huelga general, salvo el nombre y los aspectos técnicos, pero, políticamente, son dos concepciones diametralmente opuestas. Mientras en la base de la consigna anarquista de la huelga de masas hay una teoría general y abstracta, las huelgas políticas de la última categoría son, en algunos países o incluso en algunas ciudades y comarcas, solamente el producto de una situación particular, el medio para conseguir cierto resultado político. La eficacia de esta arma no puede ser puesta en duda ni en general ni a priori, porque los hechos, las victorias logradas en Francia y en Bélgica prueban lo contrario. Toda la argumentación que fue tan eficaz contra Nieuwenhuis y contra los anarquistas franceses, es impotente contra las huelgas generales políticas locales. La afirmación de que la realización de una huelga general tiene como condición previa cierto nivel de organización y de educación del proletariado que hacen a la misma huelga superflua, y la toma del poder político por la clase obrera indiscutible e inevitable, esa brillante estocada del viejo Liebknecht ( y aquí) contra Nieuwenhuis, no puede aplicarse a huelgas generales políticas locales y accidentales, ya que para estas últimas la única condición previa necesaria es una consigna política popular y una situación favorable. Al contrario, no cabe duda de que las huelgas generales belgas, como medios de lucha por el sufragio universal, arrastran regularmente al movimiento mayores masas populares de aquellas que están dotadas de la conciencia socialista en el verdadero sentido de la palabra. La huelga política de Carmaux también tuvo un efecto de educación tan fuerte y rápido que hasta un diputado de la derecha les dijo a los socialistas al final de la campaña: “Produzcan algunos éxitos más como el de Carmaux, y habrán conquistado los campos, ya que los campesinos están siempre del lado del más fuerte, y ustedes probaron que son más fuertes que la Compañía de minas, que el gobierno y que la cámara.”1 Así, en lugar de moverse en el círculo cerrado de la educación socialista, supuesta condición indispensable, y del resultado esperado en favor de esta educación como ocurrió con las huelgas generales de Nieuwenhuis o con las huelgas anarquistas en Francia, la huelga general política accidental gravita únicamente alrededor de los factores profundos y excitantes de la vida política cotidiana, y al mismo tiempo, sirve de medio eficaz para la agitación socialista.

1 Almanch du Parti ouvrier, 1893.

Del mismo modo, imaginar una contradicción entre el trabajo político de todos los días (sobre todo el parlamentarismo) y este último tipo de huelga general, es malograr el objetivo final, ya que lejos de querer remplazar las pequeñas tareas parlamentarias, la huelga general política no hace sino agregarse, como un nuevo eslabón de una cadena, a los otros medios de agitación y lucha. Más aún, se pone directamente, como instrumento, al servicio del parlamentarismo. Es característico observar que todas las huelgas generales políticas sirvieron hasta ahora para defender o conquistar derechos parlamentarios: la de Carmaux fue realizada por el sufragio comunal, la de Bélgica por el sufragio universal.


El hecho de que todavía no se hayan producido huelgas generales políticas en Alemania y que éstas sólo hayan sido practicadas en un pequeño número de países, no es porque aquéllas estarían en contradicción con un supuesto “método alemán” de la lucha socialista, sino porque se requieren condiciones sociales y políticas muy determinadas para posibilitar el uso de la huelga general como instrumento político. En Bélgica lo que favorece y acelera la extensión local de la huelga es el desarrollo industrial elevado comparado con la superficie reducida del país, de manera que un número de huelguistas que en términos absolutos no es muy considerable (alrededor de 300.000) basta para paralizar la vida económica del país. Con su gran superficie, sus distritos industriales y su numeroso ejército obrero, Alemania se encuentra, al respecto, en una situación incomparablemente desfavorable. Lo mismo ocurre con Francia y en general con los grandes países que poseen una menor centralización industrial.


Pero el elemento decisivo que se le agrega es la vigencia de la libertad de coalición y de costumbres democráticas. En un país en que los obreros en huelga son llevados al trabajo por la policía y los gendarmes, como en Alta Silesia, en que la agitación de los huelguistas entre los que “consienten en trabajar” conduce directamente a la cárcel, si no a los trabajos forzados, naturalmente no se podría hablar de una huelga general política. El uso que se ha hecho hasta ahora de la huelga general como un arma política únicamente en Bélgica, y en parte en Francia, no debe ser considerado, pues, como una superioridad imaginaria de la socialdemocracia alemana y una desviación momentánea de los países latinos. Al contrario (junto a la falta de ciertas condiciones sociales y geográficas) es un testimonio más de nuestra inferioridad política semiasiática.



Finalmente, el ejemplo de Inglaterra, donde en gran medida están dadas todas las condiciones económicas y políticas para una huelga general victoriosa y donde esta poderosa arma, sin embargo, nunca es aplicada en la lucha política, muestra también otra condición importante de su aplicación: la profunda interpenetración del movimiento obrero sindical y político. Mientras en Bélgica la lucha económica y la lucha política funcionan como un todo orgánico, uniéndose los sindicatos al partido en toda acción importante, la política de grupo de los trade-unions, estrechamente sindical, y, por esta razón, dividida, así como la ausencia de un partido socialista fuerte en Inglaterra, excluyen la unión de los dos movimientos en la huelga general política.


Un examen serio demuestra, así, que toda apreciación o condena de la huelga general que no tenga en cuenta las circunstancias particulares de cada país, y que se base fundamentalmente en la práctica alemana, no es más que presunción nacional y esquematización irreflexiva. En esta ocasión vemos una vez más que cuando nos ponderan con tanta elocuencia las ventajas de la “mano libre” en la táctica socialista de la “no determinación”, de la adaptación a toda la variedad de las circunstancias concretas, en el fondo no se trata de otra cosa que de la libertad de pactar con los partidos burgueses. Pero, en cuanto se trata de una acción de clase, de un método de lucha que se asemeje, aunque fuera de lejos, a una táctica revolucionaria, los entusiastas de la “mano libre” se presentan inmediatamente como estrechos dogmáticos, deseosos de encerrar la lucha de clases del mundo entero en los cepos de la supuesta táctica alemana.
Ahora bien, si la huelga general belga no ha tenido ningún resultado, este hecho es insuficiente para justificar una “revisión” de la táctica belga, ya que es evidente que la huelga general no ha sido ni preparada, ni realmente política, sino que al contrario fue suspendida por los jefes antes de haber podido desembocar en algo, Como la dirección política, o más precisamente, la dirección parlamentaría del movimiento no había encarado la acción de masas, las masas en huelga se quedaron indecisas, en segundo plano, sin ninguna relación con la acción real efectuada en el proscenio, hasta el momento que se les ordenara retirarse totalmente. El fracaso de la reciente campaña belga, por lo tanto, no demuestra que la huelga general es impotente, del mismo modo que la capitulación de Bazaine a Metz no prueba la inutilidad de las fortalezas en la guerra, o que el ocaso parlamentario de los liberales alemanes no constituye un argumento en favor de la impotencia del parlamentarismo.


Muy por el contrario, el fracaso de la última acción del partido obrero belga debe convencer a todos aquellos que conocen los acontecimientos que la huelga general (si realmente la hubieran usado) podía dar resultados. Y la necesidad de revisar la táctica de los camaradas belgas, en nuestra opinión se impone sólo en el sentido en que lo hemos indicado en nuestro artículo precedente. La campaña de abril demostró claramente que una huelga dirigida indirectamente contra los clericales, pero directamente contra la burguesía, no dará resultado si el proletariado en lucha está ligado políticamente a la burguesía. De este modo la burguesía se convierte en una traba que paraliza a la clase obrera, en lugar de ser un medio de presión política sobre el gobierno. La enseñanza más importante de la experiencia belga no condena a la huelga general en sí; al contrario, condena la alianza parlamentaria con el liberalismo, que destina al fracaso a toda huelga general.



Pero es preciso combatir con energía la costumbre de reaccionar contra la simple palabra “huelga general” por medio de las viejas consignas de otros tiempos, que sirvieron y terminaron de servir para luchar contra las elucubraciones estúpidas de los anarquistas y de Nieuwenhuis, así como por las tentativas de “revisar” la táctica belga, únicamente en virtud de la incomprensión absoluta de los acontecimientos de Bélgica. Es preciso combatir esta manía tanto más enérgicamente cuanto que no sólo la clase obrera belga, sino también el proletariado sueco, se aprestan a recurrir, tanto hoy como ayer, al arma de la huelga general en la lucha por el sufragio universal Sería muy triste que una parte de los militantes de esos países, por más insignificante que fuese, se dejara despistar en su estrategia por frases sobre la excelencia de los métodos supuestamente “alemanes”.


                                III Violencia y legalidad


Aunque se haya hablado mucho, estos últimos tiempos, de la imposibilidad definitiva de emplear “medios revolucionarios al estilo antiguo”, nunca se ha dicho claramente lo que se entiende por esos medios ni por qué cosa se los quiere remplazar.



Así, pues, en ocasión de la derrota belga, por lo común se opone a los “medios revolucionarios”, es decir a la revolución violenta, a las luchas callejeras, la organización y la educación cotidianas de las masas obreras. Pero tal manera de proceder es errónea porque la organización y la educación en sí mismas no son aún la lucha, sino únicamente los medios de preparación para la lucha y, como tales son necesarias tanto para la revolución como para cualquier otra forma de lucha. La organización y la educación en sí mismas no hacen superflua la lucha política, del mismo modo que la constitución de sindicatos y la percepción de cotizaciones no hacen superfluas las luchas por los salarios y las huelgas. Lo que en realidad se preconiza, al oponer a los “medios revolucionarios” las ventajas de la organización y la educación, es la separación de la revolución violenta de la reforma legal, del parlamentarismo. “Es posible pasar del capitalismo al comunismo por una serie de formas sociales, de instituciones jurídicas y económicas; por eso nuestro deber es desarrollar ante el parlamento esta progresión lógica.” Estas palabras de Jaurés (Petite République, 11 de febrero de 1902) formulan claramente esta concepción, igual que esta otra declaración suya: “El único método que le queda al proletariado es el de la organización y la acción legal” (Petite République, 15 de febrero de 1902).



Para clarificar la cuestión es extremadamente importante estar convencido de su necesidad, para desechar todas las frases inútiles sobre la eficacia de la organización y la educación de las masas y para concentrar la discusión en el verdadero punto en cuestión.


Lo que sobre todo nos parece extraño en la firme decisión de substituir la acción parlamentaria a todo uso de la violencia en la lucha proletaria, es la idea de que una revolución puede ser hecha arbitrariamente. Partiendo de esta concepción, se proclaman revoluciones o se renuncia a ellas, se las prepara y se las aplaza, según que se las haya reconocido útiles, superfluas o nocivas, y depende únicamente de la convicción que domine en la socialdemocracia el hecho de que en el porvenir se produzcan o no revoluciones en los países capitalistas. Tanto como subestima la potencia del partido obrero en otras cuestiones, en este punto la teoría legalista del socialismo la sobrestima.



La historia de todas las revoluciones precedentes nos muestra que los grandes movimientos populares, lejos de ser un producto arbitrario y consciente de los supuestos “jefes” o de los “partidos”, como se imaginan el policía y el historiador burgués oficial, son más bien fenómenos sociales elementales, producidos por una fuerza natural que posee su fuente en el carácter de clase de la sociedad moderna. El desarrollo de la socialdemocracia no cambió en nada este estado de cosas, y su papel por otra parte no consiste en prescribir leyes a la evolución histórica de la lucha de clases sino, por el contrario, en ponerse al servicio de esas leyes, en plegarlas así a su voluntad. Si la socialdemocracia se opusiera a revoluciones que se presentan como una necesidad histórica, el único resultado sería haber transformado la socialdemocracia de vanguardia en retaguardia, en obstáculo impotente ante la lucha de clases, que al fin de cuentas triunfaría, mal o bien, sin ella y, llegado el caso, aun contra ella.


Basta con aprehender estos simples hechos para reconocer que la cuestión: revolución o transición puramente legal al socialismo, no es propia de la táctica socialdemócrata, sino que sobre todo es una cuestión de la evolución histórica. En otros términos, al eliminar la revolución de la lucha de clases proletaria, nuestros oportunistas decretan ni más ni menos que la violencia ha dejado de ser un factor de la historia moderna.


Este es el fondo teórico de la cuestión. Basta con formular esta concepción para que su sentido salte a la vista. La violencia, lejos de dejar de desempeñar un papel histórico por la aparición de la “legalidad” burguesa, del parlamentarismo, es hoy, como en todas las épocas precedentes, la base del orden político existente. Todo el estado capitalista se basa en la violencia. Su organización militar por sí misma es una prueba suficiente y sensible, y el doctrinarismo oportunista realmente debe tener dones milagrosos para no percibirlo. Pero los mismos dominios de la “legalidad” suministran suficientes pruebas, si se mira más de cerca. ¿Los créditos para China no son acaso medios suministrados por la “legalidad”, por el parlamentarismo, para ejecutar actos de violencia? Las sentencias de los tribunales, como la de Löbtau ¿no son acaso un ejercicio “legal” de violencia? O mejor aún: ¿en qué consiste a decir verdad toda la función de la legalidad burguesa?.


Si un “libre ciudadano” es encerrado por otro ciudadano contra su voluntad, por coacción, en un sitio estrecho e inhabitable, y si lo detienen allí durante algún tiempo, todo el mundo comprende que es un acto de violencia. Pero en cuanto la operación se efectúa en virtud de un libro impreso, llamado código penal, y ese sitio se llama “cárcel real prusiana”, se transforma en un acto de la legalidad pacífica. Si un hombre es forzado por otro, y contra su voluntad, a matar sistemáticamente a sus semejantes, es un acto de violencia. Pero en cuanto esto se llama “servicio militar”, el buen ciudadano se imagina respirar en medio de una paz y legalidad completas. Si una persona es privada por otra de una parte de su propiedad o de sus ingresos, nadie dudará en decir que es un acto de violencia, pero en cuanto esta maquinación se llama “percepción de impuestos indirectos”, ya no se trata más que de la aplicación de la ley.



En una palabra, lo que se presenta ante nuestra vista como legalidad burguesa, no es otra cosa que la violencia de la clase dirigente, erigida de antemano como norma imperativa. En cuanto los diferentes actos de violencia han sido fijados como norma obligatoria, la cuestión puede reflejarse al revés en el cerebro de los juristas burgueses, del mismo modo que en los de los oportunistas socialistas: el “orden legal” como una creación independiente de la “justicia”, y la violencia del estado como una simple consecuencia como una “sanción” de las leyes. En realidad, la legalidad burguesa (y el parlamentarismo en cuanto legalidad en devenir), por el contrario, no es más que una formación social determinada de la violencia política de la burguesía, que florece sobre su fundamento económico.

Se puede reconocer entonces hasta qué punto es caprichosa toda la teoría del legalismo socialista. Mientras las clases dirigentes se apoyan en la violencia para toda su acción, el proletariado debería renunciar de entrada y de una vez por todas al uso de la violencia en la lucha contra esas clases. ¿Qué formidable espada debe emplear entonces para derribar la violencia del poder? La misma legalidad, por la cual la violencia de la burguesía se atribuye el sello de la norma social y su omnipotencia.


Cierto es que el terreno de la legalidad burguesa del parlamentarismo no es solamente un campo de dominación para la clase capitalista, sino también un terreno de lucha, sobre el cual tropiezan los antagonismos entre proletariado y burguesía. Pero del mismo modo que el orden legal para la burguesía no es más que una expresión de su violencia, para el proletariado la lucha parlamentaria no puede ser más que la tendencia a llevar su propia violencia al poder. Si detrás de nuestra actividad legal y parlamentaria no está la violencia de la clase obrera, siempre dispuesta a entrar en acción en el momento oportuno, la acción parlamentaria de la socialdemocracia se convierte en un pasatiempo tan espiritual como extraer agua con una espumadera. Los amantes del realismo, que subrayan los “positivos éxitos” de la actividad parlamentaria de la socialdemocracia para utilizarlos como argumentos contra la necesidad y la utilidad de la violencia en la lucha obrera, no notan que esos éxitos, por más ínfimos que sean, sólo pueden ser considerados como los productos del efecto invisible y latente de la violencia.


Pero hay algo mejor aún. El hecho de que encontremos siempre la violencia en la base de la legalidad burguesa se expresa en las vicisitudes de la historia del propio parlamentarismo.


La práctica lo demuestra a todas luces: en cuanto las clases dirigentes se persuadieron de que nuestros parlamentarios no están apoyados por grandes masas populares dispuestas a la acción si es preciso, de que las cabezas revolucionarías y las lenguas revolucionarias no son capaces o consideran inoportuno hacer actuar, llegado el caso, a los puños revolucionarios, el mismo parlamentarismo y toda la legalidad se les escaparía tarde o temprano como base de la lucha política; prueba positiva para corroborar lo dicho: las vicisitudes del sufragio en Sajonia; prueba negativa: el sufragio en el Reichstag. Nadie dudará que el sufragio universal, tan a menudo amenazado en el Reich, está mantenido no en consideración al liberalismo alemán, sino principalmente por temor a la clase obrera, por la certeza de que la socialdemocracia lo tomaría en serio. Y del mismo modo, los mayores fanáticos de la legalidad no se atreverían a poner en duda que en caso de que, pese a todo, un buen día nos escamotearan el sufragio universal en el Reich, la clase obrera no podría contar solamente con las “protestas legales”, sino que debería apelar a medios violentos para reconquistar tarde o temprano el terreno legal de lucha.


Así, la teoría del legalismo socialista se reduce al absurdo por las eventualidades prácticas. Lejos de ser destronada por la “legalidad”, la violencia aparece como la base y el protector real de la legalidad, tanto por el lado de la burguesía como por el del proletariado.

Y por otra parte la legalidad evidencia ser el producto, sometido a perpetuas oscilaciones, de la relación de fuerzas de las clases que se enfrentan. Baviera y Sajonia, Bélgica y Alemania suministran ejemplos bastante recientes, demostrando que las condiciones parlamentarias de la lucha política son otorgadas o negadas, mantenidas o quitadas, según que los intereses de la clase dirigente puedan estar seguros o no por esas instituciones, según que la violencia latente de las masas populares ejerza su efecto como arma de ataque o de defensa.


Ahora bien, que en ciertos casos extremos no se puede prescindir de la violencia como medio de defensa de los derechos parlamentarios, no implica que en otros aquélla no sea un medio de ofensiva irremplazable, allí donde aún se trata de conquistar el terreno legal de la lucha de clases.

Las tentativas de revisar el “método revolucionario” como resultado de los recientes acontecimientos belgas son quizás la más singular demostración de consecuencia política que la tendencia revisionista haya suministrado desde hace años. Aun si se pudiera hablar de un fracaso del “método revolucionario” en la campaña belga en cuanto al uso de la violencia, la condena sumaria de este método como consecuencia de la derrota belga partiría de la suposición de que su uso en la lucha obrera debe ser en todos los casos y en todas las circunstancias una garantía de éxito. Es evidente que al adoptar tales conclusiones, desde hace ya mucho tiempo tendríamos que haber renunciado a la lucha sindical, a las luchas por los salarios, ya que éstas nos han traído innumerables derrota.


Pero lo más extraño es que en la lucha belga, que supuestamente habría servido para demostrar la ineficacia de los métodos violentos, de ningún modo los obreros recurrieron a la violencia (a menos que, a ejemplo de la policía, se pretenda considerar la huelga apacible como un acto de “violencia”). No estaba proyectada ni tampoco se intentó hacer una revolución callejera. Y precisamente por eso la derrota belga atestigua lo contrario de lo que se esfuerzan por hacerle demostrar: que actualmente, en Bélgica, teniendo en cuenta la traición de los liberales y la firmeza del clericalismo, dispuesto a servirse de todos los medios, el sufragio universal tiene muy pocas posibilidades de ser reconocido si se renuncia a la violencia.



¡Pero esta derrota prueba algo más aún! Prueba que si formas parlamentarías tan elementales, puramente burguesas, que no superan de ningún modo el marco del orden existente, tales como el sufragio universal, no pueden ser conquistadas por la vía pacífica, que si las clases dirigentes apelan a la violencia brutal para resistir una reforma puramente burguesa y muy natural en el estado capitalista, todas las especulaciones acerca de una abolición parlamentaria y pacífica del poder del estado capitalista, de la dominación de clases, no son más que una ridícula y pueril fantasía.



¡La derrota belga prueba otra cosa más! Demuestra una vez más que si los legalistas socialistas consideran la democracia burguesa como la forma histórica llamada a realizar gradualmente el socialismo, no operan con una democracia y un parlamentarismo concretos, tales como existen miserablemente aquí, sino con una democracia imaginaria y abstracta, que alzándose por encima de todas las clases, se desarrolla hasta el infinito y ve aumentar ininterrumpidamente su poder.



La subestimación caprichosa de la reacción creciente y la sobrestimación igualmente caprichosa de las conquistas de la democracia son inseparables y se complementan mutuamente de la manera más feliz. Ante las miserables reformas de Millerand y los éxitos microscópicos del republicanismo, Jaurés rebosa de alegría proclamando como piedra angular del orden socialista toda ley sobre la reforma de la instrucción en los colegios, todo proyecto de una estadística de desocupación. Al hacer esto, nos recuerda a su compatriota Tartarín de Tarascón, que, en su famoso “jardín encantado”, entre macetas de flores y bananas gruesas como un dedo, baobabs y cocoteros, se imagina que está paseando a la sombra fresca de un bosque virgen de los trópicos.


Y nuestros oportunistas se tragan esas bofetadas (como; la última traición del liberalismo belga) y declaran que el socialismo sólo podrá ser realizado por la democracia del estado burgués.

No se dan cuenta que no hacen más que repetir en otros términos las viejas teorías según las cuales la legalidad y la democracia burguesa están llamadas a realizar la libertad, la igualdad y la bienaventuranza generales (no las teorías de la gran revolución francesa, cuyas consignas no fueron más que una creencia ingenua antes de la gran prueba histórica, sino las teorías de los literatos y los abogados charlatanes de 1848, de los Odilon Barrot, Lamartine, Garnier-Pages, que juraban realizar todas las promesas de la gran revolución por medio de la vulgar charlatanería parlamentaria). Fue preciso que esas teorías fracasaran cotidianamente durante un siglo y que la socialdemocracia, encarnando el fracaso de esas teorías, las enterrara tan radicalmente que hasta su recuerdo, el recuerdo de sus autores y de todo el colorido histórico, se desvaneciera para que hoy pudieran resucitar y presentarse como ideas absolutamente nuevas, susceptibles de conducir a los objetivos de la socialdemocracia. Lo que está en la base de las enseñanzas oportunistas, por lo tanto, no es, como uno se lo imagina, la teoría de la evolución, sino de las repeticiones periódicas de la historia, de la que cada edición es más aburrida e insulsa que la precedente.

Indiscutiblemente la socialdemocracia alemana realizó una revisión extremadamente importante de la táctica socialista, hace algunas decenas de años, y de ese modo adquirió un inmenso prestigio ante el proletariado internacional. Esta revisión fue la destrucción de la vieja creencia en la revolución violenta como único método de la lucha de clases, como medio aplicable en cualquier momento para instaurar el orden socialista. Hoy, la opinión dominante, formulada nuevamente por Kautsky, en la resolución de París, dice que la toma del poder político por la clase obrera no puede ser más que el resultado de un período más o menos largo de lucha social regular y cotidiana, en que el esfuerzo para democratizar progresivamente el estado y el parlamentarismo constituye un medio extremadamente eficaz de recuperación ideológica y, en parte, material de la clase obrera.


Esto es todo lo que demostró la socialdemocracia en los hechos. No obstante, esto no quiere decir que la violencia haya sido desechada de una vez por todas, ni que las revoluciones violentas hayan sido repudiadas como medio de lucha del proletariado y que el parlamentarismo haya sido proclamado el único método de la lucha de clases. Muy por el contrario, la violencia es y sigue siendo el último medio de la clase obrera, la ley suprema, ora latente, ora actuante, de la lucha de clases. Y si nosotros “revolucionamos” los cerebros con nuestra actividad parlamentaria y nuestro trabajo, lo hacernos para que en caso de necesidad, la revolución baje de las cabezas a los puños.


Es cierto que no es por amor a la violencia o por romanticismo revolucionario, sino por dura necesidad histórica, que los partidos socialistas deben prepararse para sostener encuentros violentos con la sociedad burguesa, tarde o temprano, en los casos en que nuestros esfuerzos tropiecen con los intereses vitales de las clases dominantes. El parlamentarismo como método exclusivo de la lucha política de la clase obrera no es menos caprichoso y, en el fondo, no menos reaccionario que la huelga general o la barricada como método exclusivo. La revolución violenta, en las circunstancias actuales, sin duda es una espada de doble filo y difícil de manejar. Y nosotros creemos que debemos esperar que el proletariado no recurrirá a ese método sino cuando vea en él la única salida posible y, por supuesto, con la única condición de que toda la situación política y la relación de fuerzas garantice más o menos la probabilidad del éxito. Pero la clara comprensión de la necesidad del uso de la violencia, tanto en los diferentes episodios de la lucha de clases como para la conquista final del poder estatal, es indispensable de antemano, ya que precisamente es esta comprensión la que da impulso y. eficacia a nuestra actividad pacífica y legal.



Si llevada por las sugestiones de los oportunistas la socialdemocracia realmente pretendiera renunciar de antemano y de una vez por todas a la violencia, si pretendiera exhortar a las masas obreras a respetar la legalidad burguesa, toda su lucha política, parlamentaria y demás, tarde o temprano se derrumbaría lamentablemente para dar lugar a la dominación sin límites de la violencia reaccionaria.

14 de mayo de 1902   



 Valencia, julio de 2018


Rosa Luxemburg: La lucha contra el socialismo en Bélgica (febrero de 1895). Bélgica (huelga de masas) parte I



Rosa Luxemburgo. Cuestión de táctica [Sobre Bélgica] 4 de abril 1902. Bélgica (huelga de masas) parte II



Rosa Luxemburg: Saltos de la táctica (9 de abril de 1902). Bélgica (huelga de masas) parte III



Rosa Luxemburg: El tercer acto. 14 y 15 de abril de 1902.Bélgica (huelga de masas) parte I V



Rosa Luxemburg: ¡Sin impuestos! o ¡Sin timón! (21 de abril de 1902). Bélgica (huelga de masas) parte V



Rosa luxemburg: La causa de la derrota (22 de abril de 1902). Bélgica (huelga de masas) parte VI







Rosa Luxemburg. El experimento belga (26 de abril de 1902). Bélgica (huelga de masas) parte VII




Émile Vandervelde: El experimento belga de nuevo (30 de abril de 1902) Bélgica (huelga de masas) parte VIII



Agosto Bebel. El socialismo y la huelga general en Alemania. (1905) Congreso de Jena


Congreso de Jena

Rosa Luxemburgo. La Huelga de masas, partido político y los sindicatos (1906)


Rosa Luxemburg. Teoría y práctica [Una polémica contra la teoría del camarada Kautsky de la huelga de masas] (1910)


Rosa Luxemburg. ¿Y después qué? marzo de 1910(redactado en febrero)




Rosa Luxemburg. ¿Desgaste o lucha? 1910 (27 de mayo y 3 de junio)


Rosa Luxemburgo. Anarquistas, socialdemócratas y huelga general (17 de abril de 1912)


Rosa Luxemburgo. Proyecto de Resolución presentada en el congreso de Jena de 1913. (Sobre la huelga de masas)



Juan Andrade. El primero de mayo a través del movimiento obrero (1 de mayo de 1937)


Andrés Nin Primero de mayo de 1937


1º de Mayo: sobran los motivos para la lucha


El Primero de Mayo de 1890: Los orígenes de una celebración



1919 fecha histórica de las conquistas de la lucha de la clase obrera en España. La jornada de 8 horas y el Retiro Obrero. Las contrarreformas laborales durante el gobierno de Adolfo Suárez González, los gobiernos de Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy Brey



‘Saqueo y sabotaje de los fondos de pensiones. Cronología de las contrarreformas laborales, sanitarias y de las pensiones, por la burguesía contra la clase obrera en el Estado capitalista español.


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