Primera
República Española
Memoria
sobre el levantamiento en España en el verano de 1873
Advertencia
preliminar al artículo "Los bakuninistas en acción"
Para facilitar la comprensión de la siguiente Memoria, consignaremos aquí
unos cuantos datos cronológicos.
El 9 de febrero de 1873, el rey Amadeo, harto ya de la corona de España,
abdicó. Fue el primer rey huelguista. El 12 fue proclamada la República.
Inmediatamente, estalló en las Provincias Vascongadas un nuevo levantamiento
carlista.
El 10 de abril fue elegida una Asamblea Constituyente, que se reunió a
comienzos de junio, y el 8 de este mes fue proclamada la República federal. El
11 se constituyó un nuevo ministerio bajo la presidencia de Pi y Margall. Al
mismo tiempo, se eligió una comisión encargada de redactar el proyecto de la nueva
Constitución, pero fueron excluidos de ella los republicanos extremistas, los
llamados intransigentes. Cuando, el 3 de julio, se proclamó la nueva
Constitución, ésta no iba tan lejos como los intransigentes pretendían en
cuanto a la desmembración de España en «cantones independientes». Así, pues,
los intransigentes organizaron al punto alzamientos en provincias. Del 5 al 11
de julio, los intransigentes triunfaron en Sevilla, Córdoba, Granada, Málaga,
Cádiz, Alcoy, Murcia, Cartagena, Valencia, etc., e instauraron en cada una de
estas ciudades un gobierno cantonal independiente. El 18 de julio dimitió Pi y
Margall y fue sustituido por Salmerón, quien inmediatamente lanzó a las tropas
contra los insurrectos. Éstos fueron vencidos a los pocos días, tras ligera
resistencia; ya el 26 de julio, con la caída de Cádiz, quedó restaurado el
poder del Gobierno en toda Andalucía y, casi al mismo tiempo, fueron sometidas
Murcia y Valencia; únicamente Valencia luchó con alguna energía.
Y sólo Cartagena resistió. Ese puerto militar, el mayor de España, que
había caído en poder de los insurrectos junto con la Marina de Guerra, estaba
defendido por tierra, además de por la muralla, por trece fortines destacados y
no era, por tanto, fácil de tomar. Y, como el Gobierno se guardaba muy mucho de
destruir su propia base naval, el «Cantón soberano de Cartagena» vivió hasta el
11 de enero de 1874, día en que por fin capituló, porque, en realidad, no tenía
en el mundo nada mejor que hacer.
De esta ignominiosa insurrección, lo único que nos interesa son las
hazañas todavía más ignominiosas de los anarquistas bakuninistas; únicas que
relatamos aquí con cierto detalle, para prevenir con este ejemplo al mundo
contemporáneo.
Escrito a comienzos de enero de 1894.
Publicado en el libro de Engels,
Internacionales aus dem "Volkstaat" (1871-1875),
Berlín, 1894.
* * *
Los
Bakuninistas en Acción
Memoria
sobre el levantamiento en España en el verano de 1873
I
El informe que acaba de publicar la Comisión de La
Haya sobre la Alianza secreta de Miguel Bakunin ha puesto de manifiesto ante el
mundo obrero los manejos ocultos, las granujadas y la huera fraseología con que
se pretendía poner el movimiento proletario al servicio de la presuntuosa
ambición y los designios egoístas de unos cuantos genios incomprendidos.
Entretanto, estos megalómanos nos han dado ocasión en España de conocer también
su actuación revolucionaria práctica. Veamos cómo llevan a los hechos sus frases
ultrarrevolucionarias sobre la anarquía y la autonomía, sobre la abolición de
toda autoridad, especialmente la del Estado, y sobre la emancipación inmediata
y completa de los obreros. Por fin podemos hacerlo ya, pues ahora, además de la
información de los periódicos sobre los acontecimientos de España, tenemos a la
vista el informe enviado al Congreso de Ginebra por la Nueva Federación
Madrileña de la Internacional.
Es sabido que, en España, al producirse la escisión
de la Internacional, sacaron ventaja los miembros de la Alianza secreta; la
gran mayoría de los obreros españoles se adhirió a ellos. Al proclamarse la
República, en febrero de 1873, los aliancistas españoles se vieron en un trance
muy difícil. España es un país muy atrasado industrialmente, y, por lo tanto,
no puede hablarse aún de una emancipación inmediata y completa de la clase
obrera. Antes de esto, España tiene que pasar por varias etapas previas de
desarrollo y quitar de en medio toda una serie de obstáculos.
La República brindaba la ocasión para
acortar en lo posible esas etapas y para barrer rápidamente estos obstáculos.
Pero esta ocasión sólo podía aprovecharse mediante la intervención política
activa de la clase obrera española.
La masa obrera lo sentía así; en todas partes presionaba
para que se interviniese en los acontecimientos, para que se aprovechase la
ocasión de actuar, en vez de dejar a las clases poseedoras el campo libre para
la acción y para las intrigas, como se había hecho hasta entonces.
El Gobierno convocó elecciones a Cortes
Constituyentes. ¿Qué posición debía adoptar la Internacional? Los jefes
bakuninistas estaban sumidos en la mayor perplejidad. La prolongación de la
inactividad política hacíase cada día más ridícula y más insostenible; los
obreros querían «hechos». Y, por otra parte, los aliancistas llevaban años
predicando que no se debía intervenir en ninguna revolución que no fuese
encaminada a la emancipación inmediata y completa de la clase obrera; que el emprender cualquier acción política implicaba el reconocimiento
del Estado, el gran principio del mal; y que, por lo tanto, y muy
especialmente, la participación en cualquier clase de elecciones era un crimen
que merecía la muerte. El citado informe de Madrid nos dice cómo
salieron del aprieto:
Los mismos que desconociendo los acuerdos tomados en
el Congreso general de La Haya sobre la acción política de la clase
trabajadora, y rasgando los Estatutos de la Internacional, introdujeron la división, la lucha y el
desorden en el seno de la federación española; los mismos que no vacilaron en
presentarnos a los ojos de los trabajadores como unos políticos ambiciosos,
que, con el pretexto de colocar en el Poder a la clase obrera, pugnaban por adueñarse
del Poder en beneficio propio; esos mismos hombres que se dan el título de
revolucionarios, autónomos, anárquicos, etc., se han
lanzado en esta ocasión a hacer política; pero la peor de las políticas, la
política burguesa; no han trabajado para dar el Poder político a la
clase proletaria, idea que ellos miran con horror, sino para ayudar a que
conquistase el Gobierno una fracción de la burguesía, fracción compuesta de
aventureros, postulantes y ambiciosos, que se denominan republicanos
intransigentes.
Ya en vísperas de las elecciones generales para las
Constituyentes, los obreros de Barcelona, Alcoy y otros puntos quisieron saber
qué política debían seguir los internacionalistas, tanto en las luchas
parlamentarias como en las otras. Celebráronse con este objeto dos grandes
asambleas, una en Barcelona y otra en Alcoy, y los separatistas (los
aliancistas) se opusieron con todas sus fuerzas a que se determinara cuál había
de ser la actitud política de la Internacional (¡de la suya, nótese bien!),
resolviéndose que la Internacional, como Asociación, no debe ejercer acción
política alguna; pero que los internacionales, como individuos, podían obrar en
el sentido que quisieran y afiliarse en el partido que mejor les pareciese,
siempre en uso de la famosa autonomía. Y ¿qué resultó de la aplicación de una
teoría tan bizarra? Que la mayoría de los internacionales, incluso los
anárquicos, tomaron parte en las elecciones, sin programa, sin bandera, sin
candidatos, contribuyendo a que viniese a las Constituyentes una casi
totalidad de burgueses, con excepción de dos o tres obreros, que nada
representan, que no han levantado ni una sola vez su voz en defensa de los
intereses de nuestra clase y que votan tranquilamente cuantos proyectos les
presentan los reaccionarios de la mayoría.
A eso conduce el «abstencionismo político» bakuninista.
En tiempos pacíficos, en que el proletariado sabe de antemano que a lo sumo
conseguirá llevar al Parlamento unos cuantos diputados y que la obtención de
una mayoría parlamentaria le está por completo vedada, se conseguirá acaso
convencer a los obreros en algún sitio que otro de que es toda una actuación
revolucionaria quedarse en casa cuando haya elecciones y, en vez de atacar
al Estado concreto, en el que vivimos y que nos oprime, atacar al Estado en
abstracto, que no existe en ninguna parte y, por lo tanto, no puede defenderse.
Es ése un procedimiento magnífico de hacerse el
revolucionario, característico de gentes a quienes se les cae fácilmente el
alma a los pies; y hasta qué punto los jefes de los aliancistas españoles se
cuentan entre esta casta de gentes lo demuestra con todo detalle el escrito
sobre la Alianza que citábamos al principio.
Pero, tan pronto como los mismos acontecimientos
empujan al proletariado y lo colocan en primer plano, el abstencionismo se
convierte en una majadería palpable y la intervención activa de la clase obrera
en una necesidad inexcusable. Y éste fue el caso en España.
La abdicación de Amadeo había desplazado del Poder y
de la posibilidad inmediata de recobrarlo a los monárquicos radicales; los
alfonsinos estaban, por el momento, más imposibilitados aún; los carlistas
preferían, como casi siempre, la guerra civil a la lucha electoral. Todos
estos partidos se abstuvieron a la manera española; en las elecciones sólo
tomaron parte los republicanos federales, divididos en dos bandos, y la masa
obrera. Dada la enorme fascinación que el nombre de la Internacional ejercía
aún por aquel entonces sobre los obreros de España y dada la excelente
organización que, al menos para los fines prácticos, conservaba aún su Sección
española, era seguro que en los distritos fabriles de Cataluña, en Valencia, en
las ciudades de Andalucía, etc., habrían triunfado brillantemente todos los
candidatos presentados y mantenidos por la Internacional, llevando a las Cortes
una minoría lo bastante fuerte para decidir en las votaciones entre los dos
bandos republicanos.
Los obreros sentían eso; sentían que había llegado
la hora de poner en juego su potente organización, pues por aquel entonces
todavía lo era. Pero los señores jefes de la escuela bakuninista habían
predicado, durante tanto tiempo, el evangelio del abstencionismo
incondicional, que no podían dar marcha atrás repentinamente; y así
inventaron aquella lamentable salida, consistente en hacer que la Internacional
se abstuviese como colectividad, pero dejando a sus miembros en libertad para
votar individualmente como se les antojase.
La consecuencia de esa declaración en quiebra
política fue que los obreros, como ocurre siempre en tales casos, votaron a la
gente que se las daba de más radical, a los intransigentes, y que, sintiéndose
con esto más o menos responsables de los pasos dados posteriormente por sus
elegidos, acabaran por verse envueltos en su actuación.
II
Los aliancistas no podían persistir en la ridícula
situación en que se habían colocado con su astuta política electoral, a menos
de querer dar al traste con su jefatura sobre la Internacional en España.
Tenían que aparentar, por lo menos, que hacían algo. Y su tabla de salvación
fue la huelga general.
En el
programa bakuninista, la huelga general es la palanca de que hay que valerse
para desencadenar la revolución social. Una buena mañana, los obreros de todos
los gremios de un país y hasta del mundo entero dejan el trabajo y, en cuatro
semanas a lo sumo, obligan a las clases poseedoras a darse por vencidas o a
lanzarse contra los obreros, con lo cual dan a éstos el derecho a defenderse y
a derribar, aprovechando la ocasión, toda la vieja organización social. La idea
dista mucho de ser nueva; primero los socialistas franceses y luego los belgas
se han hartado, desde 1848, de montar este palafrén, que es, sin embargo, por
su origen, un caballo de raza inglesa.
Durante el rápido e intenso auge del cartismo entre
los obreros británicos, que siguió a la crisis de 1837, se predicó, ya en 1839,
el «mes santo», el paro en escala nacional (v. Engels, La situación de la clase
obrera en Inglaterra, segunda edición, pág. 234); y la idea tuvo tanta
resonancia, que los obreros fabriles del Norte de Inglaterra intentaron ponerla
en práctica en julio de 1842. También en el Congreso de los aliancistas
celebrado en Ginebra el 1º de septiembre de 1873 desempeñó gran papel la huelga
general, si bien se reconoció por todo el mundo que para esto hacía falta
una organización perfecta de la clase obrera y una caja bien repleta.
Y aquí precisamente la dificultad del asunto. De una
parte, los gobiernos, sobre todo si se les deja envalentonarse con el
abstencionismo político, jamás permitirán que la organización ni las cajas de
los obreros lleguen tan lejos; y, por otra parte, los acontecimientos políticos
y los abusos de las clases gobernantes facilitarán la emancipación de los
obreros mucho antes de que el proletariado llegue a reunir esa organización
ideal y ese gigantesco fondo de reserva. Pero, si dispusiese de ambas cosas, no
necesitaría dar el rodeo de la huelga general para llegar a la meta.
Para nadie que conozca un poco el engranaje oculto
de la Alianza puede ser dudoso que la propuesta de aplicar este bien
experimentado procedimiento partió del centro suizo. El caso es que los
dirigentes españoles encontraron de este modo una salida para hacer algo sin
volverse de una vez «políticos»; y se lanzaron encantados a ella. Por todas
partes se predicaron los efectos milagrosos de la huelga general y en seguida
se preparó todo para comenzarla en Barcelona y en Alcoy.
Entretanto, la situación política iba acercándose
cada vez más a una crisis. Los viejos tragahombres del republicanismo federal,
Castelar y comparsa, se echaron a temblar ante el movimiento, que les rebasaba;
no tuvieron más remedio que ceder el poder a Pi y Margall, que intentaba una
transacción con los intransigentes. Pi era, de todos los republicanos
oficiales, el único socialista, el único que comprendía la necesidad de que
la República se apoyara en los obreros. Así presentó en seguida un programa
de medidas sociales de inmediata ejecución, que no sólo eran directamente
ventajosas para los obreros, sino que, además, por sus efectos, tenían
necesariamente que empujar a mayores avances y, de este modo, por lo menos
poner en marcha la revolución social.
Pero
los internacionales bakuninistas, que tienen la obligación de rechazar hasta
las medidas más revolucionarias, cuando éstas arrancan del «Estado», preferían
apoyar a los intransigentes más extravagantes antes que a un ministro. Las
negociaciones de Pi con los intransigentes se dilataban; los intransigentes
empezaron a perder la paciencia; los más fogosos de ellos comenzaron en Andalucía
el levantamiento cantonal. Había llegado la hora de que los jefes de la Alianza
actuasen también, si no querían seguir marchando a remolque de los
intransigentes burgueses. En vista de esto, ordenaron la huelga general.
En Barcelona se pegó, entre otros, este cartel:
¡Obreros! Declaramos la huelga general para
demostrar la profunda repugnancia que nos causa ver cómo el Gobierno echa a la
calle el ejército para luchar contra nuestros hermanos trabajadores, mientras
apenas se preocupa de la guerra contra los carlistas, etc.
Es decir, que se invitaba a los obreros de Barcelona
-el centro fabril más importante de España, que tiene en su haber histórico más
combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo- a enfrentarse con el
Poder público armado, pero no con las armas que ellos tenían también en sus
manos, sino con un paro general, con una medida que sólo afecta directamente
a los burgueses individuales, pero que no va contra su representación
colectiva, contra el Poder del Estado.
Los obreros barceloneses habían podido, en la
inactividad de los tiempos de paz, prestar oído a las frases violentas de
hombres tan mansos como Alerini, Farga Pellicer y Viñas; pero cuando llegó la
hora de actuar, cuando Alerini, Farga Pellicer y Viñas lanzaron, primero, su
famoso programa electoral, luego se dedicaron constantemente a calmar los
ánimos, y por fin, en vez de llamar a las armas, declararon la huelga general,
acabaron por provocar el desprecio de los obreros. El más débil de los
intransigentes revelaba, con todo, más energía que el más enérgico de los
aliancistas.
La Alianza y la Internacional mangoneada por ella
perdieron toda su influencia y, cuando estos caballeros proclamaron la huelga
general, bajo el pretexto de paralizar con ello la acción del Gobierno, los
obreros se echaron sencillamente a reír. Pero la actividad de la falsa
Internacional había conseguido, por lo menos, que Barcelona se mantuviese al
margen del alzamiento cantonal. Dentro de él, la representación de la clase
obrera era, en todas partes, un elemento muy fuerte; y Barcelona era la única
ciudad cuya incorporación podía respaldar de un modo firme a este elemento
obrero y darle la perspectiva de hacerse dueño, en fin de cuentas, de todo el
movimiento.
Además, la incorporación de Barcelona puede decirse
que habría decidido el triunfo. Pero Barcelona no movió un dedo; los obreros
barceloneses, que sabían a qué atenerse respecto a los intransigentes y habían
sido engañados por los aliancistas, se cruzaron de brazos y dieron con ello el triunfo
final al Gobierno de Madrid. Todo lo cual no impidió a los aliancistas Alerini
y Brousse (acerca de cuyas personas da más detalles el informe sobre la
Alianza) declarar en su periódico Solidarité révolutionnaire:
El movimiento revolucionario se extiende como un
reguero de pólvora por toda la península1/4 En Barcelona todavía no ha posado
nada, ¡pero en la plaza pública lo revolución es permanente!
Pero
era la revolución de los aliancistas, que consiste en mantener torneos
oratorios y, precisamente por esto, es «permanente», sin moverse del sitio.
La huelga se había puesto a la orden del día al
mismo tiempo en Alcoy. Alcoy es un centro fabril de reciente creación, que
cuenta actualmente unos 30.000 habitantes, y en el que la Internacional, en
forma bakuninista, sólo logró penetrar hace un año, desarrollándose luego con
gran rapidez.
El socialismo, bajo cualquier forma, era bien
recibido por estos obreros, que hasta entonces habían permanecido completamente
al margen del movimiento, como ocurre en algunos lugares rezagados de Alemania,
donde repentinamente la Asociación General Obrera Alemana adquiere de momento
gran número de adeptos. Alcoy fue elegido, por tanto, para sede de la Comisión
federal bakuninista española; y esta Comisión federal es, precisamente, la que
vamos a ver aquí actuar.
El 7 de julio, una asamblea obrera toma el acuerdo
de huelga general; y al día siguiente envía una comisión a entrevistarse con el
alcalde, requiriéndola para que reúna en el término de veinticuatro horas a los
patronos y les presente las reivindicaciones de los obreros.
El alcalde, Albors, un republicano burgués,
entretiene a los obreros, pide tropas a Alicante y aconseja a los patronos que
no cedan, sino que se parapeten en sus casas. En cuanto a él, estará en su puesto.
Después de celebrar una entrevista con los patronos -estamos siguiendo el
informe oficial de la Comisión federal aliancista, que lleva la fecha de 14 de
julio de 1873-, el alcalde, que en un principio había prometido a los obreros
mantenerse neutral, lanza una proclama en la que «injuria y calumnia a los
obreros y toma partido por los patronos, anulando así el derecho y la libertad
de los huelguistas y retándolos a luchar». Cómo los piadosos deseos de un
alcalde podían anular el derecho a la libertad de los huelguistas, es cosa que
no se aclara en el informe. El caso es que los obreros, dirigidos por la
Alianza, hicieron saber a] Concejo, por medio de una comisión que, si no estaba
dispuesto a mantener en la huelga la neutralidad prometida, lo mejor que podía
hacer era dimitir para evitar un conflicto. La comisión no fue recibida y,
cuando salía del Ayuntamiento, la fuerza pública disparó contra el pueblo,
congregado en la plaza en actitud pacífica y sin armas.
Así comenzó la lucha, según el informe aliancista.
El pueblo se armó, y comenzó la batalla que había de durar «veinte horas». De
una parte, los obreros, que Solidarité révolutionnaire cifra en 5.000; de otra
parte, 32 guardias civiles concentrados en el Ayuntamiento y algunas gentes
armadas parapetadas en cuatro o cinco casas junto al mercado, casas a las que
el pueblo pegó fuego a la buena manera prusiana. Por fin, a los guardias se les
agotaron las municiones y tuvieron que capitular.
No habría habido que lamentar tantas desgracias
-dice el informe de la Comisión aliancista- si el alcalde Albors no hubiera
engañado al pueblo simulando rendirse y haciendo luego asesinar alevosamente a
los que entraron en el Ayuntamiento fiándose de su palabra; y el mismo alcalde
no habría perecido, como pereció a manos de la población, legítimamente
indignada, si no hubiese disparado su revólver a quemarropa contra los que iban
a detenerle.
¿Cuántas bajas causó esta batalla?
Si bien no es posible calcular con exactitud el
número de muertos y heridos (de parte del pueblo), si podemos decir que no
habrán bajado seguramente de diez. De parte de los provocadores, no bajan de
quince los muertos y los heridos.
Ésa fue la primera batalla callejera de la Alianza.
Al frente de 5.000 hombres, se batió durante veinte horas contra 32 guardias y
algunos burgueses armados; los venció, después que ellos hubieron agotado las
municiones, y perdió, en total, diez hombres. Se conoce que la Alianza inculca
a sus iniciados aquella sabia sentencia de Falstaff de que «el mayor mérito de
la valentía es la prudencia».
Huelga decir que todas las noticias terroríficas de
los periódicos burgueses, que hablan de fábricas incendiadas sin objeto alguno,
de guardias fusilados en masa, de personas rociadas con petróleo y luego
quemadas, son puras invenciones. Los obreros vencedores, aunque estén dirigidos
por aliancistas, cuyo lema es: «No hay que reparar en nada», son siempre
demasiado generosos con el enemigo vencido para obrar así, y éste les imputa
todas las atrocidades que él no deja de cometer nunca cuando vence.
Eran, pues, vencedores.
«En Alcoy -dice, lleno de júbilo, Solidarité
révolutionnaire-, nuestros amigos, en número de 5.000, son dueños de la
situación».
Veamos qué hicieron de su «situación “los tales
«dueños».
Al llegar aquí, el informe de la Alianza y el
periódico aliancista nos dejan en la estacada; tenemos que contentarnos con la
información general de la prensa. Por ésta nos enteramos de que en Alcoy se
constituyó inmediatamente un «Comité de Salud Pública», es decir, un gobierno
revolucionario.
Es cierto que en el Congreso celebrado por ellos en
Saint Imier (Suiza) el 15 de septiembre de 1872, los aliancistas habían
acordado que «toda organización de un Poder político, del Poder llamado
provisional o revolucionario, no puede ser más que un nuevo engaño y resultaría
tan peligrosa para el proletariado como todos los gobiernos que existen
actualmente». Además, los miembros de la Comisión federal de España, residente
en Alcoy, habían hecho lo indecible para conseguir que el Congreso de la Sección
española de la Internacional hiciese suyo este acuerdo. Pero, a pesar de todo
esto, nos encontramos que Severino Albarracín, miembro de aquella Comisión, y,
según ciertos informes, también Francisco Tomás, su secretario, forman parte de
ese gobierno provisional y revolucionario que era el Comité de Salud Pública de
Alcoy.
¿Y qué hizo este Comité de Salud Pública? ¿Cuáles
fueron sus medidas para lograr la «emancipación inmediata y completa de los
obreros?» Prohibir que ningún hombre saliese de la villa, autorizando en cambio
para hacerlo a las mujeres, siempre y cuando que1/4 ¡tuviesen pase! ¡Los
enemigos de la autoridad restableciendo el régimen de pases! Por lo demás,
la más completa confusión, la más completa inactividad, la más completa
ineptitud.
Entretanto, el general Velarde avanzaba con sus
tropas desde Alicante. El Gobierno tenía sus razones para ir apaciguando
silenciosamente las insurrecciones locales de las provincias. Y los «dueños de
la situación» de Alcoy tenían también las suyas para zafarse de un estado de
cosas con el que no sabían qué hacer. Por eso, el diputado Cervera, que actuaba
de mediador, encontró el camino llano. El Comité de Salud Pública resignó
sus poderes, las tropas entraron en la villa el 12 de julio sin encontrar la
menor resistencia y la única promesa que se hizo a cambio al Comité de Salud
Pública fue1/4 dar una amnistía general. Los aliancistas «dueños de la
situación» habían salido realmente del aprieto una vez más. Y con esto
terminó la aventura de Alcoy.
En Sanlúcar de Barrameda, junto a Cádiz, «el alcalde
-relata el informe aliancista- clausura el local de la Internacional y, con sus
amenazas y sus incesantes atentados contra los derechos personales de los
ciudadanos, provoca la cólera de los obreros. Una comisión reclama del ministro
el respeto del derecho y la reapertura del local, arbitrariamente clausurado.
El señor Pi accede a ello en principio1/4 pero denegándolo en la práctica; los
obreros ven que el Gobierno trata de colocar a su Asociación sistemáticamente fuera
de la ley; destituyen a las autoridades locales y ponen en su lugar a otras,
que ordenan la reapertura del local de la Asociación».
«¡En Sanlúcar1/4 el pueblo es dueño de la
situación!», exclama triunfalmente Solidarité révolutionnaire. Los aliancistas,
que también aquí, en contra de sus principios anarquistas, instituyeron un
gobierno revolucionario, no supieron por dónde empezar a servirse del Poder.
Perdieron el tiempo en debates vacuos y acuerdos sobre el papel, y el 5 de
agosto, después de ocupar las ciudades de Sevilla y Cádiz, el general Pavía
destacó a unas cuantas compañías de la brigada de Soria para tomar Sanlúcar
y1/4 no encontró la menor resistencia.
Ésas son las hazañas heroicas llevadas a cabo por la
Alianza donde nadie le hacía la competencia.
III
Inmediatamente después de la batalla librada en las
calles de Alcoy, se levantaron los intransigentes en Andalucía. Pi y Margall
estaba todavía en el Poder y en continuas negociaciones con los jefes de este
grupo político, para formar con ellos un nuevo ministerio. ¿Por qué, pues,
echarse a la calle, sin esperar a que fracasaran las negociaciones? La razón de
estas prisas no ha llegado a ponerse totalmente en claro. Lo único que puede
asegurarse es que los señores intransigentes trataban ante todo de que se
llevase a la práctica cuanto antes la República federal para, de este modo,
poder escalar el Poder y los muchos cargos nuevos que habrían de crearse en los
distintos cantones.
En Madrid, las Cortes tardaban mucho en descuartizar
a España; había que tomar cartas en el asunto y proclamar en todas partes
cantones soberanos. La actitud que habían venido manteniendo hasta entonces los
internacionales (los envueltos bakuninistas), de lleno, desde las elecciones,
en los manejos de los intransigentes, permitía contar con su colaboración;
además, precisamente se habían apoderado de Alcoy por la violencia y estaban,
por lo tanto, en lucha abierta con el Gobierno. A esto se añadía el que los
bakuninistas habían venido predicando durante muchos años que toda acción
revolucionaria de arriba abajo era perniciosa y que todo debía organizarse y
llevarse a cabo de abajo arriba. Y he aquí que ahora se les deparaba la ocasión
de implantar de abajo arriba, al menos en unas cuantas ciudades, el famoso
principio de la autonomía. Ni que decir tiene que los obreros bakuninistas se
tragaron el anzuelo y sacaron las castañas del fuego a los intransigentes para
luego verse recompensados por sus aliados, como siempre, con puntapiés y balas
de fusil.
Veamos cuál fue la posición de los internacionales
bakuninistas en todo este movimiento. Ayudaron a imprimirle el sello de la
atomización federalista y realizaron su ideal de la anarquía en la medida de lo
posible. Los mismos bakuninistas que, pocos meses antes, en Córdoba, habían
anatematizado como una traición y una añagaza contra los obreros la
instauración de gobiernos revolucionarios formaban ahora parte de todos los
gobiernos municipales revolucionarios de Andalucía, pero siempre en minoría, de
modo que los intransigentes podían hacer cuanto les viniera en gana. Mientras
éstos monopolizaban la dirección política y militar del movimiento, a los
obreros se les despachaba con unos cuantos tópicos brillantes o con unos
acuerdos sobre supuestas reformas sociales del carácter más tosco y absurdo y
que, además, sólo existían sobre el papel. En cuanto los líderes bakuninistas
pedían alguna concesión real y positiva, se les rechazaba desdeñosamente. Lo
más importante que tenían siempre que declarar los intransigentes directores
del movimiento a los corresponsales de los periódicos ingleses, era que ellos
no tenían nada que ver con estos llamados internacionales y que declinaban toda
responsabilidad por sus actos, aclarando bien que tenían estrictamente
vigilados por la policía a sus jefes y a todos los emigrados de la Comuna de
París. Finalmente, en Sevilla, como veremos, los intransigentes, durante el
combate contra las tropas del Gobierno, dispararon también contra sus aliados
bakuninistas.
Así sucedió que, en el transcurso de pocos días,
toda Andalucía estuvo en manos de los intransigentes armados. Sevilla, Málaga,
Granada, Cádiz, etc., cayeron en su poder casi sin resistencia. Cada ciudad se
declaró cantón independiente y nombró una Junta revolucionaria de gobierno. Lo
mismo hicieron después Murcia, Cartagena y Valencia. En Salamanca se hizo
también un ensayo por el estilo, pero de carácter más pacífico. Así estuvieron
la mayoría de las grandes ciudades de España en poder de los insurrectos, con
excepción de la capital, Madrid -simple ciudad de lujo, que casi nunca
interviene decididamente-, y de Barcelona. Si Barcelona se hubiese lanzado, el
triunfo final habría sido casi seguro y, además, se habría asegurado un refuerzo
firme al elemento obrero que tomaba parte en el movimiento. Pero ya hemos visto
que en Barcelona los intransigentes no tenían apenas fuerza y que los
internacionales bakuninistas, que por aquel entonces eran aún muy fuertes allí,
tomaron la huelga general como pretexto para escurrir el bulto. Así, pues, esta
vez Barcelona no estuvo en su puesto.
No obstante, esta insurrección aunque iniciada de un
modo descabellado, tenía aún grandes perspectivas de éxito si se la hubiera
dirigido con un poco de inteligencia, siquiera hubiese sido al modo de los
pronunciamientos militares españoles, en que la guarnición de una plaza se
subleva, va sobre la plaza más cercana, arrastra consigo a su guarnición,
preparada de antemano, y, creciendo como un alud, avanza sobre la capital,
hasta que una batalla afortunada o el paso a su campo de las tropas enviadas
contra ella decide el triunfo.
Tal método era especialmente adecuado en esta
ocasión. Los insurrectos se hallaban organizados en todas partes desde hacía
mucho tiempo en batallones de voluntarios, cuya disciplina era, a decir verdad,
pésima, pero no peor, seguramente, que la de los restos del antiguo ejército
español, descompuesto en su mayor parte. La única fuerza de confianza de que
disponía el Gobierno era la Guardia Civil, y ésta se hallaba desperdigada por
todo el país. Ante todo había que impedir la concentración de los guardias
civiles y, para ello, no existía más recurso que tomar la ofensiva y
aventurarse a campo abierto; la cosa no era muy arriesgada, pues el Gobierno
sólo podía oponer a los voluntarios tropas tan indisciplinadas como ellos
mismos. Y, si se quería vencer, no había otro camino.
Pero, no. El federalismo de los intransigentes y
de su apéndice bakuninista consistía, precisamente, en dejar que cada ciudad
actuase por su cuenta y declaraba esencial, no su cooperación con las otras
ciudades, sino su separación de ellas, con lo cual cerraba el paso a toda
posibilidad de una ofensiva general. Lo que en la guerra de los campesinos
alemanes y en las insurrecciones alemanas de mayo de 1849 había sido un mal
inevitable -la atomización y el aislamiento de las fuerzas revolucionarias, que
permitió a unas y las mismas tropas del Gobierno ir aplastando un alzamiento
tras otro-, se proclamaba aquí como el principio de la suprema sabiduría
revolucionaria.
Bakunin pudo disfrutar de este desagravio. Ya en
septiembre de 1870 (en sus Lettres à un Français) había declarado que el único
medio para expulsar de Francia a los prusianos con una lucha revolucionaria
consistía en abolir toda dirección centralizada y dejar que cada ciudad, cada
aldea, cada municipio, dirigiese la guerra por su cuenta. Si al ejército
prusiano, con su dirección única, se oponía el desencadenamiento de las
pasiones revolucionarias, el triunfo era seguro. Frente a la inteligencia
colectiva del pueblo francés, abandonado por fin de nuevo a sus propios
destinos, la inteligencia individual de Moltke se esfumaría. Entonces, los
franceses no quisieron entenderlo así; pero en España se obsequió a Bakunin,
como hemos visto y aún hemos de ver, con un triunfo resonante.
Entretanto, la puñalada trapera de este
levantamiento, organizado sin pretexto alguno, imposibilitó a Pi y Margall para
seguir negociando con los intransigentes. Tuvo que dimitir; lo sustituyeron en
el Poder los republicanos puros del tipo de Castelar, burgueses sin disfrazar,
cuyo primer designio era dar al traste con el movimiento obrero, del que antes
se habían servido, pero que ahora les estorbaba.
A las órdenes del general Pavía se formó una división
para mandarla contra Andalucía, y otra a las órdenes de Martínez Campos para
enviarla contra Valencia y Cartagena. La flor de esas divisiones eran los
guardias civiles traídos de todas partes de España, todos ellos antiguos
soldados cuya disciplina se mantenía aún inconmovible. Como había ocurrido con
los gendarmes en la marcha del ejército versallés sobre París, la misión de
estos guardias civiles era reforzar las tropas de línea desmoralizadas e ir
siempre a la cabeza de las columnas de ataque, cometido que, en ambos aspectos,
cumplieron en la medida de sus fuerzas. Además de ellos, contenían las
divisiones algunos regimientos de línea refundidos, de modo que cada una de
ellas estaba compuesta por unos 3.000 hombres. Era todo lo que el Gobierno podía
movilizar contra los insurrectos.
El general Pavía se puso en marcha hacia el 20 de
julio. El 24 fue ocupada Córdoba por una columna de guardias civiles y tropas
de línea al mando de Ripoll. El 29, Pavía atacó las barricadas de Sevilla, la
cual cayó en sus manos el 30 o el 31 (los telegramas no permiten fijar con
seguridad las fechas). Dejó una columna móvil para someter los alrededores y
avanzó sobre Cádiz, cuyos defensores no se batieron más que en el acceso a la
ciudad, y aun aquí con pocos bríos; luego, el 4 de agosto, se dejaron desarmar
sin resistencia. En los días siguientes desarmó, también sin resistencia, a
Sanlúcar de Barrameda, San Roque, Tarifa, Algeciras y otra multitud de pequeñas
ciudades, cada una de las cuales se había erigido en cantón independiente. Al
mismo tiempo, envió columnas contra Málaga y Granada, que capitularon sin
resistencia el 3 y el 8 de agosto respectivamente; y así, el 10 de agosto, en
menos de 15 días y casi sin lucha, había quedado sometida toda Andalucía.
El 26 de julio inició Martínez Campos el ataque
contra Valencia. Aquí, la insurrección había partido de los obreros. Al
escindirse en España la Internacional, en Valencia obtuvieron la mayoría los
internacionales auténticos y el nuevo Consejo federal español fue trasladado a
esta ciudad. A poco de proclamarse la República cuando ya se vislumbraba la
inminencia de combates revolucionarios, los obreros bakuninistas de Valencia,
desconfiando de los líderes barceloneses, que disfrazaban su táctica de
apaciguamiento con frases ultrarrevolucionarias, prometieron a los auténticos
internacionales que harían causa común con ellos en todos los movimientos
locales. Al estallar el movimiento cantonal, inmediatamente ambas fracciones se
lanzaron a la calle, utilizando a los intransigentes, y desalojaron a las
tropas. No se ha sabido cuál era la composición de la Junta de Valencia; sin
embargo, de los informes de los corresponsales de la prensa inglesa se
desprende que en ella, al igual que entre los voluntarios valencianos, tenían
los obreros preponderancia decisiva.
Esos mismos corresponsales hablaban de los
insurrectos de Valencia con un respeto que distaban mucho de dispensar a los
otros rebeldes, en su mayoría intransigentes; ensalzaban su disciplina y el
orden reinante en la ciudad y pronosticaban una larga resistencia y una lucha
enconada. No se equivocaron. Valencia, ciudad abierta, se sostuvo contra los
ataques de la división de Martínez Campos desde el 26 de julio hasta el 8 de
agosto, es decir, más tiempo que toda Andalucía junta.
En la provincia de Murcia, las tropas ocuparon sin
resistencia la capital, del mismo nombre. Después de tomar Valencia, Martínez
Campos marchó sobre Cartagena, una de las fortalezas mejor defendidas de
España, protegida por tierra por una muralla y una serie de fortines destacados
en las alturas dominantes. Los 3.000 soldados del Gobierno, privados de
artillería de sitio, eran, naturalmente, impotentes, con sus cañones ligeros,
contra la artillería pesada de los fuertes y tuvieron que limitarse a poner cerco
a la ciudad por el lado de tierra; pero esto no significaba gran cosa, mientras
los cartageneros dominasen el mar con los barcos de guerra apresados por ellos
en el puerto. Los sublevados, que, mientras se luchaba en Valencia y Andalucía,
sólo se habían ocupado de ellos mismos, empezaron a pensar en el mundo exterior
después de estar reprimidas las demás sublevaciones, cuando empezaron a
escasearles a ellos el dinero y los víveres. Entonces, hicieron primero una
tentativa de marchar sobre Madrid, ¡que distaba de Cartagena, por lo menos, 60
millas alemanas, más del doble que, por ejemplo, Valencia o Granada!
La expedición tuvo un fin lamentable no lejos de
Cartagena; y el cerco cortó el paso a otro intento de salida por tierra. Se
lanzaron, pues, a hacer salidas con la flota. ¡Y qué salidas! No podía ni
hablarse de volver a sublevar, con los barcos de guerra cartageneros, los
puertos de mar que acababan de ser sometidos. Por tanto, la marina de guerra
del Cantón soberano de Cartagena se limitó a amenazar con que bombardearía a
las demás ciudades del litoral marítimo desde Valencia hasta Málaga -también
soberanas, según la teoría cartagenera-, y en caso necesario, a bombardearlas
real y efectivamente, si no traían a bordo de sus buques los víveres exigidos y
una contribución de guerra en moneda contante y sonante. Mientras estas
ciudades habían estado levantadas en armas contra el Gobierno como cantones
soberanos, en Cartagena regía el principio de «¡cada cual para sí!» Ahora, que
estaban derrotadas, tenía que regir el principio de «¡todos para Cartagena!»
Así entendían los intransigentes de Cartagena y sus secuaces bakuninistas el
federalismo de los cantones soberanos.
Para reforzar las filas de los combatientes de la
libertad, el gobierno de Cartagena dio suelta a los 1.800 reclusos del penal de
aquella ciudad, los peores ladrones y asesinos de toda España. Que esta medida
revolucionaria le fue sugerida por los bakuninistas es cosa que no admite duda
después de las revelaciones del informe sobre la «Alianza». En él se demuestra
cómo Bakunin se entusiasmaba ante el «desencadenamiento de todas las malas
pasiones» y cómo proclamaba al bandolero ruso modelo de verdaderos
revolucionarios. Lo que vale para los rusos, debe valer también para los
españoles. Por tanto, el gobierno cartagenero se ajustaba por completo al
espíritu de Bakunin cuando desencadenó las «malas pasiones» de los 1.800
matones embotellados, llevando con ellos hasta el extremo la desmoralización
entre sus tropas. Y cuando el Gobierno español, en vez de deshacer a cañonazos
sus propias fortificaciones, esperaba la sumisión de Cartagena de la
descomposición interior de sus defensores, seguía una política totalmente
acertada.
IV
Escuchemos ahora el informe de la Nueva Federación
Madrileña acerca de todo este movimiento.
Al Congreso que debía celebrarse en Valencia e]
segundo domingo de agosto estaba encomendada, como se ve, la importante misión
de determinar la actitud de la federación española ante los graves
acontecimientos políticos que se vienen desenvolviendo en España desde el 11 de
febrero último, día de la proclamación de la República; pero la descabellada
sublevación cantonal, abortada miserablemente y en la cual tomaron una parte
activa los internacionales de casi todas las provincias sublevadas, ha venido,
no sólo a paralizar la acción del Consejo federal, diseminando a la mayor parte
de sus miembros, sino que ha desorganizado casi por completo las federaciones
locales, echando sobre sus individuos -que es lo más triste- todo el peso de la
odiosidad, todas las persecuciones que trae siempre consigo una insurrección
fracasada y torpemente urdida1/4
Al estallar el movimiento cantonal, al
constituirse las juntas, o sea, los gobiernos de los cantones, aquellos
mismos (los bakuninistas) que tanto vociferaban contra el Poder político, que
tan violentamente nos acusaban de autoritarios, se apresuraron a ingresar en
aquellos gobiernos; y en ciudades tan importantes como Sevilla, Cádiz, Sanlúcar
de Barrameda, Granada y Valencia, muchos internacionales de los que se titulan
antiautoritarios, formaban parte de las juntas cantonales, sin otra bandera que
la de la autonomía de la provincia o cantón. Así consta oficialmente en las
proclamas y demás documentos publicados por las referidas juntas, donde internacionales
muy conocidos estamparon sus nombres.
Tanta contradicción entre la teoría y la práctica,
entre la propaganda y el hecho significaría muy poco si de semejante conducta
resultara o hubiera podido resultar alguna ventaja para nuestra Asociación, algún
progreso en el camino de la organización de nuestras fuerzas, algún paso dado
hacia el cumplimiento de nuestra aspiración fundamental, la emancipación de la
clase trabajadora. Pero ha sucedido todo lo contrario, como no podía menos de
suceder. Faltando la acción colectiva del proletariado español, tan fácil si se
hubiera obrado en nombre de la Internacional, faltando el acuerdo de las
federaciones locales y quedando por consecuencia abandonado el movimiento a la
iniciativa individual o de localidad aislada, sin más dirección que la que
pudiera imprimirle la misteriosa Alianza, que por desgracia impera todavía en
nuestra región,10 y sin otro programa que el de nuestros naturales enemigos los
republicanos burgueses, el alzamiento cantonal sucumbió de una manera
vergonzosa, casi sin resistencia, arrastrando en su caída el prestigio y la
organización de la Internacional en España.
No hay exceso, crimen ni violencia que los
republicanos de hoy no atribuyan a la Internacional, habiéndose dado el caso,
según se nos asegura, de que en Sevilla, durante el combate, los mismos
intransigentes hacían fuego a sus aliados los internacionales (bakuninistas).
La reacción, aprovechándose hábilmente de nuestras torpezas, incita a los
republicanos a que nos persigan sublevando al mismo tiempo a los indiferentes
contra nosotros, y lo que no pudieron lograr en tiempo de Sagasta lo consiguen
ahora: hoy día en España el nombre de la Internacional es un nombre aborrecido
hasta para la generalidad de los obreros.
En Barcelona muchas secciones obreras se han
separado de la Internacional, protestando contra los hombres del periódico La
Federación (órgano principal de los bakuninistas) y contra su inexplicable
conducta; en Jerez, Puerto de Santa María y otros puntos, las federaciones se
han declarado disueltas: en Loja (provincia de Granada) han sido expulsados los
pocos internacionales que allí había; en Madrid, donde se disfruta de la mayor
libertad, la antigua federación (bakuninista) no da la más leve señal de vida,
y la nuestra se ve forzada a permanecer inactiva y silenciosa por no cargar con
culpas ajenas; en las localidades del Norte la guerra cada vez más encarnizada
de los carlistas impide toda clase de trabajos; y por último, en Valencia,
donde después de 15 días de sitio quedó vencedor el Gobierno, los
internacionales que no han huido tienen que permanecer ocultos, y el Consejo
federal se halla hoy enteramente disuelto».
Hasta aquí, el informe de Madrid. Como vemos,
coincide en un todo con el relato histórico hecho en las páginas anteriores.
Examinemos, pues, el resultado de toda nuestra
investigación:
1. En cuanto se enfrentaron con una situación
revolucionaria seria, los bakuninistas se vieron obligados a echar por la borda
todo el programa que hasta entonces habían mantenido. En primer lugar,
sacrificaron su dogma del abstencionismo político y, sobre todo, del
abstencionismo electoral. Luego, le llegó el turno a la anarquía, a la
abolición del Estado; en vez de abolir el Estado, lo que hicieron fue intentar
erigir una serie de pequeños Estados nuevos. A continuación, abandonaron su
principio de que los obreros no debían participar en ninguna revolución que no
persiguiese la inmediata y completa emancipación del proletariado, y
participaron en un movimiento cuyo carácter puramente burgués era evidente.
Finalmente, pisotearon el principio que acababan de proclamar ellos mismos,
principio según el cual la instauración de un gobierno revolucionario no es más
que un nuevo engaño y una nueva traición a la clase obrera, instalándose cómodamente
en las juntas gubernamentales de las distintas ciudades, y además casi siempre
como una minoría impotente, neutralizada y políticamente explotada por los
burgueses.
2. Al renegar de los principios que habían venido
predicando siempre, lo hicieron de la manera más cobarde y más embustera y bajo
la presión de una conciencia culpable, sin que los propios bakuninistas ni las
masas acaudilladas por ellos se lanzasen al movimiento con ningún programa ni
supiesen remotamente lo que querían. ¿Cuál fue la consecuencia natural de esto?
Que los bakuninistas entorpeciesen todo movimiento, como en Barcelona, o se
viesen arrastrados a levantamientos aislados, irreflexivos y estúpidos, como en
Alcoy y Sanlúcar de Barrameda, o bien que la dirección de la insurrección
cayera en manos de los burgueses intransigentes, como ocurrió en la mayoría de
los casos. Así, pues, al pasar a los hechos, los gritos ultrarrevolucionarios
de los bakuninistas se tradujeron en medidas para calmar los ánimos, en
levantamientos condenados de antemano al fracaso o en la adhesión a un partido
burgués, que, además de explotar ignominiosamente a los obreros para sus fines
políticos, los trataba a patadas.
3. Lo único que ha quedado en pie de los llamados
principios de la anarquía, de la federación libre de grupos independientes,
etc., ha sido la dispersión sin tasa y sin sentido de los medios
revolucionarios de lucha, que permitió al Gobierno dominar una ciudad tras otra
con un puñado de tropas y sin encontrar apenas resistencia.
4. Fin de fiesta: No sólo la Sección española de la
Internacional -lo mismo la falsa que la auténtica- se ha visto envuelta en el
derrumbamiento de los intransigentes, y hoy esta Sección -en tiempos numerosa y
bien organizada- está de hecho disuelta, sino que, además, se le atribuye todo
el cúmulo de excesos imaginarios sin el cual los filisteos de todos los países
no pueden concebir un levantamiento obrero; con lo que se ha hecho imposible,
acaso por muchos años, la reorganización internacional del proletariado español.
5. En una palabra, los bakuninistas españoles nos
han dado un ejemplo insuperable de cómo no debe hacerse una revolución.
Para volver al comienzo apriete aquí.
Escrito: Escrito
por Engels en 1873 inmediatamente después de los eventos en España descritos en
el artículo, que fueron el punto culminante de la revolución burguesa española
de 1868-1874. La "Advertencia preliminar" fue agregada en 1894.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2000.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2000.
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