lunes, 16 de octubre de 2017

María Teresa García Banús. Una vida bien vivida










9. El Secretariado Femenino del POUM                                          


Dedicatoria

      Ha pasado ya tanto tiempo desde aquellos años, tan tristes y desesperados, en que te debatías con el destino doloroso de tu hijo; días sin descanso físico ni moral, en los que te veía consumirte y me sentía impotente para poder prestarte ayuda. 

      Todas las noches te llamaba por teléfono, con el único fin de distraerte con mi charla, contándote mil historias de mi vida para hacerte olvidar momentáneamente tu drama. 

      Tú me instabas siempre para que escribiera todo aquello, pero yo no lo hice nunca y, como te lo prometí, lo hago ahora ya medio ciega y con "los pies en el estribo". 

      Estos recuerdos son todos vividos o sentidos; mi vida no ha sido realmente trágica. Ha estado llena de las actividades más diversas, de trabajos de toda clase, de situaciones buenas y malas, de momentos difíciles que parecían no tener solución; apasionantes, exultantes, de pobreza a veces y también de persecución y cárcel. Una vida un poco fuera de lo corriente, pero llena de todos los sentimientos que puede experimentar un ser humano. Hermosa pues, hasta el punto de que la volvería a vivir sin cambiar nada. 

       Hoy, ya en la senectud, cuando el porvenir se queda reducido a lo más mínimo y el presente apenas se vive a causa del desgaste normal del cuerpo y de la mente, el pasado adquiere toda la preponderancia y yo, como todos los viejos, me recreo en él. De ese pasado nacen estos cuentos, hechos reales que se recuerdan ahora plácidamente, sin los sentimientos alegres, tristes o agobiantes que los acompañaban entonces. 

     Porque no lloras ahora como lloraste entonces, ni los gozas como los gozabas, ni sufres como sufriste. En realidad son relatos del pasado, y por lo tanto cuentos. 

     Todos esos recuerdos son para mí visuales; los veo llenos de color, unas veces con tonalidades intensas, pálidos otras sin duda debido a la emoción del momento. 

     Niñez y adolescencia felices: entonces no tienes presente, pero en cambio el futuro es inmenso, porque te espera toda una vida. Recuerdo la ansiedad con que deseaba tener veinte años. Llegas a la juventud y entonces sólo tienes presente, un presente tan intenso que te envuelve de tal manera que no puedes pensar en el porvenir. Vives.
    Cuando vas llegando a la madurez, tu vida tiene ya un sentido. Has llegado a saber verdaderamente lo que quieres: tienes un ideal, algo a lo que consagrar tu existencia, algo por lo que luchar. Metida en el engranaje, sabes que estás trabajando por un futuro más bello. Y ya en la vejez, con la senectud que te acecha, te vuelves irremisiblemente hacia todo el pasado. Un círculo completo. 

     Y ahora va de cuentos, Jacqueline.

1. Primeras circunstancias

     Las mejores biografías son sin duda las de los especialistas o historiadores puesto que las basan en hechos reales y concretos: lugar de nacimiento, ambiente familiar, educación, etc. Toda una serie de datos que llegan a construir la vida y la obra del biografiado. El problema es completamente diferente en una autobiografía en la cual el sujeto de la misma puede manipular circunstancias o hechos que no quiere recordar o que considere dañinos para sus estampas públicas. Hay rincones del ser que son inviolables. 

   Al intentar hacer la mía, procuraré ser fiel a los hechos reales y lo más sincera posible en cuanto a los móviles internos. Y antes de entrar en materia, me gustaría destacar que todo cuanto he vivido ha respondido a la expresión "yo y mis circunstancias". Hay seres que desde muy pequeños sienten una vocación determinada, algunas veces tardía pero que siempre constituye el eje de sus vidas. Esto jamás se dio en mí, las "circunstancias" han sido en todo momento, casi sin darme cuenta, las que han guiado mis pasos como respondiendo un poco a los versos de Manuel Machado:

     "Que las olas me traigan y las olas me lleven
      pero que nunca me obliguen
      el camino a elegir".
     
Y mi primera "circunstancia" es la de mis antepasados. Sin ir muy lejos en la historia me referiré únicamente a mis abuelos, de procedencia valenciana, catalana, manchega y madrileña. Don Jaime Banús y Castells, mi abuelo materno, nació en Reus, hijo mayor de los seis de un padre obrero, herrero de profesión. Destacó desde muy niño en la escuela por su inteligencia hasta el punto de que el Ayuntamiento de Reus le pagó los estudios del bachillerato, terminados los cuales se trasladó a Madrid con una beca del mismo Ayuntamiento. En Madrid se había abierto una escuela en la que se entraba por oposición, que preparaba a futuros profesores para los institutos que se iban creando por toda España. Mi abuelo ganó las oposiciones y al cabo de no sé cuánto tiempo salió con el título de profesor de física y química con destino a Valencia. 

     Debido a sus ideas liberales (fue amigo de infancia de Prim, que también era de Reus), había mantenido amistad con uno de los impresores y libreros más importantes de la capital, que fue detenido y encarcelado por imprimir pasquines y panfletos contra los absolutistas. Cuando fue condenado el librero Martínez (no recuerdo su segundo apellido), fue además desposeído de todo lo que tenía, y en consecuencia dejó en la miseria a su mujer y a una niña de quince años con la cual se casó mi abuelo. El bisabuelo Martínez, murió en el presidio mayor de Orán. 

     Don Jaime Banús, ya catedrático, pagó la carrera a sus hermanos y a dos hermanas. Llegó a ser director del Instituto de Valencia durante casi cincuenta años. Debió ser un profesor magnífico: de jovencita pude hablar con viejos alumnos suyos que decían que la suya "era la única clase en la que comprendíamos de qué se estaba hablando". Se destacó por no querer imponer a sus alumnos libros de texto y solamente recomendaba algunos manuales de otros profesores. Como hombre de ideas liberales, era masón y yo he visto (no sé a donde habrá ido a parar) el pergamino con su título de una logia escocesa. Mantenía a raya a los jesuitas que pretendían inmiscuirse en los asuntos del Instituto. En los últimos años de su vida mantuvo contacto diario, en discusiones nocturnas, con el que llego sería el célebre doctor Simarro y es de éste de quien he recogido anécdotas íntimas de la vida de mi abuelo. Muchas veces, en casa de Simarro, cuando yo tenía siete u ocho años, le oía decir: 

    -“Don Jaime Banús, una de las inteligencias más claras que he conocido en mi vida"; y luego, dirigiéndose a mí, decía a los contertulios:
    -“El abuelo de María Teresa". Yo era una cría y aquello me llenaba de orgullo. 

    De la estampa física de este abuelo sólo conservo una bastante difusa: un señor alto, delgado, distinguido, con sombrero de copa. Murió cuando ya estábamos en Madrid. 

    De aquella niña de quince años que fue su mujer, la abuela Eugenia, con la que tuvo cuatro hijas, mis recuerdos son de cuando ya era viuda. Sé había convertido en una digna señora de la clase media española, apegada a los prejuicios corrientes, y sus relaciones conmigo no eran precisamente de cariño de abuela sino más bien de continuos consejos y advertencias sobre mis deberes de niña. Lo único que yo admiraba en ella eran los dichos, proverbios y refranes con los que salpicaba continuamente su conversación como buena madrileña. Una hermana de mi madre, también de nombre Eugenia, casada con el doctor Sanchís Bergón, que fue durante muchos años alcalde de Valencia, fueron los padres de José Sanchís Banús, que llegó a ser uno de los mejores psiquiatras de España, además de diputado socialista, muerto tempranamente y padre de José Sanchís Banús, poeta, escritor y catedrático de la Sorbonne de Paris, y último que llevará el apellido Banús por ser su descendencia femenina. Nunca supe nada de lo que fue de los hermanos de mi abuelo Jaime. 

      Los abuelos paternos influyeron muchísimo más en mi vida. Don Antonio García Peris cuyos orígenes familiares desconozco fue en su juventud obrero escenógrafo en la Ópera de Valencia. Ignoro como llegó a interesarse por la fotografía pero lo cierto es que llegó a ser el mejor fotógrafo de Valencia. Como poseía un espíritu lleno de curiosidad por todo lo nuevo, imbuido de un modernismo enorme, la novedad del invento fotográfico debió apasionarle. Empezó en una especie de jardín abandonado, llamado "el huerto de los sastres", donde había un gran barracón de madera en el cual podían hacerse fotos de coches y caballos. Tuvo un éxito enorme. Toda Valencia y la huerta quería tener fotografías de los suyos. Debió ganar mucho dinero y cuando mi padre era todavía un pequeño, compró un gran solar en la plaza de San Francisco, en el mismo centro de Valencia, y construyó una casa de pisos de alquiler instalando en el último la fotografía, que yo conocí desde que empecé a corretear sola. Era enorme, con estudios para fotografiar con luz natural, pero además con laboratorios, porque entonces se preparaban las placas, el papel, los cartones y todo lo necesario para la marcha del negocio. Más adelante, mi abuelo fue el primero en retratar con luz artificial. Era un verdadero artista y obtuvo varios premios internacionales. 

     Todo lo nuevo le cautivaba. Fue uno de los primeros que instalaron la luz eléctrica, retretes inodoros, cuartos de baño, neveras y otras comodidades que nadie tenía en Valencia. La que más llamaba la atención era un vertedero de basuras domésticas construido en el cuarto lavadero con un amplio tubo que descendía hasta el suelo, una pequeña puerta que daba a la calle, cerrada con llave en manos del basurero, permitía a éste sacar las basuras directamente. Igualmente, la suya fue una de las primeras casas en Valencia que tuvo ascensor. Pero a pesar de esa mentalidad tan moderna y emprendedora era, por otra parte, un jefe de clan, de una tribu que tenía bajo su báculo, a todos los miembros de la familia, y en realidad vigilaba estrechamente la conducta de todos los suyos. 

      Por otra parte, era un gran amante de las artes, sus amigos eran todos los pintores y artistas de la época. Los muros del comedor estaban pintados por sus amigos lo mismo que el techo del salón. Fue el gran mecenas de Sorolla, llevado a casa por mi padre pues eran condiscípulos de la Escuela de Artes y Oficios. Le ofreció -para que no vendiese malamente lo que pintaba- un estudio en la fotografía y le señaló una pensión. Más tarde, Sorolla se casaría con una de sus hijas. Ocuparía muchas páginas el relatar nuestras vidas bajo este jefe tan clarividente. Hoy día creo que hizo daño a mi padre al no permitirle ser concertista de piano que era su gran vocación. En cambio, su conducta con respecto a mí fue muy diferente: fue el único apoyo que tuve cuando quise marchar a los Estados Unidos, viaje que era considerado por toda la familia como una aventura nefasta para una muchacha. A mi carta pidiéndole apoyo me contestó: 

     -Tengo plena confianza en ti. Ver otros mundos te enriquecerá mentalmente. No permitiré que pierdas esa ocasión que tanto puede ayudarte en tu educación. 

    De este gran abuelo podría contar muchos hechos poco corrientes pero hasta su muerte fue siempre un hombre modernísimo y un jefe de clan. Falleció poco antes de embarcar yo para Estados Unidos. 

    Mi abuela materna, Clotilde del Castillo, fue sin duda el ser más querido, casi idolatrado por mí. Nos parecíamos mucho físicamente y bastante en el carácter. Toda mi alegría y optimismo son herencia de mi abuela, pero creo que sus demás virtudes no llegué nunca a igualarla: bondad, rectitud, comprensión para los demás, sacrificio por todos los suyos, solidaridad con quienes necesitaban algo y silencio ante aquellas cosas que no debían decirse. No permitía la maledicencia delante de ella: "lo has visto -decía- si no lo has visto no lo digas". No admitía tampoco la mentira, las monedas falsas -y entonces había muchas- las tiraba al retrete. 

     [Manuscrito: Mi familia se trasladó a Madrid en octubre de 1899, y se instaló en la calle Juan de Mena, frente a frente de la Bolsa. Recuerdos de infancia en mis hermanos, una vida en [...] no desarrollada. La primera desilusión sobre los Reyes Magos. Sin dormir, acechando  vi como Simarro y su mujer entonces en vida, colocaban los juguetes en la chimenea. La vida de una niñita que empieza a darse cuenta de las cosas]. 

 
2. Picolindo
 
     
No sé  a quién se le ocurrió el apelativo, pero es cierto que aquel pichoncito blanco que nos trajo la asistenta para hacer un apetitoso plato a mi padre, convaleciente de una gripe, nos cautivó al instante y decidimos que tenía que vivir. La causa del propuesto holocausto era que tenía un ala rota y no podía vivir en el palomar sin ser atacado por los otros pichones. Julia, que entonces tenía dieciséis años, se comprometió a darle de comer pico a pico, pues aún no comía solo, y Picolindo se convirtió poco a poco en un precioso palomo que acaparó todo nuestro afecto. Al principio, la cocina y la galería cubierta, que daba a un enorme patio lo mismo que todas las habitaciones interiores de la casa, se convirtió en su campo de acción. En cuanto salía el sol, iba a la galería, donde Julia le ponía una palangana con agua, que Picolindo picoteaba hasta que el sol la calentaba a una temperatura agradable, para darse un largo y cuidadoso baño. A medida que fue creciendo fue posesionándose de toda la casa: a la hora de comer, venía al comedor y se colocaba en el respaldo de una de las sillas, siempre con la colita hacia afuera, esperando que le ofreciésemos una golosina de su agrado; por la noche dormía al borde de la cama de Julia, siempre con la colita hacia afuera y con un periódico colocado en el suelo para mayor precaución. Lo único desagradable es que mi madre no consentía ver ninguna suciedad, pero Julia lo preveía todo y llevaba siempre unas esponjitas en el bolsillo. 

     Poco a poco Picolindo nos fue demostrando toda su "inteligencia"; descubrimos que amaba intensamente la música. Mi padre, que había querido ser concertista de piano, después de brillantes estudios en el Conservatorio de Valencia y que no lo fue por oposición paterna, no podía pasar un día sin tocar el piano. En aquél momento tenía su piano juvenil de toda la vida en el estudio donde trabajaba, pero había alquilado otro para tocar en cualquier momento en la casa donde vivíamos en la calle Francisco Silvela. Mientras esperaba la comida o la cena, o en cualquier momento, empezaba el concierto. Apenas se oían las primeras notas, estuviese donde estuviese, Picolindo corría y el tic-tic de sus patitas se oía por el pasillo. A veces mi padre le cerraba la puerta para desencadenar su furia y sus picotazos para entrar. 

      Una vez en la salita, Picolindo daba un salto (lo más que podía saltar era un metro) y se colocaba al borde del teclado siempre con la colita hacia afuera, y allí permanecía como en éxtasis mientras mi padre tocaba. Terminado un trozo y al levantar las manos del teclado, Picolindo se lanzaba sobre las teclas de un lado para otro. Un día sucedió lo inexplicable. Como era muy ligero en esos paseos las notas no sonaban pero, una vez sin saber cómo, empezó a dar saltitos, y ¡las notas sonaron¡ y Picolindo, lanzándose de un lado para otro, empezó un concierto que produjo en su autor un entusiasmo enorme. Cuando mi padre volvía a poner las manos en el teclado, Picolindo, agotado por el esfuerzo, se colocaba en su butaca de escucha y volvía a quedarse en éxtasis.

Orgullosos de tener un palomo pianista, vinieron a casa todos nuestros amigos para escuchar aquél portento. Picolindo no defraudó nunca a nadie, como hacen tantos animales domésticos a los que se enseña a hacer pequeñas habilidades y que se niegan, por lo general, a hacerlas en público. Picolindo brindaba a todo el mundo su talento musical. 

      Aprendió muchas más cosas. Cuando yo me sentaba a estudiar, se subía a la falda, como si fuera un nido, hasta el punto que un día sentí una cosa caliente y, furiosa, lo tiré al suelo: ¡pobre Picolindo¡, no había hecho más que ponerme un huevo, con lo que descubrimos que no era un palomo, sino una paloma. 

     Pero aún fuimos testigos de otro hecho verdaderamente extraordinario. Julia salía todas las mañanas a la compra mientras Picolindo estaba en la galería. Las ventanas de la escalera daban también al patio y Julia, al marcharse, se asomaba y le decía adiós cariñosamente. Un día Picolindo no pudo resistir la tentación de volar hacia ella, pero su alita rota le traicionó y cayó en la galería del piso primero. El pobre Picolindo, excitadísimo, pedía ayuda. Pero los inquilinos del piso estaban de vacaciones y no se podía entrar en la casa. Únicamente desde el patio, con una gran escalera, se podría llegar a la galería, pero por el vecindario no encontramos ninguna bastante alta, ni tampoco ningún joven que pudiera hacer alguna acrobacia para rescatarlo. Julia le llamaba  desde nuestra galería para consolarle, pero Picolindo se desesperaba. 

     Había que hacer algo. Entonces Julia, también desesperada, buscó un cesto al que ató una larga soga y se disponía a lanzarlo, a pesar de las observaciones de mi padre, que no creía posible la salvación de esa manera. Sin hacer caso a nadie, lanzó el cesto mientras hablaba a Picolindo, indicándole que se metiera en él. Picolindo lo comprendió, y nada más que llegó el cesto abajo, se metió en él: su salvadora tiró de la soga y Picolindo volvió al hogar. 

    El fin de esta extraordinaria historia es triste. Un día mi madre decidió que no quería más Picolindo en casa y que la asistenta tendría que llevárselo a su palomar. Para nosotros y para Julia fue una verdadera tragedia que, aún hoy, no sé cómo explicar.

3. Una muchacha rebelde
    
  Entre los 7 y 8 años se sitúa una de las etapas más negras de mis circunstancias. Nos habíamos mudado a la calle de Valenzuela, donde desde un punto de vista material mi situación infantil parecía magnífica. Por primera vez, tenía una habitación para mí sola con una cama nueva de madera curvada traída de Valencia, una bella colcha blanca con viso azul, una pequeña cómoda, una mesita y  dos sillas, todo ello exclusivamente para mi uso particular. 

      Pero mi situación moral era muy diferente: estaba sola en casa sin mis hermanos, el mayor en el instituto y los otros dos en la Alianza Francesa, mientras yo recibí; la enseñanza de la hija de la portera, maestra que me daba lecciones todos los días. Aprender no aprendí mucho con ella, ya sabía leer y escribir y en cuanto a lo demás no creo que pasase de las cuatro reglas, ni siquiera aprendí la tabla de multiplicar, cosa que no he sabido bien en mi vida. En cambio, sí aprendí a bordar, a hacer toda clase de encajes. Hice unos visillos de encaje inglés para mi ventana, un tapetito para la mesita de mi cuarto y no sé cuántas tonterías más. Por las tardes salía con mi madre a comprar hilos y lanas para mis labores y luego íbamos a buscar a mis hermanos a la Alianza Francesa, en la calle San Miguel. 

      Esa vida debió despertar en mí, como protesta, sentimientos malignos y aún recuerdo con sonrojo los puntapiés que le daba a una criadita  joven, tímida y sencilla, cuando me abotonaba las botinas. Pero debía de hacer muchas otras cosas más, que absolutamente no recuerdo, y que provocaban mis encerronas. La primera vez que por mis fechorías me encerraron en la despensa destrocé las tinajas de comestibles y demás cacharros que allí se guardaban. Ante aquel desastre, los siguientes encierros los pasé en el inodoro, dando patadas a la puerta hasta que, una vez calmada, mi madre me ponía otra vez en libertad. Las causas que motivaban el castigo no las recuerdo, lo único que sí sé es que mi madre me advertía de cuando en cuando diciéndome: 

     -Mari, te hace falta el encierro. 

     A mis hermanos no tuvieron que castigarlos así nunca. Lo que sí es evidente es que yo no podía resistir aquella vida casera y con tantos bordaditos y encajitos. Mi padre debió darse cuenta el primero de que aquello no podía continuar y que yo tenía que ir a un colegio como todas las niñas del mundo. Yo no había ido más que a la escuelita de doña Flora, una maestra que tenía unas 20 niñas en un bajo de la calle Alfonso XII, muy cerquita de casa, donde hice palotes y aprendí a mal leer. Cuando la familia se trasladó a la calle de Cervantes, asistí a un colegio municipal cuya directora era amiga de la familia, colegio muy cercano a la casa. De ese colegio sólo recuerdo que me pasé todo el curso cosiendo a mano unas enaguas, que cogí algunos piojos, pero donde descubrí por primera vez en mi vida que cuando leía aquello quería decir algo, cosa que me sorprendió enormemente pues hasta entonces había leído mecánicamente sin apercibirme de que aquello tuviera un contenido. 


     La cuestión del colegio no era tan fácil. Desde luego, no había que pesar en un colegio de monjas, lo que hubiera sido facilísimo; podía ir a la Alianza Francesa para niñas, pero el edificio estaba situado en la calle Mayor, casi esquina a la Puerta del Sol, y no tenía ni siquiera un patio para jugar. Fue el doctor Simarro, como siempre, quien encontró la solución: sabía que una hija de don Ignacio Bolívar, director del museo de Historia Natural, iba a una escuela norteamericana. Nos dieron la dirección y así entré en el colegio y luego instituto internacional donde me formé realmente y que constituyó mi vida hasta los 18 años como una de las circunstancias más bellas de mi existencia. Los edificios escolares estaban situados en la calle Fortuny, en el catorce, en el veinte y en el cinco, número este último que aún existe tal y como estaba con su gran jardín. 

     La mayoría de las alumnas eran internas y protestantes, procedentes de Andalucía, donde núcleos de ingenieros ingleses habían trabajado en minas y ferrocarriles y habían oreado misiones protestantes. Sin embargo, había otras internas que no procedían de esos medios y en cuanto las externas éramos todas de familias liberales o de la Institución. Fue un nuevo mundo el que se abrió ante mí: de camaradería, de cultura, de intereses intelectuales y de actividades artísticas de todo género. Como estudios se hacía el bachillerato y la Escuela Normal de maestras. Yo empecé enseguida como bachillerato. Se estaba terminando la construcción del gran edificio de Miguel Angel 8, que aún existe hoy día como Instituto Internacional después de haber pasado algunos años como instituto escuela. El Instituto Internacional fue sin duda el centro cultural para la mujer más importante de aquellos tiempos; los estudiantes participábamos en todo el movimiento intelectual y artístico; se daban conferencias por las personalidades más destacadas del momento; se hacían grandes festejos, funciones de teatro... Es decir, se vivía en un amplio mundo. 

     De allí salió también el germen de lo que sería después la Residencia de Señoritas, muchachas de provincias que estaban cursando en universidades o escuelas especiales venían a vivir a Miguel Ángel, donde ya no se daban clases, y formaban parte de nuestra comunidad estudiantil. Cuando yo salí del Instituto Internacional, al ir a convertirse en instituto-escuela, había cursado en la universidad el preparatorio de Ciencias, no estoy muy segura de que por una predilección especial por esas materias, sino porque seguía como siempre el mimetismo de mis dos hermanos "sabios" especializados en las Ciencias. Hoy día, cuando paso por el Instituto Internacional de Miguel Ángel 8 no me atrevo ni a entrar; desde fuera miro las ventanas y veo donde estaba la biblioteca, la sala de estudios, los laboratorios..., pero no he pisado más sus puertas ante el dolor de algo tan querido y perdido. 

     Al abandonar el Instituto Internacional, una vez más, mis "circunstancias” cambiaron el curso de mi vida. Me encontraba con un preparatorio de Ciencias aprobado -por libre-, y ahora había que decidir qué camino elegir.  Podía ir a la Facultad de Medicina pero siempre me horrorizó el dolor y la sangre; había el recurso de un título de Farmacia, algo que no me atraía; o bien la carrera de Física y Química. Partidos mis hermanos del hogar, creo que perdí aquel mimetismo de seguir sus pasos en carreras científicas y que mis afinidades con el mundo científico no habían sido más que un dejarse ir dentro del marco familiar y esa desorientación motivó otro cambio de mi "yo y mis circunstancias". 

     Mi padre aprovechó el momento para hacerme ver todas las disposiciones artísticas que yo había manifestado y me propuso trabajar con él para llegar a ser una miniaturista o esmaltista. Mi vida cambió por completo: mañana y tarde iba con mi padre a su estudio y allí me pasaba las horas dibujando, pintado e iniciándome en la preparación de los esmaltes. Al caer la tarde, siempre con mi padre, después de una merienda juntos, nos íbamos a la escuela de Artes Gráficas donde mi padre daba un curso de fotografía y yo me matriculé en la clase de grabado sobre metales. Al poco tiempo, manejaba el buril con bastante destreza. No es que todo aquello me desagradase; al contrario, me entregué con pasión a todas las tareas como siempre me ha sucedido con todo lo que he hecho en mi vida. Sólo veía los domingos a mis amigas y compañeras del Instituto Internacional y en el fondo añoraba aquel pasado. Sabía que con mi nuevo aprendizaje tendría un porvenir; no lo dudaba pero, a pesar de todo el profundo cariño que tuve siempre por mi padre, era demasiado padre aquella convivencia. Así hubieran continuado las cosas sin duda pero un nuevo "mis circunstancias" terminó con ese período. 

     Creo que fue en el mes de mayo cuando recibí una carta de la que había sido durante mucho tiempo directora del Instituto Internacional en la que me ofrecía un puesto de "assistant" de español en Vassar College, uno de los "college" más importantes de los Estados Unidos.

4. Mis peripecias en los Estados Unidos
    
 Aquello me pareció maravilloso y manifesté sin vacilaciones mi voluntad de partir. Mi padre estaba en contra, pensando sin duda en los peligros que podría correr más que en el hecho de perder mi compañía. Y en cambio yo no pensé ni por un momento en el dolor de mi padre que se había hecho tantas ilusiones de conservarme más o menos a su lado. La oposición familiar fue igualmente enorme y hasta hubo una tía que escribió a mi padre pidiéndole que no me dejara partir para ir a prostituirme. Pero yo tuve dos apoyos: el de mi abuelo Antonio García, jefe del clan familiar a quien escribí y quien de acuerdo con su mentalidad moderna, aprobó el viaje añadiendo que mi padre no tenía ningún derecho a impedirme ver nuevas tierras y nuevas civilizaciones, y en ese sentido le escribió una carta. Mi otro sostén fue, como siempre, el doctor Simarro quien decía a mi padre: 

     - ¡García, no sea usted retrógrado¡.
     
 Además puso en movimiento a sus muchas relaciones y me consiguió un pasaje gratis en la Trasatlántica Española e incluso una recomendación para el capitán del barco, con lo cual la navegación fue para mí un gran festejo. El viaje se retrasó más de lo debido a causa de la epidemia de gripe española que se desencadenó en Valencia, donde iba a embarcar, y que me afectó. Estuve al borde de la muerte, de tal forma que sólo pude partir para los Estados Unidos a fines de diciembre. 

      La llegada al puerto de Nueva York es algo deslumbrante. La estatua de la libertad, la línea de los muelles con aquel fondo inmenso de rascacielos. Llegas a un mundo nuevo y desconocido. En compañía de mi hermano Mario (ya por entonces era profesor de Biología en la universidad de Yale) y su mujer, pasé casi una semana en Nueva York. Y de aquellos días puedo precisar  poco porque me invadía una especie de aturdimiento ante tantas cosas diferentes y nuevas. Fue posteriormente, en mi estancia de vacaciones en Nueva York cuando verdaderamente pude captar la realidad de aquella inmensa ciudad, donde cuando empiezas a conocerla te sientes más o menos una pequeña hormiga. 

     La llegada a Vassar fue igualmente impresionante para mí y tardé unos días en calmar mis ansiedades. Porque Vassar es un gran pueblo en medio de la naturaleza, con prados, jardines y árboles centenarios. En aquel entonces sólo había muchachas: unas 2.000 estudiantes. En el “campus” se levantaba posiblemente una veintena de edificios. La entrada principal, edificio en el que estaba instalada la enorme biblioteca, un museo de pintura con obras originales y copias de los cuadros más bellos del mundo, y los talleres de arte, de dibujo y pintura. Al fondo, el edificio principal y más antiguo cuna de Vassar en donde estaban instaladas las oficinas, la central de Correos y Telégrafos, salones y departamentos para invitados, y finalmente algunos dormitorios para las alumnas. Formando una especie de rectángulo, se alzaban en medio del césped y los árboles, cuatro edificios-dormitorios, dos de cada lado, del rectángulo cerrado al norte por otro con una gran torre, también dormitorio, mientras que en el lado sur se alzaban los edificios para la enseñanza. Creo que eran cuatro, para enseñanzas literarias, idiomas, ciencias y laboratorio. Fuera de esta especie de rectángulo, y en diversas direcciones, se alzaban principalmente, por un lado, el edificio de las alumnas, administrado en todas sus actividades por las propias muchachas. Tenían un gran teatro y alrededor de las oficinas para las sociedades de todo género. El sótano era un rastrillo de compra y venta de los muebles y objetos que las alumnas que partían y dejaban para su venta. No muy lejos, se alzaba la Enfermería, un edificio de tres plantas, e igualmente el Observatorio. 

     [Parte tachada: Por otro lado, hacia el sur, el Conservatorio de música y otro gran teatro. Hacia el norte estaba en gimnasio que tenía incluso piscina para concursos de natación, en el “campus” había también varias pistas para carreras y otros deportes. Luego, naturalmente, las construcciones para la calefacción y demás servicios de funcionamiento. En el “campus” había dos lagos con pequeñas canoas; los lagos se helaban en invierno y servían de pista para los concursos de patinaje. Delante de uno de estos lagos se alzaba el teatro al aire libre, con un fondo de enormes olmos, su fosa para la orquesta y un círculo inclinado de césped donde se colocaban los asientos para el público. Había además una capilla en uno de los extremos sur, y también el chalet del presidente de Vassar]. 

    Después de aquella admiración "paleta" ante la grandiosidad del “campus” de Vassar, mi integración a las actividades culturales fue facilísima y rápida. Allí estaba de profesora de español una antigua amiga del Instituto Internacional, norteamericana, que había estado dos años en Madrid, y la reanudación de nuestra vieja amistad fue instantánea. Estaba también una joven puertorriqueña que había ocupado mi puesto ante mi tardanza en llegar a los Estados Unidos. Al llegar yo, Vassar le ofreció seguir los estudios con una beca gratuita, a cambio de dar algunas clases. Amelia Agostini fue de inmediato mi amiga y esta amistad ha durado toda mi vida. Amelia siguió una carrera intelectual y por casualidades del destino contrajo matrimonio con Ángel del Río, íntimo amigo de Andrade. 

    La "jefa', hispanista y dotada de un espíritu de gran sensibilidad, era más bien una especie de madre que nos protegía y que me adoptó con grandes preferencias en cuanto nos conocimos. En estas condiciones, mi vida de trabajo en Vassar era fácil, sobre todo si se tiene en cuenta la pasión con que me he entregada a todo cuanto hacía. En los años que estuve allí hice de todo: organicé fiestas españolas, teatros, bailes y toda clase de actividades. Hacía los trajes necesarios para las representaciones, los sombreros y hasta parte del decorado, por lo menos las maquetas. Llegué a ser bastante popular; en cierto modo, algunas veces, hasta en sentido negativo puesto que, conservando mi espíritu independiente y crítico, mis acciones a veces no correspondían a las rituales de un miembro de la "Faculty". Extrañaba un poco que aquella muchacha procedente de un país atrasado de un mundo anticuado pudiera tener osadías. Por aquel tiempo las mujeres tenían el pelo largo y la nueva moda era la melena y el pelo corto; sólo algunas de las alumnas más modernas empezaron a seguir el nuevo estilo. 

     En unas vacaciones de Navidad me corté el pelo y, naturalmente, tuve que escribir a la "jefa'" si tenía que volver o no; me contestó que sería siempre bien recibida. Esto no quiere decir que la mayoría del profesorado no criticase mi acción. 

     Una característica de la enseñanza en América -en todos los grados- es la ley de la oferta y la demanda. Valen los títulos pero mucho más valen los trabajos y las actividades de un profesor. Yo pasé por una modesta prueba: un día una alumna me presentó a su padre, quien me ofreció un puesto en una "high School" de una localidad cercana a Nueva York, de dónde era director. Me ofrecía casi el doble de lo que yo recibía en Vassar. Le dije que lo pensaría y expuse el caso a nuestra angelical "jefa". Esta inmediatamente planteó la cuestión ante el director de Vassar y como consecuencia de todo esto, para que no me fuera, me aumentaron el sueldo de una manera sustancial. 

      Otra experiencia curiosa fue la escuela de verano donde trabajé durante mis primeras vacaciones en los Estados Unidos. Como consecuencia de la guerra se había suprimido el estudio del alemán de todas las organizaciones escolares de los Estados Unidos, lo que hacía que miles de profesores se quedaran en la calle; el alemán era sustituido por el español. En esta escuela, al norte de los Estados Unidos, donde pude contemplar la belleza de auroras boreales, profesores de alemán se entregaban a cursos intensivos para poder ocupar puestos de profesores de español. Trabajaban con enorme afán y pude hacer con ellos grandes amistades y, como siempre, me entregué con pasión: hicimos teatro, baile y reuniones poéticas. Fue una gran experiencia. Pero otra vez mis “circunstancias" determinaron un nuevo cambio de existencia. 

     Ante mis actividades seudoartísticas, me impulsaron a que asistiese a la clase de pintura y dibujo, y todos los sábados por la mañana los pasaba en el estudio, pintando y dibujando. Al poco tiempo ya estaba próximo el fin de curso. El profesor me dijo que debía dejar la enseñanza y dedicarme a las artes decorativas. Me ofreció hacer lo necesario para que me dieran una beca y poder ir al mejor instituto de artes decorativas de los Estados Unidos, instalado en Pittsburg. Me entusiasmó la idea, acepté y, con gran sentimiento de mis camaradas y amigas de Vassar, presenté la dimisión. Como no tendría la respuesta a mi demanda hasta primeros de septiembre, decidí volver a España. 

     Al despedirme de Vassar, en espera de la beca que había solicitado para el Instituto de Artes Decorativas de Pittsburg, embarqué para Europa, dónde me reuní con mi familia en Ginebra. Mi hermano menor trabajaba entonces allí en una institución internacional de investigaciones biológicas y mis padres acudieron también para  pasar el verano juntos. 

    Aproveché el tiempo de las vacaciones para asistir a unos cursos de verano de literatura francesa. Llegó la hora del regreso y como no tenía ninguna noticia de América, decidí volver a Madrid con mis padres, dónde nuevas “circunstancias" hicieron que mi vida cambiase otra vez de rumbo. 

     El regreso fue grato, pues me encontraba con viejas amigas del Instituto Internacional y sobre todo con Teresa, con la cual había pasado siempre las vacaciones en Nueva York, pues ella trabajaba también entonces en los Estados Unidos. Yo había decidido, en espera de la susodicha beca, aprovechar para obtener una licenciatura universitaria. Me decidí por la sección que entonces se llamaba Filosofía y Letras, de cuatro años de duración, más el doctorado,  que yo me propuse hacer en dos años, cursando por libre. 

     Mi paso por la Universidad fue de lo más fructuoso en cuanto a relaciones humanas. Aunque nunca fui una estudiante modelo, intervenía en todas cuantas discusiones o conflictos surgían en el ambiente universitario: peleas entre grupos estudiantiles, intervenciones más o menos justas con los profesores... Creo que desde siempre tuve un espíritu rebelde inconsciente. De chiquitina, cuando empezaba a andar, no consentía que me dieran la mano, diciendo: 

      -Yo tola.
 
5. Encuentro con Andrade
    
 Y este espíritu fue el que me hizo inclinarme igualmente con simpatía hacia todo aquello que de algún modo u otro suponían una rebelión. Viví intensamente la Semana Trágica de Barcelona (creo que fue en 1909) y el consiguiente proceso y fusilamiento de Ferrer. Este hecho, agudizado todavía más por las relaciones de siempre con el doctor Simarro, que ofreció una conferencia en el Ateneo a favor de Ferrer y escribió un libro para demostrar la monstruosidad de la acusación y fusilamiento. Igualmente, viví intensamente las huelgas de 1917 y el procesamiento y condena de todos los dirigentes socialistas. A mi regreso de los Estados Unidos, seguí con pasión las sesiones del Congreso, en donde se debatía la culpabilidad de Alfonso XIII en los desastres de la Annual durante la guerra en África, y asistí a la última sesión, en la que Indalecio Prieto condenó al rey como el último descendiente de una raza de reyes felones y espurios. 

     Recuerdo también otro célebre proceso, en Valencia, en el que se condenaba a un campesino -no recuerdo porqué, posiblemente por la muerte de un patrono- a favor del cual se movilizaron todos los intelectuales y políticos de izquierda del momento. Creo que fue el proceso de "el chato de Cuqueta". Sentí simpatía por Nakens, complicado y acusado de complicidad con Morral, el  anarquista que tiró la bomba a los reyes en la calle Mayor el día de la boda de Alfonso XIII. Lo más curioso de esta rebeldía por mi parte es que entonces yo no me había planteado todavía la cuestión de un ideario social o político, que sólo adquirí bastante después. Pero creo que este instinto de rebeldía e independencia fue el que determinó en gran parte mi actuación futura. 

      Mi primer interés por el movimiento socialista estuvo motivado por un hecho luctuoso: se había celebrado un congreso de los sindicatos de la UGT al cual habían acudido los comunistas, partido casi recién creado, con delegados, ya que habían conseguido en poco tiempo la dirección de varios sindicatos ugetistas. Los militantes comunistas no delegados formaban un bloque en las tribunas dispuestos a apoyar con pasión a sus representantes en la sala. Se produjeron muchos incidentes y, en uno de ellos, un comunista (más tarde supe que era el guardaespaldas de Pérez Solís) sacó una pistola y mató a un obrero ugetista muy conocido y apreciado. 


      La confusión fue enorme y los comunistas fueron perseguidos hasta ser arrojados del local. Jamás se había dado en España un hecho tan Iuctuoso. Yo, que me enteré de lo sucedido, asistí llena de curiosidad al inmenso entierro que desfiló calle de Alcalá arriba hasta el cementerio. Recuerdo haber visto a Besteiro, subido en el coche fúnebre, enardeciendo a las multitudes contra los comunistas, a los que acusaba de toda clase de delitos. 

    Sin saber absolutamente nada de los comunistas por aquel entonces, aquellas maldiciones y acusaciones me hicieron interesarme por los acusados. No conocía a nadie que estuviese en contacto con alguno de ese partido pero me interesé de tal manera que leí El Manifiesto Comunista y compré algún periódico. Más tarde, en el Ateneo, conocería al primer comunista de mi existencia: Juan Andrade. Y nuevamente  las “circunstancias" hicieron que cambiase el rumbo de mi vida. 

     Una tarde de la primavera del 24, sentada en la biblioteca, vi entrar a un joven a quien todos los que encontraba a su paso saludaban y abrazaban con alegría. Me llamó inmediatamente la atención la intensidad de unos ojos azules que expresaban simpatía. Pregunté quién era, me dijeron su nombre y acuciada por mi interés en conocerle, logré que amigos comunes nos pusieron en contacto. Andrade acababa de salir de la cárcel, donde había pasado varios meses. Pronto se estableció entre nosotros un sentimiento de amistad, bastante lento debido a la timidez casi enfermiza de Andrade. 


      Gracias a los amigos comunes, empezamos a relacionarnos más y yo le ofrecí mi ayuda, que aceptó, en relación a unas traducciones y redacción de artículos. No tardé mucho en dejar mi sillón en la gran biblioteca para ocupar una butaca a su lado en la primera sala de las nuevas bibliotecas, más tranquilas, que era donde Andrade trabajaba. Prácticamente dejé los estudios de preparación de oposiciones y me dediqué, a su lado, a ayudarle en todos los trabajos. Por aquel entonces, Andrade era director de La Antorcha, el órgano del partido comunista que Primo de Rivera no prohibió porque indudablemente le servía como base para controlar más o menos la localización de los militantes, aunque sometiese el periódico a una estricta censura. Juan hacía el periódico en el Ateneo, el chico de la imprenta venía a buscar las galeradas para llevarlas a la censura y había veces que volvía con casi medio periódico censurado. Como no se permitía la publicación de blancos había que rehacer rápidamente todo lo censurado y volver a empezar, mientras el Comité Ejecutivo, con Bullejos a la cabeza, daba órdenes tajantes e impositivas desde París y esta situación duró hasta 1926, cuando Andrade fue destituido de la dirección y expulsado del partido. 

      Durante este tiempo nuestra amistad se había convertido en amor y pasión, lo que ayudó a Andrade a soportar la miseria de su destitución y encontrar una nueva solución a su existencia. Los meses que siguieron fueron muy duros. Yo había dejado todos mis estudios y me dedicaba a dar clases a amigas americanas que venían a Madrid; también traducíamos toda clase de artículos de física, química, astrología o lo que fuera, que se publicaban en la revista Alrededor del mundo y por los cuales daban cinco pesetas a pesar de que tenían cuatro o cinco columnas de apretada letra, con lo cual Andrade podía llevar a su casa algunos duros con que contener el hambre. Cuántas veces nos reímos después de todos los disparates que debimos traducir con aquellos temas tan lejos de nuestras  experiencias. Pero pronto llegó un nuevo cambio en el curso de “mis circunstancias”. 

     El período de clases para ganar algunos cuartos, y de traducciones, iba a terminar. Nuevamente, el "yo y mis circunstancias" me llevarían, por un lado a una nueva profesión y por otro a un nuevo concepto de la vida. La vida de Juan iba igualmente a cambiar pero en realidad no entro en pormenores sobre el sentido de esta  cambio. Lo fundamental fue que desde entonces su vida y la mía iban a estar ligadas para siempre jamás. Las relaciones de Andrade por alrededor del mundo le valieron la entrada en el diario El Sol,  el más prestigioso de la época. En cuanto a mí, gracias a mis conocimientos de inglés y francés, comencé a trabajar en un nuevo oficio: redactora de noticias procedentes del extranjero en empresas internacionales. Como siempre, me entregué con pasión en el nuevo trabajo desde 1928, pasando por Internews, Associated Press en la Agencia Fabra de noticias y la United Press, puesto que dejé en 1936 para consagrarme completamente a la actividad política revolucionaria. 

     Ante las nuevas perspectivas favorables de trabajo, decidimos casarnos civilmente en marzo de 1929. Ya próxima nuestra unión legal, al volver a casa, no sé por qué, Andrade se sentía profundamente triste. De una ventana se veía una lámpara con una alegre pantalla verde que alumbraba una mesa rodeada de una familia en discusiones amistosas. Para alegrarle le dije: 

    -Mira, la felicidad del hogar. 

    La reacción de Juan fue violenta: 

   -Yo no sé lo que es un hogar, ni siquiera lo que es una casa. No he tenido nunca más que una cama estrecha y corta donde dormir encogido o el camastro de la cárcel. Jamás he tenido una mesa donde pudiera colocar mis papeles para escribir, ni una estantería donde poner mis libros. Locales de partido o encierros carcelarios. 

    No supe qué decir, pero al cabo de un momento le contesté:
    -Yo te prometo que tendrás uno por donde quiera que nos lleve el destino e incluso con un gato, símbolo del hogar. 

     [Fragmento tachado: Y esta promesa creo que la cumplí en el transcurso de nuestra larga existencia juntos, en condiciones más o menos buenas o adversas. Durante el período en que trabajé como redactora de noticias, llevamos una vida bastante intensa de trabajo. Fue el período para Andrade de creación de la editorial Cenit, de constitución de la Izquierda Comunista, de intenso trabajo político y de algunos cortos períodos carcelarios].

6. Morito o el bandido de la calle Luchana
     
 Cuando nos lo trajeron, tendría aproximadamente dos meses. No era un gatito de esos de carita redonda y ojos dulces: toda su figura anunciaba ya lo que iba a ser. 

     Negro como el carbón, de pelo corto y liso; morro puntiagudo, con unos enormes ojos amarillo-verdosos y orejas también puntiagudas. Patas finas y altas, una larga cola, con movimientos ondulantes y nerviosos y un cuerpo fino y también alargado. Inmediatamente se posesionó de nosotros y de la casa y, poco a poco, fue demostrándonos toda su inteligencia. Era travieso y estaba siempre en movimiento; fueron pocas las veces que le vi dormir profundamente. Cuando le regañaba por alguna fechoría me miraba y parecía decirme: "yo sé lo que piensas tú, pero tú no sabes lo que pienso yo". 

    Teníamos una azotea que daba a la calle Luchana, que por un lado se podía saltar a otras azoteas, probablemente hacia dos casas más y por el otro lado, el pequeño muro daba a los tejados de la calle Eguilaz. Este fue inmediatamente su campo de acción en una u otra dirección. No tardamos en descubrir que era un ladrón nato: todo cuanto encontraba en sus búsquedas nos lo traía a casa, no para comérselo en el caso de que fuera comestible, sino simplemente como demostración de su habilidad: filetes, restos de pollo, el arreglo de un cocido aún envuelto en el papel de la carnicería y muchas otras cosas no comestibles, como un par de calcetines enrollados, un acerico con alfileres, en fin, todo cuanto hallaba, hasta una tórtola viva que había sacado, seguramente de una jaula, tórtola que pudimos rescatar de sus garras, pero que murió a pesar de nuestros cuidados, porque tenía profundas heridas. Un día, desde mi cocina, oí a la vecina de al lado que en la suya y que clamaba por un filete desaparecido: a los pocos instantes estaba pareció el Morito con un gran filete en la boca, que depositó a mis pies. 

     Había aprendido muchas cosas, algunas increíbles como, por ejemplo, a abrir las puertas cerradas con un simple pasador, para lo cual, se subía al mueble más cercano. No comprendíamos su intransigencia ante la puerta del retrete cerrada, hasta que, un día le descubrimos al borde de la taza, haciendo sus necesidades. Nadie nos quería creer, sin embargo más tarde he conocido dos gatos de amigos que también hacían lo mismo. Los domingos, que estábamos todo el día fuera,  el Morito se quedaba encerrado, sin poder salir a la azotea, y se vengaba como podía por haberle abandonado: cuando volvíamos, en el escritorio de Juan no quedaba nada, plumas, lápices, gomas, todo había desaparecido y en mi costurero, si no estaba bien cerrado, tampoco quedaba nada, pero, en cambio, por todas las patas de las sillas y mesas había hilos, lanas y cintas enroscadas. 

     También le gustaba oír nuestras conversaciones por teléfono y, en cuanto sonaba el timbre, se ponía al lado, como si quisiera enterarse. Descubrimos muy pronto otra de sus habilidades: abrir puertas cerradas con llave. En el comedor, debajo de la ventana, había un pequeño mueble con plantas en la parte superior, una pequeña estantería con libros y, en la parte inferior, un armarito cerrado con llave, a una altura de unos 30 o 40 centímetros, donde guardábamos restos de entremeses, quesos o sardinas que habían sobrado. A la mañana siguiente, cuando nos levantábamos, todo había desaparecido, lo cual ocasionaba una disputa entre nosotros, porque yo insistía que había cerrado con llave mientras Juan afirmaba que había dejado la puerta sin cerrar. 

     Nuestra alcoba daba al comedor. Dormíamos con la puerta abierta porque yo, lo mismo que el Morito, tengo horror a la claustrofobia. Una noche me despertó un pequeño ruido y, desde la cama, vi al Morito de pié, con sus dos patitas delanteras apoyadas en la llave del armarito, mientras que, con un movimiento de un lado a otro, trataba de hacer girar la llave; desperté a Juan para que contemplara el espectáculo y, efectivamente, al cabo de un momento, el movimiento de las patitas fue más fuerte y la llave dio la vuelta. Morito se posesionó inmediatamente de las golosinas, lo que Juan quería impedir pero, que no permití, porque de alguna manera había que premiar tanta inteligencia y esfuerzo. 

      Dos veces se cayó desde el sexto piso. La primera al patio, pero no se rompió nada y me lo subieron únicamente conmocionado y, al cabo de una hora, ya corría por todas partes. La segunda vez fue a parar a la calle Luchana, sobre los árboles, y como era invierno, las ramas secas le hicieron profundas heridas en la barriga. Pude curarle y desinfectarle y después le puse una venda alrededor del cuerpo. Tumbado sobre unos almohadones en la cocina, parecía que iba a morirse. No se movía, pero yo,  con una cucharadita, le abría la boca y le daba agua y leche. Un domingo, al cabo de unos quince días, al oírnos, ni siquiera abrió los ojitos; parecía dormir un sueño profundo yo partí pensando que, al volver, habría muerto. Nuestra sorpresa y alegría fue enorme cuando, al meter la llave en la cerradura, oímos por detrás de la puerta los maullidos de recibimiento. Estaba curado. 

     Sus hazañas de bandolero no terminaban. Un día se presentó en casa. una señora preguntando si era yo la dueña de un gato negro que corría por tejados y azoteas: tuve que reconocerlo y, entonces, me dijo que vivía dos casa más abajo, en un piso con azotea, que era maestra y que, para ganarse la vida había organizado una guardería de niños pequeñitos. Morito se presentaba todas las mañanas, con el lomo arqueado como el de un camello, el rabo como un cepillo de deshollinador y bufando y saltando de mesita en mesita, infundía un terror demoníaco sobre aquellas pequeñas criaturas, que lloraban, chillaban, se caían al suelo, tratando de huir de aquella fiera que les debía parecer enorme. Me excusé como pude, pero ella, muy en serio, me dijo que mataría a aquél gato si continuaban sus visitas. Me es imposible, aún hoy, después de tantos años interpretar aquella acción maléfica del Morito. Es posible que, para él, no fuera más que un juego o una distracción, sin darse cuenta del mal que hacía. Pero también es posible que fuera un modo de desahogar intenciones o sentimientos que no manifestó nunca con nosotros; es posible también que se tratase de una manera de expresar su poder. 

     Un día Morito no volvió a casa. Teníamos la esperanza de que se hubiera quedado encerrado en alguna buhardilla o en alguna casa, pero al cabo de tres o cuatro días estábamos ya seguros de que no volvería más. Hice indagaciones y supe por el portero que la maestra había cumplido su promesa. No tuve valor para investigar cómo murió aquel Morito, cuyas extraordinarias hazañas se quedaron grabadas para siempre en nuestra mente. A pesar de reconocer que era un bandido nato, le  lloré durante bastantes días.
 
7. Alemania, septiembre de 1932

     Importa recordar la situación imperante en Berlín en este periodo, porque es el prolegómeno de lo que ocurriría unos meses después en el siguiente mes de enero del treinta y tres cuando los nazis se apoderaron de Alemania y casi del mundo. Habíamos ido invitados por la organización trotskista, a la que pertenecíamos entonces y nos habían asegurado una gran sorpresa. No fue una, sino bastantes las que nos ofreció Berlín. 

     La primera, el encuentro con Sedov (León), hijo de Trotski, que fue a esperarnos a la estación. Estaba Jeanne Martins, su compañera, y con ellos pasamos unos días de gran solidaridad. Berlín en esos momentos ofrecía el aspecto de una ciudad inquietante. El pequeño comercio casi no existía y las pequeñas tiendas estaban cerradas con letreros de "se vende" o "se traspasa". Económicamente era una ciudad en crisis y políticamente lo era también. 

      El Partido Comunista aparentaba tener una fuerza enorme. A primera vista parecía como si dominase la situación política. Los locales del Partido eran muchos, enormes y mostraban una gran vitalidad. Sin profundizar se hubiera podido decir que eran los dueños absolutos de la situación. Los jóvenes nazis circulaban ya en pequeños grupos, no iban uniformados y únicamente ostentaban un brazalete con la cruz gamada. Los comunistas parecían no verlos o más bien no quererlos ver y en ningún momento se tenía la impresión de que quisieran atacarles. 

      Ese ambiente sombrío de Berlín nos inquietó profundamente por lo que los compañeros para animarnos nos invitaron a ir a Leipzig donde la sección trotskista tenía bastante fuerza. Efectivamente era así pues organizaron reuniones para ponernos en contacto con los militantes de todos los partidos y tener así una idea más exacta de la situación alemana. Fue muy edificante porque los comunistas en una gran mayoría manifestaron con seguridad absoluta, que había que dejar que los nazis subieran al poder y luego con la gran fuerza que ellos tenían los destrozarían totalmente. La discusión fue tumultuosa ante los que estaban convencidos de que una vez los nazis en el poder aniquilarían a los revolucionarios y militantes. También había un grupo de veteranos militantes anarquistas de melena negra, defensores de la pureza, de las ideas, ya poco frecuentes en nuestra España de "arroja la bomba que escupe metralla...”, anarquistas ideológicos. Salimos de aquella reunión apenados y decepcionados. 

      Las negras tormentas que amenazaban a Alemania eran realmente negras. 

      El hotel donde nos llevaron los comunistas para sus camaradas de desplazamiento nos sorprendió igualmente, pues tenía la apariencia de un hotel de dos estrellas. Pero su precio era módico porque era del Partido Comunista y los precios eran muy reducidos. Regresamos a Berlín un poco deprimidos y preocupados porque los pequeños grupos nazis seguían desfilando tranquilamente por las calles sin ser molestados por los comunistas que parecían ser los dueños de la vida social alemana. 

     Pasamos unos días muy agradables en compañía de Jeanne y de Sedov, el hijo de Trotsky. Sedov estaba siempre dependiente de las cartas que le enviaba su padre y en las que siempre le hacía algún encargo.

Últimamente recorría todas las tiendas de óptica de Berlín pues su padre le había pedido una lupa con la que se pudiese leer letras microscópicas de posibles papeles clandestinos. Conocimos también al representante de la organización trotskista en Alemania cuyo nombre ha desaparecido totalmente de mi memoria. Era alto, distinguido, vestía muy bien y a nosotros nos molestaba porque siempre nos llevaba a comer a restaurantes caros para nuestros bolsillos ya que el importe lo pagábamos siempre nosotros. Resultó como en tantos otros casos, que era un agente de Stalin en el cual Trotsky tenía confianza absoluta como le pasó con otros que le daban la razón en todo.
      Nos despedimos con bastante tristeza de Sedov (León) y de Jeanne que ante el avance de los nazis tuvieron que huir a Francia. El hijo de Trotsky murió en un hospital francés en manos de unos médicos agentes de la GPU estaliniana. Jeanne vivió con un desequilibrio mental a causa de estos hechos tan trágicos.


8. Una militancia en segundo plano
     
Durante este período mi trabajo político estaba reducido a las tareas que pudiera realizar en casa: traducciones, correcciones de libros, envío de paquetes porque no quería, dado lo reducido de nuestra organización política, mezclarme en las discusiones internas que pudieran, de una manera u otra, por falta de suficiente educación política, interpretarse la influencia, en un sentido o en otro de la compañera de un líder. 

     Nuestro matrimonio civil estuvo determinado por un hecho para nosotros fundamental: en aquella época la policía y otras autoridades podían considerar como cómplice a la mujer legal, podían venir y llevarse a Juan pero no podían detener a su mujer como cómplice. Costumbre que hoy día se ha perdido por la sacrosanta democracia actual. Como anécdota, añadiré que el matrimonio civil en plena dictadura de Primo de Rivera costaba "un ojo de la cara". Nos pasamos más de un mes reuniendo papeles y certificados y declaraciones de toda clase, cada uno de los cuales costaba, como es natural, bastante dinero. Creo que podría decir sin equivocarme que el trámite de todos esos papeluchos nos vino a costar el dinero ganado en un mes. 

     Andrade encontró trabajo en el archivo del diario El Sol y yo comencé a iniciarme como redactora de noticias en inglés en la Agencia Internacional Internews. Decidimos casarnos y así empezó otra nueva vida. 

    En ese interregno Juan había estado varias veces detenido, principalmente por lo que se llamó "el complot de la noche de San Juan". Los dos últimos años, del 34 al 36, fueron para mí de verdadera lucha en la redacción de la United Press. Hubo una pelea con motivo de los hechos del 34 en Asturias como consecuencia de la cual tuve que enfrentarme hasta el 19 de julio con elementos franquistas que había en la redacción, uno de ellos incluso con el carné de Falange. Fueron dos años en los que tuve que luchar contra las maniobras más sucias para ver si esos elementos lograban echarme a la calle.  En realidad, estas peleas y luchas internas en una redacción reflejaban, en cierto modo, el estado de enfrentamiento en que estaba España antes del 19 de julio: tiroteos en las calles, luchas de todo género... 

    El 19 de julio, en Madrid, con el ataque al cuartel de La Montaña y el asalto a los demás cuarteles, determinó la derrota de los falangistas en Madrid, aquella misma tarde vinieron a buscarme los jóvenes del POUM que habían participado en el asalto de un cuartel de Carabanchel.  Entraron en tropel en la redacción, con casco y fusiles, para llevarme con ellos triunfalmente en un camión militar apostado a la puerta ondeando una gran bandera roja. No es necesario decir que mi enemigo falangista de la United, con otros más o menos reaccionarios, hacía horas que habían desaparecido. Supe después que se había refugiado en una embajada y mis compañeros me propusieron ir a buscarle para hacerle pagar los dos años de fechorías que había inventado contra mí. Como es natural, me negué a una venganza personal. Lo que quedo en todos nosotros fue la sensación de opresión ante la evidencia de tantas ventanas y balcones cerrados, hecho que unía a la idea de "un enemigo escondido". No hay que olvidar que estábamos en el mes de julio ni el carácter de la gente de Madrid, para la que balcones y ventanas son la puerta abierta a cotilleo. 

      Naturalmente, mi trabajo en la United quedó reducido a lo más mínimo puesto que había otras cosas mucho más apasionantes a las que acudir. y no duró  mucho tiempo esta situación puesto que al ser incorporado Andrade al comité ejecutivo del POUM, en Barcelona, partimos de Madrid probablemente a mediados o finales de agosto. La decisión de Andrade de partir para Barcelona para formar parte del comité ejecutivo del partido, acogida por los dos con entusiasmo, supuso sin embargo una pérdida enorme de todo lo que había sido nuestra vida desde 1929 hasta entonces, años de la enorme labor editorial de Andrade, de la organización y lucha de la Izquierda Comunista, de la publicación de la
revista Comunismo y tantas otras realizaciones de gran importancia. 

      Yo iba a dejar mi trabajo, que tanto me había apasionado durante esos años, pero íbamos también a perder nuestro hogar, aquel hogar construido día a día en el que yo había puesto todas las energías desde pintar paredes, puertas y ventanas, al dibujo y diseño de los muebles, construidos por un ebanista amigo. La gran azotea, rebosante de flores, y sobre todo la enorme biblioteca que habíamos logrado formar en aquellos años. Aquel hogar "con gato" que yo le había prometido a Juan para que no se escapara nunca de él, iba a perderlo para siempre y no sólo eso sino nuestro Madrid con todos los militantes del partido.



9. El Secretariado Femenino del POUM

    Creo que no nos dimos verdadera cuenta de lo que íbamos a perder, ansiosos como estábamos de entregarnos a nuevas tareas revolucionarias. Más tarde, intentamos salvar la biblioteca, que los amigos nos enviaron en un camión a Barcelona, pero que desaparecería como desapareció el POUM ante la persecución estaliniana. Fue  la primera, pero no la última biblioteca que perdimos en nuestra existencia. La llegada a Barcelona fue deslumbrante. Barcelona vivía un grado indefinido de exaltación revolucionaria. Las Ramblas eran un hormiguero de banderines rojos, de venta de insignias de la FAI, de la CNT, del POUM... Esa exaltación se revivía en cualquier local, en cualquier organización, en bares, restaurantes y hoteles. Inmediatamente, Juan se incorporó a las tareas del comité ejecutivo, que trabajaba sin descanso. Sin pedir nada, nos instalamos en una modesta pensión, incluso sin agua corriente, en el mismo local donde en aquellos momentos estaba instalado todavía el comité ejecutivo del partido. 

     De nuevo, iba a encontrarme otra vez ante mi "yo y mis circunstancias" y mi vida cambió completamente de nuevo. Me relacioné inmediatamente con todas las compañeras del partido, dónde no existía ningún grupo feminista ya que todas gozaban en absoluto de los mismos derechos y posibilidades que nuestros compañeros.  Pero existía también una corriente dirigida a atraer a nuestros ideales a una inmensa cantidad de mujeres que no se daban cuenta de las posibilidades de liberación o de educación del momento. La idea surgió de Pilar Santiago, militante destacada de las Juventudes del partido, la cual nos convocó un día para sugerir que sería muy interesante hacer un organismo en el cual pudiésemos recoger y educar a mujeres obreras, o de profesiones liberales, para llevarlas a nuestras filas. Sería un organismo independiente y habría que buscar el modo de realizar el objetivo. 

     Todo el mundo estuvo de acuerdo; se eligió un comité integrado por militantes destacadas, en el cual me incluyeron a mí.  Pero como dice el refrán, "del dicho al hecho hay un trecho" y muy pronto me encontré sola o casi sola para hacer funcionar ese nuevo organismo que se llamaría Secretariado Femenino. Con dos o tres compañeras del partido y después de conseguir un local en el último piso del edificio ya en Las Ramblas, donde también estaba instalado el comité ejecutivo, empezamos a discutir cuales iban a ser nuestros medios más propicios para atraer a las mujeres. La mayoría decidió que sería muy eficaz organizar una sección para preparar enfermeras; teníamos médicos del partido a nuestra disposición que aceptaron ocuparse de la preparación de las nuevas afiliadas. 

     Hicimos un llamamiento en nuestra prensa y recibimos más peticiones de las que podíamos aceptar. A unas cuantas de las que llevábamos el trabajo no nos complacía esta forma de atraer mujeres a nuestro lado, puesto que la mayoría podían ser señoritas más o menos buscando una ocupación, o incluso para ocultarse de sus ideales falangistas, por lo que creímos necesario que nuestros grupos de control hicieran averiguaciones sobre su procedencia. No tuvo gran resultado la preparación de enfermeras,  a pesar de la devoción de los médicos, porque muchas de ellas se cansaron y dejaron de acudir a las clases por considerar que estas no tenían aplicación práctica. 

      Era necesario dirigir las actividades del Secretariado Femenino en otro sentido. Primero el educativo: organizamos cursos de francés e inglés con militantes extranjeros, de cultura general con compañeros del partido, profesores o maestros; empezamos a recibir mujeres interesadas por lo que les ofrecíamos gracias a Toska, militante trotskista polaca o lituana, exiliada en Francia, gran modista de profesión, quien se comprometió a crear un taller de costura y confección que ella dirigiría. Otra compañera de Barcelona, también modista, acudió en su ayuda. Buscamos máquinas de coser y todo lo necesario y el taller de Toska se convirtió en una escuela de iniciación revolucionaria.  Fue un éxito extraordinario: muchas de aquellas mujeres venían después a todos nuestros mítines y nos fueron fieles durante la persecución. 

     Organizamos también lecturas comentadas con la ayuda de jóvenes militantes y un sinfín de actividades culturales. Algunas de las muchachas que acudían a estas actividades ingresaron después en el partido o en las juventudes. Hicimos también un periódico, Emancipación, difícil de sacar porque faltaban redactoras, ya que la mayor parte de las obreras que podían ofrecernos informaciones les costaba mucho escribir; pero con las notas que nos facilitaban podíamos hacer artículos. Igualmente, hicimos pequeños folletos de los que desgraciadamente no se conserva ningún ejemplar. El Secretariado hizo un folleto titulado "La mujer ante la revolución" que hoy día seguiría con todo su valor y con toda su eficacia educativa. Hicimos otros con notas de Clara Zetkin, Rosa Luxemburgo..., en fin, toda una serie de trabajos que vendíamos en mítines y reuniones.




La mujer ante la revolución (Secretariado Femenino del POUM) 1937


10. La persecución del POUM
    
 El 16 de junio de 1937 se inicia una nueva etapa de mi existencia: es el día en que se desencadena de una manera brutal y física la destrucción del POUM por los estalinistas. A las once de la mañana la policía entra en el local del comité ejecutivo del partido y se lleva precipitadamente a Andreu Nin. La orden de detención incluía también a Andrade y a Arquer. 

    Había comenzado la persecución. A las dos de la tarde nos detienen a Luisa Gorkín y a mí y luego, a partir de las doce de la noche, llegan a los calabozos de la Dirección General de Seguridad todos los miembros del comité ejecutivo y muchísimos más compañeros. Se registran y se incautan de todos los locales del partido, incluyendo la imprenta de La Batalla, es un verdadero holocausto. 

     No voy a detallar todos los hechos de ese momento puesto que la mayoría son conocidos ya. Aquella misma tarde habían sacado a Nin de la DGS para trasladarlo a Valencia y después a Madrid, no se le volvió a ver más. Igualmente fue trasladado a Valencia, al día siguiente, el comité ejecutivo con bastantes compañeros. Los compañeros extranjeros fueron detenidos casi en su totalidad y algunos, como Kurt Landau que logró salvarse en los primeros momentos, fue detenido más tarde y ya no se volvió a saber más de él, lo mismo que de Andreu Nin. En cuanto a mí, pasé con otras compañeras unos cuatro días en la DGS para después ser trasladada con Rovira y Arquer a Valencia. Incomunicada durante un mes, en Valencia, fui puesta en libertad por un pobre juez republicano que no estaba al tanto de lo que ocurría, y a partir de ese momento comenzó un largo período de "yo y mis circunstancias" en Valencia. 

     El comité ejecutivo del POUM, conducido a la cárcel de Valencia, fue puesto en libertad y al salir de la cárcel varios camiones con comunistas españoles y extranjeros los esperaban y los condujeron con destino desconocido. Al salir de la cárcel toda mi actividad se concentró en ponerme en contacto con toda la gente conocida en el gobierno o fuera del gobierno, que pudiera facilitar datos para encontrar a los secuestrados. Por mis relaciones de trabajos periodísticos, me puse en contacto con los redactores de los periódicos de Madrid que estaban en Valencia y visité a gran número de personalidades. Fue Araquistain quien me comunicó que, en su opinión, Nin había sido ya liquidado, noticia que obtuvo de una conversación con el embajador de la URSS. Vi al secretario de Prieto, al que conocía de antiguo; al secretario de Azaña, Bolívar, antiguo amigo nuestro y compañero de uno de mis hermanos, sin poder obtener la menor ayuda ni información. 

     Igualmente tuve una entrevista tumultuosa con Álvarez del Vayo, entonces gran comisario de guerra pero que no hacía muchos años nos dedicaba sus libros con palabras exultantes a nosotros como revolucionarios, y que incluso nos había regalado un magnífico jarrón de cristal de Bohemia cuando nos casamos. Estalinista cerrado en aquellos momentos, tuve que llamarle cobarde por no atreverse a negar que fuéramos fascistas. Así multipliqué mis visitas a todos aquellos que creía que pudieran ofrecernos alguna pista de donde estaban los desaparecidos. 

     La atmósfera desencadenada contra el POUM era densa, con carteles y artículos en los periódicos pidiendo nuestro exterminio, y la intoxicación surgió sus efectos. Íntimos amigos me negaban el saludo en la calle y otros, más valerosos, se metían en un portal al verme para que yo pudiese hablar con ellos. De haber guardado testimonios de aquella época, podría ofrecer la carta escrita por un viejo compañero que, desde Chile, expresaba la vergüenza que sentía entonces por haberme negado el saludo en la calle. Creo que no se ha dado en España nunca un ambiente de terror como el implantado en Valencia por los comunistas. Yo seguí en mis trece y por un cartel que anunciaba la noche antes un mitin presidido por unos compañeros anarquistas, me presenté en su local y pedí hablar con Inestal, no recuerdo cual pues eran tres hermanos. Me preguntó en qué podía ayudarme y le hablé de la desaparición de los presos, que debían estar en alguna “cheka” en Madrid. Esta misma noche -me contestó- salgo para Madrid y yo te aseguro que dentro de tres días tendré noticias de que he logrado localizar dónde los encierran, como así fue. 

     La etapa valenciana acabó felizmente a primeros de abril del 38, y digo felizmente porque logramos que los presos fueran trasladados a Barcelona, donde ya había evacuado no sólo el gobierno de la República sino también todos los organismos oficiales. Valencia estaba amenazada de dos peligros: o bien un avance franquista, que hubiera supuesto la caída de la ciudad, o bien un avance hacia el mar para cortar las comunicaciones entre Valencia y Barcelona, que fue la táctica seguida por los nacionales. En previsión de un posible asalto a la ciudad que motivase un desorden y la salida de los presos, había previsto que el comité clandestino del partido me enviase una importante cantidad de dinero para que, llegado ese momento, pudiera sacar los presos por mar. No fue necesario, porque la amenaza real era el corte entre Barcelona y Valencia. 

     El comité clandestino logró obtener una orden de traslado de los presos invocando la necesidad de que estuvieran en Barcelona que era dónde únicamente se podía celebrar el proceso incoado contra ellos. El traslado se hizo inmediatamente de recibirse la orden, a pesar de las trabas de la administración carcelaria que alegaba que no podía trasladar a los presos porque carecía de medios de transporte. En los anales de estos conflictos carcelario-administrativos no creo que se haya dado nunca el caso de que fueran los propios presos los que pagasen el traslado. Logramos sacarlos de Valencia en una de las últimas autovías que hacían el recorrido hasta Barcelona, pero pagando el coste del billete para todos ellos y el de los dos guardias encargados de su vigilancia. Recuerdo que pagué 16 ó 17 billetes, casi la mitad de un vagón. Pero llegamos felizmente a Barcelona y a los pocos días los fascistas habían llegado casi al mar y las dos ciudades estaban cortadas por carretera y vía férrea. 

    El nuevo período de "yo y mis circunstancias", hasta el momento de la derrota fue muy variado. Reanudé mi actividad en el partido y fui encargada de ocuparme de los expedientes de los presos extranjeros para hacer todo lo posible porque fueran reintegrados a sus países de origen. Apenas pude hacer nada porque a los dos o tres días, no había pasado una semana desde mi llegada a Barcelona, la policía, que había descubierto el local clandestino del partido, hizo una redada estupenda y fuimos a parar todos a la cárcel. El golpe fue muy duro y el POUM siguió actuando pero de una manera más desconcertada y sin poder desarrollar grandes acciones de conjunto. En cuanto a mí, personalmente, suponía no sólo la pérdida de la libertad sino una nueva separación de Juan. Nos habíamos visto entre rejas desde agosto del 37, pero a partir de este momento ni siquiera podríamos disfrutar de eso, únicamente cartas carcelarias que tenían que pasar, naturalmente, por dos censuras. No pude ver a Juan y reunirme con él hasta el 13 de julio de 1939, ya en Francia. 

      Este último período carcelario no permitía ninguna actividad, sólo lecturas, algunas muy provechosas, como la correspondencia entre Marx y Engels que me descubrió la psicología de esos dos grandes personajes y que despertó en mí una gran admiración por la generosidad y el gran humanismo de Engels-; y otro atractivo del encarcelamiento era el conocer la vida de tantas mujeres allí encerradas. Hoy día siento no haber hecho más para conocer a aquellas presas, tan alejadas en su mayoría de mi mentalidad, pero que se ofrecían como un muestrario de tipos humanos de todas las categorías. 

     Salí de la cárcel unas horas antes de entrar los fascistas en Barcelona. El éxodo de la ciudad era total y nosotras, el pequeño grupo formado por Carmen, su hijo y su compañera, intentamos salir de Barcelona en un camión cuyo chofer era del partido y que tenía por misión evacuar a mujeres y niños de guardias de asalto. Pero nuestro camión fue interceptado por comunistas del cuartel Carlos Marx, que indudablemente lo querían también para salir ellos corriendo. Aquel día, después de varios intentos frustrados, me encontré en plena calle Mayor de Gracia con las columnas de tanques fascistas que descendían lentamente con las banderas desplegadas mientras se abrían ventanas con banderitas nacionales y se daban vivas a los triunfadores. 

      La desesperación, el horror y la impotencia de los primeros instantes no son para describir. 

 
11. Incomunicación o el despertar de instintos criminales

     Preámbulo

      El 16 de julio de 1937 fue aquél día "H" en que se inició el holocausto del POUM, cuyo primer detenido por la mañana fue Nin, al que seguimos Luisa Gorkin y yo a primeras horas de la tarde. Al llegar la noche, los detenidos eran muchos; los calabozos  estaban abarrotados y, cuando bajaron a todo el Comité Ejecutivo, no quedaba el menor espacio libre. Ya nos encerraron en el despacho del capitán de guardias de asalto, como único sitio disponible. Aquella noche, gracias a aquel encierro no regular, pudimos enterarnos de la magnitud de la catástrofe.  Pudimos escuchar que: todos nuestros locales habían sido asaltados, registrados y cerrados; todo ello llevado a cabo con una preparación y organización perfecta. Cuando supimos que Nin por la tarde y el Comité Ejecutivo al día siguiente, habían sido trasladados a Valencia, yo estaba segura que me esperaba la misma suerte, como así fue unos días después. 

    "Recoja sus bártulos y sígame"; no tenía nada que recoger, pues no poseía más que lo que llevaba puesto. En la misma sala donde me llevaron, estaban Rovira y Arquer que, seguramente, iban a ser mis compañeros de cárcel. En el gran patio de la Dirección General de Seguridad, había un movimiento enorme de coches, agentes que gritaban y daban órdenes; era evidente que se estaba organizando un traslado de gran categoría, lo que nos hizo sentir que éramos presos de gran importancia. Las voces más fuertes tenían acento extranjero, eran los que mandaban daban órdenes a jóvenes comunistas. 

    Por fin se organizó la comitiva y vale la pena de contar su organización: en vanguardia, un automóvil con policías, al que seguía otro con tres policías y Rovira; seguía otro coche únicamente con policías y después el que conducía a Arquer, con sus guardianes, seguido igualmente de otro automóvil también sólo con policías y, a continuación, el que me estaba destinado, igualmente custodiado; toda una caravana para trasladar simplemente a tres presos, lo que nos hacía sentir orgullosos. 

     Serían aproximadamente las dos de la madrugada cuando la comitiva se detuvo. Estábamos en pleno monte, en un lugar desierto, dramático, a no ser por una luna llena. Voces, corridas de un lado para otro, incluso mis guardianes bajaron del coche. Me sentí inquieta y, por primera vez, tuve miedo porque aquél lugar era propicio para liquidaciones sin testigos; escuchaba atentamente pero no oía ningún tiro. Al cabo de un rato después de nuevos gritos de idas y venidas, la comitiva se puso en marcha. Estos parones inexplicables fueron produciéndose todo lo largo del camino y sólo al final comprendimos lo que pasaba. Sucesivamente los coches tenían averías y había que abandonarlos en el camino. Llegamos a Valencia sobre las dos de la tarde los tres presos, con tres policías, apretujados en el único automóvil que resistió el viaje. Aquella comitiva triunfal había terminado de un modo grotesco. A pesar del cansancio y el hambre, nuestras risas y bromas exasperaban, como justo castigo, a aquellos esbirros seguidores de verdugos. 

    Tuvimos la suerte al llegar a la Dirección General de Seguridad de Valencia de cruzar algunas palabras y abrazos con los presos del Comité Ejecutivo que, en aquellos momentos, iban a ser trasladados a la cárcel Modelo de Valencia. Yo ya no vería a Juan hasta unos dos meses después y entre rejas.

    Incomunicada

    Después de una noche en los calabozos de la Dirección de Seguridad nos condujeron a nuestras respectivas cárceles. Nos despedimos a la puerta de la cárcel de mujeres, que estaba en el mismo camino pero mucho más cerca de Valencia. En la administración la directora dio la orden de que quedase incomunicada. Al llegar me encerraron en una celda amplia, con una gran ventana enrejada muy alta, que no era posible alcanzar de ninguna manera. Un camastro con un colchón no muy sucio, un pequeño grifo de agua corriente y un inodoro. Era una instalación confortable. Pediría que me comprasen unas toallas, peine y jabón y todo lo demás se iría arreglando poco a poco. Aquella soledad me era grata. El aislamiento me permitiría reflexionar sobre todo lo ocurrido, sobre todos aquellos hechos que se habían precipitado de una manera tan violenta, sin poder ni siquiera situar los acontecimientos. Me eché en el camastro e incluso me dormí, pero no duró mucho aquella privilegiada situación, porque me despertaron para decirme que me iban a cambiar de celda. Así fue pero, la nueva celda estaba ocupada por otra presa. Llevaron colchón, que me serviría de asiento durante el día y de lecho por la noche, ya que la otra inquilina ocupaba el camastro. 

      Nuestra primera impresión, creo que no fue muy agradable; aquella mujer debía llevar mucho tiempo, pero ni siquiera se lo pregunté. Lo único bueno de la nueva instalación era una vieja cortina que tapaba el inodoro, lo que le convertía en un lugar un poco privado y otra, más vieja aún, que tapaba un poco el lavabo. Había en aquella mujer algo que no inspiraba confianza; desde luego, no pertenecíamos al mismo mundo. Estaba ansiosa de saber lo que pasaba fuera de aquellos muros, lo que es natural, después de una larga permanencia carcelaria pero la manera de preguntas y la ansiedad por las respuestas era sospechosa. Vestida únicamente con una vieja bata deslucida, facilitada sin duda por la administración carcelaria, sin medias y en los pies, unas viejas alpargatas destrozadas. Era evidente que no poseía absolutamente nada. Las facciones, grandes y regulares, pelo desteñido, con greñas por falta de lavado. Sin embargo, se podía deducir que, arreglada, con el pelo rubio teñido y maquillada, debía  haber sido una mujer atractiva, de las que van por la calle pidiendo "guerra". Un misterio su estancia allí. Me dio la impresión que debía de haber sido una de tantas aventureras, de esas que acuden a un país en guerra, buscando aventuras metiéndose, sin darse cuenta, en líos peligrosos, o quizás había sido agente de algún organismo ilegal. El hecho es que estaba total y completamente abandonada. Sus ansias por averiguar quién era yo y por qué estaba allí, contuvieron mi nativa espontaneidad y despertaron mis recelos. 

    Como estaba agotada, aquella noche dormí profundamente. 

    El día trajo para mí una gran satisfacción; a media mañana una guardiana me entregó un paquete con dos toallas que habían traído unas amigas. Con curiosidad de todos los presos para inspeccionar minuciosamente todo lo recibido, pude leer en la pastilla del jabón escrito con un alfiler el nombre de dos compañeras. Tranquila por comprobar que se ocupaban de mí, aún tuve una gran alegría cuando, a la hora de comer, me entregaron una pequeña cazuela de arroz y algunas golosinas. Tan grande como mi alegría, era la estupefacción de mi compañera de celda que, con ojos ávidos, se extasiaba ante el contenido del envío, de tal manera que tuve que compartirlo con ella.
 
12. Joaquina o el pudor ante el pelotón de ejecución
     Ambiente preliminar

     Aquél día de principios de abril de 1938, con un sol resplandeciente y a pesar de las circunstancias, me sentía optimista. Habíamos logrado trasladar a nuestros presos de Valencia a Barcelona, ante el gran peligro del avance franquista que amenazaba con cortar la carretera de la costa y el recorrido del tren entre ambas ciudades. El gobierno y los organismos oficiales y habían evacuado Valencia y se encontraban en Barcelona. Con el traslado se evitaba un cerco fatal y, al mismo tiempo, los presos podían estar mejor atendidos puesto que, aunque el Partido (POUM) estaba en la clandestinidad, seguía funcionando. Personalmente mi situación era mejor e incluso me habían dado una misión que cumplir; ocuparme de los presos extranjeros para que fueran liberados o expulsados a sus países de origen.
Todo pues, parecía entrar en un nuevo cauce. 

     El comité clandestino del Partido, estaba instalado en un gran edificio de oficinas de la Vía Layetana. Me pareció ver unos tipos sospechosos en el portal, pero subí pensando que siempre podría llamar a otra oficina si observaba algo anormal en el amplio rellano. Al llamar a la puerta varios individuos se echaron sobre mí y me quitaron el bolso. Había caído en la trampa. Rodes y los otros responsables estaban allí, pero no pude ni acercarme a ellos. Me hicieron salir y me condujeron a un gran despacho vacío y, poco a poco fueron trayendo a otros compañeros caídos también en la redada. 

     Mi gran preocupación era salvar los papeles referentes a los presos de los que tenía que ocuparme, papeles que, como siempre que había peligro, llevaba escondidos en la faja. Tenía que hacerlos desaparecer antes del cacheo obligatorio. Sentada en la butaca de la gran mesa de escritorio, los fui sacando poco a poco y haciendo pajaritas de papel, los fui tirando al cesto de los papeles con otros periódicos viejos que había por allí. Tranquila ya me invadió el pensamiento de la angustia y desesperación de Juan cuando, a las dos de la tarde, no me viera en la diaria visita carcelaria. 

     Una nueva separación nos esperaba. Desde agosto de 1936 sólo habíamos podido vernos y hablarnos entre rejas. Pero ahora ni siquiera tendríamos esa posibilidad. Pasamos meses no sólo sin podernos escribir sino sin saber siquiera si estábamos muertos o vivos y no volvimos a reunirnos hasta julio de 1939, ya en Francia. 

     El día transcurrió tranquilo en el despacho, sin comer es cierto pero a la expectativa de lo que iba a suceder. A la caída de la tarde me hicieron salir y, al llegar a la calle me hicieron seguir a un policía mientras otro marchaba detrás de mío. Era una estratagema para intentar detener algún compañero que hubiera por los alrededores en la expectativa de lo que pasaba. Efectivamente una compañera iba por la otra acera  al verme, empezó a cruzar la calle pero ante mi cara impasible, debió comprender y se alejó. 

   Unos cuantos pasos más y llegamos a uno de tantos departamentos policíacos del "SIM" (Servicio de Información Militar), en manos de los comunistas. Pasé al cacheo; una mujerona me hizo desnudar y me metió los dedos por todos los agujeros de mi cuerpo. Ante mis insultos, única protesta posible, sólo se le ocurrió decir: "Lo hago por la República". Le contesté: "¡Pobre República, si tiene que salvarse con tus sucios dedos!". Ante el resultado negativo del cacheo el "Jefazo", desilusionado, pero qué pensaría encontrar y lleno de furia, dijo: "Llevadla con Joaquina". 

     Bajamos al sótano, casi oscuro, iluminado solamente por una bombilla amarillenta, la clásica bombilla de todos los cuerpos de guardia de las comisarías. Una mesa y, alrededor, varios guardias. En un recodo a la derecha, un lavabo y dos puertas que, indudablemente, eran las de los retretes y pedí servirme de ellos. Sucios, malolientes, sin papel higiénico, y todo lo peor que uno se puede imaginar. El lavabo no era mejor, igualmente sucio, sin jabón ni toalla. Para lavarse había que hacerlo en presencia de todos los guardias. Como no tenía más que un pañuelo, lo mojé y me lavé un poco la cara y las manos. 

     El muro fronterizo era más largo y tenía seis o siete pequeñas puertas muy juntas. "Con Joaquina", dijo el policía acompañante y un mocetón cogió unas llaves y abrió una puerta: "Joaquina, te traemos compañía". Me empujó y volvió a cerrar.

    Frente a frente
  
  La oscuridad era absoluta pero, poco a poco, un diminuto trazo de luz me permitió orientarme. Sentada al lado de la puerta distinguí una figura oscura. "Buenas tardes, esto es muy estrecho, tendremos que arreglarnos. Soy Joaquina" Un poco acostumbrada aquella oscuridad vislumbré, mejor a Joaquina, sentada sobre una tabla de madera. Al final de la tabla, la pared y en lo alto, un tragaluz tapado con maderas pero que dejaba pasar hilillos de luz vespertina. El ancho de aquél antro no tendría más que dos metros y medio por unos dos de ancho. 

    Sólo se me ocurrió decir: "No he comido en todo el día". Debía tener un hambre enorme. 

    -No espere usted nada hasta mañana. Un agua negra que quiere caliente y luego, a media mañana, el rancho. 

     Veía ya a Joaquina. Parecía alta, delgada, facciones marcadas, pelo tirado hacia atrás muy recogido, manos largas y vestido austero. Cosa curiosa, tanto Joaquina como yo nos dimos cuenta rápidamente que no pertenecíamos al mundo corriente que se encuentra en los calabozos: prostitutas, ladronas, autoras de delitos de sangre, etc. 

    Por otra parte, dada la cautela y casi podríamos decir "cortesía" de nuestras actitudes, era evidente que pertenecíamos a dos mundos opuestos. 

   -No tengo almohada ni nada que ofrecerle. Por las noches hace un poco frío. 

   Le di las gracias y decidimos echarnos a dormir, ella de arriba hacia abajo y yo por la parte del borde de la tabla, de abajo hacia arriba. Creo que no dormí en toda la noche...
    -¿Lleva mucho tiempo aquí?.
    -Más de un mes.
    -¿Nadie se ocupa de usted?.
    -No, estoy incomunicada.
    -Soy roja, ¿sabe?.
     Muy asombrada, exclamó: "¡Pero los rojos no van a la cárcel!".
    -Sí, también van. 

    No quise explicarle nada. Así transcurrió el primer día. 

    Al día siguiente, vinieron a buscar a Joaquina. Nada más llamarla, se puso a temblar y aquello me inquietó y esperé su regreso con ansiedad. La trajeron medio desmayada, sostenida por los guardias que la echaron sobre la tabla. Era un cuerpo inerte que gemía y sollozaba. Yo no podía contenerme y la instaba apremiantemente para que me contestase por qué la habían maltratado. Finalmente, con voz débil: "Quieren que firme una declaración que es falsa". 


    Transcurrieron otros dos días. Mi situación material había mejorado. Ya tenía una manta, una almohada, toalla y jabón, tesoros incalculables que una compañera que había estado detenida y la habían puesto en libertad, me había dejado. Otro día recibí una pequeña tortilla, un poco de pan, unas sardinas y una bata casera. Alguien se ocupaba de mí, lo que daba alientos. 

     Volvieron a sacar a Joaquina y todo se repitió como sí tuera algo ritual. Al salir, le grite: "No firme". La trajeron en peor estado que la vez anterior, tanto que, ante su postración, pedía una tableta de aspirina a los guardias. Cuando sus gemidos y llantos se calmaron un poco, no pude por menos de decir: "Creo Joaquina que, lo mismo sí firma como sí no firma, la van a condenar así que lo mejor es que firme y ya no la torturarán más". Me miró fijamente y después de un largo silencio musitó: "Sí sólo se tratase de mí hace tiempo que habría firmado, sé que no tengo salvación y no me importa morir pero se trata de dos seres a los que condenarán sí yo firmo algo que es falso".  Permaneció callada todo el día. 

       Pasó otro día 7, de repente, cuando menos lo esperaba empezó su confesión: "Estoy detenida porque hacía de enlace franquista entre Valencia y Francia. Semanalmente me entregaban unos papeles que yo tenía que depositar en mano a un enlace que encontraba en Figueras quien los pasaba a Francia y del cual no supe nunca nombre ni identidad. Nos encontrábamos en la calle, variando cada vez de lugar y yo cumplía mi misión. Después, me iba a casa de una prima casada donde comía y aprovechaba la visita para recoger comestibles que llevar a Valencia donde, como usted sabe, hay poco que comer. Esta era la justificación que yo daba a mis primos para ir a Figueras todas las semanas. El último viaje debió pasar algo pues no pude encontrar al enlace y, después de dar vueltas y vueltas fui a casa de mis primos pero, al llegar, estaba la policía que me arrebató los papeles y nos detuvo a todos. Mis primos no podían comprender lo que pasaba pues yo nunca les había hablado de mi actividad clandestina. La policía, que no ha encontrado a los otros enlaces, quiere que firme que eran mis primos pero no lo puedo hacer pues los condeno". Sé calló y yo no dije nada porque lo que sentía en aquél momento era demasiado violento. 

     -Me matarán, lo sé ¿no es cierto María Teresa?. 

     -Sí, seguro. Lo mismo harían conmigo los tuyos si yo hubiera hecho en la zona franquista lo que usted ha hecho aquí. Es ley de guerra. 

     -Ahora estoy tranquila, no firmaré. Lo mismo me da que me maten a golpes qué de otra manera. 

     No volvimos a hablar porque un ambiente demasiado denso nos envolvía y era necesario no desencadenar nuestros opuestos sentimientos ya que estábamos condenadas estar juntas, y humanamente éramos dos seres fuera de ley. 

     Volvió a repetirse la escena y esta vez Joaquina salió con aire firme  y yo no pude por menos de despedirla, diciendo: "Valor, no firme". 

      El interrogatorio me pareció más largo que los otros, indudablemente por la pasión que todo aquello había despertado en mí. Sonaron los pasos ya conocidos del retorno. Mi atención estaba concentrada en la puerta y con estupor vi a una Joaquina que entraba por su pié, sin llantos ni gemidos. Nada más verme, sin mirarme, dijo: "Firmé", y se echó sobre la tabla, cubriéndose el rostro con las manos. Parecía que el tiempo se había detenido pero finalmente, con voz monótona y como en hipnosis, empezó a hablar. Como siempre, le había instado para que firmase y al no hacerlo, el jefe hizo un gesto y aquellos esbirros empezaron a desnudarla para "reírse un rato de su cuerpo de solterona beata". El pudor de Joaquina pudo más que los golpes; sin ponerse el vestido que ya le habían quitado se abalanzó sobre la mesa y firmó. Mi furia se desencadenó contra Joaquina. No recuerdo lo que pude decirle, pero debió ser durísimo porque  me parecía monstruoso  lo que había hecho. Joaquina no podía comprender mi indignación. 

     -Desnuda ante aquellos hombres, no, María Teresa, desnuda no y volvía a repetir la frase una y otra vez como si fuera una letanía.

Afortunadamente para las dos, al día siguiente nos tomaron declaración y me condujeron a la cárcel. 

     Habíamos pasado unos quince días compartiendo nuestra suciedad, nuestros malos olores (dos mujeres encerradas sin una higiene femenina posible), en un cuchitril, sin más ventilación que el aire que entraba por la puerta cuando se abría, compartiendo el hambre y la inquietud pero, en el fondo, éramos enemigas de ideas y sentimientos. Fue una suerte el que yo partiese, pues hubiéramos llegado seguramente a enfrentamos y posiblemente no sólo de palabra sino físicamente. Mi traslado fue una solución pero aquella comunidad de miseria y degradación con Joaquina ha perdurado en mí a través de los años.

     Desenlace
    
 Nada más llegar a la cárcel, hice lo posible para entrevistarme con una hermana de Joaquina, también detenida, y su prima y la hija de ésta. La desesperación de la prima fue enorme y sufrió un enorme choque, pues se dio cuenta de lo que todo aquello suponía. Aproximadamente un mes después, trajeron a la cárcel a Joaquina. Pude verla dos o tres veces solamente porque las presas rojas estábamos separadas de las fascistas y siempre que nos veíamos repetía lo mismos "Yo no podía quedarme desnuda ante aquellos hombres", y con esa cantinela, no sé si pretendía que yo la disculpase o si estaba formulando un profundo problema de conciencia. 

     Llegó fatalmente el día de la ejecución. Debió ser a fines de julio, no lo recuerdo  pero desde luego era verano porque las ventanas de la cárcel estaban abiertas y podía oír todos los ruidos que preceden y siguen a la llegada y la partida del furgón que recoge a los condenados. Nosotras, "las rojas", estábamos atentas al menor ruido qua nos revelase lo que estaba pasando. Una intensa emoción nos invadía. En tan trágicos momentos no se quiere ni pensar ni sentir y no te atreves ni siquiera a juzgar. Oímos perfectamente el instante en que partía el furgón con los que iban a morir y todavía resuenan en mis oídos de los gritos de la prima de Joaquina al separarse de su hija para siempre y pronto huérfana. 

      Este "cuento ha terminado pero durante mucho tiempo y aun ahora de cuando en cuando me obsesiona el recuerdo de Joaquina. Estoy segura de su sereno comportamiento ante el pelotón de ejecución. Pero todavía sigo preguntándome si logró conciliar el sentimiento de culpabilidad por haber llevado a la muerte a dos seres humanos con aquél otro tan fuerte e irresistible de su pudor. ¿Murió condenándose a sí misma o su conciencia no le reprochó nada?
 
13. Dinamita con su tenedor
      Primer encuentro

     Aquella mañana, al salir de nuestro dormitorio para no sé qué comisión, me llamó la atención el recibimiento de las guardianas al encontrar a su paso a una joven que no podía ser más que una presa. Abrazos y, con tono alegre decían: "otra vez con nosotras", y así por todas partes por donde pasaba. De regreso con mis compañeras apenas había empezado a relatarles el caso, cuando se presentó repentinamente en la puerta con un: "salud camaradas; yo también soy roja, rojísima. Me llamo Dinamita”. 

    Menudita, con ojos negros, brillantes y reidores, pelo ensortijado, toda su persona derramaba la simpatía, la amabilidad, la vida. No estaba mucho rato quieta y, antes de explicarnos más sobre su persona, ya estaba otra vez en la puerta con un: "salud camaradas, hasta luego". 

    No tardamos mucho en saber algo más concreto sobre su persona. Dinamita era mechera profesional, pero en pequeña escala: hurtos de portamonedas, carteras, pequeños maletines, y su centro de acción preferido era la estación de ferrocarril. Unas veces la cogían con las manos en la masa y otras sus ágiles piernas hacían que desapareciese entre el tumulto. Negando siempre, entraba en la cárcel para salir después de un mes o mes y medio, y volvía a empezar el ciclo. Sus entradas y salidas tenían casi un ritmo normal y el personal quería a Dinamita porque era muy servicial y dispuesta a ayudar a todo el mundo; por otra parte, su buen humor y risas alegraban el ambiente donde se movían las presas comunes condenadas, encargadas de los servicios internos: cocina, lavandería y tantos otros. 

     Era una camarada siempre dispuesta a echar una mano, lo que contribuía a que circulase libremente, sin que nadie le dijese nada. A nosotras, sus amigas "rojas", nos venía a ver por lo menos dos veces al día y así, poco a poco, pudimos reconstruir algo de su vida, aunque no le gustaba que hurgásemos en su pasado. Teníamos la convicción de que fuera de la cárcel no tenía un domicilio fijo y que andaba de un lado para otro, según las amistades del momento.

     Tristes orígenes
   
  Había sido inclusera, sin conocer jamás su procedencia. Las monjitas, que la criaron y la educaron después, debieron hacer todo lo posible para inculcarle las virtudes cristianas. Pero indudablemente no lograron grandes éxitos. Para nosotras, de ese pasado conventual sólo le había quedado la habilidad de bordar primorosamente y, en algún momento de calma, nos pedía un pañuelo en donde bordaba unas iniciales maravillosas. No cabe duda de que al tener la edad de trabajar, las monjitas debieron buscarle una familia cristiana y honesta para que siguiera por el buen camino. Pero éste debió ser cortísimo, porque Dinamita quedó deslumbrada ante las maravillas nunca vistas de la gran ciudad y ante todas aquellas amplias posibilidades de libertad nunca gozada. Se lanzó con toda la fuerza de su vitalidad impaciente en aquél torbellino que se ofrecía ante sus ojos, aún más excitante, ya que esa etapa fue la de los comienzos de la guerra  civil. 

    Nace Dinamita: Días de exaltación, de entusiasmo. Triunfadores en la ciudad, había que organizar la revolución, pero el enemigo no estaba lejos y era, al mismo tiempo, necesario atajarle y combatir. Espontáneamente se formaron milicias de combatientes revolucionarios que marchaban a los frentes. Algunas al principio, sin ningún control, inmediatamente después, organizadas por todos los partidos revolucionarios y los sindicatos. Con las primeras partieron también muchas muchachas "guerreras, reposo del soldado". Es preciso destacar que también partieron muchas militantes obreras, pertenecientes a los partidos y sindicatos revolucionarios, pero éstas siguieron luchando al lado de sus compañeros, mientras que las otras fueron, poco a poco, enviadas a la retaguardia. Ignoro si existe una lista de estas combatientes femeninas, militantes de partidos y sindicatos, porque me gustaría poder honrar sus nombres 
(1). 


     Dinamita fue de las primeras y debió ganar su apodo lanzando bombas, cantando canciones revolucionarias para dar ánimos y consolar al guerrero de turno. De ese periodo de "acción" le quedó su odio por los "fachas", su repertorio musical y su "soy roja, rojísima". Es imposible describir el tono con que Dinamita pronunciaba la palabra "facha". Toda su cara y, hasta su cuerpo, contribuían a darle una expresión que era como una especie de escupitajo de desprecio y de asco. Fue precisamente más tarde, durante sus periodos carcelarios, en que esas fachas constituyeron su actividad más combativa, pero al mismo tiempo, más lucrativa.

    El imperio del tenedor
  
  La población carcelaria había cambiado mucho desde los primeros tiempos de la guerra y aquél deseo de renovación, de ofrecer una cárcel más limpia, con dormitorios agradables y todos los esfuerzos de modernización hechos por la joven directora, nombrada por Nin y que pertenecía al POUM, cuya ambición era ofrecer un ejemplo de cárcel de la revolución, fueron ahogados por el aumento cada vez mayor de las mujeres encerradas, a medida que avanzaba la guerra. Ya no había galería, pasillo o pequeño espacio libre en donde no se colocasen colchones para dormir. La principal causa de esta aglomeración fue la declaración del servicio militar obligatorio, que determinó el que miles de mujeres, madres, hermanas, o con cualquier otro parentesco, tratasen de ocultar a los jóvenes reclutas de derechas, para librarles de ir a la guerra. 

    Esta nueva población no disponía ya de aquellos pequeños armaritos personales, provistos por la dirección, y las detenidas pasaban la mayor parte del día en el gran patio, llevando todas consigo un pequeño saco o cesto con lo mejor que poseían, que eran las provisiones alimenticias que recibían diariamente de sus familiares. El gran instinto de Dinamita le hizo pronto comprender todo el provecho que podía obtener de la situación. Provista de un largo tenedor, que había encontrado en la cocina, se paseaba por el patio y en el momento propicio lo sacaba de su cintura y, con una maestría y una rapidez profesionales, sustraía siempre algo de aquellas bolsas o cestos. El manejo del tenedor era tan perfecto que la perjudicada no se daba cuenta del hurto hasta el momento de comer. A veces el tenedor había funcionado tanto que se desencadenaban pequeños motines, ante los cuales Dinamita desaparecía rápidamente. Otras veces les hacía frente y empezaba un ataque verbal de tal categoría que obligaba a sus víctimas a taparse los oídos y a santiguarse. 

      Si las cosas habían ido demasiado lejos, las guardianas tenían que intervenir y la encerraban en una celda que, por desgracia, tenía una reja que daba al patio. Dinamita sacaba las piernas y los brazos entre los barrotes y cantaba "A las barricadas", "La Internacional", etc., pero su canción favorita, a la que daba más verídica entonación, era: "Arroja la bomba que escupe metralla, arroja la bomba y empuña la star". 

     Las fascistas se replegaban lo más lejos posible de la reja y, al día siguiente, cuando salía ya más tranquila Dinamita del encierro, el tenedor volvía a funcionar. 

    También tuvimos disgustos a causa del tenedor ladrón, porque Dinamita se empeñaba en traer a "sus camaradas" parte del botín. Nosotras, imbuidas de un puritanismo revolucionario, nos negábamos a admitir la menor cosa, lo que era bastante absurdo porque teníamos hambre. Para Dinamita no había comprensión posible, porque se trataba de algo despojado a las "fachas" y, por lo tanto, legal.

     Regeneración
   
 No sé cuántas veces entró y salió Dinamita de la cárcel hasta fines de enero del 39, cuando entraron los fascistas en Barcelona. La última vez que entró debió ser en el mes de diciembre del 38, y su llegada fue saludada como siempre, pero nosotras notamos inmediatamente que algo había cambiado y esperábamos sus confidencias, que no tardamos en escuchar. Lo primero que nos dijo es que tenía "novio": un chico moreno, alto, con bellos bigotes y además, guardia de asalto. Pero lo que más le impresionaba era que tenía familia en el pueblo, y nos lo hacía ver con grandes gestos de entusiasmo,  con padre y madre, y que iba a llevarla un día para que la conociesen. 

    Había aún algo más y es que decía que la iba a "regenerar". Dinamita no debía darse mucha cuenta de lo que significaba esa palabra, que repetía hasta la saciedad. Esto era lo bueno que le había sucedido. En cambio, había algo que le dolía mucho y era tener que confesarle su nueva estancia en la cárcel porque, lo más desconsolador, es que esta vez no había robado nada. Como siempre, en la estación, se había encontrado con una antigua amigacha, con la cual entabló una animada conversación pero, de repente, la amiga salió corriendo y una señora dando gritos que "le habían robado su maletín", seguida de un guardia, se abalanzó hasta donde estaba Dinamita, que entonces se dio cuenta que había un pequeño maletín a sus pies. Ni para la señora ni para el guardia había dudas de quien era la culpable, a pesar de las protestas de inocencia de Dinamita... otra vez en la cárcel. 

     Era terrible tener que contar lo sucedido al novio, a quien había prometido no volver a robar. No tardó mucho en proponerme que, como yo sabía de letras, le escribiera una carta al chico, que había sido trasladado fuera de Barcelona. Relaté efectivamente todos los hechos de la mejor manera posible y más verosímil para demostrar su inocencia, pero Dinamita no estaba muy contenta con lo escrito y me preguntó si eso de "regenerar" costaba dinero, a lo cual le contesté afirmativamente: "si dejas de robar, tendrás que trabajar para ganarte la vida o tu novio te tendrá que dar dinero para que puedas vivir". La idea le pareció luminosa y entonces, lo que quería hacer constar en la carta, de la manera más clara posible, es que estaba dispuesta a todas las "regeneraciones" habidas y por haber. Quería que yo le expresase que necesitaba dinero y que se lo mandase rápidamente para iniciar la “regeneración".  La carta resultó al fin a su satisfacción y fue enviada a su destino. 

      Pero los acontecimientos se precipitaron; los fascistas avanzaban y la respuesta no llegaba. Llegó antes el día en que nos despertaron los primeros cañonazos desde el Tibidabo. Aquella misma mañana, una comisión de la CNT y de la FAI se presentó en la cárcel para que se pusiesen en libertad a todas las presas cenetistas. Con asombro supimos entonces que unas 60 "fachas" eran poseedoras del carnet, mientras que las únicas verdaderas “rojas" encarceladas, tuvimos que ser avaladas por la propia Dinamita; ¡Irónica situación!. Después de todo un día de papeleos, salimos ya al atardecer. Dinamita se despidió de nosotras, abrazándonos con todo el afecto de que era capaz y prometiendo buscarnos después de que hubiera encontrado a su novio, al mismo tiempo que nos juraba amistad eterna. 

     Pero ya no la volvimos a ver, ni supimos jamás nada de su existencia. Es posible que lograse reunirse con su "regenerador". Quizá se perdiera entre las multitudes que huían a Francia, bajo los bombardeos de los aviones, en un éxodo dantesco, cuya visión cinematográfica nos hace, aún hoy, estremecer de horror. 

    Si llegó a Francia, su encuentro fatal con los gendarmes no debió de ser muy cordial. En todo caso, ante su desaparición, este cuento se queda sin moraleja. Habrá pues que imaginarla.

    Pudo ser
   
Un barrio obrero de una gran ciudad, con sus casas dormitorios, especie de colmenas humanas, donde hasta que no se está dentro es difícil encontrar cada uno su celdilla. En la calle, montones de chiquillos correteando, jovenzuelos en grupo charlando y discutiendo y mujeres obreras cotilleando. Un coche de policía a la puerta de una torre de pisos. Unos guardias que salen con tres hombres melenudos esposados. Los comentarios alzan de tono y se expresan toda clase de opiniones: "deben ser atracadores o anarquistas o rojos"; en todo caso, hombres "malos". Un jovenzuelo de pelo ensortijado y ojos reidores se indigna y grita en defensa de los detenidos: “Los "rojos" no son malos; yo tuve una abuela roja, rojísima decía y era muy valiente. Había hecho la guerra en el frente y lanzado bombas. Figuraros cómo sería que la llamaban Dinamita. Odiaba a los fachas. (palabra dicha con una resonancia especial), pero era tierna con nosotros, nos besuqueaba y acariciaba. Recuerdo que para dormirme me mecía en sus brazos y, con una voz muy bonita, cantaba: "Arroja la bomba que escupe metralla, arroja la bomba y empuña la star"... y yo me dormía tranquilo.
 
(1) En el POUM tuvimos dos combatientes femeninas bien destacadas. Emma Roca, que estuvo en el frente de Sigüenza, después encerrada en la catedral hasta que fue tomada por los franquistas y hecha prisionera. Mika Etchebéhère, cuyo compañero fue el primer muerto de nuestras milicias; llegó a ser capitán en el ejército regular y combatió en el frente de la Moncloa. 

 
14. Banderas victoriosas
      Volverán banderas victoriosas. Introducción
     
 Para aclarar el texto es necesario recordar que en el momento de los hechos referidos en el cuento estábamos tres compañeras en la cárcel de Barcelona como consecuencia de la persecución estaliniana de los comunistas, persecución feroz, que llegó al asesinato de Andreu Nin y de otros compañeros. Nuestra situación en la cárcel en el momento del derrumbamiento de Barcelona era pues muy peligrosa. Tres presas en medio de una multitud de presas fascistas y de elementos oficiales del orden dominados por los comunistas. Nuestra salida de la cárcel estaba pues condicionada si no salíamos antes de la llegada de las tropas franquistas, a lo que las presas fascistas mayoritarias y dueñas de la cárcel, hubieran podido hacer de nosotras, y gracias a la intervención de la CNT pudimos salir antes de la llegada de los fascistas lo que nos salvó la vida.

      ¡Están aquí!
    
Aquél 25 de enero de 1939, cuando empezaba a amanecer, atronadores disparos de cañón detrás del Tibidabo, despertaron a todo el personal carcelario aterrorizado. Ya están aquí. Fue el grito unánime de las fascistas enardecidas y de las "rojas" angustiadas. 

    Que aquello se acercaba, hacía días que lo presentíamos. La noche anterior las guardianas nos habían contado que Companys, en un llamamiento a todos los catalanes, había afirmado que Cataluña se defendería hasta el último hombre y Barcelona casa a casa. No nos impresionó mucho aquél discurso, porque sonaba a falso y, aún más, cuando supimos que lo había lanzado desde Figueras. También sabíamos que no se levantaban trincheras ni ningún otro medio de defensa y, por otra parte, tampoco dónde estaban los combatientes. Tras las rejas de la cárcel, veíamos la Diagonal ya urbanizada y hasta con faroles, desierta de edificios. Es cierto que la tarde anterior habíamos visto desfilar soldados, muchos, pero soldados cansinos, mal pergeñados, que arrastraban los pies y que más daban bien la impresión de buscar un sitio dónde tumbarse para dormir un sueño infinito y no de futuros héroes salvadores, lanzando metralla desde una trinchera; lo más probable es que, sacando fuerzas de flaqueza, siguieran andando hasta la frontera. También sabíamos que se había iniciado un éxodo de la población y que miles de personas abandonaban la ciudad. 

      Al oír los cañonazos matinales las fascistas, seguras de su triunfo, rompieron los candados, cerrojos y dueñas de la situación circulaban libremente por todo el caserón ante la mirada cómplices y pasiva de las guardianas, personal que es siempre el mejor barómetro en las cárceles cuando hay una contienda política, y se va con el que considera vencedor.. 

     En aquél momento las "rojas" militantes éramos solamente tres: Natalia, Carmen y  yo. Estaba también la "rojísima" Dinamita, mechera de profesión y algunas presas comunes,  entre las cuales una joven que había herido o matado a su amante, un guardia de asalto.  Así pues, nuestra situación era inquietante; el POUM estaba fuera de la ley, con sus militantes más destacados en la cárcel y muchos otros perseguidos o escondidos. Poco nos podrían ayudar. 

      En el curso de aquella mañana se presentó en la prisión una delegación de la CNT-FAl con una orden para que fueran puestas en libertad inmediatamente todas las presas con carnet de la CNT. 

     La subdirectora 
(1), amiga nuestra, les preguntó qué hacía con las presas del POUM: podía ponerlas en libertad si compañeras de la CNT las avalaban como antifascistas, lo cual hicieron encantadas Dinamita, mechera profesional, y la joven  amante de un guardia de asalto al que había asesinado. ¡Ironías del destino! 

     La noticia circuló por toda la cárcel con una rapidez vertiginosa y más de 60 fascistas sacaron de sus corpiños carnés de la CNT. Fascistas bien precavidas, mucho más que nosotras, a las que jamás se nos hubiera ocurrido ante una posibilidad futura, tener un carnet de la Falange.  Era casi de noche cuando las "rojas" salimos en libertad. A Natalia le esperaba una hermana y a Carmen su hijo con su compañera y también "S", su ex marido, casado de nuevo, pero conservando siempre su amistad, quería llevarse a Carmen a su casa. A mí no me esperaba nadie, pero también cordialmente me ofreció asilo. 

     Una vez en la casa, nos planteamos la cuestión de que era preciso salir de Barcelona, pero no sabíamos cómo. Un camarada nos indicó que nos pondría en contacto con un compañero que había logrado un puesto de chofer en uno de los camiones que tenían que evacuar a las mujeres y niños de guardias de asalto; antes de las cuatro de la mañana. Los encontramos con él, quien nos hizo subir al camión, recomendándonos parquedad en las palabras y no entablar discusión con las futuras ocupantes del camión. Arrebujados en las mantas, hacía frío y el camión era descubierto, íbamos Carmen, su hijo con su compañera y yo. Pasó un tiempo interminable sin que apareciese nadie. Comenzaba a clarear cuando empezaron a subir al camión, mujeres con chiquillos y toda clase de bultos insólitos, dadas las circunstancias: subían y bajaban para buscar algo o a alguien y ¡qué cosas cargaban! 

      No se me olvidará nunca una pequeña lamparita de mesilla de noche, con una pantalla de seda rosa, que su dueña no sabía dónde colocar. Ya era casi de día cuando el camión se puso en marcha. Permanecíamos silenciosos, con la mirada dirigida hacia la carretera que bordea el mar, como una especie de meca de salvación. 

     Pero no llegamos nunca; antes tropezamos con el cuartel "Carlos Marx", ocupado por los comunistas que colocados en fila, cerraban el paso con las ametralladoras dispuestas a disparar, instándonos a que abandonásemos inmediatamente el camión, que era, según decían, material de guerra, pero que lo querían para poder huir ellos. Las mujeres, con los chiquillos en alto, daban gritos pidiendo compasión, pero las ametralladoras siguieron apuntando, prontas a disparar. Bajamos precipitadamente y allí se quedaron en la acera las mujeres llorando, con sus chiquillos y sus bultos y seguramente también la lamparita, mientras nuestro pequeño grupo desaparecía rápidamente, porque sabíamos lo que no podía ocurrir si averiguaban nuestra identidad.

     Sigue la odisea
   
 Me despedí de Carmen y los suyos, pues había decidido ir a la Plaza de Trilla, donde había vivido unos meses con Juan, piso ocupado posteriormente por una pareja amiga de Madrid. La mujer me recibió llorando porque su compañero se había marchado ya a Francia con otra. Sin darme por vencida y después de descansar un poco, me dirigí a casa de la familia de Natalia, pues era posible que hubiera encontrado algún medio para salir de Barcelona. Nuevo fracaso; Natalia había partido no hacía una hora con un cuñado que había venido a buscarla. Sin desanimarme demasiado y como no estaba muy lejos, me fui a casa de Nin, donde la portera me comunicó que Oiga y las niñas habían partido la noche antes con un compañero. 

   Casi sin fuerzas y con el ansia de encontrar una solución, fui de nuevo a casa de “S”, de donde había salido de madrugada.  Allí se seguía discutiendo sobre lo que había que hacer. Carmen, que también había vuelto a la casa, estaba decidida a ir de nuevo a su piso en Gracia. Su hijo y compañera creían haber encontrado un buen refugio para ocultarse, pero todos coincidían en que yo tenía que marcharme. Providencialmente, como si el destino me quisiera ayudar, se presentó en la casa el camarada R [Rodes], jefe de las milicias del POUM en el frente de guerra, reincorporado después en el ejército regular con el mismo mando, pero que había sido detenido últimamente y se acababa de escapar. Con su optimismo de siempre, afirmaba que los fascistas aún tardarían un día o dos en entrar en Barcelona. Él pensaba partir aquella tarde y propuso llevarme con él; yo le dije que no podría andar mucho: pero no le dio importancia porque, dada su  naturaleza emprendedora y audaz, ya encontraríamos un burro, un carro o un coche. Yo debería irme inmediatamente a casa a hacer un paquete con lo indispensable, nada pesado, y acudir a las cuatro de la tarde a casa de unos compañeros que vivían en el paseo de San Joan.

    Ciudad fantasmal
   
 De regreso a casa, con aquella maravillosa perspectiva, no hacía más que repetir: "a las cuatro de la tarde, en el paseo de San Joan". 

    De repente me volvió a la realidad el silencio inconcebible de una ciudad como Barcelona, que además parecía estar envuelta en una especie de neblina sonrosada, que le daba el aspecto de un espejismo: sin el cañoneo matutino que había cesado, ningún ruido perturbaba la ciudad desierta, muerta, sin circulación; de vez en cuando, a toda velocidad, un coche en dirección al norte o algún peatón al parecer sin rumbo. Una mujer casi doblada con el peso de un enorme bulto sobre los hombros; un hombre de mirada inquieta con un cajón lleno de barras de jabón; unos niños arrastrando un pesado saco: eran las únicas señales de vida de aquella ciudad. Sin embargo, no me pregunté lo que todo aquello podía significar.
(2) 

     Igualmente estaban desiertos, con una soledad impresionante, todos los locales de organizaciones y partidos políticos, tantos y tan llenos no hacía tanto tiempo. El único testimonio de su pasado eran grandes montones de papeles y fotografías medio calcinados; algunas hogueras todavía ardían y, entre pequeñas columnas de humo, podían verse medio quemados y retorcidos, retratos de revolucionarios. Yo segura mi camino registrando todo aquello visualmente, pero sin hacerme ninguna interrogación mental. Así llegué a la calle Mayor de Gracia, estrecha y empinada y, de nuevo, volví a repetí maquinalmente: "a las cuatro de la tarde, en el paseo de San Joan". 

     Un gran estrépito de ruedas me sorprendió: tres enormes camiones descubiertos bajaban a toda velocidad y, sobre cada uno de ellos, un hombre enloquecido al volante. En cada uno de los camiones, un cañón y otros hombres descamisados, lívidos, algunos con vendas sanguinolentas en la cabeza, y otros tumbados o muertos. Tampoco me interrogué sobre lo que estaba viendo. El horror de la visión me impedía pensar y hoy día, cuando pienso en aquél momento, veo siempre el cuadro de Goya de "Los fusilamientos del tres de mayo": las mismas caras de horror, lívidas. 

     Seguí y, al llegar al metro fontana, en un lugar donde la calle tuerce y no se ve la recta final, unas mujeres corriendo y gritando se metieron en el metro, tampoco me  interrogué sobre lo que veía y seguí subiendo. Fue entonces, donde la calle ya no se tuerce hasta el Tibídabo, cuando apareció una columna de tanques fascistas que descendía majestuosamente con el portaestandarte en pie, ondeando el aire bien desplegada bandera nacional. Pegada a la pared, en una calle desierta, los vi descender lentamente. A su paso se abrían ventanas y balcones, con gente que aplaudían y cantaban ondeando igualmente pequeñas banderas. Ya no había por qué interrogarse: aprovechando un claro entre los tanques crucé la calle y llegué a la Plaza de Trilla.

     Demasiado tarde
   
  Sin hacer caso a los llantos de desesperación de la amiga ocupante del piso, hice un hatillo y, por las callejuelas de detrás de la plaza, llegué al Paseo de San Juan. Demasiado tarde, aunque no debían ser más que las tres. “R(odes)” y otros camaradas habían partido ya. 

     En aquella casa obrera reinaba el terror y el desconcierto. Se quemaban papeles en el hogar y los hombres hacían paquetes, dispuestos a partir  o a esconderse. Las mujeres, asustadas, veían ya a los fascistas que entraban por las puertas: “Vete María Teresa, vete, no puedes quedarte aquí”, y una de aquellas camaradas, mientras me llevaba a la puerta, puso un billete en la mano, pensando ayudarme de alguna manera 
(3). ¿Dónde ir?. 

     Y en la calle, con mi hatillo, sentí que era imposible estar sola. Tenía que compartir aquella tragedia con alguien. Decidí volver a casa de “S”, de donde había partido poco antes de la madrugada. Tenía necesariamente que atravesar el Paseo de Gracia, que ofrecía un espectáculo indescriptible: tanques y tanques y más tanques, con las banderas desplegadas, rodeados por una multitud delirante que cantaba y gritaban con los brazos en alto, pero que los doblaba con rapidez, como mendigos, para recoger las latas de conserva, chorizos, pan o jabón con los que los vencedores pagaban su entusiasmo. Entre el estrépito de bandas de música se oían también las salvas de los cañones en el puerto, celebrando la victoria. 

    Cuando me encontré al otro lado, ya en el ensanche, me di cuenta que tenía la cara cubierta de lágrimas y así llegué a aquella casa acogedora. La radio marchaba resonando triunfos y discursos altisonantes. Nadie hablaba porque queríamos conservar la serenidad. 

    Había que enfrentase con la situación. Carmen estaba dispuesta a volver a su casa en Gracia al día siguiente. "No puedes quedarte en la Plaza de Trilla María Teresa, vente a casal", me dijo. Confortada por esa prueba de solidaridad, aún recibí otro ofrecimiento, insólito, y no esperado, pero que era la expresión de la mejor buena voluntad para ayudarme, ofreciéndome un refugio seguro: podía ocuparme de la recepción, administración o algo por el estilo en una casa de citas, especializada en menores, de esas funcionan siempre, sea cual sea el régimen político imperante, ya que sus clientes no van a ellas por las ideas. Efectivamente, era un buen refugio, pero algo también que no podía aceptar.. 

     Anochecía ya cuando emprendí el regreso por segunda vez hacia la Plaza de Trilla, hacia las callejuelas de la izquierda. Llena de curiosidad, seguí a la gente y aquello valía la pena: en pocas horas se había instalado un verdadero "zoco moro", con sus tenderetes de todas clases, los burros, pequeñas tiendas de campaña: no faltaba nada. Por un duro se podía comprar todo aquello que los barceloneses no habían visto desde hacía muchos meses. Para los vencedores fue un gran negocio, porque en dos días los fascistas se apoderaron de la plata que entonces tenían los duros, escondidos por la población durante la guerra. Cuando se acabaron los duros, continuó el negocio con las pesetas, que también entonces tenían plata. Aquél zoco desapareció cuando la gente se quedó sin monedas con qué traficar. 

     Al llegar a la Plaza de Trilla,  Montserrat, la portera, uno de mis "ángeles custodios" durante malas épocas de mi existencia, me hizo compartir la cena con su familia, pero me advirtió seriamente que tenía que irme de la casa porque había vecinos que me habían visto y podían denunciarme. Estaba tan cansada que no pude decidir nada. 

     Me acosté inmediatamente, sin hacer caso de la amiga que habitaba en el piso que tenía por su seguridad si yo estaba en la casa, y caí en un sueño profundo, sin pensar ni en los fascistas ni en el triunfo. Creo que  no había dormido mejor desde mucho tiempo. Bien es verdad que aquél 26 de enero de 1939, desde antes de las cuatro de la madrugada, había pasado quizás, por las emociones más diversas, más emocionantes y más dolorosas de mí vida. 

     Los días que siguieron fueron alucinantes. Creo que todavía dormí una noche más en la Plaza de Trilla, pero al fin hice unas maletas que dejé en la portería y me fui a casa de Carmen. Sabía muy bien que aquél refugio era transitorio y, a la larga, igualmente peligroso como así fue. Carmen y su hija fueron detenidas un mes o dos después. 

    Por otra parte, la situación económica no era buena y yo no podía contribuir con nada. Aparentemente la ciudad volvía a tener un aspecto normal. Se había restablecido el metro, circulaban coches, en su mayoría oficiales, y las gentes llenaban las calles pero se respiraba una atmósfera de tensión y de inquietud oculta, que no lograban disipar multitud de manifestaciones triunfalistas, los cantos de "Cara al sol”, ni la arrogancia de los vencedores. Porque se sabía que había multitud de detenciones, de juicios sumarísimos y de fusilamientos. Una gran parte de la población vivía aterrorizada. 


    Yo pasaba la mayor parte del día en la calle; con la ansiedad que me invadía de ponerme en contacto con algún amigo o camarada, fui de nuevo a casa de Nin. La calle estaba llena de coches oficiales y el gran portal invadido por altos mandos franquistas. A pesar de todo entré, pero la portera, muy inquieta al verme, me instó para que me fuera inmediatamente y no volviera más por allí; sabían que su marido era de la CNT y yo podía comprometerla. En aquél momento estaban incautándose del piso de Nin y del de Gironella, que vivía en la misma casa. Había perdido el último contacto posible. 

    No me quedaba más recurso para llenar los días, que sentarme en un banco y dejar que pasasen las horas, banco que servía de descanso para el cuerpo y para la mente, pero que, a la vez, dejaba correr la imaginación. En aquellos bancos nadie se atrevía a entablar esas típicas y amenas conversaciones que constituyen su encanto, porque había que ser precavido y no hablar de nada dé lo que estaba ocurriendo. Todo el mundo desconfiaba. Sola en mi banco, en un divagar sin fin de la imaginación, vi de repente que me rodeaba un alto muro blanco por todos los lados, que me aprisionaba sin escape posible. 

    Comprendí que si no podía traspasarlo, perdería todo lo que había sido mi existencia hasta ahora, todo por lo que había luchado, por lo que había vivido, bueno o malo; la imagen de Juan igualmente, todo desaparecía detrás. Con angustia sentía que yo ya no era nadie, que mi cuerpo y me mente estaban vacíos de contenido y que ya no era posible esperar nada. Si en aquellos momentos hubiera venido el verdugo y me hubiera obligado a seguirlo, no habría vacilado ni un momento, porque al fin habría encontrado la solución. 

     Pero el azar, la suerte, o la casualidad intervienen a veces en nuestras vidas sin saber por qué y sin que por otra parte, hayamos hecho el más mínimo esfuerzo para cambiar la situación. Inesperadamente, en aquél enorme muro onírico, se abrió una pequeña grieta por donde pude deslizarme y pasar al otro lado. 

     Y este cuento se ha acabado.

(1) La directora de la cárcel, que era del P0UM, nombrada para ese cargo por Nin cuando era ministro de justicia, se encontraba en aquellos momentos detenida en la Dirección General de Seguridad.

(2) Los almacenes de víveres del ejército fueron asaltados en los últimos momentos por la población hambrienta: incluso se dijo después que una mujer se había ahogado en una tinaja de aceite.

(3) Era un billete de 25 pesetas, pero no válido. Durante los últimos meses había circulado el rumor de que los fascistas, cuando entrasen en Barcelona, no reconocerían determinada serie de billetes de bancos. Una amiga mía tenía otro billete de 50 que ya le había dado a guardar, pero ninguna de ellos valió, porque eran de la seria azulada. Me quedé sin un céntimo.
 
15. Tierra de nadie
      
El período que sigue a la ocupación de Barcelona y el avance de las tropas franquistas hasta la frontera, con lo cual se consolida la derrota aunque no el fin de la guerra puesto que Madrid va a resistir todavía algún tiempo más, es para mí un período de no existencia. De no existencia hasta el punto que al sentir mi desaliento, venía a mi mente el célebre verso "vivo sin vivir en mí

     Abandoné la casa donde había residido en los pocos meses de libertad (era el piso de mi hermano mayor, que había partido para Colombia), a instancias de la portera que temía que vinieran a detenerme de un momento a otro, y así fue: los fascistas sellaron el piso y al no encontrarme se llevaron a la portera para que declarase donde estaba escondida. Esta buena mujer, Montserrat, que sabía mi refugio, no me delató aunque le quitaron a una niñita de dos años y la amenazaron con todos los males posibles. En mi vida he encontrado seres de una tal humanidad que sin obligaciones de ninguna clase son incapaces de causar mal a otro; Montserrat supo aún darme pruebas de su sentido humano. 

    Sin saber dónde ir, me refugié en casa de Carmen, compañera del partido, con la que había compartido la prisión en los últimos meses de nuestra lucha. Pero no era un refugio muy seguro puesto que la policía podía buscarla, como así fue algún tiempo después. Además, la situación económica no era muy buena y la mía era nula y en nada podía ayudar. Aunque parezca extraño, tengo que decir que casi estoy segura de algo desconocido, de un sino o de un destino que sin saber por qué se manifiesta en un momento dado. Yo me pasaba la mayor parte del día en la calle sentada en un banco. Había estado en mis búsquedas de relaciones que pudieran prestarme alguna ayuda, en la casa donde había vivido Nin, cuya portera le quería y además conocía a todos aquellos con los que se trataba. Y en mi desamparo, acudí a esa portería a ver si había visto a algún compañero. 

       La última vez que pasé, la calle, el portal y los pisos de la casa estaban llenas de oficiales franquistas y de policías, que registraban el piso de Nin y el de Gironella que vivía en la misma casa. Viendo uno de los pisos se podía comprobar la sencillez y  la honradez de vida de un revolucionario, el otro podía servirles de demostración de la mentalidad de los rojos, ladrones incautándose de muebles, lámparas y todo aquello que de valor puede haber en la casa de un gran capitoste nacional; era la demostración de lo que ellos pensaban que eran los rojos. 

      Nada más verme, la portera me dijo que me fuera y que no volviera más por allí porque corría peligro también su marido que era de la CNT-FAI. Para mí significaba la pérdida de posibles contactos. Pero mi buen hado, o destino, me ayudó una vez más. De regreso a casa de Carmen, al anochecer, oí que me llamaban y una mujer se lanzó a mis brazos. Era la portera de Nin, en medio de explosiones de alegría, me contó que una compañera había estado en su casa, que sabía que yo estaba en Barcelona y para encontrarnos en el caso de que ella me viera, iría todos los domingos por la tarde, a las 4, a la portería, Creo que el domingo era el día siguiente y allí encontré a Luisa Carbonell, que ofreció ocultarme asegurándome que en su casa no corría ningún riesgo, como así fue. Hay pues que creer en el destino porque un minuto más o un minuto menos hubieran bastado para que yo no encontrase en la calle aquel hilo salvador. 

       Empezó una nueva etapa, una de las más crueles de mi existencia. En aquella casa podía disfrutar de todo: cariño, solidaridad, comprensión, alimento... de todo menos de la tranquilidad de mi mente que no me dejaba descansar pensando en la realidad de lo ocurrido. Todo perdido, absolutamente todo: perdida la guerra, perdida la lucha política, perdido el hogar y todo cuanto había sido mi vida. Desaparecido en la nada el compañero de mi existencia. Era yo como un epave carcomido flotando en un mar tempestuoso. Las noticias de lo que sucedía con la ocupación franquista, detenciones y persecuciones de todo género, alimentaban mi estado mental; Luisa y los suyos, aquellos chicos encantadores que con unas tijeras, trozos de papel y lápices de colores, inventaban los juegos más fantásticos, no podían comprender aquel estado mío de apatía cuando me habían visto siempre desbordante de actividad. Pero, como siempre en mi vida, aquella situación desapareció. Bastó para que a finales de abril, según creo, se restableciesen las comunicaciones postales y aquel mismo día, Juan me dirigió una  carta a nuestro antiguo domicilio de Barcelona y yo le escribiese una postal preguntando por él a la única dirección que tenía de París, que más bien parecía la de un organismo sindical o de partido pero que utilicé a todo azar por que no tenía otra. La buena de Montserrat me trajo la carta a mi escondite y el hecho inesperado en un local obrero de una postal llegada de España, que causó sensación, hizo que mis noticias llegaran a manos de Juan. 

      A partir de entonces, la correspondencia entre nosotros, aunque no muy seguida, fue lo bastante para exponer más o menos nuestros planes, y desde ese momento también, yo comencé a buscar las posibilidades y los medios de pasar a Francia. Indagando y buscando relaciones con gentes que, de una manera u otra, habían pasado la frontera. La mayor parte eran mujeres que no habían podido adaptarse a la vida precaria y difícil del exilio pero cuyas informaciones me servían para el proyecto de partida. Luisa tenía muchas relaciones y entre ellas llegó un día la mujer de un compañero, escritor, íntimo amigo de Nin y editor de obras suyas, que estaba en un campo de concentración francés. Ella, maestra de escuela se había quedado en Barcelona con los seis hijos del matrimonio. Destituida de su cargo inmediatamente, sin medios para vivir, tenía que pasar a Francia con los niños para reunirse la familia. Inmediatamente decidimos indagar y organizar nuestra partida para pasar juntas la frontera. El medio más fácil era el llegar a Puigcerdá y desde allí pasar con algún guía a La Tour de Caro bien al enclave de Llivia, pueblo mitad España mitad Francia atravesando una calle. Todo lo estudiamos detenidamente y lo primero que había que hacer era resolver el modo de llegar a Puigcerdá que era zona de guerra y para lo cual se necesitaba un permiso especial de la comandancia militar instalada en Ripoll. 

      Yo conseguí, no sé cómo, declarando que tenía que ir a buscar a un hijo en una masía de La Seu de Urgell, para lo cual tenía que ir en tren por Puigcerdá, el pase. Ella hizo que un médico visitase a los niños y le diera un papel diciendo que necesitaban alimentos y aire sano, recomendando su traslado a Llivia, donde ella declaró tener familiares. Pero había que pensar también en el dinero: yo no tenía una gorda y Luisa no podía desprenderse de una suma importante. Supe que un antiguo discípulo de mi hermano, catedrático en la Universidad de Barcelona y amigo mío porque fuimos en el mismo barco a los Estados Unidos, estaba en Barcelona. Le escribí una carta que Luisa se encargó de entregarle, e inmediatamente le dio 300 pesetas, cantidad que ahora puede parecer ridícula pero que entonces era el sueldo de un catedrático de instituto. Mi amiga vendió todo lo vendible para reunir el dinero del viaje y posiblemente de sus primeros días en Francia. 


      Partimos alegremente de Barcelona; debió ser el 9 de julio, despedidos por todos los amigos y sobre todo por Luisa y todos los suyos, que tanto habían hecho por mí. Yo no llevaba equipaje, sólo un pequeño bolso de mano con unas mudas y ropa indispensable; ella una maleta con las cosas de los chicos. Llegamos a Ripoll y las cosas se complicaron: la comandancia militar no dejaba pasar a nadie sin un sello especial. Decidimos obrar independientemente: ella con sus certificados médicos y sus seis críos logró fácilmente el sello que le permitía seguir el viaje hasta Puigcerdá; a  mí me lo negaron, me proponían volver a Barcelona y coger otro camino que me llevaría igualmente a La Seu de Urgell donde yo pretendía ir a buscar a un hijo. La desesperación interior es madre de las mayores audacias. 

    [...]
      El 11 de julio de 1939 pude abrazar a Andrade después de meses de habernos visto sólo entre rejas y otros muchos en que ni siquiera tuvimos esa suerte, puesto que estaba cada uno en una cárcel, pasando por un período, no muy largo, es cierto, en que ni siquiera sabíamos si estábamos muertos o vivos. 

    El 14 de julio, día memorable en Francia, llegamos a Paris multitud de exiliados, sin papeles, pero con nuevas ilusiones. Teníamos la suerte de disfrutar de un pequeño pisito que nos había ofrecido un joven militante de la organización de Marceau Pivert, refugio que ofrecía muchas garantías de seguridad. En una vieja calle del casco antiguo que se encontraba en proyecto de reconstrucción, estaba la casa, que pertenecía al ayuntamiento de Paris y que, como otras, iba a ser demolida. Pero mientras llegaba ese momento, el ayuntamiento, que había despedido a todos los inquilinos, dejaba que continuasen algunos que no habían encontrado acomodo a su gusto. La portera era en realidad la dueña de aquel inmueble vacío; tía o pariente del joven que le había ofrecido el albergue a Juan, puso a nuestra disposición el piso desocupado en el mismo rellano del primer piso, donde ella habitaba. Aquella madame fue uno de nuestros ángeles custodios; en realidad era la casa de la solidaridad: tía, sobrino y hasta el gato acudían en ayuda de todo aquel que lo necesitaba. 

     El Mike, era un gatazo enorme como tienen fama de ser los gatos de todas las porteras de Paris, llegaba casi todos los días seguido de un gato hambriento que había encontrado por las calles; el comensal era muy bien recibido, recibía su pitanza pero cuando ya empezaba a relamerse y buscar un sitio blando donde dormir, el Mike le hacía ver muy claro que tenía que marcharse pues sólo había sido una invitación. Sólo una vez cambió el Mike su conducta de solidaridad: un día llegó con un gatito chiquitín, hambriento, que no tendría más de dos meses. Recibido como todos sus invitados el festín, pero esta vez el Mike le dejó que durmiese en un blando almohadón y el gatito se quedó para siempre en la casa. 

     En esta casa de solidaridad nos sentíamos felices y dispuestos a emprender nuevas actividades; pero el 1 de septiembre oímos por la radio, a las 7 de la mañana, que se había declarado la movilización general por el conflicto de Dantzing y era el comienzo de una nueva guerra y para nosotros no cabía duda que el comienzo de nuevas situaciones más o menos trágicas. Imposible quedarse en Paris sin papeles, a pesar de la protección de nuestros huéspedes. Supimos que en Chartres el prefecto Jean Moulins daba papeles a todos los españoles que iban a la ciudad, y allí nos fuimos inmediatamente y conseguimos un "laissez passer", papel que había que renovar todos los meses pero que nos daba una situación legal. Si el prefecto Jean Moulins, "jefe" más tarde de la resistencia gaullista asesinado por los alemanes, protegía a los rojos españoles, la ciudad era lo más antirojo y reaccionario que pueda imaginarse: enormes dificultades para encontrar una habitación donde dormir, complicado todo ello con una serie de contrariedades debidas al ambiente de la ciudad. Todo el que no era de Chartres era un extranjero aunque hubiera nacido en París. 

     Habiendo logrado una pequeña habitación donde podíamos estar tranquilos, inmediatamente se me ocurrió un medio para ganar algún dinero: Juan tenía pocas posibilidades o ninguna de hacer algo, intentó escribir algún artículo para Inglaterra pero creo que nunca llegó a cobrar nada; a mí se me ocurrió pedir a todos nuestros amigos franceses que me enviasen todos los retales de cualquier género que tuviesen por los cajones, y con ellos (recibí cantidades) me puse a fabricar muñecas de trapo de tipos españoles de unos 25 centímetros de altura, y pronto reuní toda una colección: parejas gallegas, vascas, catalanas, baturras, valencianas, madrileñas, andaluzas, toreros, bailarinas de traje de cola... en suma, una colección fantástica que envíe a New York a mi amiga Amelia del Río, profesora de universidad, que las vendió inmediatamente recibiendo su importe en dólares, lo que era una salvación. El problema económico iba a resolverse pero el avance de las tropas alemanas nos obligó a abandonar Chartres en un éxodo hasta Burdeos, en tierra de nadie y se terminó el negocio de las muñecas y una etapa diferente del "yo y mis circunstancias". 

    La ocupación alemana y el gobierno de Petain, que determinó la división de Francia en zona ocupada y zona no ocupada, determinaron también nuestra instalación en Toulouse, después de una pequeña estancia en Burdeos, donde habíamos acudido en masa miles de españoles Con la idea, sin pies ni cabeza, de encontrar un barco para irnos a América sin dinero y sin papeles. 

    En Toulouse, donde se habían refugiado también centenares de españoles huyendo de los alemanes, se inició un período de la caza al hombre: todos los días habían redadas para detener a los indocumentados que, sin embargo, sabían defenderse y que avisaban que iba haber redada por tal calle o tal sitio para que no fueses. En Toulouse supimos el asesinato de Trotsky y la gran emoción de todos aquellos españoles que se comunicaban unos a otros: 

     - Han matado a Trotsky. 

      Nosotros pudimos alojarnos aunque durmiendo en tierra, en casa de unos compañeros, y yo logré nuevamente poder sacar algunos francos cosiendo para gente que había tenido la suerte de procurarse papeles para irse a América.  Hice vestidos, blusas y no sé cuantas cosas más y también tuve ocasión de dar algunas lecciones, pero todo se terminó en un mal día en el que fuimos a la policía porque habíamos iniciado los trámites para que nos dieran algún papel de identidad y un policía que odiaba a los españoles nos cogió allí mismo y nos llevó a un presunto refugio de extranjeros que en realidad era un campo de detenidos más o menos disimulado. Se vivía en barracones, en dormitorios comunes sin distinción de sexos, con lavabos igualmente comunes y sin puertas, y con retretes a unos 200 metros; la comida era un rancho que se hervía dos veces al día y podías pedir autorización por unas horas para ir a Toulouse. Como nuestras casas estaban en una esquina, logré con unas mantas y cuerdas hacer un simulacro de habitación independiente, incluso llevé cacharros para lavarme y hasta un infernillo. No era un “hogar” pero tampoco era la promiscuidad.


16. Éxodo en tierra de nadie
      Introducción

      Aún cuando pretendas conservar tu personalidad y poseas un temperamento propicio a adaptarse a todos los países y a todos los climas, lo que hace que puedas sentirte como en tu casa en cualquier parte, como es sin duda mi caso porque poseo gran poder de adaptación, sucede que todo eso se pierde, sin darnos cuenta, cuando te conviertas por las circunstancias en un exiliado político. 

     En realidad eres un marginado, lo que hace que la óptica sobre lo que te rodea, o los acontecimientos que vives son muy diferentes de lo que serían en situaciones normales. Los ojos de un turista no ven lo mismo que los de un exiliado, sin papeles legales y sin medios de existencia: también es diferente de la del extranjero que tiene sus medios de vida y un puesto en una sociedad que no es la suya. El exiliado de tercera categoría, como lo fuimos nosotros, une a su existencia de marginado todos los inconvenientes, necesidades y vida precaria de los que poco o nada tienen, en ese mismo país. Internacionalista profunda por verdadera convicción, se puede llegar a sentir, de repente, sin saber por qué, posiblemente un sentimiento inevitable de protesta con que renacen en ti profundas raíces de tu lugar de origen, que incluso se podrían calificar de nacionalistas en otras situaciones. Es algo intuitivo, es una defensa: Ia única que te queda. 

      Estas palabras de introducción las creo necesarias porque pudiera parecer injusta la manera de relatar los hechos que siguen. Hechos que pretendo exponer sin exageraciones y de acuerdo con la verdad que vieron mis ojos, con lo que soportó mi cuerpo y como quedaron grabados en mi mente.

     Declaración de guerra
   
  Primeros de septiembre de 1939. Estábamos en París, después de una separación que había comenzado el 16 de julio de 1937. Exiliados, Sin papeles y sin dinero; felices sin embargo y con ánimos de hacer frente a la situación. Teníamos un cobijo amigo. Nos relacionábamos con compañeros afines. Por lo tanto,  el porvenir nos parecía despejado. Por aquel 1º de septiembre a las siete de la mañana, la radio lanzaba la horrible noticia de una nueva guerra. Nos dimos cuenta inmediatamente que todo se derrumbaba de nuevo y que nuestra odisea no había terminado. Era evidente que no podríamos vivir medio escondidos, sin papeles de identidad en una ciudad como París en tiempos de guerra. Supimos que en Chartres el prefecto Jean Moulins (víctima después de la Gestapo) legalizaba a los españoles que se instalaban en la ciudad (1). 

      Partimos para Chartres, donde nos dieron "papeles de legalización" aunque no  fuese más que un modesto "laissez-passez" que había que renovar todos los meses. Resuelto este gran problema, nos tuvimos que enfrentar con otros bastante desagradables.


     Chartres no merece su catedral

     Pronto nos encontramos en una ciudad que no merecía su bella catedral, ni todas las edificaciones arquitectónicas que constituyen su tesoro. Ciudad de pequeños pensionistas, reaccionarios, de grandes terratenientes de la región cerealista más importante de Francia, y sin una masa obrera importante, consideraba como enemigos a todos aquellos que pudieran perturbar su tranquila existencia. La población había incluso protestado por la implantación de terrenos de aviación, pretextando el ruido molesto de los aviones. Todo el que no fuera de allí, era un extranjero. Se puede imaginar cómo serían considerados los españoles allí asentados, que además de extranjeros eran "rojos". Imposible encontrar un sitio donde vivir, aunque nada más fuera que una modesta habitación. Recuerdo que recorrí Chartres matemáticamente, primero horizontal y después verticalmente, todas las callejas de la ciudad (2). 

      No es que buscase un palacio, sino simplemente una vivienda obrera, donde pudiéramos dormir y guisar. La contestación, aunque no se tratase más que de una habitación con un fogón y una cama para dormir, era la misma: ¿por qué no se van ustedes a su país?. Todos los exiliados de tercera categoría, es decir, todos aquellos que no habían tenido la suerte de cruzar la frontera con un pasaporte, conocieron en ciudades como Chartres el agobio de su instalación. Una noche, un oficial de aviación nos preguntó dónde había un buen restaurante; le dijimos que éramos extranjeros españoles y no conocíamos la ciudad bien. Su contestación, muy cordial, fue: "españoles extranjeros y yo parisiense extranjero en Chartres". 

     La población pequeño-burguesa achacaba todos los males por los que estaba pasando Francia a la semana de cuarenta horas y a las vacaciones pagadas, por lo cual casi deseaban el fascismo. En cuanto al resto de la población, tampoco acogió la movilización con entusiasmo: "No vale la pena de morir por Dantzig".  Aquél entusiasmo que mostraban las fotografías de los trenes partiendo para la guerra en 1914 con grandes letreros: “¡A Berlín!”, no se manifestó en ningún momento. Las mujeres de los movilizados expresaban abiertamente su descontento y algunas exclamaban: "menos mal que se quedan los españoles". Desde el primer momento en Chartres la atmósfera no era de una posible victoria, impresión que se fue confirmando a medida que avanzaban los meses. 

     Ya estaba finalizando octubre, cuando gracias a un "extranjero" pudimos encontrar albergue. Fue un italiano, afincado hacía muchos años en Francia, propietario de un café en la gran plaza de Chartres, a donde íbamos todas las mañanas, no especialmente por el desayuno, sino porque había los mejores "lavabos" (como se dice ahora), de todos los lugares que podíamos frecuentar. Con su simpatía por los españoles, inmediatamente que le hicimos saber nuestra necesidad de una habitación nos dio la dirección de alguien que alquilaba. Era la propietaria de una gran tienda de comestibles, también “extranjera"  pues era de la "Villette" de París, quien, al presentarnos, sin más interrogatorios, nos entregó las llaves de unas pequeñas habitaciones que había en el patio interior, sin la menor observación de por qué no nos íbamos a nuestro país. Alta, corpulenta, parecía un húsar napoleónico, con un vocabulario de camionero, pero con un gran corazón y una generosidad sin límites, madame Hemery, otro de mis ángeles custodios en la penuria. Era una pequeña habitación, pero tenía una buena cama, una mesa y una estufa, que comunicaba con un pequeño cuarto donde había una pila con desagüe, un hornillo para guisar y algunas estanterías. El agua estaba en el patio, lo mismo que los lavabos, pero todo limpio. Nos pareció un paraíso. 

      Allí pasamos todo el invierno, intentando rehacer nuestra vida. Monté una “pequeña industria" casera de muñequitas con trajes regionales españoles, con trapos y recortes  toda clase que me mandaban los amigos franceses. Después las mandaba a mi amiga Amelia Del Río, en Nueva York, que las vendía y los dólares de su venta nos ayudaban a vivir. Juan, por su parte, pudo colocar en Inglaterra algunos artículos pagaderos. Y así llegó la primavera y el inicio del verano, y el derrumbamiento de los frentes y final de lo que los franceses habían llamado "la drole de guerre".

(1) Los españoles que pasaron por Chartres deberían recordar la figura de Jean Moulins, jefe de la resistencia gaullista en Francia, por todo cuanto hizo por ayudarles cuando era prefecto. Detenido por la Gestapo, se tiró por una ventana o le tiraron. Quizá se suicidase ante el temor de no resistir las torturas.

(2) Vivíamos en una pequeña habitación con una cama, un perchero y un lavabo de hierro encima de una taberna sin medios posibles de calentar ni guisar la menor cosa. El invierno se acercaba y no podíamos continuar viviendo de fiambres.
 
17. La drole de guerra había terminado
      
 La insólita situación de un país en guerra, totalmente movilizado, la "línea Maginot" a punto para resistir al ejército alemán, todo había estado casi paralizado, salvo algunas escaramuzas mientras los alemanes luchaban en el Este. Pero esta situación, que fue llamada la "drole de guerra", terminó cuando los ejércitos alemanes se volcaron hacia el Oeste. Holanda fue invadida rápidamente y, a la misma cadencia, lo fue Bélgica. Dunkerque, con el abandono del ejército inglés, y a continuación, la invasión de Francia. 

     En Chartres vimos llegar los primeros fugitivos belgas y, una vez más, se demostró el espíritu egoísta de la ciudad. "Las naranjas son para los niños de Chartres", que se les negaban a pesar del cansancio y de la desolación de los fugitivos. 

     El desastre comenzaba. El número de prisioneros alcanzó cifras enormes. Para nosotros, la derrota era inminente y los síntomas inequívocos. Un día apareció en la Gran Plaza un tanque con todos sus servidores, que tranquilamente explicaban que al ver tantos alemanes, habían echado a correr hasta llegar allí. Otro día las autoridades de la ciudad ordenaron una gran requisa de españoles y los mandaron a Rouen para hacer trincheras y, entre ellos, Juan; cuando llegaron al punto de destino, no había nadie pues las autoridades locales habían evacuado la ciudad, con lo cual después de una noche pasada en un hangar, decidieron volver a Chartres. En el camino de regreso, Juan fue detenido en un pueblo, acusado de paracaidista alemán. Fuera verdad o mentira, [se había extendido] la idea del lanzamiento de paracaidistas para preparar la llegada de los cuerpos de ejército y cualquier individuo que tuviese un aspecto, al parecer extranjero, era inmediatamente acusado de paracaidista. Entre nuestros amigos o conocidos, por lo menos cinco fueron detenidos como paracaidistas. Las noticias eran cada vez más inquietantes: el ejército alemán seguía avanzando. 

      Había que partir y nosotros, lo mismo que los demás españoles, no teníamos más que un propósito: llegar a Burdeos para coger un barco e irnos a América, idea simplista que nos atacó como si fuera una epidemia y, poco a poco, fueron partiendo todos los exiliados do la ciudad. Fue Toni, nuestro más fiel amigo, un vasco pequeño, forzudo, que había sido suboficial en el único barco de guerra que se sublevó contra los franquistas, quien nos dio la solución: trabajaba cargando sacos de harina en una do las más grandes cooperativas harineras de Chartres. Ante el avance alemán, la cooperativa decidió el éxodo de la administración, que instalarían en Valancey y Toni tendría que transportar en un camión todos los papeles y archivos de la empresa. Graciela, con su madre (prima y tía de Colette, la compañera de Toni) y yo iríamos en el camión, al que seguiría el coche de Colette, acompañada por Juan para evitar cualquier desmán que pudiera ocurrir. 

      Partimos de Chartres y, al anochecer, llegamos a las cercanías de Vendôme y, como habíamos recorrido muchos kilómetros, pensamos en descansar y pedimos refugio en un pequeño chalet al borde de la carretera. El camión de Toni no marchaba con gasolina, sino con un producto que se quemaba en una caldera, cuyo humo de combustión salía por la parte trasera.  La madre de Graciela y yo nos intoxicamos y no podíamos apenas abrir los ojos, yo menos afectada a causa de los lentes. Al día siguiente, en el momento de partir, como la madre de Graciela continuaba muy mal de la vista, Juan le cedió su puesto en el coche de Colette y subió al camión con nosotras. Continuamos hacia Vendôme, ya antes de llegar la gente asustadas nos gritaban que las autoridades habían evacuado la ciudad y, nada más llegar a la plaza, en medio de un gentío y una multitud enorme de coches, oímos el ruido de los aviones alemanes revoloteando por encima de la población, y de los que veíamos perfectamente las cruces gamadas. 

      Bajamos del camión y nos metimos en la catedral, y casi al instante comenzó el tiroteo de las ametralladoras. Cuando el fuego cesó, no vimos a Colette ni el coche. Toni, que salió en su búsqueda, volvió para decirnos que había muchos coches destrozados, muchos heridos y muertos a la salida de la ciudad y, entre las víctimas, herida gravemente, la madre Graciela: el perrito de Colette estaba partido en dos pedazos. Ella no tenía nada, pero el coche estaba acribillado y no podía marchar. Toni subió al camión, lo sacó fuera de la ciudad, lo embarrancó en un altozano, le dio a Juan una pistola para que lo defendiese por encima de todo y se marchó. Fue un día espantoso, sin noticias de lo pasaba abajo y siempre en expectativa de lo que pudiera ocurrir. 

     La carretera presentaba un aspecto desolador, pues aquél ametrallamiento criminal, sin objetivo militar alguno, había aterrorizado a las gentes, que huían como locas, utilizando cualquier medio de transporte. Se asaltaban los coches, se peleaban por una bicicleta vieja. Los que no hayan visto una huída de gentes enloquecidas por el pánico no podrán imaginar esos momentos. Ya casi de noche, vimos llegar el coche de Colette. Se había pasado el día poniendo parches a los neumáticos y estaban agotados, pero emprendimos de nuevo la marcha. Ya no éramos mas que cuatro porque Graciela se había quedado con su madre, que todavía no había sido hospitalizada y esperaban una ambulancia para trasladar a los heridos. Así llegamos a nuestro punto de destino: Toni entregaría el camión al día siguiente y libremente seguiríamos el camino hasta Burdeos. 

      En las afueras del pueblo pedimos asilo en una granja que nos acogió.
Un enorme patio rodeado por la casa solariega y todas las construcciones anexas a una gran explotación cerraban el cuadrilátero pequeños pabellones destinados a albergar a los obreros temporeros. Nos ofrecieron una gran habitación con dos camas, una pequeña cocina al aire libre e, incluso, hasta ducha; aquello nos pareció fantástico y nos acostamos tarde. Por que aquél remanso de paz queríamos gozarlo plenamente. Me desveló el ruido de cañonazos pero me callaron diciendo que estaba loca y que soñaba con los alemanes que habíamos dejado a kilómetros de distancia. 

     Empezaba a amanecer cuando todo el mundo se despertó porque llegaba hasta nosotros el ruido claro y definido de los cañones. Toni, experto en guerra, nos dijo que debían estar a unos treinta kilómetros e, inmediatamente partió para recibir órdenes de la administración harinera que también, alarmada, había decidido partir y, como no sabían dónde se instalarían, Toni seguiría con el camión la comitiva de unos doce coches de los administrativos y nosotros, Colette, Juan y yo en el coche, seguiríamos al camión. A media mañana se oyeron nuevamente motores de aviones y toda aquella comitiva se refugió en un bosquecillo muy espeso. No tardamos en oír el bombardeo sobre la carretera. Cuando el ruido de los motores desapareció, todo aquél conjunto de coches se puso en movimiento para continuar el viaje. 

     Colette también buscó la salida pero, al llegar a la carretera, no había ni rastro de coches ni del camino de Toni. Indudablemente habíamos salido a otra carretera. La pérdida de Toni nos afectó mucho, pero no había más remedio que continuar. Dos tanques franceses ardían, pero en la carretera no había alma viviente. Dormimos en el coche, ocultos en un campo y, al día siguiente llegamos a Le Mans, donde nos detuvimos. Miles de coches llenaban una amplísima explanada; dejamos el nuestro al cuidado de Juan. Entonces  Colette y yo partimos en busca de provisiones y de noticias. Se hablaba de un armisticio, en medio de la alegría desbordante de la gente, porque la guerra había terminado aunque nadie se preguntaba cómo. Una gran sorpresa nos esperaba al volver al coche, porque vimos a Toni charlando con Juan: harto ya del camión y de la cooperativa, se había marchado sin más. 


     Entonces se nos presentó otro problema: como las hostilidades habían cesado, aunque  no el avance de los alemanes hacia el sur, se había dado la orden terminante de que todos los coches volvieran a sus lugares de origen, y que nadie continuase descendiendo hacia el sur. Barreras de gendarmes cerraban el paso a todo vehículo. Había que encontrar una solución para llegar a nuestro soñado Burdeos. Colette decidió partir por pequeños caminos vecinales y, de pueblo en pueblo, aunque dando bastantes rodeos, pudimos llegar hasta las cercanías de Amboise y, como anochecía, decidimos dormir al aire libre, en un bosquecillo. Estaba amaneciendo cuando nos despertaron un capitán del ejército francés con unos soldados, quienes nos advirtieron que los alemanes estaban en una aldea cercana y que partiésemos enseguida porque se iba a volar el puente de Amboise. 

      Nos pusimos en marcha y, posiblemente, fuimos los últimos en pasar. Por un sendero seguimos río abajo por la izquierda y nos detuvimos en un bello remanso para bañarnos; estábamos aún dentro del agua, cuando vimos que el puente saltaba hecho pedazos; fue espectáculo bellísimo, como de película. Tuvimos que buscar cobijo para la noche y, como siempre, en una granja, cuyo dueño, de gran prestancia y altivez, nos ofreció el pajar; con la solemne promesa de no encender ni un cigarrillo. Al despedirnos a la mañana siguiente, el patrón nos dijo con gran orgullo y contento que era uno de la "cruz de hierro", es decir, un fascista que esperaba la llegada "salvadora" de  los alemanes. 

      El recorrido hasta Libourne fue tranquilo, a causa de estar cerradas las carreteras. Sin embargo, cuando llegamos a la ciudad, no encontramos ningún hotel ni cualquier otro sitio donde  instalarnos, pues estaba totalmente ocupado por fugitivos del norte. Mientras Colette y Toni partieron a la descubierta, Juan y yo, al cuidado del coche, vimos inquietos como iban pegando por todas partes carteles de "Libourne ciudad abierta", lo que indicaba que los alemanes seguían pisándonos los talones; habíamos corrido mucho, pero inútilmente. Había que pasar el puente sobre el Garona para llegar a Burdeos, pero en aquellos momentos estaba fuertemente custodiado. El gran hotel de Libourne nos ofreció la cena Y, para pasar la noche, los butacones del gran salón, lo cual nos pareció perfecto. El hotel estaba abarrotado de gente importante: políticos, senadores, diputados todos en huida, lo que supuso para nosotros oír y enterarnos de todo lo que estaba pasando en Francia: la huída de De Gaulle a Inglaterra, la gran derrota, la seguridad de que se recurriría a Petain, violentas discusiones sobre si era posible continuar la guerra en África. Aquella multitud de hombres políticos no sabía ni dónde estaban ni que había que hacer, pero para nosotros fue una enorme lección. Muy temprano partimos para pasar el puente, que en aquellas horas matinales sólo custodiaban un par de soldados que nos negaron el paso, pero Colette, con su más bella sonrisa, les ofreció dos buenas botellas, lo que nos permitió seguir adelante. ¡Ya estábamos en Burdeos! 

       Yo no sé cuántos miles de españoles había en aquellos momentos en Francia, pero estoy casi segura que allí se encontraban todos los que habitaban el norte, y todos con el mismo propósito: coger un barco para ir a América, sin dinero y sin papeles, allí al borde de los muelles esperando sin duda un milagro. Dada la picaresca española, es posible que algunos lograran partir escondidos en bodegas o utilizando cualquier  otro medio clandestino. Nosotros, más sensatos, sentimos que nuestras ilusiones se derrumbaban y decidimos encontrar cobijo. Como siempre salimos a las afueras de Burdeos y, como siempre, encontramos una pequeña granja que nos ofreció el pajar, que estaba en lo alto, cerrado por tres muros y el cuarto al descubierto. Había que subir por una escalera de mano, pero allí se dormía espléndidamente, teniendo como fondo el firmamento con todas sus estrellas. Después del día pasado en la ciudad, aquella visión nos calmaba y nos hacía olvidar aquél presente que parecía no tener solución. Recuerdo que una bella noche, contemplando el firmamento, me puse, sin darme cuenta, a recitar los versos tan bellos de Fray Luis de León:

     “Cuando contemplo el cielo
      de innumerables luces adornado,
      y miro hacia el suelo
     de noche rodeado,
     en sueño y en olvido sepultado,
     Morada de grandeza,
     templo de caridad y hermosura,
     mi alma, que a tu alteza
     nació, ¿qué desventura
     la tiene en esta cárcel baja, oscura?
     el amor y la pena
     despiertan en mi pecho un ansia ardiente:
     despiden larga vena
     los ojos hechos fuente;
     la lengua dice al fin con voz doliente:
     El hombre está entregado
     al sueño, de su suerte no
     y con paso callado
     el cielo vueltas dando
     las horas del vivir le va hurtando”.
     
En nuestros traslados diarios a Burdeos, encontramos amigos y compañeros, todos inquietos sin saber qué hacer y, en medio de aquella multitud, a Graciela que no había podido seguir a su madre en una ambulancia que por fin la recogió y que después de colocarle en el pecho un cartón con su nombre y todas las indicaciones  para una futura identificación, no pensó más que en llegar también a Burdeos. 

     Las negociaciones del armisticio habían terminado y se sabía que Francia quedaría dividida en dos grandes sectores: uno al mando absoluto de los alemanes, con París y Burdeos también incluidos, la zona llamada “no ocupada” tendría un gobierno francés presidido por Petain, con asiento en Vichy. En cuanto supimos que Burdeos iba a ser “ocupada”, decidimos partir. 

     Llegamos a Marmande; población importante, conocida toda Francia por el cultivo de los tomates y del tabaco; y también como siempre, buscamos albergue en una granja de las afueras de la urbanización.
Graciela nos rogó que nos quedásemos algún tiempo para poder localizar a su madre, escribiendo a todos los hospitales del norte. La estancia era agradable; dormíamos en un gran hangar, destinado a secar el tabaco, con paja abundante para renovar las camas y comodidades para guisar en la granja; una instalación! casi perfecta. No tardó mucho tiempo antes de los quince días, cuando Graciela recibió una contestación sobre el paradero de su madre y decidió partir inmediatamente. 

     No había ya motivos para quedarnos allí, pero antes de salir fuimos testigos de uno de los episodios más singulares de nuestro largo éxodo en tierra de nadie. Una noche, ya dormidos, dieron golpes a la puerta del barracón. Un capitán del ejército francés con un grupo dos soldados de su compañía, perdidos en la oscuridad, quería saber dónde estaban. Uno de los soldados, al ver que éramos españoles  nos dijo que  él también lo era y nos contó su odisea: en la "retirada" (de alguna manera había que llamarlo), ante el peligro de caer prisioneros, invitó al capitán y a sus compañeros para que se fueran a su pueblo en España, al otro lado de la frontera, donde serían muy bien recibidos y les darían muy bien de comer. Ahora que todo había terminado, volvían para pedir la desmovilización. Les indicamos el camino que debían seguir y nosotros nos pasamos buena parte de la noche comentando el episodio. 

      Al día siguiente emprendimos la ruta hacia Toulouse, en la zona no ocupada, a donde también acudieron miles de españoles del norte. Allí se inició una nueva etapa de marginación y de penurias, pero esto ya puede quedar para otro cuento.
 
18. Residencia forzosa
   
   La situación había llegado a un punto que era necesario encontrar otra solución. Yo en el tan cacareado "refugio para extranjeros", que era más bien un campo de concentración aunque con bastante libertad; Juan en una compañía de trabajadores más o menos militarizado, con servicio obligatorio, en un pueblecillo cerca de la frontera española. Es cierto que no se mataban a trabajar y lo que hacían era completamente inútil: llevar carretillas de arena desde el río a la carretera. 

    Supimos que si podíamos demostrar tener la suficiente cantidad de dinero mensual como para poder vivir modestamente, nos concederían una residencia forzosa, pero libre, en algún pequeño pueblo. Los amigos franceses nos ayudaron y pudimos presentar los papeles necesarios y al poco tiempo  nos concedieron la residencia forzosa en Barbazán, pequeño pueblo en las laderas de los Pirineos, a unos 50 kilómetros a vuelo de pájaro de la frontera española. Reunidos en Toulouse, la policía me dio a mí los papeles para salir inmediatamente, pero Juan tenía que volver a la compañía, dónde se los entregarían para poder salir libremente hacia Barbazán. Era cuestión de tres o cuatro días. Aunque nos despedimos alegremente, tuve una corazonada como si me separara de él para siempre. 

     Barbazán no tenía estación de ferrocarril. Había que ir en el tren que llegar hasta Hendaya desde Toulouse y cambiar de tren para coger un pequeño enlace que llegaba hasta Luchon, importante estación de deportes de invierno, y se bajaba en la primera parada   -Loures- a las orillas del Garonne luego era necesario andar dos kilómetros a pie y cuesta arriba todo el tiempo hasta llegar a Barbazán. A mitad de camino entre Loures y el pueblo, había una estación termal, muy conocida en la región, de aguas medicinales para el estreñimiento, y a su alrededor un pequeño casino provinciano y algunos hoteles para los bañistas. Pero ahora, con la guerra, la estación termal y el casino estaban cerrados. Al llegar al pueblo, una especie de rellano formaba una plazoleta por donde cruzaban varias carreteras, era como el centro del pueblo, donde empezaban las casas, pero el pueblo seguía subiendo por su única calle para culminar en lo alto de un monte con el cementerio a la derecha y lo que llamaban el castillo que no era más que una residencia señorial. Todos los campos y prados estaban más o menos en cuesta o inclinados por lo que era imposible el empleo de maquinaria agrícola. 

     Los campesinos no eran grandes propietarios, no había ninguno que tuviera más de tres vacas ni más de dos cerdos, y el cultivo se reducía en los campos a la patata ya las judías. En pequeños huertecillos al Iado de sus viviendas, cultivaban las legumbres necesarias para su consumo particular y en los corrales las gallinas, patos, conejos y ocas, pero siempre en la cantidad necesaria para su consumo.   Pasé en este pueblo casi cuatro años con experiencias de toda clase y algunos de los momentos más tristes de mi vida. 

     La primera semana, bajaba todos los días, mañana y tarde, hasta Loures a la llegada de los trenes, para recibir a Juan. Sin llegada, sin cartas, sin aviso de ninguna clase, me invadió el terror de lo que hubiera podido pasar. Llamé por teléfono al capitán de la compañía de trabajadores, que era español pero esclavo servil de los que mandan. Me dijo que Juan ya no estaba en la compañía y me aseguró que había salido con su maleta, pero no me dio ningún detalle más. Un amigo francés, judío, que se había refugiado en un pueblecito cercano al de la compañía y que veía a veces a Juan me escribió que había visto a Juan subir en un coche con tres hombres y que al irse a acercar le había hecho un gesto para impedírselo. Era evidente que no había salido por su voluntad y que alguien se lo había llevado. Escribí cartas y cartas a todos los amigos y conocidos del partido. No me contestó nadie, el silencio más absoluto. Leía los periódicos y a veces había la noticia de que se había encontrado un hombre sin documentación muerto en una carretera o en un campo. 

     Inmediatamente solicitaba información para convencerme de que no se trataba de Juan. Pedí permiso a los gendarmes para ir a Toulouse y me presenté a la policía para hacer una denuncia por desaparecido. Se rieron francamente de mí: "señora, si no ha ido a reunirse con usted y no le ha dado noticias de su paradero será seguramente porque se ha ido con otra". Finalmente, escribí al prefecto de Toulouse en los mismos términos y pidiendo que se hiciese una indagación en busca de mí marido. Me contestó para decirme que no me preocupase, que no tardaría mucho probablemente en saber algo de él. Y eso fue todo En aquellos momentos trágicos, la persona que más me animó fue Ignacio Silone que entonces estaba exiliado en Suiza. Hizo toda clase de gestiones internacionales y me procuró un abogado para el caso de que tuviera que entablar un proceso. Fue el mayor sostén que tuve. 

     Y así pasó más de mes y medio. Iba todos los días a la pequeña estafeta del pueblo, porque siempre tenía cartas que enviar pidiendo noticias, y un día, venía a ser a finales de abril, me entregaron una carta. Nada más ver el sobre vi la letra de Juan. No hice el menor gesto ni dije nada. Cogí la carta y eché a andar carretera adelante hacia el monte hasta que me alejé del pueblo, y allí, completamente sola, me atreví a abrirla. Había estado incomunicado, estaba procesado con otros miembros del partido. 

     No sabía cuántas veces me podría escribir. 

     Inmediatamente bajé a Loures y allí le puse unas letras y le mandé un giro. El dinero es el primer auxilio para un preso. Ya sabía que la separación duraría mucho tiempo pero que Juan vivía y yo le podría ayudar. Hoy día todo mi pensamiento se dirige intensamente a tantas y tantas mujeres que pasan por el mismo horror de no saber si están muertos o vivos los seres a quien quieren, porque es mucho más cruel la incertidumbre que el hecho de tener la seguridad que han muerto. Desde entonces, y para evitar comentarios en el pueblo, todas mis cartas, paquetes y envíos de cualquier clase a la cárcel, los hice desde la estafeta de Loures cuya jefa, muy comprensiva, me ayudaba aunque llegase cuando estaba cerrado o cuando por cualquier otra causa no hubiese correo. 

     Ahora había que encontrar el modo de poder vivir sola, sin amigos, en un lugar desconocido, y poder atender a Juan. 

     El pueblo estaba en la parte de Francia no ocupada pero sin embargo había alemanes porque era zona fronteriza y estaban encargados de la vigilancia. Cuando se presentaban en el pueblo e iban al único café a tomar unas copas esos mismos campesinos acudían porque estaban seguros de que les invitarían Igualmente como zona fronteriza pasaban judíos que querían huir a España. Había guías que les pasaban la frontera, naturalmente por dinero, y eran bastantes los que en plena montaña les despojaban de cuanto llevaban y le dejaban correr su suerte. Hubo varios incidentes con los alemanes a causa del tráfico fronterizo e incluso muertes y detenciones en pueblecitos cercanos.  Pero también gente que trabajaba para la resistencia y que en dos casos fueron descubiertos. Pudieron escapar. 

     En las montañas de Saint Bear había un maquis en el cual había también norteamericanos. Este maquis hacía algunas veces incursiones en las granjas para buscar provisiones e incluso en el café, restaurant y cafetería de pueblo. Llegó un momento en que los gendarmes fueron despojados por los alemanes  de todas sus armas  y entonces algunos de ellos se fueron al maquis mientras quedábamos a la merced de los gendarmes impuestos por el gobierno Petain. Y las cosas fueron empeorando hasta que llegó el momento en que se expulsaron del pueblo a familias francesas, judías e incluso inglesas, al igual que yo, con residencia forzosa. 

     A los trabajos de modistería había añadido los de tejer lana. No había lana en el mercado pero una estraperlista de Roures se procuraba lana virgen que tejía y teñía y me encargaba modelos de jerséis, chaquetas y trajes. Fue un nuevo trabajo en el que hice realmente maravillas. Ya terminada la guerra y Juan liberado y conmigo en Barbazán, se propuso quedarse allí para crear su negocio creando modelos de todo géneros de punto. 

     Barbazón  fue para mí una soledad de cuatro años, pero al mismo tiempo una gran escuela de existencia. Aprendí lo que en el fondo mueve a la gente en épocas de guerra y lucro, cosas que van las dos unidas. Yo tenía que vivir y además que viviese Juan en Ia cárcel. Fue juzgado y condenado a cinco años de prisión por un tribunal petainista. 

     En Barbazán no había más medio de ganarse la vida que cultivar la tierra, y el problema de nuestra existencia era inmediato. Recurriendo a mi buena educación de señorita española que sabe coser, inicié mi oficio de modista y poco a poco me convertí en la modista de aquel pueblo y de todos los de los alrededores, porque dada mi pasión por todo lo que emprendo hacía vestidos que desde luego no correspondían al medio ni a lo que me pagaban, y todo con una máquina de coser que cosía hilos que no eran hilos y telas que no eran telas. Normal: telas de guerra, y no era por lo que me pagaban  sino por lo que podía obtener con los trueques con los alimentos que tenían en mayor producción: huevos, patatas, queso, mantequilla. Es decir todo cuanto necesitaba para mandárselo a Juan. 

    Campesinos modestos: no había ninguno que tuviera más de dos vacas ni más de dos cerdos, su avaricia por conseguir dinero era enorme, y no es que cambiasen en su manera externa de vivir (únicamente celebraban con pompa bodas y bautizos) sino que acaparaban el dinero. Las vacas no parieron nunca durante esos cuatro años [más que] para vender los terneros en el mercado negro de la región, que venían a buscar de todos los pueblos de la Costa Azul que no tenían nada que comer y que se llevaban clandestinamente en grandes maletas. No podían soportar a los viejos pensionistas y muy poco a los extranjeros en residencia forzosa, como yo, a los que era dificilísimo comprarles cosas porque no se atrevían a vendérselas al precio del mercado negro. 

     Naturalmente rechacé la propuesta de Juan [de quedarnos allí al final de la guerra] y poco después pudimos partir para Toulouse e iniciar una nueva vida de lucha. Pero yo había aprendido todas las bajezas, todo el afán por el dinero que se produce durante una guerra, las acusaciones por venganzas personales, el vergonzoso paseo por los pueblos de las mujeres pelonas porque se habían acostado con alemanes, expuestas a los insultos de las mujeronas de los pueblos, que es posible que hubieran hecho lo mismo si hubieran tenido la ocasión.
 
  
Edición digital de la Fundación Andreu Nin,  junio 2005




Maria Teresa García Banus


María Teresa García Banus




Alejandra Kollontai. Extractos de: Los fundamentos sociales de la cuestión femenina
Traducida por María Teresa García Banús en 1931


Mujeres del POUM: DOBLEMENTE OLVIDADAS



NECROLÓGICAS
María Teresa Andrade, ex militante del POUM




Adiós a María Teresa García Banús


María Teresa García Banús, que falleció en Madrid el 19 de noviembre de 1989 a los 94 años, era hermana del profesor García Banús, químico eminente y miembro del Patronato de la famosa Universidad Autónoma de Barcelona de 1936, sobrina del pintor Joaquín Sorolla y esposa de Juan Andrade, fundador del Partido Comunista de España en 1920 y del POUM en 1935.

Nació en 1895 en el seno de una familia de la burguesía valenciana, pero se formó intelectual y políticamente en Madrid. Cursó estudios de Filosofía y Letras y se destacó especialmente en el pequeño grupo de mujeres universitarias de los altos 20 que inició la lucha por la emancipación de la mujer. En 1929 se casó con Juan Andrade. Poco después, hizo un viaje a París ya Berlín, donde tuvo la posibilidad de conocer a los intelectuales de izquierda más prestigiosos ya los dirigentes de la Oposición Comunista de Izquierda. El secretariado internacional de esta organización residía en Berlín y allí conoció a León Sedov, hijo de León Trotsky.

Entre los años 30 y 35, María Teresa García Banús colaboró estrechamente con su marido en las actividades políticas y literarias. Juan Andrade, personalidad escandalosamente olvidada, fue fundador, director y asesor de las editoriales Cénit, Hoy, Iberoamericana y Oriente, que lanzaron al mercado obras fundamentales del marxismo como La acumulación del capital de Rosa Luxemburgo, la Historia de la Revolución rusa de León Trotsky, la biografía de Marx de Franz Mehring y Revolución y contrarrevolución en China, de M. N. Roy, aparte de las novelas más célebres de los escritores revolucionarios rusos o de la gran literatura norte americana de la época.

Pero Andrade dirigió también la revista Comunismo, órgano de la Izquierda Comunista española, que ejerció una influencia notable en la nueva generación revolucionaria de los años 30 y, sobre todo, que publicó los primeros análisis serios sobre la degeneración de la Revolución rusa y la aparición de estalinismo, contra el que libró un combate intelectual y político sin concesiones, lo que cobra hoy un valor excepcional a la luz de los procesos políticos y sociales que se están desarrollando actualmente en la URSS y en los países del Este de Europa.

Como Federica Montseny y tantas otras mujeres significadas de la época, María Teresa Andrade estaba convencida de que la lucha por la emancipación de la mujer tenía que realizarse con los hombres, trabajando y militando con ellos y no creando organizaciones separadas. Por eso, no compartía las posiciones y los métodos de un cierto feminismo, tan en boga en estos últimos años. Como fue partidaria entusiasta de la fusión de la Izquierda Comunista con el Bloque Obrero y Campesino y, por tanto, de la creación del POUM, encontró en el nuevo partido revolucionario un marco apropiado para desarrollar una intensa labor de educación y formación de las mujeres trabajadoras. Animó el Secretariado femenino del POUM y dirigió la revista Emancipación en Barcelona. Para ella y sus compañeras fue una suerte que Andreu Nin fuera Consejero de Justicia de la Generalitat de Catalufla durante el breve período de ascenso revolucionario de 1936. Como se sabe, Nin pudo dictar decretos estableciendo, por primera vez en España, la plenitud de los derechos cívicos y políticos para los jóvenes de ambos sexos a partir de los 18 años y diversas medidas destinadas a acelerar la emancipación de la mujer, entre ellas la legalización del aborto. Todo ello facilitó mucho la acción del Secretariado Femenino del POUM.

El 16 de junio de 1937, cuando se inició la ofensiva estalinista contra el POUM con las detenciones de Nin. Gorkin, Andrade y demás compañeros, María Teresa García Banús (que estuvo detenida unos días) se movilizó para salvarlos al lado del segundo Comité Ejecutivo del POUM. En cuanto pudo, se trasladó a Valencia, donde "cantó las cuarenta", como ella sabía hacerlo, a los ministros y altos cargos socialistas y republicanos que capitulaban ante el estalinismo y se hacían cómplices de la represión. Siguió luchando en la clandestinidad hasta abril de 1938, mes en que fue detenida con un grupo de una veintena de militantes, entre los que figuraban los miembros del segundo Comité Ejecutivo del POUM. Estuvo recluida en la cárcel de mujeres de Barcelona hasta la caída de la capital catalana (Andrade y los demás dirigentes del POUM estaban en la prisión del estado de Las Corts, antiguo convento de Deu i Mata). Al salir de la cárcel, no pudo enlazar con la organización de su partido, pero fue escondida en un piso del barrio de Sans por Luisa Carbonell, amiga y colaboradora suya en el Secretariado Femenino del POUM, hasta que pudo cruzar la frontera y reunirse con Juan Andrade en París.

Muchas cosas podrían decirse de su vida en el exilio. Sólo destacaremos que siguió militando en el POUM y que, en 1941, en Montauban, Andrade y otros militantes del POUM fueron condenados por un consejo de guerra francés, bajo la presión de la Gestapo, a largas penas de prisión. María Teresa pasó la guerra en residencia vigilada en Luchos, cerca de España, hasta la liberación de Francia. Juan y María Teresa vivieron en París hasta 1978, año en el que regresaron a Madrid. Andrade murió el 1º de mayo de 1981. La gran prensa no se dio por enterada. Ahora, los dos están enterrados juntos en el cementerio civil de Madrid.

En los últimos años de su vida, María Teresa publicó tres libros con escritos de Juan Andrade. No sé si terminó el libro de Memorias que escribía. Era una mujer con talento y con personalidad. Tuvo problemas con mucha gente. A veces fue injusta y no tuvo razón. Quería que yo hiciese un ensayo biográfico de Juan Andrade y en una ocasión me escribió (cito de memoria): "No hay que hacer culto a la personalidad como los estalinistas. Andrade tenía, como todos, cualidades y defectos. No hay que transformarlo en héroe positivo". Era un buen consejo y habrá que tenerlo en cuenta ahora en que, por lo visto, hasta los estalinistas menos presentables quieren "subir al cielo".
Barcelona, 26 de noviembre de 1989
 
Edición digital de la Fundación Andreu Nin, 1999



María Teresa García Banús, una revolucionaria en la sombra
Pepe Gutiérrez 

Aunque había leído numerosos libros relacionado con la historia del POUM, no supe quién era María Teresa García Banús (Valencia, 1895-Madrid, 1989), hasta que tuve ocasión de entrar en el “meollo” poumista parisino. Luego he seguido leyendo muchos más, y no recuerdo ninguno que muestre un interés por esta mujer que fue “complementaria” de Juan Andrade, y que no había más que hablar con ella para apreciar que contaba con una historia y una poderosa personalidad propia. Ambos formaban un matrimonio (civil) sin duda original. Alto, moreno y delgado él; bajita, un tanto pálida y rechonchita ella, pero más allá de los estereotipos, ambos irradiaban un magnetismo muy intenso, y ofrecían una imagen de entendimiento y ternura que daba envidia. Al contrario que él, Mª Teresa solía permanecer en la sombra, no era muy dada a hablar en las asambleas. Cuando lo hacía se ponía un punto nerviosa y le perdía no poco su natural vehemencia (y la misma intransigencia que a Juan). Sin embargo, en el ambiente más directo de las tertulias desplegaba toda su capacidad polémica, sus grandes conocimientos y experiencia (apenas conocidas) y podía resultar mucho más incisiva que el propio Juan, lo cual ya es decir. Desde finales de los años veinte, sus historias se confunden.

Por más que durante muchos años pude considerarme lo que se dice un amigo especial -con todo lo que esto podía significar con la diferencia edad y el afecto que ambos volcaban sobre los jóvenes más afines-, no fue hasta la reciente lectura de sus (inéditas) memorias, Una vida bien vivida, que me ha sido permitido acceder a mayores detalles sobre su vida al tiempo que disfrutaba con unas páginas llenas de vida, escritas de una manera muy similar a la que hablaba, sobre todo cuando ampliaba el debate político con referencias a historias personales. Son páginas escritas sin pensar en su edición, y están planteadas en forma de “cuentos”, tal como al parecer se los contaba a su amiga Jacqueline (nieta de líder socialista de izquierdas Marceau Pivert), cuando esta requirió la atención maternal de Mº Teresa para sobrellevar una tragedia personal.

Se trata de unas páginas redactadas cuando ya estaba “media ciega y con un pie en el estribo” (de la muerte), pero deja clara su convencimiento de que su vida fue algo hermoso,  un “poco fuera de lo corriente, pero llena de todos los sentimientos que puede experimentar un ser humano”, y que a pesar “de momentos difíciles que parecían no tener solución; apasionantes, exultantes, de pobreza a veces y también de persecución y cárcel”, no obstante “la volvería a vivir sin cambiar nada”. La suya es una larga vida (94 años), y durante la juventud todo lo parecía el presente, “un presente tan intenso que te envuelve de tal manera que no puedes pensar en el porvenir”, y solamente cuando  llegas a la madurez “la vida tiene un sentido”. Ya sabes lo que quieres: “tienes un ideal, algo a lo que consagrar tu existencia, algo por lo que luchar”. Ya en la senectud, “te vuelves irremisiblemente hacia todo el pasado. Un círculo completo”.

No hay pues ningún lamento, ninguna historia de la que no pudiera y quisiera hablar plenamente, sin temor a cualquier discusión. No hay tampoco nada heroico ni extraordinario, lo que hice fue motivado por una suma de circunstancias. Aunque  ella no le dice, habría que añadir que unas circunstancias un tanto especiales. No existieron muchas mujeres provenientes de una clase privilegiada que asumieran un desafío al orden existente como el suyo. Comunista, trotskista y luego poumista, “anima mater” del Secretariado Femenino, se mantuvo en la misma coherencia que Juan hasta el último día. Todavía en sus últimos años fue nuestra “abuela” poumista, y pasar por Madrid e ir a ver a Mª Teresa formaba parte de una ceremonia muy especial. Era un encuentro en el que ella disfrutaba tanto con la evocación (siempre con algunas notas de cáustica ironía) como para discutir lo políticamente sucedía y se estaba haciendo “en la lucha”.

Recuerdo por su especial significación que en la mitad de los años ochenta me dio por publicar una serie de siluetas de compañeras de grandes revolucionarios (Marx, Lenin, Trotsky), y en las quedaba patente que estos no estaban a la misma altura que en otros terrenos, y la polémica se disparó. Entonces Mª Teresa, que era de la vieja escuela, me hizo llegar un par de cartas animándome a seguir con este tipo de trabajo, y su percepción, sin dejar de ser crítica, trataba de ser ecuánime desde la perspectiva del tiempo: hoy ni ellos lo hubieran hecho ni ellas lo hubieran consentido. Y puesto en ello, que entre Juan y ella siempre hubo un profundo acuerdo, aunque para ello fuera necesario que permanecieran discutiendo a lo mejor toda una noche, lo cual -contaba riendo- era de lo más normal ya que si había discrepancia ninguno de los dos daba fácilmente su brazo a torcer. 

 
Mª Teresa era nieta por parte de madre de Don Jaime Banús, hijo mayor de una familia obrera que gracias a sus actitudes y a un sistema de becas llegó a ser uno de los catedráticos más reconocidos de su tiempo, admirado por el célebre doctor Luis Simarro, además de uno de los más importantes estudiosos de la neurohistología y la psicología experimental, uno de los mayores nombres de la historia de la medicina en este país, y al que Mº Teresa trató como parte de su propia familia, y al que recuerda dando una conferencia en el Ateneo en defensa de Ferrer i Guardia. En la parte paterna destacaba Don Antonio García Peris, uno de los fotógrafos más inquietos y emprendedores de su tiempo... Era hermana del profesor Antonio García Banús, químico eminente y miembro del Patronato de la famosa Universidad Autónoma de Barcelona de 1936, y también sobrina del pintor Joaquín Sorolla, que antes fue el protegido de su abuelo Antonio, y que inmortalizó en varios óleos la figura del doctor Simarro.

Así pues, la futura revolucionaria vino al mundo en el seno de una de las familias más liberales, ilustres e inquietas de la burguesía española. Aunque nació en Valencia, siendo muy pequeña se trasladó a Madrid donde se formó intelectual y políticamente. Fue una muchacha privilegiada,  gozó de toda clase de atenciones, era una entusiasta de los animales domésticos (le encantaban la historias de pájaros y gatos, en sus memorias narra la extraordinaria historia de Morito, el bandido de Luchana) y tuvo acceso a una libertad inusual en su época. Tanto es así que fue una de las pocas españolas de su tiempo que llegó a cursar estudios en los Estados Unidos, concretamente en la elitista Universidad de Vassar, licenciándose en  Filosofía y Letras. Desde que recuerda se mostró como una persona inquieta y rebelde, era una criatura y ya quería caminar sola, se enfadaba cuando la ayudaban. De una manera natural destacó especialmente en el pequeño grupo de mujeres universitarias de los años 20, cuando comenzó a tomar parte en los debates políticos y en las denuncias contra la monarquía (tomó parte en las protestas por el desastre de Annual). De una manera espontánea se aproximó a los comunistas que eran todos hombres y los “más feos” para los periódicos. Y aunque sus orígenes eran muy diferentes a los suyos, se enamoró del más intransigente de todos, Juan Andrade con el que acabó confundiendo su destino hasta el final de sus días.

Cuando decidieron casarse (1929) por lo civil superando toda clase de obstáculos, se encontró con que aquel comunista alto de intensos y tristes ojos azules no creía que una cierta felicidad fuera posible a través de la pareja, de manera que a un comentario de ella al respecto,  él reaccionó con visible amargura:: “Yo no sé lo que es un hogar, ni siquiera lo que es una casa. No he tenido nunca más que una cama estrecha y corta donde dormir encogido o el camastro de la cárcel. Jamás he tenido una mesa donde pudiera colocar mis papeles para escribir, ni una estantería donde poner mis libros. Locales de partido o encierros carcelarios”. Sin embargo, ella se lo prometió, y coincidieron en todo, en el aprecio al pequeño hogar siempre con gatos -algunos en verdad legendarios como el Morito de Luchana que evoca en sus memorias-, en la afinidad política, en el entusiasmo por la actividad editorial y cultural. Aunque no siempre figure, su nombre va intrínsicamente unido al de Juan en todas las tareas políticas y culturales -muchas veces hacían los artículos o las traducciones juntos-, y  fue la responsable exclusiva de numerosas ediciones, en particular de las obras de August Bebel, Clara Zetkin, David Riazanov, Alejandra Kollontaï, Rosa Luxemburgo, Larisa Reisner. A este desconocimiento contribuyó su propio natural, muy poco dado a “figurar”, y su total afinidad con los planteamientos de Juan.

El mismo año de su unión, Mª Teresa realizó un largo viaje por París y Berlín, en nombre de la Izquierda Comunista donde tuvo la posibilidad de conocer a algunos de los intelectuales de izquierda más prestigiosos de la época y a los dirigentes de la Oposición Comunista de Izquierda. El secretariado internacional de esta organización residía en Berlín y allí conoció a León Sedov, hijo de Trotsky, que le causó una fuerte impresión, y por el que tomó parte en una tentativa de darle asilo en España antes de su trágico asesinato,  pero todo se detuvo por la firme oposición de Kurt Landau. Su experiencia berlinesa le reafirmó en su rechazo del estalinismo, y regresó deprimida por la desastrosa política del PC alemán, del que pudo comprobar su extraordinaria implantación, pero también su incapacidad de ofrecer una alternativa política, y asistió a asambleas multitudinarias donde sus líderes trataban de convencer a las masas de que la socialdemocracia era el enemigo principal, y que la victoria de Hitler sería el camino más corto para el triunfo propio.
Nadie parece haberse percatado de que era la única mujer que aparece en la famosa foto de la III Conferencia de la ICE celebrada en su barrio de Madrid. Lo siguió siendo en un escenario que describirá John Gunther que acaba de visitar a Trotsky en Prinkipo y que tuvo que acceder al lugar de una reunión después de “subir las largas escaleras de un edificio de departamentos de aspecto confortable, la puerta se abre cautelosamente y entramos en una habitación, pequeña y luminosa. Sobre la mesa veo un par de libros de Dreiser y de otros escritores norteamericanos en traducción española”.  La siguiente reunión se “realiza en el pasillo del segundo piso de un destartalado edificio en el centro de la ciudad”, o sea en casa de Juan y Mª Teresa.

Gunther prosigue: “El cielo raso es bajo, entre la gente hay una silenciosa impaciencia (...). Un amigo que me acompaña me traduce los discursos. Los camaradas, en su mayor parte trabajadores con gorras y bufandas, y unos pocos escritores e intelectuales, jóvenes altos de tez oscura, conversan acaloradamente reunidos en pequeños grupos; se separan luego en la calle. Caminamos hacia un café mirando de soslayo sobre nuestros hombros. Nos sentamos con las piernas encogidas en una mesa pequeña y sucia después que el dueño atisba a través de la puerta para dejarnos entrar. Hablamos. De Trotsky. De la revolución. Nuevamente de Trotsky. Todo parece muy inútil y bastante irreal. Sin embargo, no habían pasado muchos años desde que Lenin y Plejanov, Zinóviev, Rádek y Bujarin revoloteaban en grupos, cerrados y tensos, por mesas de café iguales a éste, hablando, hablando, hablando; y, probablemente, a la policía del zar le resultaba demasiado divertido”. Estas líneas quizás alumbren sobre el “porqué” Stalin le dio tanta importancia al POUM.

Su implicación en la defensa de la Alianza Obrera, de la insurrección proletaria de Asturias,  llevaron a que Mª Teresa fuera señalada como una “roja peligrosa” por los representantes de la extrema derecha en el medio de las agencias de prensa en el que trabajaba, y en este tiempo conoció múltiples agresiones verbales y amenazas. Cuando estalló la sublevación militar, Mª Teresa se movilizó junto con los trabajadores que detuvieron el fascismo en la capital del Estado, y vivió intensamente aquella efervescencia, bastante irresponsable a su parecer porque los mismos milicianos que hacían guardia regresaban de noche a sus casas. Según contaba, el POUM estuvo entre las organizaciones obreras que trató de darle un sentido “militar revolucionario” en aquellos momentos con la ayuda inapreciable de Hypolito Etchébehere.

Ya en Barcelona siguiendo a Andrade, Mª Teresa pasó a ser una de las principales líderes y una de las más preparada s teóricamente del Secretariado femenino del POUM, amén de la única proveniente de la Izquierda Comunista. Este secretariado formalmente constituido a partir de una idea de Pilar Santiago en septiembre de 1936, se convirtió en una avanzada del trabajo femenino del POUM, por lo tanto defendió la idea de que la revolución socialista era la mejor forma de liberación de la mujer, liberación que entendían según los cánones aprendidos de Zetkin, Kollontaï, etc. Mª Teresa estaba convencida de que la mujer tenía que ser independiente del hombre, y que para ello era necesario criticar los hábitos conservadores de estos, incluyendo a los más revolucionarios. En este punto distinguía entre la equiparación que distinguía su relación con Juan a la de otras parejas del POUM. También dirigió la revista Emancipación en Barcelona; y colaboró asiduamente en La Batalla. Su ideario quedará perfectamente plasmado en el folleto La mujer ante la revolución que, aunque redactado finalmente por Katia Landau, fue el producto de arduas discusiones en el Secretariado.

Según cuenta Solano, para ella y sus compañeras fue una suerte que Andreu Nin fuera Consejero de Justicia de la Generalitat de Cataluña durante el breve período de ascenso revolucionario de 1936, gestión por cierto sobre la que Mª Teresa siempre expresó su posición crítica. Como es sabido, Nin pudo dictar decretos estableciendo, por primera vez en España, la plenitud de los derechos cívicos y políticos para los jóvenes de ambos sexos a partir de los 18 años así como diferentes medidas destinadas a acelerar la emancipación de la mujer, entre ellas la legalización del aborto, todo en una línea de actuación plenamente coincidente con el Secretariado Femenino del POUM, y en un contexto que describe muy bien Mary Low.

Mª Teresa vivió el tema de los debates y los conflictos con Trotsky seguramente con un mayor desgarro que la mayoría de sus protagonistas. Había sentido por Trotsky una identificación y una afectividad comparable a la que sintió por Andreu Nin, y que hizo extensible a León Sedov y a Natalia. Esto saltaba a la vista cuando se engrescaba en una de aquellas discusiones sobre porqué se perdió la revolución y la guerra. En más de una ocasión le sentí contar el extremo sentimiento de angustia que le embargó cuando, a finales de agosto de 1940, en medio de tantos desastres humanos se encuentra sola, sin saber qué le ha podido suceder a Juan, en un ambiente de hostilidad en el que teme que los comunistas la identifiquen, con las tropas nazis que puede llegar en cualquier momento, encuentra un periódico atrasado en cuya portada hay una noticia que sobresale: Trotsky acababa de ser asesinado en México, y las ideas que había defendido le llegaron a parecer más imposibles que nunca.

El 16 de junio de 1937, cuando se inició la ofensiva estalinista contra el POUM con las detenciones de Nin. Gorkin, Andrade y demás compañeros, Mª Teresa, después  de permanecer detenida unos días, se movilizó para salvarlos codo con codo con el segundo Comité Ejecutivo del POUM. En cuanto pudo, se trasladó a Valencia, visitó a todos los altos cargos a los que tuvo acceso, y le "cantó las cuarenta", como ella sabía hacerlo, a los ministros y altos cargos socialistas a los que tanto había tratado. Especialmente sonado fue su encuentro con Julio Álvarez del Vayo que apenas unos años atrás se había mostrado entusiasmado con el trotskismo, y con la amistad de Juan y Mª Teresa, a los que colmaba de elogios y les hizo algún que otro distinguido regalo. Ella los acusaba de carecer del valor suficiente para admitir delante suya las calumnias sobre el POUM que habían aceptado aunque fuera por la vía pasiva, y los acusaba de capitular ante el estalinismo y de que se hacían cómplices de la represión.

Siguió luchando -a veces sola- en la clandestinidad hasta abril de 1938, mes en que fue detenida con un grupo de una veintena de militantes, entre los que figuraban los miembros del segundo Comité Ejecutivo del POUM. Estuvo recluida en la cárcel de mujeres de Barcelona hasta la caída de la capital catalana (Andrade y los demás dirigentes del POUM estaban en la prisión del estado de Las Corts, antiguo convento de Deu i Mata), y sus recuerdos de estas experiencias demuestran su gran talla humana. Al salir de la cárcel, no pudo enlazar con la organización de su partido, pero fue escondida en un piso del barrio de Gracia por Luisa Carbonell, amiga y colaboradora suya en el Secretariado Femenino del POUM, hasta que, después de toda clase de vicisitudes con las “banderas victoriosas” desplegadas en Barcelona,  pudo cruzar la frontera y reunirse con Juan Andrade en París. Pasó la guerra mundial en “residencia forzosa” y vigilada, y conoció toda clase de penalidades hasta que, con la ayuda de las telas facilitadas por amigos franceses del partido de Marceau Pivert, consiguió crear un “pequeño negocio” creando muñecas muy imaginativas que una amiga suya vendería en los Estados Unidos, lo que les permitió remontar una situación de extrema penuria.

Finalmente se  instaló con Juan en París en aquella planta baja por la que desfilamos tantos jóvenes. En mi primera visita recuerdo que me hablaron con indignación de que Fernando Arrabal había pasado por allí en muchas ocasiones cuando se encontraba en ruptura con el PCE, y ahora que se había hecho “maoísta” había dejado de hacerlo. Al igual que Juan, ella siguió militando en el POUM, era una de las presencias habituales en los debates, aunque en sus relaciones parecía no aceptar el justo medio, los habían como “Quique” con los que se sentía intensamente vinculados, o les separaba una maraña de disputas en las que ella misma aceptaba que lo suyo no era la diplomacia. Con los jóvenes era diferente porque aunque teníamos petulancia, no éramos tan diferentes a ellos a nuestra edad, es más, sabía que ellos habían sido mucho más drásticos. Recuerdo ocasiones en que, en su intransigencia, desesperaban con mis argumentaciones de “posibilismo” revolucionario, y hasta parecían mucho más trotskistas que Trotsky.

En los últimos años de su vida, Mª Teresa, aparte de cultivar ampliamente las relaciones con las nuevas generaciones más afines, dedicó su mayor atención a la  publicación de los escritos de Andrade, y sin ella no habrían publicados ni sus Recuerdos ni sus Notas. Solano cuenta que quería que redactara un ensayo biográfico sobre Juan y a tal punto le escribió: "No hay que hacer culto a la personalidad como los estalinistas. Andrade tenía, como todos, cualidades y defectos. No hay que transformarlo en héroe positivo". Con esto se refería a la existencia de contradicciones y flaquezas sobre las que ofrece cumplida cuenta en algunas de sus páginas. Obviamente, no se refería a ningún deshonor. Con su sordera, una vez entendió que había titulado un artículo mío sobre Juan, “Historia de una fidelidad”, y hasta que no se aclaró el malentendido pasé un mal rato. Murió sin haber podido terminar y pulir sus recuerdos que quedaron como un primer borrador, de unos recuerdos de una mujer excepcional.
 

Edición digital de la Fundación Andreu Nin,  2005



Katia Landau. Los verdugos de la Revolución española (1937-1938). Estalinismo en España (1938) y documentos complementarios.


Kurt Landau La Revolución Española de 1936 y la Revolución Alemana de 1918-1919


NECROLÓGICAS
María Teresa Andrade, ex militante del POUM

Maria Teresa García Banus


María Teresa García Banus



Fallece la activista y cantautora catalana Teresa Rebull
15 ABR 2015



La voz de Teresa Rebull se apagó para la Nova Cançió a los 95 años


TERESA REBULL - Paisatge de l'Ebre - (VISCA l'AMOR - Festa homenatge a TERESA REBULL) - 23




Teresa Rebull i Lluís Llach - " Jo sé que un dia "


Hommage à Teresa Rebull

TERESA REBULL - Perquè has vingut - (VISCA l'AMOR - Festa homenatge a TERESA REBULL) - 3



Joan Manuel Serrat , VISCA L´AMOR ( VIVA EL AMOR ), 1981








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