NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG: Le he añadido las obras que
hace referencias Néstor Kohan
18-01-2009
"Su
energía impetuosa y siempre en vilo aguijoneaba
a los que
estaban cansados y abatidos, su audacia intrépida
y su entrega
hacían sonrojar a los timoratos y a los miedosos..."
Clara
Zetkin
"El
socialismo no es, precisamente, un problema de
cuchillo
y tenedor, sino un movimiento de
cultura,
una grande y poderosa concepción del mundo...
Carta de
Rosa Luxemburgo a Franz Mehring"
(febrero de
1916)
Apenas 80
años de un asesinato. Eso indica la fría marca del calendario. Recordada desde
un continente como el nuestro, que ha sufrido durante el siglo XX —para no
mencionar los anteriores— represiones, matanzas y genocidios salvajes a manos
de las clases dominantes, su muerte podría computarse simplemente como una más
de las tantas víctimas del capitalismo. Un número, solo eso, en la aridez de la
estadística. No es el caso.
Las
revoluciones del futuro, que las habrá no por mandato predeterminado de LA
Historia (con mayúsculas) sino por la voluntad colectiva y el accionar político
de los pueblos latinoamericanos, recuperará la memoria de cada uno de esos
mártires masacrados y desaparecidos por el capitalismo. El combate socialista
por el futuro se desarrollará entre nosotros no solo pensando en un porvenir
“luminoso” sino fundamentalmente —como señalaba Walter Benjamin para el caso
europeo— a partir del recuerdo imborrable de todos nuestros compañeros
oprimidos, explotados y asesinados de la historia pretérita.
Entre todos
ellos y ellas el ejemplo de Rosa Luxemburgo ocupará uno de los primeros
lugares. Su memoria sigue aún hoy descolocando y desafiando la triste
mansedumbre que actualmente pregonan los mediocres con poder.
Partiendo de
esta realidad, cabe preguntarse, ¿por qué se torna imperioso recordar hoy,
precisamente hoy, a Rosa cuando muchos otros nombres también ligados al
socialismo internacional apenas son aptos para rellenar los libros de historia?
Este modesto artículo tiene por objetivo el intento de comenzar a responder esa
acuciante pregunta.
En primera
instancia constatamos que el simple recuerdo de su figura, siempre sospechada
de “hereje” por los que hasta ayer nomás monopolizaban el estandarte de la
“ortodoxia” marxista, resulta de una incomodidad insoportable para una
tradición de pensamiento que ella estigmatizó sin piedad en Reforma
o revolución y en La
crisis de la socialdemocracia: el reformismo.
El
aniversario de su muerte constituye la gran mancha negra de la socialdemocracia,
supuestamente “abanderada de los derechos individuales” frente a las corrientes
por ellos —los profetas rosados de la democracia burguesa— despectivamente
denominadas “jacobinas, blanquistas, partisanas, leninistas” del socialismo.
Se sabe. Los
responsables de su asesinato (como el de Liebknecht) fueron Gustav Noske,
Scheidemann y Friedrich Ebert. El nombre de este último bautizó incluso a una
conocida fundación de la socialdemocracia alemana que durante los años ’80
coqueteó con posiciones “progresistas” cooptando mediante grandes sumas de
dinero a numerosos intelectuales latinoamericanos presurosos de olvidar su
pasado revolucionario.
El trauma
histórico de este asesinato quedó siempre latente. Ni siquiera Willy Brandt
cuando fue alcalde de Berlín en la última posguerra fue capaz de ponerle una
placa recordatoria al puente desde el cual fue arrojado al agua el cuerpo sin
vida de Rosa (una placa que sí puso la aún más derechista y reaccionaria
democracia cristiana alemana, solo para ironizar sobre sus rivales
electorales). El solo hecho de mencionar su nombre seguramente haría temblar
los labios de todos aquellos partidarios de la reunificación alemana que han
vuelto a poner en el primer plano de la política contemporánea al neonazismo,
al antisemitismo y a la política de gran potencia —eurodólar mediante— del
Reicht alemán.
En este
cansado fin de siglo, cuando muchos disidentes y herejes vuelven a la nave
madre y al hogar común de la socialdemocracia (el ex PC Italiano a la cabeza)
propagandizando una supuesta “tercera vía”, convendría entonces reencontrarse
con la herencia insepulta de Rosa y sus demoledoras críticas al reformismo.
Pero volver
a respirar el aire fresco de sus escritos también nos permite reactualizar la
inmensa estatura ética que tiñó en ella al socialismo en momentos en que
socialistas “renovados” del cono sur —como por ejemplo el canciller chileno—
marchan presurosos a Londres a socorrer al dictador Pinochet en nombre del
“realismo”, de la razón de estado, de la “gobernabilidad” y del pragmatismo
socialista. Exactamente los mismos ejes y las mismas banderas contra las cuales
dirigió sus ácidos dardos Rosa en las mejores de sus polémicas.
Su
palpitante actualidad nos invita además a replantearnos toda una gama de
cuestiones teóricas que aún hoy están a la orden del día en la agenda política
de los revolucionarios. Y que seguramente lo estarán en el siglo que viene.
Sucede que,
además de refutar y combatir despiadadamente al reformismo, Rosa también fue
una dura impugnadora del socialismo autoritario. En un folleto que ella
escribió durante 1918 en prisión sobre la naciente revolución rusa, hundió el
escalpelo en los peligros que entrañaba ante sus ojos cualquier tipo de
tentación de separar el ejercicio del poder soviético de la democracia obrera y
socialista.
Ante la
crisis y el derrumbe de la burocracia soviética (que dilapidó el inmenso océano
de energías revolucionarias generosamente brindado por el pueblo soviético
desde 1917 hasta la victoria sobre el nazismo, pasando por el triunfo de la
guerra civil) aquellas premonitorias advertencias de Rosa merecen ser
seriamente repensadas. Más que todo si tomamos en cuenta que además Polonia y
Alemania —donde actuó políticamente Rosa—, fueron dos países cuyos modelos de
socialismo autoritario y burocrático análogos al soviético entraron en crisis
terminal y se derrumbaron como un castillo de naipes hace apenas una década.
Aquel
célebre folleto crítico sobre la revolución rusa fue publicado póstumamente con
intenciones polémicas por Paul Levi —un miembro de la Liga Spartacus y del KPD
alemán, luego disidente y reafiliado al SPD. Cabe agregar que Rosa cambió de
opinión sobre su propio folleto al participar ella misma de la revolución
alemana. Sin embargo, aquel escrito fue utilizado para intentar oponer a Rosa
frente a la revolución rusa y sobre todo frente a Lenin (de la misma manera que
luego se repitió ese operativo enfrentando a Gramsci contra Lenin o más cerca
nuestro al Che Guevara contra la Revolución Cubana). Se quiso de ese modo construir
un luxemburguismo descolorido y “potable” para la dominación burguesa.
Al resumir
sus posiciones críticas hacia la dirección bolchevique, cuya perspectiva
revolucionaria general compartía íntimamente, Rosa se centró en tres ejes
problemáticos. Les cuestionó la catalogación del carácter de la revolución, su
concepción del problema de las “guerras nacionales” y la relación entre
democracia y terror.
No solo
Lenin (en
su famosa crítica del folleto de Junius, seudónimo de Rosa) ((Desde la
página 3 hasta la 9) y Trotsky le señalaron sus errores. También Lukacs en Historia y
conciencia de clase tomó partido en el debate. Entre esos señalamientos
figuran en primer término su subestimación de la forma política consejista (que
asumió en Rusia el carácter de soviet) como una alternativa radical frente a la
democracia burguesa. En ese sentido creemos que Lukacs había dado en el clavo
cuando —sin dejar de reivindicarla como un faro metodológico para el marxismo—
le señaló a Rosa su inconsecuencia al no diferenciar las transformaciones
específicamente políticas de las revoluciones burguesas (Inglaterra-1688 y
Francia-1789) de la revolución socialista (Rusia-1917). En aquellas primeras
dos se trataba, según Lukacs, de depurar el Parlamento, mientras que en 1917 se
había intentado en cambio suplantarlo por los soviets.
Y en ese
punto se puede ubicar la radical diferencia entre un tipo y otro de revolución,
pues en la transición al socialismo no se trata ya de acelerar o retardar el
desarrollo autónomo e independiente de la economía por parte del estado sino,
por el contrario, de dirigirla conscientemente (una opinión donde el Che
coincidirá evidentemente con Lukacs en sus debates sobre el cálculo económico y
el sistema presupuestario de financiamiento).
Al mismo
tiempo Rosa, siempre según la opinión de Lukacs, habría subestimado en aquel
folleto el papel cumplido en la revolución rusa por las fuerzas no proletarias
y por lo tanto en su esquema habría terminado desdibujado el lugar y la función
estrictamente hegemónica del partido proletario sobre el resto de las
fracciones sociales que habían participado del octubre insurrecto.
Si bien es
cierto que aquel escrito adolece de este tipo de equivocaciones, también
resulta insoslayable que Rosa acertó al señalar algunos agujeros vacíos cuya
supervivencia a lo largo del siglo XX generó no pocos dolores de cabeza a los
partidarios del socialismo.
Entre estos
últimos creemos que Rosa sí tuvo razón cuando sostuvo que sin una amplia
democracia socialista —base de la vida política creciente de las masas
trabajadoras— solo resta la consolidación de una burocracia. Según sus propias
palabras, si este fenómeno no se puede evitar, entonces “la vida se extingue,
se torna aparente y lo único activo que queda es la burocracia”. La historia,
en el caso del socialismo europeo, le dio lamentablemente la razón.
La necesaria
vinculación entre socialismo y democracia política y los riesgos de eternizar y
tomar como norma universal lo que era en realidad producto histórico de una
situación particular, es decir, el peligro de hacer de necesidad virtud en el
período de transición al socialismo, constituye el eje de su pensamiento que
probablemente más haya resistido el paso del tiempo.
Pero esta
crítica de Rosa, dura y sin contemplaciones a pesar de su ferviente adhesión al
bolchevismo, no implica soslayar la necesaria crítica que hoy debemos hacer a
las formas “democráticas” (en realidad republicanas parlamentarias, no
democráticas) con que el capitalismo ejerce su dominación y su hegemonía en las
sociedades modernas occidentales. Una crítica desarrollada a fondo por el
intelectual que fue más lejos —incluso más allá de la misma Rosa— al pensar las
condiciones de una revolución anticapitalista en Occidente, Antonio Gramsci.
Esta crítica
a la forma republicana de dominación burguesa —como la denominó Marx en su
célebre 18 Brumario de Luis Bonaparte— resulta impostergable para nosotros los
latinoamericanos, pues en nuestros países el imperialismo norteamericano después
de financiar y sostener a las dictaduras militares más sangrientas de la
historia, apostó a implementar su reformulación neoliberal del capitalismo con
regímenes políticos donde funciona el Parlamento y los tribunales
“independientes”.
De modo que
uno de nuestros principales desafíos contemporáneos y futuros consiste en
tratar de recuperar y sintetizar al mismo tiempo el reclamo de Rosa sobre la
necesaria vinculación de socialismo, participación popular y democracia
revolucionaria en los países donde los trabajadores ya han tomado el poder y la
crítica impiadosa de Gramsci hacia los regímenes políticos donde aún domina el
capital internacional y sus expresiones nacionales. Ambos pensamientos apuntan
a una misma problemática política.
Si la
pregunta básica de la filosofía política clásica de la modernidad se interroga
por las condiciones de la obediencia al soberano, el conjunto de preguntas que
delinean la problemática del marxismo apuntan exactamente a su contrario. Es
decir que desde este último ángulo lo central reside en las condiciones que
legitiman no la obediencia sino la insurgencia y la rebelión, no la soberanía
que corona al poder institucionalizado, sino la que justifica el ejercicio
pleno del poder popular. Antes, durante y después de la toma del poder.
Allí, en ese
terreno nuevo que permanecía ausente en los filósofos clásicos del
iusnaturalismo contractualista, en Hegel y en el pensamiento liberal, la teoría
política marxista tal como la elaboraron Rosa, Lenin y Gramsci ubica el eje de
su reflexión. En ese sentido, el socialismo no constituye el heredero moderno,
mejorado y perfeccionado del liberalismo moderno sino su negación antagónica.
Si hubiera
entonces que situar la filiación que une la tradición política iniciada por
Marx y que Rosa desarrolló en su espíritu —contradiciendo muchas veces su
letra— a partir de la utilización de su misma metodología, podríamos arriesgar
que el socialismo contemporáneo pertenece a la familia libertaria más radical y
es —o debería ser— el heredero privilegiado de la democracia directa
roussoniana.
Desde esta
óptica —bien distinta a la de quienes legitimaron los “socialismos reales”
europeos amparándose en el perfeccionamiento de la tradición ilustrada
dieciochesca— se torna comprensible los presupuestos desde los cuales Rosa
dibujó las líneas centrales de su crítica al socialismo burocrático.
En cuanto al
problema de la controvertida relación entre “espontaneidad” y vanguardia —otro
de los núcleos centrales de su pensamiento político—, podemos también apreciar
su apabullante actualidad.
Esta otra
serie de interrogantes hoy reaparece con otro lenguaje y otro ropaje. No es ya
el problema de la huelga de masas —que Rosa analizó a partir de la primera
revolución rusa de 1905— sino más bien el de los movimientos sociales (la
subjetividad popular) y su vinculación con la política. Aquí sus escritos,
releídos desde nuestras inquietudes contemporáneas, tienen mucho para decirnos.
También aquí
Lenin y Lukacs cuestionaron a Rosa. Le criticaron el haber subestimado no solo
el lugar de los consejos o soviets como forma política de nuevo tipo sino
también el papel de la conciencia socialista en la necesidad de organizarse en
partido (y de entablar una polémica abierta con el oportunismo).
Sin embargo,
no deberíamos olvidar que en este rubro ella cuestionó incluso antes que Lenin
el papel de “guía” que Kautsky monopolizaba entre las filas de la II
Internacional. Lo cierto es que tanto Rosa como Lenin terminaron de romper
amarras no solo política sino también epistemológicamente con el marxismo
kautskiano-plejanoviano en los primeros años de la Guerra Mundial. En ambos
casos la problemática del sujeto —el proletariado como clase, el partido como
organización— fue el detonante de esa inmensa ruptura epistemológica.
Revisitar
entonces los escritos de Rosa centrados en ese horizonte seguramente nos
permitiría recuperar a Lenin de otra forma, despojados ya de todo el lastre
dogmático que impidió utilizar todo el arsenal político de quien Gramsci no
dudó en catalogar como “el más grande teórico de la filosofía de la praxis”.
Creemos que
esto es así porque a partir de un contrapunto entre las posiciones de Rosa y
Lenin se podría entender que cuando este último hablaba de “llevar la
conciencia desde afuera” al movimiento obrero —tesis de factura kautskiana
cuyas consecuencias epistemológicas extrajo hasta el paroxismo Louis Althusser—
no estaba defendiendo un externalidad total frente al movimiento social
“espontáneo” sino una externalidad circunscripta en relación con el terreno
económico. El “afuera” desde el cual Lenin defendía la necesidad de un partido
político socialista remitía a un nivel que no se dejaba subsumir dentro de la
práctica economicista, pero no implicaba —como lo leyó el stalinismo en
política y el althusserianismo en epistemología— situarse en un “afuera”
opuesto al movimiento social.
Esta última
deformación del pensamiento de Lenin derivó en una concepción burocrática del
partido encerrado en sí mismo que facilitó enormemente todas las injustas
acusaciones de “sustitucionismo” con que hoy la socialdemocracia denosta a los
revolucionarios en todo el mundo. El partido debe ser parte inmanente del
movimiento social —como lo demostraron Gramsci en el movimiento consejista
turinés o nuestro Mariátegui frente a las masas indígenas peruanas—, nunca un
“maestro” que desde afuera lleva una teoría pulcra y redonda que no se “abolla”
en el ir y venir del movimiento de masas. Entre el sentido común, la ideología
“espontánea” del movimiento popular, y la reflexión científica, es decir, la
ideología del intelectual colectivo, no debe haber ruptura absoluta. Cuando
esta última se produce se pierde la capacidad hegemónica del partido y crece la
capacidad hegemónica del enemigo que cuenta en su haber con las tradiciones de
sumisión, con las instituciones del poder y hoy en día con el monopolio de los
medios de comunicación mundial.
De modo que
las posiciones de Rosa y de Lenin —polémicas entre sí— en última instancia
serían integrables en función de una difícil pero no imposible dialéctica de la
organización política como consecuencia y a la vez impulsora del movimiento
social. La hegemonía se construye desde adentro. La conciencia de clase es
fruto de una experiencia de vida, de valores sentidos y de una tradición de
lucha construida que ningún manual puede llevar desde afuera, pues se chocará
indefectiblemente —como de hecho ha sucedido en la historia— con un muro de
silencio e incomprensión.
Otro de los
núcleos donde Rosa Luxemburgo polemizó fue en el campo de la “cuestión
nacional”, uno de sus flancos más débiles. Todo el problema alrededor del cual
gira la reflexión de Rosa, como también la de Lenin, Otto Bauer, Stalin o
Trotsky, etc., es aquella que se pregunta qué deben hacer los partidarios del
socialismo, los críticos del capitalismo, frente a una situación de opresión de
naciones que son mantenidas por la fuerza en el status de colonias o
semicolonias por la mano de uno o más imperialismos.
Desde el
marxismo latinoamericano debemos presurosamente aclarar que dicho problema es
bien distinto al que en nuestra América afrontó Mariátegui cuando intentó
descifrar el problema de la nación. En este último caso no se trataba de una
nación ya constituida histórica, social y culturalmente, aunque oprimida por
otra con mayor poder, sino el de una nación aun inacabada —tal como era
entonces Perú—, sin integración racial y con un desarrollo desigual y combinado
de su cultura (la blanca y mestiza —heredera de la conquista y la colonización
europea— y la cultura indígena autóctona).
Cuando Rosa,
Lenin y los demás marxistas de su época discutían, tenían como presupuesto
compartido la reflexión sobre unidades nacionales —opresoras u oprimidas— ya
constituidas. Y en ese rubro Rosa, de origen judío y de nacionalidad polaca, se
opuso a la independencia de Polonia (proponiendo que los proletarios polacos
enfrentaran a la burguesía polaca uniéndose junto con los revolucionarios rusos
en una gran federación).
Esa posición
errónea en parte se explica por los residuos epistemológicos que Rosa
seguramente había heredado de Engels y su teoría —de factura hegeliana— sobre
los llamados por él “pueblos sin historia”, pequeñas “nacioncillas” que no
tenían derecho a existir. Pero tampoco habría que subestimar la posición
política de Rosa dentro de Polonia, como militante del Partido Socialdemócrata
Polaco (SDKP) y enemiga a muerte del socialpatriotismo —encarnado en el Partido
Socialista Polaco (PPS)— que terminó en 1914 entregando los partidos
socialistas europeos en brazos del militarismo imperialista burgués.
Lenin, a su turno
enemigo de la política de gran potencia del zarismo ruso, levantó como
consignas la unidad y la independencia de Polonia —en concordancia con la
posición de Marx y la primera Internacional al respecto— y el derecho a la
autodeterminación de las naciones.
La historia
del siglo XX, con sus opresiones que todavía hoy no concluyen —sino allí están
los recientes bombardeos norteamericanos sobre Iraq para recordárnoslo— a pesar
de la pomposamente llamada “globalización”, le dio en este punto preciso,
creemos, la razón a Lenin. Pues a pesar de que hoy existe una tendencia
objetiva a la regionalización y a construir bloques económicos y políticos que
superan las barreras estrechas del estado-nación (un impulso acorde con el
movimiento transnacional del capital) sin embargo, no han desaparecido los
conflictos nacionales.
Dentro de
estos últimos ha cobrado cada vez mayor fuerza la dimensión cultural como un
componente central de la nación —una veta en la que Rosa fue realmente
precursora junto con el austromarxismo—. Y si esto no fuera así, ¿cómo
explicarnos la apabullante exportación planetaria de valores nacionales
norteamericanos, vía el Mc Donald, la Coca Cola, y toda la industria cultural
de la imagen —cine y video—, garantía imprescindible de su hegemonía mundial?
Cuando la
globalización del capital subsume formal y realmente al mundo, decaen las
soberanías de los estados-naciones más débiles, las de los países del Tercer
Mundo. En ese nuevo contexto la problemática del imperialismo —y su necesario
correlato: la opresión nacional— se ha modificado pero no ha desaparecido. No
es cierto que el mundo viva en una interdependencia absoluta, donde todos los
polos de las relaciones de poder son intercambiables. Sigue habiendo,
lamentablemente, opresores y oprimidos. Si bien es cierto que la hegemonía
mundial del capital asume una tendencia hacia la desterritorialización, ello no
implica que hayan desaparecido las naciones.
Tanto en el
terreno político (con el resurgimiento ultrarreaccionario del neonazismo
alemán, el Frente Nacional en Francia, los separatistas italianos y otros
movimientos por el estilo), como en el filosófico (el discurso de “la
diferencia” en un mundo donde el valor mercantil tiñe en su homologación
dineraria todos los colores culturales del color único del capital) el problema
de la nación —y su potencial opresión— sigue vigente. En ese contexto
mundializado, las naciones oprimidas tienen cada vez menos poder. Ya no solo
son oprimidas económica o comercialmente. Hasta ven amenazadas sus valores y tradiciones
culturales. De modo que, tomando en cuenta las variaciones históricas, hoy no
nos podemos dar el lujo de soslayar la implicación contemporánea que este
debate de principios de siglo tiene para los partidarios socialistas del
florecimiento mundial de las culturas y las naciones.
Otro de los
ejes donde Rosa incursionó con notable éxito —de un modo mucho más equilibrado
y justo que en el problema nacional— fue en la relación entre socialismo y
religión.
Sabido es
que en la “ortodoxia” plejanovista-kaustkiana de la II Internacional —de la
cual fue una clara continuación filosófica el DIAMAT de la época stalinista— el
marxismo era concebido como una ciencia “positiva” análoga a las naturales,
cuyo modelo paradigmático era la biología. Ciencia que Plejanov veía como
arquetipo al bautizar a la filosofía de Marx como “monismo” siguiendo a Haeckel
y que Kautsky intentaba imitar, sintetizando a Darwin con Marx, en un más que
dudoso matrimonio de materialismo histórico y evolucionismo.
Desde esos
parámetros ideológicos no resulta casual que se intentara trazar una línea
ininterrumpida de continuidad entre los pensadores burgueses ilustrados del
siglo XVIII y los fundadores de la filosofía de la praxis. En ese particular
contexto filosófico-político, la religión era concebida —en una lectura
apresurada del joven Marx (1843) —simplemente como el “opio del pueblo”.
Aún educada
inicialmente en esa supuesta “ortodoxia” filosófica —desde la cual batallará
contra el reformismo de Bernstein y con la cual romperá amarras alrededor de
1915— Rosa Luxemburgo se opuso a una lectura tan simplificada del materialismo
histórico en torno al problema de la religión.
Ante el
estallido en 1905 de la primera revolución rusa, Rosa como parte de los
socialistas polacos de la parte de Polonia que en ese tiempo era rusa, escribió
un corto folleto sobre El
socialismo y las iglesias. En él cuestiona crispadamente el carácter
reaccionario de la iglesia oficial que intentaba separar a los obreros polacos
del socialismo marxista, manteniéndolos en la mansedumbre y la explotación.
Hasta allí su escrito no se diferenciaba en absoluto de cualquier otro de la
época de la II Internacional.
Pero al
mismo tiempo —y aquí reside lo más notable de su empeño— intenta releer la
historia del cristianismo desde una óptica marcadamente historicista que
descentra completamente la óptica de la ilustración “materialista”
dieciochesca. Así afirma que “los cristianos de los primeros siglos eran
comunistas fervientes”. En esa línea de pensamiento reproducía largos fragmentos
que resumían el mensaje emancipador de diversos apóstoles como San Basilio, San
Juan Crisóstomo y Gregorio Magno.
De ese modo
Rosa retomaba el sugerente impulso del último Engels, quien en el prólogo de
1895 a Las luchas de clases en Francia no había tenido miedo de homologar el
afán cristiano de igualación humana con el ideal comunista del proletariado
revolucionario. Una lectura cuya tremenda actualidad no puede dejar de
asombrarnos cuando grandes sectores populares religiosos rompen amarras con el
carácter jerárquico y autoritario de las iglesias institucionales para asumir
una práctica de vida íntimamente consustanciada con el comunismo de aquellos
primeros cristianos.
Llegado este
punto del análisis deberíamos preguntarnos, ¿qué presupuestos filosóficos
permitieron a Rosa incursionar con tanta fortuna en temáticas tan diversas? La
respuesta resulta aquí inequívoca. La lectura filosófica de Rosa remite hoy al
problema del método.
Ninguna
categoría ha sido más repudiada, castigada y desechada en las últimas décadas
que la de “totalidad”. Las vertientes más reaccionarias del posmodernismo —que
no solo cuestionan a la modernidad, lo cual no deja de ser una tarea
impostergable, sino que también rechazan todo proyecto de transformación y
emancipación social— y del pragmatismo han asimilado toda visión totalizadora
con la metafísica. A esta última a su vez la igualaron con el pensamiento
“fuerte” y de allí (sin mediaciones) han sostenido que en ese tipo de
racionalidad se encuentra implícita la apología de la violencia irracional y el
autoritarismo.
De este modo
han intentado desechar, junto con los grandes relatos de la historia todo
proyecto de emancipación y junto con la categoría de “superación” (aufhebung)
cualquier visión totalizadora del mundo.
Ahora bien,
esa categoría tan vilipendiada —la de totalidad— es central en el pensamiento
de Rosa y de su crítica de la economía capitalista. Ella consideraba que el
modo de producción capitalista nunca se puede comprender si fragmenta
cualquiera de sus momentos internos (la producción, la distribución, el cambio
o el consumo). El capitalismo los engloba a todos en una totalidad articulada
según un orden lógico que a su vez tiene una dinámica esencialmente histórica.
De allí que cuando intente explicar en las escuelas del partido el nada fácil
problema de “¿Qué es la economía?” dedique buena parte de su exposición a
desarrollar no solo las definiciones de la economía contemporánea sino
particularmente la historia de la disciplina.
Esa decisión
no era caprichosa ni arbitraria. Estaba motivada por la misma perspectiva
metodológica que llevó a Marx a conjugar lo que él denominaba el “modo de
exposición” y el “modo de investigación”, dos órdenes del discurso científico
crítico que remitían al método lógico y al método histórico. Para el marxismo
revolucionario que intenta descifrar críticamente las raíces fetichistas de la
economía burguesa no hay simple enumeración de hechos —tal como aparecen a la
conciencia inmediata en el mercado, según nos muestran las revistas y
periódicos actuales de economía— sin lógica. Pero a su vez no hay lógica sin
historia, pues una lógica sin historia —por ejemplo la canonización
materialista del DIAMAT válida para todo tiempo y espacio— deriva
indefectiblemente en la metafísica.
Pues bien,
la categoría que permite articular en el marxismo a la lógica y a la historia
es la de totalidad, nexo central de la perspectiva metodológica que Rosa
encontró en Marx, como bien señaló Lukacs en Historia y conciencia de clase. No
importa si sus correcciones a los esquemas de reproducción del capital que
figuran en el tomo II de El Capital son correctas o no. Lo importante es el
método empleado en ese análisis. Pudo quizás equivocarse en sus conclusiones
pero no se equivocó en el método. Eso es para nosotros lo importante.
La categoría
de totalidad no gira en el vacío ni flota en el aire. La sociedad humana
concebida como totalidad es el resultado de una praxis histórica. En esta
última, en la categoría de praxis reposa la segunda y no menos importante categoría
de su marxismo revolucionario. No hay posibilidad de ciencia, al menos en el
marxismo, sin praxis. Las totalidades sociales no se suceden en la historia de
manera automática. Son los seres humanos y su praxis colectiva (su “actividad
crítico práctica” como la llamaba Marx en sus Tesis sobre Feuerbach) las que
logran derribar sistemas y crear otros nuevos.
Toda la
reflexión de Rosa gira metodológicamente en torno a este horizonte categorial.
Retomar hoy ese ángulo nos parece de vital importancia, sobre todo si tomamos
en cuenta que en las dos últimas décadas se ha intentado fracturar toda
perspectiva de lucha global contra el capitalismo en aras de los
“micropoderes”, los “microenfrentamientos capilares”, etc., etc. Sin cuestionar
la totalidad del sistema capitalista, toda crítica al sistema se vuelve
impotente.
Es cierto
que ya no podemos seguir hundiéndonos en sistemas metafísicos que únicamente
toman en cuentan el carácter de clase (por más que se disfracen con el ropaje
“materialista dialéctico”) sin cuestionar al mismo tiempo la dominación
sexista, generacional, el autoritarismo pedagógico, la destrucción de la
ecología, el racismo, etc., etc. Los reclamos de los nuevos movimientos
sociales tienen una racionalidad que no se puede negar. Pero si no logramos
articular sus reclamos puntuales y fragmentarios en una totalidad que los
integre —sin disolverlos— hay capitalismo para rato. El abandono de la
categoría de “totalidad” expresa entonces —como señaló hace poco Jameson— la
impotencia de los nuevos movimientos sociales al no poder construir una alianza
entre todos sus reclamos puntuales. Superar esa impotencia (legitimada
filosóficamente por las filosofías de la “diferencia” y la ya cansadora
polémica contra la herencia de Hegel) implica reactualizar la herencia
metodológica que Rosa Luxemburgo supo desarrollar en su crítica de la economía
política y en su crítica radical de la “civilización” capitalista.
Esta última
resume seguramente lo más explosivo de su herencia y lo más sugerente de su
mensaje para el socialismo que viene, el del siglo XXI.
Cuando Rosa
termina de cortar sus vínculos con la tradición determinista “ortodoxa” de la
II Internacional —aquella misma que la llevó, según el Gramsci de los Cuadernos
de la cárcel, a concebir la crisis del capitalismo y la huelga general como “la
artillería pesada de la guerra de maniobra”— formula una consigna que hoy tiene
absoluta actualidad: “Socialismo o barbarie”.
Inserta en
su folleto
de Junius (1915), esa consigna resulta superadora del determinismo
fatalista y economicista asentado en el desarrollo imparablemente ascendente de
las fuerzas productivas. Según esta última concepción, durante décadas
consideradas la versión “ortodoxa” del marxismo, la sociedad humana marcharía
de manera necesaria, ineluctable e indefectible hacia el socialismo. La
subjetividad histórica y la lucha de clases a lo sumo lo que podrían hacer es
acelerar o retrasar ese ascenso de progreso lineal.
Pero Rosa
rompe con ese dogma dieciochesco y plantea que la historia humana tiene un
final abierto, no predeterminado por el progreso de las fuerzas productivas
(ese viejo grito moderno del más antiguo “¡Dios lo quiere!”, tal como
irónicamente afirmaba Gramsci). Por lo tanto, el futuro solo puede ser resuelto
por el resultado de la lucha de clases. Podemos ir hacia una sociedad
desalienada y una convivencia más humana, el socialismo, o podemos ir hacia la
barbarie.
Y cuando hoy
hablamos de “barbarie” —concepto tomado por Rosa no del Manifiesto comunista en
el cual era erróneamente utilizado para caracterizar a los pueblos de la
periferia colonial, sino del último Engels— estamos pensando en la barbarie
moderna, es decir, la civilización globalizada del capitalismo. Nunca hubo más
barbarie que durante el capitalismo moderno del siglo XX. Como ejemplos
contundentes pueden recordarse el nazismo alemán con sus fábricas industriales
de muerte en serie; o el apartheid sudafricano —régimen político insertado de
lleno en la modernidad blanca, europea y occidental— o, más cerca nuestro, los
regímenes argentinos y chilenos de la década del 70 quienes realizaron un
genocidio burocrática y racionalmente planificado aplicando torturas
científicas.
A 80 años de
su muerte y a escasos márgenes del siglo XXI, la roja herencia de Rosa sigue
siendo un incentivo para no bajar los brazos y no permitir que continúe la
barbarie.
El
luxemburguismo en España: y 4. Obras
En este enlace está todas las obras de Rosa Luxemburgo.
Obras escogidas de Rosa Luxemburgo
LA
CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA -
Omegalfa
Discurso de
Rosa Luxemburgo (Rosa Luxemburg, von Trotta)
Rosa
Luxemburg, di Margarethe Von Trotta versione sottotitolata in italiano
Rosa de
Luxemburgo Fui, soy y seré
Rosa Luxemburg,
la flor más roja del socialismo
Toni Negri y
el 15 M
Una vieja
ilusión que sueña, “ingenuamente”, cambiar la sociedad... sin plantearse la
revolución ni la toma del poder (John Holloway dixit). La verdad última de esta
“novísima teoría” constituye desde nuestro punto de vista la legitimación
metafísica de la impotencia política. El convertir la necesidad en virtud, la
debilidad momentánea en un proyecto estratégico, un momento particular de la
historia en una definición ontológica.
John
Holloway y los zapatistas
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